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Un cofre de Fermoselle

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Un cofre de Fermoselle

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Un cofre de Fermoselle

Un cofre
de
Fermoselle
Antología de relatos

José Luis Barreña

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Un cofre de Fermoselle

Barreña, José Luis


Un cofre de Fermoselle / José Luis Barreña. - 1a ed . - General Rodríguez :
José Luis Barreña, 2019.
Libro digital, Book "app" for Android

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-86-0664-4

1. Relatos Históricos. 2. Cuentos Históricos. 3. Antología Literaria. I.


Título.
CDD 860.9

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Un cofre de Fermoselle

Dedicado al pueblo de Fermoselle

a los del ayer

a los del hoy y

a los que vendrán.

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Un cofre de Fermoselle

Prefacio

Esta antología de relatos de cuentos es un rescate del pasado, un


volver al presente, hechos que formaron ecos entre las paredes fermosellanas,
algunos más ruidosos que otros, pero todos repetidos mil veces; tantas veces
que el silencio los hizo suyo y los guardó de tal forma que solo una humilde
fortuna los trae a este presente, con la intención de que sigan rebotando entre
las piedras de las fachadas, entre cemento de las callejuelas, entre los granitos
de los Arribes, y con el ímpetu de que los tiempos que vendrán los tenga
siempre de manera bulliciosa para que no vuelvan al olvido.
El pasado siempre es valioso tenerlo vigente, puesto que este es el
que puso cada ladrillo con su argamasa para este presente, como los ladrillos
del “hoy” lo serán para el futuro. Los cientistas sociales los llaman procesos,
como los virus para los médicos, para denominar todo aquello que no puede
definirse con certidumbre, pero que a pesar de esa lábil definición todos lo
entendemos.
El pasado son raíces, raíces de insaciable crecimiento, al extremo de
que en el “hoy” siguen creciendo para fortalecer el tronco y follaje de un
árbol que debe desarrollarse fuerte y lucir siempre perenne. Aunque esté
demás decirlo, no habrá árbol longevo con raíces raquíticas o con raíces que
no reciban sus justos nutrientes; no habrá pueblo con futuro si existe un
pasado con amnesia, sino tiene un pasado para recordar, admirar o criticar.
En cada individuo, la memoria nunca es plena, siempre es parcial,
recortada, selectiva, antojadiza, hasta trocada. Ni una persona o pueblo puede
tener en su memoria cada hecho, cada suceso, pero tampoco puede despreciar
ni olvidar su existencia. En estos pocos relatos se trata de recordar sucesos
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Un cofre de Fermoselle

que la memoria colectiva no puede abandonar a la indiferencia; los otros,


seguirán bien guardados y custodiados en esa cajita ciega que personas y
pueblos reservan para aquello que no merece memoria alguna. Espero y
deseo que estos relatos, todos rescatados de hechos reales y completados con
una sana ficción, con mayor o menor creatividad, sirvan para acercarnos más
a quienes laboraron y vivieron con ilusiones y frustraciones en este pueblo
fermosellano.
Por último, los pueblos solo mueren por su propia decisión. Muchos
pueden ser los avatares externos que quieran desahuciarlo, terminarlo, pero si
un pueblo hunde en el pasado sus pasiones y ponen su corazón en el presente,
la inteligencia y creatividad en el futuro, “no habrá quien los pueda derrotar,
quien los pueda llevar mansos y resignados al matadero de los pueblos”.
Fermoselle tiene historia y raíces suficientes, pasiones y corazones,
inteligencia y tenacidad. Con estos condimentos no habrá evento ni
infortunio que pueda hacer que la Parca de los pueblos con su reluciente y
filosa guadaña pueda acercarse a la raya de Fermoselle.

José Luis Barreña

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Un cofre de Fermoselle

Carlos III
Desde Madrid a Fermoselle, todos los años desde que partió del
pueblo, infaltable a la fiesta de San Agustín, la gran celebración anual que
deja pequeña la villa ante tanto visitante y retornado temporal, Agustín, el
madrileño por adopción y fermosellano de nacimiento y sentimiento, solía
recorrer la comarca sayaguesa junto a su familia. También acostumbraba a
traspasar los muros del Tormes para adentrarse en la vecina y hermana
Salamanca, tierra que consideraba propia, como una extensión de su Zamora.

En una de esas escapadas, a finales de los 80, a media mañana salió


para Salamanca. Hacía muchos años que no iba al rastro de la ciudad dorada.
Era un amante de las antigüedades, en especial de aquellos trastos utilizados
en la vida cotidiana. En esos tiempos en los que tanto escuchó de boca de sus
abuelos y padres, al punto de añorar aquello que no había vivido.

Tenía demasiados enseres, la mayoría los dejaba en su casa de


Fermoselle, los de menor dimensión los llevaba a su piso de Madrid en el
barrio de Arguelles.

Después de dos horas de recorrer el interminable y siempre


sorprendente rastro, donde no era difícil quedarse prendado de algunas de las
tantas y variadas cosillas que se presentaban a la vista, reparó en uno de los
puestos: una navaja portuguesa había fijado su vista. Le consultó al vendedor
y el precio le pareció elevado, después de un teatral regateo, convino en unos
razonables 80 duros. El vendedor, por la pericia demostrada por Agustín y el
buen momento vivido, le cedió un pote algo oxidado con unas veinte
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Un cofre de Fermoselle

medallas que buscaban su lugar en ese recipiente alejado de toda pompa.


Agustín, por respeto, aceptó el obsequió con una sonrisa de complicidad y sin
ningún entusiasmo.

Luego de pasar un día encantador de recreación junto a su esposa,


sus dos hijos y una sobrina regresó por la tarde a Fermoselle para disfrutar de
esa rutina casi religiosa que son las fiestas. Es tan especial este
acontecimiento anual que se viene repitiendo años tras año desde que los
fermosellanos tienen memoria. Desafían el término “rutina” al cual aplicamos
para aquellos quehaceres cotidianos, mecánicos, tantas veces desagradables
por su repetición, anodinos, sosos y muchos adjetivos y sinónimos, todos en
la misma dirección. Pero aquí, la tradición, el entusiasmo, las ansias de que
vuelva esa “rutina anual” destroza la definición convencional, hasta
convertirla en un curioso antónimo.

De regreso a Madrid, a la semana, se acordó de ese pote de viejas


medallas, a las cuales tiró sobre la mesa del living, todas parecían sin valor:
como esas medallas que se hacen para el aniversario de alguna institución de
poca monta, pero hubo una que le llamó la atención: era una condecoración
de Carlos III con aspecto de ser de las de menor jerarquía. Igualmente,
supuso que habría pertenecido a algún personaje ilustre, tal vez a un caballero
salmantino, la cuestión era encontrar la forma de indagar para llegar al
nombre del ilustre poseedor de tan noble medalla en un pasado ignorado.

Pasaron los meses, un domingo cogió el pote con todo su contenido,


menos la medalla, a la cual colocó en un estuche de terciopelo rojo que fuera

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habitación temporal de un traba corbata que le regalara su esposa para sus 50


años, y partió hacía el rastro de Madrid.

Evitando el interminable recorrido hacia arriba, hacia abajo y los


diferentes puntos cardinales, se dirigió a un puesto en el cual había
trapicheado en diversas ocasiones con aceptables resultados. Especulaba que
esa condecoración, tendría un valor relevante, aunque mantenía una escasa
intención de venderla.

El compraventa primero vio el pote, tiró su contenido en una mesa


repleta de trastos de diferentes orígenes, épocas y categorías y con el dedo
índice, rápidamente separó y miró cada una. Sus ojos parecían haberse
convertido en una veloz maquina radiográfica. Las volvió a introducir en el
recipiente y miró firmemente a Agustín: —Diez duros— fueron las dos
palabras, esperando que el improvisado vendedor le hiciera una contraoferta,
la cual no pensaba aceptar.

—Si me ofrecéis veinte, os vendo lo que tengo en este estuche— le


dijo Agustín, mostrando el aterciopelado y cerrado bote.

El vendedor/comprador, en esta ocasión, pensó un momento y como


si fuera un apostador le respondió con un tonillo de astucia.

—Acepto, espero que valga la pena lo que tenéis ahí, mirad que si no
es de mi agrado el trato se rompe.

Agustín extendió su mano derecha, le entregó el estuche al hombre


quien contenía su ansiedad, disimulando cualquier interés: propio en este tipo

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de profesionales en la maestría de la compra de antigüedades. Nada vale para


comprar y todo es valioso para vender: una regla inflexible que respetan más
que a nada en este mundo.

Abrió el estuche, lo observó y como siempre con rostro de nada y


mirada insondable e impasible… sacó un libro regordete que tenía debajo de
su mesa mostrador y con una lupa observó la condecoración de Carlos III;
abrió el libro y dio vueltas unas páginas, hasta que reposo su mirada en una
de estas, guiándose con su adiestrado dedo índice, el cual quedo fijo en un
renglón. Leyó los dos o tres renglones, levantó la vista, miró fijamente a
Agustín y le dijo con un tono monocorde:

—Esta condecoración es del año 1864, es como un oropel,


corresponde a una época en la cual prácticamente se regalaban, se entregaban
sin mucho reparo a cualquier personaje sin gran o hasta ninguna relevancia.
Fíjate que aquí ni siquiera está el nombre de quien la recibió, solo se
menciona el pueblo, un tal Fermoselle… lugar que no sé dónde queda–
expresó con sobrado conocimiento el anticuario.

—¿Estáis seguro que es de Fermoselle?— preguntó Agustín

—¡Hombre!, llevo toda la vida en esto, imposible equivocarme


y más aún en un caso tan sencillo como el que tú me traes ¿Conocéis el
pueblo?— terminó preguntando.

—Es donde nací, ahí tengo todas mis raíces, es uno de los más
importantes pueblos de Zamora, el más majo, ahí están los mejores

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momentos de mi vida…— el vendedor en forma educada lo interrumpió,


demostrando la experiencia en su oficio y también algo de humanidad.

—Majo, coge los diez duros, me das el pote, te llevas tu


recuerdo y te bebes una caña en mi honor— fueron las últimas palabras que
le dijo el vendedor antes de estrecharle la mano en señal de haber finalizado
la transacción.

Agustín se retiró del puesto, contento y más aún: cargado de


intriga ¿A quién de sus paisanos, en esos tiempos tan distantes, le hubieran
otorgado esa condecoración?, ¿por qué jamás supo algo de esto? ¿qué
servicio tan valioso presto a España para recibir tan ilustre distinción? Se
tomó la caña, y volvió a su casa antes de lo pensado.

Le comentó a su esposa, una vallisoletana nativa del bello pueblo de


Rueda, quien compartía con su esposo la añoranza por aquel pueblo donde
nació, pasó su infancia y adolescencia: pueblo tan castizo como Fermoselle,
para ella el más atractivo, pero de eso no hablaban porque terminaban en
discusión. Isabel, escuchó en silencio el comentario minucioso de Agustín ya
al finalizar, lo miró con ternura y con la misma actitud le dijo:

—Bueno majo, como te conozco muy bien, ahora harás todos los
esfuerzos posibles para saber a quién perteneció. Cuando en Semana Santa,
vayamos al pueblo, conversareis con los más ancianos, alguien debe saber
algo.

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—Es lo que tenía pensado; hay unos cuantos paisanos a quien


preguntar. Aunque es demasiado el tiempo transcurrido, alguien debe tener
algún recuerdo, un comentario del padre, del abuelo, de un viejo vecino. No
puedo quedarme con esta duda, al menos agotaré todos los recursos que tenga
a mi alcance— respondió Agustín.

—Es lo que tenéis que hacer, pero debéis ser cauto, que no piensen
que estáis loco o te han engañado como a un chaval— sugirió Isabel.

—Mujer, no empieces con tus intrigas que sé donde terminan— le


respondió con un incipiente fastidio Agustín hacia su esposa.

—No te enfades, no te digo esto con doble intención, mejor


terminemos con este tema y haz lo que tu estimes conveniente, sabéis bien
como proceder— finalizó Isabel, dando por terminada la conversación, para
evitar una bronca innecesaria.

En la víspera de la Semana Santa, ambos estaban en Fermoselle, sus


dos hijos se quedaron en Madrid, ya que tenían que estudiar, el mayor en los
últimos suspiros de su carrera en telecomunicaciones, el menor a medio
camino en su carrera de ingeniero en caminos.

Agustín, era un hombre educado, había estudiado en la Universidad


de Salamanca: egresado con el título de Arquitecto Técnico. Con mucho
esfuerzo y perseverancia de su parte y otro aún más grande de sus padres, fue
el único de los tres hermanos que pudo cursar y finalizar una carrera
universitaria. Cuando se tituló, debió emigrar a Madrid donde tenía más

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Un cofre de Fermoselle

posibilidades de desarrollar su profesión. Al comienzo fue duro, pero


rápidamente fue abriéndose camino hasta lograr una cómoda situación
económica. Con dos socios eran propietarios de una pujante empresa
constructora. Con Isabel, médica de familia en el Hospital Gregorio
Marañón, se conocieron a los pocos meses de llegar a la capital madrileña y
nunca se separaron.

Agustín, hombre cuidadoso, de un gran sentido estético y de una


rigurosa rectitud, no se privaba de pasar buenos ratos en familia y amigos,
estos eran los principales acicates para afrontar la vida siempre con empeño y
optimismo. Buen conversador, amante de la historia y de sus raíces, tan
amante como de la buena comida y de los buenos vinos, y en particular los
provenientes de su tierra: de la Cooperativa Virgen de la Bandera y algunas
otras bodegas del pueblo. Poseedor de una perenne dotación en su piso de
esos caldos para compartir con sus visitantes y, de paso, utilizar como
pretexto para contar anécdotas de su Fermoselle natal: de las beldades que se
pierden aquellos que no conocen ese rincón del Duero con los lindes
lusitanos.

A la mañana siguiente, salió a caminar por las calles del pueblo, no


andaba al azar, sabía hacia donde ir y que buscar. En una silla, sentado junto
a su esposa Consuelo estaba Venancio, un octogenario que había sido amigo
de su padre. Luego de los saludos de cortesía, le preguntó si conocía algo de
esa medalla y de su propietario.

Venancio, pensó en voz alta, mezcló hechos del pasado, de su


pasado y el de sus padres y abuelos… nada tenía de esa medalla. Luego de
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Un cofre de Fermoselle

media hora, de escuchar un sinnúmero de pretéritas anécdotas hasta algunas


que desconocía y otras escuchadas mil veces, Agustín le consultó quien podía
conocer acerca del tema. Venancio lo mandó a ver a Rafael, algo mayor que
él, pero más dedicado a las historias y recuerdos pueblerinos:

—Si Rafael no os puede ayudar, nadie en esta villa lo podrá hacer.


Él conoce todo, es como nuestro libro hablado, siempre recuerda algún hecho
nuevo que nadie conocía. Agustín, ten cuidado porque en ocasiones no suele
ser muy fiel en sus recuerdos y les agrega alguna palabra de más o de menos,
como que se le va olla—. le advirtió el paisano con un tono gracioso.

Se despidió del matrimonio, agradeciendo su consejo y fue en busca


de Rafael. Llegó a su casa en el barrio de Eras, golpeó la puerta, peo nadie
salió. Sacramento, la vecina, fue quien le respondió:

—A quién buscas, Agustín— preguntó, la vecina.

—A Rafael— expresó, Agustín.

—Rafael salió con su hija y su yerno, creo que fueron a Pinilla,


seguro que a la tarde los encontrareis.

—Muchas gracias, Sacramento, ¿si lo veis podéis decirle que a la


tarde vendré a verlo?— le pidió, Agustín

—No os preocupéis majo, se lo diré— respondió, Sacramento.

Agustín, partió hacia la Plaza Mayor, específicamente hacia las


terrazas de los bares, las cuales se encontraban abarrotadas de paisanos y
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visitantes que compartían con sus amigos y conocidos de toda la vida, luego
llegó Isabel. Con prodigiosa cautela, trató de seguir con su averiguación,
preguntando como al pasar, entre uno y otro, nada pudo recabar. Almorzaron
con su esposa y dos matrimonios amigos en el Bar y Restaurante España. En
la mesa resonaron anécdotas de la niñez, recuerdos de sus padres, abuelos y
aquellos que ya no estaban. Hablaron de sus presentes y de sus futuros, de sus
hijos… las horas del reloj corrieron a tal velocidad que de repente ya eran las
cinco de la tarde; los postres y chupitos hacia un tiempo que habían pasado
decorosamente por la mesa.

Los seis decidieron levantarse, fueron a la plaza nuevamente a seguir


compartiendo la alegría de esos días con pretensión de eternidad. Un poco
antes de las siete de la tarde, Agustín se disculpó del grupo, y partió hacia la
casa de Rafael, se suponía que a esa hora ya habría regresado de su paseo
familiar.

Estaba acertado, en la puerta, sentado en su veterana silla, se


encontraba Rafael junto a unos vecinos, Sacramento, entre otros, quien le
había comentado la visita mañanera de Agustín.

—Cómo andáis majo, me han dicho que me andabais buscando— se


adelantó el anciano.

Rafael, un hombre viudo, cuya edad rondaba los 90 años. Su altura


no pasaba del metro sesenta, con su tez blanca, pequeños y vividos ojos café,
conservaba una vertical admirable; con su boina negra de toda la vida,
mantenía incólume sus ganas de disfrutar de la vida.

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—Así es Rafael, quería hablar con usted, más bien consultarlo, me


han dicho que si usted no puede ayudarme, nadie puede hacerlo— respondió,
Agustín.

—¡Tampoco será para tanto hombre! Trataré de ayudarte, siempre


que la memoria esté bien y no se me vuele algún pájaro— confesó Rafael con
un tono jocoso.

Agustín, sin entrar en detalles, como él tenía en su piso de Madrid la


condecoración le preguntó si sabía algo. Si su padre o abuelo en alguna
ocasión le habían relatado un hecho así.

Rafael, puso su mano en la frente, inclinó su cabeza e hizo un


esfuerzo para recordar. Estuvo dos minutos balbuceando algunas palabras
para sí mismo hasta que retiró su mano, levantó la cabeza y comenzó a
recordar.

—Sí, sí, algo recuerdo, fue mi padre quien me contó de esa


condecoración. Se la dieron a alguien que fue alcalde hace muchísimo
tiempo, la ganó por su heroísmo en la guerra de Filipinas— comenzó
diciendo Rafael.

Agustín, frunció su ceño derecho en señal de duda, no coincidían las


fechas, había unas décadas que sobraban. Rafael prosiguió con su historia.

—Me contaba mi padre que el alcalde este, solía lucir en su solapa la


condecoración en festividades especiales. En una ocasión muy recordada en
el pueblo, te la habrán contado muchas veces, cuando el cura maldijo a las

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Un cofre de Fermoselle

cigüeñas, este hombre estaba ahí presente, vestido como un elegante señorito
y con su cruz en la solapa. Apareció el Doroteo, quien le guardaba inquina,
seguro por envidia. Un rato antes que el cura hiciera su hechizo a esas
malditas cigüeñas, el Doroteo comenzó a insultar al alcalde que hacía tiempo
había dejado de serlo. El hombre sacó su navaja y el Doroteo, la suya, a
punto estuvo el Doroteo de cortarle el cuello, alcanzó a arrancarle la
condecoración que voló por el aire, rápidamente intervinieron varios mozos
de los presentes para que las cosas no llegaran a mayores. La cuestión es que
la cruz nunca se encontró, algunos cuentan que fue el Doroteo quien la halló
al día siguiente y la guardó para sí, hasta algunos con más imaginación que
razón, dicen que fue una cigüeña que con su pico la cogió en el aire y se la
llevó.

Agustín, escuchaba atónito el relato, mientras en su cabeza iba


separando la paja del trigo, lo único que le quedaba en limpio era que esa
condecoración podría haber pertenecido a un alcalde del cual nadie se
acordaba. Siguió escuchando a Rafael por un tiempo más, ya se había ido
para otros lados, con otras historietas que no le interesaban, algunas por
haberlas escuchado infinidad de veces. Por respeto, intercambiaba algún
comentario corto. Al final, terminó saludando con afecto al anciano y partió
nuevamente en dirección hacia la Plaza Mayor.

Obstinado, Agustín, aprovechaba cada oportunidad para tratar de


averiguar sobre su condecoración y quien fuera el dueño de ella. Conversó
con muchas personas, les hizo preguntas, pero nadie tenía ni un mínimo
relato, de ese hecho ningún recuerdo había quedado. Al final, el único que le

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había aportado, un recorte de historia había sido Rafael, a pesar de lo


estrafalario y fantástico de su relato.

Finalmente se rindió. Se entregó como cada año a disfrutar de las


fiestas, del reencuentro con viejos amigos, familia y tantos conocidos de esa
maravillosa y entrañable infancia en ese Fermoselle hecho piel.

Llegó el final, y nuevamente partió con pocas ganas a su rutina


madrileña. Ni bien llegaron al portal, los estaban esperando sus hijos. Sus
rostros denotaban preocupación. Isabel y Agustín lo percibieron rápidamente.

—¿Qué pasó?— preguntó, el matrimonio al unísono.

—No se preocupen que ya está todo solucionado. Hace dos días,


cuando nosotros no estábamos, forzaron la puerta y entraron al piso,
revolvieron vuestra habitación, también las nuestras, pero no pudieron
llevarse mucho porque Mercedes y su esposo sospecharon por los ruidos y
salieron al pasillo, cuando vieron la puerta abierta y forzada comenzaron a
gritar. Los dos ladrones salieron corriendo llevando algunas cosas en un
bolso azul— les contó el mayor, Leandro.

—¿Qué robaron?— preguntó preocupada Isabel.

—No hemos notado nada importante, algunas cosillas de poco


valor y abrieron un alhajero de vuestra habitación, no en el que guardan las
alhajas, ese no lo encontraron— siguió Leandro con su narración de los
hechos.

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Agustín subió corriendo, ni siguiera cogió el ascensor para llegar a


la tercera planta, entró y fue directo a ese alhajero, este se encontraba vació.
Ahí era donde guardaba la condecoración en su caja de terciopelo rojo.

