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El cielo que perdimos

Por PEDRO ADRIAN ZULUAGA

El espectáculo del próximo jueves en el Teatro Metropolitano (reestreno después de


74 años de la película Bajo el cielo antioqueño), viene precedido de una serie de
piadosas mentiras. Procedamos a entonarnos. En 1925, Arturo, uno de los Acevedo,
familia bogotana que jugueteaba con el cine, hizo el favor de ayudarle al prohombre
antioqueño Gonzalo Mejía a agregar una más a su lista de “proezas”. Mejía quería
probar suerte con una película, pero quería, sobre todo, a juzgar por lo que se ve en
ella, armar una fiesta para los suyos e imponérsela a todos; con su innegable poder de
convocatoria, juntó en una causa común a “lo más granado de la sociedad paisa”, que,
para la época, no pasaría de cuatro cuadras a la redonda. ¡Y a filmar que son dos días!

En Bajo el cielo antioqueño se verá, caminando impávido como un fantasma por entre
los negativos recuperados, todo el tronco de los mejía (empezando por don Gonzalo y
doña Alicia Arango de Mejía); también hay representantes de otros apellidos ilustres o
que alguna vez lo fueron, antes que la sociedad antioqueña, en coro, perdiera el
“cielo”: Jaramillo, Uribe, Botero, Ochoa, Gonzáles, Restrepo. Nobles señoritas en
situación de casaderas y en edad de merecer fueron puestas por los buenos oficios de
don Gonzalo en situación de filmar. ¡Y qué han filmado!

La primera parte es un bodrio sentimental, digno antecesor de los peores culebrones


televisivos, cuyo argumento cae en unas cuantas frases. Dos enamorados que quieren
consumar su amor y un guionista (¿Lo hubo?) que se los impide. De por medio
desfilan todos los prejuicios que nos han constituido como sociedad: represión de la
sexualidad y culto al trabajo y al dinero; afirmación de la familia y de la clase social
como estructura cerrada; escasa capacidad de tolerancia y confrontación con el
mundo exterior. Y, por sobre todas las cosas, acumulación de capital con base en el
ahorro, que genera como consecuencia directa un depósito de valores espirituales,
que son (o fueron) lo mejor y lo peor de la supuesta identidad antioqueña: austeridad,
alta valoración de la autoridad, reciedumbre moral.

El resultado, tal como lo describiera Gonzalo Mejía, es una película “(…) de alto fondo
moral y social; donde entran detalles de nuestras costumbres, tipos de raza, paisajes
de nuestros campos, y, en especial, la cultura del feminismo antioqueño”, o, traducido,
una película esquemática y triste con personajes ficticios que evocan aquellos
personajes reales, aquellas hermanas, tías y abuelas, que vimos caminar por nuestra
infancia con el cuerpo herido por una virtud a la que estaban obligadas, postradas
frente al altar en donde habían hecho el sacrificio de ellas mismas, y secundadas por
poetas imbéciles (también curas, también hermanos y padres, también nostálgicos de
toda pelambre) que cantaban las virtudes de ese martirio.
Fotos postales

De repente, como por un impulso divino, la película da un giro, abandona el drama


sentimental y la elegía de nuestras muchachas en flor y se dedica al registro
documental de la grandeza natural de Antioquia: “se muestran las casas de Medellín,
la finca de café, el baile de disfraces en el Club Unión, el Ferrocarril de Antioquia, el
viaje en barco por el río Magdalena, Puerto Berrío, el vuelo en el hidroavión de Scadta,
el trabajo en las minas de oro, automóviles, conversaciones por teléfono, paseos en
caballos finos…”

Es decir, si habíamos empezado la película presumiendo de una moralidad que


secretamente nos constreñía, terminamos ufanándonos de los réditos con los que esas
abdicaciones nos compensaban: los logros físicos, los triunfos sobre la naturaleza (y,
presidiéndolo todo, el infame pacto familiar y la farsa de un pacto social y político); en
ambos casos, el mismo error de origen que es la otra cara de la austeridad antioqueña:
la repentina pérdida de toda modestia, la necesidad de que los otros nos reconozcan
como mejores y, en casos extremos, la impúdica exhibición de lujos y bagatelas que es
el pecado que nuestras clases pudientes aún están pagando.

Dicho esto me permito contar un incidente personal: el pasado 15 de octubre, en el


hall del teatro Jorge Eliecer Gaitán, en el intermedio (¡ah, porque hubo intermedio!)
del pomposo reestreno de Bajo el cielo antioqueño, alguna periodista de un canal de
televisión bogotano buscaba impresiones entre sus colegas de Medellín. Se arrima y
me hace la pregunta de siempre: ¿qué siente? Yo le contesto: ¡rabia! Y ella me
devuelve una mirada de compasión. La otra alternativa frente a esta película, para
ahorrarse los tejidos ulcerados, es abandonarse a la risa, que se prodiga generosa en
cada detalle del argumento que es de un irresistible toque naif, en cada palabra de los
intertítulos que supera en prosapia (digna de nuestros mejores gacetilleros) y en
retórica inflamada a la anterior.

