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El

Sol de los Días Muertos


Por

Mario Amengual


Ten cuidado con los sueños: son la sirena de las almas.


Ella canta. Nos llama. La seguimos y jamás retornamos.
Flaubert

En un sueño quería escapar de un sueño


Un sueño

Llegamos al potrero de los arcos cuando la noche se acercaba. Un viento


entrecortado levantaba breves cortinas de polvo. En el travesaño de uno de los
arcos estaban posados, muy juntos, dos zamuros y debajo de ellos, como un
portero inquieto, un gavilán primito iba de uno a otro poste picoteando la tierra
seca.
Samuel se sentó en el tronco de un árbol caído y encendió un cigarrillo.
-Esta vaina es como fumar gamelote, pero es lo único que puedo comprar-
dijo con viciosa resignación.
-Falta de plata…
-… dolor incomparable.
Nos reímos.
A Samuel le dio por recordar quién sabe cuántos goles había metido en
esos arcos en sus días de volante estrella del Corsarios; en aquellos días en que
se jugaba fútbol allí (ahora un terreno pelado y con desperdicios de vidrio y
plástico por doquier) y la gente de varios barrios se agolpaba a los lados del
campo y detrás de los arcos para aupar a sus equipos, tomar cervezas y
aguardiente y pasar un domingo eufórico.
Me pesaba cortarle sus emocionantes remembranzas, pero por la oscuridad
incipiente me vi obligado a decirle:
-Vámonos, Samuel. Debemos seguir. No es nada bueno que nos agarre la
noche a cielo abierto.
Se puso de pie, con los ojos aguados, me dio una palmada en el hombro y
seguimos nuestro camino. Por ahora debíamos llegar al principio del bulevar
19 de Abril, a la plaza de las dos capillas: contiguas al bulevar, una a cada lado
de la casa parroquial. Al llegar a ese punto pautado para esa noche (debíamos
ir por etapas y no apresurarnos más de la cuenta), nos salieron al paso tres
pequeños perros, dos blancos y uno negro, de raza indefinida; luego se nos
acercaron, saliendo de calles aledañas y edificios abandonados, varios
indigentes a pedirnos algo de comer, pero no teníamos nada que pudiese
atenuar su hambre ni la nuestra. Al ver que no conseguirían nada de nosotros y
como les hablamos con firmeza y sin miedo, fueron desapareciendo por donde
habían venido.
Samuel entró a una de las capillas seguido por los tres perritos y allí se
quedó hasta el amanecer. Yo me quedé a la entrada de la otra y ahí pasé toda la
noche, en vela: no quise entrar porque sentí (¿o me pareció sentir?) que
adentro había muchas ratas correteando como si estuvieran en un parque
diseñado para ellas.
Amaneció nublado y una brisa fría como una enorme culebra recorría las
calles y se metía hasta los huesos. Samuel salió renovado de la capilla: con
cara fresca y buen ánimo, seguido por los tres perritos. Había mucha gente en
el bulevar, toda de mal aspecto y con ropas viejas y zapatos gastados; al menos
nadie parecía a quienes nos buscaban… y aún nos buscan. Nos alcanzó para
comprar un café negro pequeño para los dos y fumamos, sentados en un banco
como dos buenos vecinos, esos cigarrillos de gamelote que nos abrasaron los
pulmones.
-Antes del mediodía deberíamos estar en el centro. Nelson dejó las llaves
del apartamento con la cajera de una tienda de ropa en la planta baja del
edificio. No olvides que somos unos primos de Barquisimeto… por si nos
preguntan. Eso fue lo que Nelson le dijo a esa muchacha- dijo Samuel, al
tiempo que se despedía de los perritos. Y éstos parecieron entenderle a
cabalidad porque ahí mismo volvieron a la plaza de las capillas.
-Debemos caminar sin apuro, mostrarnos relajados y en cierto modo
indiferentes. No podemos perder la oportunidad de refugiarnos en el
apartamento de Nelson.
Aunque de destinos muy disímiles, Nelson y Samuel son amigos desde la
primaria. A Nelson su participación en la política le ha rendido beneficios:
supo anotarse a ganador y la suerte no le ha sido esquiva. Samuel probó
graduarse de algo y no terminó ninguna de las tres carreras que empezó, tuvo
un paso fugaz por el fútbol profesional en un tiempo de salarios miserables y
terminó de entrenador de categorías menores hasta que el alcohol lo sacó de
las canchas y le hizo imposible toda vida conyugal; y ahora lleva años sin
probar un trago y sobrevive en un aire de misticismo muy particular.
Conforme nos acercábamos al centro era más la gente y era peor su
aspecto, pero, a decir verdad, nosotros no desentonábamos en aquella multitud
hambrienta, casi sonámbula, aglomerándose a las afueras de las ventas de
arepas y empanadas, y aún más entre los puestos de frutas y verduras de los
mercaditos callejeros. Volvimos a fumar para distraer el hambre alborotada por
los olores de los comederos, sobre todo por uno de cochino frito y cachapas.
-Esta ciudad está cubierta de tristeza y resignación- dijo Samuel.
-Nosotros hemos buscado otros asideros, pero también caminamos por la
orilla del mismo barranco.
-Ya no hay rostros distintos, sólo opacas expresiones en rostros transidos.
-¿De qué quiere disfrazarse esta ciudad?, ¿qué cara quiere darle al mundo
quien gobierna las estrecheces de estas tierras?
-Necesitamos ese refugio al que vamos.
-Allí debemos construirnos un mundo y no evadirnos.
Comenzó a lloviznar y los viandantes, como si le temieran al agua, corrían
a refugiarse bajo los toldos y a la entrada de los pocos negocios abiertos.
Nosotros seguimos por el medio del bulevar sin importarnos si llamábamos la
atención porque, sin hablarlo, nos pareció más conveniente que apretujarnos
con tantos desconocidos que, con cualquier excusa, nos buscarían
conversación. Un estrecho claro en el manto grisáceo del cielo permitió la
aparición de un arcoíris entre dos edificios cercanos; Samuel lo consideró de
buen augurio.
Por fortuna, sobre todo porque la única ropa la llevábamos puesta, cuando
la llovizna se convirtió en aguacero cerrado ya estábamos frente a la tienda
donde nos entregarían las llaves del apartamento. Apenas nos vio entrar, la
cajera nos miró de pies a cabeza y nos dijo:
-Ustedes deben de ser los primos del señor Nelson.
No era difícil adivinarlo: allí sólo venden ropa interior femenina y al entrar
dos hombres con cara y pinta de desarrapados, sólo podía tratarse de los
parientes necesitados del señor Nelson. Nos entregó un manojo de tres llaves;
se lo agradecimos y apurados entramos al edificio. Subimos hasta el cuarto
piso en un ascensor que daba trancos y se agitaba como coctelera; de una vez
juramos subir y bajar por las escaleras, mientras nos lo permitieran las piernas
y los pulmones de fumadores, con tal de no convertir los ascensos y descensos
en un reto para los nervios y el corazón.
La generosidad de Nelson y su afecto por Samuel se manifestaron en la
despensa y en la nevera: según calculamos a vuelo de pájaro, entre ambas
había, bien administrada, comida para dos semanas; y así fue. Después de la
satisfactoria comprobación de que nos libraríamos del hambre por ese lapso,
recorrimos el pequeño apartamento y cada quien escogió su habitación: son
dos habitaciones, un baño, una sala comedor y un estrecho rectángulo
conforma la cocina y el lavandero; los muebles están limpios y en buen estado,
casi nuevos; una biblioteca de un metro de ancho, de piso a techo y de cinco
tramos, con libros apilados sin orden alguno; un televisor y una computadora:
todo suficiente para dos tipos sin posesión alguna y destino incierto.
Hicimos unas arepas y freímos unos huevos y comimos con apetito
desaforado. Descansamos hasta el anochecer y al levantarnos montamos café y
lo tomamos y fumamos al mismo tiempo con fruición. Debíamos
concentrarnos en los próximos días, en seguir siendo extraños inocuos e
indiferentes ante los ojos de nuestros vecinos y de cualquiera en la calle.
Estábamos en la sala; Samuel acostado en el sofá y yo sentado en una de
las butacas. Cerramos el ventanal porque el ruido de la calle, cornetas y
sirenas, nos atormentaban y ya añorábamos el silencio perenne del suburbio
donde vivíamos antes.
Samuel es obsesivo y desde que dejó de beber se empeña más por rebasar
ciertos límites comunes:
-De no haber sido por ese sueño, nuestro sueño, ¿quién sabe dónde
estaríamos ahora?
-Tal vez no habría pasado nada, pero ya no podemos saberlo. Al menos por
ahora. Fue una gran coincidencia.
-¿Coincidencia?, ¿crees que fue sólo una coincidencia?- se mostró
apasionado, casi ofendido.
-Entonces, ¿qué fue?
-Ya deberías saberlo. No siempre estamos en el espacio y el tiempo de todo
el mundo.
-Lo que sea, lo que haya sido, no deja de asombrarme.
Hace dos meses mi esposa fue a pasarse el fin de semana en casa de
nuestra única hija y su familia en Charalleva; nuestros dos nietos son la única
razón de su existencia y son los únicos a quienes les dispensa cariño sincero.
El sábado, a eso de las tres de la mañana, desperté sobresaltado por un sueño
muy vívido; juraría que no se trataba de un sueño, pero no encuentro otra
manera de llamarlo: íbamos Samuel y yo por una callejón en penumbras (tal
vez a la misma hora en que lo soñaba), asustados sin saber por qué, y salimos
a una avenida iluminada, parecida a cierto tramo de la avenida Bolívar de San
José de Tucupío, y apenas estábamos allí aparecieron cuatro o cinco hombres
de muy mala presencia y muy agresivos; uno le gritó a Samuel:
-Tú andas en reuniones sospechosas y sabes que eso no se debe.
Y otro me gritó a mí:
-Has escrito en Twitter vainas contra el gobierno.
Corrimos de vuelta por el callejón y logramos entrar a un salón amplio,
como los de los evangélicos o los de los testigos de Jehová, donde había
mucha gente reunida. Todos hablaban al mismo tiempo y no se entendía lo que
decían. Algunos nos miraban de reojo y nos señalaban; nos pareció que en
cualquier momento nos atacarían y Samuel me tomó por el brazo y casi me
arrastró hasta la puerta; allí me solté porque a un lado de la puerta, en el piso,
había un libro, grueso y de gran formato, como una Biblia; lo abrí y aunque
estaba escrito en español no comprendía el sentido de las palabras; lo cerré en
intenté levantarlo pero no pude, como si estuviese pegado al piso; entonces me
fijé en la tapa: en grandes letras doradas, sobre un sol también dorado y
brillante decía: El sol de los días muertos. Samuel volvió a tomarme por el
brazo y corrimos hasta un descampado bajo un cielo oscurísimo. Y Samuel
dijo en tono de resignación:
-Debemos escondernos. Estamos en la mira de ellos.
Y desperté o volví a mi habitación, a mi cuarto, a mi cama.
A la mañana siguiente, faltando cinco para las ocho, Samuel me llamó por
teléfono:
-Raimo, tal vez te parezca una tontería, pero anoche o, mejor dicho, a las
tres de la madrugada desperté asustado por un sueño.
Samuel había soñado lo mismo que yo, a la misma hora, con los mismos
detalles, menos uno: él no vio el libro, pero es comprensible: en nuestro sueño
él iba unos pasos adelante, apurado por huir. Eso nos extrañó y fortalece la
creencia (o certeza) de Samuel de que no se trata de un sueño.
Volviendo a nuestra primera noche en el apartamento de Nelson Iriarte,
cuando me refería de nuevo al libro, ambos miramos hacia la biblioteca y
Samuel se incorporó de un tirón y con un paso largo ya tenía todos los libros
ante él. Los revisó uno por uno: ninguno con el título que esperábamos
encontrar. Verifiqué, en el tramo inferior del mueble de la computadora, si el
módem estaba funcionando: afortunadamente había conexión a internet y allí
buscamos: tampoco dimos con libro alguno con el título soñado.
-Debemos encontrar ese libro… si existe- hizo una pausa de reflexión y
tras una bocanada de humo, dijo con un brillo de intuición en los ojos: o será
que está por escribirse.
-¿Y quién lo escribirá?
-Tal vez nos toca a nosotros.
-Pero Samuel, eso es absurdo. ¿Cómo vamos a escribir un libro sin saber ni
tener nada que decir?
-Creo que pronto sabremos lo que debemos decir… aunque eso te parezca
un soberano disparate.
Confieso que no pocas veces Samuel me asusta, pero igual confío en sus
pálpitos y en sus afirmaciones; de no ser así, no estaría con él en este
apartamento como un refugiado, en una vida paralela. Ya el solo hecho de ser
mi hermano mayor, mi único hermano, le otorga confianza y autoridad a sus
palabras, aunque muchas veces no sabe de dónde le vienen, así como tampoco
sabe de qué o de quiénes huimos. Dejé a Delia y el cariño de mi hija y de mis
nietos por refugiarme con Samuel, sin la mínima seguridad de que somos
perseguidos y nuestras vidas corren peligro. Todo por ese sueño o lo que
parece un sueño y no lo es.