La angustia cogió prisionero al cincuentón fermoselleno. Pasaron


días, meses hasta asumir, como si fuera un luto, haber perdido ese recuerdo
único que ningún paisano tenía, ni siquiera lo habían visto y, al parecer, no
había quien conociera la historia de quién había sido el condecorado en esos
tiempos tan distantes.

Las aguas políticas se hallaban turbias, ninguna


novedad en la España de aquel 1864. La provincia de Zamora y
Fermoselle, no estaban ajenos al revoltijo. Bermillo y Alcañices
componían un mismo distrito electoral único para elegir
diputado a las Cortes, siendo Fermoselle el bocadillo más
apetecible por su caudal electoral y su relevante importancia en
la provincia.

El caciquismo más rancio discurría a sus anchas


por gran parte de la península, sin hacer esfuerzo alguno por
ocultar su obscenidad. En tierras sayagesas y, en especial, en
Fermnoselle haría ostentación de su impunidad, llegando a
extremos pocas veces padecidos o al menos recordados.

El gobernador de Zamora, Romualdo Becerril,


quien en un momento y en forma simultánea llegó a presidir dos
provincias, además, de la zamorana; Soría era otro de sus
territorios. Cómo caudillo de aquellos tiempos, muy lejos estaba
de mantener el más mínimo decoro en sus andanzas políticas en
el subterráneo mundo de acumular poder para él y sus
superiores.

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Un cofre de Fermoselle

La prensa liberal, había sido muy crítica con su


proceder en las cuestiones públicas y su alianza con los sectores
más conservadores del clero, lo cual le garantizaba el voto de un
número apreciable de electores. Basta con mencionar un hecho
que recibió un aguacero de justas críticas, cuando un pobre
vecino de Manzanal del Barco, quien para mantenerse él y a su
familia, todos dueños de la misma pobreza, solía cruzarse al
vecino Portugal para abastecerse de alimentos. En una de esas
travesías de supervivencia, no alcanzó a llegar a su pueblo, la
muerte lo cogió unos kilómetros antes.

Ante este hecho y, por considerar el sacerdote a


cargo de la iglesia de ese pueblo que el infeliz hacía dos años
que no cumplía con sus rutinas religiosas, además por su especie
de trabajo tan peculiar aunque nada excepcional, se opuso a que
fuera enterrado en el cementerio. Mientras el contencioso se
desarrollaba, el cuerpo se iba descomponiendo a la espera de la
resolución del gobernador. Becerril, especulador nato, evaluó
los electores que poseía el pueblo y la relación amistosa que
mantenían con el sacerdote, dictaminando de acuerdo a la
decisión poco caritativa del representante del Señor en ese
pueblo del interior zamorano.

Los escrúpulos, al parecer, no era una cualidad que


practicara el cabecilla zamorano de largo recorrido político,
puesto que por más de dos décadas había desarrollado una
dilata vida pública, nunca exenta de algunos hechos
bochornosos. La cuestión que atañe puntualmente a Fermoselle,
el jamón pata negra del distrito electoral por aquellos tiempos,
fue todo un escándalo que no se pudo tapar, a pesar de poner en
su batalla todos los obstáculos y el poder del Estado que
detentaba con esmirriada piedad.

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Un cofre de Fermoselle

Por el mismo tiempo de los hechos de Fermoselle


que se relatarán, en Puebla de Sanabria, habíase formulado
fuertes quejas en la conformación de los electores. Las normas
electorales denominadas coloquialmente: “Circulares
vaamondinas”, por Florencio Rodríguez Vaamonde, ministro de
Gobernación, quien al decir de sus tantos críticos, habría dejado
aceitado un conjunto de leyes y reglamentos electorales que
aseguraban, paradójicamente, reales fraudes eleccionarios. En
esta importante población la habían puesto en práctica con un
escabroso proceder. Eliminaron electores que cumplían con sus
cuotas electorales y fueron reemplazados por otros en
contravención con las pautas que preveían las mismas normas,
llegando inclusive hasta el milagro sobrenatural de tener
muertos en las listas y dispuestos a emitir su sufragio, más otras
injusticias que la manada del gobernador perpetraron sin
reparo alguno en esta población. De poco y nada sirvieran las
quejas y reclamaciones legales, cuando el poder es en la
práctica unipersonal u ostentado por una camarilla, estas
cuestiones tienen resoluciones bien previsibles y alejadas de
toda ecuanimidad.

Ese mismo 1864 y compartiendo igual espacio


temporal, los caciques subordinados del gobernador, tenían
preparado el golpe para Fermoselle y así asegurar la elección
de su candidato a diputado para las Cortes, sin Fermoselle no
podía ser posible el objetivo innegociable que le habían
ordenado.

Así pues, de un sablazo de pluma burocrática se


destituyó al secretario del Ayuntamiento de la villa fronteriza.
No conformes con esto, también por el mismo método de
ortodoxia caciquil, fue destituido, detenido y acusado con
desbordante inmoralidad, el entonces alcalde que contaba con
las simpatías de la mayoría de sus vecinos. Los concejales
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Un cofre de Fermoselle

destituidos fueron reemplazados por serviles al gobernador y al


cabecilla del pueblo quien fuera nombrado alcalde interino.

La embestida contra los principales dirigentes


fermosellanos, no tuvo límites, se formaron expedientes
judiciales contra el alcalde destituido, los dos diputados
provinciales y a varios de los principales electores que gozaban
del afecto de la población de los arribes.

Tanto habrá sido el abuso, que no pudieron abrir


causas judiciales en los juzgados de Bermillo a pesar de haber
cambiado, ipso facto, a los dos jueces intervinientes en el inicio
de la causa y reemplazados por otros de supuesta devoción con
el gobernador.

A pesar de todas estas trapisondas, lo ocurrido


habría provocado tanta indignación en Bermillo y Fermoselle,
que al final el candidato Becerril, terminó perdiendo por 13
votos y su sillón en las Cortes ocupado por un opositor.

Lo sorprendente de todos estos hechos relatados, fue


el premio recibido por el vecino de Fermoselle cuyo nombre se
embulló la historia, quien como postre a su indigno proceder,
recibió un reconocimiento que jamás hubiera soñado. Así fue
que este señor, el alcalde interino, en un acto ceremonial con la
pompa de los grandes acontecimientos, recibió la Cruz de
Carlos III, hecho este que hinchió su pecho, recibiendo los
halagos y felicitaciones de los vecinos allegados a él y de
aquellos de fácil y expedito cambio de chaquetas y, también,
furibundas críticas de la prensa que no entendían como tal
consideración podía ser otorgada a alguien que en su existencia
nada había hecho por España, a no ser su lealtad de babosa
para con sus jerarcas partidarios.

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Un cofre de Fermoselle

Fue un corto periodo de años, en que la distinguida


condecoración, en su menor variante, como era la Cruz, se
otorgaba por consideraciones políticas más que por meritos
destacados en beneficios de España, justamente ese paréntesis
temporal fue el que permitió que este servil fermosellano pudiera
lucir en la solapa o colgada de su cuello tan distinguido
galardón.

El alcalde interino de Fermoselle, quien en la


práctica fue el instrumento para realizar todas las fechorías
electorales con el resultado ya descrito, duró en su cargo hasta
el cambio de los vientos políticos que pronto comenzaron a
soplar en sentido contrario.

El condecorado ex alcalde interino, quedó reducido


a un caudillito de quinta línea, acompañado por un cada vez
más reducido número de fieles que al no poder obtener algún
beneficio, fueron buscando otros cobijos más propicios.

Su cuarto de hora había pasado con tanta rapidez


que sus propios paisanos lo iban olvidando, a pesar de sus
esfuerzos por acomodar su elástica osamenta con los nuevos
tiempos, no encontró refugio en que le abrieran las puertas.

En cada fiesta, ahí se presentaba él, siempre con


alguien a su alrededor y haciendo ostentación de su Cruz de
Carlos III, como tratando de ocultar su vacuidad con ese regalo
recibido sin justicia alguna, el cual haría enrojecer a aquellos
que tuvieran un mínimo de decoro, notoriamente no era su caso.

La mayoría, con el tiempo fue dejando de prestarle


atención, pero había un pequeño grupo que no olvidaba aquellos
hechos de tanta bajeza para con sus paisanos, éstos tenían en su

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Un cofre de Fermoselle

interior una tirria que contenían a duras penas, era casi


sanguínea.

Fue para las fiestas de San Agustín, que una tarde


en el café, se aparece el personaje, acompañado de dos
pelagatos, ingresó con la Cruz y la pedantería de siempre,
cuando uno de los concejales que había sido víctima de aquellos
hechos sombríos de la más sórdida política, no pudo soportar y
le gritó con la furia propia de la bronca contenida por las
injusticias padecidas por ese paisano y guardadas por años en
su interior:

—¡Qué hacéis aquí, paseándote como un señorito,


con esa condecoración que te han regalado por
alcahuete!¡Chaquetero de mierda, cuándo te iras del pueblo!

El condecorado, al principio quedó pálido por el


insulto, no supo cómo responder. Si bien era conocedor de los
rencores que muchos le guardaban, no estaba preparado para
una reacción de esas características. Después de un instante
logró restablecerse de lo inesperado, y replicó el agravio:

—Antes te irás tú, ¿aún no te dais cuenta a quien


estáis insultando?- respondió con odio y una cuota de escondida
cobardía el otrora todopoderoso alcalde interino.

Sin mediar palabra, el desafiante ex concejal se le


fue encima, lo cogió de la solapa haciendo volar por los aires la
Cruz de Carlos III y alcanzando a darle dos puñetazos que, con
velocidad depositaron un hematoma en el ojo derecho del
agredido, antes que los demás parroquianos lograran
separarlos.

Esa fue la última vez que en Fermoselle se vio la


Cruz de Carlos III, hasta el olvido se llevó a aquel político de
25
Un cofre de Fermoselle

baja monta del cual ni el nombre se recuerda, y junto a ese


ocaso fue a parar la inmerecida condecoración.

Hacia finales de agosto del 2015, Javier y su familia, de pura cepa


fermosellana, aunque nacidos y viviendo en Bilbao, saboreaban las fiestas de
San Agustín, lo cual no les impidió coger un día para recorrer Salamanca,
hacía muchos años que no andaban por la ciudad. Poco antes de las 11 de la
mañana, van al rastro, caminan los interminables puestos, hasta que reparan
en uno donde había un reloj Cauny Prima, igual al que tenía su abuelo
Nemesio. Junto al reloj, le hacía compañía, un estuche de terciopelo rojo, con
su prestancia corroída por el tiempo, y en su cama blanca grisácea reposando
una Cruz de Carlos III. Javier consultó por el Cauny, sin siquiera reparar su
vista en ese viejo embalaje y su contenido.

—Cuánto quieres por el Cauny— preguntó Javier.

—Doscientos euros— respondió, hoscamente el vendedor.

—Te doy 50— dijo, Javier.

—Vete y recorre, si encontráis uno a ese precio, os lo pago a 100


euros— expresó cortante el feriante.

Javier, hizo caso omiso a la sugerencia y propuesta, y con una


mirada distante se despidió.

Era previsible, no pudo encontrar otro igual, solo un pariente de


menor importancia y a 150 euros. Cuando volvió, pasó frente al puesto, el
feriante en voz alta le preguntó:
26
Un cofre de Fermoselle

—¿Y… majo?, ¿te compro el Prima a 100 euros?— le gritó, con un


tono irónico.

—No tío, tendrás que darme 50 más— fue la respuesta y despedida


de Javier.

El Prima seguía en su lugar, el estuche de gastado terciopelo rojo


con la Cruz… no estaba.

27
Un cofre de Fermoselle

3.897
El siglo XX se había presentado irreverente, revoltoso, hasta
peligroso en la villa fermosellana. Primero, fueron los motines y meses
después el asesinato del Doroteo, luego el juicio. Hasta comienzos de 1904,
la villa parecía un hormiguero pateado, unos para un lado, otros para otro, el
resto desorientado tratando de encontrar la brújula perdida.

Los tiempos económicos tampoco brindaban muchas esperanzas,


algunos ya habían armado su humilde arcón con sus escasas pertenencias y
habían partido para América: la Argentina era el principal destino seguido
por Cuba. Algunos iban hacia las grandes ciudades españolas, el resto, la
inmensa mayoría, trataban de vivir o sobrevivir; y como en toda época, había
quienes tenían más que el resto.

A pesar de los sinsabores económicos, el pueblo siempre tuvo el


mismo entusiasmo, los fermosellanos se las arreglaban ingeniosamente de
una u otra forma para llevar los días de la mejor manera. Por aquellos
tiempos, el comercio marginal con la vecina Portugal, era un ingreso nada
desdeñable para muchos. Esas transacciones que la ley llamaba
“contrabando” y la castigaban hasta con prisión, pero cuando se está en el
baile se baila, sin importar si se siguen las reglas del compás y así lo hacían
los más arriesgados.

El campo solía ser una fuente prodigiosa para la vida diaria. Otros
con sus oficios conseguían con esmerado tesón el sustento necesario para
ellos y los suyos. Los llamados propietarios siempre tenían más posibilidades
28
Un cofre de Fermoselle

para mantener un ritmo de vida más holgado, y hasta había aquellos que
lograban aumentar su patrimonio.

El nuevo siglo que había llegado poco esperanzador, rodaba de


forma imparable. Estaba comenzando enero de 1908 y como todo año nuevo,
muchos creían que les iría mejor. Esa ilusión que hasta el presente se
mantiene, y como en muchas ocasiones nuestro andar, apenas comenzado el
año, nos va dejando la esperanza para el siguiente.

Los zapateros del pueblo, siempre tenían trabajo, sobre todo en los
tiempos en el cual el dinero no abundaba. Eran ellos los primeros en andar
para el lado contrario, era más fácil remendar el calzado que comprar uno
nuevo; un lujo que por aquellos tiempos estaba reservado para pocos, y ni
hablar de mandar a confeccionar un par de zapatos artesanales. La industria
del calzado había economizado la vestimenta de los pies y, también había
dejado sin trabajo en muchas ciudades a un sinnúmero de zapateros de los
más hábiles en su oficio.

A Manuel Requejo, uno de los reconocidos zapateros del pueblo, no


le faltaban gastados calzados para reparar en su lúgubre taller. Todo un
maestro en su oficio. Estaba pasando uno de los mejores momentos en su
negocio, tanto, que debió contratar dos aprendices para poder cumplir con
tantos vecinos que llevaban sus caminados calzados a la puesta a punto para
otra recorrida más.

No eran pocas las ocasiones, en especial con los más humildes,


donde tenía que dar la triste noticia que esos desvencijados zapatos, habían

29
Un cofre de Fermoselle

cumplido su vida útil y ni un milagro podía volverlos hacer caminar. En otros


casos, hacía lo imposible para repararlos, a sabiendas que sus dueños no
tenían otros y que tampoco podían adquirir unos nuevos, así que agudizaba
todo su saber y luego, para completar su caridad, les cobraba los gastos y
algún céntimo mínimo de ganancia.

Manuel, percibió con tristeza como algunos de sus colegas habían


tenido que cerrar sus talleres, y buscar otros horizontes debido a la
industrialización del calzado. No habían logrado adaptarse a los nuevos
tiempos. Él, como era un hombre de profusa imaginación y mayor
perseverancia, fue resistiendo y adaptándose con habilidad a esos desafíos
que sin consulta le impuso la tecnología industrial. De tal forma que pudo
lograr mantenerse e inclusive mejorar notoriamente sus ingresos.

Una tarde de comienzos del invierno, llegaron a su taller tres


braceros, era casi el anochecer, los pobres venían cansados, luego de su
agotadora y ruda jornada laboral, habían caminado más de tres kilómetros
para llegar hasta el reconocido profesional del zapato y otros parientes de los
atuendos para los pies.

Dos de ellos, tenían el calzado en tan mal estado, que los dedos
vergonzosos se asomaban por la puntera. Uno de los braceros los había atado
con una delgada soga de un tosco odre resecado para que no se le
desarmaran.

Manuel, ni siquiera les consultó el motivo de sus presencias, no


había que ser muy perspicaz para darse cuenta.

30
Un cofre de Fermoselle

—D. Manuel— comenzó, hablando uno de ellos—. Necesitamos


que nos arregle nuestros zapatos, porque son los únicos que tenemos y no
podemos comprar otros. Se nos hace muy difícil trabajar con ellos, hasta nos
cuesta hacer todo el recorrido de ida y vuelta.

—Ya veo, pero es que esos zapatones tienen una muy trabajosa
solución. Les va a costar un buen dinero que supongo no disponéis— les dijo
con afecto el zapatero.

—Nosotros—respondió uno de ellos—. Somos trabajadores


honrados y le prometemos que en las dos próximas pagas le cancelaremos el
precio que usted nos diga. Sabemos que es el único que nos puede ayudar.
Podemos coger un día y quedarnos aquí hasta que usted nos repare los
zapatos— le dijo, resignadamente uno de ellos.

—No os preocupéis, no deberéis quedarse y perder un jornal, les


prestaré algunos que encuentre por aquí y que al menos os permitirá trabajar
por unos días. Por el dinero, ya convendremos como podréis pagarlo— fue la
respuesta de Manuel.

En un cuarto contiguo, el cual se encontraba separado del taller y


estaba bien cerrado, Manuel decidió entrar. Era una especie de terapia
intensiva o hasta un cementerio entre los zapatos de la mitad del pueblo;
había cientos de estos, o tal vez más de un millar. Imposible encontrar algo,
solo el zapatero sabía en qué rincón buscar aquello que le hacía falta, así que
revolviendo cuidadosamente para no desordenar todo eso, que a la vista de
cualquier ignoto era un galimatías, rápidamente separó dos pares.

31
Un cofre de Fermoselle

Manuel salió con los zapatos, un par en cada mano, y les dijo que se
sentaran en unos bancos improvisados de tronco de encina. Su indicación era
directamente una orden:

—Este es para ti y este otro para ti. Os podéis probar os va a durar


sobradamente hasta que pueda reparar los vuestros— les indicó, Manuel.

Los dos se sacaron sus zapatones, y con vergüenza mostraron sus


gruesas medias con algunos agujeros de las tantas batallas afrontadas, y se
probaron los muletos. A uno de ellos les calzó como un guante de seda, tan
así que no pudo ocultar su cara de alegría; al otro le quedaron justos, porque
el dedo gordo tuvo que encogerse forzadamente, pero resistió y su gesto fue
igualmente de satisfacción.

Los tres partieron agradeciendo ese gesto que era habitual en


Manuel, era de justicia agradecer.

Unos días antes de reyes, volvieron a buscar su calzado, traían unos


reales para hacer el primer pago. Manuel los saluda con gesto amable, y
buscó sus recuperados zapatones que estaban como nuevos. Luego de
decirles el precio, muy accesible para la labor que llevaron, le hicieron la
primera paga y le dejaron aquellos que les había prestado con toda
generosidad el zapatero; partieron tan contentos, que al salir, comenzaron a
correr para probar sus nuevos neumáticos recauchutados.

Manuela, llevaba 10 años de digna viudez. Su esposo, Gregorio,


había dejado sus jóvenes 24 años sepultados sin nombre y sin cruz en algún
rincón de la isla de Cuba y, en Fermoselle a su mujer y dos pequeños.
32
Un cofre de Fermoselle

La viuda, recién había pasado los 30, hacia 10 que tenía que hacerse
cargo de sus dos hijos; alguna ayuda recibía de sus padres y suegros, muy de
vez en cuando de sus cuñados, no era por mezquindad de la familia, era por
la precariedad, por lo poco que había para repartir.

Vivía en una casa humilde cercana al pozo Mergúbez. En un


pequeño espacio libre, y con sus laboriosas manos había hecho una tupida y
variada huerta que servía para el alimento diario. Unas cuantas gallinas
silenciosas dejaban día a día unos colorados huevos.

Un poco menos de un metro sesenta. Con su luto menguado por el


tiempo transcurrido. Modificado por un negro más tenue y un grueso abrigo,
pero con un negro más marcado para soportar los severos inviernos
fermosellanos, lo llevaba con decoro. Su amor quedado en las perdidas tierras
caribeñas seguía latiendo en su corazón, sin que otro mozo hubiera logrado
mover nuevamente ese músculo vital: símbolo de la pasión, el cual en
Manuela aún permanencia sin cicatrizar. De cabellos oscuros, y con un paño
cubriéndolo, ojos café y tez morena, nariz ñata, labios finos, cara alargada y
de contextura media; pero aún así, su simpatía era su seña indeleble. Nadie
podía resistirse a su sonrisa y buen humor, el cual solía esconder los
sufrimientos que su interior sobrellevaba con un sereno mutismo.

Al comienzo de su viudez hizo diferentes trabajos: planchadora,


lavadora, costurera, limpieza y las infaltables tareas rurales cuando se daba la
oportunidad. En una ocasión, había preparado unos buñuelos para convidar a
sus padres, esos que tanto agradaban a Gregorio, y que aún resonaban en sus
oídos:
33
Un cofre de Fermoselle

—¡Manuela!, seguro que hoy me esperáis con esos buñuelos tan


sabrosos, no hay nadie en Fermoselle que los haga con tanto amor y tan
ricos— le decía, su esposo.

Hacía tiempo que no los elaboraba para otros que no fueran sus
hijos. Sus padres recordaron lo bien que los hacía. Su madre fue quien le
sugirió que se dedicara a venderlos en el vecindario. Manuela no cogió el
comentario halagador como al pasar. Reflexionó unos cuantos días, algunos
cuentan que fueron dos semanas hasta que esos buñuelos comenzaron a
recorrer las callejuelas y lugares emblemáticos del pueblo.

