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Un cofre de Fermoselle
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Un cofre
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Fermoselle
Antología de relatos
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Prefacio
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Un cofre de Fermoselle
Carlos III
Desde Madrid a Fermoselle, todos los años desde que partió del
pueblo, infaltable a la fiesta de San Agustín, la gran celebración anual que
deja pequeña la villa ante tanto visitante y retornado temporal, Agustín, el
madrileño por adopción y fermosellano de nacimiento y sentimiento, solía
recorrer la comarca sayaguesa junto a su familia. También acostumbraba a
traspasar los muros del Tormes para adentrarse en la vecina y hermana
Salamanca, tierra que consideraba propia, como una extensión de su Zamora.
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—Acepto, espero que valga la pena lo que tenéis ahí, mirad que si no
es de mi agrado el trato se rompe.
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—Es donde nací, ahí tengo todas mis raíces, es uno de los más
importantes pueblos de Zamora, el más majo, ahí están los mejores
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—Bueno majo, como te conozco muy bien, ahora harás todos los
esfuerzos posibles para saber a quién perteneció. Cuando en Semana Santa,
vayamos al pueblo, conversareis con los más ancianos, alguien debe saber
algo.
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—Es lo que tenéis que hacer, pero debéis ser cauto, que no piensen
que estáis loco o te han engañado como a un chaval— sugirió Isabel.
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visitantes que compartían con sus amigos y conocidos de toda la vida, luego
llegó Isabel. Con prodigiosa cautela, trató de seguir con su averiguación,
preguntando como al pasar, entre uno y otro, nada pudo recabar. Almorzaron
con su esposa y dos matrimonios amigos en el Bar y Restaurante España. En
la mesa resonaron anécdotas de la niñez, recuerdos de sus padres, abuelos y
aquellos que ya no estaban. Hablaron de sus presentes y de sus futuros, de sus
hijos… las horas del reloj corrieron a tal velocidad que de repente ya eran las
cinco de la tarde; los postres y chupitos hacia un tiempo que habían pasado
decorosamente por la mesa.
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cigüeñas, este hombre estaba ahí presente, vestido como un elegante señorito
y con su cruz en la solapa. Apareció el Doroteo, quien le guardaba inquina,
seguro por envidia. Un rato antes que el cura hiciera su hechizo a esas
malditas cigüeñas, el Doroteo comenzó a insultar al alcalde que hacía tiempo
había dejado de serlo. El hombre sacó su navaja y el Doroteo, la suya, a
punto estuvo el Doroteo de cortarle el cuello, alcanzó a arrancarle la
condecoración que voló por el aire, rápidamente intervinieron varios mozos
de los presentes para que las cosas no llegaran a mayores. La cuestión es que
la cruz nunca se encontró, algunos cuentan que fue el Doroteo quien la halló
al día siguiente y la guardó para sí, hasta algunos con más imaginación que
razón, dicen que fue una cigüeña que con su pico la cogió en el aire y se la
llevó.
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El siglo XX se había presentado irreverente, revoltoso, hasta
peligroso en la villa fermosellana. Primero, fueron los motines y meses
después el asesinato del Doroteo, luego el juicio. Hasta comienzos de 1904,
la villa parecía un hormiguero pateado, unos para un lado, otros para otro, el
resto desorientado tratando de encontrar la brújula perdida.
El campo solía ser una fuente prodigiosa para la vida diaria. Otros
con sus oficios conseguían con esmerado tesón el sustento necesario para
ellos y los suyos. Los llamados propietarios siempre tenían más posibilidades
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para mantener un ritmo de vida más holgado, y hasta había aquellos que
lograban aumentar su patrimonio.
Los zapateros del pueblo, siempre tenían trabajo, sobre todo en los
tiempos en el cual el dinero no abundaba. Eran ellos los primeros en andar
para el lado contrario, era más fácil remendar el calzado que comprar uno
nuevo; un lujo que por aquellos tiempos estaba reservado para pocos, y ni
hablar de mandar a confeccionar un par de zapatos artesanales. La industria
del calzado había economizado la vestimenta de los pies y, también había
dejado sin trabajo en muchas ciudades a un sinnúmero de zapateros de los
más hábiles en su oficio.
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Dos de ellos, tenían el calzado en tan mal estado, que los dedos
vergonzosos se asomaban por la puntera. Uno de los braceros los había atado
con una delgada soga de un tosco odre resecado para que no se le
desarmaran.