Nos ha tocado saber cómo viviremos y si esta realidad confirma al menos
una parte de lo que nos ha convertido en fugitivos. Vivir en esta tensión puede
llevarnos, no sé… ¿a la común demencia de dos hermanos? ¿Acaso será
casualidad que la única forma de ausentarme de mi trabajo por dos meses fue
pagarle a un inescrupuloso burócrata del Seguro Social por un reposo firmado
por un psiquiatra (si la firma no es falsificada) por “estrés laboral”? Algo sí
puedo asegurar: desde el día de la llamada de Samuel para contarme el sueño
compartido, vivo en aires de extrañeza: el mundo ha perdido su cariz familiar,
y eso me impele a buscar distracciones inmediatas en la televisión o
conversando con Samuel sobre cualquier tema baladí. Eso, cuando se torna
muy intenso, es como un amague para devorarme.
Ya en el camino, eso se acrecentaba: algo parecido a un ahogo, al salir de
una pesadilla, al despertar en un lugar ajeno en el que, por segundos, no
recordamos habernos dormido. Veníamos acalorados y sedientos cuando
encontramos un poco de alivio en la amplia y cerrada sombra de un mamón
solitario, a un lado del camino, puesto allí para caminantes desafortunados.
Bañado en sudor y con la boca reseca me dejé caer, apenas recostado del
tronco del árbol; Samuel daba vueltas como un sabueso desesperado por
reencontrar un rastro. Al rato, no sé cuán largo porque el tiempo se me hacía
dilatado por la mucha sed insatisfecha y la rareza del momento y del lugar,
Samuel dijo:
-Por aquí cerca hay un barrio, un caserío de gente del mal vivir que ha
huido de las ciudades.
-¿Y?- pregunté con miedo.
-No te preocupes. No nos pasará nada porque no tenemos nada y nuestras
caras lo pregonan. Les pediremos agua y seguimos nuestro camino.
Por un sendero empinado de muchas piedras atravesadas, alguna vez lecho
de una quebrada, ascendimos con el sol azotándonos las espaldas y a mí la
lengua se me hacía de cartón en la boca sin nada de saliva. Precisar la longitud
de ese sendero de muchas piedras me es imposible, además, el sólo recordarlo
me traen la sed y el calor con la misma imponencia de aquellos momentos. Y
llegamos a un plano de tierra blanca y floja donde están asentadas cinco
hileras torcidas de ranchos de bloques sin frisar o de maderas viejas y
desiguales o de láminas de cinc, la mayoría oxidadas, al igual que las de los
techos de todos esos ranchos, que, sin ser muy grandes, al menos sirven de
refugio y para propiciar la intimidad. En el frente de uno de los primeros, a la
derecha, estaban cinco hombres a la sombra de un cují, sentados en círculo,
unos en cuñetes vacíos boca abajo y otros en bloques de cemento. Samuel se
adelantó y se les acercó con su acostumbrada confianza y decisión; les pidió
agua y con un gesto de la boca, un gordo, descalzo y sin camisa y unos
pantaloncillos muy cortos, le señaló el grifo de una batea adosada al rancho de
al lado.
Volamos hasta el grifo, desesperados, y con un vaso plástico que estaba
tirado en el suelo, después de quitarnos la camisa, nos bañamos hasta la
cintura, sin importarnos que también se nos mojaran los pantalones, y nos
apipamos de esa agua turbia, nada pendientes de una pronta diarrea o una
futura amibiasis. Refrescado el cuerpo y calmada la sed, volvimos a donde
estaban nuestros indiferentes benefactores y fue cuando reparé en que uno de
ellos comía con afán las hojas de un helecho de espiga como si fuesen de
lechuga u otra verdura sabrosa, y los otros cuatro, escarranchados en sus
peculiares asientos, lo miraban y reían a carcajadas por la cara de
estupefacción que Samuel y yo no podíamos disimular. Preferimos no
demorarnos allí, pero cuando nos despedíamos y les agradecíamos por el agua,
un carro nuevo y sin placas se detuvo junto a nosotros, seguido de una
polvareda urticante. El comedor de hojas de helecho, con la boca atiborrada,
pudo exclamar:
-¡Por fin llegó la árabe!
Del carro salió una mujer de cabello negro encrespado, muy blanca, con un
vestido corto de generoso escote y de muchos colores vistosos, que dejaba ver
unas piernas que se correspondían con el anunciado gentilicio, sobre todo por
el grosor en el encuentro de pantorrillas y tobillos. Y me miró a los ojos y el
verdor brillante de los suyos me asustó, me sonrió con descarada coquetería y
lascivia y siguió hasta donde estaban los hombres que, según entendimos
Samuel y yo, llevaban horas esperándola. Nos fuimos, pero me quedé con esa
mirada acechándome con frecuencia.
Eso, eso asediante, también era los ojos de esa mujer, más allá de su
manifiesta vulgaridad. Se lo comenté a Samuel y se limitó a decir:
-Ese es el otro lado del mundo. Acostúmbrate a vivir con él.
Eso intento, pero no es fácil; sobre todo en esta, nuestra, soledad
agobiante, casi siempre encerrados en este apartamento, fugitivos sin saber por
qué y por quiénes.
Lo mismo sentí cuando encontramos al hombre de los espejos. Así lo
llamamos nosotros. Cuatro kilómetros después del último cruce de caminos,
viniendo desde el sur, hay un viejo cuartel apenas ocupado en un ala por
milicianos viejos y barrigones en su mayoría, y algunos jóvenes que, con
armas menos letales, se encargan de las mujeres refugiadas desde hace años en
tiendas de campañas levantadas en el patio, al parecer para siempre. El resto
del cuartel, en escombros, resulta inhabitable desde un incendio provocado por
manos desconocidas: partidarios del gobierno y sus adversarios se culparon
mutuamente, pero es evidente que ni a unos ni a otros les ha interesado que se
sepa la verdad.
Entre la carretera y la cerca perimetral del cuartel hay sólo un espacio
sombreado por una ceiba y dos acacias, y allí tiene su hogar el hombre de los
espejos. Apenas nos avistó se deshizo en gritos y señas, llamándonos a su
rincón a cielo abierto; no era difícil suponer su afán. Nos recibió con
exagerada cortesía y con un ademán como pase de torero nos invitó a
sentarnos en un tronco seco. Pegados a los árboles y a la malla de la cerca del
cuartel había pedazos de espejos de diferentes tamaños y formas irregulares
(conté veinte), y ante ellos, después de recibirnos, comenzó a pasearse,
ensayando ante cada uno muecas desde la más amanerada afectación hasta
varias de rasgos sanguinarios. Samuel fumaba y lo observaba con displicencia,
pero yo, procurando no mostrar miedo, sentí la oleada de eso que era aquel
hombre, su mundo de espejos, el atardecer pálido, la brisa susurrándome en
los oídos, el sol hundiéndose entre lejanos cerros oscuros y un olor vegetal y
de tierra húmeda aspirado con nostalgia y haciendo de mí un sentir pleno y
difícil de soportar.
El hombre de los espejos se acuclilló ante nosotros; ahora sería otra su
representación. Yo no me sentía capaz de hablar; sólo estaba para ver y
escuchar. Y esto, más o menos, hablaron Samuel y el hombre de los espejos.
-Yo sé, señores, que ustedes no me negarán una ayuda.
-Si se trata de dinero, más bien estamos para que nos ayuden- dijo Samuel,
a punto de soltar una carcajada.
-Los señores no parecen tan necesitados, aunque traen una pinta bastante
desarreglada- se esmeraba en ocultar su decepción.
-No sólo tenemos pinta desarreglada, sino que aparte del camino y la ropa
que llevamos puesta, no contamos con nada- Samuel le hablaba en tono
risueño.
-Entonces los espejos me engañaron o usted no dicen la verdad- estaba
bregando con la acritud y la decepción, pero no perdía la compostura.
-Los espejos suelen mentir. Muchas veces “dicen” o reflejan lo que
queremos. Eso podría ser en nuestro caso y lo que de nosotros le “dijeron” los
espejos- Samuel disfrutaba su improvisada disquisición.
-Se equivoca usted, señor. Los espejos no mienten, por eso yo tengo tantos.
-Bueno, la cantidad podría comprobar lo que le he dicho y, por cierto, ¿por
qué tantos espejos a ras del suelo?- Samuel señaló a los varios espejos que así
estaban dispuestos, adosados a la cerca y al pie de los árboles.
-Son para las ratas. Ellas viven en el cuartel, en la parte destruida y
abandonada, pero se empeñan en venir a comerse lo poco que tengo y si me
descuido, sería su desayuno, almuerzo y cena. Por eso duermo rodeado de
espejos que guardo de día en aquella caja- la señaló con la boca.
Samuel se divertía con el hombre de los espejos, siguiéndole la corriente:
-¿Y cómo lo protegen los espejos de las ratas?
-Lo supe por un mensaje en un sueño- sin duda el hombre de los espejos
tenía ánimo de conversar; quién sabe desde cuándo no se le daba la
oportunidad-. Una noche soñaba que una catira que conocí hace años por fin
se fijaba en mí y en el sueño, toda provocadora, me mordisqueaba una oreja y
resulta que cuando desperté, todo emocionado y con esto templado -se apretó
el escroto-, era una maldita rata, grande como un conejo, que empezaba a
comerme una oreja y de un manotazo me la quité de encima. Me daba miedo
quedarme dormido porque esa desgraciada le había cogido el gusto a mi
pellejo. Así pasé varios días, sin pegar un ojo. Entonces, una tarde, como a
esta hora, el sueño me venció y en el ratico que dormí soñé que mi mamá me
dijo: hijo, ya que te tocó vivir así, sin mujer ni otro techo que el mismo cielo,
debes cuidarte más que nadie y mostrándome un espejito que sacó de la
cartera me dijo que pusiera espejos a mi alrededor y que pusiera unos muy
cerca de mí y aunque durmiera con un kilo de carne cruda y sangrante sobre
mi barriga no se me acercarían. Y así lo he hecho desde ese mismo momento,
por lo que tuve que robarme unos cuantos en baños de bares y en tiendas.
Samuel, mostrándose crédulo y convencido, le dio razón y le aconsejó que
rezara antes de dormir para completar la protección, y como tres garzas negras
pasaron sobre nosotros en ese momento, Samuel interpretó que debíamos
seguir nuestro camino.
El hombre de los espejos no pudo evitar su descontento cuando comprobó
la imposibilidad de obtener algo de plata, pero supo agradecer el rato de
compañía de un respetuoso interlocutor y de un oyente pasivo. Nos deseó
buena suerte y hasta nos echó la bendición, después de santiguarse tres veces.
*
Una tarde estaba asomado a la ventana de la sala, aprovechando la suave
brisa que apenas mitigaba el calor pegajoso, cuando me sentí atraído, llamado,
por algo: miré hacia el oeste, donde destacaba una inmensa cortina gris de
lluvia recia y me fui adentrando en ella y sentí que era la lluvia y el suelo
donde caía y también era la brisa y el lejano olor a tierra mojada y los árboles
gozosos y me sobrevino una abrumadora nostalgia no sé de qué y me provocó
llorar y no pude y quise gritar y tampoco pude; eso, ingente, despiadado,
inllevable, era todo yo y, entonces, como una salvación puntual, sentí la mano
de Samuel en mi hombro y me tomó del brazo y me sentó en el sofá y él hizo
lo mismo junto a mí.
-Hace poco leí un relato que te va a gustar. Te lo voy a contar a mi manera-
Samuel cuenta las historias con el mismo fervor con que las lee-. Se trata de
un tipo condenado a muerte por haber cometido un asesinato. Es condenado a
morir en la guillotina. Su novia, cómplice en los robos a casas, consigue
hombres solitarios e incautos en negocios nocturnos, bares o cafés, valiéndose
de sus encantos. Y mientras ellos disfrutan de la compañía de ella, su novio
entra a la casa de la víctima de turno y roba todo lo de valor, pero un día
fracasan y es sorprendido y mata al dueño de la casa. Después de una breve
investigación, la policía da con él y lo atrapan.
“Y como te dije, lo condenan a la guillotina, pero ella se propone salvarlo.
Logra averiguar quién es el verdugo, un anciano de modestas costumbres y
rutina estricta, y cuál café frecuenta, además de ser un apasionado cultivador
de flores. Babette, la novia del condenado, se hace pasar por vendedora de
flores y logra llamar su atención ofreciéndole unos claveles azules con el color
acentuado con maña y artificio. Se gana el trato amable de ese anciano de
aspecto bonachón que ha ejecutado a más de cuatrocientas personas y
aprovechando el avivado interés del anciano por los raros claveles azules, le
ofrece unas semillas de éstos y queda en llevárselas a su casa un miércoles,
aunque sólo le daría de vulgares claveles blancos compradas en una tienda,
pero para entonces él no estaría vivo para comprobar el engaño. Así lo hace, la
víspera del día en que la cabeza de su amado ruede por obra de ese amante de
las flores.
