Ten cuidado con los sueños: son la sirena de las almas.
Ella canta. Nos llama. La seguimos y jamás retornamos. Flaubert
En un sueño quería escapar de un sueño
Un sueño
Llegamos al potrero de los arcos cuando la noche se acercaba. Un viento
entrecortado levantaba breves cortinas de polvo. En el travesaño de uno de los arcos estaban posados, muy juntos, dos zamuros y debajo de ellos, como un portero inquieto, un gavilán primito iba de uno a otro poste picoteando la tierra seca. Samuel se sentó en el tronco de un árbol caído y encendió un cigarrillo. -Esta vaina es como fumar gamelote, pero es lo único que puedo comprar- dijo con viciosa resignación. -Falta de plata… -… dolor incomparable. Nos reímos. A Samuel le dio por recordar quién sabe cuántos goles había metido en esos arcos en sus días de volante estrella del Corsarios; en aquellos días en que se jugaba fútbol allí (ahora un terreno pelado y con desperdicios de vidrio y plástico por doquier) y la gente de varios barrios se agolpaba a los lados del campo y detrás de los arcos para aupar a sus equipos, tomar cervezas y aguardiente y pasar un domingo eufórico. Me pesaba cortarle sus emocionantes remembranzas, pero por la oscuridad incipiente me vi obligado a decirle: -Vámonos, Samuel. Debemos seguir. No es nada bueno que nos agarre la noche a cielo abierto. Se puso de pie, con los ojos aguados, me dio una palmada en el hombro y seguimos nuestro camino. Por ahora debíamos llegar al principio del bulevar 19 de Abril, a la plaza de las dos capillas: contiguas al bulevar, una a cada lado de la casa parroquial. Al llegar a ese punto pautado para esa noche (debíamos ir por etapas y no apresurarnos más de la cuenta), nos salieron al paso tres pequeños perros, dos blancos y uno negro, de raza indefinida; luego se nos acercaron, saliendo de calles aledañas y edificios abandonados, varios indigentes a pedirnos algo de comer, pero no teníamos nada que pudiese atenuar su hambre ni la nuestra. Al ver que no conseguirían nada de nosotros y como les hablamos con firmeza y sin miedo, fueron desapareciendo por donde habían venido. Samuel entró a una de las capillas seguido por los tres perritos y allí se quedó hasta el amanecer. Yo me quedé a la entrada de la otra y ahí pasé toda la noche, en vela: no quise entrar porque sentí (¿o me pareció sentir?) que adentro había muchas ratas correteando como si estuvieran en un parque diseñado para ellas. Amaneció nublado y una brisa fría como una enorme culebra recorría las calles y se metía hasta los huesos. Samuel salió renovado de la capilla: con cara fresca y buen ánimo, seguido por los tres perritos. Había mucha gente en el bulevar, toda de mal aspecto y con ropas viejas y zapatos gastados; al menos nadie parecía a quienes nos buscaban… y aún nos buscan. Nos alcanzó para comprar un café negro pequeño para los dos y fumamos, sentados en un banco como dos buenos vecinos, esos cigarrillos de gamelote que nos abrasaron los pulmones. -Antes del mediodía deberíamos estar en el centro. Nelson dejó las llaves del apartamento con la cajera de una tienda de ropa en la planta baja del edificio. No olvides que somos unos primos de Barquisimeto… por si nos preguntan. Eso fue lo que Nelson le dijo a esa muchacha- dijo Samuel, al tiempo que se despedía de los perritos. Y éstos parecieron entenderle a cabalidad porque ahí mismo volvieron a la plaza de las capillas. -Debemos caminar sin apuro, mostrarnos relajados y en cierto modo indiferentes. No podemos perder la oportunidad de refugiarnos en el apartamento de Nelson. Aunque de destinos muy disímiles, Nelson y Samuel son amigos desde la primaria. A Nelson su participación en la política le ha rendido beneficios: supo anotarse a ganador y la suerte no le ha sido esquiva. Samuel probó graduarse de algo y no terminó ninguna de las tres carreras que empezó, tuvo un paso fugaz por el fútbol profesional en un tiempo de salarios miserables y terminó de entrenador de categorías menores hasta que el alcohol lo sacó de las canchas y le hizo imposible toda vida conyugal; y ahora lleva años sin probar un trago y sobrevive en un aire de misticismo muy particular. Conforme nos acercábamos al centro era más la gente y era peor su aspecto, pero, a decir verdad, nosotros no desentonábamos en aquella multitud hambrienta, casi sonámbula, aglomerándose a las afueras de las ventas de arepas y empanadas, y aún más entre los puestos de frutas y verduras de los mercaditos callejeros. Volvimos a fumar para distraer el hambre alborotada por los olores de los comederos, sobre todo por uno de cochino frito y cachapas. -Esta ciudad está cubierta de tristeza y resignación- dijo Samuel. -Nosotros hemos buscado otros asideros, pero también caminamos por la orilla del mismo barranco. -Ya no hay rostros distintos, sólo opacas expresiones en rostros transidos. -¿De qué quiere disfrazarse esta ciudad?, ¿qué cara quiere darle al mundo quien gobierna las estrecheces de estas tierras? -Necesitamos ese refugio al que vamos. -Allí debemos construirnos un mundo y no evadirnos. Comenzó a lloviznar y los viandantes, como si le temieran al agua, corrían a refugiarse bajo los toldos y a la entrada de los pocos negocios abiertos. Nosotros seguimos por el medio del bulevar sin importarnos si llamábamos la atención porque, sin hablarlo, nos pareció más conveniente que apretujarnos con tantos desconocidos que, con cualquier excusa, nos buscarían conversación. Un estrecho claro en el manto grisáceo del cielo permitió la aparición de un arcoíris entre dos edificios cercanos; Samuel lo consideró de buen augurio. Por fortuna, sobre todo porque la única ropa la llevábamos puesta, cuando la llovizna se convirtió en aguacero cerrado ya estábamos frente a la tienda donde nos entregarían las llaves del apartamento. Apenas nos vio entrar, la cajera nos miró de pies a cabeza y nos dijo: -Ustedes deben de ser los primos del señor Nelson. No era difícil adivinarlo: allí sólo venden ropa interior femenina y al entrar dos hombres con cara y pinta de desarrapados, sólo podía tratarse de los parientes necesitados del señor Nelson. Nos entregó un manojo de tres llaves; se lo agradecimos y apurados entramos al edificio. Subimos hasta el cuarto piso en un ascensor que daba trancos y se agitaba como coctelera; de una vez juramos subir y bajar por las escaleras, mientras nos lo permitieran las piernas y los pulmones de fumadores, con tal de no convertir los ascensos y descensos en un reto para los nervios y el corazón. La generosidad de Nelson y su afecto por Samuel se manifestaron en la despensa y en la nevera: según calculamos a vuelo de pájaro, entre ambas había, bien administrada, comida para dos semanas; y así fue. Después de la satisfactoria comprobación de que nos libraríamos del hambre por ese lapso, recorrimos el pequeño apartamento y cada quien escogió su habitación: son dos habitaciones, un baño, una sala comedor y un estrecho rectángulo conforma la cocina y el lavandero; los muebles están limpios y en buen estado, casi nuevos; una biblioteca de un metro de ancho, de piso a techo y de cinco tramos, con libros apilados sin orden alguno; un televisor y una computadora: todo suficiente para dos tipos sin posesión alguna y destino incierto. Hicimos unas arepas y freímos unos huevos y comimos con apetito desaforado. Descansamos hasta el anochecer y al levantarnos montamos café y lo tomamos y fumamos al mismo tiempo con fruición. Debíamos concentrarnos en los próximos días, en seguir siendo extraños inocuos e indiferentes ante los ojos de nuestros vecinos y de cualquiera en la calle. Estábamos en la sala; Samuel acostado en el sofá y yo sentado en una de las butacas. Cerramos el ventanal porque el ruido de la calle, cornetas y sirenas, nos atormentaban y ya añorábamos el silencio perenne del suburbio donde vivíamos antes. Samuel es obsesivo y desde que dejó de beber se empeña más por rebasar ciertos límites comunes: -De no haber sido por ese sueño, nuestro sueño, ¿quién sabe dónde estaríamos ahora? -Tal vez no habría pasado nada, pero ya no podemos saberlo. Al menos por ahora. Fue una gran coincidencia. -¿Coincidencia?, ¿crees que fue sólo una coincidencia?- se mostró apasionado, casi ofendido. -Entonces, ¿qué fue? -Ya deberías saberlo. No siempre estamos en el espacio y el tiempo de todo el mundo. -Lo que sea, lo que haya sido, no deja de asombrarme. Hace dos meses mi esposa fue a pasarse el fin de semana en casa de nuestra única hija y su familia en Charalleva; nuestros dos nietos son la única razón de su existencia y son los únicos a quienes les dispensa cariño sincero. El sábado, a eso de las tres de la mañana, desperté sobresaltado por un sueño muy vívido; juraría que no se trataba de un sueño, pero no encuentro otra manera de llamarlo: íbamos Samuel y yo por una callejón en penumbras (tal vez a la misma hora en que lo soñaba), asustados sin saber por qué, y salimos a una avenida iluminada, parecida a cierto tramo de la avenida Bolívar de San José de Tucupío, y apenas estábamos allí aparecieron cuatro o cinco hombres de muy mala presencia y muy agresivos; uno le gritó a Samuel: -Tú andas en reuniones sospechosas y sabes que eso no se debe. Y otro me gritó a mí: -Has escrito en Twitter vainas contra el gobierno. Corrimos de vuelta por el callejón y logramos entrar a un salón amplio, como los de los evangélicos o los de los testigos de Jehová, donde había mucha gente reunida. Todos hablaban al mismo tiempo y no se entendía lo que decían. Algunos nos miraban de reojo y nos señalaban; nos pareció que en cualquier momento nos atacarían y Samuel me tomó por el brazo y casi me arrastró hasta la puerta; allí me solté porque a un lado de la puerta, en el piso, había un libro, grueso y de gran formato, como una Biblia; lo abrí y aunque estaba escrito en español no comprendía el sentido de las palabras; lo cerré en intenté levantarlo pero no pude, como si estuviese pegado al piso; entonces me fijé en la tapa: en grandes letras doradas, sobre un sol también dorado y brillante decía: El sol de los días muertos. Samuel volvió a tomarme por el brazo y corrimos hasta un descampado bajo un cielo oscurísimo. Y Samuel dijo en tono de resignación: -Debemos escondernos. Estamos en la mira de ellos. Y desperté o volví a mi habitación, a mi cuarto, a mi cama. A la mañana siguiente, faltando cinco para las ocho, Samuel me llamó por teléfono: -Raimo, tal vez te parezca una tontería, pero anoche o, mejor dicho, a las tres de la madrugada desperté asustado por un sueño. Samuel había soñado lo mismo que yo, a la misma hora, con los mismos detalles, menos uno: él no vio el libro, pero es comprensible: en nuestro sueño él iba unos pasos adelante, apurado por huir. Eso nos extrañó y fortalece la creencia (o certeza) de Samuel de que no se trata de un sueño. Volviendo a nuestra primera noche en el apartamento de Nelson Iriarte, cuando me refería de nuevo al libro, ambos miramos hacia la biblioteca y Samuel se incorporó de un tirón y con un paso largo ya tenía todos los libros ante él. Los revisó uno por uno: ninguno con el título que esperábamos encontrar. Verifiqué, en el tramo inferior del mueble de la computadora, si el módem estaba funcionando: afortunadamente había conexión a internet y allí buscamos: tampoco dimos con libro alguno con el título soñado. -Debemos encontrar ese libro… si existe- hizo una pausa de reflexión y tras una bocanada de humo, dijo con un brillo de intuición en los ojos: o será que está por escribirse. -¿Y quién lo escribirá? -Tal vez nos toca a nosotros. -Pero Samuel, eso es absurdo. ¿Cómo vamos a escribir un libro sin saber ni tener nada que decir? -Creo que pronto sabremos lo que debemos decir… aunque eso te parezca un soberano disparate. Confieso que no pocas veces Samuel me asusta, pero igual confío en sus pálpitos y en sus afirmaciones; de no ser así, no estaría con él en este apartamento como un refugiado, en una vida paralela. Ya el solo hecho de ser mi hermano mayor, mi único hermano, le otorga confianza y autoridad a sus palabras, aunque muchas veces no sabe de dónde le vienen, así como tampoco sabe de qué o de quiénes huimos. Dejé a Delia y el cariño de mi hija y de mis nietos por refugiarme con Samuel, sin la mínima seguridad de que somos perseguidos y nuestras vidas corren peligro. Todo por ese sueño o lo que parece un sueño y no lo es. Nos ha tocado saber cómo viviremos y si esta realidad confirma al menos una parte de lo que nos ha convertido en fugitivos. Vivir en esta tensión puede llevarnos, no sé… ¿a la común demencia de dos hermanos? ¿Acaso será casualidad que la única forma de ausentarme de mi trabajo por dos meses fue pagarle a un inescrupuloso burócrata del Seguro Social por un reposo firmado por un psiquiatra (si la firma no es falsificada) por “estrés laboral”? Algo sí puedo asegurar: desde el día de la llamada de Samuel para contarme el sueño compartido, vivo en aires de extrañeza: el mundo ha perdido su cariz familiar, y eso me impele a buscar distracciones inmediatas en la televisión o conversando con Samuel sobre cualquier tema baladí. Eso, cuando se torna muy intenso, es como un amague para devorarme. Ya en el camino, eso se acrecentaba: algo parecido a un ahogo, al salir de una pesadilla, al despertar en un lugar ajeno en el que, por segundos, no recordamos habernos dormido. Veníamos acalorados y sedientos cuando encontramos un poco de alivio en la amplia y cerrada sombra de un mamón solitario, a un lado del camino, puesto allí para caminantes desafortunados. Bañado en sudor y con la boca reseca me dejé caer, apenas recostado del tronco del árbol; Samuel daba vueltas como un sabueso desesperado por reencontrar un rastro. Al rato, no sé cuán largo porque el tiempo se me hacía dilatado por la mucha sed insatisfecha y la rareza del momento y del lugar, Samuel dijo: -Por aquí cerca hay un barrio, un caserío de gente del mal vivir que ha huido de las ciudades. -¿Y?