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—Ya veo, pero es que esos zapatones tienen una muy trabajosa
solución. Les va a costar un buen dinero que supongo no disponéis— les dijo
con afecto el zapatero.
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Manuel salió con los zapatos, un par en cada mano, y les dijo que se
sentaran en unos bancos improvisados de tronco de encina. Su indicación era
directamente una orden:
La viuda, recién había pasado los 30, hacia 10 que tenía que hacerse
cargo de sus dos hijos; alguna ayuda recibía de sus padres y suegros, muy de
vez en cuando de sus cuñados, no era por mezquindad de la familia, era por
la precariedad, por lo poco que había para repartir.
Hacía tiempo que no los elaboraba para otros que no fueran sus
hijos. Sus padres recordaron lo bien que los hacía. Su madre fue quien le
sugirió que se dedicara a venderlos en el vecindario. Manuela no cogió el
comentario halagador como al pasar. Reflexionó unos cuantos días, algunos
cuentan que fueron dos semanas hasta que esos buñuelos comenzaron a
recorrer las callejuelas y lugares emblemáticos del pueblo.
todos los días comenzó a recibir los buñuelos de Manuela, aunque más
parecía gustarle la buñolera que sus productos, siempre intercambiaban una
corta conversación y halagadores comentarios del joven hacia su proveedora
de buñuelos.
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—Vicente, merece esto y muchos más por todos sus años al servicio
de nuestros niños— decían a sus espaldas, y sin que él pudiera enterarse.
Así pasaban los días del maestro, a la espera de ese tren que lo
llevaría a comparar los libros con la realidad; a contrastar los blancos y
negros y hasta ver esos grises que tanto le gustaban, con los colores vivos y
radiantes que utilizó en sus clases. A los mil aromas con aquellos que no se
percibían de las hojas con letra de molde, ni en la tiza ni en la pizarra. El
quería conocer España, muchos más allá de los conocimientos que había
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Ese gélido principio de enero del año 1908, los tenía arrinconados,
acojonados. Las hipotecas eran implacables, llegaban puntualmente y como
langostas devoraban hasta el último papel o metal monetario que habitaban
escuálidos y temporalmente en sus casas.
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Los cafés eran su lugar predilecto, ahí fluían las noticias desde las
más destacadas hasta aquellas que no podía publicar, como algunos negocios
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non sanctos, o los amores furtivos, siempre contados al oído, aunque algunos
no guardaban tanto recato y más aún cuando sabían que nadie los escuchaba.
Gran parte de todos los comentarios nunca salían en letras de molde en El
Heraldo, estos quedaban guardados para sí y para algunos muy pocos amigos,
todos de la capital zamorana. Era conocedor de su profesión y del silencio
que debía mantener cuando la situación así lo ameritaba.
Esa primera semana de enero del año 1908 estuvo dos días en el
pueblo. Un hecho que solía ser habitual, y hasta en reiteradas ocasiones
estuvo tres días; luego cogía el carruaje para Zamora, llegando directamente a
la redacción para volcar todo lo recogido. Fermoselle era una de las
principales poblaciones de aquella Zamora lejana; siempre había novedades y
hechos atractivos para relatar.
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Al mes del premio, los tres mismos braceros, dos de los cuales
habían reparado sus gastados zapatos, se presentaron al taller de Manuel
Requejo. En esta ocasión no venían a una nueva y casi imposible restauración
de sus calzados, por el contrario, cada uno de ellos le encargó dos pares
nuevos, uno para vestir y otro para trabajar. Los tres estaban agradecidos con
D Manuel, porque habían sido de los ganadores de la grande y querían darse
ese gusto de tener por primera vez en sus vidas: dos pares de calzados hechos
por un zapatero experto. Otros tantos compañeros de esas largas jornadas en
el campo, también habían tenido la misma suerte.
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nuevamente Fermoselle saltó a las noticias en toda España, pero esta vez el
motivo era muy diferente:
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El médico
El Dr. Juan Andrés Henríquez y Alonso llegó a Fermoselle en un
carruaje proveniente de Zamora, esto sucedió a mediados de la primavera del
año 1841 o 1842. Es difícil establecer el año con precisión cuando se trata de
sucesos encerrados en las casillas oscuras y selladas de los tiempos
olvidados. No habrá fermosellano que pueda forzar la salida a la luz de esos
reductos pretéritos, siendo que este señor y su paso vital por la villa no fueron
decoración escenográfica para una fiesta. Como tantos otros, dejaron huellas
en las sinuosas calles del pueblo que, por sinuosas suelen tapar esos surcos
como capas geológicas y, descubrirlas, no siempre es tarea factible para un
humilde mortal.
