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En el presente texto, se intentará presentar el recorrido de un caso con una adolescente

cuyas coordenadas se inscribían entre el acting out y el pasaje al acto. Frente a un exceso
que se hacía público en la mostración y frente a la ausencia de una escena estable donde el
sujeto pudiese habitar el mundo, las intervenciones apuntaron a construir y delimitar un
espacio en el que la función del velo permitiese sostener lo que en nuestra cultura se suele
llamar “lo íntimo”.

Me gustaría gritar, golpear con los pies, llorar, sacudir a


mamá, sacudirla bien...
¿Cómo soportar de nuevo, cada día, esas palabras hirientes,
esas miradas burlonas, esas acusaciones,
como flechas lanzadas por un arco demasiado tenso, que me
penetran y que son tan difíciles de retirar de mi cuerpo?
ANA FRANK (1)

En el hospital...

El hospital se encuentra atravesado por múltiples intereses y demandas privadas,


que adquieren cierto carácter público por el mero hecho de traspasar su umbral. Sin
embargo, las consultas, que la institución hospitalaria aloja, tocan también otro
campo: aquello que, en cada uno, constituye lo que suele llamarse intimidad. El
presente texto intenta abordar el recorrido de un tratamiento en curso con una
adolescente donde los límites entre lo íntimo y lo obsceno, lo público y lo privado han
permanecido difusos.

De mostrar

Una madre, quien intentaba mostrar su buen desempeño en su rol al juzgado a


cargo de su divorcio, acompañó a su joven hija al hospital para que iniciara
tratamiento psicoterapéutico. Lila tenía entonces menos de 20 años y una denuncia
que presentar. Su padre la había hecho callar durante una discusión hogareña bajo
el conocido lema “si no te gusta, andate”. Y entonces, Lila partió a la casa materna,
donde, según refirió, no encontraba sitio entre su madre y sus dos hermanos
menores. Pretendía entonces que un juez le quitara a ambos padres su tenencia,
aun si el costo de esto fuera terminar en un reformatorio.

La vehemencia de su escrache tomaba, por momentos, ribetes militantes, haciendo


explícitas sus dudas de la utilidad del espacio psicológico que el hospital le ofertaba.
Por mi parte, me limité a tomar nota de su reclamo. Tan sólo agregué que la solución
imaginada parecía compartir con su queja un mismo rasgo: ella quedaría sin lugar.
Y aprovechando que esta situación se había iniciado hace unos meses, le propuse no
precipitar una decisión y tener, en principio, una entrevista más para pensar sobre
ello (2).

A la semana siguiente, afirmó que se sentía mucho mejor tras haber hablado
conmigo, pero que su madre, enojada, quería presentarse en el hospital para hacer
explícito que Lila necesitaba mucho más que una entrevista. Al mismo tiempo, fue
posible comenzar a recortar de su discurso diferentes versiones de sus progenitores.
De su padre, sentía que no podía contarle cómo estaba sin despertar en él angustia.
Por el lado de la madre, sostuvo: “nunca me escucha, no le importo.” Además, agregó
que “es violenta e invade todos los lugares” (3). Por tal razón, me solicitó que no
permitiera que viniese a verme si yo no la citaba, como ya había hecho en su escuela.
Allí “todo el mundo” se habría enterado de la situación familiar por boca de aquélla,
ocasión que fue para Lila motivo de vergüenza.
Al mismo tiempo, ella misma comenzó a definirse como “bocona”. Justificando su
accionar en un ideal de verdad como sinónimo de contar todo (que la llevaba a leer
como traición cualquier alejamiento de ese todo), Lila iba por el mundo dando a
conocer sus experiencias sexuales con hombres hasta 10 años mayor que ella,
provocando el escándalo de su abuela y la angustia de su padre. En nombre de su
autoproclamada “transparencia”, afirmaba hacer “pública su vida”, sin mayores
cuestionamientos. Sin embargo, ello no le impedía manifestar sorpresa ante lo que
sus dichos y su cuerpo así exhibidos parecían provocar. En tal sentido, aparecía su
lamento: “yo espero amor y me toman sólo como un objeto sexual.” Por cierto, sabía
muy bien su participación en el desorden del cual se quejaba. Al fin y al cabo, la
implicación subjetiva no es algo que pueda pedírsele al discurso que brota (aquí sin
diques) de la vertiente del yo. Pero sus dichos no mostraban solamente una
satisfacción (escópica) en juego. También parecían tener otra función: llamar a algún
Otro que introduzca una medida.