- pregunté con miedo. -No te preocupes. No nos pasará nada porque no tenemos nada y nuestras caras lo pregonan. Les pediremos agua y seguimos nuestro camino. Por un sendero empinado de muchas piedras atravesadas, alguna vez lecho de una quebrada, ascendimos con el sol azotándonos las espaldas y a mí la lengua se me hacía de cartón en la boca sin nada de saliva. Precisar la longitud de ese sendero de muchas piedras me es imposible, además, el sólo recordarlo me traen la sed y el calor con la misma imponencia de aquellos momentos. Y llegamos a un plano de tierra blanca y floja donde están asentadas cinco hileras torcidas de ranchos de bloques sin frisar o de maderas viejas y desiguales o de láminas de cinc, la mayoría oxidadas, al igual que las de los techos de todos esos ranchos, que, sin ser muy grandes, al menos sirven de refugio y para propiciar la intimidad. En el frente de uno de los primeros, a la derecha, estaban cinco hombres a la sombra de un cují, sentados en círculo, unos en cuñetes vacíos boca abajo y otros en bloques de cemento. Samuel se adelantó y se les acercó con su acostumbrada confianza y decisión; les pidió agua y con un gesto de la boca, un gordo, descalzo y sin camisa y unos pantaloncillos muy cortos, le señaló el grifo de una batea adosada al rancho de al lado. Volamos hasta el grifo, desesperados, y con un vaso plástico que estaba tirado en el suelo, después de quitarnos la camisa, nos bañamos hasta la cintura, sin importarnos que también se nos mojaran los pantalones, y nos apipamos de esa agua turbia, nada pendientes de una pronta diarrea o una futura amibiasis. Refrescado el cuerpo y calmada la sed, volvimos a donde estaban nuestros indiferentes benefactores y fue cuando reparé en que uno de ellos comía con afán las hojas de un helecho de espiga como si fuesen de lechuga u otra verdura sabrosa, y los otros cuatro, escarranchados en sus peculiares asientos, lo miraban y reían a carcajadas por la cara de estupefacción que Samuel y yo no podíamos disimular. Preferimos no demorarnos allí, pero cuando nos despedíamos y les agradecíamos por el agua, un carro nuevo y sin placas se detuvo junto a nosotros, seguido de una polvareda urticante. El comedor de hojas de helecho, con la boca atiborrada, pudo exclamar: -¡Por fin llegó la árabe! Del carro salió una mujer de cabello negro encrespado, muy blanca, con un vestido corto de generoso escote y de muchos colores vistosos, que dejaba ver unas piernas que se correspondían con el anunciado gentilicio, sobre todo por el grosor en el encuentro de pantorrillas y tobillos. Y me miró a los ojos y el verdor brillante de los suyos me asustó, me sonrió con descarada coquetería y lascivia y siguió hasta donde estaban los hombres que, según entendimos Samuel y yo, llevaban horas esperándola. Nos fuimos, pero me quedé con esa mirada acechándome con frecuencia. Eso, eso asediante, también era los ojos de esa mujer, más allá de su manifiesta vulgaridad. Se lo comenté a Samuel y se limitó a decir: -Ese es el otro lado del mundo. Acostúmbrate a vivir con él. Eso intento, pero no es fácil; sobre todo en esta, nuestra, soledad agobiante, casi siempre encerrados en este apartamento, fugitivos sin saber por qué y por quiénes. Lo mismo sentí cuando encontramos al hombre de los espejos. Así lo llamamos nosotros. Cuatro kilómetros después del último cruce de caminos, viniendo desde el sur, hay un viejo cuartel apenas ocupado en un ala por milicianos viejos y barrigones en su mayoría, y algunos jóvenes que, con armas menos letales, se encargan de las mujeres refugiadas desde hace años en tiendas de campañas levantadas en el patio, al parecer para siempre. El resto del cuartel, en escombros, resulta inhabitable desde un incendio provocado por manos desconocidas: partidarios del gobierno y sus adversarios se culparon mutuamente, pero es evidente que ni a unos ni a otros les ha interesado que se sepa la verdad. Entre la carretera y la cerca perimetral del cuartel hay sólo un espacio sombreado por una ceiba y dos acacias, y allí tiene su hogar el hombre de los espejos. Apenas nos avistó se deshizo en gritos y señas, llamándonos a su rincón a cielo abierto; no era difícil suponer su afán. Nos recibió con exagerada cortesía y con un ademán como pase de torero nos invitó a sentarnos en un tronco seco. Pegados a los árboles y a la malla de la cerca del cuartel había pedazos de espejos de diferentes tamaños y formas irregulares (conté veinte), y ante ellos, después de recibirnos, comenzó a pasearse, ensayando ante cada uno muecas desde la más amanerada afectación hasta varias de rasgos sanguinarios. Samuel fumaba y lo observaba con displicencia, pero yo, procurando no mostrar miedo, sentí la oleada de eso que era aquel hombre, su mundo de espejos, el atardecer pálido, la brisa susurrándome en los oídos, el sol hundiéndose entre lejanos cerros oscuros y un olor vegetal y de tierra húmeda aspirado con nostalgia y haciendo de mí un sentir pleno y difícil de soportar. El hombre de los espejos se acuclilló ante nosotros; ahora sería otra su representación. Yo no me sentía capaz de hablar; sólo estaba para ver y escuchar. Y esto, más o menos, hablaron Samuel y el hombre de los espejos. -Yo sé, señores, que ustedes no me negarán una ayuda. -Si se trata de dinero, más bien estamos para que nos ayuden- dijo Samuel, a punto de soltar una carcajada. -Los señores no parecen tan necesitados, aunque traen una pinta bastante desarreglada- se esmeraba en ocultar su decepción. -No sólo tenemos pinta desarreglada, sino que aparte del camino y la ropa que llevamos puesta, no contamos con nada- Samuel le hablaba en tono risueño. -Entonces los espejos me engañaron o usted no dicen la verdad- estaba bregando con la acritud y la decepción, pero no perdía la compostura. -Los espejos suelen mentir. Muchas veces “dicen” o reflejan lo que queremos. Eso podría ser en nuestro caso y lo que de nosotros le “dijeron” los espejos- Samuel disfrutaba su improvisada disquisición. -Se equivoca usted, señor. Los espejos no mienten, por eso yo tengo tantos. -Bueno, la cantidad podría comprobar lo que le he dicho y, por cierto, ¿por qué tantos espejos a ras del suelo?- Samuel señaló a los varios espejos que así estaban dispuestos, adosados a la cerca y al pie de los árboles. -Son para las ratas. Ellas viven en el cuartel, en la parte destruida y abandonada, pero se empeñan en venir a comerse lo poco que tengo y si me descuido, sería su desayuno, almuerzo y cena. Por eso duermo rodeado de espejos que guardo de día en aquella caja- la señaló con la boca. Samuel se divertía con el hombre de los espejos, siguiéndole la corriente: -¿Y cómo lo protegen los espejos de las ratas? -Lo supe por un mensaje en un sueño- sin duda el hombre de los espejos tenía ánimo de conversar; quién sabe desde cuándo no se le daba la oportunidad-. Una noche soñaba que una catira que conocí hace años por fin se fijaba en mí y en el sueño, toda provocadora, me mordisqueaba una oreja y resulta que cuando desperté, todo emocionado y con esto templado -se apretó el escroto-, era una maldita rata, grande como un conejo, que empezaba a comerme una oreja y de un manotazo me la quité de encima. Me daba miedo quedarme dormido porque esa desgraciada le había cogido el gusto a mi pellejo. Así pasé varios días, sin pegar un ojo. Entonces, una tarde, como a esta hora, el sueño me venció y en el ratico que dormí soñé que mi mamá me dijo: hijo, ya que te tocó vivir así, sin mujer ni otro techo que el mismo cielo, debes cuidarte más que nadie y mostrándome un espejito que sacó de la cartera me dijo que pusiera espejos a mi alrededor y que pusiera unos muy cerca de mí y aunque durmiera con un kilo de carne cruda y sangrante sobre mi barriga no se me acercarían. Y así lo he hecho desde ese mismo momento, por lo que tuve que robarme unos cuantos en baños de bares y en tiendas. Samuel, mostrándose crédulo y convencido, le dio razón y le aconsejó que rezara antes de dormir para completar la protección, y como tres garzas negras pasaron sobre nosotros en ese momento, Samuel interpretó que debíamos seguir nuestro camino. El hombre de los espejos no pudo evitar su descontento cuando comprobó la imposibilidad de obtener algo de plata, pero supo agradecer el rato de compañía de un respetuoso interlocutor y de un oyente pasivo. Nos deseó buena suerte y hasta nos echó la bendición, después de santiguarse tres veces. * Una tarde estaba asomado a la ventana de la sala, aprovechando la suave brisa que apenas mitigaba el calor pegajoso, cuando me sentí atraído, llamado, por algo: miré hacia el oeste, donde destacaba una inmensa cortina gris de lluvia recia y me fui adentrando en ella y sentí que era la lluvia y el suelo donde caía y también era la brisa y el lejano olor a tierra mojada y los árboles gozosos y me sobrevino una abrumadora nostalgia no sé de qué y me provocó llorar y no pude y quise gritar y tampoco pude; eso, ingente, despiadado, inllevable, era todo yo y, entonces, como una salvación puntual, sentí la mano de Samuel en mi hombro y me tomó del brazo y me sentó en el sofá y él hizo lo mismo junto a mí. -Hace poco leí un relato que te va a gustar. Te lo voy a contar a mi manera- Samuel cuenta las historias con el mismo fervor con que las lee-. Se trata de un tipo condenado a muerte por haber cometido un asesinato. Es condenado a morir en la guillotina. Su novia, cómplice en los robos a casas, consigue hombres solitarios e incautos en negocios nocturnos, bares o cafés, valiéndose de sus encantos. Y mientras ellos disfrutan de la compañía de ella, su novio entra a la casa de la víctima de turno y roba todo lo de valor, pero un día fracasan y es sorprendido y mata al dueño de la casa. Después de una breve investigación, la policía da con él y lo atrapan. “Y como te dije, lo condenan a la guillotina, pero ella se propone salvarlo. Logra averiguar quién es el verdugo, un anciano de modestas costumbres y rutina estricta, y cuál café frecuenta, además de ser un apasionado cultivador de flores. Babette, la novia del condenado, se hace pasar por vendedora de flores y logra llamar su atención ofreciéndole unos claveles azules con el color acentuado con maña y artificio. Se gana el trato amable de ese anciano de aspecto bonachón que ha ejecutado a más de cuatrocientas personas y aprovechando el avivado interés del anciano por los raros claveles azules, le ofrece unas semillas de éstos y queda en llevárselas a su casa un miércoles, aunque sólo le daría de vulgares claveles blancos compradas en una tienda, pero para entonces él no estaría vivo para comprobar el engaño. Así lo hace, la víspera del día en que la cabeza de su amado ruede por obra de ese amante de las flores. “El plan de ella es llegar a la casa indicada a la hora de la cena, con la intención de que la inviten a compartir la mesa y de esa manera arreglárselas para echar veneno para cucarachas en el vino o la comida del verdugo, pero no contaba con un detalle: tenía a su servicio una ama de llaves, que con mucho celo y malicia velaba por él. Disfruta la cena, aunque la angustia la dificultad para cumplir su propósito: si el verdugo muere antes de la ejecución, en este caso envenenado por ella, la tradición