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Resumen Discursos Del Arte Moderno Y Contemporáneo -


Resumen Tema 1 - 10

Los Discursos del Arte Contemporáneo (Gª e Hª / Hª del Arte) (UNED)

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Discursos del art e m oderno y cont em poráneo sbalt Curso 2010/ 2011

TEMA 1. HISTORIADORES Y TESTIGOS: LA HISTORIA Y LAS HISTORIAS

1. Pintura y Revolución: el pintor jacobino


Los años centrales del siglo XVIII supusieron un importante cambio en el mundo del
pensamiento. La Ilustración estimula la investigación científica, el progreso industrial, la
instrucción y el bienestar público al estar centrada en conseguir una mejora del ser
humano. Los cambios sociales, consecuencia de esta filosofía, impusieron el contraste
moral entre la virtud romana y los usos de una corona y una aristocracia francesa que,
aunque habían patrocinado la vuelta al gusto clásico, mantenían sus placeres más
excesivos propios del rococó.
Algunos aristócratas de la talla de Madame Pompadour, el Marques de Marigny o
Madame Du Barry, buscaron en la fuente clásica un modo de renovarse, pero sus
persistentes intrigas y luchas por el poder les hicieron poco convincentes a los ojos de un
público cada vez más poderoso y descontento. Su mundo caerá bajo la guillotina y en el
gobierno centralizado que intentaría crear la Revolución Francesa, David dedicará su
pintura a promocionar y exaltar el poder del Estado revolucionario.
Para comprender todo el rigor ideológico del Neoclasicismo en la Francia revolucionaria
que tiene su apogeo en David y su más brillante epígono en Ingres, es necesario admitir
la confianza que los pensadores tenían en el ser humano. Las exigencias a la pintura
eran básicamente sencillez y una apuesta en escena clara y comprensible. Prevalece el
dibujo, la línea, por encima del color, el carácter más intelectual de la pintura por
encima del sensual. Pretenden crear un nuevo lenguaje clásico cuyo modelo será la
historia de la pintura centrada en los maestros antiguos. David es uno de los primeros
pintores que dominando todas las técnicas y formas anteriores es consciente que debe
avanzar por un camino diferente. David lo verá todo y todo se le hará visible. Sin
embargo irá velando la Revolución para construir un mito ideológico. Porque David es un
historiador perverso.
El juramente de los Horacios será su primera gran obra, perfectamente lograda tanto en
la forma como en la iconografía porque sabe escoger el instante en que mejor se ven las
virtudes romanas y exalta así un mundo heroico de pasiones simples y verdades
rotundas. La historia es bastante sencilla y plantea un claro conflicto entre el amor de la
familia y el deber patriótico, cuando los hermanos Horacios salen a pelear con los
Curiaceos en representación de su pueblo, a pesa r de estar emparentados por
matrimonio con ellos.
En ninguno de los relatos aparece el momento del juramento, pero Rousseau en El
Contrato Social, alude claramente a los juramentos militares romanos. La esencia del
texto de Rousseau es la entrega de la libertad natural a favor de una condición
libremente negociada beneficiosa para el conjunto de la sociedad. De esta manera, el
interés público tiene prioridad sobre la conveniencia particular y el privilegio tradicional.
Desde este punto de vista el cuadro de David evoca ideas similares a las del filósofo y
proporciona la base para su obra siguiente.
En este lienzo de colores suaves aplicados de forma plana, los tres Horacios ordenados
de perfil, dan un paso hacia delante jurando ante las tres espadas que su padre les
tiende. En contraste con este varonil grupo, las dos mujeres, débiles y emocionadas,
quedan arrinconadas en un extremo como contrapunto elegantemente estilizado. Y todo
en un gran espacio cerrado y construido de manera compleja. David organiza el espacio
dentro del cuadro de dos formas muy diferentes. David ha querido activar
conscientemente dos antiguas convenciones de representación uniendo la perspectiva
renacentista con el bajorrelieve histórico romano. La obra provoca una soterrada
angustia porque esconde la convicción de que solo la violenta traerá la solución. La
violencia esta suprimida de la superficie pintada, como si existiera una determinación
por guardar la calma.
Con El juramento de los Horacios había nacido lo que con el tiempo se vería como la
versión revolucionario o jacobina de la estética neoclásica. Se plantea claramente que la
felicidad del tiempo presente está en correlación con la recuperación de las formas

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propias de la grandeza antigua, de la vieja Roma. Y esta idea de retornar al presente el
pasado de la historia concebido como un valor moral, guió toda la actividad
revolucionaria de David cuando, a partir de 1793, será el organizador de las fiestas y
ceremonias revolucionarias. Comprometido, entre protagonista e historiador pintará
Marat, un lienzo con el que David pretende legar un testimonio al futuro.
Jean-Paul Marat, médico, periodista y diputado jacobino en la Convención Nacional al
lado de Robespierre, Danton y David fue asesinado en su pequeña bañera redonda,
donde le gustaba trabajar. En el momento del atentado, Marat estaba escribiendo
apoyado sobre una plancha, vestido con una bata y con un turbante blanco en la cabeza.
Al día siguiente se el encargó el cuadro a David.
El político aparece representado, según el titulo original del cuadro, en su último suspiro,
justo en su límite existencial. El cuadro, en principio, no muestra nada más que este
cadáver solitario a partir de cuyos detalles debe ser minuciosamente reconstruida la
escena anterior, que no vemos, del mismo hecho de la muerte. David no esta mostrando
el asesinato y ha rodeado a Marat con un número determinado de detalles de su mundo
intimo (la manta verde, la sabana blanca o la caja de madera), a los que ha añadido otros
nuevos (el cuchillo y la carta de la asesina) con la única finalidad de subrayar la
austeridad y grandeza de la victima. En el cuadro hay algunos cambios importantes con
respecto a lo que sucedió en la realidad (Marat está desnudo, los rasgos de su cara
muestran a un hombre bastante más joven, expira dulcemente esbozando una leve
sonrisa sin pedir ayuda, la bañera redonda es ahora rectangular, la tabla que utilizaba
para escribir durante su baño está cubierta por una manta verde, sobre la caja de
madera hay dinero y una carta, Marat tiene en su mano la carta firmada por su asesina,
carta que nunca se utilizó y los elementos de la habitación han sido sustituidos por un
segundo plano neutro). Algunos de estos cambios son pequeños, otros son muy serios,
pero todos deben ser interpretados que explica la totalidad del cuadro.
David es encarcelado y permanecerá en prisión durante varios meses, cuando
Robespierre fue guillotinado. Con la llegada de Napoleón, el pintor recuperó su posición
social y artística y tuvo que hacer para el emperador alguno de sus últimos cuadros
como La Coronación del emperador y la emperatriz, algo alejada ya de sus primeros
ideales teorizantes pero que sabe recoger la tradición anterior y marcar la pauta para
todo un género posterior de ceremonias. El enorme cuadro de David, en el que aparecen
más de cien figuras, muestra la capacidad del emperador para reglamentar la sociedad
francesa. El orden de la ceremonia y la rigidez de las poses indican algo que va más allá
de las exigencias de la composición: son el resultado del poder de Napoleón para
organizar el entramado social y político de Francia. En la Coronación, el orden y la
jerarquía del estado no dejan lugar a dudas.
El entusiasmo y energía del verdadero cambio social ha sido sustituido por un ritual
formalista y el peso de una autoridad.
Con la aparición de Napoleón, el héroe moderno empieza a ocupar la posición central
tradicionalmente reservada al monarca, con lo que el tema de la acción colectiva deja su
lugar al dominador solitario. Es cierto que el héroe napoleónico no es descendiente de
nobles o reyes, el es un ilustrado, pero se eleva a la posición de monarca insertándole en
el sistema de símbolos visuales convencionales. La conservación de este tipo de
representación mantenía la configuración visual de una jerarquía social al tiempo que
sugería que los plebeyos también podían aspirar a ocupar el vértice de la pirámide.

2. En el primer imaginario de la guerra.


David sirvió al imperio y glorificó a Napoleón con el mismo celo que había mostrado por
la Revolución. El Imperio de Napoleón no era la continuación de la monarquía anterior,
sino que había nacido de la Revolución y otros pintores miraron a Napoleón de una
manera diferente. Al mismo tiempo supieron jugar astutamente con las exigencias
culturales del emperador y no omitieron el impacto del y sobre el enemigo.
Y en esta estela trabaja uno de los alumnos más interesantes de David: Jean-Antoine
Gros. La mejor parte de su producción es la que está en estrecho contacto con los
acontecimientos heroicos de los comienzos de la era napoleónica. Con el tiempo se

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convirtió en el pintor del héroe y sus hazañas, lo que contribuye a explicar cuadros como
Los apestados de Jaffa, con un emperador prácticamente taumaturgo visitando a los
enfermos, o Napoleón en el campo de batalla de Eylau confortando a los heridos y
prisioneros que se agrupan a su alrededor.
Después de la campaña de Egipto el ejército francés se desplegó por tierras sirias
llegando a Jaffa, ciudad que asaltó y saqueó. El número de victimas fue tan alto que se
tuvo que improvisar un hospital en el interior de una enorme mezquita. Enseguida
empezaron a aparecer evidencias de una epidemia de peste que había comenzado en
Alejandría. Napoleón visitó el hospital para confortar a los enfermos y para dar ánimos a
las tropas. A partir de esa visita, Gros proyecta en Los apestados de Jaffa, una imagen
del general como la del gobernante dotado del poder divino para curar a los enfermos y a
los que sufren. La presencia de Napoleón es curativa, compartiendo ese poder con San
Luis y otros monarcas que han utilizado sus dotes taumatúrgicas, propias de los reyes
legitimados por derecho divino.
En Napoleón en el campo de batalla de Eylau, el primer plano de herido y cadáveres en la
nieve empieza a hablarnos de la otra cara de la moneda en estas campañas.
En contraste, algunos pintores románticos ya empiezan a descentralizar la figura del
emperador. La formación de Géricault, por ejemplo, coincidió con el máximo triunfo de
Napoleón, pero también llegó a conocer su caída. En el Salón de 1812 expuso el retrato
de un oficial de la Guardia Imperial, desenvuelto y orgulloso, que tuvo un gran éxito de
crítica. Solo dos años después presentó un Coracero herido retirándose del campo de
batalla en un episodio en absoluto heroico. La acogida fue algo severa. Se critico la poca
calidad del dibujo anatómico del caballo. Pero quizás, lo que importaba no era el caballo,
sino un tema que ya evocaba de una manera demasiado explicita, el declive del Imperio y
la crueldad de unas guerras que no escaparán a la mirada de Francisco de Goya.
Pero Géricault no estaba en la guerra. No podía ser testigo de algo que no había visto y
solo podía recoger testimonios, exactamente lo que hizo para la elaboración de La balsa
de la medusa. Los hombres de la balsa no eran héroes en ninguno de los sentidos
usuales de la palabra, no dieron muestra de un valor espartano o de una estoica sangre
fría. Reaccionaron como suelen hacerlo los hombres en momentos de crisis y sufrieron lo
indecible, pero no por una causa noble, fueron simples victimas de la corrupción y de la
incompetencia. El mundo de los héroes se ha acabado. Los que van a las guerras
napoleónicas no son héroes y volverán despedazados como unos Fragmentos anatómicos
de Géricault que podían haber estado tranquilamente al pie de la guillotina, esa parte de
la Revolución que nunca pintó David, por la que conservó una fe optimista. Por el
contrario, la herencia que se encontraba Géricault consistía en una ideología política y
moral cada vez más inadaptada, en una sociedad en la que las jerarquías se
estructuraban y desestructuraban con relativa facilidad.
Los protagonistas, si los hay, estarán ahora en otro lado. La insurrección y sus
consecuencias son el tema de dos de los mejores cuadros de Francisco de Goya: El
levantamiento del 2 de mayo y El 3 de mayo de 1808. Aunque Goya los pinto en 1814,
seguramente para congraciarse con Fernando VII a su regreso a España, no dejan de
reflejar el inicio y las consecuencias de la que podríamos considerar la primera guerra
fallida napoleónica. El domingo 2 de mayo de 1808 un gran numero de ciudadanos de
Madrid, armados con cuchillos y palos, se alzó en desesperada revuelta contra los
franceses y fue capaz de resistir durante varias horas. Sus bien equipados opositores no
dudaron en echar mano de la artillería y de los mamelucos a caballo de Murat. La
derrota resultó inevitable y la puerta del Sol de Madrid se convirtió en el escenario de
una autentica masacre. A los insurrectos hechos prisioneros se les dio paseo durante la
noche y en le madrugada del 3 de mayo un batallón de fusilamiento francés completaba
la matanza en la montaña del Príncipe Pío. En El 2 de mayo de 1808 Goya se esmeró en
conseguir una precisión topográfica para destacar la conexión entre el acontecimiento
histórico y el centro geográfico y simbólico de la ciudad. La acción tiene lugar delante del
reconocible edificio de Correos y en ella Goya consigue que el espectador se sienta
“testigo” de la brutal matanza, recalcando el carácter espontáneo del levantamiento para
preparar así el escenario del cuadro que vino después: el 3 de mayo de 1808, el lienzo

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que demuestra con mayor eficacia las contradicciones de la ideología napoleónica. Al
mostrar la sistemática ejecución de los españoles ordenada por Murat, representa el
anverso de la iconografía davidiana, la brutal realidad encubierta por el brillo imperial.
Los verdugos se hallan totalmente alineados de lado, sin mostrar la cara, en completo
anonimato. Las victimas, enfrente, pueden dividirse en tres grupos temporales. El primer
grupo corresponde a los que ya han sido disparados, que yacen en suelo bañados en
sangre en el extremo izquierdo. El segundo grupo comprende a los que están a punto de
ser ejecutados, los más dramáticos gracias a los efectos de la luz y la composición. Por
ultimo. El tercer grupo forma la larga fila de prisioneros a los que se lleva a ejecutar.
Goya selecciona bien a las víctimas pues fueron las guerrillas las que impidieron al
ejército napoleónico moverse libremente por la Península, acercándolo a la figura de
historiador. Las consecuencias de esta guerra desigual entre las guerrillas y el ejército
francés las muestra Goya exhaustivamente en la serie de aguafuertes titulada Los
desastres de la guerra, ejecutada en 1810 y 1820. El conjunto consta de tres grupos
principales. Los dos primeros que representan escenas de guerra hambruna, pertenecen
a la época napoleónica, mientras que el tercero amplia el anticlericalismo de los
Caprichos y pertenece al periodo de la Restauración reaccionaria.
Ha habido dos posiciones divergentes respecto a estos grabados y lo que se discute es al
final la cuestión del testigo. La primera piensa que la colección seria un reflejo de los
acontecimientos, es decir, que Goya, tal como escribió al pie del desastre 44, lo vio. Fue,
por lo tanto, testigo fiel y el primer constructor de un “imaginario de la guerra”. Pero
Goya vio cosas, es cierto, pero como sostiene la segunda posición, los grabados son una
creación que se limita a tomar los acontecimientos como punto de partida. Sería un
testigo discutible, muy cerca, pero demasiado lejos de lo que realmente paso.
No importa si Goya lo vio o no lo vio, porque el testimonio es siempre un acto del autor
construyendo una historia, tan diferente a la de David. Un imaginario de la guerra
napoleónica que permanecerá al lado de Marat muerto.