“El plan de ella es llegar a la casa indicada a la hora de la cena, con la
intención de que la inviten a compartir la mesa y de esa manera arreglárselas
para echar veneno para cucarachas en el vino o la comida del verdugo, pero no
contaba con un detalle: tenía a su servicio una ama de llaves, que con mucho
celo y malicia velaba por él. Disfruta la cena, aunque la angustia la dificultad
para cumplir su propósito: si el verdugo muere antes de la ejecución, en este
caso envenenado por ella, la tradición imponía que el condenado fuese
redimido. Ante la imposibilidad de verter el veneno en la comida o el vino, se
las ingenia para mezclarlo con una masa preparada para los bizcochos del
desayuno, con la excusa de buscar agua en la cocina y aprovechando que la
ama de llaves va hasta la puerta de la calle para atender al cartero.
“Babette se marcha con la certeza de que su plan se cumplirá y porque una
vez cada cien años, si muere el verdugo oficial, la tradición ordena que se
perdone al que está a punto de ser ejecutado- esto lo repitió Samuel con un
entusiasmo contagioso.
“Y llega el día que Lamont, el condenado, ha esperado con miedo y
esperanza, a sabiendas del plan de su novia. El verdugo, conocido como el
señor París, desayuna muy temprano con los bizcochos envenenados y sale a
cumplir con su inexorable deber. Él es la justicia, la mano que castiga, el bien
mortal. Aborda el primer tren subterráneo del día, pero ya ha comenzado a
sentirse mal: un dolor punzante le lacera las vísceras y se lo achaca al exceso
de azúcar que su ama de llaves le ha puesto a los bizcochos. Sale del tren y se
toma un café en un bar de la estación, confiando en que le aliviará el malestar;
pero nada, el dolor persiste y ahora se siente débil y mareado. Aborda el
segundo tren y como puede, acompañado por un inspector de trenes a quien le
pide ayuda, se baja en la estación inmediata a la cárcel. Cada paso requiere un
esfuerzo enorme, mantener el rigor de un deber, heredado de su padre,
cumplido por más de cuarenta años. Ya ve borroso, pierde fuerzas. Entra a la
cárcel y los guardias notan su evidente malestar: los ojos vidriosos, el rostro
lívido y el paso lento e inseguro. Por su parte Lamont, ya en el cadalso, dada
la inédita impuntualidad del señor París, se debate entre el terror y la
esperanza, pero lo ve aparecer sostenido por dos guardias. Estos lo suben a la
plataforma y sólo veinte escalones lo separan de la guillotina; los sube a duras
penas, uno a uno, con las fuerzas que le insufla su sentido del deber. Lamont lo
ve desfallecer, le nota los ojos vidriosos. La mano del verdugo busca a tientas
el hombro de Lamont y como ya no le quedaban fuerzas para hacerlo
arrodillar, otros lo hacen por él. Lamont aún tiene esperanza. Cree que el
verdugo no podrá cumplir con su deber, pero oye con abrumadora claridad que
éste le dice: tenga valor, no sentirá nada. Y entonces el verdugo se desplomó
hacia adelante y sus manos temblorosas lograron activar el instrumento y la
cuchilla cayó como un rayo y cortó en dos lo que quiso ser la palabra triunfal
del condenado. Ambos quedaron muertos, uno junto al otro, sobre el cadalso”.
Samuel se explayó en el sofá, satisfecho con su relación: su efecto fue
evidente en la expresión de mi rostro. Cuando se lo propone logra sacarme de
mis pensamientos y distraer mi nostalgia por mi familia, porque también
presume (o deduce por mis estados de ánimo) que algo estremece mis
convicciones. Y aunque esta historia parece la menos apropiada para nuestra
situación de perseguidos o fugitivos, también logró atraparme y me procuró el
necesario olvido de mí mismo y vivir la vida de otros, aunque sean ficticios.
Hace días, antes de irnos a dormir o al menos intentarlo, me contó una
historia en todo punto hermosa, aunque con un fondo de sabiduría sarcástica.
Se trata de un joven con veleidades literarias que trabaja en un banco. Hace
amistad con un escritor en una sala de billares, a quien le confía sus escritos
mediocres, pero el muchacho suele tener unos sueños vívidos y con muchos
detalles. Esos sueños transcurren en el mar, navegando en barcos de diferentes
épocas y él en diferentes condiciones: en dos galeras, una griega, de tres
cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón abierto
de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo" que arribó a
Markland. El muchacho da poca importancia a esos sueños o recuerdos de
otras vidas, aun cuando el escritor lo incita a escribirlos en vez de sus poemas:
quiere ser escritor a como dé lugar y se afana por participar en certámenes
literarios. Algo de talento tiene, no más que su vanidad, pero algo superior a
su supuesta vocación se impone, entonces, (Samuel citó de memoria la última
frase de ese relato):
-Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más
hermoso del mundo nunca se escribiría.
En esa ocasión, Samuel no ahorró detalles ni rasgos circunstanciales.
Disfrutó la narración como siempre, alentado por un cigarrillo tras otro, y
aunque toda la historia me parece fascinante, la última frase ronda por mi
cabeza día y noche: en ella puede estar la explicación del sueño compartido o
simultáneo entre Samuel y yo. Samuel renunció al amor hace años y prefirió
su vida solitaria, sus libros, sus talismanes y sus corazonadas; y yo, como casi
todo el mundo, hice del amor una rutina y unas responsabilidades compartidas.
Ya no vivimos en los encantos del amor y todo aquello que él sustrae nos abrió
las puertas de nuevo, aunque no estuviésemos esperándolo y menos aún
procurándolo.
*
Iba por una larga calle apenas alumbrada por luces pálidas y temblorosas.
A los lados, se levantaban a mi paso casas bajas, desteñidas y tristes: tuve la
certidumbre de que sus habitantes viven hambrientos, sumisos y su chispa de
humanidad extinguida, sus ojos apagados, sus bocas condenadas al silencio o a
repetir consignas patrioteras. Creo haber estado antes en ese barrio, no estoy
seguro, pero seguí caminando, como si lo conociera palmo a palmo, hasta
llegar a la casa donde esperaba encontrar a Samuel. No estaba: en esa casa, de
techo muy bajo y paredes tiznadas, y apareció, por la puerta trasera, surgiendo
de una oscuridad cerrada, una mujer de rostro impreciso con un escapulario en
la mano, me sonrió y dio dos pasos a su derecha y se hincó ante la imagen de
una virgen morena de tamaño natural. No quise irme por la puerta trasera,
hacia esa seductora oscuridad cerrada; volví sobre mis pasos y afuera, bajo un
cielo cargado de estrellas, me topé con un taxista del Mercado Principal:
apenas nos saludamos y se marchó por lo que parecía un sendero inclinado al
trasponer una puerta de láminas de cinc enmarcadas en tablas toscamente
cortadas. Quise seguirlo y ya ni la puerta ni el sendero estaban; lo llamé a
gritos y desde muy lejos y muy abajo me hizo señas para que lo siguiera.
Preferí volver por donde había ido y de pronto caminaban a mi lado con pasos
rápidos una mujer con acento del cono sur (probablemente argentina) y una
niña tal vez de entre ocho y diez años, a la cual le recriminaba con iracundia
no sé qué y por momentos amagaba con abofetearla. Me aparté de ellas,
trotando, y llegué a una amplia avenida de tres canales en ambos sentidos y
una isla sembrada de postes cuyos bombillos, también de luces pálidas y
temblorosas, le daban un aspecto lóbrego. No había un solo transeúnte, no
pasaba un solo carro: sólo yo iba, acompañado de mis pensamientos y mis
temores. Varias cuadras más adelante había una biblioteca pública y estaba
abierta: entré; en la recepción estaba Manuel Ortega, un mecánico, vecino de
mi barrio. Ni siquiera me atreví a preguntarle qué hacía allí y él con un gesto
de la mano me indicó que subiera por unas escaleras a su izquierda. Subí y me
encontré en una inmensa sala con estanterías llenas de libros desde el piso
hasta el techo, unas adosadas a todas las paredes y otras dispuestas a capricho
por toda la sala. Me pareció una buena oportunidad para ver si daba con El sol
de los días muertos y me llegué a la estantería más cercana: los libros no
tenían dato alguno en el lomo y cuando tomé el primero que se me ocurrió,
tampoco lucía dato alguno en las tapas, y cuando lo abrí las letras desaparecían
conforme pasaba las páginas y así me sucedió con todos los libros que fui
tomando: las letras se esfumaban, como si huyeran espantadas de mí.
Desistí de abrir más libros, dejé la sala, me despedí parca y cautelosamente
de Manuel Ortega; no me gustó para nada que me hubiese visto: eso
comprometía mi clandestinidad y la de Samuel. Volví a mi cuarto, salí al
recibo y ahí estaba Samuel sentado en el sofá, con un cigarrillo en una mano y
una taza de café en la otra.
- Creí que nos encontraríamos. Estuve buscándote.
-No salí. No pude dormir en toda la noche… ¿y cómo te fue?
Me limité a referirle lo de la biblioteca, a resaltar mi estupor ante las letras
fugitivas; se desató en carcajadas y, entrecortado, alcanzó a decir:
-¡Qué vaina, yo soy el que leo y tú sueñas con libros!
-Parte de nuestro destino burlón.
Samuel se enserió porque cuando se trata del destino no le concede espacio
al humor.
-Hay que seguir buscando ese libro… en alguna parte debe de estar si es
que, como te he dicho otras veces, no está por escribirse.
-Pero Samuel eso es como si saliéramos a pescar una determinada y única
sardina en todos los océanos del mundo. Aunque esté escrito en español no
necesariamente tiene por qué estar en un país de habla hispana, que ya son
bastantes. Podría estar en una biblioteca pública o privada en Londres o
Ámsterdam o Nueva Delhi o quién sabe dónde…
-Sí, no te falta razón, pero nosotros podemos buscar en otros ámbitos… en
otras esferas. ¿No es así?
-Supongo que sé de lo que me estás hablando, pero recuerda que no
siempre nos guía nuestra voluntad- apenas terminé esas palabras volví a mi
cuarto, doblegado por el cansancio.
No muchos días después de esa breve conversación, estábamos Samuel y
yo en una desmandada fiesta en el club de un sindicato de obreros o de un
gremio profesional, no sé, es lo de menos. Andábamos entre el gentío
alborotado por el aguardiente y la música a insoportable volumen; no sé ni
cómo ni por qué estábamos allí, sin tener en cuenta nuestra situación, sin
temor a ser vistos por ojos indagadores y señalados por dedos acusadores.
Procurábamos salir a la calle por una puerta muy estrecha cuando comenzaron
a entrar, apartando a empujones a quienes intentaban entrar o salir, policías
uniformados y militares. Samuel y yo nos cruzamos miradas de miedo, y sin
palabra alguna acordamos huir: Samuel salió abrazando a una muchacha,
haciéndose el borracho y yo los seguí, simulando trastabillar. Afuera se
multiplicaban policías y militares, en actitud agresiva y de rostros sin amigos,
bajamos unas escaleras que nos separaban de la calle y tomamos hacia la
izquierda (a la derecha se embotellaban más patrullas y carros militares que
seguían llegando); veinte metros a la izquierda terminaba la calle asfaltada y
nos adentramos en un callejón de tierra adentrándose en una selva húmeda y
echamos a correr y se oyeron voces de alto con mentadas de madre y disparos.
Samuel y la muchacha siguieron derecho hacia la más cerrada oscuridad de la
selva húmeda; yo procuré subir por un cerro cortado, a la izquierda, tres veces
sin lograrlo porque la tierra y los pedruscos del cerro cedían a mis pasos
desesperados y volvía al callejón de tierra, ya sin saber cuán cerca estaban mis
perseguidores. Al cuarto intento, por fin, pude llegar a lo alto y me vi
caminando sobre césped muy verde en una plaza extensa, fresca, con altos
apamates floreados, caobos y chaguaramos circundando una fuente de pretil
de cuatro vértices, un círculo de chorros menores y uno muy alto en el centro:
la brisa traía hasta mí una llovizna particular de esa fuente y me quedé
mirándola, llegué a ser sólo mis ojos, contemplándola, y ahí estaba como en el
centro del mundo y estaba eso ahí, en la fuente y en todo mi ser, y ya en un
punto de muy alto sentir, de inefable saturación, seguí caminando por un
sendero entre setos de cayenas y avisté a pocos pasos una bolsa azul de papel
grueso, de las que se usan para regalos; la levanté y de ella saqué una cartulina
blanca, de tamaño carta, en la que con trazos dispersos e intensos se
representaban una piedras, como el extremo de un rompeolas, y una porción
de mar, y sobre ellos estaba escrito en letras de negro intenso: Todo ser es
música.
Desayunamos en silencio. Samuel estaba pendiente de un libro junto a su
plato: pasaba las páginas y comía sin levantar la cabeza. Yo esperaba de él
algún comentario sobre nuestra huida, que al menos me dijera adónde fue a
parar con la muchacha en aquella selva oscura donde se adentró como si se
lanzara a un abismo; pero terminó de comer, llevó el plato al fregadero y luego
se acostó en el sofá, concentrado en el libro. Su actitud me resultaba
irrespetuosa: tanta indiferencia, tanto desinterés por lo que habíamos pasado
pocas horas antes, aplastaba todos los términos de nuestro pacto de fugitivos.
Llegué a dudar, entonces, de todas sus afirmaciones a cuanto se refería a
nuestra clandestinidad y a las probables consecuencias en caso de ser
descubiertos, pero me envalentoné y, sentándome en una de las butacas, muy
cerca de él, le pregunté:
-¿Cómo te terminó de ir anoche?