imponía que el condenado fuese redimido. Ante la imposibilidad de verter el veneno en la comida o el vino, se las ingenia para mezclarlo con una masa preparada para los bizcochos del desayuno, con la excusa de buscar agua en la cocina y aprovechando que la ama de llaves va hasta la puerta de la calle para atender al cartero. “Babette se marcha con la certeza de que su plan se cumplirá y porque una vez cada cien años, si muere el verdugo oficial, la tradición ordena que se perdone al que está a punto de ser ejecutado- esto lo repitió Samuel con un entusiasmo contagioso. “Y llega el día que Lamont, el condenado, ha esperado con miedo y esperanza, a sabiendas del plan de su novia. El verdugo, conocido como el señor París, desayuna muy temprano con los bizcochos envenenados y sale a cumplir con su inexorable deber. Él es la justicia, la mano que castiga, el bien mortal. Aborda el primer tren subterráneo del día, pero ya ha comenzado a sentirse mal: un dolor punzante le lacera las vísceras y se lo achaca al exceso de azúcar que su ama de llaves le ha puesto a los bizcochos. Sale del tren y se toma un café en un bar de la estación, confiando en que le aliviará el malestar; pero nada, el dolor persiste y ahora se siente débil y mareado. Aborda el segundo tren y como puede, acompañado por un inspector de trenes a quien le pide ayuda, se baja en la estación inmediata a la cárcel. Cada paso requiere un esfuerzo enorme, mantener el rigor de un deber, heredado de su padre, cumplido por más de cuarenta años. Ya ve borroso, pierde fuerzas. Entra a la cárcel y los guardias notan su evidente malestar: los ojos vidriosos, el rostro lívido y el paso lento e inseguro. Por su parte Lamont, ya en el cadalso, dada la inédita impuntualidad del señor París, se debate entre el terror y la esperanza, pero lo ve aparecer sostenido por dos guardias. Estos lo suben a la plataforma y sólo veinte escalones lo separan de la guillotina; los sube a duras penas, uno a uno, con las fuerzas que le insufla su sentido del deber. Lamont lo ve desfallecer, le nota los ojos vidriosos. La mano del verdugo busca a tientas el hombro de Lamont y como ya no le quedaban fuerzas para hacerlo arrodillar, otros lo hacen por él. Lamont aún tiene esperanza. Cree que el verdugo no podrá cumplir con su deber, pero oye con abrumadora claridad que éste le dice: tenga valor, no sentirá nada. Y entonces el verdugo se desplomó hacia adelante y sus manos temblorosas lograron activar el instrumento y la cuchilla cayó como un rayo y cortó en dos lo que quiso ser la palabra triunfal del condenado. Ambos quedaron muertos, uno junto al otro, sobre el cadalso”. Samuel se explayó en el sofá, satisfecho con su relación: su efecto fue evidente en la expresión de mi rostro. Cuando se lo propone logra sacarme de mis pensamientos y distraer mi nostalgia por mi familia, porque también presume (o deduce por mis estados de ánimo) que algo estremece mis convicciones. Y aunque esta historia parece la menos apropiada para nuestra situación de perseguidos o fugitivos, también logró atraparme y me procuró el necesario olvido de mí mismo y vivir la vida de otros, aunque sean ficticios. Hace días, antes de irnos a dormir o al menos intentarlo, me contó una historia en todo punto hermosa, aunque con un fondo de sabiduría sarcástica. Se trata de un joven con veleidades literarias que trabaja en un banco. Hace amistad con un escritor en una sala de billares, a quien le confía sus escritos mediocres, pero el muchacho suele tener unos sueños vívidos y con muchos detalles. Esos sueños transcurren en el mar, navegando en barcos de diferentes épocas y él en diferentes condiciones: en dos galeras, una griega, de tres cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón abierto de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo" que arribó a Markland. El muchacho da poca importancia a esos sueños o recuerdos de otras vidas, aun cuando el escritor lo incita a escribirlos en vez de sus poemas: quiere ser escritor a como dé lugar y se afana por participar en certámenes literarios. Algo de talento tiene, no más que su vanidad, pero algo superior a su supuesta vocación se impone, entonces, (Samuel citó de memoria la última frase de ese relato): -Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría. En esa ocasión, Samuel no ahorró detalles ni rasgos circunstanciales. Disfrutó la narración como siempre, alentado por un cigarrillo tras otro, y aunque toda la historia me parece fascinante, la última frase ronda por mi cabeza día y noche: en ella puede estar la explicación del sueño compartido o simultáneo entre Samuel y yo. Samuel renunció al amor hace años y prefirió su vida solitaria, sus libros, sus talismanes y sus corazonadas; y yo, como casi todo el mundo, hice del amor una rutina y unas responsabilidades compartidas. Ya no vivimos en los encantos del amor y todo aquello que él sustrae nos abrió las puertas de nuevo, aunque no estuviésemos esperándolo y menos aún procurándolo. * Iba por una larga calle apenas alumbrada por luces pálidas y temblorosas. A los lados, se levantaban a mi paso casas bajas, desteñidas y tristes: tuve la certidumbre de que sus habitantes viven hambrientos, sumisos y su chispa de humanidad extinguida, sus ojos apagados, sus bocas condenadas al silencio o a repetir consignas patrioteras. Creo haber estado antes en ese barrio, no estoy seguro, pero seguí caminando, como si lo conociera palmo a palmo, hasta llegar a la casa donde esperaba encontrar a Samuel. No estaba: en esa casa, de techo muy bajo y paredes tiznadas, y apareció, por la puerta trasera, surgiendo de una oscuridad cerrada, una mujer de rostro impreciso con un escapulario en la mano, me sonrió y dio dos pasos a su derecha y se hincó ante la imagen de una virgen morena de tamaño natural. No quise irme por la puerta trasera, hacia esa seductora oscuridad cerrada; volví sobre mis pasos y afuera, bajo un cielo cargado de estrellas, me topé con un taxista del Mercado Principal: apenas nos saludamos y se marchó por lo que parecía un sendero inclinado al trasponer una puerta de láminas de cinc enmarcadas en tablas toscamente cortadas. Quise seguirlo y ya ni la puerta ni el sendero estaban; lo llamé a gritos y desde muy lejos y muy abajo me hizo señas para que lo siguiera. Preferí volver por donde había ido y de pronto caminaban a mi lado con pasos rápidos una mujer con acento del cono sur (probablemente argentina) y una niña tal vez de entre ocho y diez años, a la cual le recriminaba con iracundia no sé qué y por momentos amagaba con abofetearla. Me aparté de ellas, trotando, y llegué a una amplia avenida de tres canales en ambos sentidos y una isla sembrada de postes cuyos bombillos, también de luces pálidas y temblorosas, le daban un aspecto lóbrego. No había un solo transeúnte, no pasaba un solo carro: sólo yo iba, acompañado de mis pensamientos y mis temores. Varias cuadras más adelante había una biblioteca pública y estaba abierta: entré; en la recepción estaba Manuel Ortega, un mecánico, vecino de mi barrio. Ni siquiera me atreví a preguntarle qué hacía allí y él con un gesto de la mano me indicó que subiera por unas escaleras a su izquierda. Subí y me encontré en una inmensa sala con estanterías llenas de libros desde el piso hasta el techo, unas adosadas a todas las paredes y otras dispuestas a capricho por toda la sala. Me pareció una buena oportunidad para ver si daba con El sol de los días muertos y me llegué a la estantería más cercana: los libros no tenían dato alguno en el lomo y cuando tomé el primero que se me ocurrió, tampoco lucía dato alguno en las tapas, y cuando lo abrí las letras desaparecían conforme pasaba las páginas y así me sucedió con todos los libros que fui tomando: las letras se esfumaban, como si huyeran espantadas de mí. Desistí de abrir más libros, dejé la sala, me despedí parca y cautelosamente de Manuel Ortega; no me gustó para nada que me hubiese visto: eso comprometía mi clandestinidad y la de Samuel. Volví a mi cuarto, salí al recibo y ahí estaba Samuel sentado en el sofá, con un cigarrillo en una mano y una taza de café en la otra. - Creí que nos encontraríamos. Estuve buscándote. -No salí. No pude dormir en toda la noche… ¿y cómo te fue? Me limité a referirle lo de la biblioteca, a resaltar mi estupor ante las letras fugitivas; se desató en carcajadas y, entrecortado, alcanzó a decir: -¡Qué vaina, yo soy el que leo y tú sueñas con libros! -Parte de nuestro destino burlón. Samuel se enserió porque cuando se trata del destino no le concede espacio al humor. -Hay que seguir buscando ese libro… en alguna parte debe de estar si es que, como te he dicho otras veces, no está por escribirse. -Pero Samuel eso es como si saliéramos a pescar una determinada y única sardina en todos los océanos del mundo. Aunque esté escrito en español no necesariamente tiene por qué estar en un país de habla hispana, que ya son bastantes. Podría estar en una biblioteca pública o privada en Londres o Ámsterdam o Nueva Delhi o quién sabe dónde… -Sí, no te falta razón, pero nosotros podemos buscar en otros ámbitos… en otras esferas. ¿No es así? -Supongo que sé de lo que me estás hablando, pero recuerda que no siempre nos guía nuestra voluntad- apenas terminé esas palabras volví a mi cuarto, doblegado por el cansancio. No muchos días después de esa breve conversación, estábamos Samuel y yo en una desmandada fiesta en el club de un sindicato de obreros o de un gremio profesional, no sé, es lo de menos. Andábamos entre el gentío alborotado por el aguardiente y la música a insoportable volumen; no sé ni cómo ni por qué estábamos allí, sin tener en cuenta nuestra situación, sin temor a ser vistos por ojos indagadores y señalados por dedos acusadores. Procurábamos salir a la calle por una puerta muy estrecha cuando comenzaron a entrar, apartando a empujones a quienes intentaban entrar o salir, policías uniformados y militares. Samuel y yo nos cruzamos miradas de miedo, y sin palabra alguna acordamos huir: Samuel salió abrazando a una muchacha, haciéndose el borracho y yo los seguí, simulando trastabillar. Afuera se multiplicaban policías y militares, en actitud agresiva y de rostros sin amigos, bajamos unas escaleras que nos separaban de la calle y tomamos hacia la izquierda (a la derecha se embotellaban más patrullas y carros militares que seguían llegando); veinte metros a la izquierda terminaba la calle asfaltada y nos adentramos en un callejón de tierra adentrándose en una selva húmeda y echamos a correr y se oyeron voces de alto con mentadas de madre y disparos. Samuel y la muchacha siguieron derecho hacia la más cerrada oscuridad de la selva húmeda; yo procuré subir por un cerro cortado, a la izquierda, tres veces sin lograrlo porque la tierra y los pedruscos del cerro cedían a mis pasos desesperados y volvía al callejón de tierra, ya sin saber cuán cerca estaban mis perseguidores. Al cuarto intento, por fin, pude llegar a lo alto y me vi caminando sobre césped muy verde en una plaza extensa, fresca, con altos apamates floreados, caobos y chaguaramos circundando una fuente de pretil de cuatro vértices, un círculo de chorros menores y uno muy alto en el centro: la brisa traía hasta mí una llovizna particular de esa fuente y me quedé mirándola, llegué a ser sólo mis ojos, contemplándola, y ahí estaba como en el centro del mundo y estaba eso ahí, en la fuente y en todo mi ser, y ya en un punto de muy alto sentir, de inefable saturación, seguí caminando por un sendero entre setos de cayenas y avisté a pocos pasos una bolsa azul de papel grueso, de las que se usan para regalos; la levanté y de ella saqué una cartulina blanca, de tamaño carta, en la que con trazos dispersos e intensos se representaban una piedras, como el extremo de un rompeolas, y una porción de mar, y sobre ellos estaba escrito en letras de negro intenso: Todo ser es música. Desayunamos en silencio. Samuel estaba pendiente de un libro junto a su plato: pasaba las páginas y comía sin levantar la cabeza. Yo esperaba de él algún comentario sobre nuestra huida, que al menos me dijera adónde fue a parar con la muchacha en aquella selva oscura donde se adentró como si se lanzara a un abismo; pero terminó de comer, llevó el plato al fregadero y luego se acostó en el sofá, concentrado en el libro. Su actitud me resultaba irrespetuosa: tanta indiferencia, tanto desinterés por lo que habíamos pasado pocas horas antes, aplastaba todos los términos de nuestro pacto de fugitivos. Llegué a dudar, entonces, de todas sus afirmaciones a cuanto se refería a nuestra clandestinidad y a las probables consecuencias en caso de ser descubiertos, pero me envalentoné y, sentándome en una de las butacas, muy cerca de él, le pregunté: -¿Cómo te terminó de ir anoche? -¿Anoche? ¿Qué pasó anoche? Puso el libro a un lado y me miró con estupor, y después de unos segundos de interrogarme con la mirada y visiblemente desconcertado, me preguntó: -¿De qué carajo me estás hablando? Antes de pensar que pretendía burlarse de mí, le conté lo ocurrido la noche anterior como si él no hubiese estado presente. -Te juro, Raimo, que yo no estuve allí. -Pero Samuel, si hasta nos cruzamos miradas para acordar la fuga e ibas corriendo a mi lado con la muchacha. -Entonces, Raimo- desconcierto y resignación se juntaron en sus palabras-, estuve sin estar. Pero dime, ¿cómo era la muchacha? -Era un poco más alta que tú, trigueña, delgada, muy bonita, de nariz y boca finas, ojos negros, grandes, de brillo amable. Llevaba puestos unos yines y una blusa blanca escotada que dejaba ver una rosa roja tatuada en su seno izquierdo. -¿Estás seguro de que era así como me la describes?