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TEMA 2. PERO...¿ SÓLO PINTURA?

1. El “ contenido” del paisaje: la ambición de un formato


La pintura de paisaje, sobre todo en Alemania, no estará exenta de la búsqueda de
determinadas “raíces nacionales”, en parte como respuesta a la “universalidad”
impuesta, para muchos, por la fuerza de la Revolución Francesa, y en parte también,
sobre todo en el caso alemán, como reflejo de los primeros pasos hacia una unificación.
Desde 1806 hasta 1815, muchas de las obras de un pintor como Caspar David Friedich
implican un fuerte sentimiento nacionalista, pintando obras tanto conmemorativas como
de llamamiento a la lucha antinapoleónica. En 1812, el Sepulcro de los antiguos héroes ;
la versión en 1813 de La cueva con sepulcro en la que un cazador francés desalentado se
dirige a una caverna con un sepulcro alemán medio abierto; o, el más evidente, Coracero
en el bosque, representando el inicio de la decadencia de Napoleón con un soldado
francés en marcha, solitario, al encuentro de lo que podríamos considerar su destino; un
bosque alemán de abetos que le engullirá sin permitirle ninguna otra salida.
Una pintura con una sólida base filosófica pero, al mismo tiempo, cada vez más
preocupada por su propio lenguaje y ser sobre todo pintura. Así quisieron verla los
pintores que iniciaron el movimiento moderno. Frente a la pintura de historia, el gran
tema del arte del siglo XIX fue el paisaje. Un paisaje puro, sin figuras, sin excusas
narrativas, que tuviera la significación de la pintura de la historia. El culto a la
naturaleza, que se había puesto de moda con Rousseau, cambia concepto de “pintura de
paisaje”, dotándola de unos sentimientos profundos y nobles. Para los paisajistas van a
ser importantes los bocetos y estudios tomados en el exterior.
Para personas como David, un perfecto acabado significaba integridad y trabajo honesto,
mientras que la pincelada virtuosa era sinónimo de embuste, negligencia y elegancia
lisonjera. La aparición del paisaje planteó un desafío a esta visión al destacar la
necesidad de efectos especiales que no estuvieran sujetos a un escrupuloso acabado.
Al paisajista se le permitía más libertad en un cuadro final que al pintor histórico, y
podía dejar huellas de pinceladas para crear un efecto textural siempre que lo justificara
el efecto general. Aunque tanto los paisajistas como los pintores históricos hacían
bocetos, estos últimos pasaban más tiempo trabajando con la imaginación y en el
estudio, mientras que los primeros trabajaban principalmente en exteriores. Sin
embargo, los pintores románticos siempre necesitaron el aislamiento en el estudio para
transformar una visión personal al aire libre.
En todo el siglo XIX, es difícil encontrar un pintor que, de una manera u otra, no se haya
empeñado en subrayar la importancia del contenido del paisaje. Desde los románticos
hasta la óptica de los impresionistas se asiste a una confusión considerable con respecto
a la frontera en la que acaba la experiencia del pintor y empieza la naturaleza.
Tras la reanudación de las hostilidades entre Francia e Inglaterra en mayo de 1803, en
los dos países la población pobre urbana y rural sufrió el impacto de estas campañas. El
arte y las letras inglesas expresaron el desgarro de estos años trasladando con frecuencia
a la vida rural y al paisaje los temores y angustias del momento. La posesión de tierras
se había convertido en la máxima aspiración de la élite dominante y esto se manifestó
culturalmente en los usos metafóricos del paisaje, lo que coincidió con la evidencia de la
capacidad del hombre para aprovecharse de las fuerzas físicas y controlar el entorno.
John Constable trabajó para la nobleza provinciana, no sólo en su país sino también en
el extranjero a partir de 1815, que veía en sus granjas o propiedades el ideal de armonía
social y estabilidad.
Los lienzos que Constable expuso en la Real Academia de Londres en 1819, y que dieron
el espaldarazo definitivo a su arte, Estampa del río Stour, Paisaje mediodía (El carro de
heno), Barco pasando de una esclusa y Paisaje (Caballo saltando), son todos el escenario
modesto y monótono de su niñez convertido en temas para cuadros de gran tamaño. Su
actuación en este sentido es literaria. La visión de la naturaleza de su niñez se
constituyó en su principal fuente de inspiración.
En sus cuadros, el pintor intentó recuperar la esencia original de su visión y,
reexaminándola a la luz de la experiencia madura, intentó contrastarla con las

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experiencias posteriores sobre la naturaleza y el arte. La visión de armonía universal de
Constable nace de un paisaje que los hombres contribuyen a configurar y del que se
benefician tanto material como espiritualmente. Por todos lados son visibles las huellas
del trabajo y el paisaje se ha convertido en el resultado de la historia humana: en sus
puentes y caminos, en sus esclusas, pantanos y campanarios.
No todos los estudiosos están de acuerdo en proceder a una lectura romántica de
Constable. Pero si dejamos al margen sus temas y atendemos a la soltura con que ataca
el lienzo, se puede revelar como uno de los más revolucionarios. En casi todas sus obras
hay junto al borde algún objeto de interés que insinúa una nueva composición y las
formaciones nubosas, que representaba íntegras en sus bocetos, solía cortarlas luego en
los cuadros acabados. Esta forma diferente de no limitar el cuadro dejaba siempre la
impresión de que la selección de los temas que hacia Constable era casi arbitraria.
Cuando, entre 1808 y 1809, Friedrich pinta su Monje contemplando el mar no hace sino
confirmar la visión del paisaje y de la naturaleza como límite frente al que afirmarse.
Esta breve silueta que apenas llega a ser un minúsculo accidente en el predominio del
reino de la Naturaleza causa una nostalgia indescriptible porque el hombre ha perdido
definitivamente su centralidad en el universo.
Lejos de Constable, la naturaleza se presenta por un lado, alejada, inalcanzable,
suavemente inmóvil, perdida siempre para el hombre y reflejada impecablemente en el
paisaje pacífico, distante e inasequible hasta la desesperación de Friedrich, y por otro,
como el gran poder destructivo, como el Infinito negativo que se abate sobre el hombre
haciendo imposible cualquier intento de unificación. Es el mar devastador de Turner.
Caspar David Friedrich fue un artista reservado y solitario. Su objetivo era elevar el
paisaje, pero, aunque la mayor parte de sus cuadros representan paisajes imaginarios,
todos son por completo creíbles y deben su fuerza a su enorme sutileza visual, a esa
extraña polaridad de la proximidad y la distancia. Intentar leer en sus cuadros un código
de símbolos sería falsear su arte y todo su sentido religioso. Es erróneo buscar en su
obra una relación directa entre las ideas y elementos. Para él, como para Runge, toda la
Naturaleza constituía el lenguaje jeroglífico de Dios.
El punto de vista del cuadro rara vez es de un naturalista con los pies en el suelo. Lo
normal es que el espectador se encuentre suspendido en el aire gracias a que el pintor ha
suprimido directamente el primer plano. Otras, a pesar de haberlo pintado con gran
detalle, abre un inconmensurable abismo entre él y un horizonte distante, fuera de su
alcance. En muchos de sus cuadros alguna o algunas figuras humanas está en primer
plano dando la espalda al espectador, induciéndole a asumir en la propia mirada un
modo de contemplación.
Su arte es un arte de pura idea, de pura emoción desvinculada de la sensibilidad propia
de la tradición europea. Su desprecio por la técnica y el virtuosismo mecánico no debe
interpretarse como una carencia, sino más bien como un acto deliberado. En ningún
momento desdeño los valores expresivos de la tradición pictórica que dan vida y
sustancia a la mayoría de sus obras.
El cuadro más famoso de Friedrich es la Cruz en la montaña. Todo esté representado con
meticulosa fidelidad a la naturaleza, pero al mismo tiempo transmite con fuerza una
sensación de quietud ensimismada, una tranquilidad sobrenatural casi alucinante.
Friedrich lo pintó sin habérselo encargado nadie. En este paisaje romántico, el pintor
elimina radicalmente el primer plano y presentar el panorama como si el espectador
estuviera suspendido en el aire. El marco continúa simbólicamente la idea del cuadro,
elevando a ambos lados una columna gótica de la cual salen ramas de palma para
formar un arco ojival. De las ramas surgen las cabezas y las alas de cinco angelitos que
contemplan la escena con adoración. Justo encima de la cabeza del angelito central brilla
la Estrella Vespertina, la que guió a los Reyes Magos hasta el portal. Abajo, el Ojo que
todo lo ve de Dios se haya encerrado en un triángulo de cuyo centro parten los rayos de
la Luz Divina.
El cuadro pictórico se potencia de un modo emblemático y tenía por fuera que confundir
a los espectadores más conservadores. Friedrich utilizaba la imagen religiosa para
despertar al pueblo alemán de la complacencia y la resignación. La imagen del Cristo

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crucificado reafirmaba el credo cristiano rechazado por la Ilustración y suscitaba la
esperanza de que el pueblo alemán pudiera restaurar el mundo caído.
En Inglaterra, Jospeh-Mallord-William Turner estaba acaparando toda la atención.
Durante todo el periodo napoleónico, Turner produjo una serie de cuadros basados en
temas catastróficos que abarca naufragios, plagas bíblicas, avalanchas, erupciones
volcánicas y diluvios.
Turner hacía dos tipos de obras. Una para ser expuesta, bastante tradicional, y otra para
si mismo, con manchas coloreadas y huellas luminosas, muy revolucionaria. Tres
cuartas partes de la producción de este pintor no fue expuesta en su época. Una parte de
la obra más innovadora y atrevida del pintor fue expuesta en la Real Academia o en su
taller. Cuando en 1810, por ejemplo, sacó a la luz su Caída de un alud en los Grisones, el
escándalo estuvo servido. La acción se concentra en una enorme piedra que está a punto
de aplastar una pequeña choza que hay abajo. La acción parece inseparable de los
acontecimientos políticos que otorgaban a Napoleón un feudo en los Grisones que hasta
entonces había pertenecido al emperador de Austria.
Sin embargo, lo que desagradaba a la crítica era la técnica que abusaba sin
consideraciones de un tratamiento brutal del pigmento o del empleo de la espátula. Su
primera gran obra maestra, Tempestad de nieve: Aníbal y su ejército cruzando los Alpes,
comunica, con mayor intensidad aún, la misma experiencia: una turbadora intuición de
la futilidad del heroísmo lo mismo ante la historia que ante la naturaleza. Es la tantas
veces utilizada composición en espiral del pintor, cuyo movimiento envuelve todos los
elementos del cuadro. Y es que Turner fue además el primer artista que reparó en que el
color podía hablarnos directa e independientemente de la forma y del tema principal.
Turner prefiere estar inmenso en la naturaleza destructiva, ciega, poderosa,
probablemente porque le permite desplegar lo mejor de su pintura. Y será sobre todo él,
gracias a las dos obras que presentó en París en la Exposición de 1824, una de las
fuentes de toda la Escuela de Barbizon.
Todo el siglo XIX ha visto el esfuerzo idealista, la historia del progreso de la libertad, la
del dominio paulatino de la naturaleza por el hombre.

2. Los últimos revolucionarios franceses


Al idealismo alemán iban a responder las primeras ideas socialistas fraguadas en una
Francia que estaba plagando el siglo de revoluciones. Y los pintores volverán a tomar
posiciones.
En estos años la política francesa será capaz de influir en todas las corrientes ideológicas
que se extiende por Europa.
Eugêne Delacroix presentará en el Salón uno de sus cuadros más famosos, La Libertad
guiando al pueblo, referido a la reciente revolución de 1830. Aunque, el centro de interés
es la historia contemporánea, el pintor no puede evitar dar un carácter alegórico a todas
las figuras. La revolución avanzando imparable. El hecho histórico es reducido, una vez
más, a mito. Pintores como Courbet sabrán cambiar este tipo de representación.
La Revolución de 1848 fue la primera revolución auténticamente proletaria y en ese
momento aparece de una forma nítida la idea de una vanguardia artística con una clara
función tanto estética como social, que acabará fundiéndose en lo que se ha conocido
como la Escuela Realista con Gustave Courbet como máximo representante.
El Realismo es un movimiento científico, naturalista, anticlásico, antirromántico,
antiacadémico, pero, sobre todo, progresista y social. No cree en la belleza única, ni en
los modelos clásicos. Su fuente ha de ser la directa observación del natural. El artista
tiene que copiar las costumbres y usos de la sociedad para poder reformarlos,
preferentemente los de las clases más humildes, las más necesitadas de mejoras. Las
nuevas ideas democráticas fueron esenciales estimulando un enfoque más amplio. Un
artista realista debía decir toda la verdad, y esta exigencia se convirtió en un imperativo
moral. Será Courbet el que satisfaga de un modo aceptable esta demanda.
El pintor empieza a existir en 1849 con Sobremesa en Ornans y, un poco más tarde, con
el desaparecido Los picapedreros y el más que famoso Entierro en Ornans. En el Entierro
de Ornans , no hay nada anecdótico. No se sabe con certeza a quien están enterrando