Un día cogió coraje, se levantó a la madrugada y comenzó a separar


uno por uno los ingredientes. Luego, preparó la masa junto a los huevos de
sus gallinas que fueran recogidos unos días antes: estos fueron los primeros
ingredientes. Un secreto era el toque de distinción de esos buñuelos, su
secreto más guardado que ni estas palabras aquí volcadas pueden hacerlo
público, puesto que jamás fue revelado a nadie

Manuela se dirigió a la Plaza Mayor con una canasta casi llena de


aromáticos buñuelos, ofreciéndolos en el trayecto a todo aquel que se cruzaba
en su entusiasmado andar. No pudo llegar a la plaza, la canasta quedó vacía
antes de alcanzar su objetivo. Volvió a su casa cargada de fervoroso regocijo;
y con los ingredientes que le quedaron llegó a completar otra media canasta.
A la tarde de ese primer día volvió a salir; llegó a la plaza y en poco tiempo
la canasta quedó con apenas seis buñuelos huérfanos de comprador, hasta que
un mozo le compró esa media docena que restaba y le encargó otra media
para el día siguiente, algo que se hizo costumbre. El joven, también viudo,
34
Un cofre de Fermoselle

todos los días comenzó a recibir los buñuelos de Manuela, aunque más
parecía gustarle la buñolera que sus productos, siempre intercambiaban una
corta conversación y halagadores comentarios del joven hacia su proveedora
de buñuelos.

Manuela, la buñolera, apodo que a partir de ese momento la


distinguía por parte de los paisanos. Encontró la forma de ganarse la vida sin
depender de nadie. Los clientes le sobraban, tanto que no daba abasto con los
pedidos y las compras en los espacios públicos. Le iba tan bien, que juntando
duro a duro, logró comprar una pequeña finca y multiplicar la población de
sus gallinas proveedoras de una de las principales materias primas para sus
inigualables buñuelos. Le faltaba tener una casa más amplia, pero eso estaba
lejos de sus posibilidades, ella muy tozuda no se rendía ni se resignaba a ese
sueño.

D. Vicente Isidro Cabezas, el maestro de la escuela de niños,


jubilado, hacía un par de años, era quien recogía a diario el cariño de todos
aquellos que habían tenido el privilegio de pasar por sus enseñanzas. Tenía su
propia fantasía, para la cual hacía varios años que estaba guardando peseta
tras peseta. Quería recorrer España con ese invento decimonónico que lo
había fascinado en un viaje a Madrid: el tren. Con ese transporte pretendía ir
de norte a sur y de este a oeste de la península. Apreciando a través de las
ventanas todos esos paisajes que se le presentarían ante su vista, “no hay nada
comparable”, solía repetir una y otra vez ante sus amigos, sin ser una
obsesión era su mayor pretensión antes de partir de este mundo.

35
Un cofre de Fermoselle

Ese proyecto al cual no había día que no le dedicara algún instante le


parecía imposible, inalcanzable, no llegaba con sus ahorros y tal vez no le
alcanzarían los días por vivir para poder concretarlo, era todo o nada, así se lo
había planteado a él mismo. El sur lo tenía asegurado, cercano el norte, los
otros dos puntos cardinales se presentaban bien distantes a sus ilusiones.

Sus amigos se repartían en opiniones. Unos, los más terrenales,


aquellos de alas cortas y vuelo de perdiz, les parecía una locura:

—Vicente se ha vuelto loco— decía, un amigo suyo, sigilosamente


al oído de otro.

—Vicente se cree Julio Verne— comentaba otro, con un tono


mordaz y risueño a la vez.

Otros de sus amigos, los más instruidos y viajados, por el contrario,


entusiasmaban a Vicente. Algunos de ellos estaban dispuestos a colaborar
económicamente para que pudiera concretar su aspiración.

—Vicente, merece esto y muchos más por todos sus años al servicio
de nuestros niños— decían a sus espaldas, y sin que él pudiera enterarse.

Así pasaban los días del maestro, a la espera de ese tren que lo
llevaría a comparar los libros con la realidad; a contrastar los blancos y
negros y hasta ver esos grises que tanto le gustaban, con los colores vivos y
radiantes que utilizó en sus clases. A los mil aromas con aquellos que no se
percibían de las hojas con letra de molde, ni en la tiza ni en la pizarra. El
quería conocer España, muchos más allá de los conocimientos que había

36
Un cofre de Fermoselle

adquirido en su educación, carrera docente y diario vivir. Estaba convencido


y con la certeza de, que se encontraría con destacables y enriquecedoras
vivencias, y podría entender a su España de una forma más amplia, más rica.

Francisco y Ramón, dos agricultores, golpeados por unas cosechas


que no eran las esperadas, a pesar del gran esfuerzo de su trabajo y hasta con
la compañía de sus niños en las tareas rurales estaban comprometidos con sus
hipotecas, a riesgo de perder parte del capital que habían construido con un
trabajo de sol a sol y hasta sin conocer un día de descanso por meses.

La situación de ambos era muy similar en la distancia respecto a la


bonanza que se les presentaba esquiva y escurridiza. Ramón tenía una
perspectiva más pesimista: el embarazo inesperado de su esposa
comprometía más su precariedad económica, le había sacado dos manos
hábiles para el trabajo y debía contratar dos braceros para no tener más
perdidas, aunque no le dejaban una peseta de ganancia, aquí la plusvalía se
había ausentado.

Ese gélido principio de enero del año 1908, los tenía arrinconados,
acojonados. Las hipotecas eran implacables, llegaban puntualmente y como
langostas devoraban hasta el último papel o metal monetario que habitaban
escuálidos y temporalmente en sus casas.

De seguir las vicisitudes a ese ritmo de escases productiva, tendrían


que pensar seriamente en perder parte de sus bienes antes que el banco
decidiera por ellos. Eran conscientes que ese extremo sería el más nefasto y
el que los arrojaría a la dependencia de algún patrón no muy generoso.

37
Un cofre de Fermoselle

Francisco estaba más ahogado con su producción. Fue la peor que


recordaba en su vida, podía seguir paleándola por unos pocos meses más.
Utilizó lo que le dio la venta de una finca, para solventar el mal rato, y con el
deseo de poder salir del apriete y esperar algún milagro que lo alejara de la
despiadada guillotina bancaria

El corresponsal del Heraldo de Zamora, todas las semanas visitaba el


pueblo. Hombre amable, culto, de prolija pluma, quien solía mezclarse con
las personas en los bares y en los comercios, o caminando por las
enmarañadas callejuelas mientras conversaba con la gente, que en definitiva
era su trabajo, el cual lo ejercía con la mayor satisfacción, y solía decir en
ocasiones que era un regalo del Señor:

—¡Hombre!, hago lo que me gusta, encima me pagan por ello,


vivo sin sobresaltos económicos, dime si esto no es un regalo del Señor— era
la reiterada confesión del hombre de prensa.

Visitaba las iglesias para mantener entretenidas conversaciones con


los curas, otra fuente invalorable de información. El alcalde, los concejales,
los funcionarios, comerciantes eran el manantial más valioso de lo que
sucedía en la villa, aunque le costaba un gran esfuerzo separar la paja del
trigo. Mientras que para algunos un mismo hecho era negro, para otros eran
blancos y hasta inmaculados. Su agudeza y conocimiento lo ayudaba con
bastante acierto a tamizar fantasías de verdades, de odios y de amores.

Los cafés eran su lugar predilecto, ahí fluían las noticias desde las
más destacadas hasta aquellas que no podía publicar, como algunos negocios

38
Un cofre de Fermoselle

non sanctos, o los amores furtivos, siempre contados al oído, aunque algunos
no guardaban tanto recato y más aún cuando sabían que nadie los escuchaba.
Gran parte de todos los comentarios nunca salían en letras de molde en El
Heraldo, estos quedaban guardados para sí y para algunos muy pocos amigos,
todos de la capital zamorana. Era conocedor de su profesión y del silencio
que debía mantener cuando la situación así lo ameritaba.

Infaltable cliente de la buñolera, degustaba ansioso esos buñuelos


que él también los tenía en la categoría de los placeres celestiales en la tierra.
Pero, nunca podía sonsacar nada de Manuela, ella sí que sabía guardar
secretos, algo que era admirado por el periodista.

No era hombre estructurado, en cambio era ordenado, puntilloso,


comedido. En Fermoselle tenía una única rutina que a principios de ese
enero, las fiestas, los brindis y hasta comilonas a las que era invitado lo
hicieron olvidar, tanta fue esa distracción que por años no pudo perdonárselo.

Esa primera semana de enero del año 1908 estuvo dos días en el
pueblo. Un hecho que solía ser habitual, y hasta en reiteradas ocasiones
estuvo tres días; luego cogía el carruaje para Zamora, llegando directamente a
la redacción para volcar todo lo recogido. Fermoselle era una de las
principales poblaciones de aquella Zamora lejana; siempre había novedades y
hechos atractivos para relatar.

El sábado 4 enero partió para la capital. Desde temprano estaba


esperando el carruaje con sus apuntes y algunos artículos listos para volcar
luego en el periódico. Había revisado mental y manualmente todo, nada se

39
Un cofre de Fermoselle

había olvidado. Así que emprendió el viaje, cuando estaba a la altura de


Pereruela se acordó del incumplimiento de su única rutina fermosellana, algo
lo inquietó, pero pronto se olvidó. Ya en Zamora se abocó a su trabajo
esperando los reyes, ese festejo que tanto admiraba, pues era su predilecto.

El viernes 10 de enero, un poco antes de las cinco de la tarde, el


telegrafista recibe un mensaje urgente que solo decía: 3.897, nada más que
eso. Antonio, el responsable y receptor del enigmático telegrama, no entendió
qué quería decir, piensa por un momento tratando de descifrar el significado
hasta que se rinde y resuelve ir a ver al alcalde.

Cruza la plaza y camina unos metros, golpea con desesperación y


mayor preocupación la puerta del alcalde, sale su mujer y ante el
requerimiento de Antonio, le dice que su esposo estaba en el café Las
Delicias. Antonio vuelve sobre sus pasos, casi corriendo llega al café,
rápidamente visualiza al alcalde junto a D Vicente, el maestro, le da el
telegrama, lo mira y se lo muestra al maestro, la cara del docente se ilumina
como jamás en su vida.

El alcalde manda buscar con carácter de urgencia al pregonero,


quien en cinco minutos ya se encontraba agitado y a las órdenes del alcalde.
Lo lleva a un rincón y le da precisas instrucciones escritas temblorosas en un
papel. El pregonero sale a la plaza, hace sonar su corneta mientras tanto el
café se vuelve un bullicio de gritos, brindis y abrazos.

“Por orden del señor Alcalde, se pide a todos los fermosellanos


presten la debida atención al siguiente pregón: En este día viernes, del 10 de

40
Un cofre de Fermoselle

enero de 1908, nuestra pueblo ha sido agraciado por la bendición de la


Virgen, el sorteo del Niño, del día de hoy, ha resultado que el número 3.897,
todo vendido en nuestra gloriosa villa, ha resultado el ganador del primer
premio, con 500.000 pesetas. El señor alcalde ordena que suenen las
campanas al viento, que se declare fiesta hasta que el sueño nos gane. ¡Viva
Fermoselle! ¡Viva España!”; terminaba el pregón y el pregonero lo iba
leyéndolo a viva voz en cada rincón y las personas alborozadas comenzaron a
llenar las calles, gritando y hasta llorando de alegría, otros compartiendo la
suerte de los demás, otros conteniendo sus broncas por no haber podido ser
favorecidos. Unos cuantos se conformaron con el reparto de 5.000 pesetas del
hermano mayor del 3.897, que en su totalidad también se distribuyó entre los
fermosellanos.

Hasta la madrugada Fermoselle fue un jolgorio. Manuel Requejo, el


zapatero, fue uno de los ganadores, las 20.000 pesetas del premio se
convirtieron en el respaldo para una holgada jubilación y otras mejoras en su
prospero negocio.

Manuela, la buñolera, al oír al pregonero, dejó su canasta en el piso


y comenzó a saltar de una forma que parecía haber ingresado a una especie
de trance, no podía parar de dar voces, sonrisas mezcladas con lágrimas,
agradecimientos a todos los santos y vírgenes. Su comprador de las medias
docenas diarias de buñuelos, otro de los afortunados, al verla, corrió hacía
ella para felicitarla, la abrazó, se abrazaron, y sin darse cuenta se estaban
besando ante el asombro de quienes los veían, los que se alegraron por el

41
Un cofre de Fermoselle

disfrute de esa doble felicidad: amor y pesetas, como nunca se habían


fundido, salud tenían y tiempo para gastar y disfrutar les sobraba.

Manuela, la buñolera, cogió un buen pellizco, 20.000 pesetas era una


suma que ni en sus mejores sueños había conocido. Su amado/mejor cliente,
otro tanto. Para mediados de año, Manuela se encontraba en su nueva y
amplia casa con un trozo de parcela para su huerto y gallinas; preparando su
boda con ese cliente paciente que le había cicatrizado, tal cual cirujano
estético, el corazón de la fermosellana.

D. Vicente, el maestro, al parecer por los comentarios, fue uno de


los que obtuvo la mayor tajada: 35.000 pesetas. A principios de marzo se
encontraba con sus bártulos en la estación de Zamora, dispuesto a emprender
su sueño. La noche anterior había recibido la despedida de sus tantos amigos.
La resaca no le prohibió estar a horario en la estación. Sus maletas estaban
repletas de ropa, contenían varios cuadernos, plumas, lápices con los cuales
pensaba anotar todo aquello que lo sorprendiera y para que, su por aún noble
memoria, no lo traicionara o deformara lo vivido.

Más de un año anduvo el D. Vicente recorriendo la península,


inclusive llegó hasta Lisboa. Aunque siempre añoraba a su Fermoselle,
escribía cartas a todos los amigos contando sus vivencias. Cuando regreso,
allá por mayo del año 1909, nunca paró de hablar de esa España que había
conocido, en algunos casos, tan diferente a la estudiada y más amada ahora,
que antes de partir.

42
Un cofre de Fermoselle

Al mes del premio, los tres mismos braceros, dos de los cuales
habían reparado sus gastados zapatos, se presentaron al taller de Manuel
Requejo. En esta ocasión no venían a una nueva y casi imposible restauración
de sus calzados, por el contrario, cada uno de ellos le encargó dos pares
nuevos, uno para vestir y otro para trabajar. Los tres estaban agradecidos con
D Manuel, porque habían sido de los ganadores de la grande y querían darse
ese gusto de tener por primera vez en sus vidas: dos pares de calzados hechos
por un zapatero experto. Otros tantos compañeros de esas largas jornadas en
el campo, también habían tenido la misma suerte.

La noche de los festejos, Ramón y Francisco, amanecieron


abrazados en las escalinatas de la Iglesia de la Asunción, muñidos ambos de
sus correspondientes borracheras. Los escobazos del cura los despertó de la
peor manera, ambos se levantaron con reverencias y trastabillando le pidieron
disculpas al cura, y partieron abrazados. Ellos también habían sido unos más
de los de cien paisanos que habían sido tocados por esa barita caprichosa y
azarosa.

Ramón, quien estaba a punto de perder su casa y finca, no solamente


pudo cumplir con las letras pendientes, sino que inclusive pudo cancelar su
hipoteca y le quedaron unos cuantos duros para afrontar con tranquilidad el
futuro. Por su parte, Francisco, regularizó su situación con el banco. Dejó
unos ahorros para los malos tiempos y terminó comprando tres fincas para
diversificar su actividad rural y no depender de los mismos cultivos de
siempre.

43
Un cofre de Fermoselle

En Zamora, el corresponsal de El Heraldo que estaba sentado en su


sillón frente al escritorio, al leer el resultado de la lotería, pegó un golpe con
su puño derecho y toda su fuerza contra la mesa de roble, maldiciendo a todo
santo y virgen que se acordara en ese momento de ira por haberse olvidado
de su única rutina en Fermoselle: la compra del billete de lotería. Fueron tan
indiscriminados y furibundos sus insultos que decidió ir todos los viernes,
durante 3 meses, a rezar tres rosarios y cinco padres nuestros a la Catedral de
Zamora.

En septiembre de 1909, cuando hacía tiempo que los festejos por el


gordo habían terminado, siendo un indeleble y aún fresco recuerdo:

44
Un cofre de Fermoselle

nuevamente Fermoselle saltó a las noticias en toda España, pero esta vez el
motivo era muy diferente:

También en la provincia de Zamora han sido


considerables los daños causados por los temporales.

El pedrisco descargado el lunes sobre la importante


villa de Fermoselle fue horrible. Durante cerca de tres horas
estuvo granizando copiosamente, hasta quedar los campos, los
tejados de las casas y los árboles cubiertos de piedra.

Jamás vióse tanto granizo, ni de tan gran tamaño.


Las cosechas de uva, aceituna y fruta, han sido arrasadas. Las
pérdidas son enormes.

45
Un cofre de Fermoselle

D. Juan Andrés Henríquez y Alonso

El médico
El Dr. Juan Andrés Henríquez y Alonso llegó a Fermoselle en un
carruaje proveniente de Zamora, esto sucedió a mediados de la primavera del
año 1841 o 1842. Es difícil establecer el año con precisión cuando se trata de
sucesos encerrados en las casillas oscuras y selladas de los tiempos
olvidados. No habrá fermosellano que pueda forzar la salida a la luz de esos
reductos pretéritos, siendo que este señor y su paso vital por la villa no fueron
decoración escenográfica para una fiesta. Como tantos otros, dejaron huellas
en las sinuosas calles del pueblo que, por sinuosas suelen tapar esos surcos
como capas geológicas y, descubrirlas, no siempre es tarea factible para un
humilde mortal.

Más allá de lo dicho, este profesional de las artes médicas entró sin
querer en esos agujeros de los cuales es casi imposible salir. Dejando lagunas
de diferentes magnitudes que nos hubieran permitido reconstruir con detalle
los diez años, en más o en menos, que sus calzados recorrieron las casas del
pueblo buscando el alivio de los enfermos y la compasión a los moribundos,
dejando sin descanso toda su sapiensa y humanidad. En este relato, se intenta
forzar las tapas herméticas de esas cajas para dejar salir algunos de los haces
de luz que nos permitan remembrar la vida de un hombre merituado que no
puede quedar en el olvido.

Nacido en Toro, a finales de la primera década del siglo XIX, en el


seno de una familia acomodada, propietarios destacados en el pueblo, pero

46
Un cofre de Fermoselle

sin ser los más ricos señores, si eran bien tenidos en cuenta en el Toro del
naciente siglo decimonónico.

De párvulo, su maestro, D. Ambrosio, un hombre sagaz y amante de


su profesión, cuando Juan Andrés rondaba los ocho añitos, percibió la noble
madera en la cual se sostenía la ética de ese pequeñajo delgado, prolijo, con
tez blanca, ojos de ébano, con una estatura mayor que la mayoría de sus
compañeros, educado y solidario. D. Ambrosio, luego de un sutil y
pedagógico seguimiento, prontamente descubrió o avizoró cuál sería el
destino de ese futuro hombre.

Una tarde, D. Ambrosio, luego de meditarlo por un tiempo, decidió


visitar de D. Juan Henríquez, el padre del niño al cual había depositado un
esfuerzo especial. Don Juan era hijo de don Andrés Henríquez quien dejó en
manos de su primogénito todo su sacrificio el que fue bien protegido por el
heredero, hasta aumentarlo de manera destacada. Hombre algo rudo, con un
gran sentido práctico, de una religiosidad pródiga más allá de la misa. Era
poseedor de un carácter recto y, a la vez, alejado de toda rigidez, lo cual le
permitía moverse con un armonioso transitar por la vida, y una característica
que contribuyó a ampliar el negocio heredado.

D. Ambrosio, resuelto, llegó al portal, golpeó con elegancia la


aldaba algo tosca pero bien funcional, rápidamente se abrió la puerta, siendo
recibido por la criada. El maestro preguntó por D. Juan y la criada hizo una
reverencia por su respeto ante el visitante, le pidió que tuviera la gentileza de
esperarlo que prontamente avisaría de su presencia al amo. Con diligencia, la
doméstica regresó y lo invitó a ingresar a la sala principal, en donde el D.
47
Un cofre de Fermoselle

Juan, algo extrañado, lo esperaba de pie para efectuar el saludo de rigor. Lo


invitó a sentarse en una cómoda poltrona de piel negra, elegante y
apropiadamente mullida.

—Buenas tardes, D. Ambrosio. A qué debo su honrosa visita a esta


casa ¿Ha tenido alguna desavenencia con mi hijo Juan?— preguntó,
interesado.

—No, por favor, el Señor le ha dado un niño maravilloso, un gran


regalo que pocos reciben en esta vida— respondió, el maestro.

—¿Entonces? ¿A qué debo la distinción de su presencia?—


preguntó, aún más curioso D. Juan.

—Es precisamente por Juan, su hijo es un ser muy singular,


excepcional, perspicaz, de un espíritu diáfano, profuso humanista, poseedor
de una inteligencia privilegiada. Su desempeño escolar supera holgadamente
al del resto de sus compañeros. Es poseedor de una inclinación natural hacia
las ciencias biológicas. D. Juan, me tomo el atrevimiento, sépame disculpar,
aunque usted es un hombre práctico, y sabrá comprenderme con suficiencia.
Su hijo tiene todas las capacidades para proseguir hasta los más altos
estudios, no dudo que con facilidad podrá convertirse en médico, en un
destacado médico, y será un aporte para el beneficio de los demás. ¡Su
inclinación natural es tan clara! Sus valores son tan arraigados que no
escatimara esfuerzo en hacer el bien…

48
Un cofre de Fermoselle

—D. Ambrosio, disculpe que lo interrumpa— lo cortó tajante con


gesto adusto, aunque con el agrado que despertaba el maestro para el padre
de Juan. Para expresarle:

—Tengo otros planes para mi hijo. Es mi intención que Juan


continúe con sus estudios y, los conocimientos que ellos le den, sean
destinados por completo a la empresa familiar. No es un capricho de mi
parte, por favor no crea usted semejante mezquindad, es lo mejor que puedo
dejarle, aquello que le dará un porvenir sin sobresaltos, al menos el
económico, lo demás el Señor dispondrá. No creo que la medicina, ni
medianamente pueda dispensarle otro futuro con mejores augurios que aquel
que le he mencionado— pronunció en forma firme y respetuosa D. Juan
Henríquez.

—Es su decisión D. Juan. Mi obligación como maestro es contarle


las observaciones escrupulosas que he realizado en el desarrollo escolar de
vuestro niño. Nuevamente le pido disculpas por si lo he disgustado con mis
apreciaciones. Hay mucho tiempo aún para que usted decida el destino de su
hijo, no dudo que su buen juicio es lo que determinará el mejor futuro para
Juan— agregó el maestro con una notable diplomacia en sus palabras no
exentas de un toque de psicología práctica.