-¿Anoche? ¿Qué pasó anoche?
Puso el libro a un lado y me miró con estupor, y después de unos segundos
de interrogarme con la mirada y visiblemente desconcertado, me preguntó:
-¿De qué carajo me estás hablando?
Antes de pensar que pretendía burlarse de mí, le conté lo ocurrido la noche
anterior como si él no hubiese estado presente.
-Te juro, Raimo, que yo no estuve allí.
-Pero Samuel, si hasta nos cruzamos miradas para acordar la fuga e ibas
corriendo a mi lado con la muchacha.
-Entonces, Raimo- desconcierto y resignación se juntaron en sus palabras-,
estuve sin estar. Pero dime, ¿cómo era la muchacha?
-Era un poco más alta que tú, trigueña, delgada, muy bonita, de nariz y
boca finas, ojos negros, grandes, de brillo amable. Llevaba puestos unos yines
y una blusa blanca escotada que dejaba ver una rosa roja tatuada en su seno
izquierdo.
-¿Estás seguro de que era así como me la describes?- el asombro era su
cara.
-Tal cual.
-Es Diana, pero como yo la conocí hace treinta años. Ni más ni menos.
-Entones conociste… viste a Diana, mi amor de casi un año de los que viví
en Santiago.
-Sí, la vi. No cruzamos ni una palabra.
-Hay tiempos en el tiempo, como si el tiempo, a veces, fuera todos los
tiempos.
-Pero dices no haber estado ahí y menos sabía yo quién y cómo era Diana.
-Así es… y al parecer atravesaste otra frontera.
-No sé, Samuel, si quisiera seguir en esto. Tal vez quiero volver a mi casa
y seguir siendo el simple que siempre he sido… pero hay algo más.
Samuel se incorporó, estiró brazos y piernas, y me miró de frente:
-¿Hay algo más?
Estuve otra vez ante la fuente de cuatro puntas, de chorros bajos en
circunferencia (veinticuatro, me dijo una voz desde muy adentro) y uno muy
alto en el centro; volví a caminar por el sendero del vértice a mi izquierda,
hacia el norte; volví a encontrar la bolsa y volví a leer: todo ser es música.
Y Samuel dijo:
-De escucharte cualquier místico o algunos filósofos, te aplaudirían- se
echó a reír con picardía y luego, en un tono de asombrada y respetuosa
seriedad, continuó: Raimo, durante milenios algunos seres humanos han
afirmado que el universo es un concierto, inexplicable, un misterioso concierto
en el que apenas somos minúsculas cuerdas, en su mayoría disonantes. Un
gran poeta escribió que “la música es misteriosa forma del tiempo” y digo yo
que el universo es tiempo y espacio, son uno y lo mismo, mucho más que
pretender hablar, imaginar o pensar en un universo infinito o finito. Transcurre
y ya, como una sinfonía… ¿comenzó alguna vez?, ¿cuándo comenzó?,
¿terminará?, ¿cuándo terminará? Hasta preguntarlo es absurdo, más allá de
nuestra inteligencia, de nuestro conocimiento.
“Pero yo no soy ni filósofo ni físico, y sólo me atrevo a decirte, por lo poco
que he leído y sé al respecto, que el universo como concierto, como música y
matemática conjugadas, me parece que es así, sin que pueda darte más que mis
escasos y torpes argumentos. Y tal vez en ese tiempo que es todos los tiempos,
tal vez la eternidad, cualquiera, por azar o por sosegada formación, puede ser
una cuerda acorde con el concierto del universo y de eso que somos nosotros y
el universo.
No dijo más y se encerró en su cuarto.
Yo, como empujado por una fuerza ajena y superior a mi voluntad, me
lancé a la calle, hacia donde se le antojara a mis pasos. Poco me importó el
calor pegajoso alborotado por una brisa tibia, que a ratos era ventarrón
fogoso… la agitación de los transeúntes, la impaciencia y el corneteo de los
conductores de autobusetes, los comensales en torno a los puestos de perros
calientes y hamburguesas o en las ventas de empanadas y sopas, el griterío de
unas muchachas y la persecución de un arrebatador de celulares, el regateo y
las quejas por los precios en el mercado popular, los pregones de los
buhoneros, el discurso lastimero de los pedigüeños, las calles sucias y los
baches hasta el borde con aguas pestilentes, el hermoso rostro de una
muchacha y el tongoneo exacto y provocativo de otra con sus nalgas de curva
exacta, los perros hambrientos e inquietos metiendo los hocicos en las bolsas
de basura apiladas en las esquinas; la calle toda, ámbito único de esperanzas,
agonías, rabias, desilusiones y cátedra de almas en pena y espíritus
menguados, la sentí sin juicios ni reproches, sentí como si llegara a ella desde
un lejano recoveco de la conciencia, y una contentura y una gratitud gratuitas
y sin causas aparentes se hicieron comunión en mí, arrasaron toda conjetura,
toda duda, todo temor, todas las ansiedades y todas las sospechas y todas las
indisposiciones y todas las hirientes rarezas que le han robado la calma a mis
días, sobre todo desde que soy un fugitivo.
Volví al apartamento al anochecer y no quise tener tiempo ni ganas de
hablar con Samuel; entré a mi cuarto, me desnudé y me dejé caer en la cama,
con el alma plena y el corazón contento.
*
Me encontré con Nacho Fuentes en una avenida que parecía ser la Bolívar.
Nacho, recién enviudado, poco antes de yo dejar mi casa y mi familia, pasaba
horas recorriendo bares y licorerías de los suburbios, tratando de sobrevivir a
la soledad y a la merma de sus ventas de carros usados. Apenas nos
saludamos, me invitó a acompañarlo. Caminamos por calles oscuras, solas y
de olor salitroso.
Me cuesta recordar si fue por una elevación de la calle por donde íbamos o
por una levitación inopinada que pude tener una vista cenital de una inmensa
escultura de metal (hierro o bronce, no sé) que abarcaba casi toda una cuadra
bastante iluminada: un hombre y una mujer desnudos, acostados, mirando al
cielo con expresión de asombro; ella, apenas recostada la cabeza sobre el
brazo derecho del hombre (casi en la articulación del hombro), con el cual la
abrazaba y cuyos dedos llegaban sus puntas al seno de ese lado de la mujer.
Podía entrarse al interior de esa escultura por el talón del pie izquierdo del
hombre, y la salida era por el talón del pie derecho de la mujer. Entré solo;
Nacho desapareció: hacía frío y un silencio de templo abandonado inquietaba;
el piso era irregular, los pasos de uno retumbaban en toda la estructura y a los
lados y en el techo, acordes con la forma de aquellos cuerpos, abundaban
espejos de formas irregulares y como puestos a capricho; en el punto
correspondiente al corazón del hombre, nueve sillas, tapizadas con una gruesa
tela vinotinto, estaban dispuestas en triángulo dentro de un círculo violeta; le
pasé por un lado y seguí hacia el pecho de la mujer: cada seno era una bóveda
de un rojo intenso y pulido y a cada una le correspondía en el piso un círculo
luminoso; allí me detuve, entre ambos círculos, entre ambas bóvedas, y me
sentí ligero y agraciado, con ganas de permanecer allí mucho tiempo, pero me
sentí atraído hacia el costado derecho de la mujer, un poco más abajo de las
costillas y donde pudiese estar el hígado se destacaba una estantería
semicircular ocupada con libros del piso al techo; procuré leer los títulos en
los lomos de aquellos volúmenes de exacto tamaño y grosor, pero me fue
imposible: las letras se movían, las palabras huían de mi comprensión… tal
vez ahí estaba El sol de los días muertos.
Me encaminé por la pierna derecha de la mujer hacia la puerta de arco de
la salida, en su talón, y me recibió un amanecer fresco, de sol opaco, y en mi
cama comenzaba el día, contento y extrañado.
*
Salimos a caminar más allá de nuestros límites habituales; más de diez o
quince cuadras hasta llegar al campus solitario de la Universidad del Centro.
El calor era pegajoso, ni siquiera una nube delgada y rápida se atravesaba por
segundos para darnos un fugaz frescor; sudábamos a chorros pero no
encontrábamos una sombra de nada en aquella avenida que se extendía como
una lengua candente hasta unos cerros lejanos. Allí en el campus, en una
plazoleta rodeada de mangos y jabillos, pudimos sentarnos a descansar y
recibir algo de brisa con olor de tierra mojada.
-Era necesario llegar a este sitio solitario para que pueda contarte algunas
cosas- dijo Samuel después de encender un cigarrillo y, dada la advertencia y
ante tan repentina expectativa, le pedí uno.
Fumamos en silencio. Sólo después de pisotear la colilla y ya recibida la
necesaria dosis de nicotina, Samuel habló con tono calmo y preocupado:
-Nos han seguido, nos han estado observando. No me cabe la menor duda,
aunque no hayamos participado más en las redes para referirnos a lo que ya
nadie quiere mencionar y menos criticar. Y para colmo, hace unas noches me
vi obligado a asistir a una reunión de vecinos del edificio y dos hombres, no sé
de cuáles apartamentos, y la vecina de al lado aprovecharon cualquier
oportunidad aparte para dejar caer preguntas respecto a nosotros. Pude
quitármelos de encima y, aparentemente, satisfacer su más que mera
curiosidad, diciéndoles que somos hermanos y que perdimos nuestras casas y
nuestros enseres en las más recientes inundaciones del sur de la ciudad y que
nuestras esposas y nuestros hijos se habían ido a otra ciudad, con unos
familiares, y nosotros estamos sólo temporalmente en el apartamento de
Nelson Iriarte. Y fue horas después, acostado en mi cama, que recordé que a la
muchacha de la tienda, la que nos entregó las llaves, le dijimos, más bien le
confirmamos, que éramos primos de Nelson, que veníamos de Barquisimeto.
De manera que la mentira ya está descubierta. Por eso, pronto tendremos que
irnos a otra parte. Ya se nos ocurrirá adónde nos iremos.
Me quedé callado, escuchando el alboroto de los pericos en uno de los
jabillos cercanos, sin aventurar alguna pregunta: sé que Samuel cuando habla
como acababa de hacerlo no es dejándose llevar por presunciones y sospechas;
habla con certezas, aunque no parezca. Y además yo sabía que algo le faltaba
por decir, por eso esperé mientras sentía que aquella conversación o similar a
ella ya la habíamos sostenido, probablemente en ese mismo lugar. No sé si ello
se deba a una especie de desarreglo de los sentidos, que me lleva a confundir
tiempo y espacio, a ser un náufrago en un mundo de muchas dimensiones.
Después de fumar otro cigarrillo y abstraerse sin pestañear en el puro azul
del cielo de aquella tarde, Samuel dijo:
-He vuelto varias veces a nuestra casa, la casa donde nos criamos. Está
igual, como siempre fue antes de que la demolieran y en su lugar ahora
construyen un edificio. Allí te he buscado, pero es evidente que tú no has
vuelto a ella. He recorrido todas sus habitaciones, la sala, el comedor, la
cocina, el jardín y el patio trasero. He llorado mientras voy paso a paso
recorriéndola, he querido quedarme, quedarme en los recuerdos de nuestros
juegos, quedarme esperando a que lleguen nuestros padres y verlos una vez
más. He querido, poseído por la nostalgia, quedarme allí para siempre. Sí,
Raimo, he querido quedarme en nuestra casa en un presente que es todos los
presentes de mi vida. No sé cómo explicarte eso, pero es lo que he sentido y
tal vez lo que ahora anhele más- se le quebró la voz y se le escaparon unas
lágrimas.
Caminamos un rato por el campus desolado, de calles polvorientas,
edificios arruinados, jardines secos e invadidos por bachacos. Samuel recordó
los años en que allí la vida estudiantil era profusa, alegre, contestataria, frívola
pero también alentada por la curiosidad intelectual, y había márgenes para las
esperanzas y horas para sopesar las derrotas y nuevos ánimos para pensar en
todos los futuros posibles; había una vida que se deshacía y luego se rehacía
con canciones, libros, partidas de ajedrez o de cartas o de peloticas de goma;
pero ahora el silencio y la devastación, y en una hora como aquella, la de esa
tarde en que Samuel y yo nos adentramos en la entraña soledosa de ese
campus, aparte de nosotros sólo lo visitaban las ardillas, los cotejos, las
guacharacas, las garzas blancas y negras, los cristofués, los cucaracheros, los
pericos, los conotos, los carpinteros y eran todos ellos quienes contradecían el
silencio y le regalaron a nuestra soledad el concierto desoído de la vida, su
presencia como un golpe seco a cualquier vanidad y a cualquier arrogancia.
Volvimos al centro, al desorden urbano de la ciudad empobrecida y
degradada, y no hablamos más y cada uno iba viendo y sintiendo, a ratos
hilvanando pensamientos, relamiendo la angustia, buscando un porvenir,
sabiéndonos asediados por la mano ingente y extendida de una opresión
razonada en salones infames por hombres desprovistos de todo sentimiento y
de toda bondad y cargados de palabras gloriosas, estiradas, engañosas,
invertidas, vacías, repetidas sin cansancio a toda hora y todos los días, y por
eso se hacía urgente lo que Samuel adelantó sin detalles, sin nombrarlo, sin
siquiera sugerirlo, pero bien sabía yo que en su pecho latía una decisión
irrevocable y que yo también debía tomarla y emprender juntos la partida con
nuestros nombres y nuestros pasados y desvanecernos como todo aquello que
un viento feroz empuja y se lleva consigo.