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pero el espectador está por completo ocupado con la agresiva presencia de los
personajes, que corre pareja a la agresiva presencia del cuadro de gran formato. Se trata
de una escena de género elevada a la dignidad de la pintura de historia. Courbet pidió a
muchos lugareños que posaran para él antes de agruparlos a todos en el lienzo y cada
uno de ellos está individualizado. La genialidad de Courbet reside en la firmeza de su
visión que se niega a idealizar la escena. Tan insistentemente tradicional es el Entierro de
Ornans que la composición de las figuras casi parece una anticomposición en la que los
extremos del cuadro cortan arbitrariamente la procesión de los acompañantes. La clave
está en la inspiración que Courbet tuvo en la imaginería popular. Pero el cuadro ha sido
construido con meticulosidad. Las formas repetitivas del arte popular se han revitalizado
y reorganizado. Los grupos están pensados detenidamente. Ha dejado entre el crucifijo y
el incensario, o entre el sacerdote y el enterrador, el suficiente espacio para que los
diferentes grupos resalten.
Unos grupos que, aunque las figuras parezcan desordenadas, están ordenadas con la
mayor sutileza que reserva el tercio izquierdo al clero, el tercio central a las figuras laicas
importantes y el tercio derecho a un coro de afligidas mujeres y niños. El conjunto forma
un trío visual que refleja la realidad social y que presta un ritmo solemne y ondulante a
las figuras que se abren paso alrededor de la tumba.
Las dificultades se encuentran en el significado de la pintura y es lo que ofendía a todo el
mundo, la manera en que el cuadro parecía ocultar su intención y la capacidad del
pintor de incluir tantos elementos dispares, su sangre fría, su exactitud y su crueldad.
No hay un foco único que atraiga la mirada del espectador y el cuadro no está
precisamente organizado alrededor del acto sagrado.
El caso de Jean-François Millet es completamente distinto. Los temas de algunas de sus
obras más conseguidas son intensamente románticos, pero su proceder en cuanto al
tratamiento de la figura humana se refiere, es típicamente clásico. Los campesinos se
habían convertido en una temática artística muy popular interpretándolos idílicamente.
Los primeros trabajos de Millet suelen seguir esta línea pero algo cambió. Se requiere un
considerable conocimiento histórico para entender el significado de Las espigadoras .
Aunque a primera vista pueda evocar la idílica armonía de las mujeres de la granja
espigando la cosecha, constituye también una denuncia de las jerarquías económicas
que, en la década de 1850, comenzaban rápidamente a establecerse entre las clases
campesinas. Las tres espigadoras en primer término pertenecen al nivel más bajo de la
sociedad campesina, son aquellos a los que se permite recoger los escasos restos que
quedaban en los campos un vez que los ricos han terminado la cosecha, el equivalente
rural de los mendigos urbanos. Sin embargo, Millet transforma esta escena de un trabajo
y de una pobreza terrible, en una imagen de nobleza épica. La razón la encontramos en
la composición: dos de las espigadoras se inclinan sobre las míseras sobras con una
cierta simetría en sus posturas, mientras la tercera, con la espalda arqueada todavía,
comienza a levantarse hacia el horizonte, aunque permanezca bajo él, como arraigada
para siempre en la tierra. Lo importante es la dignidad pictórica que Millet decidió
otorgarle a la población rural más pobre de Francia, revitalizando el vocabulario
heredado del arte clasicista e indicando implícitamente a la clase alta la importancia de
esta clase emergente.
Como estamos viendo a través de la complicada construcción de las obras de Courbet y
de Millet, la noción según la cual el Realismo es un mero simulacro o espejo de la
realidad visual constituye un obstáculo más en el camino de su comprensión como
fenómeno histórico y estilístico. Con todas sus preocupaciones políticas y sociales, el
Realismo no fue un mero espejo de la realidad, aunque aparente lo contrario.
Courbet no tiene una única estrategia. En El origen del mundo no duda en llevar el
Realismo a sus últimas consecuencias. Este cuadro fuerte y tremendamente audaz,
proyecta una luz más que saludable sobre la propia historia de la pintura, o mejor, sobre
el vacío dejado por todos los desnudos pintados antes de él.

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TEMA 3. TORTURAS IMPRESIONISTAS

1. Orígenes del impresionismo


La caída de la columna Vendôme supuso la completa aniquilación del realismo, cuyos
escombros dejaban paso a la vida moderna. El impresionismo será el movimiento
dominante en la pintura en las últimas décadas del siglo XIX. La imitación de la
naturaleza va a ser interpretada por estos pintores con una radicalidad sin precedentes.
La creciente obsesión a partir de 1871 por situar genealógicamente a la nueva pintura
bajo la categoría del realismo comienza poniendo en marcha una gran operación para
dejar solo a Courbet después de apropiarse de sus conocimientos y lemas.
Meisonnier, el rey de los Salones, pintaba su brutal y amenazante cuadro Ruinas de las
Tullerías. Mayo 1871, donde el incendio del Palacio de las Tullerías no es representado
como una derrota del Gobierno, sino como su radical victoria. El muro de escombros en
primer plano nos sitúa de repente ante una barricada, formada por columnas y capiteles
clásicos. Todo está vacío, deshabitado, pero sobre este amasijo en desorden del lenguaje
clásico, del viejo orden social, surge al fondo el perfil de la cuadriga en bronce dorado del
Arco del Triunfo del Carrusel. Meisonnier le ha quitado cuerpo a las ruinas, sin tensión,
habitadas tan solo por el sonoro eco del bronce. Todo se presenta vacío, pero el arte reina
ahora todopoderoso sobre los escombros. En el cuadro de Meisonnier se lee ya a la
perfección el nuevo orden de lo moderno.
La historia de la pintura del siglo XIX se puede construir como el trabajo de la progresiva
domesticación de las barricadas. La alegoría heroica de La libertad guiando al pueblo de
Delacroix, pintada durante la Revolución de 1830, y habitada todavía por los fantasmas
de la antigüedad, se nubla y se desarma ante el crudo y brutal realismo con el que el
mismo Meisonnier pintaría Barricada de 1848, una escena casi negra, en donde se
mezclan los adoquines con los miembros amputados. Todo ello desaparece finalmente
ante la rotunda y límpida ausencia de los cuerpos en Ruinas de las Tullerías , sustituidos
por la cuadriga al fondo. Así se representan ahora las revoluciones modernas. Sin carne
ni sangre, sin alegorías ni lápidas, hechas por nadie y en las que nadie vence, salvo el
arte.
Durante estos años se produce la escisión en el régimen de las imágenes. Por un lado, el
discurso de la pintura, un monumento sin espectador, un lugar sin cuerpos. Y, por otro
lado, las famosas fotografías de los comuneros muertos en sus ataúdes, como las de
Disderi que no sólo han perdido su barricada, sino cualquier otro espacio que no sea el
correctivo del ataúd, donde quedan ya perfectamente inmovilizados y expuestos. En esos
ataúdes, su muerte es desocializada y representada como abstracta mercancía. El nuevo
régimen de las imágenes, oscilando entre ser los testigos de un lugar sin cuerpos o los
testigos de unos cuerpos sin lugar, se presenta como lo espectacular realizado.
Los impresionistas vieron y padecieron una vida embrutecida, es decir, moderna, aunque
no la representaron, alejándose de ella febrilmente, quizás porque pensaran que era
propiedad exclusiva de la pintura de Courbet, o quizás porque jamás pudieron llevar al
lienzo sus experiencias, sino sus impresiones. La representación artística según este
movimiento, no debe ser mediatizada ni por la razón ni por la imaginación, sino que tiene
por único objetivo trasladar a la obra las impresiones impregnadas en la retina.
A finales de los sesenta, los principales pintores impresionistas ya se conocían bien unos
a otros. Poco después, liquidada ya la comuna de París en 1871, empieza la fase de
florecimiento. La nueva clase industrial va a empezar a organizar el consumo a gran
escala. Nunca fue más invisible la política que en esta Tercera República. Los
impresionistas van a apostar por la luz. Pintar las cosas a la luz y con luz. La luz les
ciega.
Manet fue el simbólico padre de un movimiento en el que, sin embargo, nunca quiso
participar, quizás porque así defendía sus cuadros de la intensidad de la luz. La
dosificación de la luz es lo que le separa de los impresionistas. Sus cuadros son filtros,
interceptan lo que vemos de la realidad para dejar transparentar con más fuerza allí lo
que el encuadre mismo oculta, como sucede, justamente, en esos últimos y maravillosos

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vasos de agua que contienen en su interior una flor y en su exterior un dragón. El
cristal, metáfora de la pintura, ni refleja ni transparenta, sino que abre y cierra caminos
a lo visible. Porque para Manet, a diferencia de lo que ocurre con los impresionistas, la
pintura no es otra cosa que el lento ascender de la profundidad como superficie.
De una u otra manera, todo el grupo de impresionistas, menos Manet, rehuyen la visión
de las ruinas, la catástrofe, la miseria o la muerte, como evadirán igualmente los
resultados de la industrialización. Cuando Monet pinta El jardín de la Tullerías (1876),
modifica el encuadre para no ver las ruinas del Palacio incendiado por los comuneros.
Los impresionistas se retiran continuamente de la tragedia, y a veces hasta de lo real. Su
discurso, caído en la modernidad, es refractario a la actualidad, a lo que el tiempo tiene
de punzante. Laissez faire, laissez passer. Mientras pintaba su cuadro de Mujeres en el
jardín (1867), de un tamaño más que considerable, Monet excavó una trinchera en su
jardín para, mediante una manivela, ir enterrando poco a poca el cuadro y poder pintar
así la parte superior sin tener que cambiar ni un ápice el punto de vista. Mujeres en el
jardín surge de una trinchera, la única que pueden movilizar los impresionistas en
tiempos de guerra, para disolverse en un escaparate en donde quedan fijados para
siempre los placeres burgueses. Realismo, sí, pero limpio de connotaciones políticas. La
pintura no tenía otro objeto ni otro sentido social que proporcionar un espejo de la
burguesía.

2. Mitos del impresionismo


El mito más persistente, de los muchos que rondan a los impresionistas, parece fundarse
precisamente en que son pintores que se dedican a captar el instante, la fugacidad del
momento pasajero, y además en el exterior. Atrapados por facturar cuadros, los
impresionistas acaban por no ver otra cosa que su obsesiva Edad de Oro. Hoy en día
sabemos que muchos de esos cuadros impresionistas que se decían de exterior estaban
hechos en el interior. También sabemos que muchos de ellos estaban copiados de
tarjetas postales, como luego reconocería Degas. O incluso que se dedicaron a eliminar
los postes del telégrafo en muchos de sus paisajes para minimizar u ocultar los efectos
de una vida moderna a la que decían seguir.
Monet descubre la falta de coordinación entre el movimiento de la naturaleza y el que
realiza el pintor a través de su percepción, porque es la percepción y no la ejecución la
que siempre se retrasa, y lo siente como una tragedia. El mito de Monet, que se funda en
las Ninfeas , es tan persistente que apenas recordamos ya que mucho antes de que
terminara aceptando esas variaciones de la naturaleza, y casi por fatalidad, su pintura se
resistía a los cambios, como sucede precisamente con la serie de los Almiares , cuyo
origen está en los rápidos cambios que ocurrían en las condiciones atmosféricas
mientras trataba de pintar los almiares situados detrás de su casa.
Desesperado por esas variaciones, Monet va a intentar controlarlas mediante una rígida
arquitectura pictórica que convierte a la propia materialidad de la pintura en la materia
misma que debe dotar de construcción a la obra mediante su ajustada distribución y
peso en el lienzo. Gran parte de las pinceladas de Monet, a diferencia del estilo suelto de
sus compañeros, gravan la superficie de la Estación San Lázaro, cuadro tocado y
retocado sin cesar durante años. Monet se ha llevado el suelo al techo, lo ha suspendido,
marcando allí planos y puntos de fuga. Es sorprendente que consiguiera pintar los
efectos del humo y el vapor gracias a su aire distinguido, al jefe de estación le dio la
impresión de ser un pintor importante del Salón y detuvo los trenes haciendo que
estuvieran echando vapor especialmente para su distinguido visitante.
Allí donde va, Monet se debate con la variabilidad de la naturaleza, que no es, en
definitiva, sino la lucha personal que mantiene con la inmutabilidad de su punto de
vista, con su “seguridad”.
Para Monet la naturaleza es un jardín que la pintura cultiva. En realidad, los cuadros de
Monet desbordan siempre en la naturaleza, se acaban en ella.
Las torturas de Monet con la naturaleza fundan la historia del impresionismo. En junio
de 1873 se construye un estudio a bordo de una pequeña barca, para pintar desde el
agua sucia del Sena. La pincelada, ahora sobre la barca, tiembla, duda, yerra. Impresión.