—Así será, a pesar de nuestro desacuerdo, no soy hombre de hacer


gala de necedad, tal vez un poquiño terco, debo reconocerlo, pero no más que
el común de los paisanos, lejos estoy de ser un asno. Le agradecería por todas
sus molestias y su noble desempeño en esta destreza tan complicada de la
educación que acepte compartir conmigo una copa de un vino que tengo
49
Un cofre de Fermoselle

siempre reservado para las personas dignas de beberlo, como es su caso. Está
hecho por mí con la mayor pasión, celo y conocimiento, destinado para
ocasiones y visitantes honorables como usted.

D. Ambrosio aceptó con agrado la invitación del amo de la casa. La


copa fueron copas y lo que sería un momento llegó hasta los postres de una
cena abundante acompañada de una extensa conversación que abarcó un
abanico temático, desde las vides, los vinos, los toros, el pueblo, la política y
hasta las cuestiones existenciales.

Pasaron uno dos o tres años, el maestro y el padre de Juan se


encontraban cada tanto en el café. Compartieron más de una tarde y unas
cenas con sus extensas conversaciones. Mientras D. Ambrosio seguía con su
labor pedagógica con el niño de tan especial desenvolvimiento educativo.
Cuando la situación se presentaba posible, como de manera natural y fluida,
el maestro siempre agregaba un párrafo sobre el pequeño Juan, lo hacía todo
con mucha cautela para que el padre en ningún momento se considerara
presionado.

Una tarde de invierno D. Juan invitó al maestro a su casa, quien


acudió puntual a la hora acordada. Don Juan lo esperaba en su cómoda
poltrona de piel, se levantó y extendió su mano al maestro al verlo llegar,
invitándolo a sentarse en la poltrona gemela frente a él.

—Estimado D. Ambrosio, en todo este tiempo en que nos


conocemos, le he tomado afecto y respeto a su tarea tan valiosa. Como os
dijese en aquel primer encuentro: no soy un asno, he estado pensando mucho,

50
Un cofre de Fermoselle

durante el día y la noche, he conversado en reiteradas ocasiones con mi hijo.


Todo esto, que como algo terco que usted bien sabe soy, me llevó un tiempo
decidir hacer lo que usted me dijo en aquella ocasión. Juan Andrés, es un
buen niño, dotado no solamente de una privilegiada inteligencia, también de
valores que lo guiarán por el mejor camino en el mundo tan espinoso que le
tocara vivir.

Así, de esa forma tan clara y contundente se abrió el camino para el


pequeño quien terminaría siendo un médico muy por encima del promedio.

Sus estudios en la Universidad de Salamanca en momentos


controvertidos y convulsos, con alteraciones y contenciosos en la expedición
de títulos: entre los de médicos y cirujanos no fueron un obstáculo para que
Juan Andrés hiciera su recorrido académico con las mejores calificaciones y
el reconocimiento de sus profesores y de sus compañeros. Juan Andrés, no
era solo un brillante estudiante, además poseía un carácter firme frente a las
injusticias y un sentido de cuerpo fuertemente consolidado, siempre presidido
por sus normas éticas firmes y hasta inflexibles.

Su padre afrontaba con orgullo, pero también con cierta resignación:


los ingentes gastos que le demandaba la carrera elegida por su hijo. En los
recesos en sus estudios, el joven regresaba a su casa natal y se pasaba largas
horas ayudando a sus padres en la administración de los negocios familiares;
en las pocas horas que le quedaban libres se dedicaba a estudiar. No se
quedaba únicamente con los conocimientos que iba adquiriendo: era curioso
y para nada se ceñía a la ortodoxia médica de aquellos tiempos. Buscaba,
indagaba en conocimientos que la universidad no impartía, algunos eran
51
Un cofre de Fermoselle

fuertemente criticados por sus docentes, pero a él no le importaba, igual


hurgaba y hurgaba.

Si bien tenía sus roces con mozas de su edad, no estaba entre sus
objetivos el formar un hogar mientras durarán sus estudios. Su corazón no
estaba abierto a ninguna dama. En honor al paso que Juan Andrés tuviera por
Fermoselle, no se podría aseverar si en algún momento llegó a formar una
familia. No hay ningún indicio que haga lucubrar algún romance que
terminara en el altar, aunque es muy factible que así fuera. Para no
distorsionar la historia que aquí se narra, más allá de la ficción propia para
emparchar los huecos que dejara la amnesia de los tiempos, nada hay para
contar sobre su vida sentimental o familiar. En cambio, bastante para
recordar y recrear su acción profesional, en su labor de médico y de
investigador ad hoc. De hombre preocupado por el prójimo y de no quedarse
en la chatura de la profesión, algo que solía suceder con algunos médicos de
pueblos desalentados por las precarias condiciones laborales y salariales.

En el año 1835, Juan Andrés Henríquez y Alonso se convierte en


médico con todos los honores. Su padre estaba orgulloso del esfuerzo de su
hijo, pero también preocupado por su bienestar económico, aunque la familia
siempre podía contribuir para palear las flaquezas monetarias de la profesión,
hecho que al parecer fue así por muchos años. Los negocios familiares, de los
cuales Juan Andrés formaba parte, aunque no contribuyera con el mismo
esfuerzo que el resto de la familia, seguían dejando buenos dividendos. Sus
opiniones siempre eran bienvenidas por la racionalidad y el pragmatismo que
aportaban al buen andar de esos negocios.

52
Un cofre de Fermoselle

Estuvo ejerciendo su profesión entre Zamora y Toro, inclusive llegó


a formar parte de la comisión provincial de la sección de Salamanca por la
provincia zamorana durante el año 1841 a pesar de su juventud y pocos años
en el ejercicio profesional de la medicina. Todo marchaba razonablemente
bien, no lejos de su ambiente familiar y amistades. Llevaba una economía
con cierto desahogo, pero estaba convencido que debía hacer algún cambio
para llegar a mayores conocimientos prácticos y servir a las personas más
necesitadas de los pueblos, por los cuales sentía una profusa vocación.

Para el año 1942 decide dar un gran paso en su vida, saliendo para
Fermoselle, contratado como uno de los médicos del pueblo. Conocía
Fermoselle por aquello que le habían contado muchos paisanos
fermosellanos, tanto en Toro como en Zamora y, seguramente su colega
fermosellano, Nicolás Iglesia, quien lo había antecedido en la comisión
médica y lo habría recomendado para que fuera incorporado a los galenos de
la villa.

El nuevo destino era todo un desafío para este joven, ahí podía
ayudar a curar o al menos aliviar las dolencias de tantas personas que no
pertenecían a los pocos privilegiados; y de esta forma podía aprender,
investigar y poner en práctica conocimientos que no eran convencionales por
aquellos tiempos en los cuales la medicina se encontraba en una etapa de
frágil desarrollo comparado con el presente, aún algunas de esas iniciativas
medicas del joven toresano siguen siendo cuestionadas por la ortodoxia
médica y la gran industria que en la actualidad se ha montado de derredor de
la medicina .

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Un cofre de Fermoselle

En poco tiempo se integró plenamente a la villa y al vecindario. Era


un hombre agradable, de buenos modales y una sonrisa especial que hacía a
las personas confiar en este forastero. Con sus colegas tampoco tuvo mayores
inconvenientes para formar parte del cuerpo médico con el que contaba
Fermoselle por aquella cuarta década del siglo XIX. Le gustaba reunirse con
los otros colegas para intercambiar experiencias y, en especial, poder hacer
los diagnósticos más acertados posibles, aunque en estos tópicos no todos
estaban interesados, no por mezquindades profesionales, más bien, en
algunos casos, por la inseguridad de sus empleos y reducidas
remuneraciones. Juan Andrés, era muy consciente de esto, y lo irritaba, no
podía comprender las razones por las cuales “un maestro de primeras letras”,
como a menudo decía y hasta llegó a escribir, percibiera un sueldo más
elevado que el de ellos.

Por aquellos tiempos eran los propietarios y los políticos quienes


decidían la contratación de un médico, esto les daba una frágil estabilidad
laboral, además de sus precarias pagas, aunque en ocasiones recibían dineros
extras por sus servicios los cuales parecían más una limosna que un
honorario; los más humildes con gratitud, contribuían en especias: desde una
docena de huevos a una riestra de chorizos pasando por lo más inimaginable,
aunque siempre de utilidad y dadas con el corazón agradecido de aquellos
enfermos. Sus profesiones, niveles educativos y modales los ubican siempre
entre los referentes de los pueblos, como un aliciente que solía llegar a sus
bolsillos con algunos negocios de ocasión o pequeños emprendimientos que
coayudaban a mantener cierto nivel de vida aceptable, aunque aquellos como
Juan Andrés renegaban de estos mal entendidos privilegios.

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Un cofre de Fermoselle

Cuando un médico no podía socorrer con sus conocimientos y


práctica a un enfermo de los cabecillas del pueblo, esto podía costarle el
cargo… y a salir a buscar otro contrato en algún lugar lejano en donde estos
poderosos no tuvieran relaciones.

Juan Andrés, al poco tiempo de estar, ya conocía las enredadas


callejas y pasadizos y, lo más importante, a las personas que ocupaban las
apiñadas casas y caseríos. Prácticamente, su descanso era mínimo, cuando no
estaba visitando pacientes, se encontraba en su casa entre libros y brebajes,
para buscar soluciones a las enfermedades que estaba tratando, muchas veces
con escaso éxito. Por aquellos tiempos la farmacología moderna recién estaba
pariendo, por lo cual los remedios generalmente los preparaba el propio
médico o él mismo pedía al farmacéutico o boticario, tal o cual medicamento
que debía seguir escrupulosamente sus indicaciones, aunque siempre estaba
abierto a escuchar a estos experimentados elaboradores de todo tipo de
pócimas, para ver cuál era el mejor medicamento para la cura.

Solía dejar un tiempo para el café, o para reunirse en alguna de las


bodegas subterráneas que en aquellas épocas estaban en plena actividad. Eran
grupos heterogéneos en donde solía estar siempre algún colega, maestro o
propietarios de los más diversos, también algún político y cura, esas
reuniones no eran para el vulgo. Había hecho buena amistad con dos colegas:
Manuel Bartolomé, un cirujano con quien compartía horas de discusiones e
intercambios sobre los pacientes de ambos, buscando las mejores
intervenciones para las dolencias que les aquejaban. Leía todo el tiempo
restante, se había interesado desde hacía varios años en un tal: Samuel

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Un cofre de Fermoselle

Hahnemann, alemán quien resultó ser el padre de la homeopatía, quien con


sus opiniones y recetas trataba un sinnúmero de enfermedades que la
farmacología no daba soluciones en tantísimos casos.

Su casa estaba abarrotada de escritos, anotaciones de cada paciente,


de sus evoluciones o involuciones, de los diferentes tratamientos que iba
aplicando, de los diagnósticos acertados y de aquellos en los que había
desacertado, hipnotizándolo sobre las razones que lo llevaron a equivocarse.
Su corazón estaba lleno de heridas, cada muerte era una nueva que iba
marcando ese nervio motor, vital y poético.

Ante aquello que él estimaba como fracasos, comenzó a intercalar lo


que por entonces estaba fuera de la medicina tradicional: las enseñanzas de
Hahnemann. En uno de sus informes relata minuciosamente el tratamiento
dado a una joven de 22 años, por el mes de mayo del año 1842, quien portaba
su mismo apellido, pero sin ninguna relación parental. Era una mujer del
vulgo fermosellano.

La mujer se había quedado dormida al sol sin protección y cogido


una calentura de tal magnitud que la llevó a alucinaciones y conductas
violentas: amenazó con matar a su madre como así también sacrificar a los
animales domésticos de la casa. Una situación preocupante y temerosa para el
resto de la familia. Juan Andrés, se presentó durante días a la humilde
vivienda para asistirla, elaborando el correspondiente informe médico. En
este detallaba el tratamiento convencional que le había dado a la enferma:
“Su locura se completó en pocos días, siguiendo siempre dichas
inclinaciones. La prescribí sangrías, pediluvios y sucesivamente sanguijuelas
56
Un cofre de Fermoselle

a las orejas, tópicos fríos a la cabeza, cáusticos a la nuca, atemperantes


continuados por un mes, todo inútilmente”.

Debido al fracaso, comenzó la medicación no convencional. Su


informe seguía de la siguiente manera: “En vista de esto, acudí al remedio de
los antiguos comprobado por la materia médica pura de Hanhemann.
Administré una decocción ligera de eléboro blanco a dosis emética que
repetí por ocho días consecutivos: los resultados fueron satisfactorios: su
inobediencia y deseos de matar calmaron infinito”

El eléboro blanco es sumamente venenoso, a punto tal que en la


actualidad, su uso prácticamente ha sido dejado de tener aplicación en
humanos, aunque en la homeopatía sigue siendo parte del breviario para
tratar enfermedades de índole mental como la que padecía María, la joven
tratada por Juan Andrés, quien debería tener gran habilidad en la disolución
de las dosis donde estaba la clave del pretendido efecto médico.

Juan Andrés, en su informe expresa que suspendió la aplicación de


la medicación por diez días, luego repitiéndola, en este caso el alivio
pretendido no llegó. Juan, no se rindió, y siguió con sus pasos homeopáticos,
aplicándolo según expresaba en su informe: “…resolví aconsejar nux vómica
preparada según dicho autor Hanhemann:, dos glóbulos de la 30a. dilución
disueltos en 3 onzas de agua destilada para tomar una cucharada todas las
mañanas, suspendiendo su uso por algunos días: alivio progresivo y
finalmente curación a mediados de julio, en cuyo buen estado sigue”. La nux
vómica o nuez vómica es una planta perenne de gran altura cuyo fruto posee
dos o tres semillas que son la materia activa utilizada como en el caso de
57
Un cofre de Fermoselle

eléboro, para el cual había que estar altamente capacitado para la elaboración
de las dosis. Juan Andrés, con este éxito obtenido en tan poco tiempo con su
paciente, se entusiasmó procurando dar solución a las situaciones similares
que se le presentaban, ya que los remedios tradicionales no hacían efecto.

En junio del mismo año (1842) se le presenta otro caso complejo. La


paciente, Manuela Luelmo, una mujer casada, de 30 años de edad, quien
luego de padecer un disgusto mientras le daba lactancia a su niño, se le
suprimió la leche y comenzó con trastornos que fueron en incremento. Según
redactaba Juan Andrés, la mujer se fue poniendo fastidiosa en los quehaceres
del hogar, mientras decía sin reparo que no amaba como antes a su niño y a
su esposo. Había sido cogida por el desgano y un sentimiento de ineptitud.
Decía que sus brazos no le respondían para entregarse a las faenas
domésticas. Ante esto, Juan Andrés, le aplicó las mismas medicinas y dosis
como lo hizo en el caso de María Henríquez, aunque sin éxito.

La situación de Manuela no mejoró: se agravó. Una de las


consecuencias de esta gravedad fue tirarse dentro de un pozo del que por
suerte pudo ser rescatada con vida. Lo mismo hizo con su pequeño hijo que
también pudo ser salvado de este sin secuelas. Más tarde trató de abrirle el
vientre a su padre con una cuchilla con el propósito de ver que tenía dentro.
Llegado a estos extremos, Juan Andrés, para finales de agosto decidió
suminístrale dosis de veratrum, las cuales eran de una embrollada
dosificación, notando a los pocos días una importante mejora. Al final y con
la intención de terminar su abanico de opciones homeopáticas le suministró
nux vómica, con las mismas dosis que en el caso de María. Para mediados de

58
Un cofre de Fermoselle

septiembre, según las palabras del propio medico: “Manuela, estaba en su


cabal juicio”. Estos éxitos lo habían entusiasmado para seguir avanzando en
estos casos relacionados con alteraciones psiquiátricas.

Otro caso fue el de María Rodríguez. Una vecina de 50 años de edad


(casada) quien para mayo del año 1843 empezó a padecer una serie de
síntomas preocupantes: creía que estaba perseguida por su supuesta fortuna,
se volvió taciturna y comenzó con episodios de llantos fuera de lo habitual y
sin tener justificativo alguno. Una paranoia que se expresaba con temor a ser
robada, también manifestada como una obsesión, además, supresión de
reglas, y se ponía violenta con quienes la contradecían. Ante este cuadro,
nuevamente de orden psicológico o psiquiátrico, Juan Andrés, como era
habitual dio inicio al tratamiento con los medicamentos alopáticos de uso
habitual sin obtener ningún resultado satisfactorio, más bien: un total fracaso.

Ante estas frustraciones, Juan Andrés, en el mes de julio recurrió al


uso del Veratrum en las dosis aplicadas en los otros pacientes, para luego, en
el mes de agosto proceder con una dosis preparada de nux vómica, con este
último medicamento logró volverla gradualmente al uso de la razón.

Cuando, Juan Andrés, le comenta a un colega de Zamora sobre estos


casos, este le recomienda que los publique en el “Boletín de medicina,
farmacia y cirugía”, un medio impreso, especializado y de relevancia por
aquellos tiempos en el cual los profesionales exponían sus experiencias o
transmitían los últimos avances de sus respectivas ciencias. Aunque, Juan
Andrés, ya había enviado un escrito crítico, a este medio de difusión
profesional, acerca de las carencias de los médicos en España. Siendo ya
59
Un cofre de Fermoselle

conocido en ese boletín, siguió la recomendación de su amigo y colega. Se


tomó el tiempo necesario para transcribir estas tres de tantas otras
experiencias y, el 27 de enero del año 1844 salió su publicación. Fue notable
la repercusión, pero también cuestionada por quienes practicaban la pureza
de la medicina convencional, aún así hubo un aporte destacable al final del
escrito del médico de Fermoselle, quien hizo hincapié en el tipo de
dosificación de los medicamentos homeopáticos por él utilizados, un aspecto
que por aquellas épocas pocos tenían la destreza de prepararlos. Años
después se perfeccionó, aunque el médico de Fermoselle se había adelantado
unas décadas.

Juan Andrés, no era solo un profesional dedicado, era tan sensible


como juicioso en la asistencia hacia sus pacientes, también era un hombre de
no callar las injusticias, aunque con discernimiento y cortesía siempre decía
aquello que pensaba, aunque incomodara a muchos. Con la misma entrega
que hiciera en sus investigaciones homeopáticas, adjuntó otro escrito: en este
caso relacionado a la profesión médica, en la cual deja al desnudo los
devaneos que por aquellos tiempos padecían muchos de sus colegas
españoles, dejando entrever los enjuagues caciquiles, entre otros. Estas
situaciones se daban en los pueblos y su influencia en la actividad desplegada
por los médicos, siempre con un sentido social de su actividad. Como todo
hecho histórico, nunca puede separárselo del espacio/tiempo para
comprenderlo; así que esta nota de Juan Andrés es de una valentía no muy
común por aquellas épocas. Juan Andrés escribía lo siguiente en el mismo
boletín profesional, y unos años después volvería a repetirlo con más
precisión:

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Un cofre de Fermoselle

“Sobre los medios de mejorar la situación de los profesores.

Ardientemente deseoso del lustre y decoro de nuestra


benemérita profesión, he visto con sumo interés los diferentes
medios propuestos por muchos de nuestros cohermanos en los
últimos años para sacarnos del lamentable estado en que
yacemos. Por desgracia hasta ahora todo está en proyecto y no
hemos arribado siquiera á acordar los trámites que deba seguir
la tan suspirada regeneración. La cosa debía suceder así,
porque carecen los esfuerzos de un centro que discuta los
proyectos, y ponga en juego los más adecuados medios de
conducir esta maltratado nave á puerto seguro.

El instituto médico español, esta corporación que


parecía la más idónea para tan ardua empresa, no da señales de
vida. La parte más numerosa y más vejada de los profesores se
halla diseminada por todo el Reino ¿Que hacer en este caso?
Anímese á aquella y procúrese, empeñarla en tomar á su cargo
esta obra, si ya no es mejor establecer una asociación
compuesta de las personas más notables por su posición y por
sus talentos, que conozcan bien nuestra situación respectiva con
los pueblos y arreglen con su influencia cerca del gobierno los
intereses de unos y otros.

Ahora más que nunca debemos redoblar los esfuerzos e


implorar incesantemente el auxilio de nuestros com profesores
que logran la dicha de disfrutar en la Corte la libertad y
consideraciones que sacrificamos á la sociedad los que vivimos
en los pueblos. Ahora que hemos logrado mirada del trono,
importunémosle hasta lograr haga justicia a nuestra causa ¿Qué
tan pobre y menguado es nuestro prestigio, ó tan débiles lazos
de fraternidad nos unen que no hemos de conseguir por nuestras
notabilidades colocarnos siquiera al nivel de un maestro de
primeras letras? ¿Hemos dé envidiar por más tiempo el
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Un cofre de Fermoselle

impenetrable escudo que este opone con su inamovilidad á la


intriga de un cacique airado?
¡Muévanos la vergüenza de haber sufrido tanto tiempo esta
mengua! ¡Tanta humillación no sufren pechos generosos! ¿Tan
inútiles somos á la sociedad? ¿No merecen nuestros sacrificios
el pequeño que se exige, de los pueblos?

Pero nuestra generosidad para con estos es más de lo


que parece. Yo creo que nuestra ambición quedaría satisfecha
con prohibirse remover a un facultativo siempre que la mitad
más uno de los vecinos acomodados no lo pidiese; porque
sabido es que el voto de la clase proletaria no vale generalmente
un \vaso de vino. Esta insignificante medida disminuiría, la
degradante servidumbre que lamenta la mayoría de nuestros
cohermanos, que envilece los ánimos, impide la rectitud de sus
testimonios, hace á un hombre, fina y esmeradamente, educado,
el juguete de las pasiones que no han recibido el pulimento de la
ilustración: al paso que conservaría la verdadera y efectiva
libertad á los pueblos de elegir facultativos que dirijan su salud.

