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El perfume de las rosas

En la naturaleza que nuestros ojos ensombrecidos pueden ver existen enseñanzas,


"signos", que apenas percibimos pero que los profetas ven en todo su sentido y de los
que nos advierten continuamente; en el Corán, por ejemplo, encontramos con frecuencia
la mención de esos signos: «Dios ha creado los cielos y la tierra con un fin. Hay en ello
signos para los creyentes»(1). ¡Ojalá fuéramos capaces de ver y de oír!.
Uno de estos signos son las rosas que en primavera, se abren y desprenden su perfume.
Cualquier persona, mínimamente sensible se deleitará con su fragancia; al acercarnos e
inspirar el aire fecundo que exhala, disfrutaremos de tan extraordinaria belleza, y por un
momento nuestro espíritu se abrirá, y en el goce irracional del perfume nos
comunicaremos directamente con la vida interior de la planta que lo irradia. Así, nuestro
corazón, completamente dormido hasta ese momento, se agita levemente como si fuera
a despertarse, pero cuando dejamos de oler la flor, vuelve a dormirse en el letargo de la
caída.
Como siempre, buscaremos en las palabras de los profetas las claves de nuestra
comprensión y por ello vamos a leer el pasaje del Génesis en el que se narra la
transmisión de la bendición de Isaac, anciano y ciego, a su hijo menor. Está escrito,
(XXVII, 26-27):
«Y su padre, Isaac, dijo a su hijo Jacob: Acércate y bésame, hijo mío. Se acercó a él y lo
besó, y olió (Isaac) el aroma de su vestido y le bendijo, diciendo: es el aroma de mi hijo
como el aroma de un campo al que ha bendecido el Señor».
Existe en el Zohar un comentario sobre este pasaje que explica la naturaleza del vestido
oloroso de Jacob:
«Ven y ve, no está escrito y olió el aroma del vestido sino el aroma de ‘su’ vestido;
como lo que se ha dicho (Salmos CIV, 2): El que se cubre de luz como de un vestido y
extiende los cielos como una cortina. Otra explicación: el olor de su vestido, de lo cual
se desprende que es el vestido de Jacob, que en el mismo momento, exhaló aromas, y
así, hasta que Isaac no olió el aroma del vestido, no lo bendijo, pues entonces reconoció
que él era digno de las bendiciones, ya que si no fuera digno de las bendiciones no
estarían con él todos aquellos olores de santidad» (2).
Así, según el fragmento del Zohar hay una estrecha relación entre el vestido de Jacob y
el vestido de luz de la cita de Salmos, lo que nos indica claramente que el pasaje de la
bendición de Isaac a su hijo hace referencia al misterio de la redención. Sabemos que
antes de la caída de nuestros primeros padres, Adán estaba vestido de luz, de la luz
preexistente y única, y que, a causa de la transgresión, esta indumentaria de gloria se
convirtió en un vestido de piel, animal y diversificado (2); cuando en los textos sagrados
encontramos que un hombre se cubre de nuevo, como Jacob, nos indica que su piel
animal ha desaparecido y que su corazón ha sido cambiado, que ha reencontrado su
vestidura original y pertenece a la filiación de los Patriarcas. Este es el hombre digno de
la transmisión del misterio de Dios. Vemos aquí que la vestidura de la regeneración es lo
que desprende el buen olor.
Todo ello está confirmado y resumido en las palabras de L. Cattiaux (M.R. XXXI, 9):
«Los elegidos del Señor se bañarán en la dulce luz que desprende el buen olor de vida y
se congratularán sin fin». Al sumergirse en esta luz el corazón despierta, el espíritu se
vuelve inteligente y reconoce los signos ocultos en la naturaleza, ya que en este baño
especial, el auténtico bautismo cristiano, la piel inmunda que nos cubre por el pecado
original es lavada y la mugre desaparece. Es el bautismo de Dios que regenera al
hombre y que cambia su vestido por la tintura del buen olor de vida (3).
San Louis Marie Grignion de Montfort alabando a los beneficios que procura la Virgen
María, comenta la bendición de Isaac a Jacob con estas palabras: «El mayor servicio
que la amable María ejerce en favor de sus fieles devotos es el de interceder por ellos
ante su Hijo y aplacarles con sus ruegos. Ella los une y conserva unidos e Él con
vínculos estrechísimos.
Rebeca hizo que Jacob se acercara al lecho de su padre. El buen anciano lo tocó, lo
abrazó y hasta lo besó con alegría, contento y satisfecho como estaba, de los manjares
cuidadosamente preparados que le había traído. Gozoso de percibir los exquisitos
perfumes de sus vestidos, exclamó: ¡Aroma que bendice el Señor es el aroma de mi
hijo!. Este campo fértil cuyo aroma encantó al corazón del Padre es el aroma de las