- el asombro era su cara. -Tal cual. -Es Diana, pero como yo la conocí hace treinta años. Ni más ni menos. -Entones conociste… viste a Diana, mi amor de casi un año de los que viví en Santiago. -Sí, la vi. No cruzamos ni una palabra. -Hay tiempos en el tiempo, como si el tiempo, a veces, fuera todos los tiempos. -Pero dices no haber estado ahí y menos sabía yo quién y cómo era Diana. -Así es… y al parecer atravesaste otra frontera. -No sé, Samuel, si quisiera seguir en esto. Tal vez quiero volver a mi casa y seguir siendo el simple que siempre he sido… pero hay algo más. Samuel se incorporó, estiró brazos y piernas, y me miró de frente: -¿Hay algo más? Estuve otra vez ante la fuente de cuatro puntas, de chorros bajos en circunferencia (veinticuatro, me dijo una voz desde muy adentro) y uno muy alto en el centro; volví a caminar por el sendero del vértice a mi izquierda, hacia el norte; volví a encontrar la bolsa y volví a leer: todo ser es música. Y Samuel dijo: -De escucharte cualquier místico o algunos filósofos, te aplaudirían- se echó a reír con picardía y luego, en un tono de asombrada y respetuosa seriedad, continuó: Raimo, durante milenios algunos seres humanos han afirmado que el universo es un concierto, inexplicable, un misterioso concierto en el que apenas somos minúsculas cuerdas, en su mayoría disonantes. Un gran poeta escribió que “la música es misteriosa forma del tiempo” y digo yo que el universo es tiempo y espacio, son uno y lo mismo, mucho más que pretender hablar, imaginar o pensar en un universo infinito o finito. Transcurre y ya, como una sinfonía… ¿comenzó alguna vez?, ¿cuándo comenzó?, ¿terminará?, ¿cuándo terminará? Hasta preguntarlo es absurdo, más allá de nuestra inteligencia, de nuestro conocimiento. “Pero yo no soy ni filósofo ni físico, y sólo me atrevo a decirte, por lo poco que he leído y sé al respecto, que el universo como concierto, como música y matemática conjugadas, me parece que es así, sin que pueda darte más que mis escasos y torpes argumentos. Y tal vez en ese tiempo que es todos los tiempos, tal vez la eternidad, cualquiera, por azar o por sosegada formación, puede ser una cuerda acorde con el concierto del universo y de eso que somos nosotros y el universo. No dijo más y se encerró en su cuarto. Yo, como empujado por una fuerza ajena y superior a mi voluntad, me lancé a la calle, hacia donde se le antojara a mis pasos. Poco me importó el calor pegajoso alborotado por una brisa tibia, que a ratos era ventarrón fogoso… la agitación de los transeúntes, la impaciencia y el corneteo de los conductores de autobusetes, los comensales en torno a los puestos de perros calientes y hamburguesas o en las ventas de empanadas y sopas, el griterío de unas muchachas y la persecución de un arrebatador de celulares, el regateo y las quejas por los precios en el mercado popular, los pregones de los buhoneros, el discurso lastimero de los pedigüeños, las calles sucias y los baches hasta el borde con aguas pestilentes, el hermoso rostro de una muchacha y el tongoneo exacto y provocativo de otra con sus nalgas de curva exacta, los perros hambrientos e inquietos metiendo los hocicos en las bolsas de basura apiladas en las esquinas; la calle toda, ámbito único de esperanzas, agonías, rabias, desilusiones y cátedra de almas en pena y espíritus menguados, la sentí sin juicios ni reproches, sentí como si llegara a ella desde un lejano recoveco de la conciencia, y una contentura y una gratitud gratuitas y sin causas aparentes se hicieron comunión en mí, arrasaron toda conjetura, toda duda, todo temor, todas las ansiedades y todas las sospechas y todas las indisposiciones y todas las hirientes rarezas que le han robado la calma a mis días, sobre todo desde que soy un fugitivo. Volví al apartamento al anochecer y no quise tener tiempo ni ganas de hablar con Samuel; entré a mi cuarto, me desnudé y me dejé caer en la cama, con el alma plena y el corazón contento. * Me encontré con Nacho Fuentes en una avenida que parecía ser la Bolívar. Nacho, recién enviudado, poco antes de yo dejar mi casa y mi familia, pasaba horas recorriendo bares y licorerías de los suburbios, tratando de sobrevivir a la soledad y a la merma de sus ventas de carros usados. Apenas nos saludamos, me invitó a acompañarlo. Caminamos por calles oscuras, solas y de olor salitroso. Me cuesta recordar si fue por una elevación de la calle por donde íbamos o por una levitación inopinada que pude tener una vista cenital de una inmensa escultura de metal (hierro o bronce, no sé) que abarcaba casi toda una cuadra bastante iluminada: un hombre y una mujer desnudos, acostados, mirando al cielo con expresión de asombro; ella, apenas recostada la cabeza sobre el brazo derecho del hombre (casi en la articulación del hombro), con el cual la abrazaba y cuyos dedos llegaban sus puntas al seno de ese lado de la mujer. Podía entrarse al interior de esa escultura por el talón del pie izquierdo del hombre, y la salida era por el talón del pie derecho de la mujer. Entré solo; Nacho desapareció: hacía frío y un silencio de templo abandonado inquietaba; el piso era irregular, los pasos de uno retumbaban en toda la estructura y a los lados y en el techo, acordes con la forma de aquellos cuerpos, abundaban espejos de formas irregulares y como puestos a capricho; en el punto correspondiente al corazón del hombre, nueve sillas, tapizadas con una gruesa tela vinotinto, estaban dispuestas en triángulo dentro de un círculo violeta; le pasé por un lado y seguí hacia el pecho de la mujer: cada seno era una bóveda de un rojo intenso y pulido y a cada una le correspondía en el piso un círculo luminoso; allí me detuve, entre ambos círculos, entre ambas bóvedas, y me sentí ligero y agraciado, con ganas de permanecer allí mucho tiempo, pero me sentí atraído hacia el costado derecho de la mujer, un poco más abajo de las costillas y donde pudiese estar el hígado se destacaba una estantería semicircular ocupada con libros del piso al techo; procuré leer los títulos en los lomos de aquellos volúmenes de exacto tamaño y grosor, pero me fue imposible: las letras se movían, las palabras huían de mi comprensión… tal vez ahí estaba El sol de los días muertos. Me encaminé por la pierna derecha de la mujer hacia la puerta de arco de la salida, en su talón, y me recibió un amanecer fresco, de sol opaco, y en mi cama comenzaba el día, contento y extrañado. * Salimos a caminar más allá de nuestros límites habituales; más de diez o quince cuadras hasta llegar al campus solitario de la Universidad del Centro. El calor era pegajoso, ni siquiera una nube delgada y rápida se atravesaba por segundos para darnos un fugaz frescor; sudábamos a chorros pero no encontrábamos una sombra de nada en aquella avenida que se extendía como una lengua candente hasta unos cerros lejanos. Allí en el campus, en una plazoleta rodeada de mangos y jabillos, pudimos sentarnos a descansar y recibir algo de brisa con olor de tierra mojada. -Era necesario llegar a este sitio solitario para que pueda contarte algunas cosas- dijo Samuel después de encender un cigarrillo y, dada la advertencia y ante tan repentina expectativa, le pedí uno. Fumamos en silencio. Sólo después de pisotear la colilla y ya recibida la necesaria dosis de nicotina, Samuel habló con tono calmo y preocupado: -Nos han seguido, nos han estado observando. No me cabe la menor duda, aunque no hayamos participado más en las redes para referirnos a lo que ya nadie quiere mencionar y menos criticar. Y para colmo, hace unas noches me vi obligado a asistir a una reunión de vecinos del edificio y dos hombres, no sé de cuáles apartamentos, y la vecina de al lado aprovecharon cualquier oportunidad aparte para dejar caer preguntas respecto a nosotros. Pude quitármelos de encima y, aparentemente, satisfacer su más que mera curiosidad, diciéndoles que somos hermanos y que perdimos nuestras casas y nuestros enseres en las más recientes inundaciones del sur de la ciudad y que nuestras esposas y nuestros hijos se habían ido a otra ciudad, con unos familiares, y nosotros estamos sólo temporalmente en el apartamento de Nelson Iriarte. Y fue horas después, acostado en mi cama, que recordé que a la muchacha de la tienda, la que nos entregó las llaves, le dijimos, más bien le confirmamos, que éramos primos de Nelson, que veníamos de Barquisimeto. De manera que la mentira ya está descubierta. Por eso, pronto tendremos que irnos a otra parte. Ya se nos ocurrirá adónde nos iremos. Me quedé callado, escuchando el alboroto de los pericos en uno de los jabillos cercanos, sin aventurar alguna pregunta: sé que Samuel cuando habla como acababa de hacerlo no es dejándose llevar por presunciones y sospechas; habla con certezas, aunque no parezca. Y además yo sabía que algo le faltaba por decir, por eso esperé mientras sentía que aquella conversación o similar a ella ya la habíamos sostenido, probablemente en ese mismo lugar. No sé si ello se deba a una especie de desarreglo de los sentidos, que me lleva a confundir tiempo y espacio, a ser un náufrago en un mundo de muchas dimensiones. Después de fumar otro cigarrillo y abstraerse sin pestañear en el puro azul del cielo de aquella tarde, Samuel dijo: -He vuelto varias veces a nuestra casa, la casa donde nos criamos. Está igual, como siempre fue antes de que la demolieran y en su lugar ahora construyen un edificio. Allí te he buscado, pero es evidente que tú no has vuelto a ella. He recorrido todas sus habitaciones, la sala, el comedor, la cocina, el jardín y el patio trasero. He llorado mientras voy paso a paso recorriéndola, he querido quedarme, quedarme en los recuerdos de nuestros juegos, quedarme esperando a que lleguen nuestros padres y verlos una vez más. He querido, poseído por la nostalgia, quedarme allí para siempre. Sí, Raimo, he querido quedarme en nuestra casa en un presente que es todos los presentes de mi vida. No sé cómo explicarte eso, pero es lo que he sentido y tal vez lo que ahora anhele más- se le quebró la voz y se le escaparon unas lágrimas. Caminamos un rato por el campus desolado, de calles polvorientas, edificios arruinados, jardines secos e invadidos por bachacos. Samuel recordó los años en que allí la vida estudiantil era profusa, alegre, contestataria, frívola pero también alentada por la curiosidad intelectual, y había márgenes para las esperanzas y horas para sopesar las derrotas y nuevos ánimos para pensar en todos los futuros posibles; había una vida que se deshacía y luego se rehacía con canciones, libros, partidas de ajedrez o de cartas o de peloticas de goma; pero ahora el silencio y la devastación, y en una hora como aquella, la de esa tarde en que Samuel y yo nos adentramos en la entraña soledosa de ese campus, aparte de nosotros sólo lo visitaban las ardillas, los cotejos, las guacharacas, las garzas blancas y negras, los cristofués, los cucaracheros, los pericos, los conotos, los carpinteros y eran todos ellos quienes contradecían el silencio y le regalaron a nuestra soledad el concierto desoído de la vida, su presencia como un golpe seco a cualquier vanidad y a cualquier arrogancia. Volvimos al centro, al desorden urbano de la ciudad empobrecida y degradada, y no hablamos más y cada uno iba viendo y sintiendo, a ratos hilvanando pensamientos, relamiendo la angustia, buscando un porvenir, sabiéndonos asediados por la mano ingente y extendida de una opresión razonada en salones infames por hombres desprovistos de todo sentimiento