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2017-5-2 Historiadores del tiempo presente

29/04/2017 - 00:01 Clarin.com Opinión

Tribuna

Historiadores del tiempo presente


Luis Alberto Romero

Argentina

El debate sobre el pasado, esencial en una democracia, cuando se exacerba complica un


poco el trabajo de los historiadores de oficio. Hoy por ejemplo, algunos quieren estudiar la
cuestión de los “detenidos desaparecidos” de la Dictadura: quiénes eran, que les pasó, cómo
fue su triste final. Lo primero es saber cuántos fueron. Se topan entonces con la cifra de
“30.000 desaparecidos”, que difiere de la información oficial existente. Pero quien
comience a averiguar será fulminado con un “¡ni lo intentes, miserable negacionista!”. Es
que ha puesto en duda un mito sagrado, una verdad de fe sobre la que reposa toda una
creencia sobre el pasado y futuro.

Son temas sensibles, sin duda. Discutimos con pasión sobre cosas que ocurrieron hace
cuarenta o cincuenta años y sobre cómo deben ser recordadas. El investigador profesional
que decide apartarse de la vorágine del debate político encuentra que, dentro de su oficio, la
pelea se reproduce con características iguales o aún peores. Hoy por ejemplo, un colectivo
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de historiadores, identificados con la “Historia del tiempo reciente”, emite un veto


admonitorio a estos intentos, en una declaración a la que han adherido más de mil colegas
suyos.

La “historia reciente” es un sub campo profesional relativamente nuevo. Aquí, las carreras
personales son más fáciles, y están al alcance hasta de los mediocres. Como en el Far West,
no rige la ley académica; no hay estándares de calidad sino de ortodoxia. Por otra parte, es
una especialidad donde abundan los empleos, provistos por el Estado y su gobierno: cargos
docentes, becas y subsidios de investigación y puestos en los numerosos organismos
dedicados a los temas de derechos humanos y de memoria.

La “historia reciente” se limita en realidad a “la historia que duele”, la que afecta
sensibilidades, demanda posicionamientos políticos y genera debates. En la Argentina de
otros tiempos, esta sensibilidad pasaba por Rivadavia, Rosas, Chacho Peñaloza o Mitre.
Hoy la “historia que duele” arranca con la década del setenta y sigue con sus largas
secuelas, que se prolongan hasta la actualidad.

En estos temas sensibles, el trabajo del historiador está muy expuesto al contexto: alumnos,
lectores, divulgadores, y opinantes de las redes. En estos lugares aflora algo muy
importante, que es consustancial con la vida social: el modo como las personas, los grupos
o las colectividades se acuerdan de su pasado. Sea individual o colectiva, se trata de una
memoria ajena a cualquier criterio de verdad. En ella se juega la definición de la propia
identidad, y cada uno se acuerda de lo que quiere, se olvida de otras cosas y tergiversa el
resto. El presente y el futuro mandan sobre el pasado.

El debate sobre los setenta, que se prolonga hasta el siglo XXI, está poniendo en juego
nuestras identidades, nuestros proyectos, nuestras ideas sobre la convivencia. La memoria y
la conciencia histórica son un campo de combate, en el que diferentes actores, individuales
y colectivos, quieren dejar su huella, hacerse un lugar. Confrontar con otros, absorberlos,
aniquilarlos y tantas otras formas de la lucha discursiva y cultural son finalmente una de las
dimensiones de la conflictividad social.

¿Que tiene que ver con esto el historiador, que hurga en las fuentes, busca los matices y
hasta se atreve a las precisiones numérica? Poco y mucho. El historiador aspira a la verdad,
aun aceptando que solo hay distintas aproximaciones, todas legítimas. En cambio, para
quienes se mueven en el terreno de la “historia reciente”, lo más importante es moldear la
conciencia social. Sobre todo, cuando hablan de La Verdad.
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Predominan entre los “historiadores recientes” los militantes de causas diversas, que
quieren hacer una revolución revestida de memoria. Este tipo de historiador se siente como
un sacerdote. En la Memoria suele encontrar una verdad revelada que debe mantener lejos
de las manos sacrílegas que pretendan mancillarla.

La posesión de la Verdad le confiere el derecho a la palabra admonitoria, que interpela a los


ciudadanos, y también a los colegas profesionales que, en tanto ciudadanos, compartan algo
de sus postulados. ¿Quien se atreve a negar una firma a una declaración que se identifica
con los altos postulados de la Memoria, la Verdad y la Justicia? ¿Quien se detiene a
reflexionar sobre sus corolarios políticos?

Al igual que un médico, que debe bajar la inflamación del paciente o anestesiarlo, el
historiador necesita enfriar un poco los temas sensibles, para poder hundir su mirada,
siempre matizada. Lo que es imprescindible para el historiador es considerado nefasto por
el militante de “la reciente”, que lo condena a alguno de los círculos del infierno.

Un historiador debe tener sus principios bien puestos para persistir en su tarea de derribar
mitos, enfriar problemas, aportar matices y grises. Así, no solo será fiel a su profesión.
También hará un aporte importante para que las controversias sobre el pasado y el presente
conduzcan a debates constructivos y a una convivencia civilizada.

Luis Alberto Romero es historiador.

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