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En Bajo el cielo antioqueño se verá, caminando impávido como un fantasma por entre
los negativos recuperados, todo el tronco de los mejía (empezando por don Gonzalo y
doña Alicia Arango de Mejía); también hay representantes de otros apellidos ilustres o
que alguna vez lo fueron, antes que la sociedad antioqueña, en coro, perdiera el
“cielo”: Jaramillo, Uribe, Botero, Ochoa, Gonzáles, Restrepo. Nobles señoritas en
situación de casaderas y en edad de merecer fueron puestas por los buenos oficios de
don Gonzalo en situación de filmar. ¡Y qué han filmado!
El resultado, tal como lo describiera Gonzalo Mejía, es una película “(…) de alto fondo
moral y social; donde entran detalles de nuestras costumbres, tipos de raza, paisajes
de nuestros campos, y, en especial, la cultura del feminismo antioqueño”, o, traducido,
una película esquemática y triste con personajes ficticios que evocan aquellos
personajes reales, aquellas hermanas, tías y abuelas, que vimos caminar por nuestra
infancia con el cuerpo herido por una virtud a la que estaban obligadas, postradas
frente al altar en donde habían hecho el sacrificio de ellas mismas, y secundadas por
poetas imbéciles (también curas, también hermanos y padres, también nostálgicos de
toda pelambre) que cantaban las virtudes de ese martirio.
Fotos postales
¿Tradición?
Por eso, que el espectáculo metropolitano del próximo jueves lo celebren quienes lo
tienen que celebrar, que, para ser sinceros, son muy pocos. Para empezar, los señores
Jorge Nieto y Diego Rojas y toda la gente de la Fundación Patrimonio Fílmico
Colombiano, que ha hecho una labor meritoria al rematar, tras 20 años de ires y
venires, la restauración de nuestra película muda. A fe que han escogido la peor
carnada. Seguramente no hay mayores cosas que restaurar, gracias a la voracidad del
tiempo que consume los trabajos y los días colombianos, pero es una suprema ironía
que sea justamente esta película, completamente banal, por decir lo menos, la que
haya merecido el perdón del fuego.
Que celebren también los descendientes de los Mejía, Restrepo, Jaramillo, los de doña
Berta Hernández de Ospina, que tuvo tiempo de bailarse un tango en alguno de los
“saraos de la peli”, que celebre “lo más granado de la sociedad paisa” que tiene, en
Bajo el cielo antioqueño, su épica privada; pero de ahí a convertirla en la épica (en el
pasado) de una región, o de un país, hay un paso que tiene que ver con nuestra
invertebrada capacidad de ser dóciles con quienes mal nos quieren: ya elegimos
presidentes que nos desprecian y endiosamos a periodistas que viven en Miami; el
paso siguiente es convertir la historia de una familia, exclusiva y excluyente, en la
historia de todos.
Los demás, no tenemos nada que celebrar y sí mucho que revisar de nuestro pasado, y
la misión más alta de esta película que se ha encontrado con un destino para el que no
estaba preparada, es propiciar esa revisión, fundamentada en argumentos que son del
terreno de otras disciplinas: la sociología, la economía, etc.
Por sobre todas las cosas, el que menos tiene que celebrar es el cine colombiano. En el
boletín oficial del programa del próximo jueves se dice que “la restauración de Bajo el
cielo antioqueño requirió del esfuerzo de muchos que saben de la importancia de la
preservación de nuestro patrimonio para la construcción de un futuro más acorde con
nuestros sueños”. Malos sueños serían aquellos. Lo que se trata de vender con tan
notables palabras, si no entendí mal, es el patrimonio como un fetiche, por fuera del
alcance de cualquier juicio de valor. Lo que equivale a pensar que con cualquier cosa
se puede inaugurar una tradición por el hecho casual de que esa cosa exista.
Para información de las almas inocentes, Bajo el cielo antioqueño fue una aventura
esporádica. No se derivó de ella ninguna industria, ninguna estética, no representaba
la continuidad de nada: fue un hecho aislado, y la tradición es justamente lo contrario.
Huérfanos de tradición nos hemos dado a ser mangianchos, y sólo esa laxitud explica
que alguien pueda emprender la defensa de la película de los Mejía y los Acevedo. Hay
otros argumentos a favor: la importancia histórica de la película, por ejemplo; pero la
historia es una convención creada por el hombre y por lo tanto es una entraña viva, y
por lo mismo, sujeta al cambio, sometida a un movimiento permanente. La historia no
se recibe, se construye. Una oportunidad más de defensa: la posibilidad de ver la
Medellín de antes, la Antioquia del pasado. Sí, la nostalgia es un mal irremediable que
no se conforma con Melitón Rodríguez, ni con el otro Mejía, el fotógrafo; quiere un
realismo que le agregue movimiento a la mentira.