y de toda bondad y cargados de palabras gloriosas, estiradas, engañosas, invertidas, vacías, repetidas sin cansancio a toda hora y todos los días, y por eso se hacía urgente lo que Samuel adelantó sin detalles, sin nombrarlo, sin siquiera sugerirlo, pero bien sabía yo que en su pecho latía una decisión irrevocable y que yo también debía tomarla y emprender juntos la partida con nuestros nombres y nuestros pasados y desvanecernos como todo aquello que un viento feroz empuja y se lleva consigo. * Llegando a la casa, mi padre salía; lo abracé, emocionado, feliz, y él me acarició la cabeza y se fue. No lo vi más. Después sólo vinieron ahogos y sobresaltos. Me levanté y busqué un cigarrillo. Me senté junto a la ventana del cuarto, en un taburete arrinconado a uno de sus lados. Sólo la luna, llena, cercana, inmensa, iluminaba a la ciudad, cuyo alumbrado público hace tiempo fue “suspendido por razones de ahorro energético”. Abajo, en el estacionamiento justo al lado del edificio, que hace esquina y ocupa media cuadra por el frente, hacia la avenida Bolívar, y por el lado, hacia una calle transversal, en el poco espacio que le permitían los vehículos de todo tipo allí resguardados, tres hombres se trasnochaban bebiendo: uno, muy flaco y alto, con franelilla, chores muy cortos y en chancletas, estaba de pie y tomado por la cintura por otro hombre, de gran tamaño y fornido; al lado de ellos, el tercer hombre, despatarrado en una silla de metal: la luz pálida de un bombillo, pendiente del techo sobre la puerta del cuarto de vigilancia, los hacía más visibles que su entorno; un pequeño aparato de sonido sobre una caja de cervezas reproducía un vallenato burdelero. Bebían a pico de una misma botella de algún aguardiente barato. El hombre fornido y el flaco entraron al cuarto de vigilancia y cerraron la puerta; el otro se quedó aplastado en la silla, sin moverse. Yo fui a buscar otro cigarrillo; Samuel suele dejar la cajetilla sobre la mesa del comedor para cuando alguno de los dos se desvela, generalmente él. Volví al cuarto, a mi puesto de observación. Ahora el hombre pequeño se acomodaba una y otra vez en la silla o intentaba pararse y manoteaba como si discutiera con alguien. Buen rato después, salió el flaco del cuarto de vigilancia, apenas llevaba puesto los chores, y tras él, el hombre fornido abotonándose la camisa. Se plantaron ante el otro, luego el hombre fornido en dos pasos se puso detrás del hombre sentado, en cuclillas, y lo abrazó con fuerza para inmovilizarlo; el hombre de la silla apenas intentaba librarse, mientras el flaco le sacaba algo de los bolsillos del pantalón; después el hombre fornido lo soltó y se paró ante él, y el flaco también sacó algo de los bolsillos de atrás del pantalón; el hombre pequeño se tambaleaba, intentaba defenderse y sin fuerzas le tiró un golpe al hombre fornido y éste lo abofeteó un par de veces y lo empujó por el pecho, y el hombre pequeño salió arrojado como un muñeco y cayó de espaldas: se oyó un crujido de algo que se parte, un grito ahogado y ya. El hombre fornido y el flaco se inclinaron ante su víctima, se miraron a la cara, algo se dijeron, y el hombre fornido corrió entre una hilera de carros y regresó montado en una bicicleta; el flaco entreabrió el portón del estacionamiento y el hombre fornido pedaleó a su mayor potencia y se perdió en la oscurana de la ciudad. El flaco recogió todo, menos la silla donde estuvo sentado el hombre pequeño y la botella de aguardiente, y lo guardó en el cuarto de vigilancia, apagó el bombillo y no salió más. Me aparté de la ventana y me dejé caer en la cama. Al cerrar los ojos sólo veía, apenas iluminado por la luna llena, un cadáver oscuro y sangrante en el suelo aún más oscuro. Allí estuvo hasta que volví a la casa de mis padres. Llamé a Samuel porque estaba seguro de encontrarlo allí: en una habitación, en la sala, en el patio, en el jardín; pero no estaba. Recorrí toda la casa a paso lento, mirando a cada lado, con paciencia, buscando detalles: en la mesa de noche de mi madre había un alto, delgado y transparente florero con rosas amarillas llamativas, perturbadoras. En el patio jugueteaban unos gatos grises con rayas blancas; eran cinco y brincaban unos sobre otros como en un número de circo. Salí a la calle y me detuve junto a un flamboyán floreado. La calle parecía otra, de un tiempo que aún no conocía, de un futuro que conjugaba diversos tiempos. Me invadió una nostalgia insoportable, me temblaban las piernas, sollocé y al abrir los ojos Samuel estaba a mi lado. -¿Qué te pasa?, ¿dónde estabas? -Vengo de la casa, pero no había nadie. Por un momento creía que nos veríamos allá. Te llamé y no apareciste. -Pronto nos veremos en la casa, pero esto te lo explico después- Samuel habló con ese tono de referirse a una certeza de la que aún no adelantaría detalles. -Como tú digas, pero ahora hay algo más, algo que me agobia. Anoche fui testigo de un asesinato… -¿En la casa?, ¿cómo fue eso?- interrumpió Samuel. -Ni en la casa ni en otro lugar de por allá. Fue aquí. Allá abajo, en el estacionamiento de la esquina. Lo vi todo por la ventana, a pesar de la distancia y la poca luz. -Me desconciertas, Raimo. Dices que estuviste en la casa, pero también fuiste testigo de un asesinato cometido aquí, abajo, en el estacionamiento- Samuel se mostró dubitativo y, en verdad, desconcertado. -No te compliques: vi el asesinato y también estuve en la casa. Así de simple. -Bien, tú sabrás. Pero respecto al asesinato, como tú dices- me molestó esa acotación-, otra cosa muy distinta escuché en la panadería y en el kiosko de periódicos de la acera de enfrente, cuando bajé esta mañana a tomar café, comprar cigarrillos, echarle un vistazo a los titulares de los periódicos y también a cerciorarme de que aún nos siguen vigilando. Le pregunté con la mirada lo que había escuchado. -Esto fue lo que escuché: Guillermo Mirabal, el muerto, era un tipo solitario, sin familia. Era hijo único y huérfano de padre y madre desde muy joven y quedó solo en un rancho de un barrio de las afueras de la ciudad hasta que un día unos malandros le invadieron el rancho y bajo amenaza de muerte le dijeron que más nunca volviera por aquellos lados. Entonces anduvo de un lado a otro hasta que encontró abrigo en una pensión de mala muerte, muy cerca de aquí, y allí vivió durante años, solo, sin mujer ni nadie que le hiciera compañía. Hasta hace poco trabajó en una empresa no sé de qué: lo jubilaron y le pagaron sus prestaciones y se dedicó a beber más que nunca, desde que amanecía y aunque no era pendenciero ni borracho impertinente lo corrieron de la pensión porque a la dueña le enfurecía verlo tambaleante y sin poder decir palabra, con la lengua estropajosa, a cualquier hora, además de que muchas veces no llegaba a su habitación y se quedaba dormido en el piso, en cualquier pasillo o recoveco de la pensión, incluso en la entrada, en la acera, como un indigente. Entonces, quién sabe por cuál arreglo con el guachimán del estacionamiento, el flaco maricón, como dijo el señor del kiosko, llevaba unos meses pasando las noches allí, en un camastro entre los carros o en el suelo. Y según concluyen y así lo dejó asentado, de momento, la policía científica, anoche llegó en el último estado de la pea y compartió un rato con el guachimán, oyendo música y rematando una botella de caña clara. En algún momento el guachimán se fue a dormir y lo dejó solo, y fue esta mañana cuando lo encontró en el suelo, sobre un charco de sangre y la cabeza recostada de un bloque de motor con el que se golpeó al caerse por la borrachera. Eso es lo que dicen por allá abajo. Le conté lo que había visto y le juré que estaba despierto, con los ojos bien abiertos, que no era un ensueño, que sabía muy bien dónde estaba en aquellos momentos. -Y como era un pobre diablo, sin familia ni le dolía a nadie, así se quedará el asunto, con la versión del flaco. Y eso es una soberana injusticia porque lo mataron para robarlo, para quitarle la plata que cargaba encima- dije con rabia y misericordia. -Pero en nuestra situación no podemos hacer nada, Raimo. No podemos complicarnos más la vida saliendo de justicieros. Además, ¿crees que tu testimonio será suficiente, tomando en cuenta la distancia que te separaba de ellos? Sería tu palabra contra la del flaco- Samuel, por conocerme bien, quería persuadirme de lo inútil de una probable denuncia de mi parte. -Te parece justo que en este extraño camino que estamos recorriendo, en este aislamiento por ser perseguidos o por creernos perseguidos sin una prueba fehaciente, dejemos pasar por alto lo que le hicieron a ese hombre. A mí me parece que guardar silencio me convierte en cómplice, aunque sé muy bien que arriesgo mucho, tal vez la vida, si hablo. Samuel me miró con una expresión burlona, me palmeó la espalda y antes de dejarme solo me dijo: -Estoy de acuerdo contigo, pero hay ciertas cosas que aún no te he dicho, cosas que terminarían por hacerte desistir de proceder acorde con tu sentido de justicia y de solidaridad. Por ahora quédate tranquilo, date una vuelta por ahí si quieres, oye lo que dice la gente, fíjate en quienes caminan a tu lado o detrás de ti, sólo observa y después hablamos. Más tarde, al anochecer. Me quedé mirando el techo por horas, sintiéndome culpable, cómplice e impotente y en el entresueño de a ratos destellaba en el espacio indefinido de mi mente la sucesión triangular de tres 1, no siempre empezando por el mismo ángulo: iban y venían breves pensamientos regodeándose en la culpabilidad, la complicidad y la impotencia, hasta que tomaban la forma de un cadáver oscuro, a ratos amorfo, sobre un suelo más oscuro aún y, por fin, detenido en la sucesión de los tres 1, como si me adentrara en el túnel de materia invisible de un pensamiento sostenido, salí decidido a la calle. Bajo el cielo nublado, disfrutando de una rara brisa fresca que me dio buen ánimo, llevaba entre ceja y ceja la trilogía de unos, yendo y viniendo, formando triángulos en los vacíos de mis pensamientos: cada triángulo comenzaba con un 1 en el siguiente ángulo del que terminaba el anterior, en el sentido de las agujas del reloj. Esa serie de triángulos de unos comenzó en el vértice superior y se interrumpió cuando me vi parado ante la entrada del estacionamiento: el portón estaba abierto de par en par, no vi a nadie y entré. Llegué hasta donde había caído Guillermo Mirabal: me agaché junto al bloque de motor con el que, en supuesto accidente, se golpeó la cabeza; aún tenía una mancha de sangre (que me pareció una estrella de mar) y salpicaduras a su alrededor; era notorio que en la parte del suelo de cemento rústico donde estuvo el cadáver lo habían limpiado con mucha agua y algún detergente de olor penetrante, de seguro con un cepillo de cerdas de alambre y con mucho empeño e intensidad. ¿Por qué no harían lo mismo con el bloque de motor? Al rato, sin darme cuenta de que se acercaba, el flaco guachimán estaba detrás de mí, con mirada inquisidora y franca hostilidad me preguntó: -¿Usted es periodista o policía? Me levanté y volteé a mirarlo, con rabia por dentro pero disimulada con cara de curioso inocente: -Sólo curioseaba. -¿Y cómo para qué?