Varios de estos elementos aparecen articulados en una escena en la que Lila relata
a su madre sus prácticas sexuales con el chico del momento. La contestación de
ésta no se hizo esperar: “Siempre fuiste una puta... vos tenías relaciones con tu
papá”. Esta situación derivó en una nueva mudanza de Lila a la casa paterna. En
sesión, afirmó que la acusación de su madre le produjo “asco y vergüenza”, a pesar
de que, según aclaró, “no es cierto”. Le dije que, si estas sensaciones no podían
explicarse por lo acontecido con su padre, podríamos preguntarnos a que se
asociaban. Mencionó, entonces, sus “problemas sexuales”: que “la viesen desnuda”
le provocaba una vergüenza tal, que sólo podía tener relaciones con la luz apagada,
ya que “su cuerpo le daba asco”.

De algún modo, las palabras de esa mujer (4) se ubicaban en las mismas
coordenadas que ciertas miradas. La desnudaban, sin lograr eludir lo que ellas
iluminaban: la división subjetiva en presencia (de representantes) del objeto.
Vergüenza y asco son, quizás, los últimos velos del sujeto en este campo escópico.
A su vez, esos dichos la confrontaban a una madre que parecía no tener medida en
relación a lo que mostraba (5).

En la misma sesión, Lila recordó que, cuando tenía 12 años, su padre solía dormir en
su cuarto tras discusiones de pareja. Su presencia le molestaba, pues sentía que no
“podía realizar intimidades” (por ejemplo, mirar televisión o hablar con su hermana
menor). A pesar de ello, tampoco podía pedirle que se retirase porque, las veces que
lo había hecho, su padre “se había puesto mal.” En su discurso, la angustia paterna
y lo que la madre exhibía confluían en dejarla al desnudo.

Palabras de amor

Durante este primer tiempo del tratamiento, Lila insistía que su madre contaba a
todo el mundo lo que ella hacía. Afirmaba no poder frenarla. Por cierto, las puertas
del hospital, tampoco. No fueron pocas las veces en que dicha mujer irrumpió en los
consultorios, buscando al psicólogo de su hija. La decisión de citarla, permitió frenar
su recorrido por la institución y produjo cierto alivio en Lila.

Sin embargo, no resolvía en absoluto las situaciones en que ella misma se exhibía y
denunciaba, casi con orgullo, la supuesta impostura de quienes no contaban todo.
Sus relatos parecían convocar a los guardianes de las buenas costumbres. ¿Debería
uno oponer al ideal del desnudo el ideal del velo? Parafraseando a Lacan, ¿convendría
prohibir su conducta, interpretarla o reforzar el yo? Pero además, y antes de las
cuestiones técnicas, ¿habría alguna razón para intervenir en un accionar despojado
de cualquier cuestionamiento? En estos términos, el interrogante no permite salir del
eje moral y se pierde la dirección de esta cura donde la dimensión del acting-
out parecía ocupar toda la escena. Habiendo renunciado a definirlo por la positiva,
me permito sostener: un psicoanálisis no es una práctica por la cual, desde una
supuesta agencia externa, se intervenga sobre alguien o sobre sus acciones. Y, sin
embargo, sea o no un análisis, intervenimos, por el mero hecho de estar allí
sosteniendo el hablar de alguien. En el discurso que se hacía oír, se recortaba
un malestar que llamaba y justificaba mi presencia. Y, de a poco, se fue construyendo
una demanda que hasta entonces no aparecía (6). Lila contaba, se exhibía, se
acostaba. Pero también penaba, por nunca haberse sentido amada. “Mi primera vez
fue porque el chico con el que salía me dijo que, si lo amaba, teníamos que
acostarnos. Yo espera que me dijera cosas lindas y nunca lo hizo. Nunca sentí nada
durante las relaciones. No sé por qué lo hago.” En este ámbito, el del amor esperado,
es donde por primera vez en el discurso de Lila la denuncia, la exhibición y la
actuación daban paso a una tenue pregunta.

