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La escala geográfica

La cuestión de las escalas geográficas está muy vinculada a la discusión en torno a la forma en que
la geografía ha abordado el espacio. Tradicionalmente, la disciplina abordó la escala como un dato
fijo, asociado al tipo de espacio que se estaba considerando. De esta manera, la escala geográfica
se aproximó fuertemente a la noción de escala cartográfica (la que define la relación entre
superficie real y superficie representada). De acuerdo con el tipo de estudio o la dimensión a ser
analizada, el recurso a la escala permitía definir o “recortar” el territorio que resultaba más
adecuado; con esto, la escala intervenía en el proceso de producción de conocimiento antes de
que el mismo se llevase a cabo. Una vez establecida, la escala se mantenía fija y dejaba de ser
objeto de interés. Por ejemplo, la escala estatal ha sido una escala privilegiada por la geografía
tradicional, contribuyendo a que los territorios de los estados se consideraran como unidades fijas
e inamovibles (y a su naturalización); era el punto de partida del análisis, y todo aquello que se
hiciese quedaba incluido en dicho territorio.

Diversas razones han ido llevando a modificar esta forma de conceptualizar y utilizar la escala. Por
una parte, los cambios sociales generales, asociados en gran medida al crecimiento de las
articulaciones entre diversos lugares y sociedades del planeta, han planteado la necesidad de
recurrir a un mayor número de escalas para comprenderla en forma acabada. El predominio de la
escala estatal se ha visto, de este modo, cuestionado por una parte por la creciente importancia
de la escala global, y por otra, por el énfasis que se ha puesto en escalas subnacionales, tales como
las locales o regionales.

Más importante aún, la creciente complejización de lo social ha demandado un nuevo tratamiento


de la cuestión de las escalas, fundamentalmente a partir del reconocimiento de que los
fenómenos sociales, aun aquellos que están siendo estudiados en un ámbito espacial concreto,
definido a una escala determinada, requieren para su comprensión del tratamiento de aspectos
del fenómeno que acontecen en otras escalas. La noción de articulación escalar (o juego de
escalas) ha ido cobrando fuerza para dar cuenta de esta cuestión (Herod, 2003). Desde esta
perspectiva, la escala deja de ser un dato previo, para convertirse en un recurso al que se acude en
la medida de lo necesario para comprender el objeto de investigación que se ha definido. Así por
ejemplo, si estuviésemos interesados en analizar los procesos de desindustrialización o
empobrecimiento de la población de una determinada localidad, el análisis que llevaríamos a cabo
(definido en la escala local de “esa” localidad), muy probablemente requerirá que incorporemos
procesos sociales y económicos que acontecen en otras escalas, por ejemplo la escala global en la
que se llevan a cabo las estrategias de división espacial del trabajo de grandes empresas que
actúan en todo el mundo, pues son estas estrategias globales las que explican, en último término,
las decisiones de localización de sus plantas; quizás debamos también recurrir a la escala estatal,
pues probablemente las políticas del Estado (definidas no sólo para la localidad que nos ocupa)
tengan injerencia en lo que en dicha localidad sucede, o incluso medien entre las decisiones
globales de las empresas y las consecuencias que se perciben en el ámbito local.

La cuestión de las escalas ha cobrado importancia también a partir de un conjunto de trabajos que
vienen considerando el juego o articulación escalar como un “recurso” al que los actores sociales
acuden en pro de la consecución de sus objetivos; en general esta temática está siendo
denominada política de escala (González, 2005; Herod, 2003). Interesa aquí reconocer cómo,
actores situados en ámbitos espaciales concretos (por ejemplo una ciudad, un municipio o un país)
se relacionan con otros que actúan en otros ámbitos para, con esto, alcanzar objetivos que se
definen y pueden realizarse en el primero. Esto es lo que sucede, por ejemplo, cuando ante un
problema local (escala local) se llevan a cabo acciones de reclamo en otras escalas, por ejemplo
nacional o global, tratando de modificar las condiciones locales que generan el problema en
cuestión, y obtener una solución que les resulte favorable. Muchos movimientos ambientalistas
recurren también a este tipo de estrategia.
El espacio social

Actualmente, existe un amplio consenso en considerar que el espacio geográfico, o si se quiere, el


espacio objeto de la geografía, es un espacio social. Es un producto de la acción humana, de aquí
que no sea un objeto dado ni preexistente a la misma, sino que se produce socialmente y, como
tal, también históricamente. Este consenso implica un cambio muy importante respecto de las
posturas tradicionales en geografía, en la medida en que deja de suponer que a través de su
estudio se dará cuenta de la realidad en sí (lo cual se asocia, además, con el recurso al arsenal
metodológico de las ciencias naturales), para aceptar en cambio que el espacio es un objeto a ser
indagado en el marco de los procesos sociales que lo involucran, como parte de los mismos, y que
esto debe realizarse con las mismas herramientas metodológicas.