*
Llegando a la casa, mi padre salía; lo abracé, emocionado, feliz, y él me
acarició la cabeza y se fue. No lo vi más. Después sólo vinieron ahogos y
sobresaltos. Me levanté y busqué un cigarrillo. Me senté junto a la ventana del
cuarto, en un taburete arrinconado a uno de sus lados.
Sólo la luna, llena, cercana, inmensa, iluminaba a la ciudad, cuyo
alumbrado público hace tiempo fue “suspendido por razones de ahorro
energético”. Abajo, en el estacionamiento justo al lado del edificio, que hace
esquina y ocupa media cuadra por el frente, hacia la avenida Bolívar, y por el
lado, hacia una calle transversal, en el poco espacio que le permitían los
vehículos de todo tipo allí resguardados, tres hombres se trasnochaban
bebiendo: uno, muy flaco y alto, con franelilla, chores muy cortos y en
chancletas, estaba de pie y tomado por la cintura por otro hombre, de gran
tamaño y fornido; al lado de ellos, el tercer hombre, despatarrado en una silla
de metal: la luz pálida de un bombillo, pendiente del techo sobre la puerta del
cuarto de vigilancia, los hacía más visibles que su entorno; un pequeño aparato
de sonido sobre una caja de cervezas reproducía un vallenato burdelero.
Bebían a pico de una misma botella de algún aguardiente barato.
El hombre fornido y el flaco entraron al cuarto de vigilancia y cerraron la
puerta; el otro se quedó aplastado en la silla, sin moverse. Yo fui a buscar otro
cigarrillo; Samuel suele dejar la cajetilla sobre la mesa del comedor para
cuando alguno de los dos se desvela, generalmente él. Volví al cuarto, a mi
puesto de observación. Ahora el hombre pequeño se acomodaba una y otra vez
en la silla o intentaba pararse y manoteaba como si discutiera con alguien.
Buen rato después, salió el flaco del cuarto de vigilancia, apenas llevaba
puesto los chores, y tras él, el hombre fornido abotonándose la camisa. Se
plantaron ante el otro, luego el hombre fornido en dos pasos se puso detrás del
hombre sentado, en cuclillas, y lo abrazó con fuerza para inmovilizarlo; el
hombre de la silla apenas intentaba librarse, mientras el flaco le sacaba algo de
los bolsillos del pantalón; después el hombre fornido lo soltó y se paró ante él,
y el flaco también sacó algo de los bolsillos de atrás del pantalón; el hombre
pequeño se tambaleaba, intentaba defenderse y sin fuerzas le tiró un golpe al
hombre fornido y éste lo abofeteó un par de veces y lo empujó por el pecho, y
el hombre pequeño salió arrojado como un muñeco y cayó de espaldas: se oyó
un crujido de algo que se parte, un grito ahogado y ya. El hombre fornido y el
flaco se inclinaron ante su víctima, se miraron a la cara, algo se dijeron, y el
hombre fornido corrió entre una hilera de carros y regresó montado en una
bicicleta; el flaco entreabrió el portón del estacionamiento y el hombre fornido
pedaleó a su mayor potencia y se perdió en la oscurana de la ciudad. El flaco
recogió todo, menos la silla donde estuvo sentado el hombre pequeño y la
botella de aguardiente, y lo guardó en el cuarto de vigilancia, apagó el
bombillo y no salió más.
Me aparté de la ventana y me dejé caer en la cama. Al cerrar los ojos sólo
veía, apenas iluminado por la luna llena, un cadáver oscuro y sangrante en el
suelo aún más oscuro. Allí estuvo hasta que volví a la casa de mis padres.
Llamé a Samuel porque estaba seguro de encontrarlo allí: en una habitación,
en la sala, en el patio, en el jardín; pero no estaba. Recorrí toda la casa a paso
lento, mirando a cada lado, con paciencia, buscando detalles: en la mesa de
noche de mi madre había un alto, delgado y transparente florero con rosas
amarillas llamativas, perturbadoras. En el patio jugueteaban unos gatos grises
con rayas blancas; eran cinco y brincaban unos sobre otros como en un
número de circo. Salí a la calle y me detuve junto a un flamboyán floreado. La
calle parecía otra, de un tiempo que aún no conocía, de un futuro que
conjugaba diversos tiempos. Me invadió una nostalgia insoportable, me
temblaban las piernas, sollocé y al abrir los ojos Samuel estaba a mi lado.
-¿Qué te pasa?, ¿dónde estabas?
-Vengo de la casa, pero no había nadie. Por un momento creía que nos
veríamos allá. Te llamé y no apareciste.
-Pronto nos veremos en la casa, pero esto te lo explico después- Samuel
habló con ese tono de referirse a una certeza de la que aún no adelantaría
detalles.
-Como tú digas, pero ahora hay algo más, algo que me agobia. Anoche fui
testigo de un asesinato…
-¿En la casa?, ¿cómo fue eso?- interrumpió Samuel.
-Ni en la casa ni en otro lugar de por allá. Fue aquí. Allá abajo, en el
estacionamiento de la esquina. Lo vi todo por la ventana, a pesar de la
distancia y la poca luz.
-Me desconciertas, Raimo. Dices que estuviste en la casa, pero también
fuiste testigo de un asesinato cometido aquí, abajo, en el estacionamiento-
Samuel se mostró dubitativo y, en verdad, desconcertado.
-No te compliques: vi el asesinato y también estuve en la casa. Así de
simple.
-Bien, tú sabrás. Pero respecto al asesinato, como tú dices- me molestó esa
acotación-, otra cosa muy distinta escuché en la panadería y en el kiosko de
periódicos de la acera de enfrente, cuando bajé esta mañana a tomar café,
comprar cigarrillos, echarle un vistazo a los titulares de los periódicos y
también a cerciorarme de que aún nos siguen vigilando.
Le pregunté con la mirada lo que había escuchado.
-Esto fue lo que escuché: Guillermo Mirabal, el muerto, era un tipo
solitario, sin familia. Era hijo único y huérfano de padre y madre desde muy
joven y quedó solo en un rancho de un barrio de las afueras de la ciudad hasta
que un día unos malandros le invadieron el rancho y bajo amenaza de muerte
le dijeron que más nunca volviera por aquellos lados. Entonces anduvo de un
lado a otro hasta que encontró abrigo en una pensión de mala muerte, muy
cerca de aquí, y allí vivió durante años, solo, sin mujer ni nadie que le hiciera
compañía. Hasta hace poco trabajó en una empresa no sé de qué: lo jubilaron y
le pagaron sus prestaciones y se dedicó a beber más que nunca, desde que
amanecía y aunque no era pendenciero ni borracho impertinente lo corrieron
de la pensión porque a la dueña le enfurecía verlo tambaleante y sin poder
decir palabra, con la lengua estropajosa, a cualquier hora, además de que
muchas veces no llegaba a su habitación y se quedaba dormido en el piso, en
cualquier pasillo o recoveco de la pensión, incluso en la entrada, en la acera,
como un indigente. Entonces, quién sabe por cuál arreglo con el guachimán
del estacionamiento, el flaco maricón, como dijo el señor del kiosko, llevaba
unos meses pasando las noches allí, en un camastro entre los carros o en el
suelo. Y según concluyen y así lo dejó asentado, de momento, la policía
científica, anoche llegó en el último estado de la pea y compartió un rato con
el guachimán, oyendo música y rematando una botella de caña clara. En algún
momento el guachimán se fue a dormir y lo dejó solo, y fue esta mañana
cuando lo encontró en el suelo, sobre un charco de sangre y la cabeza
recostada de un bloque de motor con el que se golpeó al caerse por la
borrachera. Eso es lo que dicen por allá abajo.
Le conté lo que había visto y le juré que estaba despierto, con los ojos bien
abiertos, que no era un ensueño, que sabía muy bien dónde estaba en aquellos
momentos.
-Y como era un pobre diablo, sin familia ni le dolía a nadie, así se quedará
el asunto, con la versión del flaco. Y eso es una soberana injusticia porque lo
mataron para robarlo, para quitarle la plata que cargaba encima- dije con rabia
y misericordia.
-Pero en nuestra situación no podemos hacer nada, Raimo. No podemos
complicarnos más la vida saliendo de justicieros. Además, ¿crees que tu
testimonio será suficiente, tomando en cuenta la distancia que te separaba de
ellos? Sería tu palabra contra la del flaco- Samuel, por conocerme bien, quería
persuadirme de lo inútil de una probable denuncia de mi parte.
-Te parece justo que en este extraño camino que estamos recorriendo, en
este aislamiento por ser perseguidos o por creernos perseguidos sin una prueba
fehaciente, dejemos pasar por alto lo que le hicieron a ese hombre. A mí me
parece que guardar silencio me convierte en cómplice, aunque sé muy bien
que arriesgo mucho, tal vez la vida, si hablo.
Samuel me miró con una expresión burlona, me palmeó la espalda y antes
de dejarme solo me dijo:
-Estoy de acuerdo contigo, pero hay ciertas cosas que aún no te he dicho,
cosas que terminarían por hacerte desistir de proceder acorde con tu sentido de
justicia y de solidaridad. Por ahora quédate tranquilo, date una vuelta por ahí
si quieres, oye lo que dice la gente, fíjate en quienes caminan a tu lado o detrás
de ti, sólo observa y después hablamos. Más tarde, al anochecer.
Me quedé mirando el techo por horas, sintiéndome culpable, cómplice e
impotente y en el entresueño de a ratos destellaba en el espacio indefinido de
mi mente la sucesión triangular de tres 1, no siempre empezando por el mismo
ángulo: iban y venían breves pensamientos regodeándose en la culpabilidad, la
complicidad y la impotencia, hasta que tomaban la forma de un cadáver
oscuro, a ratos amorfo, sobre un suelo más oscuro aún y, por fin, detenido en
la sucesión de los tres 1, como si me adentrara en el túnel de materia invisible
de un pensamiento sostenido, salí decidido a la calle.
Bajo el cielo nublado, disfrutando de una rara brisa fresca que me dio buen
ánimo, llevaba entre ceja y ceja la trilogía de unos, yendo y viniendo,
formando triángulos en los vacíos de mis pensamientos: cada triángulo
comenzaba con un 1 en el siguiente ángulo del que terminaba el anterior, en el
sentido de las agujas del reloj. Esa serie de triángulos de unos comenzó en el
vértice superior y se interrumpió cuando me vi parado ante la entrada del
estacionamiento: el portón estaba abierto de par en par, no vi a nadie y entré.
Llegué hasta donde había caído Guillermo Mirabal: me agaché junto al bloque
de motor con el que, en supuesto accidente, se golpeó la cabeza; aún tenía una
mancha de sangre (que me pareció una estrella de mar) y salpicaduras a su
alrededor; era notorio que en la parte del suelo de cemento rústico donde
estuvo el cadáver lo habían limpiado con mucha agua y algún detergente de
olor penetrante, de seguro con un cepillo de cerdas de alambre y con mucho
empeño e intensidad. ¿Por qué no harían lo mismo con el bloque de motor?
Al rato, sin darme cuenta de que se acercaba, el flaco guachimán estaba
detrás de mí, con mirada inquisidora y franca hostilidad me preguntó:
-¿Usted es periodista o policía?
Me levanté y volteé a mirarlo, con rabia por dentro pero disimulada con
cara de curioso inocente:
-Sólo curioseaba.
-¿Y cómo para qué?- me asqueó su tono de hostilidad amanerada.
-Por nada. Guillermo- dudé en llamarlo señor o nada más por su nombre de
pila- no era amigo mío que se diga, pero le tenía apreció- me sorprendió la
rapidez con que concebí esa mentira.
-Sea lo que sea, usted no debería estar aquí. Esto es propiedad privada y,
que yo sepa, usted no guarda carro aquí.
Me quedé mirándolo a los ojos, con ganas de asestarle un buen coñazo y
acusarlo a toda voz. Preferí lo que más me convenía y me le fui por debajo,
con aire conciliador.
-Disculpa la intromisión. Me dejé llevar por mis sentimientos. Como te
dije, yo apreciaba mucho a Guillermo, aunque pocas veces nos veíamos y
hablábamos. Por cierto, ¿sabes dónde lo están velando?
Se le relajó el rostro y se le apaciguaron la voz y la mirada.
-Está en la morgue de la policía científica, pero no sé qué harán con él
porque el pobre no tiene familia ni nadie que reclame el cadáver.
Y agregó con repugnante indiferencia y mayor amaneramiento:
-En algún lado lo sembrarán.
-Pobre hombre- le di la espalda, cargando con un pesar ajeno y volví a los
unos, doblegado por la injusticia, por un secreto que no podía destapar, aunque
valor no me faltaba para hacerlo, pero me atuve al consejo de Samuel.
