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Momento de meditación

Diego Fares sj

“Si Jesús me pide el corazon, yo se lo doy”


Los coloquios con nuestra Señora, con Jesús y con nuestro Abba, estructuran las
contemplaciones de la vida del Señor de manera dialogal. Ignacio nos hace rezar
conversando, “como un amigo conversa con su amigo”. Esta indicación de Ignacio da
el tono al diálogo: lo pone en clave de amistad.
En los ejercicios se conversa con el Señor con el tono y al ritmo que tienen las
charlas entre amigos. Entre otras muchas cosas muy personales, ya que el tono de
cada amistad es único y cada uno debe reflexionar sobre su experiencia, podemos
decir que en una charla de amistad se alternan dos tiempos: uno, el tiempo que se
le da al contemplar la vida como quien discierne lo importante que está pasando -en
el mundo, en la familia, en el trabajo…-, y el otro, el tiempo que se le da al
sentir profundamente el peso subjetivo con que estas cosas pesan en cada corazón.
Agustín decía “Amor meus, pondus meum”-mi amor es mi peso, lo que inclina mi
corazón.
La relación entre estas dos realidades es lo que da el ritmo a lo que se conversa
entre amigos. Un rato se habla de las cosas, otro rato de cómo pesan en el corazón…
Por eso todo diálogo entre amigos es altamente contemplativo, va directo a lo
esencial de cada realidad y la confronta con el sentimiento más hondo y decisivo
del corazón de cada uno.
A la Vida de Cristo, Ignacio nos la hace contemplar desde la entrega radical del
Señor por mí, desde el peso de su amor por mí que inclina decididamente su corazón.
Podríamos decir que los dos pesos que le ganan el Corazón Jesús son el peso del
amor por su Padre y el peso de su amor por nosotros, especialmente por los más
pequeños y por los pecadores.
Nuestra contraparte está signada también por la radicalidad, por una triple
radicalidad. En primer lugar, la radicalidad de nuestra acción de gracias. Nuestro
agradecimiento al Creador (cómo lo concibamos no importa tanto cuanto reconocernos
creaturas) no es un “muchas gracias” de compromiso, sino una actitud sincera y
básica. Lo primero de una creatura es alabar y reverenciar en todo a su Creador.
Esta alabanza se puede cantar en todo momento, cada vez que uno se hace consciente
de que, junto con el don de la existencia, está recibiendo todo todo lo demás y que
no hay forma de pagarlo sino agradeciendo.
Luego viene la radicalidad del que contempla a Cristo puesto en Cruz, y no como
espectador neutral sino desde la llaga abierta y purulenta de nuestro pecado
principal. Nuestra necesidad de misericordia es radical en el sentido de que, ante
la inmensidad de los dones recibido –de la vida y del perdón- cualquier ofensa que
vaya en desmedro de esos dones resulta “impagable”. Y por eso necesitamos de la
misericordia infinita y constante de nuestro Padre para poder existir e ir adelante
con nuestros errores y fragilidades. Cargándolos y que no nos paralicen ni
depriman.
La tercera radicalidad es la del que quiere responder al llamamiento del Rey. No se
puede responder a un Creador tan Misericordioso entregando solo algo de nosotros.
Ignacio nos dice que los leales amigos ofrecerán toda su persona al servicio de la
misión encomendada. Para ello hay que hacer ver al Señor no solo los pecados sino
también los afectos desordenados a las cosas buenas, que se convierten en “cosa
acquisita”, como dice la meditación de los Tres binarios. Son esas cosas (personas,
cargos, modos de obrar, mi tiempo, mis ideas, mi perfeccionismo, etc., etc…) a las
que nos apegamos y que pueden ocasionar impedimentos a una amistad incondicional.
Todas estas “radicalidades” se pueden expresar de manera simple, como lo hace una
amiga misionera en el Congo que escribía contando su día de trabajo: “Para
terminar, recoger el día con Jesús. Y como me decía (a ella) otra amiga consagrada:
“si Jesús me pide el corazón, yo se lo doy”. Y ése es el “secreto” de la vida
misionera.
Me encantó la frase: “Si Jesús me pide el corazón, yo se lo doy”.
Las tres maneras de humildad
Vamos a considerar este “yo le doy el corazón” desde la perspectiva de las tres
maneras de humildad o tres maneras de amor, como también se les solía llamar.
Ignacio hace meditar en estas maneras durante todo un día, como preparación
inmediata a la elección o reforma radical de la vida. Todo un día! (EE 164).
Transcribimos el texto íntegro, con sus durezas de lenguaje y su complejidad para
luego reflexionar sobre este solo punto, el de darle el corazón a Jesús.