Más allá de lo dicho, este profesional de las artes médicas entró sin
querer en esos agujeros de los cuales es casi imposible salir. Dejando lagunas
de diferentes magnitudes que nos hubieran permitido reconstruir con detalle
los diez años, en más o en menos, que sus calzados recorrieron las casas del
pueblo buscando el alivio de los enfermos y la compasión a los moribundos,
dejando sin descanso toda su sapiensa y humanidad. En este relato, se intenta
forzar las tapas herméticas de esas cajas para dejar salir algunos de los haces
de luz que nos permitan remembrar la vida de un hombre merituado que no
puede quedar en el olvido.
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sin ser los más ricos señores, si eran bien tenidos en cuenta en el Toro del
naciente siglo decimonónico.
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siempre reservado para las personas dignas de beberlo, como es su caso. Está
hecho por mí con la mayor pasión, celo y conocimiento, destinado para
ocasiones y visitantes honorables como usted.
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Si bien tenía sus roces con mozas de su edad, no estaba entre sus
objetivos el formar un hogar mientras durarán sus estudios. Su corazón no
estaba abierto a ninguna dama. En honor al paso que Juan Andrés tuviera por
Fermoselle, no se podría aseverar si en algún momento llegó a formar una
familia. No hay ningún indicio que haga lucubrar algún romance que
terminara en el altar, aunque es muy factible que así fuera. Para no
distorsionar la historia que aquí se narra, más allá de la ficción propia para
emparchar los huecos que dejara la amnesia de los tiempos, nada hay para
contar sobre su vida sentimental o familiar. En cambio, bastante para
recordar y recrear su acción profesional, en su labor de médico y de
investigador ad hoc. De hombre preocupado por el prójimo y de no quedarse
en la chatura de la profesión, algo que solía suceder con algunos médicos de
pueblos desalentados por las precarias condiciones laborales y salariales.
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Para el año 1942 decide dar un gran paso en su vida, saliendo para
Fermoselle, contratado como uno de los médicos del pueblo. Conocía
Fermoselle por aquello que le habían contado muchos paisanos
fermosellanos, tanto en Toro como en Zamora y, seguramente su colega
fermosellano, Nicolás Iglesia, quien lo había antecedido en la comisión
médica y lo habría recomendado para que fuera incorporado a los galenos de
la villa.
El nuevo destino era todo un desafío para este joven, ahí podía
ayudar a curar o al menos aliviar las dolencias de tantas personas que no
pertenecían a los pocos privilegiados; y de esta forma podía aprender,
investigar y poner en práctica conocimientos que no eran convencionales por
aquellos tiempos en los cuales la medicina se encontraba en una etapa de
frágil desarrollo comparado con el presente, aún algunas de esas iniciativas
medicas del joven toresano siguen siendo cuestionadas por la ortodoxia
médica y la gran industria que en la actualidad se ha montado de derredor de
la medicina .
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eléboro, para el cual había que estar altamente capacitado para la elaboración
de las dosis. Juan Andrés, con este éxito obtenido en tan poco tiempo con su
paciente, se entusiasmó procurando dar solución a las situaciones similares
que se le presentaban, ya que los remedios tradicionales no hacían efecto.
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De las últimas noticias que se tuvo de él, fue en el año 1868 en una
publicación médica especializada, la cual quedó solo en las manos de algunos
pocos colegas que pudieron leer y comentar. Fue en el llamado “Genio
médico-quirúrgico” en un artículo de marzo de ese año, en el cual se
agradecía al Dr. Juan Andrés Henríquez y a otros cinco médicos de Toro y
Zamora por los auxilios exitosos que prestaron a D. Fernando Corral y
Utrera, hijo del primer médico de la reina Isabel II. Por el orden en que se lo
menciona, Juan Andrés, para esa época era uno de los médicos de mayor
prestigio, pero no solo de Zamora, seguramente también de Castilla la Vieja.
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La década del 40 del siglo XIX no iba a ser una década más en la
villa. Algunos acontecimientos dejarían tela para cortar por muchos años,
aunque luego y de tanto cortar y de tanto parlotear se fue olvidando, y otros
rollos las fueron reemplazando. Como muchos conocen en Fermoselle, de esa
década lo que quedó es uno de los hechos más comentados, que pudo
atravesar los claustros inescrutables del ayer y que en esta antología fue
comentado.