Los pasos me llevaron a la plaza de la alcaldía, el único lugar fresco y
seguro durante el día; de noche, por un acuerdo tácito de libertad envilecida, la
policía la deja al antojo de caminadoras, rateros, drogadictos y degradada
gente sin techo. Está en el medio del cuadrado que conforman cuatro edificios
bajos de la administración municipal, con estrechas veredas entre ellos en cada
ángulo: en el centro, siempre con el respectivo testimonio de las palomas y el
pedestal lleno de ofensas y declaraciones de amor con pésima ortografía,
sobresale el busto de Pedro Montiel (el primer y más famoso cronista de la
ciudad), rodeado de ocho bancos de concreto. En uno de ellos encontré puesto:
en un extremo del banco, una señora emperifollada chismeaba por el celular;
en el otro, un tipo tal vez de mi edad, con aspecto e indumentaria a lo John
Lennon, estaba concentrado en un libro grueso, bastante manoseado y forrado
con hojas de una revista de deportes, y por momentos lo cerraba, marcando la
página con un dedo, y miraba hacia el cielo, a las claras pensando en lo leído.
Me picó la curiosidad de saber lo que leía y reí para mis adentros al suponer,
por puro capricho e incipiente desesperación, que ese libraco sucio y
manoseado era El sol de los días muertos, pero esa tonta suposición trajo
consigo una conjetura que en ese momento no me pareció descabellada:
¿podría ese hombre, detenido, al menos en su apariencia, en los años 60 y 70,
decirme algo sobre ese libro soñado, aunque fuese una imprecisa referencia o
asomar la posibilidad de su existencia en algún lugar del mundo? Y como la
chismosa del celular se marchó, reclamando a gritos unos reales, y quedamos
sólo los dos en el banco, me animé a buscarle conversación a Lennon:
-Disculpe la molestia, poeta- se me ocurrió que ese apelativo halagüeño
propiciaría su confianza-, usted que es hombre de libros, de leer libros, por lo
que estoy viendo, ¿conoce uno titulado El sol de los días muertos?
Lennon repitió tres veces el título, en voz baja, y miró fijó el frondoso
ramaje de una vera, al otro lado de la plaza, junto al portal del edificio de
rentas municipales, el más concurrido: filas de gente entraban y salían como si
ensayaran una escena de teatro o una fuerza inmaterial las empujara con el
cuidado necesario para que no chocaran unos con otros. Y como en las hojas
ni en las flores de la vera, ni tampoco en su memoria encontró respuesta
alguna, volteó a mirarme y me preguntó:
-¿Es un libro de poesía, de poemas?
-No sé, no sé de qué trata.
Por momentos imaginé a este Lennon tocando el piano junto a Yoko Ono,
como en el video de Imagine, y casi me río en su cara. Él se mostró interesado,
más de lo que yo suponía, y volvió con otra pregunta:
-¿Y sabe, al menos, quién es el autor?
-Tampoco.
Su decepción fue notable y temí que me tomara por un bromista descarado
o un loco que había encontrado con quien pasar el rato.
-No me la pone fácil, amigo- lo dijo con una seriedad que exigía respeto.
No podía decirle la verdad. ¿Decirle que lo había soñado? No podía: eso
me obligaba a contarle mi historia, a revelar mi situación y la de Samuel, me
hubiese expuesto ante un desconocido; podía ser uno de los perseguidores, de
los que nos vigilan. Inventé una historia baladí: en una larga cola, de cinco
horas de espera, para recibir la bolsa de comida que reparten los militares (un
festival de carbohidratos) por su generosidad nacionalista, estuve conversando
con un señor –ochenta años recién cumplidos- que antes de despedirse me
aconsejó que leyera ese libro, que en él encontraría respuestas a las principales
preguntas de la vida, las que ningún ser humano puede eludir.
Lennon se rascó la cabeza, puso el libro a un lado, con el cuidado de dejar
marcada la página por donde iba, se quitó los anteojos y me encaró con
apasionada extrañeza:
-Amigo -creo que iba a decir friend, pero se contuvo-, si ese libro existe, si
no es un invento del señor que se lo recomendó, tiene un título que yo llamaría
misterioso. Sólo puede ser producto de la imaginación de un verdadero poeta,
cuyos versos no resulta fácil interpretar, o es el título de una novela de
suspenso y fantasía, concebido por un narrador de esos que lo mantienen a uno
en ascuas. La verdad, y no es que yo haya leído muchísimos libros y menos
aún soy un erudito, es que si usted no me pregunta por ese libro, jamás me
hubiera enterado de su posible existencia –hizo una pausa y acercándome la
cara en actitud de amable confidente, dejó caer una pregunta que me causó
desconfianza y me atemorizó-. ¿No lo habrá soñado aquel señor? Y se lo digo
porque si alguna vez hubiera oído hablar, por lo menos, de El sol de los días
muertos, nunca lo hubiera olvidado por la rareza que representa.
Hice lo posible por mantenerme tranquilo, por no verme cazado en la
falsedad de mi historia y se me ocurrió lo que hasta ahora fue la más astuta
salida de aquella situación que, de haberse prolongado, hubiese sido
demasiado embarazosa y comprometedora.
-Voy a ser sincero. Cuando lo vi leyendo un libro, aquí en esta plaza, que
ya es cosa muy rara de ver, y además el único puesto vacío en todos los bancos
era éste donde estoy ahora, al lado suyo, lo tomé como una afortunada
casualidad y le juro por mi madre, a dos metros bajo tierra desde hace años,
que ese libro que usted está leyendo es El sol de los días muertos –Lennon rio
a carcajadas al escuchar estas últimas palabras y no sé por qué, al verlo reír, se
me pareció más al verdadero Lennon.
Y aunque fijé la mirada en el libro, ahora entre sus manos, como
preguntándole cuál era ese libro, no quiso decirme nada: sonrió mirándome de
lado y no dijo una palabra más. Entonces entendí que debía irme y me despedí
con forzada cordialidad y seguí con los unos en triángulos sucesivos hasta
llegar al apartamento.
*
Apenas entré al apartamento, Samuel me tomó de la mano y me llevó
escaleras abajo hasta la calle; de no haber hecho la resistencia necesaria me
habría arrastrado como una bolsa de basura.
-Quiero que veas algo y cuando estemos adonde vamos, te explico el
porqué de esta salida y puedes preguntarme lo que quieras- fue lo único que
dijo.
Tuve la impresión de que era más tarde de lo que creía y, más disparatado
aún, que era otro día, el día siguiente. Por momentos la actividad de la calle se
paralizaba (o así lo percibía yo) como esos videos que por la lentitud de
transmisión en internet se detienen cada tres o cuatro segundos. Cruzamos
calles, avenidas, veredas, plazas, terrenos baldíos y pasillos de edificios
abandonados hasta llegar a un bulevar atestado de viandantes y buhoneros de
todo género de mercancías. Nos sentamos en el pretil de una jardinera repleta
de desperdicios; Samuel estaba inquieto y sólo en ese momento reparé en su
deplorable semblante: ojeroso, despeinado y la mirada trémula; la vestimenta
arrugada y como de muchos días puesta, sin siquiera quitársela para dormir, si
acaso había podido pegar los ojos en toda la noche; encendió un cigarrillo
después de ofrecerme uno y de un acceso de tos que terminó con un grueso
escupitajo salpicado de puntos rojos.
A nuestra derecha, en el tronco ahuecado de una palma, un animal de
pelaje marrón rojizo y lacio, del tamaño de una rata de cloaca, asomaba su
hocico puntiagudo, chorreándole una baba blancuzca y espesa: me adentré en
sus ojos, negros y brillantes como un planeta quieto en la noche del universo y
una sucesión de imágenes, olores, sabores… me asaltaron: una gaviota
grisácea cayendo en un río turbio… en una pared mohosa se va dibujando el
rostro de una mujer desesperada… un penetrante hedor de mangos podridos…
la cara de Samuel cruzada por rayas rojas, rasguñada por una garra de plata…
cruces ondulantes en un cerro negro… el cometa que no veré nunca sobre el
recodo del hombre de los espejos… sabor a hierro oxidado y aprieto los labios
buscando un dulzor… los unos en sucesión triangular, rojizos y brillantes…
Samuel me empujó y casi caigo del pretil; luego me jaló por el brazo e
inclinándose hacia mí, me dijo en voz baja (aún pude ver algunos rostros que
no estaban ahí, en el bulevar: salían de mi pecho):
-Pon cuidado, Raimo. Mira hacia la izquierda y fíjate en la muchacha que
está sentada en un huacal, junto al vendedor de yuca. Detállala, pero con
disimulo, y luego me dices lo que hayas visto.
Era una trigueña aindiada, bellísima: unos ojazos negros, vivaces; cabello
de negro intenso, liso, brillante; labios carnosos, de una boca como dibujada
con talento lujurioso, debajo de la nariz perfilada y discreta, en el rostro de
cutis liso. Llevaba puesta una blusa rosada, de tela ligera, transparente, apenas
sostenida por dos tiras muy delgadas; pantalones cortos, de yines recortados;
las piernas firmes, moldeadas en arcilla consentida por el sol; y unas sandalias
también rosadas y también de tiras muy delgadas, exhibían unos pies finos, de
simetría impecable de los dedos, y era notable el esmero en cuidarlos para
afianzar la correspondencia con toda la belleza que con ellos se abre paso en el
mundo.
-Toda una belleza, Samuel. Como dirían en el barrio: un caramelo hecho a
mano. Pero, ¿no es muy joven para ti? Le calculo unos veinticinco años- le
dije, sin quitarle la mirada a la muchacha.
Samuel, sin alzar la voz, me respondió con rabia:
-¿Tú eres pendejo o te haces el pendejo? Quién te dijo que yo quiero algo
con ella o te traje aquí para que vieras cómo un hombre de sesenta años viene
a contemplarla, a babearse por ella, para después masturbarse en su casa.
-No he dicho nada de eso. Pero ¿cuál es tu afán para que viniéramos a
verla?
-Te dije que la miraras bien. Fíjate, ahora que se ha parado, en la
pantorrilla de la pierna izquierda.
Y como si nos hubiese escuchado, aquella belleza, de pie, se dio media
vuelta y quedó de espaldas a nosotros: nos brindó el desquiciante semicírculo
de sus nalgas (debe de ser todo un espectáculo verla en bikini) y en la
pantorrilla izquierda tatuada una imagen de la reina María Lionza, toda
desnuda a lomos de una danta, minuciosa en detalles, sin duda hecha por un
profesional.
-Aparte del hermoso culazo, ¿te fijaste en el tatuaje?- dijo Samuel entre
sonrisas burlonas.
-Claro que lo vi… y me impresiona tanto como su hermoso culo- le dije en
tono jocoso.
-Visto eso, vamos a un sitio menos transitado y más tranquilo- dijo
Samuel, palmeándome la espalda.
No sé cuántas cuadras caminamos. A las afueras de una biblioteca,
encontramos acomodo en un banco sombreado de una plazoleta. Hubo entre
nosotros un silencio prolongado, para refrescarnos y pasar el sofoco por la
caminata a paso apurado. Y llegó el momento en que Samuel se sintió en
condiciones de hablar y eso era lo que yo esperaba, presintiendo que lo oiría
disertar por un buen rato y sin interrupciones de mi parte.
-Raimo, llegó el día en que las paredes se estrechaban, unas contra otras, a
mi alrededor y las calles se hicieron inhóspitas y soledosas. Ya no era la
soledad natural que se lleva desde la cuna hasta la tumba: ahora se trataba de
la opresión urdida por los seres humanos, por ciertos seres humanos en
nombre de un credo, de la máscara de un dogma, de un futuro inalcanzable,
que nunca llegará. Y eso es lo peor, esa supuesta redención que abruma y
aplasta a cada individuo, al que quiere respirar a sus anchas y seguir sus
propios pasos.
“Así me encontré un día, sin disimulo posible, sin salida ni puerta de
emergencia. Por un tiempo me negué a aceptarlo, a enfrentar lo que ya era el
fantasma visible y palpable. Ya no era mi soledad de hombre solitario por
elección. Era la soledad del aislado, del marginado, del que no encuentra en
otro ser humano correspondencia, afinidad o necesario contraste para escuchar
y escucharse, para saber de sus caídas y de sus yerros, y de su miseria y de sus
pequeñas glorias. Me vi, entonces, entre hombres y mujeres resignados,
agobiados, desalmados, condicionados para soportar humillaciones y
contentarse con limosnas. En eso nos han convertido a casi todos, para eso
viven ellos (tú sabes a quiénes me refiero), para eso planifican, en eso
invierten todo su tiempo y todos sus esfuerzos, y con dinero, con mucho
dinero que no es de ellos. Es como vivir en un manicomio administrado y
dirigido por dementes uniformados. En eso se ha ido convirtiendo esto que
llaman país o patria o tierra soberana.
“Llegué a la desesperación por los caminos de todos los desengaños y de
todos los intentos fracasados por encontrarme con alguien, hombre o mujer,
con quien pudiese andar hombro a hombro. Me propuse no dejar avasallarme.
Opiné con discreción y maña en las redes, a veces con un lenguaje que, por ser
tan cuidadoso mi empeño, terminó en cifrado. En la calle, en cualquier
esquina, en los lugares públicos, guardé silencio y aparenté conformidad. Se
hizo mi manera de sobrevivir, con la protesta contenida y el reclamo atorado
en la garganta.