Pensar en la renuncia general de contratas lo creo un


lisonjero sueño 1. porque habrá muchos profesores que no
vendrán en ello: 2. porque si se realizase, los pueblos cortos no
mantendrían un profesor libre y tendríamos que emigrar á las
ciudades donde la muchedumbre no pudiera sostenerse, y las
privaciones darían lugar á mayores bajezas y rivalidades: 3. y
de consiguiente, las poblaciones no crecidas experimentarían
falla de facultativos que no podrían pagar y llamar de grandes
distancias. Males grandes para la profesión y para la sociedad
son estos que nadie desconocerá, y habremos caído en Scila por
huir de Caribdis.

El Sr. Igualador nos propone un medio de salir del


apuro: hacernos admirar del vulgo por la certeza de los
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Un cofre de Fermoselle

pronósticos. Yo espero con ansia la continuación de su discurso.


Quiera el cielo que nuestro estimable compañero nos indique el
medio de aprender y pronosticar con acierto en las
enfermedades. ¿Qué no habríamos ganado con esto?
Seguramente nuestros votos quedarían ampliamente satisfechos.
Pero ¿será posible que llegue este caso ? veremos, y entretanto
persuadido con el Sr. Igualador de que el mejor medio de
obtener el aprecio y consideraciones á que aspiramos es ampliar
los límites de nuestra ciencia, imitaré el ejemplo loable de tantos
comprofesores que consignan cual laboriosa abeja el fruto de
sus trabajos para provecho común. La ciencia posee una riqueza
inmensa que se halla repartida entre sus hombres: si se
centraliza podrá formarse un capital inestimable.

Fermoselle 27 de enero 1844.

Juan Andrés Henríquez”

Juan Andrés seguía caminando por todos los rincones de Fermoselle


tratando de llevar curaciones cuando podía, o alivios en otros casos donde la
ciencia no tenía como proceder con eficacia curadora.

Una de las enfermedades que más le preocupaban y hasta


perturbaban era la llamada: pelagra que, en Fermoselle y la comarca de
Sayago, denominan vulgarmente como “el mal del monte” o “mal de la rosa”,
puesto que las personas la atribuían a una planta que Juan Andrés describía
como “peonia”. En una publicación que realiza el inquieto facultativo en la
“Gaceta Médica” de Madrid, otro medio especializado en el cual colaboraba,
su descripción de la enfermedad que tanto lo desconcertaba por no poder
encontrar su remedio era muy acertada, como también al aseverar que no era

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Un cofre de Fermoselle

contagiosa y que los enfermos estaban “bien alimentados, pero mal


nutridos”.

En su exposición, habla de la misma enfermedad que se extendía por


Asturias y tantos otros rincones, pero lo de Asturias, visto desde este presente
toma mayor envergadura puesto que fue un médico asturiano: Gaspar Casal
Julián en la tercera década del siglo XVIII el primero en afirmar que este
peligroso padecimiento no era infeccioso, sino que se debía a una deficiencia
dietética, razón por la cual afectaba a los sectores más humildes de la
sociedad, aunque en su tiempo se descartó su hipótesis puesto que
mayoritariamente se la consideraba infecciosa y nada se decía de las dietas de
los pacientes, como sí lo expresa el médico de Fermoselle.

Juan Andrés, en este artículo medico, pedía ayuda a otros que


pudieran poseer algún remedio a tan temible y fatal mal. Lamentablemente,
murió a comienzos del siglo XX antes que se confirmara lo afirmado por el
asturiano, es decir: este padecimiento se debía a una deficiencia nutricional
debido a la carencia de vitamina B3 en las dietas de quienes sufrían este mal.

El incansable Dr. Henríquez no escatimaba recurso para mejorar


diagnósticos y curaciones, sin importar lo que pensaran los demás colegas y
por más alejados que estuvieran de la práctica medica convencional. Para el
año 1847, publica una serie de investigaciones que realizara en la villa
fermosellena con la práctica del hipnotismo, denominado “magnetismo
animal”. Era destinada especialmente a personas que padecían sonambulismo
y otras afecciones similares. Es interesante la introducción de los directivos
del boletín médico al remarcar que “estas investigaciones son publicadas por
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Un cofre de Fermoselle

el prestigio del Dr. Henríquez y en muestra de la tolerancia de dicha


redacción”, o sea, que no les agradaba este tipo de investigaciones.

Juan Andrés, detalla minuciosamente como hipnotizó a una niña de


10 años, luego de su fracaso con un joven epiléptico y lo más asombroso fue
con una joven de 20 años a quien hipnotizó en varias ocasiones y con la
presencia de familiares y hasta la del médico cirujano, D Manuel Bartolomé,
para dar fe del procedimiento que estaba poniendo en práctica. El detallado
informe, deja entrever la dedicación y apego a su trabajo y pacientes. En uno
de esos días estuvo desde la mañana hasta altas horas de la noche no
dejándose desfallecer por el cansancio que él mismo decía padecer en este
caso. Según sus palabras, habría sido un éxito, aunque no quedaba claro en
qué ocasiones y ante cuáles enfermedades podía ser utilizada esta antigua
técnica.

Como hombre curioso y comprometido con su sociedad, no


solamente atendía, diagnosticaba y curaba cuantas veces estaba a su alcance,
sino que también era un miembro activo de la sociedad fermosellana, y
preocupado por los hechos políticos que acaecían en aquellos tiempos.

En mayo del año 1848, firma junto a más de cien vecinos de


Fermoselle y de cientos de pueblos de toda España, un comunicado de
adhesión a la reina Isabel II por un principio de levantamiento militar que
fuera derrotado el 8 de mayo del mismo mes y año. Este comunicado fue
publicado en varias ediciones del Heraldo de Madrid.

El asesinato del cirujano Manuel González


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Un cofre de Fermoselle

El último artículo y noticias certeras conocidas de Dr. Henriquez


fueron el 5 de noviembre del año 1848 en el “Boletín de medicina, cirugía y
farmacia”. Su nota era un análisis de las “Observaciones sobre el informe de
la comisión nombrada por la Academia de medicina de Bélgica”, y estaba
relacionada con el cólera. Esta nota pasa a un segundo plano para el interés
de los fermosellanos, porque en su último párrafo pone algo de luz acerca de
uno de los hechos más narrados en la Villa de Fermoselle: el de la Cruz de
San Lorenzo en recuerdo al asesinado cirujano Manuel González.

Textualmente, Henríquez, sumamente dolido, compungido por el


suceso, transmite lo siguiente a sus colegas de toda España: “P. D. Esta villa
ha sido el teatro de un escándalo en nuestra profesión. El día 19 de
setiembre apareció en el campo horriblemente muerto de 50 puñaladas el
cirujano D. Manuel González, joven que al día siguiente iba á casarse con
una acomodada de la misma. Como había rivalidades con otro cirujano de
esta la sospecha del público se fijó en este en cuya virtud él y sus barberos
han sido presos. Hasta ahora, no resultan pruebas contra él; pero el pueblo
está persuadido de su culpabilidad. Esto me afecta dolorosísimamente.
Avisaré lo que haya notable en esta célebre causa.”

Lamentablemente, nada más nos ha dejado la historia, ni una


mínima rendija para poder escudriñar ese pasado y saber qué sucedió con este
recordado crimen, puesto que del Dr. Henríquez no sabemos si volvió a
informar, y si lo hizo, no han quedado rastros de ese testimonio que podía
terminar de dar a luz a lo ocurrido. Igualmente, aporta datos hasta hoy
desconocidos y dejan dudas que hasta este presente eran certezas.

66
Un cofre de Fermoselle

Entre las certezas, Juan Andrés, nos aporta la fecha de la muerte, la


cual sería el 18 de septiembre en horas nocturnas del año 1848, puesto que su
cadáver fue encontrado el día 19 de ese mismo mes. Según sus dichos, el
pueblo acusaba a uno de los cirujanos y sus ayudantes (barberos) quienes
habrían sido los asesinos y todos detenidos, aunque, según lo expresado por
el mismo Henríquez: no había pruebas, razón por la cual el crimen podría
haber quedado impune. Este bárbaro asesinato no se habría producido por
reyertas entre mozos, sería por celos o rivalidades profesionales. También es
cierto que el joven el día en que apareció su cuerpo zurcido a puñaladas, se
iba a casar con una moza acomodada de la villa.

Para ese momento, en el pueblo se podían identificar a dos


cirujanos: uno era amigo de Juan Andrés, el otro con cierta trayectoria,
dejando el pasado en una oscura celda la existencia de otro u otros más que
se desempeñaron como cirujanos para esa fecha y año.

Otra duda que quedará sellada en ese inescrutable tiempo es la


residencia del cirujano asesinado. De lo expresado por Henríquez, era un
cirujano de Fermoselle, aunque no lo afirma, queda en ese aire insondable
secuestrado por ese pasado que no permite tener una mínima certeza si era de
la villa o de Villarino. Como dicen los dichos orales transmitidos desde aquel
remoto año 1848: una de las pocas rendijas entreabiertas dejadas por ese
ayer, es una vacante de médico cirujano en Villarino, publicada en el boletín
ya tantas veces mencionado en este relato, y que está fechado el 20 de enero
de 1842: más de 6 años antes del crimen, y que podría haber sido cubierta por
el asesinado Dr. Manuel González.

67
Un cofre de Fermoselle

La cruz que apareciera en el lugar donde fue hallado el cadáver


vilmente apuñalado del cirujano, y cuya leyenda esculpida en el pedestal de
granito dice: “Aquí fue asesinado Don Manuel González, cirujano, por manos
de traidores – 18 TBRE 1848”. El término: “traidor” puede referirse al colega
a quien se le acusó de la muerte, y la fecha, a la instauración de la cruz.

Juan Enríquez dejó este último recuerdo inconcluso de ese hecho


fatídico. Nunca se pudo volver a leer una publicación suya, la continuación
que prometió, algo que seguramente siguió haciendo por otros medios pero
que el antojadizo pasado se encargó de esconder.

De las últimas noticias que se tuvo de él, fue en el año 1868 en una
publicación médica especializada, la cual quedó solo en las manos de algunos
pocos colegas que pudieron leer y comentar. Fue en el llamado “Genio
médico-quirúrgico” en un artículo de marzo de ese año, en el cual se
agradecía al Dr. Juan Andrés Henríquez y a otros cinco médicos de Toro y
Zamora por los auxilios exitosos que prestaron a D. Fernando Corral y
Utrera, hijo del primer médico de la reina Isabel II. Por el orden en que se lo
menciona, Juan Andrés, para esa época era uno de los médicos de mayor
prestigio, pero no solo de Zamora, seguramente también de Castilla la Vieja.

Aunque no quede recuerdo en Fermoselle de D. Juan Andrés


Henríquez, su nombre aún sigue apareciendo en alguna publicación, como en
una cuyo título es: Lepra asturiensis: la contribución asturiana en la historia
de la pelagra (siglos XVIII y XIX). Publicada en el año1993, en la cual, en la
página 16 se menciona al médico, por aquel entonces fermosellano: quien
escribió acerca de las características de la pelagra. También, con varias
68
Un cofre de Fermoselle

décadas anteriores a la citada, en el año 1924, el Dr. Juan Andrés es aludido


como médico de Fermoselle por su descripción de la pelagra en el libro
editado por la Real Academia de Medicina de España, cuyo título era
“Relaciones Históricas de la Medicina Española con la Italiana” en el cual
en la página número 52 se lo cita. También por su inquietud e investigación
empírica acerca de esa tremenda enfermedad que afectara tanto a la comarca
sayaguesa: la pelagra, el mal de monte y que tanto inquietó y movilizó a Juan
Andrés.

El médico toresano, para comienzos de 1850 se fue de Fermoselle,


pero dejó el mejor de los recuerdos y el agradecimiento de tantas familias a
las cuales auxilió con sus saberes; como suele suceder en tantos casos… de a
poco, casi imperceptiblemente, el olvido fue ocupando su lugar. El albur
siempre versátil e impredecible quiso que ese olvido se vuelva “memoria”, y
la memoria “justicia”. Usando este relato como medio para transportar aquel
tiempo a este presente en donde Juan Andrés, nuevamente volvería a trajinar
entusiasmado, colmado de esperanzas y humanidad por la madeja de
callejuelas de Fermoselle.

69
Un cofre de Fermoselle

Los alguacilitos y la mula

La década del 40 del siglo XIX no iba a ser una década más en la
villa. Algunos acontecimientos dejarían tela para cortar por muchos años,
aunque luego y de tanto cortar y de tanto parlotear se fue olvidando, y otros
rollos las fueron reemplazando. Como muchos conocen en Fermoselle, de esa
década lo que quedó es uno de los hechos más comentados, que pudo
atravesar los claustros inescrutables del ayer y que en esta antología fue
comentado.

Comenzaba a andar el año 1841 en un Fermoselle que luchaba entre


los grises y los colores, pero también en una lucha desigual: donde la justicia
vendada tenía de lazarillo a los ladrones, mientras los gobiernos no hacían
muchos esfuerzos para ocultar sus arbitrariedades y corruptelas. “Mal tiempo
para los justos… un paraíso para los injustos”, diría un paisano que estaba de
vuelta en la vida y poco le importaba que pudieran caerle con toda la batería
de rayos, centellas y atronadores nubarrones sobre su trabajado y batallado
cuerpo.

Un día de principios del mes de marzo, con la llegada de la noche,


un cabo de carabinero junto a dos paisanos de la villa pasa por el exconvento
en el cual se estaban haciendo algunas modificaciones para llevar enfermos al
emblemático edificio religioso. El cabo que hacía su ronda habitual siente
sonoros ruidos, algo inexplicable para esas altas horas de la noche, estos
provenían de la iglesia del centro religioso.

70
Un cofre de Fermoselle

El carabinero, algo confundido, retoma su postura de funcionario,


ciñe las cejas, imposta su voz, toma coraje y comienza a dar voces a la vez
que trata de forzar la puerta para ingresar, pero desde adentro se lo impiden.
Rápido de astucia, comienza a dar órdenes, como si estuviera con más
integrantes de la fuerza de seguridad, mientras los paisanos que lo
acompañaban se dirigen hacia la parte trasera en donde se suponía saldrían
quienes estaban haciendo el alboroto.

Con acierto, los malhechores intentan salir por atrás, en donde


estaba el carabinero con sus acompañantes, se queda pasmado cuando ve
quienes eran los ladrones: el alguacil y sus hijos, dos adolescentes
alguacilitos como llamaban por aquel tiempo a la prole del funcionario
municipal.

El sacrílego alguacil y sus ayudantes, sorprendidos infraganti


cuando estaban tronchando y rompiendo los canceles para obtener el metal
que había en este, fueron, inquiridos por el carabinero acerca de lo que
estaban haciendo: con frescura y sin ninguna pavura le responden que
“hacían los que le tenía en cuenta”. Ante esta inesperada respuesta, el cabo
insiste en su interrogatorio, pero ya se encontraba algo nervioso, una
sensación que percibieron los ladrones, quienes para su defensa agregaron,
algo aún más incomprensible: al decir que están ahí por orden de la justicia.

El cabo procede a la detención, para entregarlos al alcalde, Si ya lo


vivido le resultaba inexplicable, la respuesta del alcalde lo terminó de aturdir,
al decirle al alguacil: váyase usted a dormir y luego responderá de lo que falte
en el convento. El carabinero no terminaba de entender la injusticia de quien
71
Un cofre de Fermoselle

debía impartir justicia, no entendía y, al parecer, nunca entendió, por qué tan
arbitraria reacción del alcalde.

Al amanecer, toda la villa estaba al tanto de lo sucedido, nadie podía


creer lo ocurrido y menos aún la respuesta dada por la máxima autoridad de
la villa a tan blasfemo ladrón, que a su vez era funcionario del ayuntamiento.
Cuando el sol estaba en su esplendor, toman conocimiento que el alguacil
había estado la noche anterior robando varias de las ornamentaciones
religiosas, incluidos algunos muebles de la iglesia y otros destinados para el
hospital.

Intervino el juez de Bermillo, quien era muy severo al tratar vulgares


ladrones, aunque con este alguacil su rígida vara parecía haberse convertido
en una dulce seda para azotar al funcionario del alcalde. Al final, fueron
pasando los días, los ánimos se apaciguaron y la memoria comenzó a aflojar.
Nada se repuso, ni una mesa de nogal que según algunas lenguas de la villa
estaba completando el mobiliario de algún alto funcionario del ayuntamiento;
puertas y bancos, entre otros, también andaban con toda impudicia ocupando
alguna casa de Fermoselle y Bermillo. ¿El aguacil?, siguió siendo alguacil
con la colaboración siempre presta de sus alguacilitos.

Las personas estaban resignadas. Con sus broncas guardadas en las


alforjas, haciendo un gran esfuerzo para que no salgan y de esa forma evitar
males mayores. Siguieron con sus vidas y con la inmoralidad de los pequeños
poderosos alfombrando las calles de la villa.

72
Un cofre de Fermoselle

Los acontecimientos seguían su curso torcido. Para el año 1845, los


carabineros ordenaron a los alcaldes de las zonas fronterizas con la vecina
Portugal a que sus vecinos registren la totalidad que cada paisano poseía de
ganado lanar, vacuno y cabrío. Los fermosellanos fueron prestos al
ayuntamiento para cumplir con la orden. Por un lado por la disciplina de los
campesinos y por otra, porque suponían que esto estaba relacionado con el
contrabando con la vecina lusitana, conocedores de lo que podía caerles
encima por alguna infracción.

La cuestión no quedaba solo en el registro formal ante el


ayuntamiento, cada tanto los carabineros caían de sorpresa para corroborar si
las pertenencias de animales se correspondían con las declaradas, en caso de
diferencias eran expedientados y pasados a los tribunales de hacienda, una
voraz repartición que poco o nada sabían del esfuerzo de los trabajadores y
mucho de cómo sacarles hasta el último real a los esforzados obreros rurales.

Como si el temor frente a los despiadados controladores fuera poco;


para el verano del año 1846, Domingo Gallego, el confitero de la villa,
propietario y uno de los contribuyentes más importantes, un trabajador
infatigable: manda a un chiquillo de Cibanal a traer patatas de uno de sus
huertos en las afueras de la villa con una de sus mejores mulas, la cual estaba
registrada como el resto de sus animales, es así como este niño parte, para
cumplir con la faena.

A poco de salir del ejido urbano, un hombre intercepta al pequeñajo


y con buenos modales le pide si puede llevarle un pañuelo que al rato él lo
iba a recoger, introduce el pañuelo en una de las alforjas y concierta el lugar
73
Un cofre de Fermoselle

de encuentro mientras él se dedicaba a hacer unas diligencias. El niño asiente


con la propia inocencia de la edad, pensando en la propina que recibiría
cuando volviera a encontrarse con ese hombre gentil, para devolverle su
pañuelo.

Mientras esto sucedía, dos carabineros que se habían camuflado


entre unas matas observaban la escena. Apenas el niño hizo unos doscientos
metros fue interceptado por los funcionarios de la por entonces policía de
fronteras, le revisan las alforjas y le sacan el pañuelo, lo desenvuelven y se
encuentran con tres varas de pana. Otros dos de sus compañeros habían
detenido al hombre quien era un contrabandista conocido por las autoridades.

La mula fue llevada a la capital provincial y vendida;


inexplicablemente, el niño fue puesto preso. En tanto, Domingo Gallego,
cuando le llega el comentario de lo ocurrido, pasaron dos días y salió para
Zamora. Iba acompañado por uno de sus jornaleros con el fin de traerse la
mula, para su sorpresa se enteró que su mula había sido subastada y
resignadamente regresó al pueblo con su acompañante. Se sentía
apesadumbrado y desconcertado; no comprendía por qué habían vendido su
mula si él nada tenía que ver con el hecho.

Avasallado y entristecido por la cárcel del pequeño más la pérdida


de una de sus mejores mulas, y todo por una mísera carga de pana de la cual
ninguna responsabilidad le cabía, ingenuamente pensó que todo había
terminado… cuan equivocado estaba el pobre Domingo.

74
Un cofre de Fermoselle

A los pocos días, el aguacil, el mismo trapichero del convento llega


a su domicilio con una cédula de intimación: tenía 48 horas para presentarse
en el ayuntamiento ante el alcalde. Sin explicar el motivo de tal citación,
nuevamente el desconcierto lo cogió prisionero suponiendo que la obligada
convocatoria no era para nada bueno, hasta llegó a especular que lo podían
llevar preso. Trató de averiguar con amigos cuál era el motivo de ese
requerimiento, pero nada pudo saber. Al parecer todo estaba guardado
herméticamente: “ordenes de Zamora”, le pudo decir un gran amigo cercano
al cacique pueblerino.

La angustia no lo dejó dormir en toda la noche. Él era un hombre


recto y honrado: ¿cómo le podían pasar esas desgracias supuestamente solo
destinadas a los delincuentes?, se decía así mismo.

Más temprano que de costumbre se despertó de su mal dormir y


cuando llegó la hora: estaba primero en la puerta del ayuntamiento. El alcalde
no había llegado y solo él era quien debía atenderlo. Esperó casi dos horas
para que llegara y media más para que lo atendiera.

Una vez dentro del despacho, descubriendo su cabeza en señal de


respeto, el amo de turno de la villa le informa la orden recibida desde
Zamora:

- Embargo de 10.000 reales para Domingo.

- Embargo de 10.000 reales para el jornalero que lo acompañó a


Zamora.

75
Un cofre de Fermoselle

- Embargo de 3.000 reales para una pequeña sobrina que vivía en


su casa.

Domingo se quedó atónito. Era un hombre tranquilo, pero tanta


injusticia estuvo a punto de sacarle el juicio; sin verter una sola palabra y con
sus ojos rojos de furia: asentó la sentencia inapelable agachando su cabeza,
ante la frialdad de tempano del alcalde, el mismo que tiempo atrás le sonreía
y le palmeaba con afecto la espalda cuando necesitaba su voto.

Cuando se fueron enterando en el pueblo de lo sucedido, la reacción


indignante se transformó en temor y en un miedo que al igual que las
golondrinas recorrió todo el pueblo. Era justamente lo que se buscaba con
semejante y arrogante injusticia ante unos de los vecinos más apreciados de
la villa de Fermoselle por aquel julio del año 1846.