Primer modo de dar el corazón


Ignacio dice así: “La primera manera de humildad es necesaria para la salud eterna,
(y) es a saber, que así me baje y así me humille cuanto en mí sea posible, para que
en todo obedezca a la ley de Dios nuestro Señor, de tal suerte que aunque me
hiciesen Señor de todas las cosas criadas en este mundo, ni por la propia vida
temporal, no sea en deliberar de quebrantar un mandamiento, ya sea divino, ya
humano, que me obligue a pecado mortal” (EE 16).
Podríamos decir que este modo de dar el corazón es el de darlo en lo fundamental,
sin querer entrar quizás mucho en detalles. Ignacio piensa aquí partiendo del
límite de lo que hiere o puede herir mortalmente la amistad. Estamos en el terreno
de lo decisivo, allí donde nos jugamos la vida eterna.
Quizás sea la reacción ante el pecado grave lo que permite ver si existe este grado
de humildad y si uno es “de una sola pieza”. Dos figuras claras de esta entrega o
no entrega fundamental del corazón son la de Judas y la de Pedro. Ambos traicionan:
Judas por amor al dinero, Pedro por cobardía y temor de que lo arresten a él
también. Pero a Judas, el remordimiento hace que se le endurezca totalmente el
corazón y termine suicidándose. A Pedro en cambio el dolor insoportable de su culpa
hace que se vuelque enteramente a la mirada misericordiosa de su amigo Jesús. El
pecado de alguna manera hace que cuaje la materia más básica con la que hemos
alimentado nuestro corazón. Cuando esa materia es la humildad, el corazón que peca
se abre sediento a la misericordia. No me animo ni a pensar qué alimento ha tenido
un corazón que se cierra a la misericordia de Jesús en vez de abrirse.
“Si Jesús me pide el corazón (lleno de pecados, después de haber pecado, cada vez
que peco, cada vez que me siento tentado a traicionar), yo se lo doy”. Esta podría
ser la fórmula del primer grado de humildad.

Segundo modo de dar el corazón


Ignacio dice así: “La 2ª es más perfecta humildad que la primera, es a saber, si yo
me hallo en tal punto que no quiero ni me afecto más a tener riqueza que pobreza, a
querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta, siendo igual servicio de
Dios nuestro Señor y salud de mi ánima; y, con esto, que por todo lo criado ni
porque la vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer un pecado venial” (EE
166).
Este modo más humilde de dar el corazón sería el de esas personas que no miran su
propia conveniencia sino la del otro. Lo de no deliberar en cometer un pecado
venial, que parece imposible si uno lo considera en abstracto, es sin embargo algo
que se vive espontáneamente en la familia, por ejemplo. Es, por ejemplo, la actitud
espontánea propia de una madre y de un papá que ni se les ocurre pensar en hacer
algo que dañe, aunque sea un poquito, a su bebé enfermito. Vemos cómo cuidan
atentamente al modo como lo tienen en brazos, a lo que le dan de comer, a lo que
puede perturbar su sueño… Es la humildad del que se pone totalmente a disposición
del más pequeñito y lo hace con todo su amor. Este don total del corazón que se
expresa en los más pequeños detalles y que evita todo mal, es lo que Ignacio señala
como “más perfecta humildad”. Nosotros solemos pensar en el terreno del cálculo de
la vida de relaciones adultas, donde parece imposible moverse con esta generosidad
y con esta “indiferencia ignaciana” que no quiere más riqueza que pobreza, honor
que deshonor o vida larga que corta. Pero si nos situamos en el ámbito hogareño,
comprobamos que es algo real y que de hecho se practica esta humildad donde hay
amor familiar. Una madre cocina sin pensar en aplausos, un papá trabaja, no para sí
sino pensando en dejar la herencia a sus hijos y muchas veces, en casos extremos,
vemos que una madre prefiere la vida de su hijo a la propia o si anhela vivir más
es para criar a sus pequeños.
En este modo de humildad o de dar el corazón Ignacio no piensa desde los límites
sino desde la perfección. El acento se pone en que alguien muy amado, si me pide mi
corazón, mi alegría es dárselo entero y en los detalles, “sin querer pensar en
cometer ni un pecado venial”, o sea, sin mezquinar ni lo más mínimo. Y esto no por
una exigencia sino un gusto. El eje de la entrega gira del deber hacia la
gratuidad.
“Si Jesús me pide el corazón (en todos los detalles, como un hijo pequeñito) se lo
doy. Y no solo se lo doy sino que me gozo de que me lo pida en esos detalles que
hacen que la entrega pueda mostrarse más perfecta”.

