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Me despido y cuelgo.
–Es que…
No hay respuesta.
–¡Ey! Despierta –insisto con un poco más de
intensidad.
Sobresaltado, el chico abre los ojos de golpe,
mirando a su alrededor desorientado. Me mira y
se le escapa una sonrisa piadosa que
rápidamente desaparece.
–No sé que haces aquí –le digo– pero es
tarde y deberías irte a tu casa. Seguro que hay
alguien preguntándose dónde estás.
El chico se incorpora mientras voy dentro y le
saco un vaso de agua.
–Lo siento –se disculpa–. No sé como he
acabado aquí.
–No pasa nada.
–Y siento también lo de la apuesta –continua,
mientras desvía su mirada avergonzado–. Esa
gente son los únicos amigos que tengo. Sin ellos
estoy sólo en este lugar y a veces tengo que
hacer cosas de las que no me siento orgulloso.
Ya sabes, para integrarme y que no piensen que
soy un aburrido.
–Entiendo, pero me parece algo estúpido para
alguien de tu edad.
–¡Casi me ahogo!
Matt está calado hasta los huesos. La ropa,
empapada, parece recién sacada de la lavadora.
El pelo chorrea agua como si fuera un grifo
abierto y su cara no deja de gotear por mucho
que intente secársela con la manga de su
sudadera mojada.
–Espera aquí –le digo–. Voy a por una toalla
–que cojo del baño de la planta baja–. Toma.
Quítate esa sudadera, está empapada.
Me río.
–Me besó.
Matt sigue en silencio. Como un niño
asombrado mira a su abuelo que le cuenta
historias de cuando era joven e iba a la guerra a
luchar.
–Al principio no hice nada. Ni me aparté, ni le
seguí la corriente. Me quedé ahí, con sus labios
besando los míos. Me fui dando cuenta de que
estaba perdiendo una buena oportunidad de
aclarar mis sentimientos, así que me dejé llevar y
le besé también.
–¿Y qué sentiste? –me pregunta Matt, cada
vez más intrigado.
Lo miro extrañado.
Sonrío.
–¡Desde aquí veo tu mantel quemado! –
bromea Matt mientras señala hacia lo lejos en
dirección al otro lado de la playa.
Pum pum.
–Claro, pequeño.
–Idiota.
No doy crédito a lo que acabo de oír. No sólo
Matt ha decidido romper la relación entre
ambos, sino que además lo ha hecho a través de
Nathan, arriesgándose a que pudiera descubrir
algo. Aun sabiendo que nadie sabe lo nuestro. Ni
lo mío.
Silencio.
Ante la negativa de Nathan, cojo el iPod, me
pongo los auriculares y me siento en el alféizar
de la ventana de mi habitación a escuchar
música mientras los minutos se pierden en la
oscuridad de la noche, intentando agotar el día
que termina.
–¿Mío?
–Sí. Lo compré poco después de conocerte,
pero no había encontrado el momento adecuado
para dártelo. No quería asustarte y no sabía tus
sentimientos, así que lo guardaba hasta que
llegara ese momento.
–Duele.
Empieza a atardecer.
–¡Sí lo harás!
Me pongo en pie y valoro la posibilidad de
unirme a él. Es nuestra noche de despedida y
tengo que aprovecharla. Matt se sigue alejando
mar adentro. Debería decidirme ya. Vamos,
Ryan. Me desabrocho el pantalón.
–¡Cuanto más tardes en entrar, más lejos
estaré! –grita Matt que empieza a convertirse en
un borrón oscuro en la oscuridad del mar–.
¡Venga! ¡Cógeme! –insiste.
Levanto la vista mientras me quito la
camiseta pero no lo veo. ¿Dónde se ha metido?
Sale a flote.
–¡Deja de alejarte, que ya voy! –le grito– Si
me lo pones tan difícil no voy a darte el beso,
¿eh?
Me quito los pantalones y me meto en el
agua.
Suena el timbre.
–¡Ryan!
Levanto la vista del teléfono.
–¿Josh?
SEGUNDA PARTE
NORWALK
Enfrentarte a lo que te da miedo, mirarlo
directamente y afrontarlo siguiendo los impulsos
innatos que te dicta el corazón. Una lección de
vida que deberíamos traer instalada de fábrica y
que muchos aprendemos de la peor manera.
Todo es efímero. Nada es eterno. No hemos
llegado para quedarnos y, precisamente por eso,
no vale la pena hundirse y quedarse atrás en el
camino, reviviendo lo que nos ha hecho daño.
Seguir adelante es la única opción que debemos
plantearnos. Ser fuertes y no volver la vista
atrás. Bueno, sí. De vez en cuando hay que
hacerlo, porque sólo así podemos comprobar
cuánto hemos avanzado y es también la única
forma de recordar nuestros errores y no
repetirlos.