virtudes y méritos de María. Ella es, en efecto, el campo lleno de gracias donde Dios
Padre sembró, como el grano de trigo para sus escogidos, a su único Hijo». (4)
María y Rebeca se identifican con el mismo símbolo, son el agua perfumada que lava a
los fieles y los conduce a la unión con el Padre Altísimo. Estas mujeres, llenas de gracia,
nos enseñan la relación entre el olor y la unión, y así como el aroma de las flores llama
y reúne a las abejas, ellas nos llaman y nos reúnen con Dios.
Dicha reunión no es otra cosa que el retorno del mundo caído y diversificado en
infinitas especies, a la unidad esencial del Único. Ritualmente está simbolizada por el
olor del incienso ardiendo que reúne a los espíritus separados; la palabra hebrea que
designa el incienso ketoret, proviene de la raíz kator, que significa justamente ligar, unir,
comunicar, etc. De esta manera comprendemos una parte del misterio que se esconde en
el perfume de la rosa, y porqué María es llamada «Rosa mística» y «Eva olorosa», ya
que es ella la que reúne a su alrededor a todos los santos formando la flor mística que
canta las alabanzas al Padre. Sin el perfume de María, esta flor sería una forma
exteriormente unida pero sin contenido interior, sin la vida del centro que vincula y
organiza el cuerpo, la verdadera Iglesia de Jesucristo.
En algunas tablas del primer gótico catalán conservadas el Museu d’art de Catalunya
encontramos la representación de la Virgen de la Misericordia, que con una gran capa
azul oscuro por fuera y blanca y brillante por dentro, cubre y reúne a su alrededor a
todos los fieles de la Iglesia. ¿No es esta capa, sostenida por la ayuda de los ángeles,
como el vestido oloroso de Jacob?
Cuando la misma Virgen María recibe la visita del ángel Gabriel, la virtud del Altísimo
la cubre con su sombra (Lucas I, 35); esta sombra es, sin duda, como el vestido de luz
que cubre a los escogidos y que desprende suaves perfumes. La palabra griega utilizada
para designar sombra, episkiazo, la encontramos sólo cuando los evangelistas cuentan
en el Nuevo Testamento, la transfiguración de Jesús en el monte Tabor; escribe Marcos
(IX,7): «Se formó una nube que los cubrió con su sombra», aludiendo al encuentro del
Señor con Elías y Moisés, en el momento de oírse la voz del Padre en el cielo. Con ello
vemos que la sombra que cubre a María y el vestido de luz son la misma cosa.
Junto a la sombra del Altísimo, Lucas, se refiere a la venida del Espíritu Santo, por lo
que podemos entender que si la sombra es el vestido, el Espíritu Santo es el buen olor
que desprende.
«Es en aire donde se oculta el alimento de la vida» dijo el sabio Cosmopolita (5); este
aire que en las regiones supralunares es llamado éter, es también la esencia misma del
Espíritu Santo, la fuerza generativa y creadora que los hindúes llaman Prana; cuando
llega hasta nosotros está ya mezclado con el aire impuro y es imposible reconocerlo –
sólo el Servidor de Dios puede hacerlo – pero sin embargo, lo que permanece puro en
este aire es lo que anima nuestros cuerpos y nos permite vivir; no estamos hablando de
una entelequia metafísica, sino del «alimento de nuestra propia existencia», de él
dependemos y depende toda la vida, la de lo alto y la de lo bajo. El éter podría
compararse al aroma que da el Árbol de la Vida que está en el centro de las siete
montañas del Paraíso, así lo cuenta Henoch: «(El Árbol de la Vida) exhala un olor
superior a cualquier perfume, y sus hojas, sus flores y su madera no se secan jamás; su
fruto es hermoso y se parece a los racimos de la palmera».
Este árbol está prometido a los elegidos de Dios, pues, siguiendo la explicación de
Henoch, «el buen olor de este árbol penetrará sus huesos y ellos (los justos y los
humildes) vivirán una larga vida» (6). Si recibiéramos este aire sin mezcla, nuestras
vidas serían inmortales, pues es la propia sustancia o esencia de Dios: su voluntad. Por
eso, en la antífona católica Veni Creator Spíritus, está llamado el Espíritu Santo, «Dedo
de la diestra del Padre». Es el éter de eternidad.
El apóstol Pablo dice (2 Corintios II, 14-15): «Doy gracias a Dios, que nos hace triunfar
en Cristo y en nosotros, manifiesta en todo lugar el aroma de su conocimiento; porque
somos para Dios el suave olor de Cristo de entre los que están salvados». Para «triunfar
en Cristo» hay que morir antes en el mundo, a fin de deshacer la mezcla que nos
aprisiona. Es entonces cuando aparece el verdadero perfume de la rosa; como escribe L.
Cattiaux (M.R. V, 94’): «Bajo el hedor de la muerte se oculta el perfume de la rosa».

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