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Sol naciente, pintado unos meses después, acabaría siendo el origen mítico del
impresionismo. La barca de Monet arruina por completo la historia del taller tradicional,
supone el abandono de ese modelo. El pintor puede ahora entregarse completamente a
su cuerpo, pintar desde él, es decir, mareado y confuso, inestable, liberando así el
temblor del gesto y de la pincelada. Sobre la barca ya no hay un testigo claro de la
naturaleza, sino un participante en ella, alguien que anula la distancia entre el objeto y
el sujeto y se deja mover por el medio que su pintura misma mueve.
El agua baña por completo la historia del impresionismo, desde aquella, viscosa, turbia,
casi barro o lodo en el que se baña la mujer del fondo en el Almuerzo en la hierba de
Manet, pasando por las Ninfeas de Monet, las crecidas aguas del Sena que pintó
Pissarro, hasta la la que se esconde obstinadamente en los cuadros de Cézanne. Las
flores que pintó Cézanne son lo más tenaz de su pintura, comenzando por la cercanía en
la que ha situado flores y frutas y que están por todos lados. Y si no hay flores de verdad,
basta con las pintadas en un jarrón, como sucede en Naturaleza muerta con manzanas y
naranjas (1895-1900) o en Naturaleza muerta (1880-1890), que forman un modelo que se
repite incesantemente en sus lienzos: frutas sobre una mesa y flores pintadas sobre la
cerámica que vigila la mesa. Tan vivas y cercanas, tan persistentes, que las usa de fondo
en todas sus telas, desde la que tapiza el sillón donde se sienta su amigo Achille
Emperaire (1868) hasta la cortina donde el Joven con calavera (1896-1898) reflexiona
sobre la muerte. Muchas de sus obras sólo se explican si entendemos que su estructura
es la misma que la de los pétalos de las flores, como ocurre en Castillo negro (1902-
1905), donde la pintura, aplicada con paleta, se extiende por la superficie en forma de
placas trapezoidales que se solapan entre sí. Se ha dicho en numerosas ocasiones que
los cuadros de Cézanne transmiten la sensación de ser papeles arrugados. Pinte lo que
pinte, castillos o jarrones, para Cézanne todo tiene estructura de pétalo o de hoja, porque
todo es como un universo plegado en sí mismo y luego desplegado, que arrastra sus
líneas de fractura con él al abrirse. Flores que bañan y construyen todo, como vemos en
el retrato de Víctor Chocquet (1879-1882), donde una especie de pétalos flotan
desperdigados por el suelo y las paredes. O, en Crisantemos (1896-), donde el jarrón con
las flores, que se encuentra él mismo decorado con otra flor, se apoya a su vez sobre un
mantel de flores y se recorta en su fondo sobre otro. Todo ahí se apelmaza y se airea a la
vez, se diría que todo surge de lo mismo para volverse diferente.
Esa estructura de pétalos de flor constituye así la materia y razón de la pintura de
Cézanne. Materia porque es lo que le permite no sólo ordenar las pinceladas, sino
dotarlas de una función expresiva. Y razón porque esas pinceladas-pétalos asumen el
papel de establecer variaciones incesantes de una misma forma, como la multiplicidad de
las imágenes reflejadas en el agua.
La piscina de la casa familiar en el Jas de Bouffan (1876), uno de los cuadros más
alegres que hay pintado nunca Cézanne, es muy elocuente a este respecto. Los macizos
florales que bordean la piscina la salpican con sus colores y se derraman caprichosos en
el agua. Cézanne se desentiende de las sombras que arrojan los grandes árboles, que
sólo podrían generar una mancha oscura y uniforme y, por lo tanto, apagar la
transparencia del agua, y se centra, sin embargo, en ese tapiz de salpicaduras dispersas
que las flores componen en el agua, cuyos colores parecen reavivarla y agitarla hasta
formar espuma. Es en el agua, en el tenso tambor que refleja las cosas, donde se
encuentran los cimientos de su pintura. El agua sueña siempre el paisaje, algo que se ve
muy claro en esta vista del Jass de Bouffan, donde las cosas, caídas en el agua,
removidas y oxigenadas en ese espejo inestable, adquieren una nitidez nueva, que ya no
es la forma, sino la del color. A través del color, las cosas pierden su visibilidad, para
ganar su visualidad. El pedestal del tritón a la derecha, desenfocado y turbio, se
solidifica de repente en el agua, se reafirma, pero tan sólo porque su color allí se ha
unificado, se ha dotado de una especie de textura uniforme, de tupida enredadera que ha
perdido las manchas de claridad que lo perturban en el aire, más allá del agua. Los
destellos de luz abren agujeros en las cosas que el agua, sin embargo, sutura.
En el estanque del Jass de Bouffan, Cézanne ha aprendido que el agua es siempre un
testigo intermedio del paisaje. El agua le acosa, le llama. Su pintura se desentiende

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absolutamente de la atmósfera, del aire, para caer en el agua y desde allí luego
levantarse, bamboleante, desenfocada, turbia. Cézanne no ha sido ajeno a asumir el
agua como suelo que inicia Monet en su barca-taller. Pero mientras Monet necesita una
máquina para desencadenar ese proceso, Cézanne, por el contrario, abre la movilidad del
agua en todo lo que ve, lleva el agua en el ojo, la barca en las manos, como había hecho
precisamente Manet en su retrato de Monet trabajando en su barca. Para Monet, el agua
es tan sólo un motivo. Para Cézanne, por el contrario, es un procedimiento, o un medio.
Y es que la pintura de Cézanne sigue cabeceando fuera del agua, persiste en su
bamboleo. Todas las cosas, ya sean manzanas, estatuas o jugadores de cartas, asumen
para Cézanne el rítmico balanceo del agua y su quebradiza inestabilidad. Las vemos
siempre en precario equilibrio. El ojo de Cézanne no equilibra las formas, sino que las
mece.
A Monet le va a costar muchos años dejar de equilibrar las formas y comenzar a
mecerlas. En todos los cuadros en donde representa el agua, el espacio que el agua abre,
ese mismo que activa Cézanne, no existe. Durante muchos años, prácticamente hasta las
Ninfeas , Monet ve el agua, o bien como un montón de pinceladas temblorosas, como
ocurre en muchas de sus marinas, o como un espejo turbulento donde las cosas se
refractan. El agua todavía no tiene la fuerza suficiente para alzarse y transformar todo su
paso, como ocurría en los cuadros de Cézanne. Monet no comprenderá la función
constructiva de ese plano acuoso hasta empezar a perder su vista en cataratas, muchos
años después de la muerte de Cézanne. Y es que Monet sólo ve agua en el agua,
perfectamente pintada, es cierto, llena de matices y de fisiología si se quiere, pero no ve
en ella nada significativo. Sólo manchas caprichosas e inestables, fugaces y
obstinadamente decorativas, sin la tensión suficiente para organizarse según esa
compleja y mágica malla que aparecerá luego en las Ninfeas . Antes de las Ninfeas , la
mayor parte de las aguas que pintó Monet están vivas para la representación, pero
muertas, estancadas para la pintura. Es la pintura de Cézanne la que le ha enseñado
que es en el reflejo del agua donde se deben buscar los cimientos de la pintura. Las
Ninfeas no se entienden sin la experiencia de Cézanne.

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TEMA 4. INGRES Y LOS MODERNOS. PASEOS POR EL PARÉNTESIS

1. La construcción legendaria de Ingres como redentor del arte moderno


La lógica conspiratoria caracteriza el trabajo de los artistas modernos, más atentos a los
rumores que a los procedimientos pictóricos y el ojo, no puede nunca faltar, ni el testigo,
aunque sea como origen de una cadena de chismes.
Ingres transformaba e iniciaba a sus alumnos o protegidos en un concepto de arte que
seguía una ruta hacia una belleza ideal y esos conversos del arte que Ingres provocaba
con sus enseñanzas, a medida que pasen los años, se van a hacer cada vez más
agresivos y tenaces. No les faltarán ni biblias ni misales, comenzando por los famosos
Pensamientos de Ingres, selección de frases, notas de los alumnos, rumores y opiniones,
cuyas sucesivas ediciones comienzan en 1870 de manos de Henri Delaborde, uno de los
más destacados críticos conservadores de la época. Y esos Pensamientos constituyen una
piedra filosofal que, en medio del bullir de movimientos y escuelas contrarias, permite
prolongar la voz del pintor tras su muerte, es decir, crear, desde la administración
póstuma de su identidad, las condiciones de su propia posteridad. Así que hay un Ingres
histórico, lleno de paradojas y acosado por las críticas, pero también hay un Ingres fuera
de la historia, que se prolonga en la modernidad incesantemente, y que legitima por igual
el academicismo de Gerôme que el cubismo de Picasso.
Este Ingres póstumo creado por sus críticos ha resultado ser más persistente que el
limitado por su biografía. La visión de Ingres no ha dejado de asediar a la modernidad,
pues la cuestión de la posteridad de Ingres en forma de un movimiento artístico que
daría cuenta de sus ideas y procedimientos, el ingrismo, ha sido una constante en la
literatura artística, y de forma más velada se acuña el neologismo “clasicismo” para
referirse a sus obras en oposición a las de los románticos. Desde mediados del siglo XIX,
la figura de Ingres se construye como un eslabón central en las cadenas genealógicas del
arte contemporáneo.
La crítica moderna parece no poner en cuestión el papel fundador de ese incierto
ingrismo, pero hacia mediados del siglo XIX no era fácil distinguir si pertenecía o se
desprendía de sus propias obras o era un fenómeno generado por la crítica del arte. Si
hay un artista en el que sea difícil distinguir los procesos de creación de identidad que
sus obras mismas generan con las estrategias de promoción y difusión del mercado del
arte es justamente Ingres. Como tantos otros artistas después, acabó construyéndose
una identidad ajustando su ideología a la ideología imperante.
Sin necesidad de colocar la Olympia de Manet en el Louvre frente a la Gran Odalisca de
Ingres, operación que llegaría en 1907, hay un nexo profundo, aunque incierto y
tembloroso, entre Ingres y los primeros modernos. Al cabo de los años, en 1927, Camille
Mauclair podría decir: “Ingres fue el primero de los modernos, es él quien comienza en
1810 una tradición que el romanticismo vino a confundir y que Manet restablece”, quizás
porque la construcción legendaria del arte contemporáneo necesitara de un padre
benefactor. A los ojos de Mauclair, que son los de una historiografía artística que ha
terminado por convertir a los impresionistas en héroes que no sólo innovan, sino que
restauran: ponen en orden el viejo cuerpo de la pintura.
El campo político del arte era mucho más complejo que el del simple enfrentamiento
entre “académicos” y “vanguardistas”, dos bandos enfrentados a lo largo del siglo XIX y
entre los que ha habido muchas veces poca distancia entre ambas representaciones.
La visita fantasmal de Ingres al taller de Manet marca el momento en el que el territorio
del arte se desvela por fin en toda su complejidad. Ceden todas las oposiciones que
construyen lo moderno y se revelan simples construcciones ideológicas: lo “académico”
ya no es desde donde se vigilan y custodian unas normas y unas tradiciones; como lo
“moderno” no es tampoco aquel espacio en el que se realiza la no menos mítica
asociación entre libertad artística y libertad política.
A lo largo del siglo XIX, y coincidiendo con el gigantesco estallido de ismos y
movimientos, se produce una suplantación de las viejas figuras que caracterizaban las
pasiones del alma (flemático, sanguíneo, colérico, melancólico) por estos otros

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temperamentos ideológicos: burgués, revolucionario, académico, terrorista, neutral. Un
proceso que comienza en el ámbito de la política durante los primeros años de la
Revolución Francesa y que se apodera enseguida de la crítica de arte. Gran parte de la
incertidumbre que provocaron las obras de Ingres en el siglo XIX, imposibles de
etiquetar, pues parecen tocar todas las categorías por igual, y a veces todas a la vez,
tiene mucho que ver con el ascenso de este paradigma que convierte a la fisiología en
ideología. Bajo la convulsa y conservadora Tercera República francesa, cimentada en el
sistemático olvido del terror y de la lucha de clases, emerge finalmente el mito de un
Ingres “revolucionario”, relegando todas las revoluciones al pasado y convirtiendo la
revolución en una función artística, como si no hubiera otra posibilidad de revolución
que la que abren las imágenes.
A la hora de pensar en los vínculos políticos de la pintura de Ingres con la Revolución
Francesa y con la pintura de su maestro David, el pintor asocia directamente tres
conceptos: arte, revolución y reforma, como si la función de “lo revolucionario” ya no
fuera hacer tabula rasa del pasado, sino, por el contrario, reformar un tejido antiguo,
que ya no es negado radicalmente. La lógica formal de David en los primeros años de la
Revolución es que no hay tiempo pasado, todo se rehace ex-novo. La lógica de Ingres en
1807 es, sin embargo, la que inaugura el Directorio y continúa el Imperio, es decir, la de
aquella “revolución congelada” que llevó, entre otras cosas, a la puesta en marcha del
Museo del Louvre como el gran proyecto político de la Revolución: la lógica de la
acumulación y conservación de todo para despertar a su vez en todo su higiénica
reforma.

2. Ingres y la lógica concentracionaria de las imágenes: museo y fantasmagoría


como el despertar de lo bizarro
Ingres comienza su carrera en el taller de David en el mismo instante en el que empezaba
a ponerse en funcionamiento ese nuevo régimen para las artes, caracterizado por un
mercado más abierto, dominado ahora por la burguesía, un papel más destacado de la
prensa y de la crítica de arte, la aparición de una incipiente cultura de masas y de la
participación en las fiestas revolucionarias o las grandes estrategias de acumulación de
imágenes que comienzan en estos años.
Entre todas las nuevas estrategias de concentración de imágenes destacan la aparición
del concepto moderno de museo como almacén universal, ese gran Louvre con el que
soñaban los revolucionarios y que Napoleón pone en pie, y los espectáculos de
fantasmagoría de Robertson, que tienen éxito en el París de fin de siglo y su sede en el
claustro del Convento de los Capuchinos de París, el mismo lugar donde Ingres, junto
con otros muchos artistas, va a ocupar, entre 1801 y 1806, una celda que le sirve de
taller mientras espera para salir becado hacia Italia.
Se ha mencionado el posible influjo de la fantasmagoría de Robertson en un cuadro
como el Ossian de Ingres, pintado en Roma en 1813, donde los fantasmas del pasado, en
forma de blancas transparencias, acosan al bardo dormido. La influencia de la
fantasmagoría en la obra de Ingres no está sólo en los temas, ni siquiera en la apariencia
fantasmal de las formas, sino, ante todo, en la estructura misma de la imagen. La
aparición de una imagen sin soporte y sin materia, hecha de luz, constituye el más
grande desafío a la mirada que se haya producido en la modernidad, pues despierta los
placeres y terrores de una imagen-tiempo que nos saca de nuestra certeza óptica para
instalarse en el filo del inconsciente, donde el ojo ya no las tiene todas consigo.
Gran parte de la extrañeza que van a causar las obras de Ingres en sus primeros
espectadores tiene mucho que ver con esta condición fantasmagórica de las imágenes.
Sus cuadros ponen en escena una imagen sin origen, sin causa, flotan en un lugar
intermedio. Museo y fantasmagoría van a pone en acción, de diferentes maneras, la
misma condición errante y desarraigada de las imágenes. El Museo, sucesor de los
Salones de pintura del siglo XVIII, le arranca el lugar a la imagen y la instala en una
heterotopía perfecta, un almacén desacralizado que los contemporáneos de Ingres han
visto con una devastadora claridad. Resulta inquietante la rapidez con la que a finales
del siglo XVIII las obras de arte pierden su uso cultural, su antiquísima capacidad para