- me asqueó su tono de hostilidad amanerada. -Por nada. Guillermo- dudé en llamarlo señor o nada más por su nombre de pila- no era amigo mío que se diga, pero le tenía apreció- me sorprendió la rapidez con que concebí esa mentira. -Sea lo que sea, usted no debería estar aquí. Esto es propiedad privada y, que yo sepa, usted no guarda carro aquí. Me quedé mirándolo a los ojos, con ganas de asestarle un buen coñazo y acusarlo a toda voz. Preferí lo que más me convenía y me le fui por debajo, con aire conciliador. -Disculpa la intromisión. Me dejé llevar por mis sentimientos. Como te dije, yo apreciaba mucho a Guillermo, aunque pocas veces nos veíamos y hablábamos. Por cierto, ¿sabes dónde lo están velando? Se le relajó el rostro y se le apaciguaron la voz y la mirada. -Está en la morgue de la policía científica, pero no sé qué harán con él porque el pobre no tiene familia ni nadie que reclame el cadáver. Y agregó con repugnante indiferencia y mayor amaneramiento: -En algún lado lo sembrarán. -Pobre hombre- le di la espalda, cargando con un pesar ajeno y volví a los unos, doblegado por la injusticia, por un secreto que no podía destapar, aunque valor no me faltaba para hacerlo, pero me atuve al consejo de Samuel. Los pasos me llevaron a la plaza de la alcaldía, el único lugar fresco y seguro durante el día; de noche, por un acuerdo tácito de libertad envilecida, la policía la deja al antojo de caminadoras, rateros, drogadictos y degradada gente sin techo. Está en el medio del cuadrado que conforman cuatro edificios bajos de la administración municipal, con estrechas veredas entre ellos en cada ángulo: en el centro, siempre con el respectivo testimonio de las palomas y el pedestal lleno de ofensas y declaraciones de amor con pésima ortografía, sobresale el busto de Pedro Montiel (el primer y más famoso cronista de la ciudad), rodeado de ocho bancos de concreto. En uno de ellos encontré puesto: en un extremo del banco, una señora emperifollada chismeaba por el celular; en el otro, un tipo tal vez de mi edad, con aspecto e indumentaria a lo John Lennon, estaba concentrado en un libro grueso, bastante manoseado y forrado con hojas de una revista de deportes, y por momentos lo cerraba, marcando la página con un dedo, y miraba hacia el cielo, a las claras pensando en lo leído. Me picó la curiosidad de saber lo que leía y reí para mis adentros al suponer, por puro capricho e incipiente desesperación, que ese libraco sucio y manoseado era El sol de los días muertos, pero esa tonta suposición trajo consigo una conjetura que en ese momento no me pareció descabellada: ¿podría ese hombre, detenido, al menos en su apariencia, en los años 60 y 70, decirme algo sobre ese libro soñado, aunque fuese una imprecisa referencia o asomar la posibilidad de su existencia en algún lugar del mundo? Y como la chismosa del celular se marchó, reclamando a gritos unos reales, y quedamos sólo los dos en el banco, me animé a buscarle conversación a Lennon: -Disculpe la molestia, poeta- se me ocurrió que ese apelativo halagüeño propiciaría su confianza-, usted que es hombre de libros, de leer libros, por lo que estoy viendo, ¿conoce uno titulado El sol de los días muertos? Lennon repitió tres veces el título, en voz baja, y miró fijó el frondoso ramaje de una vera, al otro lado de la plaza, junto al portal del edificio de rentas municipales, el más concurrido: filas de gente entraban y salían como si ensayaran una escena de teatro o una fuerza inmaterial las empujara con el cuidado necesario para que no chocaran unos con otros. Y como en las hojas ni en las flores de la vera, ni tampoco en su memoria encontró respuesta alguna, volteó a mirarme y me preguntó: -¿Es un libro de poesía, de poemas? -No sé, no sé de qué trata. Por momentos imaginé a este Lennon tocando el piano junto a Yoko Ono, como en el video de Imagine, y casi me río en su cara. Él se mostró interesado, más de lo que yo suponía, y volvió con otra pregunta: -¿Y sabe, al menos, quién es el autor? -Tampoco. Su decepción fue notable y temí que me tomara por un bromista descarado o un loco que había encontrado con quien pasar el rato. -No me la pone fácil, amigo- lo dijo con una seriedad que exigía respeto. No podía decirle la verdad. ¿Decirle que lo había soñado? No podía: eso me obligaba a contarle mi historia, a revelar mi situación y la de Samuel, me hubiese expuesto ante un desconocido; podía ser uno de los perseguidores, de los que nos vigilan. Inventé una historia baladí: en una larga cola, de cinco horas de espera, para recibir la bolsa de comida que reparten los militares (un festival de carbohidratos) por su generosidad nacionalista, estuve conversando con un señor –ochenta años recién cumplidos- que antes de despedirse me aconsejó que leyera ese libro, que en él encontraría respuestas a las principales preguntas de la vida, las que ningún ser humano puede eludir. Lennon se rascó la cabeza, puso el libro a un lado, con el cuidado de dejar marcada la página por donde iba, se quitó los anteojos y me encaró con apasionada extrañeza: -Amigo -creo que iba a decir friend, pero se contuvo-, si ese libro existe, si no es un invento del señor que se lo recomendó, tiene un título que yo llamaría misterioso. Sólo puede ser producto de la imaginación de un verdadero poeta, cuyos versos no resulta fácil interpretar, o es el título de una novela de suspenso y fantasía, concebido por un narrador de esos que lo mantienen a uno en ascuas. La verdad, y no es que yo haya leído muchísimos libros y menos aún soy un erudito, es que si usted no me pregunta por ese libro, jamás me hubiera enterado de su posible existencia –hizo una pausa y acercándome la cara en actitud de amable confidente, dejó caer una pregunta que me causó desconfianza y me atemorizó-. ¿No lo habrá soñado aquel señor? Y se lo digo porque si alguna vez hubiera oído hablar, por lo menos, de El sol de los días muertos, nunca lo hubiera olvidado por la rareza que representa. Hice lo posible por mantenerme tranquilo, por no verme cazado en la falsedad de mi historia y se me ocurrió lo que hasta ahora fue la más astuta salida de aquella situación que, de haberse prolongado, hubiese sido demasiado embarazosa y comprometedora. -Voy a ser sincero. Cuando lo vi leyendo un libro, aquí en esta plaza, que ya es cosa muy rara de ver, y además el único puesto vacío en todos los bancos era éste donde estoy ahora, al lado suyo, lo tomé como una afortunada casualidad y le juro por mi madre, a dos metros bajo tierra desde hace años, que ese libro que usted está leyendo es El sol de los días muertos –Lennon rio a carcajadas al escuchar estas últimas palabras y no sé por qué, al verlo reír, se me pareció más al verdadero Lennon. Y aunque fijé la mirada en el libro, ahora entre sus manos, como preguntándole cuál era ese libro, no quiso decirme nada: sonrió mirándome de lado y no dijo una palabra más. Entonces entendí que debía irme y me despedí con forzada cordialidad y seguí con los unos en triángulos sucesivos hasta llegar al apartamento. * Apenas entré al apartamento, Samuel me tomó de la mano y me llevó escaleras abajo hasta la calle; de no haber hecho la resistencia necesaria me habría arrastrado como una bolsa de basura. -Quiero que veas algo y cuando estemos adonde vamos, te explico el porqué de esta salida y puedes preguntarme lo que quieras- fue lo único que dijo. Tuve la impresión de que era más tarde de lo que creía y, más disparatado aún, que era otro día, el día siguiente. Por momentos la actividad de la calle se paralizaba (o así lo percibía yo) como esos videos que por la lentitud de transmisión en internet se detienen cada tres o cuatro segundos. Cruzamos calles, avenidas, veredas, plazas, terrenos baldíos y pasillos de edificios abandonados hasta llegar a un bulevar atestado de viandantes y buhoneros de todo género de mercancías. Nos sentamos en el pretil de una jardinera repleta de desperdicios; Samuel estaba inquieto y sólo en ese momento reparé en su deplorable semblante: ojeroso, despeinado y la mirada trémula; la vestimenta arrugada y como de muchos días puesta, sin siquiera quitársela para dormir, si acaso había podido pegar los ojos en toda la noche; encendió un cigarrillo después de ofrecerme uno y de un acceso de tos que terminó con un grueso escupitajo salpicado de puntos rojos. A nuestra derecha, en el tronco ahuecado de una palma, un animal de pelaje marrón rojizo y lacio, del tamaño de una rata de cloaca, asomaba su hocico puntiagudo, chorreándole una baba blancuzca y espesa: me adentré en sus ojos, negros y brillantes como un planeta quieto en la noche del universo y una sucesión de imágenes, olores, sabores… me asaltaron: una gaviota grisácea cayendo en un río turbio… en una pared mohosa se va dibujando el rostro de una mujer desesperada… un penetrante hedor de mangos podridos… la cara de Samuel cruzada por rayas rojas, rasguñada por una garra de plata… cruces ondulantes en un cerro negro… el cometa que no veré nunca sobre el recodo del hombre de los espejos… sabor a hierro oxidado y aprieto los labios buscando un dulzor… los unos en sucesión triangular, rojizos y brillantes… Samuel me empujó y casi caigo del pretil; luego me jaló por el brazo e inclinándose hacia mí, me dijo en voz baja (aún pude ver algunos rostros que no estaban ahí, en el bulevar: salían de mi pecho): -Pon cuidado, Raimo. Mira hacia la izquierda y fíjate en la muchacha que está sentada en un huacal, junto al vendedor de yuca. Detállala, pero con disimulo, y luego me dices lo que hayas visto. Era una trigueña aindiada, bellísima: unos ojazos negros, vivaces; cabello de negro intenso, liso, brillante; labios carnosos, de una boca como dibujada con talento lujurioso, debajo de la nariz perfilada y discreta, en el rostro de cutis liso. Llevaba puesta una blusa rosada, de tela ligera, transparente, apenas sostenida por dos tiras muy delgadas; pantalones cortos, de yines recortados; las piernas firmes, moldeadas en arcilla consentida por el sol; y unas sandalias también rosadas y también de tiras muy delgadas, exhibían unos pies finos, de simetría impecable de los dedos, y era notable el esmero en cuidarlos para afianzar la correspondencia con toda la belleza que con ellos se abre paso en el mundo. -Toda una belleza, Samuel. Como dirían en el barrio: un caramelo hecho a mano. Pero, ¿no es muy joven para ti? Le calculo unos veinticinco años- le dije, sin quitarle la mirada a la muchacha. Samuel, sin alzar la voz, me respondió con rabia: -¿Tú eres pendejo o te haces el pendejo? Quién te dijo que yo quiero algo con ella o te traje aquí para que vieras cómo un hombre de sesenta años viene a contemplarla, a babearse por ella, para después masturbarse en su casa. -No he dicho nada de eso. Pero ¿cuál es tu afán para que viniéramos a verla? -Te dije que la miraras bien. Fíjate, ahora que se ha parado, en la pantorrilla de la pierna izquierda. Y como si nos hubiese escuchado, aquella belleza, de pie, se dio media vuelta y quedó de espaldas a nosotros: nos brindó el desquiciante semicírculo de sus nalgas (debe de ser todo un espectáculo verla en bikini) y en la pantorrilla izquierda tatuada una imagen de la reina María Lionza, toda desnuda a lomos de una danta, minuciosa en detalles, sin duda hecha por un profesional. -Aparte del hermoso culazo, ¿te fijaste en el tatuaje?- dijo Samuel entre sonrisas burlonas. -Claro que lo vi… y me impresiona tanto como su hermoso culo- le dije en tono jocoso. -Visto eso, vamos a un sitio menos transitado y más tranquilo- dijo Samuel, palmeándome la espalda. No sé cuántas cuadras caminamos. A las afueras de una biblioteca, encontramos acomodo en un banco sombreado de una plazoleta. Hubo entre nosotros un silencio prolongado, para refrescarnos y pasar el sofoco por la caminata a paso apurado. Y llegó el momento en que Samuel se sintió en condiciones de hablar y eso era lo que yo esperaba, presintiendo que lo oiría disertar por un buen rato y sin interrupciones de mi parte. -Raimo, llegó el día en que las paredes se estrechaban, unas contra otras, a mi alrededor y las calles se hicieron inhóspitas y soledosas. Ya no era la soledad natural que se lleva desde la cuna hasta la tumba: ahora se trataba de la opresión urdida por los seres humanos, por ciertos seres humanos en nombre de un credo, de la máscara de un dogma, de un futuro inalcanzable, que nunca llegará. Y eso es lo peor, esa supuesta redención que abruma y aplasta a cada individuo, al que quiere respirar a sus anchas y seguir sus propios pasos. “Así me encontré un día, sin disimulo posible, sin salida ni puerta de emergencia. Por un tiempo me negué a aceptarlo, a enfrentar lo que ya era el fantasma visible y palpable. Ya no era mi soledad de hombre solitario por elección. Era la soledad del aislado, del marginado, del que no encuentra en otro ser humano correspondencia, afinidad o necesario contraste para escuchar y escucharse, para saber de sus caídas y de sus yerros, y de su miseria y de sus pequeñas glorias. Me vi, entonces, entre hombres y mujeres resignados, agobiados, desalmados, condicionados para soportar humillaciones y contentarse con limosnas. En eso nos han convertido a casi todos, para eso viven ellos (tú sabes a quiénes me refiero), para eso planifican, en eso invierten todo su tiempo y todos sus esfuerzos, y con dinero, con mucho dinero que no es de ellos. Es como vivir en un manicomio administrado y dirigido por dementes uniformados. En eso se ha ido convirtiendo esto que llaman país o patria o tierra soberana. “Llegué a la desesperación por los caminos de todos los desengaños y de todos los intentos fracasados por encontrarme con alguien, hombre o mujer, con quien pudiese andar hombro a hombro. Me propuse no dejar avasallarme. Opiné con discreción y maña en las redes, a veces con un lenguaje que, por ser tan cuidadoso mi empeño, terminó en cifrado. En la calle, en cualquier esquina, en los lugares públicos, guardé silencio y aparenté