“Pensé en ti muchas veces. Pero sin pruebas que me asistieran, creí que te
habías entregado, que te habían doblegado. Sólo cuando supe de ciertas
desavenencias con Briseida, cuando supe que pasaba más tiempo en casa de
sus padres que contigo y tú pasabas días enteros solo, en tu casa, sin salir ni a
la puerta de la calle, fue cuando vislumbré que andábamos en el mismo
camino. Algunas líneas un tanto destempladas e imprudentes escribiste en las
redes, y ahí terminé de convencerme de que debía hablar contigo. Y cuando
estaba decidido a hacerlo, se presentó el sueño de ambos, compartido, o tal vez
un solo sueño tramado por nosotros o por el destino. Te llamé para contarte lo
que yo creía mi sueño, para acercarme a ti con la excusa de que era una alerta
soñada y resultó lo que ya sabemos”.
Hacía rato que un hombre con bragas azules regaba las coquetas y azaleas
de la jardinera externa de la biblioteca. Aunque me pareció que nos observaba
con descarada impertinencia, no impedí que Samuel se le acercara a pedirle
que le permitiera echarse agua en la cabeza y mojarse los labios con el chorro
lánguido de la manguera. Volvió Samuel a mi lado, chispeando agua mezclada
con sudor.
-Estuve a punto de quedar aplastado, de entregarme; pero quise
someterme. Supe que eso quieren ellos. Quieren pisotearte, convertirte en
seres que caminen por donde ellos quieren, que comas como ellos quieren y,
además, los aplaudas y los ratifiques en sus detestables cumbres. Quieren, y lo
han logrado con muchos, moldear a su antojo tu manera de ver el mundo,
hasta en lo más íntimo. Por eso me sobrepuse y me convertí en un caminante
contemplador y reflexivo. Preferí la algarabía de las guacharacas o el canto
mañanero del gallo o el canto del cristofué o de los canarios o de los chirulíes.
Sí, los preferí a cualquier discurso oficial, a cualquier proclama, a cualquier
declaración patriotera y falaz. Y en esa soledad de caminante encontré otras
voces y comencé a ver otro lado del mundo, quizás el único que vale la pena
honrar y preservar. Supe que había girado sobre mis talones para tomar otro
camino, pero esa decisión tiene un precio muy alto, un precio que no me
cansaré de pagar… y ya lo estoy pagando, aunque, por fortuna, ya no estoy
solo en ese camino. Estás aquí conmigo, Raimo, y eso no quiere decir que
cada uno siga con su soledad. Eso es infranqueable. Ya tú sabes que esa es
nuestra condición esencial. No estamos descubriendo el agua tibia, sólo hemos
llegado a donde todo individuo debería llegar.
Samuel se llevó la cara a las manos, respiró profundo; luego sacudió la
cabeza y las manos, miró a los lados; los ojos le brillaban de tanto desahogo y
de tantos sentimientos mezclados y, encarándome, continuó en tono más
pausado:
-Bueno, para seguir hasta el punto del que quiero hablarte, prosigo con los
hechos. Recapitulo. Lo necesito. Eso nos ayuda a ver mejor por dónde vamos.
“Le di mil vueltas a la manera de abordarte (parecía perdido en un río de
palabras, buscando las apropiadas), de llamarte a mi lado, a sabiendas de que
tú librabas tu propia batalla. Conociéndote como te conozco, no era difícil
presumir tus dilemas, que se resumían en uno: ¿me dejo avasallar o doy la cara
y un paso al frente? Entonces vino el sueño, el sueño que creyéndolo sólo mío,
me daba la oportunidad y el argumento para lanzarte una advertencia, casi una
súplica. Y… ¡aleluya!, era nuestro sueño, el sueño de ambos”.
Apoyó los codos en los muslos y volvió a llevar la cara a las manos; gotas
gruesas de sudor le bajaban por la frente y las sienes, y se confundieron con
unas pocas lágrimas inocultables.
Inmensas nubes de gris plomizo oscurecieron el día y una brisa con olor de
tierra mojada llegó hasta nosotros; Samuel aspiró hondo, se enjugó las
lágrimas y el sudor, y mirando fijo hacia la lejanía, continuó:
-Hemos hecho lo único sensato a nuestro alcance, aunque parezca fácil
tildarnos de irresponsables, cobardes y dementes. Seguir como estábamos era
dejarnos devorar por el monstruo, flotando como cadáveres en las aguas de
una invariable rutina, paralizante, castradora y, a fin de cuentas, mortal.
“Tomamos una decisión. Sí, es una decisión a la que casi nadie se atreve.
La mayoría prefiere dejarse llevar por la corriente y vivir, si acaso eso es vivir,
en el molde de la sumisión.
“Sé que ahora cuentas con tus propios signos. Has recibido señales, pero
prefiero que no me las comentes. No quiero influir en tus deducciones,
conjeturas y asociaciones (en ese momento se dieron ante mí, entre Samuel y
yo, los unos sucesivos en triángulo). Ni te molestes siquiera en insinuarlos.
Son tus signos y tus señales. Tú sabrás cómo entenderte con ellos. Pero voy a
otro punto.
“Fuimos al bulevar de los buhoneros con una sola intención. Insistí en que
te fijaras en la diosa del bulevar, la de la Reina tatuada en la pantorrilla. Ella
no está ahí todos los días, tal vez dos o tres veces por semana, sin día fijo. Con
eso le basta para cumplir con su trabajo: observar, escuchar, retener y llevar
información a sus jefes. En dos platos, Raimo: ella es informante. Y no se le
hace difícil porque hombres babosos de todas las edades se le acercan, le
brindan lo que a ella se le antoje. Ella les coquetea y con cualquier excusa se
queja de la situación del país, despotrica de quienes mandan y la indiscreción
y la necedad de sus deseosos interlocutores hacen el resto. Ya sabes a qué me
refiero.
“El tatuaje de la Reina en la pantorrilla, aparte de revelar su devoción, la
identifica con otras jóvenes que cumplen igual misión que ella. No quiero
decir con esto que todos los devotos de la Reina andan en lo mismo. Es sólo
un grupo de jóvenes, incluidos varones, de los que las autoridades (ellos, tú
sabes) se aprovechan de su fe para ganar lealtades con una mezcolanza de
religiosidad y política.
“Quise que la vieras para que tuvieses una prueba visible de que cada día
hay más “cooperantes”, como les llaman ellos, de los más variados aspectos y
oficios. Por ejemplo, la diosa del bulevar, según me han referido, seduce a
hombres y mujeres por igual en las tascas y restaurantes del norte, adonde va
gente de plata. Así gana prostituyéndose y consiguiendo información, si la
hay. Gana dinero y algunos privilegios por solo hacer lo que se espera de ella,
tanto para los clientes como para sus jefes. Y te estarás preguntando cómo he
llegado a saber todo eso. En principio, gracias a mi natural desconfianza en lo
que parecía la trampa perfecta para que yo cayera.
“Estuve yendo al bulevar varias tardes. Fumaba, observaba, pensaba y
también trataba de confirmar si un recogelatas, que suele andar por los
alrededores de donde estamos viviendo, me seguía, como estoy seguro de que
lo había hecho otras veces, Una de esas tardes, sentado en uno de los bancos
del bulevar, se me acercó un hombre de unos setenta años con el pretexto de
pedirme prestado el yesquero para prender un cigarrillo y se sentó a mi lado.
Me buscó conversación, quejándose de lo mal que la estamos pasando todos:
pésimos servicios públicos, todo carísimo y poca plata. Y de ahí en adelante,
palabras más, palabras menos, esta fue nuestra conversación:
“-¡Qué más le queda a uno si no es quejarse! Dígame usted, ¿qué más
podemos hacer?- me miraba como exigiéndome una respuesta afirmativa.
“-Así es- le dije con displicencia.
“-Pero tampoco es recomendable hablar ni quejarse mucho. Eso tampoco
está bien visto… usted sabe- ahora buscaba ganar mi complicidad.
“-Sí, hay que hablar sólo lo necesario. Si se tiene lo indispensable, ¿para
qué hablar tanto?- me defendí mostrándome conformista. Estaba seguro de
que no era hombre de fiar.
“-Y cuando se habla hay que saber bien qué se dice y a quién se le dice. Sé
que usted me entiende.
“-Eso creo- ya me estaba gustando hacerme el pendejo, más de la cuenta.
“Entonces, en actitud discreta y en voz baja, se soltó a hablar. Me contó
con lujo de detalles las actividades de la diosa del bulevar y me enseñó a tres
informantes más, dos buhoneros y un vendedor de café y cigarrillos
detallados. Y te parecerá extraño que, si siendo él también informante, por qué
delató a otros. Ahí, justamente estaba su artimaña. Encubierto con su
apariencia de viejo resignado y buena gente, pretendía aflojarme la lengua.
Claro, al verme varias veces en el bulevar, solo, sin hacer nada y sin hablar
con nadie, los informantes, con sobradas sospechas desconfiaron de mí, pero
creyeron más conveniente tirarme el anzuelo con ese tal Rubén Rojas, como
así dijo llamarse y te lo he descrito.
“¿Y cómo supe que él es informante? Primero, ya no confío en nadie,
aparte de ti. De manera que si se hubiese tratado de un mero viejo hablador de
pendejadas, tampoco le habría dicho nada inconveniente. Pero fue por pura
casualidad como lo descubrí.
“A los pocos días de haberlo conocido, andaba yo cerca del bulevar,
caminando y fumando para distraer la soledad y la inquietud, cuando comenzó
uno de esos aguaceros repentinos. Busqué refugio bajo el toldo de un
restaurante popular, en una de esas callejuelas inmundas de esa zona; me
recosté de la reja que protege una ventana angosta con un vidrio muy delgado
y muy sucio, pero aun así podía verse hacia el interior del restaurante. Hay
cuatro mesas de cuatro puestos y en una de ellas estaban sentados, frente a
frente, la diosa del bulevar y el tal Rubén Rojas. De una libreta de bolsillo,
puesta sobre la mesa, él le dictaba algo que ella transcribía en su celular.
Estaban muy concentrados en lo suyo como para darse cuenta de que yo los
estaba viendo. Con eso me bastó y salí disparado de allí hasta el apartamento.
Como verás, la cautela y la sagacidad reciben su recompensa del azar. Y con
eso, además, queda fuera de toda posibilidad el que yo padezca delirio de
persecución injustificado. Lo digo, Raimo, por si en algún momento lo has
pensado”.
Me limité a mirarlo. Y con esa mirada le ratifiqué mi confianza y mi
lealtad.
-Pronto anochecerá, Raimo, pero ya estoy por terminar. Ahora te diré algo
sobre el libro, sobre El sol de los días muertos. Yo no lo vi en nuestro sueño,
como bien sabemos, pero se me ocurre lo siguiente:
“El sol de los días muertos está por escribirse o está guardado en alguna
parte remota u oculta a los ojos indiferentes y por eso puede estar a la vista
pero inadvertido, como la carta robada del cuento que te leí una vez, el cuento
de Poe. O está donde sólo los ojos reverentes, posiblemente predestinados, lo
encuentren. Eso, hasta ahora, no lo sabemos. ¿Será que leerlo es descifrar el
mundo, como conjugar las teorías de las teorías para concertar una teoría final,
algo así como el hallazgo de la ley fundamental de las leyes del cosmos, tal
como, a mi entender, pretenden algunos físicos? Eso puede ser, Raimo.
“Y por último (ya la noche se acerca y no nos conviene andar en la calle,
es mucho riesgo), lo que viene, lo que nos falta por emprender. Debemos
marcharnos del apartamento de Nelson Iriarte. No podemos seguir allí”.
Por fin me atreví a interrumpirlo, aprovechando que le faltaba aire para
hablar de continuo.
-¿Y adónde iremos, Samuel? ¿Acaso deambularemos de un barrio a otro,
de un pueblo a otro, de una ciudad a otra o iremos a otro país, como tantos que
lo han perdido todo o han enloquecido por desesperación o buscando aires
serenos y de prosperidad?
-No, Raimo, iremos a la casa.
-Pero la casa ya no…
-Lo sé, Raimo. Pero podemos ir a la casa y quedarnos en ella.
-Pero está en penumbras, oscura, extraña y no siempre parece la misma.
-Podemos ir y quedarnos en ella. No tenemos otra opción. Ya estamos
rodeados y sólo nos están dando cuerda para que creamos que pasamos
desapercibidos.
No quise hablar más. Ya era de noche y la calle me asustaba.
No fue un regreso cualquiera. Lejos, muy lejos, entrevistas entre nubes
veloces, algunas estrellas brillaban más de la cuenta. Aparte de nosotros, en
las calles oscuras y raras apenas vimos doce niños comiendo de la basura de
los restaurantes, dos hombres famélicos peleaban por una botella de caña
clara.
Samuel me abrazó y dijo:
-Este es el término. Más no puedes ver, porque aquí ya lo hemos visto
todo.
*
Una y otra vez soy testigo del asesinato de Guillermo Mirabal. No he
podido sacarme de la cabeza su cadáver y me entran ganas de llegarme al
estacionamiento y, sin mediar palabras, caerle a coñazos al flaco amanerado y
acusarlo a toda voz. Pero hasta ahí llego, porque no me conviene. Me expongo
y conmigo a Samuel, y además de ser mi palabra contra la del flaco
amanerado y el tipo de la bicicleta: ¿alguien me creería? ¿Por qué no lo
denuncié al momento?, me preguntarían con malicia y desconfianza.
