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LA VERDADERA EDAD MODERNA

Ernst Gombrich
Fuente: GOMBRICH, Ernst. Breve historia del mundo (Barcelona:
Ediciones Península, 2002), 240-246.

Si pudieras hablar con una persona que hubiera vivido en el tiempo en que los turcos sitiaron Viena, te llevarías
una gran sorpresa por su manera de hablar alemán, por el gran número de palabras francesas y latinas
utilizadas por ella, por el complicado y retorcido amaneramiento y formalismo de sus expresiones, por el modo
en que se inclinaría ceremoniosamente y por cómo ensartaría con cualquier motivo una cita en latín cuya
procedencia desconoceríamos tanto tú como yo. Sin embargo, es probable que tuvieras la impresión de que
bajo aquella respetable peluca había una cabeza a la que le gustaba pensar en comer y beber bien, y que todo
aquel señor, con sus encajes, puntillas y sedas y bien perfumado, apestaba con permiso de vuecencia—, pues
no se lavaba casi nunca. Pero, tu asombro sería mayúsculo cuando comenzara a exponer sus opiniones: que se
debe pegar a los niños; que las muchachas deben casarse casi niñas con hombres a quienes prácticamente no
conocen; que los campesinos están en el mundo sólo para el trabajo y no les está permitido rechistar; que los
mendigos y vagabundos tienen que ser azotados en público para, luego, encadenarlos y someterlos al escarnio
en la plaza mayor; que los ladrones deben ser ahorcados y los asesinos troceados públicamente; que se ha de
quemar a las brujas y demás magos dañinos que practican tan a menudo sus peligrosas actividades; que se ha
de perseguir, desterrar o arrojar a una oscura mazmorra a quienes pertenecen a otra fe; que el cometa recién
visto en el cielo significa malos tiempos; que para la inminente peste que se ha cobrado ya en Viena muchas
víctimas debe de ser bueno llevar un brazalete rojo; que el señor Fulano, un amigo inglés, lleva mucho tiempo
haciendo magníficos negocios con la venta en América de negros traídos de África como esclavos, lo cual es
una buena ocurrencia del honorable señor, pues los indios cautivos no valen para trabajar.

Es probable que esas opiniones no las escucharas de boca de un patán, sino, incluso, de las personas más
razonables y hasta piadosas de cualquier condición y país. Las cosas comenzaron a cambiar poco a poco a partir
de 1700. Las numerosas y atroces miserias provocadas en Europa por las tristes guerras de religión hicieron
pensar a mucha gente: ¿Es, realmente, importante qué artículos del catecismo se consideran verdaderos? ¿No
tiene mayor importancia ser una persona buena y decente? ¿No sería mejor que los seres humanos, incluso
quienes tienen opiniones diferentes y una fe distinta, se soportasen, que se respetaran mutuamente y
tolerasen las convicciones de los demás? Esta fue la idea primera y más importante que entonces se expuso: la
idea de la tolerancia. La diversidad de opiniones, pensaba la gente que hablaba así, sólo se puede dar en
cuestiones de fe. Mientras que todas las personas razonables están de acuerdo en que 2 x 2 = 4. Por eso, lo que
puede y debe unir a todos los seres humanos es la razón (el sentido común, como se decía también entonces).
En el reino de la razón se puede combatir con argumentos para convencer al otro, mientras que se deberá
respetar y tolerar la fe del prójimo, que queda más allá de cualquier principio de razón.

Para aquella gente, lo segundo en importancia era, pues, la razón. El pensamiento claro y consciente acerca de
las personas y la naturaleza. Sobre este asunto volvieron a encontrar muchas observaciones en las obras de los
antiguos griegos y romanos y en las de los florentinos de la época del Renacimiento. Pero, sobre todo, las
encontraron en las obras de hombres inteligentes que, como Galileo, habían partido en busca de la fórmula
mágica del cálculo de la naturaleza. En estos asuntos no había diferencia de creencias. Sólo existían el
experimento y la prueba. La razón decidía cuál era el aspecto de la naturaleza y qué ocurría en el mundo de los
astros. La razón, dada por igual a todos los humanos, pobres y ricos, blancos, amarillos o rojos.

Pero, como la razón se ha dado a todos, todos tienen en el fondo el mismo valor, seguían enseñando aquellas
personas. Sabes, sin duda, que ésta había sido ya la doctrina del cristianismo: que todos los seres humanos son
iguales ante Dios. Pero los predicadores de la tolerancia y de la razón fueron más allá: no sólo enseñaron que
los humanos son iguales en principio, sino que exigieron además que se tratara a todos por igual. Dijeron que
toda persona, en cuanto ser creado y dotado de razón por Dios, posee derechos que nadie puede ni debe
arrebatarle. Que todos tienen derecho a decidir por sí mismos su profesión y su vida; que todos deben ser
libres para hacer y dejar de hacer lo que les aconsejen su razón y su conciencia. Que, además, no se ha de
educar a los niños con la vara, sino con la razón enseñándoles a entender por qué una cosa es buena y otra
mala. Que también los criminales son personas que, aunque hayan errado, pueden ser mejorados. Que es
terrible grabar con un hierro candente una marca imborrable en la frente o en la mejilla de una persona que ha
cometido un delito para que quede siempre a la vista su condición de criminal. Que existe una dignidad
humana que prohíbe, por ejemplo, burlarse públicamente de otro.