El tercer modo de dar el corazón


La 3ª es humildad perfectísima, es a saber, cuando incluyendo la primera y segunda,
siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más
actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que
riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear más de ser
estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio
ni prudente en este mundo” (EE 167).
Este último modo de humildad creo que no hay que buscarle analogías humanas sino
que es algo que sólo puede generarlo la humildad de Jesús. Solo al ver el amor de
Jesús que se empobrece y se deja humillar para salvarnos puede surgir en un corazón
humano este impulso loco a querer imitarlo y parecerse más a Él. “Quiero y elijo
más pobreza con Cristo pobre que riqueza”, dice Ignacio. La comunión con Jesús, el
estar en su compañía, es la clave. No la pobreza en sí, sino la que me hace
acompañar a Jesús que camina pobremente. Y lo mismo podemos decir de los oprobios y
del ser tenido por loco y por insustancial –vano sería uno que no progresa, que
desperdicia su vida en tareas de servicio menores, con los más pobres-.
Aquí Ignacio piensa la entrega desde la situación. El primer don del corazón lo
piensa desde el límite, el segundo desde la perfección. Este desde la situación. No
podemos imitar a Cristo “esencialmente” diríamos. No podemos llegar a “ser” como
Él, hagamos lo que hagamos, si no es por pura gracia. No podemos tener sus
sentimientos sin mezcla de egoísmo, si Él no nos lo regala. No podemos poseer
íntegramente nuestro corazón para ser como Él “de una pieza”. Pero sí nos queda,
para poder demostrarle nuestro amor y agradecimiento, la gracia de tener que
encontrarnos en situaciones similares a las suyas, situaciones de pobreza, de
ninguneo o directamente de oprobio y persecución. Que uno pueda hacer esta entrega
cuando se encuentre en una situación, así es una gracia especial del Señor. Ignacio
dice que si deseamos poder entregar el corazón entero, cosa que solo se puede
realizar en una situación así, extrema, es algo que debemos pedir diciéndole al
Señor que esto se de “Si Él nos quiere elegir en esta tercera y mejor humildad,
para más imitarlo y servirlo, si es a igual o mayor gloria y alabanza de su divina
majestad” (EE 168).
“Si Jesús me pide el corazón en una de estas situaciones de pobreza o humillación,
si me mira y me lo pide, yo, en vez de pedirle que me libre de la humillación o que
me haga justicia, yo se lo doy”. Esta es la gracia. No significa que luego no luche
por la justicia o me defienda. Pero lo primero no es resistir al mal sino
aprovecharlo para ofrecer mi corazón, ya que la experiencia de la pobreza y de la
persecución nos hace sentir “entero” eso que llamamos corazón.

Momento de contemplación

Marta Irigoy
Hacernos más parecidos a Jesús
En esta Meditación de las Tres Maneras de Humildad, dentro de los Ejercicios
Espirituales, san Ignacio nos invita a dejar que en nuestra vida Dios pueda hacer
una de las obras más maravillosas: hacernos más parecidos a Jesús!!
Y aquí, vienen muy bien aquellas palabras del Ángel Gabriel a María de Nazareth:
“Nada hay imposible para Dios” –Lc 1, 37- , ya que aunque creamos que “ser más
parecidos a Jesús, es algo que nos queda grande, este es el deseo del Padre.
Jesús es el Hijo Amado, en el que Dios tiene su complacencia, sin embargo,
recordemos que Jesús nos ha amado –y nos sigue amando- como el Padre lo amo: “Como
el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor.” –Jn
15,9-. Y es así como podemos rezar contemplativamente las Tres Maneras de Humildad,
ya que voluntaristamente nunca sacaremos el verdadero fruto: “ser parecidos a
Jesús”, sino una caricatura que solo busca auto-complacerse…y no recibir en lo más
hondo del corazón la certeza de un amor incondicional desde el que podrá brotar una
gratuidad sin límites, que nos haga en todo elegir lo que el PADRE quiera
regalarnos: riqueza- pobreza; reconocimientos-humillaciones; vida-muerte; salud-
enfermedad…

Desde esta certeza honda, podemos entregar el corazón, si es lo que Dios nos lo
pide…
Y ya no habrá miedo al porvenir…
Ya no habrá inseguridad en el no tener…
Ya no habrá indignación al sentirnos ninguneados…
Ya no habrá angustia al dejar cosas sin terminar, porque se nos invita a una Vida
más plena…

Para rezar contemplativamente este Ejercicio Espiritual de las Tres Maneras de


Humildad, podemos ir leyendo todo el texto del P. Diego, que describe muy
claramente, esta escalera espiritual que nos abaja para elevarnos haciéndonos más
parecidos a Jesús, y dialogar con María, quien fue mirada con Bondad por el Padre,
para que nos regale la Gracia para que si Jesús nos pide el corazón, se lo podamos
dar…

Y podemos terminar este momento contemplativo con esta breve oración:

“Señor,
que me entregue siempre,
que me entregue todo,
que me entregue alegre,
que me entregue a tu modo”.
-JA-

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