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debía impartir justicia, no entendía y, al parecer, nunca entendió, por qué tan
arbitraria reacción del alcalde.
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El militar
Este relato, basado en un hecho real como la mayoría de esta
antología, además de la ficción imprescindible para sellar los huecos de la
amnesia que nos dejó el pasado tiene algunos hechos dubitativos, por más
que exista un mínimo de información, esta podía ser interpretada de
diferentes formas debido a la carencia de precisión de las propias fuentes
consultadas y en otros casos fueron truncadas por las mismas fuentes dejando
en el vacío algunos hechos relevantes.
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a ese país del norte del nuevo continente que ya se presentaba como toda una
potencia.
Para comienzos del año 1911, María del Rosario, le dio nuevamente
la noticia de otro embarazo, la felicidad parecía no dejarlos: esta vez fue un
varón. Antonio, el nuevo heredero del matrimonio Puente. Su vida militar y
sus negocios seguían progresando, nunca carentes de inconvenientes como en
cualquier actividad de la vida, pero sin sobresalto alguno. Su raigambre en
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—Estoy muy arraigado aquí, tengo toda lo que necesito para ser
feliz, no me hace falta más, prefiero terminar mi carrera como teniente antes
que irme ¿Puedes entenderme?— terminó preguntando el teniente Puente.
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Antonio, preparó todo para principios de julio, quería estar unos días
antes y quedarse en el pueblo compartiendo con esa gente tan querida,
siempre extrañada y entrañable, hacía varios años que no andaba por
Fermoselle. Dejó todo organizado en Almería durante su ausencia, y partió
en tren para Zamora, con las transferencias y complicaciones por aquellos
tiempos de desarrollo del ferrocarril. El 7 de julio de 1914, por la tarde estaba
en Fermoselle,
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una muerte sorpresiva y que desde hacia tres meses antes tenía un seguro de
vida a favor del segundo: Nilo Aurelio Sáiz. Un crimen en Madrid que
repercutía en la misma población vallisoletana: era el asesinato de un
molinero de Zamora, Ferrero Gallego, quien había fallecido por los golpes
recibidos en un hotel de Madrid ocasionados por Nilo y su hijo, con el
propósito de robarle un supuesto dinero que debía llevar a la capital española
para una operación comercial.
llevado al lugar por la noche del día anterior a su hallazgo. El juez ordena
todas las pericias en el término en donde fuera descubierto y la autopsia,
sumado a otras diligencias periciales. Los médicos forenses llegan a la
conclusión de que el cadáver, al cual le faltaban sus manos y pies, hecho nada
casual, ya que se quizo entorpecer la identificación de este, tenía más de dos
años de su muerte traumática, con al menos dos tiros que le desprendieron
cuatro costillas y un golpe con un objeto contundente en el parietal derecho y
otro que le destrozó la mandíbula.
El juez ordenó una pericia a las prendas, puesto que eran muy
contradictorias, comenzando por la manta vulgar que lo cubría, propia de la
que usaban los campesinos por aquellos tiempos, como así otras de estas: el
primer pantalón de confección rustica, como el usado por los mecánicos.
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Dicen los que saben, que las leyendas tienen partes de verdad y otras
de ficción, tal vez, más de la última que de la primera. También afirman los
mismos conocedores, que siempre nacen de una tradicional oral, de alguien
que la narró y otros tantos que las repitieron, recrearon, modificaron,
enriquecieron, y en ocasiones con tanto ímpetu que la cambiaron
completamente, hasta que en algún momento, alguien la plasmó en un escrito
y así siguió la dinámica de cambios, adaptaciones y readaptaciones.
que nunca hayan tenido la ocasión que les llegara esto que a mí sí me ha
tocado vivir, apreciar, disfrutar con esos hablares de hazañas rayanas con
pequeños o grandes héroes, los cuales no forman parte de los textos juiciosos
de la historia.
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hecho mágico, maravilloso en donde cada piedra de cada una de esas cuevas
hechas por el hombre, te contara al menos una historia de las escuchadas en
sus siglos de existencia. Claro está, son solo ilusiones, solo la imaginación, la
fantasía podría acercarte, aunque el villano tiempo nunca te deje terminar la
tarea.
Por azar, aunque más bien por curioso empedernido, no hace tanto,
me encontré con la leyenda de “El Cuervo” con el relato de esos sucesos
ocurridos, según mi reflexión, por el año 1880, años más, años menos.