La película, técnica y narrativamente, es una birria, para usar la expresión de don


Alberto Aguirre, quien fue el primero que, con su lenguaje adiposo, alertó sobre la
comedia que se estaba montando; “tenía como fondo un bucolismo encantador y falso,
y un buen arrume de aquel folclorismo mixtificado que tanto nos gusta. Doña Angela
Henao, valga el ejemplo, se desmayaba sobre una vaca a la hora del ordeño. Secuencia
inapelable en su papel de campesina enamorada”, escribió en El Tiempo de 1974
Eduardo Mendoza Varela (o sea que no todo ha sido Patria Boba). Ideológicamente
Bajo el cielo antioqueño es sospechosa; tanto como las películas de D.W. Griffith,
hechas, en buena medida, para justificar el proyecto histórico expansionista de los
bancos; tanto como la obra de Eisenstein que en sus mejores momentos quiso
celebrar la conciencia de las masas soviéticas para entregarlas dispuestas al proyecto
revolucionario. Pero en Griffith y en Eisenstein había intenciones e intuiciones
estéticas. No hay nada parecido, ni siquiera guardando las proporciones, en el
capricho o la aventura que Gonzalo Acevedo dirigiera como Dios le iba ayudando, o,
me imagino, guiado por los humores de aquellas damas del florecido jardín que
protagoniza la historia.

¿Tradición?

Por eso, que el espectáculo metropolitano del próximo jueves lo celebren quienes lo
tienen que celebrar, que, para ser sinceros, son muy pocos. Para empezar, los señores
Jorge Nieto y Diego Rojas y toda la gente de la Fundación Patrimonio Fílmico
Colombiano, que ha hecho una labor meritoria al rematar, tras 20 años de ires y
venires, la restauración de nuestra película muda. A fe que han escogido la peor
carnada. Seguramente no hay mayores cosas que restaurar, gracias a la voracidad del
tiempo que consume los trabajos y los días colombianos, pero es una suprema ironía
que sea justamente esta película, completamente banal, por decir lo menos, la que
haya merecido el perdón del fuego.

Que celebren también los descendientes de los Mejía, Restrepo, Jaramillo, los de doña
Berta Hernández de Ospina, que tuvo tiempo de bailarse un tango en alguno de los
“saraos de la peli”, que celebre “lo más granado de la sociedad paisa” que tiene, en
Bajo el cielo antioqueño, su épica privada; pero de ahí a convertirla en la épica (en el
pasado) de una región, o de un país, hay un paso que tiene que ver con nuestra
invertebrada capacidad de ser dóciles con quienes mal nos quieren: ya elegimos
presidentes que nos desprecian y endiosamos a periodistas que viven en Miami; el
paso siguiente es convertir la historia de una familia, exclusiva y excluyente, en la
historia de todos.

Los demás, no tenemos nada que celebrar y sí mucho que revisar de nuestro pasado, y
la misión más alta de esta película que se ha encontrado con un destino para el que no
estaba preparada, es propiciar esa revisión, fundamentada en argumentos que son del
terreno de otras disciplinas: la sociología, la economía, etc.

Por sobre todas las cosas, el que menos tiene que celebrar es el cine colombiano. En el
boletín oficial del programa del próximo jueves se dice que “la restauración de Bajo el
cielo antioqueño requirió del esfuerzo de muchos que saben de la importancia de la
preservación de nuestro patrimonio para la construcción de un futuro más acorde con
nuestros sueños”. Malos sueños serían aquellos. Lo que se trata de vender con tan
notables palabras, si no entendí mal, es el patrimonio como un fetiche, por fuera del
alcance de cualquier juicio de valor. Lo que equivale a pensar que con cualquier cosa
se puede inaugurar una tradición por el hecho casual de que esa cosa exista.

Para información de las almas inocentes, Bajo el cielo antioqueño fue una aventura
esporádica. No se derivó de ella ninguna industria, ninguna estética, no representaba
la continuidad de nada: fue un hecho aislado, y la tradición es justamente lo contrario.
Huérfanos de tradición nos hemos dado a ser mangianchos, y sólo esa laxitud explica
que alguien pueda emprender la defensa de la película de los Mejía y los Acevedo. Hay
otros argumentos a favor: la importancia histórica de la película, por ejemplo; pero la
historia es una convención creada por el hombre y por lo tanto es una entraña viva, y
por lo mismo, sujeta al cambio, sometida a un movimiento permanente. La historia no
se recibe, se construye. Una oportunidad más de defensa: la posibilidad de ver la
Medellín de antes, la Antioquia del pasado. Sí, la nostalgia es un mal irremediable que
no se conforma con Melitón Rodríguez, ni con el otro Mejía, el fotógrafo; quiere un
realismo que le agregue movimiento a la mentira.

No pretendo negar la tradición; la imagino como un espacio común para respirar en


libertad: un espacio donde quepamos completos, con nuestras capacidades para la
belleza y la fealdad, para la virtud y para el crimen. No la exaltación de ese hombre y
esa mujer blancos –en el sentido de planos, asexuados, sin profundidad moral porque
no conocen más que una moral heredada. Ese otro hombre y esa otra mujer, plenos,
con matices, expuestos a lo animal y a lo espiritual, ha sido buscado con insistencia y
con desigual fortuna por el cine colombiano. Por José María Arzuaga y Gabriela
Samper, por Marta Rodríguez y Jorge Silva, por Jorge Echeverri y Víctor Gaviria. Esa es
la única tradición en la que nos podemos mirar (sin rabia y sin risa) como en un
espejo, y alguna vez, cuando lo merezcamos, cara a cara.

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