El espacio como producto social es un objeto complejo y polifacético: es lo que materialmente la


sociedad crea y recrea, con una entidad física definida; es una representación social y es un
proyecto, en el que operan individuos, grupos sociales, instituciones, relaciones sociales, con sus
propias representaciones y proyectos. El espacio se nos ofrece, además, a través de un discurso
socialmente construido, que mediatiza al tiempo que vehicula nuestra representación y nuestras
prácticas sociales. Es un producto social porque sólo existe a través de la existencia y reproducción
de la sociedad. Este espacio tiene una doble dimensión: es a la vez material y representación
mental, objeto físico y objeto mental. Es lo que se denomina espacio geográfico. (Ortega Valcárcel,
2004: 33-34 destacado nuestro)

La definición precedente es interesante por la riqueza de contenidos y porque permite presentar,


de modo resumido, resultados y aportes de diversos autores. Soja (1985), por ejemplo, utiliza el
término espacialidad para referirse al espacio social, también resultado de la acción social y, al
mismo tiempo, instancia o parte constitutiva de la misma. Esto último representa un avance
conceptual significativo en la medida en que deja de lado la posibilidad de que el espacio sea un
simple reflejo de lo social; así como la acción social transcurre en el tiempo (y estamos
acostumbrados a pensar en procesos) también se despliega en el espacio, y las características que
este posee inciden o participan en lo social, forman parte de lo social.

El espacio es material, y como tal tiene un conjunto de características que, en sí mismas, no


dependen de lo social. En primer término, sus atributos naturales, cuya existencia y dinámica no
responden a la sociedad, pero que se transforman en sociales en la medida en que la sociedad los
incorpora a su dinámica. En segundo término, la carga de constructos y transformaciones relictos
del pasado, lo que Milton Santos (1986) denomina rugosidades, y que suele considerarse como
tiempo pasado materializado en el espacio; ellos pueden ser pensados como una “segunda
naturaleza” que, en tanto materializados en el espacio, y al igual que la primera, podrán intervenir
en los procesos sociales en la medida en que la sociedad los reincorpora según sus intenciones o
necesidades. En tercer término, la cualidad de extenso que posee el espacio material hace
intervenir la distancia, que sumada a la cualidad de desigual distribución y presencia de atributos
en dicha extensión, imponen a las prácticas sociales una mediación necesaria para acceder a
aquellos atributos necesarios allí donde estén y contar con ellos allí donde se los requiera. Así,
podemos ver que, como espacio material (con sus atributos) exclusivamente, el espacio no
depende de lo social, sino que se transforma en social cuando lo consideramos a la luz de sus
relaciones con la sociedad, y como tal lo abordamos para comprenderlo.

El espacio también es mental, en la medida en que los individuos lo perciben, imaginan y valoran
de modos diversos, y estas percepciones y valoraciones subjetivas también condicionan la relación
con el espacio, al igual que lo hace, por ejemplo, la presencia de ciertos atributos naturales.
Hemos visto ya los aportes realizados desde perspectivas humanísticas en este sentido, los cuales
son retomados aquí enriqueciéndose en su articulación con la dimensión material del espacio. Y al
mismo tiempo, el espacio también sustenta un conjunto de discursos y representaciones sociales
que incidirán tanto en las formas (materiales o simbólicas) de articularse con el espacio, como en
los resultados que estas formas específicas de articulación provoquen en los procesos sociales.

Conviene aclarar que cada uno de estos espacios (material, mental o perceptivo, representacional)
podría ser considerado en sí mismo, individualmente, y podría dar lugar a conocimientos válidos y
útiles a partir de teorías y métodos que sean adecuados. Por ejemplo, el espacio material podría
ser objeto de las ciencias naturales (o materia de arquitectos e ingenieros), el mental de la
psicología, el representacional de la literatura. Pero todos reunidos y en interacción con lo social
constituyen el espacio social o geográfico (o espacialidad), de interés para las ciencias sociales en
general y la geografía en particular. Y es de interés para estas porque el espacio social interviene,
con sus cualidades, en lo social, dándole especificidad. Si no lo tuviésemos en cuenta, nuestra
comprensión de lo social sería parcial o insuficiente.
Introducción

Hemos expuesto en el módulo anterior que, en las últimas décadas, la geografía ha visto un
incremento del interés y la necesidad de fundamentar teóricamente su labor y su producción; el
contacto con las grandes líneas de pensamiento social, por ejemplo, se encuentra vinculado con
esto. También se ha visto un creciente interés por la búsqueda de marcos teóricos y conceptuales
que sean específicos de la disciplina, tratando de ir más allá de la mera incorporación de la
producción de otras disciplinas del campo social. Y al mismo tiempo –y en parte también como
herencia de las tendencias radicales– se ha ido poniendo un énfasis creciente en la construcción
de un conocimiento geográfico que contribuya a la comprensión –y posible solución– de los
problemas que son considerados importantes para la sociedad (Ortega Valcárcel, 2004), sin que
esto lleve a desconocer que la definición de estos problemas y de sus posibles soluciones no son ni
lineales ni compartidos por todos.