Dudas, acusaciones, preguntas y remordimientos me rodean, giran a mi
alrededor, se entrelazan, forman nudos, vienen como olas altas y sucesivas y
se van con la resaca.
Nunca había visto que mataran a alguien. Vi morir a mi padre, en paz y
cansado de sufrir una larga enfermedad, y mucho antes, cuando tenía doce o
trece años, vi morir a un hombre. Al norte del barrio donde nos criamos
Samuel y yo hay una avenida de dos canales a ambos lados de una isla de unos
diez metros de ancho; para entonces, a uno y otro lado de la avenida había
varios terrenos baldíos y en uno de ellos los muchachos del barrio jugábamos
beisbol casi todas las tardes y los fines de semana desde muy temprano. Un
sábado, un golpe seco, primero, y enseguida un estruendo de metal y vidrios
rotos interrumpió el partido: un carro (un Renault de maletero adelante y
motor atrás) se había estrellado contra un caobo alto y grueso de la isla; la
trompa del carro quedó arrugada y aplastada contra el parabrisas y el volante
quedó contra el pecho del conductor, que iba solo. Pudo el hombre salir del
carro, librándose del volante que lo oprimía: dio unos pasos al frente y volvió
sobre ellos (cinco pasos palante y cinco patrás, decía Rogelio, uno del barrio,
cada vez que lo contaba); luego, con lentitud calculada se sentó en medio de la
calle; tenía los labios blancos, el rostro le pasó de bronceado a pálido de
máscara de yeso, los ojos algo desorbitados y la mirada de quien busca algo
lejos de sí; después se acostó, también con lentitud, como si alguien lo
sostuviera por la espalda, se estremeció como un pez recién sacado del mar,
cerró los ojos y ahí quedó. Por mucho tiempo me asedió el recuerdo, la imagen
clara, de ese hombre muriendo y con los años terminé por agradecer ese
temprano encuentro con la muerte.
Pero ahora es distinto, es un asesinato y quizás yo sea el único testigo, y no
tengo manera de enterarme de lo contrario. Maneras de averiguarlo, las hay;
pero mi riesgosa condición de perseguido, de vigilado por quién sabe cuántos
informantes, me lo impiden. Me toca cargar con la culpa sin ser el asesino ni el
cómplice; me toca este forzoso silencio cómplice y no pienso contradecir las
prevenciones de Samuel: no le falta razón. Sé de sobra que Samuel no hará
nada por su parte: nos hemos resignado a la injusticia.
Han pasado varios días, más de una semana, que casi no veo a Samuel y
apenas cruzamos saludos. Sale antes del amanecer y regresa al final de la tarde
y se encierra en su cuarto. Cuando me supone dormido, se sienta ante la
computadora hasta pasada la medianoche, mientras yo, buscando el sueño,
revolcándome en la culpa por el asesinato de Guillermo Mirabal, paso las
horas viendo televisión y ansiando el momento de irnos a la casa de nuestros
padres.
A ratos he ido a lugares extraños, pero recuerdo poco o nada o todo
confundido. Sé que he estado corriendo en un bulevar penumbroso,
acompañado de animales mansos; han corrido a mi lado (sonrientes, aunque
parezca disparate) un gato, un cochino, una gallina y una iguana. Sé que
estuve en un aeropuerto y me inquietaba perder el avión que nunca abordé. Me
huyen los detalles de mis salidas, los unos en sucesión triangular se presentan
en parpadeos y el mundo, absolutamente todo, ha ido perdiendo su calmante
familiaridad. Nada parece igual y me asusto; tal vez por eso se acrecienta mi
disposición a marcharme de aquí, a buscar otros aires que no sean los de esta
ciudad cada día más deteriorada, más soledosa, más empobrecida y de infausto
destino sentenciado.
*
Sin pensarlo dos veces salí a la calle. Me empujaban la ansiedad y la culpa,
esas constantes enemigas de la calma y el sueño. Una lluvia de ráfagas recias y
espaciadas caía sobre las calles con pocos carros y peatones, sobre las
santamarías de los muchos negocios cerrados por quiebra o por falta de
suministros de los más diversos ramos, sobre las plazas cuyos bancos apenas
ocupaban decrépitos pensionados o indigentes, sobre el ánimo vulnerado y la
moral pisoteada de sus habitantes, que ya no son ciudadanos… si alguna vez
lo fueron.
Avanzaba sin saber hacia dónde, con dos sentimientos chocando como dos
ríos que confluyen impetuosos en un mismo cauce: la indignación por la
ciudad empobrecida, atristada y agonizante, y la alegría de caminar bajo la
lluvia caprichosa e indecisa, sin importarme mi destino. Supuse que los pocos
que se cruzaban conmigo o alguien aburrido que me viera desde un balcón o
resguardándose de la lluvia bajo el toldo de un negocio o del techo saliente de
un edificio, me juzgaría dichoso, imperturbable y decidido. Si esa era mi
apariencia, me libraba de cualquier sospecha, aunque mi cordura estuviese en
entredicho.
Una ráfaga de lluvia más intensa, un aguacero de gotas gruesas que
chasqueaban al estrellarse contra el pavimento y producía un ruido tormentoso
al caer sobre los toldos de metal de apartamentos y tiendas, me hicieron apurar
el paso hasta encontrar el único local con las puertas abiertas: una funeraria.
En un corredor externo, techado, a ambos lados de una de las capillas de la
funeraria, había diez sillas plegables de metal, adosadas a la pared; apenas
estaban ocupadas seis, por cuatro hombres y dos mujeres, ancianos y flacos.
Me miraron con temerosa curiosidad y antes de que me preguntaran algo o me
corrieran, les dije que me quedaría hasta que escampara. Eso los tranquilizó y
una de las señoras me ofreció café: fue a un cuarto estrecho, contiguo a la
capilla, y volvió con el café en un vaso de plástico; me preguntó si fumaba,
asentí con la cabeza y sacó dos cigarrillos de un monedero apretado en el
sostén. Saboreando el café y el cigarrillo, le pregunté por el muerto y me echó
el cuento, que duró más de otro café y dos cigarrillos.
-Era mi hermano. Estaba por cumplir 59 años. Lo mató la pobreza, como
nos está matando a muchos. De no ser por lo difícil de conseguir el antibiótico
que necesitaba y que cuando lo conseguimos era demasiado caro, no estaría yo
aquí contándole esta desgracia ni él metido en ese cajón prestado.
“No sabemos de qué le vino una infección tan arrecha, tan violenta, que
llegó a tener pus hasta en el alma. Tres veces lo abrieron para limpiarlo, pero
nada, volvía a llenarse de pus y, la verdad sea dicha, llevaba días oliendo a
muerto hasta que perdió la batalla, la única que nadie gana”.
No pudo evitar las lágrimas y se le quebró la voz. Hacía rato que el
aguacero había cedido a un velo de llovizna, acompañado de una brisa fría;
pero como le caí bien a la señora y necesitaba desahogarse, la complací
escuchándola con verdadera paciencia.
-A muchos nos está matando la pobreza y Jesús no era la excepción, y más
él que era artista, poeta y buena gente. Desde muchacho siempre andaba con
libros y hacía teatro y también era cuenta cuentos. Esa era su vida y usted debe
de saber que aquí, en este país, los artistas, los poetas, a menos que sean
gobierneros, pelan más bolas que un fugitivo, se mueren de hambre. Pero digo
gobierneros de los avispados, de los que están con los de arriba, y no como
Jesús, que era partidario del gobierno, pero de los limpios, de los ilusos.
“El caso es que escribía y, sabe una cosa, lo último que escribió, y lo sé
porque le puso fecha y lo encontré entre los papeles que cargaba en el morral
que siempre llevaba terciado. ¿Y sabe qué era? Un sueño y ese sueño, por lo
que leí y si mi ignorancia no me engaña, presentía su muerte, la pintaba
clarito. Y ese sueño con otros escritos de otros sueños, anécdotas y situaciones
muy raras ya iban formando un libro”.
Me crispé y pensé en El sol de los días muertos. De ahí me salió una
pregunta al rompe:
-¿Cuál era el nombre completo de su hermano?
-Jesús Ramón Arcila Martínez. ¿Y por qué lo pregunta?
-¿Y ese libro ya tenía o tiene título?- me costaba ocultar mi curiosidad
exagerada, impertinente.
-Que yo sepa, no- la señora, aparte de extrañada, puso cara de estar
inquirida por un loco.
En unos segundos de silencio estuve debatiéndome con dudas y preguntas:
¿le hablo de El sol de los días muertos?, ¿qué pensará esta señora de mí si le
echo todo mi cuento?, ni siquiera sé quién es ella.
No me convenía demorarme allí. Si la excusa para quedarme era la lluvia,
apenas lloviznaba y, además, la tarde avanzaba y muchas cuadras me
separaban de mi refugio.
Una súbita pregunta de la señora rompió el silencio:
-¿Por qué le interesa tanto ese libro de mi hermano?- no pudo ocultar la
aprensión.
Me sentí descubierto, delatado por mi necia obsesión y mi curiosidad sin
embozo. Una vez más, apelé a la ocurrencia del momento:
-Siempre me ha llamado la atención la gente que escribe libros. Es un
talento con el que no nací y menos tuve quien pudiera enseñármelo.
Eso, en apariencia, le calmó la malicia y para evitarme probables
complicaciones o arranques de imprudencia, me despedí con amables muestras
de respeto y de solidaridad con su pena. Volví a la calle aún sin ganas de
regresar al apartamento, aunque por un momento tuve la impresión de que
estaba en mi cama y andaba por ese otro mundo donde aún está en pie la casa
de mis padres.
Me propuse evitar todo pensamiento, detener el río interior, de la manera
como me había enseñado Samuel: uno camina, la frente en alto, y no enfoca la
mirada en nada; apenas uno la fija en algo, cambia a otro punto, de izquierda a
derecha y de derecha a izquierda; parecido al paneo de una cámara, sin apuro.
Y esa vez, a diferencia de otras, se me vinieron encima viejos recuerdos,
recuerdos de la infancia y de la adolescencia. No eran los recuerdos en sí: era
lo sentido en esos momentos. En eso, la extrañeza del mundo, de las cosas, de
mí mismo y una nostalgia no sé de qué, una nostalgia de algo indefinible, una
nostalgia de algo inexpresable, una nostalgia de algo perdido cada día:
nostalgia de una gloria sin tiempo. Y con poco cuidado de mi seguridad,
caminé cuadras y más cuadras, atravesé parques solitarios, plazas de
malvivientes, barrios de pésima reputación; me detuve en callejones de
transacciones ilícitas, entre tipos armados y malévolos, entre mujeres
borrachas y drogadas, dispuestas a abrir las piernas al precio más bajo y sin
regateo. Anduve con lo antes sentido y con lo que ahora sentía, sin detenerme
en nada, sin concentrarme en nada; suelto de todo interés y de toda intención,
ajustado al paso del sol, al paso de la Tierra, sin ánimo de entender ni explicar
nada y era el viento y lo que el viento rozaba o se llevaba.
Al anochecer estaba en la sala del apartamento tomando café y fumando,
esperando que Samuel saliera de su cuarto. Tardó más de una hora. No me
importó esperar; no tenía prisa.
Desde los días de su divorcio y de sus frecuentes borracheras, no le había
visto a Samuel el rostro tan descompuesto y la actitud angustiosa; en contraste,
su vestimenta era impecable: camisa y pantalón casi nuevos, bien planchados;
zapatos lustrosos y de poco uso, y medias nuevas, azul marino, en
combinación con el pantalón del mismo color. Pese a lo que delataban su
rostro y la inquietud de sus manos, me permití bromear:
-¿Y dónde es la fiesta?
Sonrió de lado, con expresión de pésame sentido. Y sólo después de un
rato inquietante y encender un cigarrillo, se dignó a hablarme:
-Un filósofo dijo esta gran verdad: somos los invitados de la vida. Y digo
yo: una vez en ella, en la vida, nos toca elegir qué haremos y adónde vamos. Y
eso es lo que tú yo hemos hecho y seguiremos haciendo. Ya elegimos. Ya no
podemos seguir aquí.
Se puso de pie y me miró con ternura, con lo mejor de su afecto filial y me
dijo, entre melancólico y solemne:
-Estoy vestido así, porque así espero llegar a nuestra casa. He estado un par
de veces en ella, en estos días, y está muy desordenada y no he podido, por
más que me esfuerzo, ponerla en orden, arreglarla un poco. Mucha gente entra
y sale, no siempre, pero lo suficiente como para que parezca una fiesta.
“Yo espero que hagas lo mismo, que vistas bien y tratemos de llegar a ella
con buen ánimo. Por ahora voy a dar una vuelta por aquí mismo, por el
vecindario, para despedirme de este lugar y a ver si me alegro un poco”.
Me indicó que me levantara. Lo hice, dio un paso y me abrazó:
-Ya no nos veremos más aquí. Nos veremos allá, en la casa.
Salió enjugándose las lágrimas.
Ya es noche avanzada; no sé la hora exacta. Me vestiré con lo mejor que
encuentre y me acostaré.
Tal vez en la casa dé con El sol de los días muertos, tal vez alguien nos lo
lleve o tal vez lo escribamos Samuel y yo.
Puede ser.

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