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establecer e insertarse en un espacio ritual, aún más inquietante es ver como algunos
artistas, como Ingres, convierten esta perdida en un motor que les impulsa.
Napoleón en el trono, de Ingres, se levanta como una gigantesca trinchera de escombros y
citas del pasado donde comparecen todos los precursores como si estuviéramos ante un
pequeño museo. Ejemplo de la condición fantasmagórica y museológica de la imagen,
pero también el retrato más vivo de la Revolución, de un régimen de imágenes. El cambio
radical de trayectoria se produce desde la imagen, razón por la cual ésta es percibida
como radicalmente extraña, siniestra. De ahí que a lo largo del siglo XIX abundaran las
anécdotas y caricaturas sobre Ingres que le presentaban como un burgués y como un
intruso a la modernidad.
Lo bizarro, la capacidad de generar asombro, estupor o extrañeza, acosaba a Ingres
desde que presentó sus primeros cuadros en el Salón de 1806 y domina toda su vida y
no su supuesto “clasicismo”, inexistente hasta 1824, cuando el pintor lo hace surgir para
desembarcar con todos lo honores en París. Bizarros les parecían a sus contemporáneos
los pequeños cuadritos que enviaría al Salón desde Italia y también sus famosos
desnudos, desde la Bañista de Valpinçon (1808) a la Gran Odalisca (1814. Todo caía bajo
lo bizarro, cuadros de historia, desnudos o retratos de género como una especie de
fatalidad que desvela el medio mismo en el que crece su pintura. Lo bizarro, por mucho
que se oculte, transparenta bajo el disfraz de “clasicista” que se construyó Ingres.
La bizarrerie, que pudiéramos traducir como extravagancia o rareza, es siempre una
experiencia infiel a la naturaleza. Los hombres del siglo XVIII se entregaron a ella con
arrojo, una especie de latente manía, que tan pronto se abre a lo bravo, lo fiero, como a
lo grotesco o lo delicado. La Revolución Francesa convertirá lo bizarre en la moneda con
la que pagar el hastío y el terror. Y es que lo bizarro es una categoría en continua
metamorfosis, que despliega y juega con una multiplicidad de significados, imposible de
limitar en ninguno de ellos.
Las obras de Ingres son termómetros en el imparable ascenso de lo bizarro que se
presenta como una figura mutante pudiendo llegar a lo criminal, como diría el Marqués
de Sade, el artista de lo bizarro por excelencia. En este sentido, lo bizarro linda con lo
sorprendente y lo demasiado vivo, pero también con el mal gusto, lo falso o lo superficial,
todo aquello que socava las normas morales. Limita con lo siniestro, lo raro o lo
desconcertante, lo fantástico y lo imaginario, todo lo que desborda la previsión perceptiva
del sujeto instalándose en una especie de furor óptico y, por lo tanto, de locura. Los
románticos van a privilegiar este sentido del concepto bizarre, pero tampoco van a olvidar
otro de los significados que aparece con más fuerza en las críticas a Ingres y que le
pertenece casi en propiedad: la cualidad heterogénea del espacio, hecho a piezas,
construido como una reunión de fragmentos dispersos y distintos, siempre desencajados,
sin una lógica interna que los unifique, y “abigarrado”, una cualidad que se hace
evidente en cada uno de los cuadros de Ingres, desde El martirio de San Sinforiano (1834)
a El baño turco (1862), donde aparece en primer plano la Bañista de Valpinçon (1808),
ahora en otra postura, que es la de la Bañista de Bayona, aunque con el mismo turbante
y el mismo tono de piel, las mismas sombras y las mismas luces, diferentes a las de sus
hermanas en el baño.
Automatismo, kitsch, naif, siniestro: esos son los platos fuertes del arte moderno, que
parecen condensarse por completo en las obras de Ingres, los mismos que explorarán
después Dadá o el surrealismo, y que Picabia, pero también Duchamp, convertirán en
una especie de bandera de la modernidad.
Baudelaire defensor a ultranza del arte y del papel al que está destinado, se va alejando
cada vez más de lo bizarro, a pesar de haberlo sondeado y de haberle dado incluso cierta
carta de ciudadanía, para poner en marcha después una teoría de la modernidad, hecha
de infinitos y rápidos vistazos a las cosas que nos alejan del escalofrío de sentir que el ojo
es aquello que mira el mundo y que se dedica a rastrear en los escombros de lo visible
para luego mezclar todas las categorías.
En los dibujos de Ingres la permanencia no tiene lugar. Todo se descentra, se desubica,
se altera. Son una ficha de sus cuadros, de un material inventariado y clasificado que
espera nuestros ojos para darle sentido, ajeno todavía al argumento.

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En la dialéctica entre ver rápido, como querrían los impresionistas, y ver lento, como
parecía defender Ingres, Baudelaire no lo ha dudado: El pintor de la vida moderna plante
una teoría tan fugaz de la mirada que se vuelve completamente imposible el poder hacer
operaciones con lo visible, mantenerlo en suspenso o en continuo estado de fábrica. Para
Baudelaire, lo visible se presenta de una sola pieza ante el artista y su trabajo parece
consistir tan sólo en tener la suficiente predisposición de ánimo para verlo ante él,
reconocerlo, como si estuviera empujando al artista, no a cultivar procedimientos
pictóricos, sino ciertos estados del alma que le pusieran en comunicación con lo visible.
La teoría de la modernidad en Baudelaire es una teoría de la acomodación al medio. Todo
ello para olvidar que ver es un trabajo, ese mismo que Ingres, con la continua exhibición
de sus procedimientos, le ponía ante los ojos.
Las obras de Ingres ya no le pertenecen a él, sino a una especie de óptica pura,
abstracta, que se apodera de ellas y las resignifica, desvinculada de razones, intereses,
pensamientos y declaraciones del propio artista. Ingres no tiene historia, sólo posteridad,
ni puede ser objeto de la historia, sino su agente y su motor.
En el discurso rupturista del arte moderno, la manipulación a la que ha sido sometida la
obra de Ingres para justificar con ella las cadenas genealógicas del arte contemporáneo
ha constituido un paréntesis en el tiempo. Las cosas se revolucionan durante un
instante, cortan sus vínculos con el pasado, pero tan sólo para, poco después, volverse
clásicas y suturar la herida.

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TEMA 5. LA MODERNIDAD ¿ UNA SOLA HISTORIA?

El panorama artístico de la primera mitad del siglo XX: es una vorágine simultánea de
acontecimientos históricos y sociales, de emergencias y desapariciones de movimientos
artísticos en pequeños periodos temporales, así como de personalidades o figuras
aisladas que oscilan entre las distintas corrientes, o que deciden emprender el camino en
solitario. Inmersas en un contexto devastador cuyos principales protagonistas fueron las
guerras mundiales y los regímenes totalitarios, las vanguardias históricas exigen la
superación de la larga tradición artística conformada a lo largo de los siglos.
Habitualmente se han empleado las delimitaciones conceptuales, cronológicas y
geográficas de las distintas vanguardias, así como a los artistas y personalidades claves
de las mismas para trazar la historia del arte moderno.
Pero es el discurso formalista, la interpretación que concibe el arte moderno como una
sucesión lineal, como una serie de progresos encaminados a la consecución de la pura
forma la que subyace y recorre la historia del arte europeo de la primera mitad del siglo
XX. La abstracción parece haber sido el comodín y Clement Greenberg el responsable de
los movimientos claves.

1. La modernidad y la vanguardia. Una primera toma de contacto


Modernidad y vanguardia no pueden entenderse una sin la otra. Etimológicamente,
modernidad procede del latín modernus, cuya raíz es modus que significa modo, lo justo,
lo adaptado con medida a algo particular. Adaptarse con medida y justicia a algo
particular implica que el objeto de esta adaptación pertenezca al presente: modernus será
entonces “lo acorde con el momento”.
Durante la Edad Media, el término modernidad incorporo algunos de los aspectos de la
lectura judeo-cristiana de la historia: así, la modernidad, además de referirse a un
tiempo concreto, también vendría a implicar que éste es un tiempo irrepetible. Con la
llegada de la Edad Moderna, el término se definió a partir de la contraposición versus lo
antiguo.
Fue en la Edad Contemporánea, cuando se gesto definitivamente la idea de la
modernidad, tanto en un sentido histórico como estético.
Tras la Revolución Francesa, la revolución industrial y el consecuente triunfo de la
burguesía, la modernidad ya no se entendía como una adecuación al tiempo presente,
sino como el punto de llegada tras una serie de avances y conquistas en los ámbitos de
la ciencia, la técnica y la nueva economía capitalista. La idea de progreso se incorporaba
a la concepción histórica de la modernidad. De este modo se gesto la concepción de la
Historia moderna con la mirada puesta únicamente en el futuro. Así desapareció el
significado de equilibrio y de justicia, dándose paso a la idea de búsqueda incesante de lo
nuevo exclusivamente y de su exaltación.
A lo largo del s. XIX, como reacción a esta concepción positivista, algunos autores
retomaron la definición originaria de moderno en el sentido de la adecuación. Con
Baudelaire, la idea de modernidad recuperaba parte de su significado original de
equilibrio y adecuación al tiempo presente.
En 1790 aparecía La Crítica del Juicio de Kant y con ella una nueva lectura del juicio
estético destinada a cambiar la critica del arte moderno. Kant centra sus reflexiones en el
análisis del juicio del gusto o juicio estético. La particularidad de este tipo de juicio es
que es independiente de los ámbitos teórico, sensorial y estético. Al no estar vinculado a
ningún dominio, el juicio estético es libre, autónomo y, al no responder a ningún interés,
desinteresado. El arte queda como un lugar independiente del resto de los ámbitos de la
existencia que conforma la vida práctica y el juicio estético se inscribirá en la
subjetividad al depender del sujeto y no del objeto.
Con Kant, la modernidad artística obtuvo uno de los rasgos que más hondo calaría en los
siglos posteriores. La categoría de autonomía invadiría tanto el arte en general como la
obra en particular, así como el sujeto que obtiene la experiencia estética con su
contemplación.

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El termino vanguardia nació a la par que el de modernidad. Procede de la expresión
francesa avant-garde, compuesta por avant (antes) y garde (percibir, mirar).
Originariamente surgió en el ámbito militar para designar a aquellos que abrían el
camino al conjunto de soldados. La vanguardia implicaba ir por delante, ser el primero
en mirar y juzgar el panorama para una futura batalla.
En la Edad Contemporánea el empleo del término obtendrá toda su significación. Ya a
finales del s. XVIII, incorporaba connotaciones políticas y revolucionarías derivadas de su
contexto histórico.
Olinde Rodrigues, en L’Artiste, le savant et l’industriel publicado en 1825, formuló la
completa fusión de la vanguardia en su sentido militar con el papel del artista en el
mundo contemporáneo.
En 1845, el término vanguardia aparecía por primera vez en una crítica de arte. Desde
ese momento la vanguardia sería casi omnipresente en los textos consagrados a la
creación artística. Así fue como se instauró el sentido de vanguardia y pasó a designar a
los artistas avanzados, a aquellos que criticaban y rechazaban la tradición en su deseo
de abrir nuevos caminos en la historia. En consecuencia, la vanguardia se comenzó a
asociar a la mentalidad progresista propia de los grupos de izquierda.
En razón de su posición de adelantado y en función de las armas que poseía, el artista
de vanguardia había adoptado el papel de visionario. Sería él quién contemplaría el
destino de la humanidad, quién iría marcando los pasos, acelerándolos, para lograr su
realización.
Fue en el s. XX, con la eclosión de las vanguardias históricas, cuando la vanguardia en
su sentido artístico llego a su máxima expresión. La misión de abrir el camino se
radicalizó hasta el punto de aniquilar el pasado. Instaurar el culto a lo nuevo.
La afirmación de Bakunin “Destruir es crear” pasaba a convertirse en el estandarte
adoptado por gran parte de los ismos de la primera mitad del s. XX. Destrucción del
pasado y de su tradición.
En 1845, modernidad y vanguardia comenzaron a funcionar simultáneamente. Ambas
han puesto en marcha la máquina discursiva del arte contemporáneo, pero son
independientes y distintas. La vanguardia estaría a la cabeza, principalmente dedicada
en abrir paso, en ser el primero en invadir el espacio y en observar lo que está por venir.
La modernidad, a su espalda, consciente del avance mantiene un mayor equilibrio en su
relación con el espacio y con el tiempo, ya que conoce lo que deja atrás e intuye, con la
calma y la seguridad de tener a alguien por delante, lo que va a ser el camino del futuro.
La modernidad es un término que, al implicar el poder mirar hacia el pasado y hacia el
futuro sin quedarse estancado en el primero ni lanzarse de cabeza al segundo, se refiere
a la adecuación equilibrada al presente, al propio tiempo. En este sentido, el término
puede utilizarse en cualquier periodo a partir de la Edad Moderna. La vanguardia, en
tanto voracidad por el futuro y aniquilación por el pasado, es término que ha de
entenderse en el contexto del siglo XX, aunque el término comenzó a emplearse en el
siglo XIX.