Los enjuagues del caciquismo siguieron a sus anchas. Al año


siguiente, para el mes de mayo, en la elección de diputados a las Cortes: el
fraude, la compra de electores y todo tipo de latrocinio electoral, las luchas
intestinas entre unos y otros hizo retumbar por días el nombre de Fermoselle
en el Congreso de Diputados. Las denuncias de unos contra otros parecieron
interminables ¿El resultado? Nada importaba. Eran los pueblos, en este caso
Fermoselle y su gente trabajadora quienes pagaban ambiciones y corruptelas
de aquellos tiempos con muchos grises y algunos cortos y refulgentes colores
que las personas sabían disfrutarlas cuando por la virtud del azar llegaban.

76
Un cofre de Fermoselle

El militar
Este relato, basado en un hecho real como la mayoría de esta
antología, además de la ficción imprescindible para sellar los huecos de la
amnesia que nos dejó el pasado tiene algunos hechos dubitativos, por más
que exista un mínimo de información, esta podía ser interpretada de
diferentes formas debido a la carencia de precisión de las propias fuentes
consultadas y en otros casos fueron truncadas por las mismas fuentes dejando
en el vacío algunos hechos relevantes.

Manuel Puente nació en Fermoselle, posiblemente entre 1879 y


1881, aunque para el desarrollo del relato, estos dos años de diferencia
pueden ser de relevancia en su vida solo por un acontecimiento, que si bien lo
marcó, en el fondo no debería tener tanta relevancia, puesto que ese suceso
pudo ocurrirle en otro contexto similar. La primera de las dos opciones, o sea
el año 1879 pareció ser la más real ¿El escenario?, el que en su momento se
divulgó, aunque por una cuestión etaria lo pone en un borde resbaladizo entre
uno y otro suceso que seguidamente se desarrolla en esta narración.

Perteneciente a una familia de raigambre en el pueblo, que como un


frondoso árbol iba generando ramas para uno y otro lado, Manuel, como
tantos otros de su tiempo, terminó ingresando al ejército como una manera de
tener un sustento seguro para dar cierto prestigio a la familia y un retiro con
dignidad.

De un metro setenta, corpulento, fuerte, de carácter adecuado para el


ejército, respetuoso de los superiores, equilibrado y firme con sus
77
Un cofre de Fermoselle

subordinados, parecía tener condiciones sobradas para la profesión que


anheló desde pequeño y para la cual desde la misma niñez se fue preparando
con sus estudios.

Por esos tiempos no era cuestión de paseos ni desfiles militares, de


pompas y uniformes de gala, los soldados sin importar su grado militar eran
conscientes que en el momento menos esperado podían salir hacia un campo
de batalla, lejos de sus pueblos y hasta de la propia España.

Con 17 años y con su morral se fue hacía Zamora. Se había


despedido de sus padres, hermanos y el resto de la familia, pensando que
pronto volvería a reencontrarse. Eran despedidas de resignación, de algún
fuerte abrazo y de lágrimas maternas tantas veces contenidas que se dejaban
derramar en soledad. Era un adiós hasta un tiempo indeterminado y, hasta un
“no” tan impredecible “nunca más”.

Manuel era disciplinado y con buen estado físico. Reconocía a la


autoridad, también era dueño de un notable talento y pudo pasar con éxito el
comienzo de su carrera de oficial del ejército de tierra de España. No tardó en
adaptarse a la vida militar, siendo estimado y valorado por sus superiores.

Volvió por unos días al pueblo, y con su estrenado grado de alferes


sin contarles a sus padres que se había apuntado como voluntario junto a su
amigo y camarada, Joaquín, un zamorano del cercano Bermillo, ambos
estaban listos para ir a Filipinas. Un lugar tan lejano y contrastante a su
Fermoselle natal y al vecino Bermillo.

78
Un cofre de Fermoselle

Estuvo una semana en el pueblo. Pasó tiempo con su familia, otro


tanto con los amigos de siempre y, hasta comenzó un noviazgo que perduró
el tiempo de su estadía. Recorrió las callejuelas de arriba hacia abajo, intentó
perderse, lo cual no pudo lograr, ya que tenía el intricado trazado grabado en
su mente.

Poseía un presentimiento de no volver al pueblo, ni a España,


aunque una pequeña llama latía esperanzadora en su interior. Al final, los
días fueron pasando y la semana llegó a su final y con ello, el tener que irse a
esa lejana y misteriosa tierra asiática. Únicamente les dijo a sus familiares y
amigos que debía estar por un largo tiempo en Murcia, pero nada más que
eso. Así lo cogieron sin dudar: familia y amigos.

Primero fue un extenso viaje en tren. Unas dos o tres semanas en


Cádiz y de ahí a su puerto. Un barco los esperaba para ese viaje extenuante,
interminable y agotador, llegando a Manila a comienzos del año 1898,
siempre con su amigo Joaquín. Ambos trataban de estar continuamente
juntos, como custodiándose el uno al otro. No tenían un sentido cabal de lo
que les esperaba, las informaciones que poseían eran contradictorias, desde
unos años de paseos hasta unos meses de infierno, no había puntos medios,
solo existían los extremos.

A principios del mes de febrero, había cambiado el llevadero


invierno andaluz por la cálida y húmeda Manila, poco quedaba para que ese
tiempo variara y se fuera a los limites de humedad, lluvias y temperatura, al
menos les sirvió para aclimatarse.

79
Un cofre de Fermoselle

Poco tiempo tuvieron de paz. Los americanos y naturales estaban en


mayo a las puertas de la ciudad. Ese fue el bautismo de fuego de Antonio,
quien era un joven de enorme bravura, pero hasta al más valiente se le aflojan
las rodillas ante los primeros tiros, aunque prontamente pudo superarlo.

Para principios de junio, en una de las constantes escaramuzas con


las tropas enemigas, Joaquín, su camarada y amigo, quien estaba a unos
treinta metros por delante de Antonio, se cae, al no ver que se levantaba, y
mientras el chillar de las balas rosaba su cuerpo, Antonio sin reflexionar
decide saltar su endeble trinchera y socorrer a su amigo. Llega corriendo
hasta donde estaba tendido y sin mirar, pero mostrando una fuerza casi
inhumana, lo carga sobre sus espaldas y se dirige a la trinchera, en ese mismo
momento siente un ardor en su pie derecho, pero no le da importancia. Al
llegar y dejar con sutileza a su amigo sobre el piso, prontamente se da cuenta
que está muerto, tirándose sobre su cuerpo y llorando como un niño. Sus
compañeros lo levantaron y observaron sangre en ese pie donde sintió el
ardor: una bala había producido una herida en el talón y la amputación del
dedo meñique. Ya en el hospital, el capitán de la compañía lo fue a visitar y a
felicitar por su valentía, comentándole que ese heroísmo fue el que le salvó la
vida: los enemigos, al observar su arrojo le perdonaron de una muerte segura.

Antonio estuvo dos semanas en el hospital, sufriendo sus heridas, la


amputación de su dedo y parte del talón, luego se recuperó y volvió a
caminar con unas improvisadas muletas, mientras escuchaba los estruendos
de la guerra que parecía, sin equivocarse, que iban en incremento.

80
Un cofre de Fermoselle

Le dieron el alta, pero no pudo volver al frente de combate, por lo


cual le otorgaron otras funciones, básicamente eran de logística en la que se
desenvolvió en forma destacada, cumpliendo labores de relevancia, aunque
Antonio se sentía frustrado. El asedio enemigo acerca de las posiciones no
paraba de crecer, cómo así las bajas y la enfermería quedando cada vez más
pequeña. Antonio, vivía esto con gran dolor e infortunio, parecía un infierno
en la propia tierra; el clima, el tiempo cada vez más caluroso, las crecientes y
abundantes lluvias y esa insoportable humedad, acrecentaban las penurias. Al
final, en el mes de agosto el martirio para aquellos soldados terminó, y la
inevitable rendición llegó como un revulsivo ineludible.

Ahora quedaba la dura peripecia de la vuelta a casa, pero era más


que eso: se convertía en un prisionero. Una dura etapa que le llevó más de un
año, sin tener la certeza del regreso. Además, sabiendo que quedaría cojo de
por vida, su gran duda era si podía seguir con su carrera militar; era juicioso y
sabía que tal la había previsto, tendría un brusco freno, lejos estaba de sus
pensamientos llegar a las más altas jerarquías. Sus expectativas estaban en
cuánto tiempo podía discurrir su paso por el ejército, a pesar de las buenas
noticias que constantemente le daban sus superiores, las cuales se asemejaban
más a un aliento que a la realidad por él percibida en esa dramática etapa que
estaba pasando, la cual ni en sus peores sueños imaginó al ofrecerse para ir a
Filipinas.

El año largo que estuvo como prisionero, las enfermedades que


sufrieron muchos de sus camaradas de armas, la muerte que se presentaba

81
Un cofre de Fermoselle

cotidiana, al final terminó y a principios del año 1900 regresaba a España,


aunque esos dos años nunca se borrarían de su memoria.

Llegado a puerto español, fue enviado a Madrid, en donde estuvo


dos meses, cumpliendo funciones administrativas y también de adaptación
después de la guerra. Como otros, con el tiempo recibió una importante suma
de dinero por varios conceptos, el cual supo resguardar con pericia. En mayo
de ese 1900 viajó a Fermoselle. Su familia estaba en conocimiento de cual
había sido su destino, muy lejano al que él les había dicho.

No veía el momento de volver a su pueblo, para encontrarse con su


familia y amigos. Tenía poca esperanza con esa novia que había dejado, no
estaba equivocado: se había casado y estaba embarazada. Volver a
Fermoselle fue un bálsamo después de lo vivido en Filipinas; su renguera por
la herida no pasó inadvertida para nadie, comenzando por su familia. Sus
padres le pidieron que no se fuera del pueblo. Antonio, agradeció el gesto de
sus progenitores, pero su futuro era el ejército, no tenía la menor intención de
renunciar a eso, a pesar de los malos tiempos padecidos en Filipinas, así se
los hizo saber a esos padres preocupados, quienes aceptaron resignadamente
la elección de ese hijo que en tan poco tiempo se había convertido en todo un
hombre.

Estuvo un mes en Fermoselle, departiendo con familiares, amigos y


tantos conocidos. Todos le preguntaban por esa guerra perdida, hasta algunos
regañaban de lo innecesario de ese conflicto, aunque él en su interior
cuestionaba esa guerra y las tantas vidas perdidas; por su formación militar,
justificaba esa conflagración bélica a la cual describía como inevitable frente
82
Un cofre de Fermoselle

a ese país del norte del nuevo continente que ya se presentaba como toda una
potencia.

Volvió a partir de su Fermoselle, esta vez no era una despedida


como la anterior, aunque lejos estaba de su decisión un pronto regreso. Su
destino era Madrid, luego de un tiempo se terminaría por decidir qué sería de
su carrera militar. Él no quería abandonarla, aunque era atinado valorar las
dificultades que le traía su herida, debería olvidarse de frentes de combate, de
batallas, en el mejor de los supuestos serían la logística o la mera
administración burocrática del ejército, sus nuevas funciones.

Permaneció más de un año en Madrid, casi dos, eso le permitió


volver cada tanto a su pueblo. Había recibido muy buenas pagas, más algunos
negocios que había hecho en la capital madrileña, y con parte de ese dinero
compró una casa en el pueblo y dos pequeñas fincas dejando su explotación a
la familia.

Al final estuvo hasta mediados del año 1903 en Madrid. De ahí, se


fue hacia un nuevo destino: Almería. Con 24 años de edad y hecho todo un
señor, casi un señorito de distinguidos modales, de un talante atrayente, hasta
siendo por poco un seductor. Fueron varias las señoritas, las faldas por las
que anduvo enredado en Madrid, pero ninguna había logrado hechizar su
corazón. Además, se había convertido en todo un experto en números, en
negocios y tenía buen olfato para saber cómo multiplicar sus ingresos
militares, los cuales, en la última etapa habían quedado relegados frente a sus
atrevidas pero certeras inversiones: haciendo gala de la innata idiosincrasia
fermosellana.
83
Un cofre de Fermoselle

A finales de junio, llegó a su nuevo cargo almeriense. Como era


común en él, rápidamente se acomodó a su flamante sitio en el mundo,
también a sus funciones ligadas a aspectos contables y de intendencia militar,
en los cuales había adquirido una valiosa experiencia. Se integró a sus nuevos
compañeros, tanto superiores como subordinados, todo sin ningún trauma y
con total naturalidad. A fines de ese mismo año, fue ascendido al grado de
teniente segundo, un soplo de aire motivador para su golpeada y futura
recorrida en el escalafón militar.

Pronto se fue haciendo de relaciones en la nueva sociedad que le


tocaba en esos azarosos destinos que suele dar la vida militar, donde hoy
estáis en un lugar, y al tiempo en la geografía opuesta. Con su carácter
abierto, además de fortalecer los lazos con sus camaradas de armas, también
fue haciendo nuevas amistades en la ciudad más allá de las estrictamente
profesionales.

Solía ir a diferentes tertulias, aunque lo del baile lo tenía a mal traer


por esa renguera, igualmente hacía caso omiso y con habilidad sabía sortear y
hasta pasar desapercibido ese defecto del cual, entre los íntimos, solía reírse
de él mismo, mostrando un fino sentido del humor.

En una de esas tertulias, a comienzos del año 1905, en donde en


otras ocasiones había tenido algunos escarceos amorosos, observó, más bien
clavó su mirada en una joven elegante, de cutis blanco, ojos café, nariz
respingada, boca celestialmente armonizada a su rostro y “cabello ondulado
con peinado de princesa”, como recordara años después. La moza, con
ingenio devolvió con la misma intensidad ese intercambio visual. Como se
84
Un cofre de Fermoselle

dice comúnmente: fue un flechazo, un amor a primera vista, una fusión de


dos corazones que latiendo aceleradamente estaban dispuestos a compartir
sus días. Sin ninguna timidez se dirigió en dirección a la dama, la invitó a
bailar y pasaron toda la velada conversando, conociéndose y comprobando
que ese primigenio intercambio de miradas era el inicio de algo maravilloso.

María del Rosario, era el nombre de la joven, que tenía 20 años de


edad. Era la hija mayor de un comerciante de ultramarinos, perteneciente a
una familia con varias generaciones en la ciudad, y criada en un ambiente de
economía boyante. Ella se convertiría dos años después, en la esposa del
teniente segundo, D. Antonio Puente.

Repartiendo su vida entre el ejército y los negocios privados que


había logrado iniciar con esfuerzo, no desatendía ninguna de las dos
actividades, menos aún las de su joven esposa. Para mediados de agosto del
año 1908, viajó para las fiestas de San Agustín, porque quería que su mujer
conociera la familia y al pueblo, más aún en tan especial y alegre momento
como era y es la gran fiesta del pueblo.

La familia y los amigos quedaron seducidos por María del Rosario,


porque era una mujer con un encanto natural. Con la plasticidad de su trato
sin importar la condición social de con quienes departiera un breve o extenso
tiempo; en una tertulia, una comida o una breve conversación al pasar. Quedó
maravillada con Fermoselle, tanto que le pidió a su esposo que extendiera
unos días más la estadía y así lo hicieron. Recorrieron cada rincón del pueblo,
y Antonio le contaba sus andanzas de niño por cada uno de esos escondrijos
por los cuales jugueteaba de pequeño. Al final, llegó el momento de la
85
Un cofre de Fermoselle

despedida, siempre con la crudeza domesticada del caso, los fermosellanos


estaban acostumbrados a esos momentos, lo tomaban con naturalidad,
guardando en su interior el dolor que les producía y quedaba congelado en
sus corazones.

A los tres meses de regresar a Almería, María del Rosario, luego de


visitar al médico le cuenta con una alegría desbordante que estaba
embarazada. Para Antonio fue la mejor noticia de su vida: sería padre de un
niño o niña almeriense engendrado en Fermoselle.

El 2 de mayo del año 1909, nació María de la Asunción, no vino a


este mundo con un pan debajo del brazo, vino con un ascenso a teniente para
su padre, el cual se concretó en julio del mismo año. Con treinta años, se
sentía el hombre más feliz del mundo: “qué más le puedo pedir a la vida”,
repetía una y otra vez a quien quisiera escucharlo. Se había casado con una
mujer cercana a la perfección, tenía una hija, una casa cómoda, un buen pasar
económico, un futuro promisorio y su carrera militar que parecía seguir su
curso con toda normalidad. Estaba adaptado a la ciudad, tenía una buena
familia política, muchos amigos, parecía que un ángel lo estaba protegiendo o
que una de esas criaturas mágicas llamadas “hadas” lo resguardaba con toda
su bondad.

Para comienzos del año 1911, María del Rosario, le dio nuevamente
la noticia de otro embarazo, la felicidad parecía no dejarlos: esta vez fue un
varón. Antonio, el nuevo heredero del matrimonio Puente. Su vida militar y
sus negocios seguían progresando, nunca carentes de inconvenientes como en
cualquier actividad de la vida, pero sin sobresalto alguno. Su raigambre en
86
Un cofre de Fermoselle

Almería estaba consolidada, al extremo de considerarlo su pueblo. Le había


comentado a su esposa que jamás se iría de esa ciudad que le había dado
tanto y a la que amaba como a su Fermoselle natal.

Pero no todo lo bueno puede durar eternamente. El teniente coronel,


jefe de su unidad, lo llama a comienzos de ese 1911, era el mes de marzo,
quería conversar con él respecto a su futuro en la fuerza. La relación entre
ambos era inmejorable, ya que solían compartir hasta reuniones familiares.
La noticia parecía buena, al menos para el jefe que estaba entusiasmado de
dársela.

Antonio, ingresó al despacho; como tenían una sincera amistad más


allá de jefe y subordinado, cuando estaban a solas como en esa ocasión, el
trato era coloquial y leal. Escucha al jefe con toda atención, espera que
termine con su alocución, acompañada con un gesto de inocultable alegría.
Antonio, lo oyó con respeto, aunque su rostro no era el mismo de su
interlocutor, más bien, lo contrario.

—¿Que tenéis que decidme a semejante proposición?— pregunta


el jefe

—Mirad, os agradezco vuestra gestión inestimable, propia de un


buen jefe y un gran amigo. Pero no puedo aceptarla, imposible en este
momento de mi vida— respondió Antonio, ante el rostro de asombro del
oficial.

87
Un cofre de Fermoselle

—Antonio, esto impulsará tu carrera, no tendrás que estar más de


dos o tres años afuera con tu familia, los niños son pequeños y tendrán lo
mejor.

—Estoy muy arraigado aquí, tengo toda lo que necesito para ser
feliz, no me hace falta más, prefiero terminar mi carrera como teniente antes
que irme ¿Puedes entenderme?— terminó preguntando el teniente Puente.

—Antonio, ahora que me dices esto, me haces sentir mal, vengo


haciendo estas gestiones desde hace tres meses, tuve que hablar con los más
altos mandos, ahora no puedo pedirles que no se avance en esta decisión. Os
pido mis disculpas por no haberos consultado antes— expresó, el teniente
coronel.

—No os preocupéis, mi único pedido es que a fin de año se me


otorgue el retiro y me quedaré aquí, me tendréis que seguir viendo, aunque de
paisano— le respondió Antonio, tratando de no lastimar los mejores
propósitos que guiaron a su amigo.

Antonio, mostrando una vez más su buen carácter, fue llevando la


conversación de forma tal que el amigo no se sintiera afligido. La propuesta
era el ascenso a capitán en agosto como condición de su traslado a
Marruecos, a los dos años un nuevo ascenso a comandante segundo que lo
pondría en las mismas condiciones que a los demás camaradas y el regreso a
España.

Dada el nuevo cuadro inesperado que se le presentaba en su vida,


Antonio, dedicó el tiempo que le faltaba para expirar a ese 1911, para
88
Un cofre de Fermoselle

preparar su vida civil, y a su vez para ir digiriendo de la mejor manera


posible, su retiro de esa profesión que de niño había decidido. Así lo hizo, y
para el comienzo del año 1912 tenía montado su propio negocio de
ultramarinos, como si fuera una extensión o sucursal del de su suegro,
además de otros negocios que siempre hacía, los cuales eran dedicados a las
más variadas compras y ventas: estos negocios le habían asegurado un buen
pasar económico

El primero de enero del año 1912, pasó a retiro el teniente, Antonio


Puente, Comenzó su nueva vida, aunque no tan nueva, sin buscarlo la venía
preparando. Para esos tiempos estaba convertido en todo un señorito:
elegante, educado, un hombre respetado en la sociedad, con múltiples
relaciones, un buen círculo de amigos y no olvidando a sus camaradas de
armas con quienes a menudo solía compartir una copa o una buena comida.

El negocio rápidamente iba creciendo, las importaciones y también


algunas exportaciones fortalecían la pujante empresa. Para el año 1913 quería
dar algún salto más, pero antes con una previa consulta a María del Rosario
decidió vender su casa de Fermoselle. Ambos estuvieron de acuerdo, no le
daban uso ni les rendía renta alguna. Para noviembre, Antonio le envió una
carta a su hermano para que este ofreciera la propiedad en el pueblo. Así lo
hizo su hermano, quien procuró buscar comprador consultando con unos y
otros posibles interesados. El precio no era de ganga, Antonio, no pretendía
regalar su capital fermosellano, pero tampoco estaba por encima de los
valores de aquellos tiempos, o sea, era un precio razonable, ni más ni menos.

89
Un cofre de Fermoselle

Entre febrero y abril, el hermano estuvo negociando la venta con tres


personas del pueblo. Finalmente, luego de varias tratativas, inevitables
regateos que tanto Antonio como el hermano lo tenían asumido en la oferta
del precio, para mediados de abril, acordó la venta a uno de los propietarios
del pueblo. Al otro día, el hermano, le envió un telegrama a Antonio
informándole del acuerdo y diciéndole que hasta el 10 de julio ambas partes
respetaban lo pactado, o sea, que tenía tiempo para organizar el viaje.