conformidad. Se hizo mi manera de sobrevivir, con la protesta contenida y el reclamo atorado en la garganta. “Pensé en ti muchas veces. Pero sin pruebas que me asistieran, creí que te habías entregado, que te habían doblegado. Sólo cuando supe de ciertas desavenencias con Briseida, cuando supe que pasaba más tiempo en casa de sus padres que contigo y tú pasabas días enteros solo, en tu casa, sin salir ni a la puerta de la calle, fue cuando vislumbré que andábamos en el mismo camino. Algunas líneas un tanto destempladas e imprudentes escribiste en las redes, y ahí terminé de convencerme de que debía hablar contigo. Y cuando estaba decidido a hacerlo, se presentó el sueño de ambos, compartido, o tal vez un solo sueño tramado por nosotros o por el destino. Te llamé para contarte lo que yo creía mi sueño, para acercarme a ti con la excusa de que era una alerta soñada y resultó lo que ya sabemos”. Hacía rato que un hombre con bragas azules regaba las coquetas y azaleas de la jardinera externa de la biblioteca. Aunque me pareció que nos observaba con descarada impertinencia, no impedí que Samuel se le acercara a pedirle que le permitiera echarse agua en la cabeza y mojarse los labios con el chorro lánguido de la manguera. Volvió Samuel a mi lado, chispeando agua mezclada con sudor. -Estuve a punto de quedar aplastado, de entregarme; pero quise someterme. Supe que eso quieren ellos. Quieren pisotearte, convertirte en seres que caminen por donde ellos quieren, que comas como ellos quieren y, además, los aplaudas y los ratifiques en sus detestables cumbres. Quieren, y lo han logrado con muchos, moldear a su antojo tu manera de ver el mundo, hasta en lo más íntimo. Por eso me sobrepuse y me convertí en un caminante contemplador y reflexivo. Preferí la algarabía de las guacharacas o el canto mañanero del gallo o el canto del cristofué o de los canarios o de los chirulíes. Sí, los preferí a cualquier discurso oficial, a cualquier proclama, a cualquier declaración patriotera y falaz. Y en esa soledad de caminante encontré otras voces y comencé a ver otro lado del mundo, quizás el único que vale la pena honrar y preservar. Supe que había girado sobre mis talones para tomar otro camino, pero esa decisión tiene un precio muy alto, un precio que no me cansaré de pagar… y ya lo estoy pagando, aunque, por fortuna, ya no estoy solo en ese camino. Estás aquí conmigo, Raimo, y eso no quiere decir que cada uno siga con su soledad. Eso es infranqueable. Ya tú sabes que esa es nuestra condición esencial. No estamos descubriendo el agua tibia, sólo hemos llegado a donde todo individuo debería llegar. Samuel se llevó la cara a las manos, respiró profundo; luego sacudió la cabeza y las manos, miró a los lados; los ojos le brillaban de tanto desahogo y de tantos sentimientos mezclados y, encarándome, continuó en tono más pausado: -Bueno, para seguir hasta el punto del que quiero hablarte, prosigo con los hechos. Recapitulo. Lo necesito. Eso nos ayuda a ver mejor por dónde vamos. “Le di mil vueltas a la manera de abordarte (parecía perdido en un río de palabras, buscando las apropiadas), de llamarte a mi lado, a sabiendas de que tú librabas tu propia batalla. Conociéndote como te conozco, no era difícil presumir tus dilemas, que se resumían en uno: ¿me dejo avasallar o doy la cara y un paso al frente? Entonces vino el sueño, el sueño que creyéndolo sólo mío, me daba la oportunidad y el argumento para lanzarte una advertencia, casi una súplica. Y… ¡aleluya!, era nuestro sueño, el sueño de ambos”. Apoyó los codos en los muslos y volvió a llevar la cara a las manos; gotas gruesas de sudor le bajaban por la frente y las sienes, y se confundieron con unas pocas lágrimas inocultables. Inmensas nubes de gris plomizo oscurecieron el día y una brisa con olor de tierra mojada llegó hasta nosotros; Samuel aspiró hondo, se enjugó las lágrimas y el sudor, y mirando fijo hacia la lejanía, continuó: -Hemos hecho lo único sensato a nuestro alcance, aunque parezca fácil tildarnos de irresponsables, cobardes y dementes. Seguir como estábamos era dejarnos devorar por el monstruo, flotando como cadáveres en las aguas de una invariable rutina, paralizante, castradora y, a fin de cuentas, mortal. “Tomamos una decisión. Sí, es una decisión a la que casi nadie se atreve. La mayoría prefiere dejarse llevar por la corriente y vivir, si acaso eso es vivir, en el molde de la sumisión. “Sé que ahora cuentas con tus propios signos. Has recibido señales, pero prefiero que no me las comentes. No quiero influir en tus deducciones, conjeturas y asociaciones (en ese momento se dieron ante mí, entre Samuel y yo, los unos sucesivos en triángulo). Ni te molestes siquiera en insinuarlos. Son tus signos y tus señales. Tú sabrás cómo entenderte con ellos. Pero voy a otro punto. “Fuimos al bulevar de los buhoneros con una sola intención. Insistí en que te fijaras en la diosa del bulevar, la de la Reina tatuada en la pantorrilla. Ella no está ahí todos los días, tal vez dos o tres veces por semana, sin día fijo. Con eso le basta para cumplir con su trabajo: observar, escuchar, retener y llevar información a sus jefes. En dos platos, Raimo: ella es informante. Y no se le hace difícil porque hombres babosos de todas las edades se le acercan, le brindan lo que a ella se le antoje. Ella les coquetea y con cualquier excusa se queja de la situación del país, despotrica de quienes mandan y la indiscreción y la necedad de sus deseosos interlocutores hacen el resto. Ya sabes a qué me refiero. “El tatuaje de la Reina en la pantorrilla, aparte de revelar su devoción, la identifica con otras jóvenes que cumplen igual misión que ella. No quiero decir con esto que todos los devotos de la Reina andan en lo mismo. Es sólo un grupo de jóvenes, incluidos varones, de los que las autoridades (ellos, tú sabes) se aprovechan de su fe para ganar lealtades con una mezcolanza de religiosidad y política. “Quise que la vieras para que tuvieses una prueba visible de que cada día hay más “cooperantes”, como les llaman ellos, de los más variados aspectos y oficios. Por ejemplo, la diosa del bulevar, según me han referido, seduce a hombres y mujeres por igual en las tascas y restaurantes del norte, adonde va gente de plata. Así gana prostituyéndose y consiguiendo información, si la hay. Gana dinero y algunos privilegios por solo hacer lo que se espera de ella, tanto para los clientes como para sus jefes. Y te estarás preguntando cómo he llegado a saber todo eso. En principio, gracias a mi natural desconfianza en lo que parecía la trampa perfecta para que yo cayera. “Estuve yendo al bulevar varias tardes. Fumaba, observaba, pensaba y también trataba de confirmar si un recogelatas, que suele andar por los alrededores de donde estamos viviendo, me seguía, como estoy seguro de que lo había hecho otras veces, Una de esas tardes, sentado en uno de los bancos del bulevar, se me acercó un hombre de unos setenta años con el pretexto de pedirme prestado el yesquero para prender un cigarrillo y se sentó a mi lado. Me buscó conversación, quejándose de lo mal que la estamos pasando todos: pésimos servicios públicos, todo carísimo y poca plata. Y de ahí en adelante, palabras más, palabras menos, esta fue nuestra conversación: “-¡Qué más le queda a uno si no es quejarse! Dígame usted, ¿qué más podemos hacer?- me miraba como exigiéndome una respuesta afirmativa. “-Así es- le dije con displicencia. “-Pero tampoco es recomendable hablar ni quejarse mucho. Eso tampoco está bien visto… usted sabe- ahora buscaba ganar mi complicidad. “-Sí, hay que hablar sólo lo necesario. Si se tiene lo indispensable, ¿para qué hablar tanto?- me defendí mostrándome conformista. Estaba seguro de que no era hombre de fiar. “-Y cuando se habla hay que saber bien qué se dice y a quién se le dice. Sé que usted me entiende. “-Eso creo- ya me estaba gustando hacerme el pendejo, más de la cuenta. “Entonces, en actitud discreta y en voz baja, se soltó a hablar. Me contó con lujo de detalles las actividades de la diosa del bulevar y me enseñó a tres informantes más, dos buhoneros y un vendedor de café y cigarrillos detallados. Y te parecerá extraño que, si siendo él también informante, por qué delató a otros. Ahí, justamente estaba su artimaña. Encubierto con su apariencia de viejo resignado y buena gente, pretendía aflojarme la lengua. Claro, al verme varias veces en el bulevar, solo, sin hacer nada y sin hablar con nadie, los informantes, con sobradas sospechas desconfiaron de mí, pero creyeron más conveniente tirarme el anzuelo con ese tal Rubén Rojas, como así dijo llamarse y te lo he descrito. “¿Y cómo supe que él es informante? Primero, ya no confío en nadie, aparte de ti. De manera que si se hubiese tratado de un mero viejo hablador de pendejadas, tampoco le habría dicho nada inconveniente. Pero fue por pura casualidad como lo descubrí. “A los pocos días de haberlo conocido, andaba yo cerca del bulevar, caminando y fumando para distraer la soledad y la inquietud, cuando comenzó uno de esos aguaceros repentinos. Busqué refugio bajo el toldo de un restaurante popular, en una de esas callejuelas inmundas de esa zona; me recosté de la reja que protege una ventana angosta con un vidrio muy delgado y muy sucio, pero aun así podía verse hacia el interior del restaurante. Hay cuatro mesas de cuatro puestos y en una de ellas estaban sentados, frente a frente, la diosa del bulevar y el tal Rubén Rojas. De una libreta de bolsillo, puesta sobre la mesa, él le dictaba algo que ella transcribía en su celular. Estaban muy concentrados en lo suyo como para darse cuenta de que yo los estaba viendo. Con eso me bastó y salí disparado de allí hasta el apartamento. Como verás, la cautela y la sagacidad reciben su recompensa del azar. Y con eso, además, queda fuera de toda posibilidad el que yo padezca delirio de persecución injustificado. Lo digo, Raimo, por si en algún momento lo has pensado”. Me limité a mirarlo. Y con esa mirada le ratifiqué mi confianza y mi lealtad. -Pronto anochecerá, Raimo, pero ya estoy por terminar. Ahora te diré algo sobre el libro, sobre El sol de los días muertos. Yo no lo vi en nuestro sueño, como bien sabemos, pero se me ocurre lo siguiente: “El sol de los días muertos está por escribirse o está guardado en alguna parte remota u oculta a los ojos indiferentes y por eso puede estar a la vista pero inadvertido, como la carta robada del cuento que te leí una vez, el cuento de Poe. O está donde sólo los ojos reverentes, posiblemente predestinados, lo encuentren. Eso, hasta ahora, no lo sabemos. ¿Será que leerlo es descifrar el mundo, como conjugar las teorías de las teorías para concertar una teoría final, algo así como el hallazgo de la ley fundamental de las leyes del cosmos, tal como, a mi entender, pretenden algunos físicos? Eso puede ser, Raimo. “Y por último (ya la noche se acerca y no nos conviene andar en la calle, es mucho riesgo), lo que viene, lo que nos falta por emprender. Debemos marcharnos del apartamento de Nelson Iriarte. No podemos seguir allí”. Por fin me atreví a interrumpirlo, aprovechando que le faltaba aire para hablar de continuo. -¿Y adónde iremos, Samuel? ¿Acaso deambularemos de un barrio a otro, de un pueblo a otro, de una ciudad a otra o iremos a otro país, como tantos que lo han perdido todo o han enloquecido por desesperación o buscando aires serenos y de prosperidad? -No, Raimo, iremos a la casa. -Pero la casa ya no… -Lo sé, Raimo. Pero podemos ir a la casa y quedarnos en ella. -Pero está en penumbras, oscura, extraña y no siempre parece la misma. -Podemos ir y quedarnos en ella. No tenemos otra opción. Ya estamos rodeados y sólo nos están dando cuerda para que creamos que pasamos desapercibidos. No quise hablar más. Ya era de noche y la calle me asustaba. No fue un regreso cualquiera. Lejos, muy lejos, entrevistas entre nubes veloces, algunas estrellas brillaban más de la cuenta. Aparte de nosotros, en las calles oscuras y raras apenas vimos doce niños comiendo de la basura de los restaurantes, dos hombres famélicos peleaban por una botella de caña clara. Samuel me abrazó y dijo: -Este es el término. Más no puedes ver, porque aquí ya lo hemos visto todo. * Una y otra vez soy testigo del asesinato de Guillermo Mirabal. No he podido sacarme de la cabeza su cadáver y me entran ganas de llegarme al estacionamiento y, sin mediar palabras, caerle a coñazos al flaco amanerado y acusarlo a toda voz. Pero hasta ahí llego, porque no me conviene. Me expongo y conmigo a Samuel, y además de ser mi palabra contra la del flaco amanerado y el