2 La narrativa de Clement Greenberg: De Manet y Cézanne hasta Jackson Pollock


Fue en 1839 cuando aparecía por primera vez el nombre de Clement Greenberg firmando
una crítica de arte, “Avant garde and Kitsch”, iniciando una serie de artículos con los que
se generaría el discurso del arte que se conoce como formalismo.
El panorama artístico norteamericano de los años cuarenta estuvo marcado por el
triunfo definitivo del arte moderno. Los cimientos para el nacimiento de una nueva
critica de la que Greenberg sería el principal representante estaban ya puestos con la
fundación del MoMa de Nueva York en 1929, la profesionalización de la crítica de arte, la
superación de la pintura regionalista impulsada en los años treinta en contraposición al
nuevo arte europeo….
Es en el contexto político donde hay que buscar las causas definitivas de este cambio.
Norteamérica confirmaba que el fascismo se había extendido por toda Europa. La
condena del comunismo a raíz de la guerra fría invadía todos los ámbitos. La figuración
pictórica, predominante en el panorama artístico norteamericano en los años treinta. El

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realismo, asociado con la propaganda fascista y el arte de denuncia social soviético,
quedó desterrado.
A raíz de estos acontecimientos Norteamérica comenzó a forjar su identidad, tanto
política como artística, en contraposición a Europa. De la situación internacional solo
podía deducirse que Norteamérica era el único lugar donde descansaban los valores
democráticos. Y con la entrada de los nazis en París en junio de 1940, se encontraron los
argumentos perfectos para extrapolar el mismo discurso al ámbito del arte: París, el
centro de la cultura occidental, el núcleo de la modernidad artística y de la vanguardia,
había llegado al fin de sus días. La presencia de artistas y obras procedentes de Europa
en Norteamérica iba a confirmar lo que estaba a punto de suceder: Nueva York iba a
tomar el relevo y convertirse en el centro artístico de Occidente.
Para ello tendría que pasar unos años. Antes era preciso encontrar, construir un arte
Norteamericano que encajase en este nuevo espíritu, así como el aparato teórico que lo
sustentase. Y es aquí donde entró en escena Clement Greenberg.
Como un antecedente a tener en cuenta está Alfred Barr, el primer director del MoMa.
Los diagramas del arte creados con ocasión de algunas de las exposiciones organizadas
en el museo, introdujeron una construcción del arte basada en la historia entendida
linealmente. Como ejemplo el diagrama que acompaño la exposición “Cubism and
Abstract Art” de 1936. En él, todas las manifestaciones artísticas occidentales y no
occidentales, generan una historia de arte compartimentado que, a partir de sus
relaciones, llegan a un mismo destino: el arte abstracto.
Greenberg relataría su historia del arte moderno del mismo modo.
En el ensayo Avant garde and Kitsch se reivindica una idea concreta de la vanguardia
frente al movimiento cultural nacido de los medios de masas, el Kitsch. A diferencia de
éste, la vanguardia nace de una conciencia histórica superior a partir de la cual obtiene
las armas necesarias para analizar las causas y los efectos de la situación de su tiempo,
y en consecuencia, para ejercer la crítica social. Esta capacidad analítica de la
vanguardia es la que ha llevado a decidir su alejamiento del orden burgués imperante y
de sus valores. Puesto que dentro de estos valores se incluye la ideología, la revolución y
lo público, la vanguardia rechazara cualquier contacto con la política y la sociedad y
pasará a replegarse sobre sí misma.
Según Greenberg, la vanguardia se inscribe en un ámbito metafísico, en un lugar
separado de la existencia, en el que el imperativo es la búsqueda de lo absoluto.
Considera que el artista de vanguardia, en su búsqueda de lo infinito, imita a Dios y
genera obras autónomas, “algo que sea válido por sí mismo, algo dado, increado,
independiente de significados similares u originales”.
En su explicación del arte moderno Greenberg, recurre a la idea de autonomía
introducida por Kant.
Es esta búsqueda de obras autónomas la que lleva a la vanguardia a replegarse sobre
sus medios y sus procesos. Separada de la esfera social y política, por tanto del
contenido, la obra de arte de vanguardia rechaza cualquier experiencia exterior y se
centra en sí misma. Nada de presencia de valores ajenos al ámbito de creación. La pura
forma, el arte por el arte. Es de esta forma como el arte obtiene la libertad. Nada de
depender de algo o de alguien. La pintura ya solo podrá ser pintura en un único sentido,
el formal: mancha, trazo, color y superficie.
Así Greenberg estableció los rasgos que caracterizaron al formal arte moderno:
autonomía, repliegue sobre los propios medios y, en consecuencia, unidad, pureza,
abstracción. Ya solo quedaba, a partir de ellos, construir la historia de este arte, una
historia que se explicaría desde el impresionismo hasta Jackson Pollock como la
sucesión de logros en la búsqueda de la pureza formal.
Para Greenberg todas las vanguardias europeas habían trabajado en la conquista de la
abstracción, todas se habían replegado sobre sus medios excepto el surrealismo,
excluyéndolo de su narrativa. Greenberg entiende que el interés surrealista por “el
sujeto exterior” constituía un paso atrás en la conquista de la autonomía por parte del
arte moderno, tachando el surrealismo de reaccionario y excluyéndolo de su génesis del
arte moderno.

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El pensamiento de Greenberg estuvo marcado en sus inicios por ideas políticas de
izquierdas. En Avant garde and Kitsch puede apreciarse una mezcla entre marxismo,
comunismo y trotskismo, en la que se basaba su socialismo de aquella época y que en
escritos posteriores desaparecerá casi por completo. Las sospechas hacia el comunismo
impusieron un discurso moderado y aséptico, que en el caso de Greenberg derivó en una
interpretación formalista del arte.
En la idea de la unidad que se deriva de su concepción formalista del arte ha de verse la
influencia Hegel: la unidad en la obra de arte resuelve las contradicciones y las
polaridades propias de la dialéctica.
En 1960 publica la síntesis de su corpus teórico: Modernist Painting.
Si bien los años cuarenta estuvieron marcados por el concepto de vanguardia analizado
en su artículo de 1939, a partir de la segunda mitad de los años cincuenta será la
modernidad el concepto protagonista de sus escritos.
El arte moderno es concebido por Greenberg como un proceso histórico en que la
tradición juega un papel fundamental. Los logros y avances hacia la culminación del arte
moderno solo son justificables como una superación de lo anterior, solo pueden
entenderse como una continuidad en la que hay planteamiento, nudo y desenlace.
El origen de los planteamientos se encuentra en Kant y en su introducción de la
autocrítica en el pensamiento.
Greenberg narra la historia de la pintura moderna como una sucesión de victorias en la
autocrítica y en la autodefinición. Una de las consecuencias sería la crisis de la pintura
de caballete, caracterizada por su función decorativa, en pos de la pintura que Greenberg
denomina All-Over (por todas partes), una pintura que se extiende por toda la superficie,
sin centros ni elementos predominantes.
Aunque fue con Manet cuando las obras pictóricas comenzaron a evidenciar su carácter
plano, Greenberg considera que no fue hasta el impresionismo cuando la pintura se alejó
de la contaminación tridimensional de la escultura para reivindicarse como una
“experiencia puramente óptica”. Serán las obras del último Monet las que más interesen
a Greenberg.
Cézanne materializó la culminación de esta primera etapa hacia la pureza formal.
Greenberg reconoce en él el primer intento ponderado y consciente por salvar el principio
clave de la pintura occidental) de los defectos del impresionismo.
En la narrativa formalista, la segunda etapa en el proceso hacía la abstracción se
construiría a partir de las vanguardias históricas. Los cubistas constituyen uno de los
pilares básicos del relato.
En su lectura del cubismo, juzgará tanto técnicas como artistas en función del mayor o
menor triunfo en la batalla de la abstracción.
Greenberg incluirá en su narrativa al padre de la abstracción. Será Kandinsky una de las
pocas figuras del expresionismo que ocuparán un lugar en la narrativa greenberiana.
Marcado en sus inicios por la influencia de Cézanne y del cubismo, Kandinsky fue capaz
de “anticipar el futuro” de la pintura moderna (la no figuración). Los rasgos definitorios
de la pintura (el carácter plano de la superficie, la geometrización, etc.) se convirtieron en
fines para Kandinsky. Sus obras más importantes fueron decisivas en la evolución hacia
la espiritualidad del arte moderno aunque no su culminación.
Las aportaciones de Mondrian son consideradas, igualmente, como un peldaño en el
camino hacia la culminación de la pintura moderna que encarnó Norteamérica. Su
relevancia, para Greenberg, reside principalmente en haber lanzado uno de los ataques
más furibundos a la pintura de caballete.
La tercera y última etapa, el desenlace de la historia, se materializará con lo que se ha
considerado la última de las vanguardias: el expresionismo abstracto.
La pintura de tipo americano nacería tras la asimilación de todo el proceso: las
aportaciones de Picasso, Léger, Kandinsky y Mondrian fueron los puntos de referencia a
partir de los que dar el salto. Una vez entendida y superada Francia, podía lanzarse a
Norteamérica.

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En torno a la década de los cuarenta aparecieron en Nueva York los nombres de aquellos
que se erigirían como los principales representantes de este movimiento: Hans Hofmann,
Arshile Gorky, Willen De Kooning, Franz Kline, Barnett Newman, Jackson Pollock…
Los críticos del nuevo arte moderno introdujeron las denominaciones con las aglutinar a
los distintos artistas y con los que lanzar a la nueva vanguardia pictórica. En 1946, el
crítico Robert Coates introdujo el término “expresionismo abstracto” refiriéndose a la
obra de artistas como De Kooning, Gorky y Pollock. Con él designaba la tendencia de los
pintores que, partiendo de la tradición francesa, siguieron el camino de expresionistas
alemanes, rusos o judíos, con el fin de romper, mediante el arte abstracto, con el
cubismo tardío.
En la década de los cincuenta fue el crítico Harold Rosenberg quien introdujo la
expresión “action panting” para referirse a los pintores abstractos norteamericanos,
expresión solo aplicable según Greenberg a ciertos casos como Kline, De Kooning y
Pollock.
En estos artistas se observaba la superioridad del arte norteamericano: su frescura y
espontaneidad, el estricto uso de los medios y no de los fines, la osadía de soluciones, la
concepción de la superficie, su unidad, la realización en grandes formatos. Todo
confirmaba Nueva York como el centro artístico del mundo. La escuela de Nueva York
materializaba la culminación de la tradición moderna y el nacimiento de la última gran
vanguardia artística.
Las discordancias en este discurso formalista se anularon englobándolas bajo la
denominación de “Academicismos”.
La figuración nunca se dejo de cultivar en Norteamérica y dio sus mejores obras durante
las mismas décadas en las que parecía solo existía el expresionismo abstracto, siendo
excluida de los anales de la historia.
Pero pronto comenzaron a levantarse voces contra los olvidados. A finales de la década
de los cincuenta el discurso de Greenberg pasó a ser objeto de fuertes polémicas y
discusiones. Se abría el camino a nuevos discursos para el arte contemporáneo.

3. Recovecos y puntos defuga


Una brecha es el resquicio por donde algo comienza a perder su seguridad. Un recoveco
en el cual y desde el cual son impensables ya la homogeneidad o el equilibrio.
Desde finales de los cincuenta, el discurso de Greenberg se mostraba repleto de brechas.
En 1957 Allan Kaprow interpretaba a Jackson Pollock no por sus obras, sino en función
de lo que las generaba. “El legado de Pollock” era haber introducido la acción en el arte,
el haber abierto la puerta del happening.
Pollock no era únicamente el artista heroico y atormentado que llevo la pintura al cenit
de la abstracción. Existían otros Pollocks al margen del que nos habían contado, otros
Picassos, otros impresionistas…
La forma como patrón para describir, clasificar y explicar la historia del arte quedaba
deslegitimada.
La lectura de Kaprow no sería la única. Una vez las brechas y recovecos de la narrativa
formalista estuvieron al descubierto, solo quedaban trazar los puntos de fuga. Nuevos
discursos.

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TEMA 6: GREENBERG CONTRA LAS CUERDAS O LA APERTURA DE MIRAS. LA
HISTORIA Y SUS RECOVECOS.

Tras la Segunda Guerra Mundial nada volvería a ser lo mismo, se había desatado la
desconfianza, la sospecha a partir de la cual nacería el pensamiento posmoderno.
El proyecto histórico de la modernidad que se había iniciado con la Revolución francesa
se había quedado sin argumentos.

1. La modernidad posmoderna
El Terror de Auschwitz había desmantelado la lógica moderna. Sólo quedaba revisar los
conceptos que habían articulado un discurso sobre la Historia que había fracasado,
ejercer la crítica y construir otros nuevos.
1.1. La posmodernidad, ¿quién es? El discurso moderno, basado en la universalidad y en
el progreso, ya no podía seguir siendo considerado como portador de verdades absolutas
y desinteresadas. Ya no había que ser absolutamente moderno, de este modo el
pensamiento dejó de estar condicionado y pasó a ser una condición. La condición
posmoderna.
Si nos preguntamos el quién, introducimos al sujeto en nuestra reflexión y no
perderemos de vista que es alguien concreto quien está detrás del discurso y en el
discurso. No quedará lugar para las abstracciones. El objeto tendrá que ser considerado
en función de quien lo percibe, lo nombra o argumenta a partir de él. Se hablará desde
los hombres para los hombres.
Sin un punto de partida, sin un rumbo marcado ni un destino de llegada, al hombre le
había llegado la libertad de elegir, de trazar, los futuros recorridos.
1.2. No una Historia sino varias. A pesar de diferenciarse en sus fundamentos teóricos,
lo posmoderno está ligado a lo moderno, su pensamiento surge desde la crítica al
discurso de la modernidad. Pero la relación que lo posmoderno tiene con lo moderno no
es una cuestión de sucesión cronológica, es una relación dialéctica. Si definiésemos la
posmodernidad a partir de parámetros cronológicos estaríamos insertándola en el relato
lineal de la Historia propia de la modernidad. Es la condición posmoderna por
excelencia, la crítica que nace de la sospecha ante lo establecido, quien produce el
continuo renacer. Una sospecha que se dirigirá hacia todas direcciones, reinterpretando
y haciendo nacer nuevos discursos.
De una única línea se pasará a la pluralidad de ellas. Ya no habrá una sola Historia, sino
historias trazadas desde muy diversos puntos y en distintas direcciones que podrán ser
simultáneas e, incluso unas dentro de otras.
1.3. Y... ¿el arte? Nuevas consideraciones sobre la modernidad y la vanguardia. Las
sospechas lanadas al discurso moderno sacarían al arte de su cueva. Al cuestionarse las
proclamas modernas, cayeron las ideas que habían mantenido al arte alejado del
mundanal ruido.
El arte fue quitándose el lastre de las abstracciones que lo habían insertado en una
única narrativa, la formalista encarnada por Clement Greenberg. Ahora que se había
acabado con la idea de una Historia y que se había recuperado al sujeto, las obras de
arte podían reinsertarse en las realidades históricas. El arte volvía a recuperar su
conexión con la vida. El tema y el contenido de los que el discurso formalista había huido
reaparecían. A los olvidados les llegaba la hora de la revancha.
Clement Greenberg se encontraba contra las cuerdas. La mayor parte de los ataques se
dirigieron hacia la noción de autonomía en el arte. Fue a partir de esta categoría, como
Greenberg había argumentado el repliegue del arte sobre sí mismo y su alejamiento del
mundo en pos de la abstracción.
Las distintas reflexiones que fueron lanzadas en torno a la autonomía en relación con el
arte de vanguardia introducirían nuevas significaciones que, en líneas generales,
inscribieron a esta categoría en el ámbito de la Dialéctica.
Peter Bürger en su Teoría de la vanguardia, señala que la vanguardia no puede
entenderse como un lugar ajeno a la realidad y dedicado a la consecución del absoluto.
La vanguardia se define por la labor de autocrítica, por haber cuestionado el arte en su

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totalidad. Nada de recrearse en los propios medios para exponerlos en su estado de
mayor pureza sino desarticulación y deslegitimación del propio lenguaje y de sus valores,
sus receptáculos y sus receptores. La crítica inherente a la vanguardia iba a poner en
tela de juicio a los museos, al mercado del arte, a los valores asociados a las obras,
incluso a la misma categoría de obra de arte.
Muchas habían sido las causas que habían llevado a esta situación. El triunfo de las
instituciones burguesas había traído consigo la progresiva separación entre la vida y el
arte. Ahora se trataba de lograr la conciliación entre ambas, o lo que es lo mismo negar
la autonomía del arte.
La negación de la autonomía tenía unos objetivos claros. Por un lado, negar los valores
de autosuficiencia e individualidad característicos a la clase burguesa. Por otro, también
se pretendería descubrir las contradicciones latentes en este concepto.
Una vez desmantelada la categoría de autonomía del arte, la respuesta a la estética del
arte por el arte que Walter Benjamin había descrito como la teología del siglo XX fue una
antiestética.
Una antiestética que desplegaría su ataque a partir de estrategias de negación que
contestarían todos los aspectos introducidos con la noción de arte autónomo y que iba a
significar algo así como la desacralización de la obra de arte. La obra de arte dejará de
ser algo aislado para convertirse en algo participativo.
Ahora la obra de arte tendrá una función, ya sea ésta política, social o educativa.
Además de materializarse en los ready-mades , esta antiestética tuvo en el montaje uno
de sus mayores exponentes.
El montaje era una técnica propia de esos nuevos medios de reproducción y
comunicación como la fotografía y el cine con los que el arte había pasado a ser un
lenguaje de masas que procedía a partir de fragmentos. La obra de arte basada en el
montaje, formada a partir de fragmentos, al revelar la ruptura de la unidad destruye
cualquier posible lectura unívoca. Ni la forma ni el contenido estarán sujetas a las
normas lógicas que rigen nuestro modo de entender el mundo: el ojo y la mente no
tendrán lugar donde asentarse. Se está buscando no cerrar la obra, no cerrar sus
significados, apelando a la participación libre y creativa del receptor en la búsqueda de
posibles sentidos a la obra.