Lo anterior remite a la necesidad de revisar una noción que, a lo largo del tiempo, ha ocupado un
lugar central en la disciplina, la de espacio. En las últimas décadas se han producido en torno a ella
intensos debates y, entendemos, avances conceptuales significativos en función de dar
fundamentos teóricos más claros a la geografía como ciencia social. Edward Soja (1993) ha
señalado con claridad que la tradición de estudios sociales ha descuidado la consideración del
espacio, centrando su interés en el tiempo; según el autor, los grandes marcos interpretativos de
lo social han sido capaces de abordar los procesos de forma clara y significativa, con lo cual la
dimensión temporal que está implicada en lo social ha sido ampliamente considerada. Pero no ha
sucedido lo mismo con el espacio, cuyo rol en estos procesos ha quedado en la oscuridad, lo que
desembocó en su no consideración o incluso en su ocultamiento. Reconociendo que esta situación
ha comenzado a revertirse, considera asimismo que esto es fuente de enriquecimiento tanto para
la teoría social como para la geografía.

Tradicionalmente, la teoría social habría dejado en manos de la geografía la consideración del


espacio, razón que lleva a indagar acerca de qué se ha entendido por tal en nuestra disciplina. La
geografía tradicional ha considerado al espacio fundamentalmente como un absoluto, como algo
que existe en sí al margen tanto de sus contenidos como de su percepción. Esta concepción de
espacio absoluto, que según Ortega Valcárcel “...es una operación intelectual, exclusivamente
intelectual” (2004:32) proviene del pensamiento clásico griego y ha imbuido el conocimiento y la
ciencia moderna. Se trata de un espacio geométrico, lo que ha permitido establecer sobre el
mismo un sistema de coordenadas que posibilita la ubicación de distintos puntos y la distancia
entre ellos. La idea de espacio contenedor también está vinculada con esta perspectiva: el espacio
es el ámbito donde las cosas están, y por lo tanto permite captarlas y realizar distintas operaciones
intelectuales relativas a ellas (describirlas, compararlas, representarlas). Hacer esto ha sido visto
como el estudio del espacio.

La geografía tradicional asumió esta noción de espacio como un dato de la realidad, como algo
dado, no sujeto a indagación ni cuestionamiento en sí mismo. A él se refieren los autores clásicos
cuando hablan de “la Tierra” o la “superficie terrestre”, y al tratamiento de sus características
dedican sus esfuerzos. Como contenedor, este espacio está cargado de objetos, sean naturales o
producto de la actividad humana, que deben ser descriptos no en sí mismos sino en su desigual
distribución, en su presencia/ausencia en los distintos puntos (¿lugares?, ¿sitios?) del espacio, que
pueden ser individualizados por un nombre y por su ubicación según la grilla de coordenadas
(posición). Dicha distribución también puede ser explicada si se logra establecer, como indicaba
Ritter, las relaciones causales entre los objetos y cualidades. Como escenario (palco, soporte) el
espacio es considerado como el ámbito donde los hechos suceden entre las cosas que están en él,
ya se trate de hechos del orden natural o del orden humano (distinción que, cabe advertir,
también puede ser considerada una operación intelectual). Los hechos ocurren en el espacio, de
manera diferencial en su extensión, y diversa también a lo largo del tiempo. La descripción
geográfica tradicional asume esto al describir las características del espacio en sí mismas, tanto
cuando se orienta a la descripción sistemática de las regularidades, como a la descripción de corte
regional, privilegiando las particularidades.

El espacio también fue considerado como una categoría del pensamiento, al igual que el tiempo,
que son previas e indispensables para la experiencia humana. Kant los considera categorías a
priori, ya que no hay experiencia humana al margen del espacio ni del tiempo. Este tipo de
concepción del espacio ha sido privilegiado por las perspectivas idealistas, que han puesto énfasis
en las condiciones humanas para conocer y en el modo en que estas influyen en el mismo (Ortega
Valcárcel, 2004). Por ejemplo, cabe recordar el énfasis en la percepción sensible o empática que la
geografía regional coloca en el acto de conocer, oponiéndose a la neta distinción entre objeto y
sujeto del positivismo.

Estas concepciones de espacio han dificultado la elaboración de conceptualizaciones y marcos


teóricos relativos al espacio geográfico. Pero no han impedido que el conocimiento alcanzado
sobre el mismo fuese socialmente útil, como lo muestran los resultados de las expediciones
geográficas o también, y de manera paradigmática, las representaciones cartográficas con su clara
utilidad práctica. Ortega Valcárcel señala esto con gran claridad, por lo que conviene reproducir
aquí sus palabras:
De forma espontánea, la noción de espacio y el conjunto de referencias espaciales, han permitido
la constitución de un saber social que de modo práctico y de modo teórico o reflexivo, han
facilitado el desarrollo social. Es lo que habitualmente se llama geografía, aunque no sobrepasa el
carácter de saberes no rigurosos ni teoréticos, y de saberes de la experiencia social. Son
patrimonio de cualquier sociedad, sea cual sea su grado de desarrollo, aunque presenten un grado
diferente de elaboración y sofisticación. (Ortega Valcárcel, 2004: 32, destacado nuestro)

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