–Lo siento.
–No lo sientas. Si te soy sincera, creo que no
es por ti y tampoco por mi. Algo le pasa. Se ha
estado comportando de forma extraña desde
hace mucho más tiempo, pero ahora es peor.
Intento consolarla pero continúa hablando
antes de que yo pueda abrir la boca.
–Él ya lo sabía.
–¿Quién sabía qué? –le pregunto–. ¿Te
refieres a que Matt ya sabía que lo quería? No
me apetece hablar de eso ahora.
–No, no –me interrumpe–, aunque, ahora que
lo mencionas, claro que lo sabía, Ryan. No hace
falta decir “te quiero” para que la otra persona
sepa que lo sientes.
Me quedo en silencio con la mirada perdida
hacia el exterior.
–A lo que me refiero –continúa Sussan– es a
que Nathan ya sabía que eres gay. Se lo dije yo
poco antes de verano.
Durante unos segundos, siento unas
incontenibles ganas de mostrarle a Sussan mi
decepción por no haberme guardado el secreto.
Tampoco entiendo por qué Nathan hizo como si
no lo supiera cuando se lo conté. Pero a estas
alturas, poco me importa ya. No quiero saber
nada de él y no pienso volver a abrirle las
puertas para que forme parte de mi vida. No
merece la pena discutir con Sussan por esto.
–Publicidad.
Razón no le falta.
–¿Son cosas mías o antes has desaparecido?
–le pregunto intrigado.
–Sí, perdona. Tenía que ir al baño y, como ya
había llegado tu amiga, no creí que te importara
que me fuera sin avisar.
–Claro.
–A ti espero verte por los pasillos –le dice a
Sussan.
–¡Mierda!
–¡Ryan! ¡Aquí!
–No, no lo sé –insisto.
–Sí, sí lo sabes. No te hagas el loco.
–¿Entonces ayer…?
–¿Mike?
–No te entiendo.
–¿A quién?
–Alguien a quién quería más que a nada en el
mundo y que también murió, hace un año.
–¿También perdiste a un novio? –le pregunto
mientras me incorporo y le sujeto la mano entre
las mías.
–No –hace una pausa y traga saliva–. Perdí a
mi madre.
–Marchando.
–Escupe.
–¿Qué pensarías si te dijera que Alex se ha
estado viendo con una alumna a escondidas?
–Soy yo.
–¿En serio?
Sussan me tiende la mano.
–¿Esperando a qué?
–Ryan...
–¿Qué?
–Por favor.
–Es posible.
–Pues no te pongas a llorar, ¿eh? –bromeo.
–Llegas un poco tarde.
–¿Que le pasaba?
–Tenía una enfermedad –me contó su
madre– que consiste en la dificultad para
respirar correctamente. Es un proceso
degenerativo durante el que las vías respiratorias
se cierran progresivamente y a la larga puede
resultar mortal.
–¡Debía saberlo!
–¿Cómo?
–No sabe si es de Nathan o de Alex.
–¿Un profesor?
–Si te sirve de consuelo, sólo tiene veintiocho
años –le digo mientras me río y me voy a mi
habitación.
–¿Lo abrimos?
–Estoy nerviosa –responde Sussan–. Esto es
como cuando eligen al ganador de Gran
Hermano. Sólo que éste no se lleva un maletín
lleno de dinero sino un hijo para toda la vida.
Sussan por fin ha recibido los resultados del
test de paternidad que se hicieron Alex y
Nathan. No se atrevió a abrir el sobre en la
clínica así que ha venido a casa y estamos
apunto de conocer quién es el padre del bebé y
disipar todas las dudas posibles.
–¿Mi burbuja?
–Sí, esa en la que te metiste cuando pasó lo
que pasó. No me mires así, ya sé que no fue
algo voluntario, tú me entiendes. ¡Y ahora por
fin vuelves a tener vida sentimental!
–Bueno, no corras. Aún no sé lo que tengo.
No somos nada, que yo sepa. Sólo nos besamos.
Aunque el resto de la noche fue genial. Tendrías
que habernos visto, era como si no fuéramos
nosotros; como si siempre hubiéramos sabido
que tenía que pasar.
–¿En serio?
–Palabrita. Las embarazadas no mentimos.
–¿De dónde te sacas eso? –me río.
–No, es perfecto.
Me acerco para darle un beso en la mejilla,
pero me arrepiento a mitad de camino ya que
estamos rodeados de gente.
–Te lo juro.
–Entonces dame un beso y vamos a
urgencias, por si a caso.
Uno.
–Feliz vida nueva.
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