2. La crítica y la mirada. Rosalind Krauss y El inconsciente óptico


Heredera del espíritu crítica presente desde la misma década de los cincuenta, sería la
revista October donde se condensaría la pluralidad discursiva con la que cuestionar el
canon de la modernidad. El deseo principal de la revista sería finiquitar la separación
disciplinar así como introducir los discursos excluidos por el pensamiento
institucionalizado.
Para Krauss, lo verdaderamente interesante de la crítica es el método. Este método
consiste en lanzar preguntas a los enunciados inamovibles que han imperado en la
construcción del arte moderno.
A pesar de invocar continuamente a la Historia, la crítica de la modernidad nunca
introdujo en su discurso la temporalidad de los hechos históricos por el hecho de haber
considerado a la Historia en abstracto y no como un relato de alguien. No existía, por
tanto, el espíritu crítico en el discurso de la modernidad sino sólo inocencia.
Consciente de las brechas del discurso moderno así como de su subjetividad, Krauss se
dedicó a rescribir y desmitificar la modernidad y la vanguardia.
La relectura de la modernidad de Krauss se materializaba en El inconsciente óptico. Con
esta obra, aparecida en 1993, la narrativa greenberiana se vería contestada en una de
sus cuestiones fundamentales: la opticalidad.
2.1. Una alternativa (plural) al ojo puro. En su exaltación del repliegue sobre el propio
medio, Greenberg caracterizaba la pintura por generar un espacio de pura opticalidad,
un ojo en estado puro.
Con esta opticalidad se cerró la posibilidad de mirar con otros ojos. Una visión única y
exclusivamente retiniana, una opticalidad cada vez más abstracta y abstractiva.

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Frente a este sistema de narración cerrado, que sólo permite establecer relaciones
ópticas, Rosalind Krauss va a proponer el concepto de inconsciente óptico.
Frente al sistema cerrado y reductor generado por una opticalidad pura, el esquema de
Jacques Lacan donde Krauss se apoya, se muestra más abierto al ser concebido como un
ciclo. En este esquema, las relaciones que se establecen entre sus elementos estarán
mediatizadas por el reflejo, por el espejo y estarán determinadas por las proyecciones
imaginarias y el inconsciente.
Mediante el esquema lacaniano, Krauss logrará sortear el reduccionismo y el estatismo
de la opticalidad moderna. Asimismo, dotará a la mirada de algo más que de sus ojos. Y
al colocar el inconsciente en el origen de la conciencia, evitará cualquier tiranía
proveniente de la lógica.
2.2. Marcel Duchamp y el arte anti-retiniano. Marcel Duchamp ocupa buena parte de las
reflexiones de El inconsciente óptico por su rechazo del arte retiniano.
Duchamp, inclasificable, no jugo ningún papel en la narrativa greenberina. La mirada
que reivindicaba para el arte es el aspecto que interesa a Rosalind Krauss.
En 1912 ya podía leerse entre líneas la pasión de Duchamp por el campo de la óptica en
ese híbrido cubista-futurista que es el Desnudo bajando una escalera.
Duchamp estaba interesado en el modo en el que un espacio ilusorio podía ser cortado,
desmembrado en el plano pictórico. Era otro concepto de ojo el que estaba persiguiendo.
Sus obras experimentaron a partir del estudio de los distintos puntos de vista que el ojo
puede adoptar, introduciendo la manera en que los modos de visión se descomponen.
Duchamp ya estaba jugando con las anamorfosis: una imagen puede presentarse
deformada y descompuesta a la espera de que, en función del punto de vista y de la
distancia de contemplación, sea reconstruida visualmente.
Fue en 1919 cuando la maquinaria óptica duchampiana encontraría los fundamentos
teóricos. Ese año, Louis Farigoule, publicaba su estudio La Vision extra-rétinienne et le
sens paroptique donde sostenía que más allá de los ojos existe un tipo de visión ligada al
cuerpo entero. Esta visión táctil, corpórea, fascinaría a Duchamp por materializar
aquello en lo que llevaba tanto tiempo reflexionando. Duchamp ya podía describir el arte
que le interesaba a partir de un concepto negativo: la anti-retina.
Por esos mismos años, también descubriría otro escrito fundamental para su
producción, la obra de Camille Revel, Le Hasard, sa loi et ses conséquences dans les
sciences et en philosophie. Duchamp incorporaría el azar, uno de los conceptos clave en
el dadaísmo y en el surrealismo y especialmente vinculado a la actividad del
inconsciente. Fue a partir de esta combinación como se atacarían los fundamentos
tradicionales de la visión: la visión ya no tenía que ver con los ojos y no estaba regida por
leyes necesarias sino por el capricho, por lo imprevisto.
La tarea de un óptico de precisión como Marcel Duchamp era ir más allá de los ojos para
apelar a la materia gris, a los conceptos, a las ideas.
Este concepto de visualidad intelectual encontraría su máxima expresión en el proyecto
realizado entre 1945 y 1946, Étant Donnés: 1º la chute d'eau, 2º le gaz d'eclairage. Ante
una obra como esta, afirmaba Duchamp, lo que se requiere no es un observador sino un
voyeur. Un voyeur, puesto que es a través de un agujero en la puerta por donde
penetrará la mirada que, en tanto está expuesta a ser descubierta en su acto de
vulneración de lo vedado a los ojos extraños, tiene consigo la consciencia de ser cuerpo.
Es en esta máquina óptica desencadenante de los deseos ocultos, donde Krauss
encuentra uno de los ejemplos más ilustrativos de su concepto de inconsciente óptico.
2.3. La mirada mecánica o prefabricada: los overpaintings de Max Ernst. Existen más
miradas en las que Krauss detectará las pulsiones del inconsciente y una de ellas es la
visión mecánica o prefabricada y volverá a Lacan para explicar estos nuevos ojos.
De la escisión entre el ojo y la mirada, el sujeto elabora representaciones propias,
personales, de los objetos que pueblan el mundo exterior quedando subsumidos en la
construcción de su identidad y de su historia.
De nuevo el inconsciente vinculado a la visión y la visión vinculada al inconsciente. Este
es el mecanismo a partir del cual surge la visión mecánica o prefabricada que Krauss
encuentra en Max Ernst.

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Son precisamente su Übermahlung, sus overpaintings , las obras que mejor representan el
concepto de visión mecánica. En estas imágenes, la cuestión de lo prefabricado se
aprecia en dos sentidos. Por un lado, su técnica se basaba en una materia prima “ya
hecha”: la pintura, ya en forma de tinta o de gouache, se aplicaba sobre imágenes
extraídas de revistas de la época generando otras nuevas. Por otro lado, el tono onírico y
la libra asociación de conceptos de los overpaintings, resulta casi la representación
gráfica de ese nuevo espacio del significado descrito por Lacan.
Para reconciliarse con un mundo del que se encuentra escindido y mediante un resorte
mecánico inconsciente, el sujeto se apropia de los objetos y de las relaciones existentes
entre ellos, generando nuevos significados. Unos significados libres, ajenos a la lógica del
estado consciente.
El ejemplo al que Krauss dedica más atención es el overpainting titulado La chambre a
coucher de 1920, pues en él la mirada mecánica ha conllevado la absoluta destrucción de
los principios de la visión retiniana. Ernst partió para su elaboración de una
reproducción en la que se representaban numerosos animales así como algunos muebles
y plantas. Aplicando sobre ellos la pintura, Ernst fabricaría “otra escena”, una
habitación. Al fondo, un oso y una oveja, en primer plano a la izquierda, una ballena, un
murciélago y una serpiente, y a la derecha una serie de muebles. La habitación
sobrepintada por Ernst surge como un espacio de lo imposible. El campo visual ha
quedado aniquilado desde dentro que al igual que los objetos que en el se encuentran
responde únicamente a la reapropiación mental inconsciente y espontánea que el sujeto
ha hecho de ellos.
2.4. Nuevos conceptos para nuevas miradas. El pensamiento de Georges Bataille.
Rosalind Krauss se propone encontrar nuevos significados para la forma, uno de los
conceptos fundamentales en la visión retiniana. Si hay miradas distintas, no puede
haber una única idea de forma, y a la inversa, si el concepto de forma resulta ser
polisémico, las miradas que generen serán, asimismo, plurales.
A partir del escritor francés Georges Bataille irán surgiendo los conceptos con los que
Kraus estructura el cuarto capítulo de su ensayo.
Para Krauss, lo informe debe considerarse como algo que la propia forma genera, como
una lógica que actúa lógicamente contra sí misma desde dentro de sí misma, la forma
que genera la heterológica. Esta idea de un diálogo entre la forma y lo informe se aclara
si se piensa en el concepto de metamorfosis. La metamorfosis es un concepto que se
aplica a todos los procesos en los que un objeto o un ser cambian de forma. Y nada se
escapa al cambio. La forma no puede ser algo determinado y cerrado para siempre, es
en sí misma, heterogénea, metamórfica, contiene los principios con los que iniciar
procesos de cambio.
El arte trabajará la idea de forma desde la concepción de su mutación, desde lo informe.
Dos son los ejemplos de informe proporcionados por Krauss. El primero es el nuevo
orden de lo no-visible surgido a partir de los que Dalí llamaba un “objeto
psicoatmosférico anamórfico”: ciertos objetos son susceptibles de ser reconocidos
confusamente, de ser confundidos o asemejados con otros objetos, generándose de esta
percepción anamórfica ese nuevo orden de lo no visible que Dalí llamaría informe. El
segundo es la obra de Alberto Giacometti Bola suspendida, uno de sus “objetos móviles y
mudos”.
Para Bataille, todos los materialismos, a pesar de haberse proclamado defensores de la
materia en el mundo frente a aquellos que sólo veían ideas, no habían sido sino otro
idealismo más. En su exaltación de la materia, acabaron por darla forma, por convertirla
en una idea abstracta. El materialismo bajo a que se refiere Bataille fue lo que
practicaron los gnósticos. En su aceptación de la materia en todas sus manifestaciones
el gnosticismo se alejó de los ideales para quedarse en el mundo de la heterogeneidad.
Es en el mundo del materialismo bajo, libre de las abstracciones autoritarias del
idealismo, donde hemos de situar el concepto de lo informe. Y es en el reino de lo informe
que es el materialismo bajo donde ha de entenderse también el concepto de duplicación.
Puesto que la forma, al definirse como heterogénea y metamórfica, es informe, no tendrá

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contornos ni una figura concreta, no tendrá unos límites que marquen su interior y su
exterior. Sus cambios tendrán que ver con el espacio en el que se inserta.
Puesto que el mundo del materialismo bajo ha descendido de las alturas para instalarse
en la tierra, en sus sombras y tinieblas, el sol no puede sino ser considerado como
pútrido. El sol, metáfora del conocimiento y de la verdad siempre constituyó la máxima
aspiración del idealismo. En cambio, en el mundo del materialismo bajo, donde la
mirada al cielo se ha visto reemplazada por la conciencia de tener los pies en el suelo, el
sol se revela como un arma de doble filo; ya no ilumina sino que ciega; el ascenso hacia
él ya no se considera sanador y necesario sino un peligro que tiene como irremediable fin
la caída.
En lo que respecta a la fauna, serán los insectos los seres principales de este mundo y,
más concretamente, esos insectos en los que se da la mímesis. La mantis religiosa
acaparará la atención, pues en ella se da el fenómeno del mimetismo hasta el extremo.
El hombre de este mundo posee una estructura corporal particular. Es un hombre sin
cabeza, el hombre del materialismo bajo no es el hombre de las ideas sino el hombre del
suelo, el hombre de la materia, de la tierra. La acefalia de este hombre ha de entenderse,
no como una mutilación, sino como una liberación. En el mundo del materialismo bajo,
la cabeza perderá la importancia de la que había gozado en otros pensamientos, pierde
su significación. En este sentido, la cabeza pasará a ser algo inerte. Pero en el sentido
físico, la cabeza seguirá existiendo. El ojo del hombre sin cabeza no captará lo que
observa en función de la lógica: sus mecanismos serán la asociación, la combinación, la
sustitución, todos los recursos que generan la imagen y no el concepto.
La boca será el lugar a partir del cual reestablecer los vínculos con la animalidad. En el
momento en el que la cabeza gira, dejándose caer hacia atrás, y se produce la alineación
de la boca con el resto del cuerpo, el hombre recupera la geometría animal
En este mundo donde se reivindican las tinieblas, la materia baja, y donde el sol ha
pasado a ser algo pútrido, el arte sólo pudo comenzar en las cuevas. En asentamientos
informes y no definitivos. Y con materias bajas, de desecho. Se empezaron a pintar las
superficies por el mismo hecho de violentarlas. El arte poco tuvo que ver con la
aspiración creativa, fue una cuestión más bien vinculada con el sadismo.
La oscuridad y el sadismo también se encuentran en esa estructura primitiva que es el
laberinto. Pero también se dan otros factores que lo vinculan al arte que requiere este
mundo de lo informe. Es la máxima expresión de la cabeza libre que supera los
imperativos y el utilitarismo para dejarse embarcar en todas las combinaciones posibles,
lejos de la forma.