Todas estas ideas difundidas a partir de 1700, ante todo en Inglaterra y, luego, en Francia, se llaman
«Ilustración», porque pretendían luchar contra la gran tiniebla de la superstición mediante la claridad de la
razón.

A algunos les parece que esta Ilustración sólo enseñaba obviedades y que la gente de entonces imaginaba
muchos de los grandes secretos de la naturaleza y el mundo de manera excesivamente simple. Eso es cierto,
pero debes pensar que esas obviedades no eran entonces aún tan evidentes y que se necesitó mucho valor,
sacrificio y constancia para exponer a los demás esos pensamientos de forma tan reiterada que hoy nos
resultan realmente obvios. También has de pensar que, si bien la razón no puede resolver ni resolverá todos los
enigmas, ha rastreado la solución de muchos. En los últimos 200 años a partir de la Ilustración se ha
investigado y sabido más acerca de los secretos de la naturaleza que en los 2.000 anteriores. Pero, sobre todo,
no debes olvidar qué significan para la vida la tolerancia, la razón y el sentimiento de humanidad, los tres
principales artículos de fe de la Ilustración. Que una persona es sospechosa de haber cometido un crimen, no
ha de ser ya torturada de forma inhumana por esa mera sospecha hasta que, inconsciente, admita todo cuanto
se desee; que la razón nos ha enseñado que la brujería es imposible y que, por tanto, no se han de quemar más
brujas (la última fue llevada a la hoguera en Alemania en 1749; y en Suiza se quemó a una incluso en 1783).
Que las enfermedades se combaten no con trucos supersticiosos sino, ante todo, con la limpieza y la
investigación científica de sus causas. Que ya no hay siervos o campesinos sujetos a la tierra ni esclavos. Que
todas las personas de un Estado han de ser tratadas con las mismas leyes y que también las mujeres poseen
idénticos derechos que los hombres. Todo ello es obra de los valerosos burgueses y escritores que se
atrevieron a tomar partido por estas ideas. Y fue, realmente, una audacia. Es cierto que, en la lucha contra lo
antiguo y tradicional, se mostraron a veces irrazonables e injustos, pero también es cierto que su lucha a favor
de la tolerancia, la razón y la humanidad fue difícil e imponente.

Esta lucha habría durado mucho más tiempo y habría costado muchas más víctimas de no haber existido
entonces en Europa algunos soberanos que combatieron en primera línea en favor de las ideas de la
Ilustración. Uno de los primeros fue Federico el Grande, rey de Prusia. Ya sabes que el título imperial
hereditario de los Habsburgo era entonces casi únicamente honorífico. En realidad, los Habsburgo gobernaban
sólo sobre Austria, Hungría y Bohemia, mientras que en Alemania mandaban los distintos príncipes territoriales
de Baviera, Sajonia y muchos otros Estados, grandes y pequeños. Desde la Guerra de los Treinta Años, los
territorios protestantes del norte no se preocuparon ya casi nada por el emperador católico de Viena. El Estado
más poderoso entre todos estos territorios alemanes regidos por príncipes protestantes era Prusia, que desde
el reinado de su gran soberano Federico Guillermo I, que gobernó de 1640 a 1688, había arrebatado
continuamente tierras a los suecos en el norte de Alemania. En 1701, los príncipes prusianos se habían
declarado, incluso, reyes. Prusia era un riguroso Estado de guerreros cuyos nobles no conocían mayor honor
que ser oficiales en el excelente ejército del rey.

Pues bien, desde 1740 reinaba en Prusia, como tercer rey, Federico II, de la familia de los Hohenzollern. Se le
conoce con el nombre de Federico el Grande. Y, realmente, fue uno de los hombres más instruidos de su
tiempo. Mantenía amistad con muchos ciudadanos franceses que predicaban en sus escritos las ideas de la
Ilustración y él mismo escribió también esa clase de obras en francés, pues, aunque era rey de Prusia,
despreciaba el idioma y las costumbres alemanas, muy decaídas, sin duda, por la desgracia de la Guerra de los
Treinta Años. No obstante, se sentía obligado a hacer de su Estado alemán un Estado modélico y demostrar el
valor de las ideas de sus amigos franceses. Como dijo en muchas ocasiones, se consideraba el primer servidor,
más aún, el primer funcionario de su Estado, y no su dueño. Como tal, se preocupaba por todos los detalles e
intentaba imponer en todas partes las nuevas ideas. Uno de sus primeros actos fue suprimir el horror de la
tortura. También alivió las pesadas servidumbres de los campesinos al servicio de los terratenientes. Siempre
procuró que todas las personas de su Estado, tanto los más pobres como los más poderosos, fueran tratados
por igual ante los tribunales. Aquello no era entonces ninguna obviedad.