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Se siguieron viendo por unos meses, hasta que llegó el día en que
decidieron iniciar un noviazgo que duró dos años y unos meses. Ambos
contaban con el apoyo de sus familias. Domingo trabajó duro con su padre
para poder tener un techo donde formar el nuevo hogar, con un colosal
esfuerzo logró su objetivo y el casamiento al final llegó. Antes de entrar a la
iglesia, casi a las puertas, a los presentes les llamó la atención la presencia de
varios cuervos que se posaron en el campanario, mas pasmados quedaron
cuando vieron el vuelo de un casal de quebrantahuesos, algunos se
persignaban, siguiendo las tradiciones odiosas hacia esas aves, en especial,
los cuervos, En cambio, Domingo, era el único que esbozaba una sonrisa con
esa rareza de compañía en un día tan especial en su vida.
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conversando con su padre y con él, estuvieron más de una hora, mientras el
director había quedado admirado de esa capacidad para trabajar de Domingo.
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cuando estuviera decidido fuera a Zamora para convenir todos los detalles de
la contratación. Así quedaron, y los clientes se fueron: ambos se miraron sin
hablar, ninguno de los dos se atrevía a decir la primera palabra, hasta que el
padre fue quien rompió ese incomodo silencio dado por tanto amor.
Solo le restaba hablar con su amada esposa, Pura. Con ella sería más
cómodo el análisis del ofrecimiento. Era una mujer afanosa y de una notable
inteligencia práctica. Así fue, no estaba equivocado, Pura, aceptó de buen
agrado la oportunidad que se les ponía por delante: unos años de buen trabajo
y luego verían para dónde los llevaría la vida.
le detalló minuciosamente cuáles serían sus deberes y que él, sería quien
regularmente, una vez por semana o algo más, y sin precisar nunca el día, iría
a verificar los trabajos acordados. La tarea que hacía a lo largo de la carretera
con otros obreros, para luego pasar el informe al director.
Poca gente pasaba por aquel paraje. Algunos braceros lo hacían para
pedir un vaso de agua, a veces otros paisanos con el mismo fin, solo que en
este caso para calmar la sed de sus bestias de carga. Una vez a la semana, a
veces semana de por medio, iba el Sr. Rojas, el sobrestante, una especie de
jefe directo de Domingo quien no tenía un día preciso, y al parecer le gustaba
caer de incógnito para verificar el trabajo de los obreros y luego enviar su
informe al director.
amigos, hasta en alguna ocasión se sentía molesto por eso que él entendía
como una persecución, pero al final siempre terminaba por no darle mayor
importancia.
percibirlo, Rojas, estaba detrás de ella, a sus espaldas, la cogió con toda
fuerza, tomando sus pechos con sus manos y besándola de una manera
desaforada, como una bestia sin control. Pura, comenzó a gritar y a tratar de
sacárselo de encima, pero su fuerza no era la suficiente. Rojas, le rompió la
parte superior de su vestido, le arrancó el sostenedor, mientras trataba de
girarla, pero en ese forcejeo, ambos cayeron al piso. El hombre se puso sobre
ella, cogiéndola de las manos que trataba de estirarlas para tenerlas tensa
contra el piso. Afuera, en los árboles, en el techo y hasta en la ventana, los
cuervos hacían sentir sus graznidos hasta ser escuchados en Fermoselle,
menos por Rojas que estaba desquiciado, como una hiena hambrienta sobre
su presa.
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ambos abrazados más fuerte que nunca y llorando sin contención. Los
cuervos estaban todos afuera y en silencio, hasta que en un tiempo imposible
de medir en convenciones humanas, ambos jóvenes siguieron con ese abrazo
de puro amor, pero con la mudez invadiendo todo el ambiente.
osamenta de Rojas sobre una roca en donde la dejaron reposar, mientras los
quebrantahuesos, se abalanzaron sobre ella y en poco tiempo no había
quedado rastro humano del déspota sobrestante.
Rojas había librado el día que pretendió abusar de Pura, pero nadie
supo adónde había ido. A los días, se presentó ante Domingo, un sobrestante
de la empresa que venía recorriendo todos los puestos preguntando si alguien
había visto a su colega, y ante el desconocimiento expresado por Domingo, el
mejor trabajador que tenían siguió camino.
Pasaron los días, las semanas y hasta los meses, sin que nadie se
volviera a ocupar del desaparecido sobrestante. Domingo siguió años
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Nadie me supo decir cómo fue que estos hechos trascendieron por el
subsuelo de Fermoselle, un misterio más que, como tantos otros, quedarán
lacrados por los tiempos
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