En una entrevista posterior afirmó: “encontré el amor de mi vida”. Había conocido a


un chico que, por primera vez, le decía esas “cosas lindas” que nunca había
escuchado. Y mientras relataba en sesión los sentimientos que ese encuentro había
despertado en ella, una de sus manos cubría su rostro. Tras declarar su temor de
cansarlo por “hablar de más”, señalé estas últimas palabras, quizás sin leer el valor
de lo que estaba apareciendo. “Si lo pierdo, me mato” afirmó, permitiéndome concluir
que, definitivamente, no era ésa la vía por donde debía intervenir. Cuando aún no se
han producido algunos movimientos en la cura, ciertos señalamientos toman el valor
de intervenciones escópicas, cuya estructura es “te vi”. Si, como pude pensar a
posteriori, el espacio que empezaba a armarse con el novio permitía a Lila alojarse
de otro modo, no debería ser yo quien intentara correr el biombo. Sin embargo...

En la cornisa

Una pelea con su hermana derivó en la prohibición, impuesta por su padre, de que
saliera con su novio. Gritos, escándalo... hasta que este hombre se quebró y... la
“amenazó con tomar pastillas.” En ese momento, Lila huyó nuevamente a la casa de
su madre, quien le había prometido que la autorizaría a salir con su novio. Pero poco
tiempo después, ocurrió una situación en la que preferiría detenerme.

Se había acordado que Lila acompañara a su hermana a un acto escolar. Pero, al


levantarse, descubrió que, estando indispuesta, su madre le había utilizado sus
toallas femeninas, por lo que resolvió quedarse. Entonces, dicha mujer tomó otra
decisión: prohibirle el encuentro pactado con su novio para el sábado por la noche.
En primer lugar, Lila intentó convencerla de que cambiara de opinión, encontrando
siempre una negativa. Luego, gritó, ingirió unas pastillas, intentó cortarse. Mientras
tanto, pudo observar que su madre “tan sólo sonreía”. Estando en el balcón a punto
de tirarse, la mujer decidió agarrarla y llamar al SAME, razón por la cual Lila fue
trasladada a una guardia psiquiátrica. La psicóloga de turno convenció a la joven de
que el lunes fuese a verme al hospital.

En la entrevista, afirmó que se quería “ir a la mierda”. Las sucesivas maniobras que
había intentado no hacían sino otorgarle más consistencia al lugar destinado a ella
en esa escena. La propia desaparición seguía apareciendo, quizás, como la única
salida. A su frase, respondí: “casi... o también a la morgue, o al manicomio.” El
tono y el modo de mis dichos intentaban dar lugar al humor sin dejar de sancionar
que sobre ella caían las consecuencias de lo ocurrido. “Vos querías otra cosa —
agregué—, estar con tu novio, y finalmente casi terminás internada.” Es decir, me
proponía ubicarla en el discurso en relación a otra escena, apostando a que allí sí
pudiese sostenerse, en lugar de su intento, fallido, de inscribirse dejándose caer
como resto de un intento de barradura del Otro. Y entonces continué: “¿Cómo es
que si querías otra cosa, casi terminás internada?”. Ella comenzó a decir que
siempre terminaba sintiéndose mal y que no podía pensar en sí misma. “Eso,
pensar... cómo pensar en vos... Eso podríamos hacer...”. Pero Lila planteaba que su
madre la obligaba a hablar ese mismo día con su abogada para decidir con quien
quería vivir (¡cómo si eso fuera posible en esas condiciones!). Además, me
preguntaba qué hacer. Entonces empezó a relatar que su novio se había ofrecido a
hablar con su padre, para que volvieran a contactarse, pues no se hablaban desde
su última mudanza. Él le decía que quizás había sido un error irse de la casa
paterna por la prohibición de verlo y que la hubiese entendido si no se encontraban
ese día. Afirmé que los padres suelen querer cuidar a sus hijas y que los novios
pueden entender eso. Intentaba operar introduciendo en su discurso otra versión
paterna, la del cuidado, allí donde el padre había oscilado entre la impostura del
límite (7) y la angustia. Y, por otro lado, que ella no se viera empujada a responder
con su presencia ante su novio, por el miedo que tenía de perderlo. Además,
agregué que alguna de sus preocupaciones no eran de ella sino de la mediación de
sus padres (donde Lila parecía quedar metida, una y otra vez). Al concluir, la
situación que se presentaba sin salida dio paso a algunas opciones: Lila afirmó que
quizás no era necesario decidir ya con quien viviría y que, en el tratamiento, podía
venir a pensar lo que a ella le convenía.