Pero, sobre todo, quiso hacer de Prusia el Estado más poderoso de Alemania y acabar por completo con el
poder del emperador austriaco. Estaba convencido de que aquello no sería difícil, pues desde 1740 reinaba en
Austria una mujer, la emperatriz María Teresa. Cuando María Teresa llegó al poder, con sólo 23 años, Federico
pensó que era una buena oportunidad para arrebatar un territorio al imperio. Invadió con su excelente ejército
la provincia de Silesia y la conquistó. Desde entonces luchó durante casi toda su vida contra la soberana
alemana de Austria. Sus tropas eran para él lo más importante. Las entrenó sin contemplaciones e hizo de ellas
el mejor ejército del mundo.

Pero María Teresa fue una enemiga mayor de lo que había creído al principio. Es cierto que no era belicosa,
sino una mujer de una especial piedad y una auténtica madre de familia que tuvo 16 hijos. Aunque Federico era
su adversario, lo tomó no obstante como modelo en muchos asuntos e introdujo así mismo sus mejoras en
Austria. Suprimió también la tortura, alivió la vida de los campesinos y procuró, sobre todo, que se diera una
buena instrucción en el campo. Se consideraba, realmente, una madre de todo su país y no tuvo la falsa
vanidad de pretender saberlo todo mejor que nadie. Nombró consejeros a las personas más laboriosas, entre
ellas algunas que estuvieron a la altura del gran Federico, incluso en las prolongadas guerras. Pero no sólo en el
campo de batalla, pues la emperatriz supo ganarse además todas las cortes de Europa por medio de sus
embajadores, incluida la propia Francia que, sin embargo, había luchado desde hacía siglos contra el imperio
alemán aprovechando cualquier ocasión. En prenda de la nueva amistad, María Teresa entregó a su hija María
Antonieta por esposa al sucesor del trono francés.

Así pues, Federico se vio rodeado de enemigos por todas partes: Austria, Francia, Suecia y la poderosa y
gigantesca Rusia. Pero no esperó a que le declararan la guerra, sino que ocupó Sajonia, que también le era
hostil, y mantuvo durante siete años una guerra implacable en la que sólo le apoyaron los ingleses. Pero sus
dotes le permitieron llegar a tanto que no perdió la guerra contra aquella superpotencia y hubo que entregarle
Silesia.

Desde 1765, María Teresa no fue ya la única soberana de Austria. Su hijo José gobernó junto con ella como
emperador (José II) y, tras su muerte, pasó a ser soberano de Austria. Fue un luchador aún más celoso que
Federico, e incluso que su madre, en favor de las ideas de la Ilustración. La tolerancia, la razón y la humanidad
eran, realmente, lo único que le importaba. Suprimió la pena de muerte y la servidumbre de los campesinos.
Permitió a los protestantes de Austria volver a celebrar los servicios divinos y arrebató, incluso, a la iglesia
católica parte de sus tierras y sus riquezas, aunque era un buen católico. Estaba enfermo y tenía la sensación
de que no podría gobernar mucho tiempo. Por eso lo hizo todo con tanto empeño, con tal impaciencia y prisa,
que sus súbditos consideraron sus iniciativas excesivamente rápidas y repentinas, y demasiadas para una sola
vez. Muchos le admiraban, pero el pueblo le quiso menos que a su sosegada y piadosa madre.

Por las fechas en que las ideas de la Ilustración habían triunfado en Austria y Alemania, los burgueses de
muchas colonias inglesas de América se negaron a seguir siendo súbditos de Inglaterra y a pagarle impuestos.
Su jefe en la lucha por la independencia fue Benjamín Franklin, un simple ciudadano muy dedicado al estudio
de las ciencias de la naturaleza, descubridor del pararrayos. Era un pensador honrado como pocos, pero
también un hombre sensato y sencillo. Bajo su dirección y la de otro americano, George Washington, las
colonias inglesas y ciudades comerciales de América constituyeron una federación de Estados y, tras largas
luchas, expulsaron a las tropas inglesas del país. A continuación, quisieron vivir enteramente según los
principios de la nueva orientación del pensamiento y declararon en 1776 como Constitución para su nuevo
Estado los sagrados derechos humanos de la libertad y la igualdad. Pero permitieron que en sus plantaciones
siguieran trabajando esclavos negros.

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