Antonio, preparó todo para principios de julio, quería estar unos días
antes y quedarse en el pueblo compartiendo con esa gente tan querida,
siempre extrañada y entrañable, hacía varios años que no andaba por
Fermoselle. Dejó todo organizado en Almería durante su ausencia, y partió
en tren para Zamora, con las transferencias y complicaciones por aquellos
tiempos de desarrollo del ferrocarril. El 7 de julio de 1914, por la tarde estaba
en Fermoselle,

Se quedó en la casa de sus padres, quienes preguntaban sobre sus


nietos y nuera. También lo indagaban acerca de las razones reales por las
cuales había dejado el ejército, puesto que no podían creer sus argumentos
que al final, conocedores de su don de gentes, lo aceptaron sin más. Todo
estaba de maravillas con ese hijo, quien era un señorito de gentiles modales,
de un buen vestir, con un reluciente reloj de bolsillo Longines de plata con su
correspondiente leontina en el mismo noble metal, dos llamativas sortijas de
oro con relucientes brillantes, y un buen refinado paladar para la comida y los
buenos vinos.

90
Un cofre de Fermoselle

El 15 de julio, junto a su hermano, el comprador y el notario


concretaron la venta de la casa. Recibió el dinero en una saca, lo llevó a la
casa de sus padres y ahí lo dejó preparado para la vuelta a Almería. Prometió
que el próximo año estarían junto a María del Rosario y sus niños en la fiesta
del pueblo. Se quedó unos días más y el 21 por la mañana estaba
desayunando en un café de la estación zamorana, a la espera del tren que lo
llevaría a Medina del Campo, luego a Madrid y a seguir el periplo hasta
Almería.

En una mesa observó a tres hombres quienes disimuladamente lo


miraban, haciéndose el desatento trató de seguir con su desayuno para que no
se percataran que se había dado cuenta, con destreza preparó su mano
derecha para que estuviera a mano el revólver que siempre lo acompañaba en
un bolsillo trasero y escondido en su pantalón. Terminó con su tentempié, fue
hacía el telegrafista a quien le dictó el siguiente telegrama:

“María del Rosario, he realizado la venta de la casa de Fermoselle,


estoy en la estación de Zamora en donde proseguiré el viaje hasta Almería,
fechado: 21 de julio de 1914”

Ni bien termina de dictar el telegrama, cuando le entregan la copia,


ve que uno de esos tres hombres sale delante de él, a solo unos pasos, trata de
apurarse para darle alcance, pero su cojera no lo deja llegar con la prisa
necesaria hasta el hombre que rápidamente se pierde entre la gente,
rápidamente busca a los dos restantes y no los ve.

91
Un cofre de Fermoselle

Se quedó inquieto, mientras esperaba el tren al que aún le faltaba


una hora para su partida. Utilizó todos los conocimientos aprendidos en
observar detalladamente a las personas en la estación tratando de identificar a
algunos de esos tres desconocidos, pero no los encontró. Seguramente, pensó,
que se habrían ido, aunque no le quedó dudas que las intenciones de esos
personajes lejos estaban de ser las mejores.

Una mediana maleta de fina piel en un marrón oscuro acompañaba a


Antonio. Adentro de esta tenía algo de ropa interior: dos camisas, algunas
otras prendas de poco volumen y el dinero de la venta de la casa. La tenía
bien cogida y no la soltaba ni de su mano y menos de su vista. El tren,
puntual estaba en la estación, subió y se acomodó en primera clase; abrió el
periódico y comenzó a leer hasta la llegada a Medina del Campo en donde
tenía más de dos horas de espera hasta coger el tren para Madrid y allí otro
tiempo de espera.

Llegó pasadas las 20 horas a Medina del Campo, se bajó y fue a


cenar a un restaurante fuera de la estación, a unos 150 metros. Tenía dos
horas y cuarenta y cinco minutos de espera: el tren partía a las diez y
cincuenta, así que disponía de un espacio temporal suficiente. Acortaría la
espera con esa cena sin apuros. Era un lugar que conocía de viajes anteriores,
un sitio agradable con personal diligente y afable.

A las veintidós horas, cuando el sol había abandonado el lugar, salió


despacio en dirección a la estación. Hizo un poco más de 50 metros y el
instinto hizo que tratara de girar la cabeza, sospechaba que lo seguían, y de
repente siente tres o cuatro o cinco detonaciones, y tres ardores en sus
92
Un cofre de Fermoselle

costillas; prontamente comprende que está cerca su final, no alcanza a caer,


queda aturdido y trata de poner su mano en uno de los bolsillos traseros para
sacar su revólver pero de repente, un tremendo golpe en su sien derecha lo
ciega: su conciencia se pierde y con esta “su vida”, cayendo desplomado en
el piso. Otro estacazo contundente destroza su mandíbula cuando ya estaba
muerto en el piso. Tres hombres, a la sombra del anochecer y sin que nadie
advirtiera lo que estaba ocurriendo, lo cargan en un carretón con paja, lo
tapan junto al hacha y el revólver que fueran utilizados para el crimen,
esconden su maleta con las pertenencias y el dinero y parten hacia un lugar
desconocido. Dos de los tres, eran los mismos que Antonio había visto en la
estación de Zamora.

Al pasar la supuesta hora de llegada, María del Rosario se preocupa,


ya que Antonio no llegaba. Él siempre era muy puntual. Supone que algún
percance ocurrió con el tren, asi que deja pasar las horas y al otro día acude a
la estación de Almería junto a su padre, para consultar si había algún retraso
y la respuesta fue negativa, todo había funcionado a horario. La preocupación
y la falta de comunicación comienzan a contrariarla, una premonición
negativa le va ganando a la esperanza. Al otro día le escribe un telegrama al
hermano de Antonio para saber de él, consultándolo si había partido de
Fermoselle. A las horas recibe la respuesta: Antonio, salió en la mañana del
viernes 21, de aquí se fue con gran ilusión y en dirección a la estación de
Zamora ¿Por qué me preguntáis esto? ¿Ocurrió algo? finalizaba el telegrama,
con la preocupación de su hermano plasmada en las dos últimas palabras.

93
Un cofre de Fermoselle

María del Rosario, al otro día le respondió a su cuñado, contándole


que no había regresado, que la última noticia era un telegrama donde le
comunicaba que estaba en la estación de Zamora ese mismo día, el 21 de
julio.

La preocupación fue creciente en su familia de Almería como en la


de Fermoselle, unos por un lado y otros por otro, comenzaron una búsqueda
con los medios que tenían a su alcance, previa denuncias tanto en Zamora
como en Almería, pasaron los días, las semanas, los meses y nada se supo,
como si a Antonio lo hubiera engullido la mismísima tierra.

Primero fue la desesperación por no tener el menor indicio de qué


pudo haber sucedido por la falta de noticias y el paso del tiempo. La
resignación fue ganando a sus íntimos, quienes estaban convencidos que
había ocurrido algo grave, malo, doloroso, y tal vez algo irreparable.
Antonio, no era un hombre de no informar en dónde se encontraba, qué hacía,
más aún con su esposa. Con el tiempo la búsqueda infructuosa fue
terminando, primero la de las autoridades, luego la de las familias que se
cogían a la esperanza de algún milagro. María del Rosario todos los días
rezaba pidiendo saber qué había pasado con su amado esposo; la familia de
Fermoselle llenaba de oraciones a la Virgen de la Bandera, pero nada, nada
se sabía.

Para agosto y septiembre del año 1916 y meses anteriores, Medina


del Campo, estaba convulsionada. Dos nombres de reconocidos vecinos
andaba por todas las bocas de los medinenses: Andrés Quintín y Nilo Aurelio
Sáiz.: el primero, primo del segundo quien había fallecido en el año1911 en
94
Un cofre de Fermoselle

una muerte sorpresiva y que desde hacia tres meses antes tenía un seguro de
vida a favor del segundo: Nilo Aurelio Sáiz. Un crimen en Madrid que
repercutía en la misma población vallisoletana: era el asesinato de un
molinero de Zamora, Ferrero Gallego, quien había fallecido por los golpes
recibidos en un hotel de Madrid ocasionados por Nilo y su hijo, con el
propósito de robarle un supuesto dinero que debía llevar a la capital española
para una operación comercial.

El juez de Medina del Campo, Dr. Félix Gazo, comenzó a sospechar


sobre la muerte de Quintín, por lo cual ordenó la exhumación de los restos y
una autopsia con especialistas. Les llamaba la atención que Nilo Aurelio
fuera el único beneficiario de ese seguro que nadie conocía y que cobrara a
los tres meses de la muerte del desdichado Quintín. No había diario que no
tuviera en sus páginas, al hasta no hacía mucho tiempo, prestigioso vecino de
Medina del Campo, Nilo Aurelio Sáiz, del cual muchos se preguntaban
cuántos delitos habría cometido sin que nadie supiera.

El 4 de septiembre por la mañana, un guarda de un pinar conocido


popularmente como: Pinar de Giraldo, en el pueblo de Pozal de Gallinas,
propiedad de D. Emilio Giraldo, un acaudalado propietario del poblado, en
un cruce de caminos, por el cual solía transitar a diario muchos vecinos,
tapado por unas escasas ramas de pinos, apareció un cadáver. Informada la
guardia civil, rápidamente se hicieron presentes quedando a las órdenes del
reputado juez, a quien se le presentaba otro enigma para descifrar.

Recogido el cadáver y comenzadas velozmente las investigaciones,


se llega a la conclusión por los testimonios recogidos que este habría sido
95
Un cofre de Fermoselle

llevado al lugar por la noche del día anterior a su hallazgo. El juez ordena
todas las pericias en el término en donde fuera descubierto y la autopsia,
sumado a otras diligencias periciales. Los médicos forenses llegan a la
conclusión de que el cadáver, al cual le faltaban sus manos y pies, hecho nada
casual, ya que se quizo entorpecer la identificación de este, tenía más de dos
años de su muerte traumática, con al menos dos tiros que le desprendieron
cuatro costillas y un golpe con un objeto contundente en el parietal derecho y
otro que le destrozó la mandíbula.

El juez ordenó una pericia a las prendas, puesto que eran muy
contradictorias, comenzando por la manta vulgar que lo cubría, propia de la
que usaban los campesinos por aquellos tiempos, como así otras de estas: el
primer pantalón de confección rustica, como el usado por los mecánicos.

Los peritos sastres llegaron a las siguientes conclusiones según


informaba el cronista del diario “El Imparcial”:

He celebrado una entrevista con el culto doctor


forense de Medina del Campo, D. Ramón Velasco, quien me ha
facilitado detalles interesantísimos acerca del cadáver. Se traba
indudablemente de una persona distinguida por los detalles que
se han apreciado en su indumentaria.

Además ha quedado en el convencimiento de las


autoridades que entienden en el asunto que si los bárbaros
autores de este crimen cortaron los pies y las manos al cadáver
fue para que no se supiera que se trataba de una persona de
calidad.

96
Un cofre de Fermoselle

Los peritos sastres han examinado las ropas y han


asegurado que la confección y el género empleados en el
pantalón y la americana, ésta con forros de seda, son de un
precio bastante elevado. El pantalón tiene en la parte posterior
dos bolsillos como para llevar revólver.

Los botones de los calzoncillos están forrados con


seda blanca.

En el reconocimiento hecho en sus ropas se ha


descubierto un indicio que parece demostrar que el cadáver
estuvo enterrado en un pajar.

En los bolsillos y entre los forros de la chaqueta se


ha encontrado mucha paja de trigo, cosa que brilla por su
ausencia en el pinar, por lo que se supone fundadamente que el
cadáver estuvo enterrado en paja.

En unos diez días, previa comisión policial a Fermoselle y otras


diligencias, el juez tenía claro a quién pertenecía el cuerpo –prácticamente
era un esqueleto-: correspondía al teniente D. Antonio Puente, oriundo de
Fermoselle y residente en Almería. El cadáver fue enterrado en Pozal de
Gallinas a los pocos días de su autopsia por decisión del juez.

D Félix Grazo, estaba bien orientado en sus diligencias,


investigaciones y la hipótesis del crimen, aunque jamás las llegó a revelar
públicamente, ningún periódico la mencionó con claridad y contundencia. El
crimen se habría cometido en cercanías de la estación de trenes de Medina
del Campo, al menos por tres personas, llevado a un lugar cercano, a unos 10
o 15 km, no más de eso, descartando a Pozal de Gallinas que se encuentra a
10 km.
97
Un cofre de Fermoselle

Los criminales eran conocidos, por lo cual tuvieron guardado el


cadáver en un lugar seguro, aunque no estaba convencido que fuera un pajar,
la paja hallada en una bota y parte de las prendas podrían haberse colocado
de forma intencional. El crimen y la posterior guarda del cadáver no era cosa
de los criminales de la zona, había alguien inteligente y astuto, que era el jefe
de la banda, seguramente alguien de la propia ciudad de Medina del Campo.
Algo había sucedido, ya que tuvieron que deshacerse del cuerpo, él estaba
convencido de lo que había sucedido, suponía que estaba estrechamente
relacionado con la otra causa importante llevada adelante por su juzgado.

A todo esto, en Fermoselle y Almería, el dolor luctuoso se tendió


sobre la familia, la esposa y lo niños. El único aliciente era conocer la verdad
y dejar descansar en paz a Antonio, después de tanta consternación y espera.

El juzgado solo dejaba trascender que se llevaban gestiones en


Madrid y que pronto se sabría quienes eran los criminales del militar
fermosellano. En forma simultánea, la autopsia de Quintín arrojaba que este
había sido envenenado y luego estrangulado siendo acusado de tal crimen al
turbio personaje: Nilo Aurelio Sáiz, quien con sus abogados utilizaba todos
los resquicios judiciales posibles y no le iba nada mal en los tribunales y en la
cárcel de Madrid. Al final, a fines de septiembre, los astutos abogados del
criminal lograron impugnar con éxito la autopsia de Quintín y también la
acusación del juez.

El tiempo pasó y pasó, y nada más se supo de los responsables


del asesinato de Antonio. El juez frustrado en sus intentos dejó caer sus
brazos y guardó sus certezas. La prensa se mudó a otros nuevos crímenes, y
98
Un cofre de Fermoselle

con esto la injusticia sobrevoló Fermoselle y Almería, posándose hasta este


presente en una cruz perdida del cementerio de Pozal de Gallinas.

99
Un cofre de Fermoselle

Leyenda del Cuervo


Esto de las leyendas, los cuentos, las historias -verdades o fantasías-,
fantasías y verdades, se confunden en todos los rincones humanos en donde
la tradición, el respeto casi devoto al ayer… están vivos, incluso, tan vitales
que algunas trascienden las fronteras de los pueblos o aldeas en donde ese
pasado aún abierto al presente las vio o soñó nacer.

Dicen los que saben, que las leyendas tienen partes de verdad y otras
de ficción, tal vez, más de la última que de la primera. También afirman los
mismos conocedores, que siempre nacen de una tradicional oral, de alguien
que la narró y otros tantos que las repitieron, recrearon, modificaron,
enriquecieron, y en ocasiones con tanto ímpetu que la cambiaron
completamente, hasta que en algún momento, alguien la plasmó en un escrito
y así siguió la dinámica de cambios, adaptaciones y readaptaciones.

Como siempre trato de buscarle la quinta pata al gato y, si es negro


mejor, diría a estos especialistas, con la más protocolar sumisión, que en
estos tiempos no tienen porque nacer de la boca de algún supuesto testigo
presencial, bien pueden surgir de la pluma o, más bien, del boli, o del teclado
de un ordenador de ese testimonio presencial o cercano a él, para contar y
dejarnos ese fragmento casi mágico, épico, como es una leyenda.

Existen, al decir de los mismos expertos, una heterogeneidad


tipológica de leyendas, no se preocupen que no me explayaré en esa paleta de
minucias, sí diré que la leyenda que aquí se expondrá, es una modalidad, un
espécimen que los profesionales de este arte no han explorado. Es factible
100
Un cofre de Fermoselle

que nunca hayan tenido la ocasión que les llegara esto que a mí sí me ha
tocado vivir, apreciar, disfrutar con esos hablares de hazañas rayanas con
pequeños o grandes héroes, los cuales no forman parte de los textos juiciosos
de la historia.

Puntualmente, esta leyenda del cuervo, es una leyenda subterránea,


casi secreta, contrariando la habitualidad de estas narraciones. Solo sus voces
se escuchaban taciturnas en las reuniones de amigos en las bodegas
fermosellanas, en esos espacios alejados del clima de la superficie, todo un
encanto del estar y el compartir. En esos reductos es donde tuve el primer
contacto con este aleteo del pasado, para tiempo más tarde, encontrarme con
la versión escrita, la cual difería de esa susurrada a mis oídos, entre las
paredes rocosas de siglos, la temperatura ordenada a las necesidades de los
cuerpos, dos bombillas, unas piedras haciendo las veces de asientos, una
mesa rústica y una copa de unos de los buenos caldos de la villa, producto de
esa bravía uva Juan García.

Tiempo después de tomar conocimiento de esta leyenda, en un papel


apunté todo aquello que me habían contado. Anoté escrupulosamente y lo
guardé en uno de esos rincones en donde sabes que tienes algo de valor, entre
papeles, libros y revistas, siempre con el anhelo de hacerlo salir a la
superficie de aquellas bodegas lúgubres y a la vez fantásticas, quienes
guardan con toda certeza muchas de estas leyendas. Diría que si estas
hablaran, los fermosellanos se sorprenderían. Si de una bodega, en un corto
tiempo pude extraer esto, cuánto se podría recoger de las mil bajo la caliza
fermosellana. Son estas reflexiones las que te llevan a buscar, a desear un

101
Un cofre de Fermoselle

hecho mágico, maravilloso en donde cada piedra de cada una de esas cuevas
hechas por el hombre, te contara al menos una historia de las escuchadas en
sus siglos de existencia. Claro está, son solo ilusiones, solo la imaginación, la
fantasía podría acercarte, aunque el villano tiempo nunca te deje terminar la
tarea.

Por azar, aunque más bien por curioso empedernido, no hace tanto,
me encontré con la leyenda de “El Cuervo” con el relato de esos sucesos
ocurridos, según mi reflexión, por el año 1880, años más, años menos.

La desaparecida revista, Iris, de Barcelona, la cual se presentaba


como “Revista semanal ilustrada”, interesante por cierto, con la participación
de personajes de gran cuantía artística. En el número 129 del 25 de octubre
del año 1901 y con el título: “El Cuervo” y firmada por un tal: Carlos Castro
Girona, relata los hechos que a mí me fueran contados.

Por un simple detalle, estimo que este relato es incompleto e


inexacto con lo que a mí se me ha relatado. Siempre haciendo estas
consideraciones con la rigurosidad lábil que las leyendas contienen en sí
mismas. El detalle es el kilometraje en donde suceden los hechos, los cuales
no coinciden con la ubicación exacta de Fermoselle; son al menos 10 km de
diferencia, lo cual me hace suponer que el caballero desconocía la villa,
guiándose, al igual quien aquí escribe, por el relato de terceros o por una
imaginación de clarividente.

102
Un cofre de Fermoselle

Sencillamente por esta razón y otras tantas contenidas en el


desarrollo de la leyenda, incluido su final, si es que hay razones en estos
temas, me inclino por la detallada minuciosamente por ese grupo de paisanos.

Para terminar con este introito, voy comenzar por el principio,


aunque podría hacerlo por el final, pero estimo más prudente relatarlo como
la habitualidad dispone.

Domingo, el pellejero, hijo de Antonio y nieto de Domingo, el


pellejero. Fue su abuelo quien diera origen al mote por su destreza en reparar
pellejos. Autodidacta por necesidad, como todo artesano de aquellos tiempos
distantes, transfirió el oficio a su hijo, Antonio y este a Domingo. Cada
generación mantuvo la tradición de ese noble y actualmente: pérdida y
esmerada labor, añadiendo un pequeño perfeccionamiento para concretar con
la más refinada maestría las reparaciones de andados pellejos y botas que
llegaban en curación a su rústico y humilde taller.

No eran tiempos de abundancia. Padre e hijo se alternaban entre los


pellejos y una pequeña finca que tenían en la Cicutina. Domingo, el único
varón de 4 hijos, de niño, entre mocos y con sus pequeñas y frágiles manos
comenzó a colaborar con su padre.

Si bien, le atraía el trabajo de su progenitor, el mejor momento para


él era cuando acompañaba a su padre a la finca. La naturaleza en su estado
más puro lo fascinaba. Era un atento observador y de un perceptivo espíritu,
contrastando con la tosquedad de su padre, quien no hacía mayores esfuerzos
para apreciar aquello que su hijo admiraba.

103
Un cofre de Fermoselle

A la hora del almuerzo y la merienda, Domingo, hacia girar sus ojos


por todo ese entorno de arboles y vida, había algo que lo hechizaba: eran los
cuervos. Sus ojitos parecían salirse y su corazón estallar, cuando en lo alto
observaba el vuelo endiosado de los quebrantahuesos con sus extensas alas
planeando, haciendo círculos mientras se iban alejando hasta desaparecer
lentamente de su vista. No siempre tenía el placer de poder apreciar
semejante prodigio de la naturaleza, pero las veces que esto sucedía le
producía una excitación que no podía comparar con nada de lo que lo
rodeara, con nada de lo visto.

Había aprendido a distinguir la cabeza negra de los machos de la


blanca de las hembras. En ocasiones solía ver como arrojaban osamenta
desde las alturas contra los peñascos y seguidamente bajar, por poco en
picada para ver el resultado del impacto el cual determinaba si ya estaba lista
la comida, o bien, deberían volver a utilizar sus garras para retomar el vuelo y
repetir la operación. Los cuervos eran unos buenos proveedores del alimento
de los quebrantahuesos, esto también lo había notado ese niño curioso.

Observaba como esos pájaros de frac negro, poco simpáticos para la


gran mayoría de la gente, traedores de malas noticias según las creencias
populares, eran aves de una inteligencia superior. En una oportunidad que su
padre lo dejara solo en la finca contempló como dos o tres cuervos dejaban
en el camino varias almendras dispersas, pero bien ubicadas en las huellas
por donde pasaban los carretones, luego levantaban vuelo siempre
merodeando las almendras hasta que un carretón pasaba y rompía muchas de

104
Un cofre de Fermoselle

ellas, en ese momento, los cuervos descendían raudos buscando su alimento


ya elaborado por las pesadas ruedas.