Un lugar posible

Paulatinamente, el tratamiento fue convirtiéndose en un espacio que permitía el


despliegue de otras cuestiones. Lila empezó a preguntarse por sus “celos”.
Afirmaba que, cada vez que el novio salía sin ella, pensaba que estaría con otra.
Entonces, intentaba garantizarse que siempre estuvieran juntos, no sin temor a
cansarlo. Pero, en su discurso, se pudo ir marcando, por primera vez, la distancia
entre la presencia permanente y la posibilidad de lazo, entre “contar todo” y la
verdad. Por ejemplo, se preguntaba por qué el miedo a perder al chico del
momento, la había conducido a tener sexo sin ganas y sin placer. Y afirmaba que
con su novio fue, realmente, su primera vez. También podía ocurrir que con él no
tuviera ganas, pero entonces se negaba a tener relaciones, y esperaba que su
sustracción de la escena fuera la ocasión de un signo de comprensión (léase, de
amor) de él. A su vez, afirmaba: “por más que él me diga con quién está, no sé si
es la verdad. Pero tampoco puedo perseguirlo”. “La otra” comenzaba a aparecer y
tomaba diferentes versiones: “la ex” de su novio, que es “la madre” de su hijo; “la
puta” que lo llamaba, etc. Encontraba en ellas, el soporte de una pregunta por la
feminidad que comenzaba a insistir.

Al mismo tiempo, las mostraciones comenzaban a ceder. De su boca salían frases


muy diferentes a su presentación. En tal sentido, sostenía que muchas veces sería
preferible no contar todo; que algunas cosas podrían quedar en el ámbito del
secreto y la intimidad (que empezaba a aparecer no sólo en su relación de noviazgo
sino con sus padres); que le preocupaba pensar que yo podría haberle comentado a
su padre aspectos de su relación de noviazgo.

De todos modos, el encuentro con algunas frases volvían a conmoverla. Un hombre


con el que se había acostado, le envío una propuesta: “¿Cogemos?” A ella le
pareció grosero, y yo agregué: “Vengo escuchando que vos ya no querés escuchar
estas cosas.”

La dirección de mis intervenciones apuntaba a instalarla, vez por vez, en una


escena posible: aquélla que en la cultura suele designar lo íntimo. No por buenas
costumbres ni prurito, sino porque su posición en el discurso la ubicaba, o bien,
expuesta a una escena de mostración (8), o bien, confrontada con la angustia del
Otro (9), o bien, sin tener siquiera lugar (10). Parafraseando, nuevamente, a
Lacan, sostengo que el amor, presente en la contingencia de esa elección de
objeto, fue la vía para que la satisfacción (de la mostración) pudiera condescender
a alguna pregunta por el deseo, no sin el marco de un tratamiento que empezaba a
instalarse. Obviamente, no se trata de un análisis, si por esto entendemos
únicamente la neurosis de transferencia freudiana. Pero, muchas veces, son
necesarios estos movimientos previos que den algún soporte al sujeto, aunque éste
aún no sea el del significante que lo representa. Es decir, alguna pantalla donde
ubicar al sujeto en una escena habitable. Sólo entonces se abre la posibilidad de la
tan mentada implicación. En esta caso, quizás será posible después de escribir
estas líneas. Aún no lo sé. Es una apuesta.

Luis Sanfelippo es psicoanalista, ex-Jefe de Residentes en Psicología Clínica del HGA


“Teodoro Álvarez”, Ciudad de Buenos Aires y docente de la cátedra I de Historia de la
Psicología, UBA. Coordina la sección Historia Viva de elSigma.com.

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