tipo de la bicicleta: ¿alguien me creería? ¿Por qué no lo denuncié al momento?, me preguntarían con malicia y desconfianza. Dudas, acusaciones, preguntas y remordimientos me rodean, giran a mi alrededor, se entrelazan, forman nudos, vienen como olas altas y sucesivas y se van con la resaca. Nunca había visto que mataran a alguien. Vi morir a mi padre, en paz y cansado de sufrir una larga enfermedad, y mucho antes, cuando tenía doce o trece años, vi morir a un hombre. Al norte del barrio donde nos criamos Samuel y yo hay una avenida de dos canales a ambos lados de una isla de unos diez metros de ancho; para entonces, a uno y otro lado de la avenida había varios terrenos baldíos y en uno de ellos los muchachos del barrio jugábamos beisbol casi todas las tardes y los fines de semana desde muy temprano. Un sábado, un golpe seco, primero, y enseguida un estruendo de metal y vidrios rotos interrumpió el partido: un carro (un Renault de maletero adelante y motor atrás) se había estrellado contra un caobo alto y grueso de la isla; la trompa del carro quedó arrugada y aplastada contra el parabrisas y el volante quedó contra el pecho del conductor, que iba solo. Pudo el hombre salir del carro, librándose del volante que lo oprimía: dio unos pasos al frente y volvió sobre ellos (cinco pasos palante y cinco patrás, decía Rogelio, uno del barrio, cada vez que lo contaba); luego, con lentitud calculada se sentó en medio de la calle; tenía los labios blancos, el rostro le pasó de bronceado a pálido de máscara de yeso, los ojos algo desorbitados y la mirada de quien busca algo lejos de sí; después se acostó, también con lentitud, como si alguien lo sostuviera por la espalda, se estremeció como un pez recién sacado del mar, cerró los ojos y ahí quedó. Por mucho tiempo me asedió el recuerdo, la imagen clara, de ese hombre muriendo y con los años terminé por agradecer ese temprano encuentro con la muerte. Pero ahora es distinto, es un asesinato y quizás yo sea el único testigo, y no tengo manera de enterarme de lo contrario. Maneras de averiguarlo, las hay; pero mi riesgosa condición de perseguido, de vigilado por quién sabe cuántos informantes, me lo impiden. Me toca cargar con la culpa sin ser el asesino ni el cómplice; me toca este forzoso silencio cómplice y no pienso contradecir las prevenciones de Samuel: no le falta razón. Sé de sobra que Samuel no hará nada por su parte: nos hemos resignado a la injusticia. Han pasado varios días, más de una semana, que casi no veo a Samuel y apenas cruzamos saludos. Sale antes del amanecer y regresa al final de la tarde y se encierra en su cuarto. Cuando me supone dormido, se sienta ante la computadora hasta pasada la medianoche, mientras yo, buscando el sueño, revolcándome en la culpa por el asesinato de Guillermo Mirabal, paso las horas viendo televisión y ansiando el momento de irnos a la casa de nuestros padres. A ratos he ido a lugares extraños, pero recuerdo poco o nada o todo confundido. Sé que he estado corriendo en un bulevar penumbroso, acompañado de animales mansos; han corrido a mi lado (sonrientes, aunque parezca disparate) un gato, un cochino, una gallina y una iguana. Sé que estuve en un aeropuerto y me inquietaba perder el avión que nunca abordé. Me huyen los detalles de mis salidas, los unos en sucesión triangular se presentan en parpadeos y el mundo, absolutamente todo, ha ido perdiendo su calmante familiaridad. Nada parece igual y me asusto; tal vez por eso se acrecienta mi disposición a marcharme de aquí, a buscar otros aires que no sean los de esta ciudad cada día más deteriorada, más soledosa, más empobrecida y de infausto destino sentenciado. * Sin pensarlo dos veces salí a la calle. Me empujaban la ansiedad y la culpa, esas constantes enemigas de la calma y el sueño. Una lluvia de ráfagas recias y espaciadas caía sobre las calles con pocos carros y peatones, sobre las santamarías de los muchos negocios cerrados por quiebra o por falta de suministros de los más diversos ramos, sobre las plazas cuyos bancos apenas ocupaban decrépitos pensionados o indigentes, sobre el ánimo vulnerado y la moral pisoteada de sus habitantes, que ya no son ciudadanos… si alguna vez lo fueron. Avanzaba sin saber hacia dónde, con dos sentimientos chocando como dos ríos que confluyen impetuosos en un mismo cauce: la indignación por la ciudad empobrecida, atristada y agonizante, y la alegría de caminar bajo la lluvia caprichosa e indecisa, sin importarme mi destino. Supuse que los pocos que se cruzaban conmigo o alguien aburrido que me viera desde un balcón o resguardándose de la lluvia bajo el toldo de un negocio o del techo saliente de un edificio, me juzgaría dichoso, imperturbable y decidido. Si esa era mi apariencia, me libraba de cualquier sospecha, aunque mi cordura estuviese en entredicho. Una ráfaga de lluvia más intensa, un aguacero de gotas gruesas que chasqueaban al estrellarse contra el pavimento y producía un ruido tormentoso al caer sobre los toldos de metal de apartamentos y tiendas, me hicieron apurar el paso hasta encontrar el único local con las puertas abiertas: una funeraria. En un corredor externo, techado, a ambos lados de una de las capillas de la funeraria, había diez sillas plegables de metal, adosadas a la pared; apenas estaban ocupadas seis, por cuatro hombres y dos mujeres, ancianos y flacos. Me miraron con temerosa curiosidad y antes de que me preguntaran algo o me corrieran, les dije que me quedaría hasta que escampara. Eso los tranquilizó y una de las señoras me ofreció café: fue a un cuarto estrecho, contiguo a la capilla, y volvió con el café en un vaso de plástico; me preguntó si fumaba, asentí con la cabeza y sacó dos cigarrillos de un monedero apretado en el sostén. Saboreando el café y el cigarrillo, le pregunté por el muerto y me echó el cuento, que duró más de otro café y dos cigarrillos. -Era mi hermano. Estaba por cumplir 59 años. Lo mató la pobreza, como nos está matando a muchos. De no ser por lo difícil de conseguir el antibiótico que necesitaba y que cuando lo conseguimos era demasiado caro, no estaría yo aquí contándole esta desgracia ni él metido en ese cajón prestado. “No sabemos de qué le vino una infección tan arrecha, tan violenta, que llegó a tener pus hasta en el alma. Tres veces lo abrieron para limpiarlo, pero nada, volvía a llenarse de pus y, la verdad sea dicha, llevaba días oliendo a muerto hasta que perdió la batalla, la única que nadie gana”. No pudo evitar las lágrimas y se le quebró la voz. Hacía rato que el aguacero había cedido a un velo de llovizna, acompañado de una brisa fría; pero como le caí bien a la señora y necesitaba desahogarse, la complací escuchándola con verdadera paciencia. -A muchos nos está matando la pobreza y Jesús no era la excepción, y más él que era artista, poeta y buena gente. Desde muchacho siempre andaba con libros y hacía teatro y también era cuenta cuentos. Esa era su vida y usted debe de saber que aquí, en este país, los artistas, los poetas, a menos que sean gobierneros, pelan más bolas que un fugitivo, se mueren de hambre. Pero digo gobierneros de los avispados, de los que están con los de arriba, y no como Jesús, que era partidario del gobierno, pero de los limpios, de los ilusos. “El caso es que escribía y, sabe una cosa, lo último que escribió, y lo sé porque le puso fecha y lo encontré entre los papeles que cargaba en el morral que siempre llevaba terciado. ¿Y sabe qué era? Un sueño y ese sueño, por lo que leí y si mi ignorancia no me engaña, presentía su muerte, la pintaba clarito. Y ese sueño con otros escritos de otros sueños, anécdotas y situaciones muy raras ya iban formando un libro”. Me crispé y pensé en El sol de los días muertos. De ahí me salió una pregunta al rompe: -¿Cuál era el nombre completo de su hermano? -Jesús Ramón Arcila Martínez. ¿Y por qué lo pregunta? -¿Y ese libro ya tenía o tiene título?- me costaba ocultar mi curiosidad exagerada, impertinente. -Que yo sepa, no- la señora, aparte de extrañada, puso cara de estar inquirida por un loco. En unos segundos de silencio estuve debatiéndome con dudas y preguntas: ¿le hablo de El sol de los días muertos?, ¿qué pensará esta señora de mí si le echo todo mi cuento?, ni siquiera sé quién es ella. No me convenía demorarme allí. Si la excusa para quedarme era la lluvia, apenas lloviznaba y, además, la tarde avanzaba y muchas cuadras me separaban de mi refugio. Una súbita pregunta de la señora rompió el silencio: -¿Por qué le interesa tanto ese libro de mi hermano?- no pudo ocultar la aprensión. Me sentí descubierto, delatado por mi necia obsesión y mi curiosidad sin embozo. Una vez más, apelé a la ocurrencia del momento: -Siempre me ha llamado la atención la gente que escribe libros. Es un talento con el que no nací y menos tuve quien pudiera enseñármelo. Eso, en apariencia, le calmó la malicia y para evitarme probables complicaciones o arranques de imprudencia, me despedí con amables muestras de respeto y de solidaridad con su pena. Volví a la calle aún sin ganas de regresar al apartamento, aunque por un momento tuve la impresión de que estaba en mi cama y andaba por ese otro mundo donde aún está en pie la casa de mis padres. Me propuse evitar todo pensamiento, detener el río interior, de la manera como me había enseñado Samuel: uno camina, la frente en alto, y no enfoca la mirada en nada; apenas uno la fija en algo, cambia a otro punto, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda; parecido al paneo de una cámara, sin apuro. Y esa vez, a diferencia de otras, se me vinieron encima viejos recuerdos, recuerdos de la infancia y de la adolescencia. No eran los recuerdos en sí: era lo sentido en esos momentos. En eso, la extrañeza del mundo, de las cosas, de mí mismo y una nostalgia no sé de qué, una nostalgia de algo indefinible, una nostalgia de algo inexpresable, una nostalgia de algo perdido cada día: nostalgia de una gloria sin tiempo. Y con poco cuidado de mi seguridad, caminé cuadras y más cuadras, atravesé parques solitarios, plazas de malvivientes, barrios de pésima reputación; me detuve en callejones de transacciones ilícitas, entre tipos armados y malévolos, entre mujeres borrachas y drogadas, dispuestas a abrir las piernas al precio más bajo y sin regateo. Anduve con lo antes sentido y con lo que ahora sentía, sin detenerme en nada, sin concentrarme en nada; suelto de todo interés y de toda intención, ajustado al paso del sol, al paso de la Tierra, sin ánimo de entender ni explicar nada y era el viento y lo que el viento rozaba o se llevaba. Al anochecer estaba en la sala del apartamento tomando café y fumando, esperando que Samuel saliera de su cuarto. Tardó más de una hora. No me importó esperar; no tenía prisa. Desde los días de su divorcio y de sus frecuentes borracheras, no le había visto a Samuel el rostro tan descompuesto y la actitud angustiosa; en contraste, su vestimenta era impecable: camisa y pantalón casi nuevos, bien planchados; zapatos lustrosos y de poco uso, y medias nuevas, azul marino, en combinación con el pantalón del mismo color. Pese a lo que delataban su rostro y la inquietud de sus manos, me permití bromear: -¿Y dónde es la fiesta? Sonrió de lado, con expresión de pésame sentido. Y sólo después de un rato inquietante y encender un cigarrillo, se dignó a hablarme: -Un filósofo dijo esta gran verdad: somos los invitados de la vida. Y digo yo: una vez en ella, en la vida, nos toca elegir qué haremos y adónde vamos. Y eso es lo que tú yo hemos hecho y seguiremos haciendo. Ya elegimos. Ya no podemos seguir aquí. Se puso de pie y me miró con ternura, con lo mejor de su afecto filial y me dijo, entre melancólico y solemne: -Estoy vestido así, porque así espero llegar a nuestra casa. He estado un par de veces en ella, en estos días, y está muy desordenada y no he podido, por más que me esfuerzo, ponerla en orden, arreglarla un poco. Mucha gente entra y sale, no siempre, pero lo suficiente como para que parezca una fiesta. “Yo espero que hagas lo mismo, que vistas bien y tratemos de llegar a ella con buen ánimo. Por ahora voy a dar una vuelta por aquí mismo, por el vecindario, para despedirme de este lugar y a ver si me alegro un poco”. Me indicó que me levantara. Lo hice, dio un paso y me abrazó: -Ya no nos veremos más aquí. Nos veremos allá, en la casa. Salió enjugándose las lágrimas. Ya es noche avanzada; no sé la hora exacta. Me vestiré con lo mejor que encuentre y me acostaré. Tal vez en la casa dé con El sol de los días muertos, tal vez alguien nos lo lleve o tal vez lo escribamos Samuel y yo. Puede ser.