Domingo, comenzó a dejar almendras y nueces dispersas para que


luego del paso de los carros, los cuervos tuvieran su comestible servido tal
restaurante natural. Esto que se volvió habitual, no pasó desapercibido por los
negros cuervos, quienes identificaron a su niño benefactor, hasta en ocasiones
lo acompañaban discretamente hasta que entraba en el casco urbano
fermosellano.

El niño se transformó en un mozo robusto, fuerte, gran trabajador,


siempre junto a su padre en el rudo quehacer del taller y las dos fincas que ya
poseían para esa época. Los domingos, andaba con sus amigos por la ronda,
por las plazas, como todos los jóvenes, en busca de algún amor. Las tertulias
y los bailes le trajeron varias refriegas con el sexo opuesto, pero ninguna le
llegaba al corazón, más bien terminaban en simples galanteos juveniles.

En una de las fiestas tradicionales del pueblo, con sus siempre


oportunos y esperados bailes se encontró con Pura, a quien conocía de toda la
vida y por la cual sintió siempre un sentimiento especial, lo que al parecer era
compartido, pero jamás habían pasado un momento como ese. Pura, era una
de las más bellas de su quinta, era algo así como la pieza más apreciada por
los mozos, pero no era fácil, por el contrario, era muy agradable y con una
femenina y firme barrera que bajaba limitante ante quien quisiera avanzar
más allá de lo deseado. Bailaron toda la noche, se rieron, compartieron
intimidades, deseos, anhelos, nada complicado, simple, como es la felicidad
de las personas de prodigiosa integridad y ternura.
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Un cofre de Fermoselle

Se siguieron viendo por unos meses, hasta que llegó el día en que
decidieron iniciar un noviazgo que duró dos años y unos meses. Ambos
contaban con el apoyo de sus familias. Domingo trabajó duro con su padre
para poder tener un techo donde formar el nuevo hogar, con un colosal
esfuerzo logró su objetivo y el casamiento al final llegó. Antes de entrar a la
iglesia, casi a las puertas, a los presentes les llamó la atención la presencia de
varios cuervos que se posaron en el campanario, mas pasmados quedaron
cuando vieron el vuelo de un casal de quebrantahuesos, algunos se
persignaban, siguiendo las tradiciones odiosas hacia esas aves, en especial,
los cuervos, En cambio, Domingo, era el único que esbozaba una sonrisa con
esa rareza de compañía en un día tan especial en su vida.

Domingo, seguía cosiendo y sobando pieles, yendo a las fincas,


apreciando y compartiendo con esos amigos alados que se había ganado a
fuerza de comprensión y amor. El trabajo era cada vez mayor, de sol a sol, su
físico aguantaba el esfuerzo, pero el no poder compartir más tiempo con su
esposa y mejorar su ajustada economía, en ocasiones lo traía contrariado,
esperando alguna oportunidad que no llegaba. Él era paciente, así que
tampoco tocaba el punto de la desesperanza.

Un día, a media mañana, llega un bodeguero de Zamora, uno de los


mejores clientes, traía consigo unos cuantos pellejos y cinco botas, venía
acompañado de un caballero distinguido, que a posteriori supo que era un
director importante de la compañía de caminos, tanto en Zamora como en
Valladolid y Salamanca, aunque su residencia familiar estaba en la capital
provincial. Tres de las cinco botas pertenecían a este señor. Se quedaron

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Un cofre de Fermoselle

conversando con su padre y con él, estuvieron más de una hora, mientras el
director había quedado admirado de esa capacidad para trabajar de Domingo.

Al final, los dos, el bodeguero y el director van a recorrer el pueblo,


luego a almorazar y a la tarde salen hacia Zamora, quedando en volver a la
semana cuando estaría terminado el trabajo, según el padre de Domingo les
había prometido.

Tal lo acordado, a la semana estaban nuevamente los dos zamoranos


en busca de sus odres y botas. El padre de Domingo se dedicó a atender a sus
destacados clientes, mientras Domingo trabajaba duro con un pellejo en
bastante mal estado, el cual estaba quedando nuevo ante la mirada atenta del
bodeguero y el director, en especial de este último que no dejaba de
contemplarlo. Ambos quedaron admirados por la calidad del trabajo
realizado. Luego del pago y que un empleado cargara los restaurados
recipientes de piel, se quedaron conversando con el padre, en tanto, Domingo
seguía con su trabajo esmerado y preciso.

El director de caminos le pidió a D Antonio si podía conversar con


él a solas, en un lugar alejado de su hijo, a lo cual de forma intrigada el
pellejero aceptó.

―Antonio, he observado que vuestro hijo es un mozo inteligente,


habilidoso y muy trabajador. Tendría un buen empleo para él, cerca de aquí,
en la carretera, inclusive tiene casa para vivir con su familia, el salario es
substancial, además es un empleo estable y con futuro. Pero no quiero

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Un cofre de Fermoselle

incordiar vuestro negocio, puesto que su hijo es un gran ayudante para


usted―le expresó en tono bajo el director

Antonio, no se esperaba semejante proposición, quedó paralizado,


aunque pronto se repuso… balbuceaba alguna palabra descortinada, mientras
su cabeza parecía una revolución, se cruzaban por esta mil imágenes,
infinitas reflexiones, penas y alegrías vividas junto a ese hijo tan amado. Al
final, ante el desconcierto que parecía evidenciar el rostro del director,
Antonio, con un inmensurable sufrimiento, respondió:

―Estimado señor, para mí es un gran dolor que mi hijo se vaya de


mi lado, siempre he querido lo mejor para él y si como usted me dice, será un
buen futuro, de mi parte no habrá ningún inconveniente. Hablad con él, es su
decisión―terminó diciendo Antonio.

Ambos salieron del rincón de esa conversación. Domingo seguía


sobando y cociendo pellejos sin sospechar lo sucedido. El padre le comenta
que el director quería hacerle un ofrecimiento, para lo cual Domingo asiente
con su tradicional respeto. El bodeguero y el padre se quedan a un costado,
aunque escuchando la propuesta que le hacían a Domingo: cuando el director
termina de hablar, Domingo, lo primero que hizo fue mirar a su padre, quien
con un gesto le dio a entender que era él quien debía tomar la decisión.

El momento fue tenso, incomodo; Domingo, le dijo si podía esperar


unas semanas para decidir tan gentil oferta, de la cual estaba muy agradecido.
El director, no puso reparo, lo quería trabajando para él, estaba convencido
que sería un estimable empleado, así que le dio sus señas diciéndole que

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Un cofre de Fermoselle

cuando estuviera decidido fuera a Zamora para convenir todos los detalles de
la contratación. Así quedaron, y los clientes se fueron: ambos se miraron sin
hablar, ninguno de los dos se atrevía a decir la primera palabra, hasta que el
padre fue quien rompió ese incomodo silencio dado por tanto amor.

Antonio, le expresó a su hijo lo mismo que le dijese al empresario,


ahora con más soltura y pormenores, tratando de facilitar la decisión de su
hijo. Le agregó que él podía contratar un aprendiz y se arreglaría en las fincas
con la ayuda de la madre y sus hermanas, y si fuera necesario contrataría
algún bracero. Para finalizar, le dejó entrever que la propuesta era muy
beneficiosa para él, que no eran oportunidades que se le daban a cualquiera,
que decidiera con calma y que tratara de no perderla.

Solo le restaba hablar con su amada esposa, Pura. Con ella sería más
cómodo el análisis del ofrecimiento. Era una mujer afanosa y de una notable
inteligencia práctica. Así fue, no estaba equivocado, Pura, aceptó de buen
agrado la oportunidad que se les ponía por delante: unos años de buen trabajo
y luego verían para dónde los llevaría la vida.

Domingo, no esperó dos semanas, unos días antes envió un


telegrama al director informándole que un jueves estaría en Zamora para
concluir los detalles del trabajo. Puntualmente, se presentó en el despacho del
empresario, luego de una breve espera, lo hizo pasar y le explicó a grandes
rasgos cuál sería su trabajo, los días de franco, el salario, y la casa en la cual
residiría con su esposa. Luego de las explicaciones del caso, lo acompañó a
una oficina en donde se encontraba el sobrestante, o sea, quien sería su jefe:
un hombre de apellido Rojas, quien con toda diligencia atendió a Domingo y
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Un cofre de Fermoselle

le detalló minuciosamente cuáles serían sus deberes y que él, sería quien
regularmente, una vez por semana o algo más, y sin precisar nunca el día, iría
a verificar los trabajos acordados. La tarea que hacía a lo largo de la carretera
con otros obreros, para luego pasar el informe al director.

Domingo, estaba inconteniblemente satisfecho por la forma en que


fue tratado y las condiciones de su empleo No veía la hora de llegar a
Fermoselle para contarle minuciosamente lo ocurrido a Pura. Cuando llega a
su casa, en la puerta estaba Pura junto a su padre, ambos esperando su
regreso. Los abrazó con todo fervor y pasaron al interior del hogar, para
comenzar a comentarles las particularidades de lo ocurrido. Ambos, esposa y
padre, lo miraban con atención y no lo interrumpieron al comprobar el
entusiasmo de Domingo. Al final, compartieron una apetitosa merienda,
luego de la cual su padre se fue a su taller, en donde tenía pendiente un odre
que debía estar listo para el otro día a primera hora. Pura y Domingo
terminaron el día como una luna de miel. Fue el festejo ante el nuevo camino
que se les presentaba virtuoso y esperanzador en sus vidas.

Esa noche, dos casales de cuervos hicieron su cama en el tejado de


los enamorados. Silenciosos, tratando de no incomodar, buscaron unos
huecos para pasar la nocturnidad, sin emitir un solo graznido; antes del
amanecer, ambas parejas de los plumíferos negruzcos, con sigilo levantaron
vuelo, traspasaron la carretera y fueron a posarse en una encina a metros del
que sería el nuevo hogar de Pura y Domingo.

La casa de los peones camineros que se le destinó al joven


matrimonio, estaba a unos 700 metros de la carretera, rodeada fresnos,
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Un cofre de Fermoselle

encinas, almendros y algunos nogales, además de olivos, arbustos y esos


encantos de flores silvestres y con los aires caprichosos que se nutrían de los
aromas de tomillo y romero. Pura, rápidamente se acostumbró a ese pequeño
espacio mixtura de paraíso y páramo, en donde la naturaleza se presentaba
con toda su beldad.

Domingo estaba encantado con su nuevo trabajo, además de un buen


salario y condiciones laborales más llevaderas, donde él solía ordenar su
tiempo, tenía todos los días a sus amigos cuervos y, en las alturas, los
quebrantahuesos, más las otras aves majestuosas unas, liricas otras, que
siempre andaban rondando y alegrando los oídos y la vista.

Poca gente pasaba por aquel paraje. Algunos braceros lo hacían para
pedir un vaso de agua, a veces otros paisanos con el mismo fin, solo que en
este caso para calmar la sed de sus bestias de carga. Una vez a la semana, a
veces semana de por medio, iba el Sr. Rojas, el sobrestante, una especie de
jefe directo de Domingo quien no tenía un día preciso, y al parecer le gustaba
caer de incógnito para verificar el trabajo de los obreros y luego enviar su
informe al director.

Lo único certero era el horario. A media mañana llegaba montado en


su caballo e iba directamente a la casa en donde por lo general estaba Pura,
haciendo los quehaceres del hogar, se quedaba conversando trivialidades un
corto tiempo con ella y salía a buscar a Domingo. Al encontrarlo, solía elegir
algún olivo o un fresno de frondosa copa, ataba su caballo al tronco y salía en
busca de Domingo con quien recorría algún tramo de la carretera, observaba
si había cumplido con las directivas de la visita anterior y cómo llevaba el
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Un cofre de Fermoselle

resto de las tareas cotidianas, mientras conversaban sobre el trabajo y siempre


se colaba alguna cuestión personal o cotillas de Fermoselle.

Rojas, era un hombre que tenía alrededor de 40 años de edad. Era


viudo, calvo, medio regordete, de fluido verbo, acostumbrado a mandar, y
afectuoso cuando quería. Medía un poco más de un metro sesenta de estatura,
de cara redonda y sonrisa fácil, tan fácil que en un instante podía cambiarla a
un rostro adusto, serio e hermético. Tenía mucho aprecio por Domingo y una
simpatía especial por Pura. Los informes que remitía siempre eran elogiosos
hacia Domingo, quien por esas consideraciones se lo tenía como al mejor y
más valorado de todos los obreros de la carretera.

Una vez que el sobrestante hacia la recorrida acompañado de


Domingo, la cual nunca duraba más de 3 horas, regresaban a la casa en donde
Pura los esperaba con un exquisito almuerzo, el cual duraba más de una hora,
aunque no era algo que estuviera tabulado por el jefe, el tiempo lo disponía el
almuerzo y la sobremesa. Los elogios del Sr. Rojas hacia Pura eran
constantes, no solo por sus dotes de cocinera, también por su belleza, aunque
siempre lo hacía con gran respeto, a lo cual Pura respondía con cierta timidez
y en ocasiones solía sonrojarse, Domingo, los tomaba como halagos propios
de un caballero como tenía en consideración al jefe visitante.

Además de Rojas y Domingo, en esas recorridas laborales y


suculentos almuerzos, siempre rondaban algunos cuervos, haciendo escuchar
sus graznidos que Domingo los sentía diferentes a los normales, era como
una custodia, casi un sequito que los seguía, otros se quedaban cerca de la
casa. Domingo no podía entender esa actitud fuera de lo normal de sus
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Un cofre de Fermoselle

amigos, hasta en alguna ocasión se sentía molesto por eso que él entendía
como una persecución, pero al final siempre terminaba por no darle mayor
importancia.

Los meses fueron pasando, el joven matrimonio estaba feliz, todo


había salido mejor de lo previsto. Habían logrado ahorrar una suma de dinero
que de otra manera les hubiera resultado una quimera. Domingo, gozaba de
su trabajo, de estar en contacto permanente con la naturaleza, y le dedicaba
todos los días un tiempo a cachar almendras y nueces para sus compañeros
los cuervos. Hasta buscaba osamenta para dejar a los quebrantahuesos que
cotidianamente solían sobrevolar la vivienda y los sitios donde él iba. Pura,
había adquirido el mismo respeto por esas aves, la naturaleza era algo que
había admirado desde pequeña, pero eso de los cuervos, de la amistad que
entabló con ellos, era algo que en su vida hubiera imaginado. Todos los días,
después de las comidas, siempre dejaba algún sobrante para esos enlutados
emplumados.

Al día siguiente de la última visita del Sr. Rojas, a media tarde,


cuando Domingo estaba trabajando en la carretera, Pura, siente el galopar de
un caballo que se iba acercando a la vivienda, rápidamente se dio cuenta que
era el caballo de Rojas. Salió preocupada suponiendo que algo había
sucedido, porque no era la hora ni el día en que andaba el sobrestante y
Domingo estaba en el trabajo, esto la llevó a especular si le había ocurrido
algo a su esposo, y por un momento el terror se apresó de ella.

El Sr. Rojas se apeo de su caballo, lo dejó enlazado a un costado de


la casa y se dirigió hacia Pura, prestando atención a la cara de preocupación
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Un cofre de Fermoselle

de la joven mujer. La saluda con especial simpatía, a lo que Pura le preguntó


si había sucedido algo, puesto que no era el día ni el horario en el que
acostumbraba andar por el paraje. Rojas, siempre con una cordialidad
especial, más que la habitual, le respondió que nada sucedía, que andaba por
el término y aprovechó para pasar y saludarla, y si no la incordiaba, le podria
servir un vaso de agua y uno de esos especiales cafés que Pura le preparaba
en cada ocasión que se quedaba a almorzar.

Pura, algo confundida por la situación, hizo pasar al sobrestante,


pero en el momento que entró, los cuervos que estaban siempre en unos
fresnos cercanos a la vivienda, comenzaron a graznar de un modo muy
ruidoso, muy fuerte, algo que nunca acaecía de esa forma, incluso varios de
ellos salieron volando formando una reducida bandada, el hecho no resultó
desapercibido para Pura.

Domingo, estaba a unos 2 km de la casa, trabajando duro con un


pico, removiendo piedras, cuando los cuervos lo rodearon y comenzaron con
el mismo sonoro graznido, el cual no interrumpían en ningún momento.
Domingo, no deducía qué ocurría y trató de callarlos, pero nada, ellos
seguían con su concierto cada vez más estridente hasta que Domingo, pico en
mano comienza a correr hacia la casa con la compañía de cada vez más
córvidos.

Mientras tanto, Pura, luego de servirle un vaso de agua, fue a


prepararle el café, a su vez, Rojas hablaba pamplinas que intercalaba con
halagos referidos a la hermosura de Pura. Estos comentarios la pertubaban
cada vez más por la atípica circunstancia que estaba viviendo. De repente, sin
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Un cofre de Fermoselle

percibirlo, Rojas, estaba detrás de ella, a sus espaldas, la cogió con toda
fuerza, tomando sus pechos con sus manos y besándola de una manera
desaforada, como una bestia sin control. Pura, comenzó a gritar y a tratar de
sacárselo de encima, pero su fuerza no era la suficiente. Rojas, le rompió la
parte superior de su vestido, le arrancó el sostenedor, mientras trataba de
girarla, pero en ese forcejeo, ambos cayeron al piso. El hombre se puso sobre
ella, cogiéndola de las manos que trataba de estirarlas para tenerlas tensa
contra el piso. Afuera, en los árboles, en el techo y hasta en la ventana, los
cuervos hacían sentir sus graznidos hasta ser escuchados en Fermoselle,
menos por Rojas que estaba desquiciado, como una hiena hambrienta sobre
su presa.

Cuando la joven sentía desfallecer sus fuerzas, porque ya no podía


seguir con sus gritos de auxilio, ni podía luchar contra ese hombre convertido
en un feroz depravado, en ese instante, la puerta se abrió bruscamente.
Domingo, con su pico en la mano entró, al observar la escena y el
padecimiento de su amada: sus ojos se enrojecieron de furia, de una
indignación brutal, sin pensarlo clavó la punta del pico en la espalda del
sobrestante, una y otra vez volvió a golpearlo sin tener la menor conciencia
de lo que estaba haciendo hasta que Pura tirada sobre él, tratando de
contenerlo, logró traerlo a la realidad, a la lucidez de ese dramático
contexto…

El escenario era apocalíptico, infausto, tétrico… Pura, salpicada de


sangre con su vestido hecho girones, el cuerpo de Rojas quedó destrozado:
había sangre por todo el ambiente. Domingo de rodillas junto a su mujer,

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Un cofre de Fermoselle

ambos abrazados más fuerte que nunca y llorando sin contención. Los
cuervos estaban todos afuera y en silencio, hasta que en un tiempo imposible
de medir en convenciones humanas, ambos jóvenes siguieron con ese abrazo
de puro amor, pero con la mudez invadiendo todo el ambiente.

Al atardecer, al anochecer, a la madrugada, tal vez al otro día, Pura y


Domingo, salen del espanto chocando con ese entorno de muerte, atinan a
mirarse por largo tiempo, sin pronunciar una palabra, ni un gesto, solo
mirarse y como si estuvieran manteniendo una conversación telepática.

Al tiempo, Pura, no quería ver el cuerpo despedazado del


sobrestante, se cambió el vestido y comenzó a limpiar. Mientras tanto,
Domingo cogió el cadáver de los pies, lo retiró de la casa y lo llevó debajo de
unos árboles: pensando qué hacer con él. Cuando levanta la cabeza, azorado,
observa el tejado de la vivienda, las copas de los arboles eran todas negras y
todas atestadas de cuervos en un estricto mutismo, con algún distante y
lacónico graznido que se hacía sentir descoordinadamente. Deja el cuerpo y
con la cabeza gacha, se encamina a la casa, pero antes de ingresar gira su
cabeza y sin poder salir del asombro ve como los cuervos estaban todos sobre
el cadáver, que poco le faltaba para convertirse en un esqueleto, en las
alturas, dos casales de quebrantahuesos hacían sus vuelos circulares.

Sin poder salir de semejante y espeluznante escenario, un cuervo se


posa sobre su hombro derecho, aumentando aún más su sorpresa. Jamás una
de esas aves que él tanto admiraba y protegía se la había acercado tanto.
Como cuidándolo o consolándolo se quedó posada sobre ese hombro
agotado, mientras los otros cuervos, que eran cientos o más, llevaban la
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Un cofre de Fermoselle

osamenta de Rojas sobre una roca en donde la dejaron reposar, mientras los
quebrantahuesos, se abalanzaron sobre ella y en poco tiempo no había
quedado rastro humano del déspota sobrestante.

Terminada la implacable faena de las aves, todas volvieron a su


rutina. Domingo y Pura, comenzaron con la eliminación de todo rastro de lo
sucedido. Luego, Domingo fue hasta el caballo, le dio alimento y agua para
beber, lo desató y con un golpe suave con su mano en la grupa del equino,
éste salió al trote.

Pura y Domingo, esa noche se amaron como nunca, en el silencio


cómplice de una noche de estrellas y luna brillante, inmensa, bucólica....

Al otro día, ambos siguieron con su vida normal, en un pacto


implícito, sin una sola palabra, jamás volvieron hablar del trágico hecho y el
final casi fantástico que tuvo el suceso. Al anochecer, el caballo de Rojas
llegaba sin su jinete a la ciudad de Zamora y las incógnitas comenzaron a
surgir.

Rojas había librado el día que pretendió abusar de Pura, pero nadie
supo adónde había ido. A los días, se presentó ante Domingo, un sobrestante
de la empresa que venía recorriendo todos los puestos preguntando si alguien
había visto a su colega, y ante el desconocimiento expresado por Domingo, el
mejor trabajador que tenían siguió camino.

Pasaron los días, las semanas y hasta los meses, sin que nadie se
volviera a ocupar del desaparecido sobrestante. Domingo siguió años

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Un cofre de Fermoselle

trabajando en la carretera hasta que fue ascendido a sobrestante, y los niños


comenzaron a venir formando un hogar virtuoso.

Nadie me supo decir cómo fue que estos hechos trascendieron por el
subsuelo de Fermoselle, un misterio más que, como tantos otros, quedarán
lacrados por los tiempos

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Un cofre de Fermoselle

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