3. ¿ Un arte autónomo? Jean Clair y el compromiso del artista con la realidad


De la mano de Jean Clair se abordara la innegable relación del arte moderno con la
realidad, cuestión tampoco contemplada por Greenberg.
Fue a partir de la década de 1980 cuando la demanda posmoderna de realismo se
materializaría definitivamente. Con numerosas iniciativas revisionistas del arte moderno
se contestó a la historiografía greenberiana: el artista de vanguardia, lejos de estar
encerrado en la esfera autónoma de la forma pura, estuvo comprometido con la realidad,
tanto desde un punto de vista político como representacional.
Lo que destapaba era la estrechez de miras de la narrativa formalista. Europa y
Norteamérica estuvieron siempre repletas de realismos que ahora iban a ser
recuperados.
Las investigaciones de Jean Clair han continuado ahondando en el compromiso con lo
real que siempre acompañó a la modernidad artística. Reivindicará el papel de la
tradición artística en la gestación y desarrollo de la vanguardia, considerará al artista
desde el punto de vista de su compromiso con la realidad y recuperará numerosos
movimientos artísticos que en la historiografía anterior habían quedado relegados a un
segundo plano.
3.1. Furor melancholicus. Con el concepto de melancolía Jean Clair trazará su
interpretación del arte de entreguerras.

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Desde sus mismos orígenes la melancolía ha estado vinculada irremediablemente a la
creación. El humor pesado que es el melancólico se definía como un sentimiento de
tristeza y de desapego respecto al mundo, en un estado de reflexión tortuosa, en la
condición previa para la creación: la soledad.
El melancólico buscará mediante la creación el modo de comprender el mundo y, de este
modo, encontrar su sitio en él. Para Jean Clair la melancolía alcanzó su expresión más
radical en la época contemporánea.
Es a partir de la melancolía como Jean Clair se acercará a los distintos movimientos
artísticos que se dedicaron a la aprehensión de esa realidad inerte y desmembrada que
fue la época moderna. Unos movimientos que cultivaron el realismo y que tuvieron en
Giorgio De Chirico su punto de partida. Es a este artista a quien Clair dedicará buena
parte de sus reflexiones.
La pintura metafísica de De Chirico es un conjunto de imágenes resultantes de la mirada
del estupor y del extrañamiento ante el mundo. Los objetos no guardan relación entre sí,
y tampoco con el espacio que ocupan. Su realidad está fragmentada y sin ningún tipo de
relación, su ámbito es el de lo inerte. En el universo pictórico de De Chirico, las plazas
han pasado a estar vacías, sus paseantes se han convertido en estatuas e incluso las
musas han perdido todo rasgo humano para pasar a ser simples maniquíes. Todo se
sume en la soledad y el silencio.
Es en la pintura metafísica de De Chirico donde Clair encuentra la materialización de la
dialéctica característica de la contemporaneidad. En sus paisajes urbanos aprecia tanto
la realidad terrorífica instaurada en nombre del progreso como la nostalgia por la
serenidad del pasado. Las perspectivas y las estatuas clásicas conviven con relojes de
estación, máquinas de vapor y cañones.
Giorgio De Chirico no será el único caso de la melancolía moderna que analiza Clair.
También será observada en otros artistas italianos como Carlo Carrá, Mario Sironi, Felice
Casorati o Arturo Martini y, en Alemania, donde para Jean Clair, se materializaría más
claramente en el realismo mágico alemán.
Será en el movimiento surgido en la década de 1920, la Neue Sachlichkeit o Nueva
Objetividad, donde Jean Clair encuentre el mayor ejemplo de tremendismo. Los temas
representados, si bien se encuadran en el, son más descarnados haciendo que el
contenido de sus obras sea políticamente más explícito. La nueva objetividad que se
quiere representar es el mundo de una Historia decadente donde sólo queda lugar para
ambientes corruptos y para personajes grotescos.
Dos son las actitudes que Jean Clair ha señalado como resultado de la mirada
melancólica moderna: la vuelta al pasado, ya sea como reencuentro con el orden del
mundo clásico o como constatación de la prolongación de sus ruinas en el presente y la
representación negativa de la realidad actual que no se comprende. El artista ha optado
por separarse de la pura forma eligiendo la representación crítica de la realidad, los ojos
que van más allá de las formas. El artista melancólico ha de entenderse, por tanto, como
un artista responsable.
3.2. La responsabilidad del artista. El artista al que se refiere Clair pertenece al periodo
de las vanguardias y responderá de la realidad en la que está inmerso.
Jean Clair analiza la situación política y artística de la Europa de preguerra
caracterizada por la vuelta a la iconografía medieval que tendrá un papel más que
relevante en el campo de batalla que estaba preparando el nacionalsocialismo.
Una de las imágenes más célebres de Hitler representa a éste como un caballero
medieval, a caballo, avanzando con la mirada al frente, y portando un gran estandarte
con el símbolo solar característico del nazismo.
A partir de esta imagen se observan dos de las cuestiones que para Clair son
fundamentales en la construcción del nazismo como ideología y como iconografía: su
vuelta melancólica a las raíces del pueblo germánico como modo de establecer una
identidad de tintes míticos y la consecuente relación con el arte que hubo de establecerse
para semejante propósito.

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En el deseo de recuperación del espíritu germánico había que establecer un vínculo con
el arte en el que pudiera leerse las características del pueblo alemán. Y este vínculo se
encontró en un movimiento artístico moderno.
Fue durante los años en los que Joseph Goebbels ocupaba el cargo de Ministro de
propaganda en la Alemania nazi cuando se pusieron los ojos en el expresionismo.
Algunos expresionistas no sólo cedieron sus imágenes a la configuración visual de la
ideología nazi sino que, colaboraron políticamente con el régimen y obtuvieron los
consecuentes beneficios que semejante afiliación comportaba.
Alejándose del talante progresista que acompaña a la vanguardia, Clair establecerá la
tesis de que las vanguardias estuvieron entre la razón y el terror, y que en muchas
ocasiones esta relación fue explícita.
El objetivo de Clair responde al motor posmoderno por excelencia, la crítica. Sometidas a
ella, las vanguardias se verán despojadas del aura de sacralidad historiográfica que las
había eximido de ser responsables en la barbarie nacionalsocialista que arrasaría
Europa.
La estetización de la política que había llevado a cabo el nazismo había sumido al arte en
una profunda crisis. La solución que se encontró a la condena lingüístico-artística traída
por el nazismo fue la abstracción. Así fue como se quiso empezar de nuevo. La
instauración del formalismo implicaba dejar atrás el terror de la historia y de la política,
y, con esta amnesia, posibilitar el nacimiento de un nuevo sujeto sin los lastres de
culpabilidad y responsabilidad que le acarrearía la memoria.
Se instauraba así el discurso formalista. Las particularidades de la realidad, los
realismos, quedaron fuera de los museos y de sus narrativas.
Jean Clair encontraría como el único modo de reparar el mundo vulnerado por el
nazismo la vuelta al realismo. Nada de la expresión por la expresión tan reivindicada en
la narrativa del arte moderno. Ahora de lo que se trata es de rescatar a los realismos del
exilio al que se les había condenado con la narrativa formalista. Sacar a la luz las
particularidades de lo real.
3.3. Rescatando a los exiliados del arte moderno: los realismos. Entre 1919 y 1939 el
mundo estuvo repleto de iniciativas artísticas que, a pesar de su heterogeneidad, pueden
considerarse bajo la denominación de realismo. Un discurso que rehabilita los valores
culturales nacionales, el gusto por el trabajo bien hecho, por el hermoso trabajo
artesanal y la tradición y que tratará de volver a un sistema de figuración tradicional
para enlazar con la perspectiva y cierto humanismo.
Según Clair, el realismo nacería desde la misma vanguardia con la intención de superar
sus ansiosos propósitos de ruptura con la tradición. La “vuelta al orden” era el único
modo de renovación de la vanguardia artística: en el realismo, en el clasicismo, era
donde se encontraban las nuevas vías de transgresión. Solamente dinamitando los
mismos principios en los que se sustentaba, podría la vanguardia reinventarse a sí
misma.
El realismo que defiende Clair ha de entenderse como una reacción a la vanguardia en el
deseo de ser su revolución. Y su discurso será plural y heterogéneo.
Interesante es el caso del realismo francés, principalmente por haber sido Francia la
gran protagonista de la narrativa formalista. La situación en la que se encontraba el arte
francés en el periodo de entreguerras es definida por Jean Clair como “una nebulosa
incomprensible”. Las distintas reinterpretaciones de los grandes movimientos anteriores
a la guerra vinieron a despertar con el surrealismo, y algunos pintores aislados
dedicados a la representación de lo real. Entre éstos se encontraban un Picasso dedicado
a representar bañistas y el André Derain de las marinas y los puertos y de los arlequines.
Un joven Balthus, complementaría la representación de la realidad francesa.
El caso del realismo norteamericano es, asimismo, revelador. A pesar de la eclosión del
arte moderno que sobrevino en 1913 con el Armory Show, muchos fueron los realismos
que se dieron en este periodo. Lejos de la “vuelta al orden” que se produjo en Francia o
de la crítica descarnada de la Neue Sachlichkeit alemana, el realismo norteamericano
surgiría vinculado al nacionalismo, al deseo de establecer una identidad americana a
través de un arte propio y no mediante la mera adhesión a los estilos europeos. El

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precisionismo, el realismo de la Ashcan School y el regionalismo en los años veinte, y los
realismos urbanos y mágicos que poblarían los años 30 constituyen un claro ejemplo de
que en Norteamérica no se estaba tendiendo únicamente a la abstracción.
En la década de 1920 muchos fueron los movimientos que abandonaron el fauvismo, el
cubismo, el futurismo y el expresionismo en pos de nuevos sistemas de representación
realistas. Uno de ellos fue el precisionismo, quizás uno de los pocos movimientos propios
que tendría el arte norteamericano. También vería el auge de una serie de pintores
realistas conocidos como The Ashcan School. Nacidos en el seno de uno de los primero
movimientos pictóricos realistas norteamericanos, el Grupo de los Ocho, los pintores
integrantes de esta escuela pronto se desvincularían de sus predecesores para dedicarse
exclusivamente a la representación de la vida cotidiana en el paisaje urbano. Es en este
realismo donde se encuadran las obras de Edward Hopper, Robert Henri, John French
Sloan o Georges Bellows.
En la misma línea de representación de la realidad norteamericana se encuentra el
movimiento del regionalismo, aunque en este caso la temática dejará de lado los
ambientes urbanos para sumirse de lleno en los rurales, en la América no industrial. Las
imágenes idílicas de Grant Wood, aunque en ocasiones reveladoras de la estricta moral
religiosa imperante en las zonas rurales y las obras agresivas y despiadadas de Ivan Le
Lorraine Albright sacaban a la luz una realidad bien distinta de la imagen de prosperidad
que se había venido difundiendo por aquellos años y que pronto recibiría su contestación
más radical.
La depresión materializada en 1929 abriría la década de los 30, una década marcada por
las labores de reconstrucción económica y por el aislamiento estadounidense en la
política internacional. La toma de conciencia nacional que había generado la crisis se
materializaría también en el ámbito artístico bajo la promoción de un arte popular
representativo de la cultura norteamericana. Fue así como es extendería un nuevo tipo
de realismo que encontraría su mejor forma de expresión en la pintura mural. Sedes e
instituciones públicas mandarían cubrir sus muros con imágenes de la historia
estadounidense.
Pero junto a este realismo ideológico, otros fueron los realismos que nacerían en los años
30. Continuando la labor de la Ashcan School surgiría el realismo urbano: las imágenes
de su principal representante, Raphael Soyer. En paralelo también nacería otro tipo de
realismo, más vinculado al surrealismo e incluso a la Neue Sachlichkeit alemana en su
percepción del mundo: el realismo mágico. Una realidad para escapar a las otras
realidades pero que no por ello dejaría de incidir críticamente en ese mundo del que se
quería huir. Así ha de entenderse la obra que Peter Blume realizaría entre 1934 y 1936,
The Eternal City.
Por mucho que Greenberg quisiera sumir en la oscuridad a los realismos presentes en
Europa y en Norteamérica, lo cierto es que existieron y, no a modo de un coletazo: más
que pasar sin pena ni gloria, los realismos jugaron un papel fundamental en la evolución
del arte moderno europeo así como en la construcción de la política y de la sociedad
norteamericana durante las primeras décadas del siglo XX. El realismo no fue
considerado, sólo cuando la modernidad se volvió posmoderna fue sacado de su rincón.
La misma situación se daría con el surrealismo.

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TEMA 7: UNA DE LAS HISTORIAS: EL SURREALISMO

1. Todo en torno a la revolución. Política y políticas surrealistas


La historia del movimiento surrealista no puede entenderse sin tener en mente una
palabra: revolución. El mundo que vería nacer a esos portavoces funámbulos del
inconsciente y del deseo que fueron los surrealistas no fue sino un mundo revolucionado
por unos planteamientos científicos que vinieron a desestructurar las nociones
anteriores de la materia y del mismo hombre. La Teoría de la Relatividad de Albert
Einstein y los descubrimientos en el ámbito de la teoría cuántica de Louis-Victor de
Broglie y Werner Karl Heisenberg destruyeron los principios de la causalidad con los que
la física venía explicando el universo, revelando ahora a éste en función del
electromagnetismo, la energía en reposo, la curvatura del espacio-tiempo y relaciones de
incertidumbre. Los estudios de Sigmund Freud vinieron a representar la misma
revolución pero en el plano de la mente: lejos de moverse por la razón, la lógica y la
voluntad, el hombre estaba gobernado por un estrato lejano, nebuloso, desconocido e
incontrolable, el inconsciente.
Junto a la importancia que estas revoluciones tendrían para el desarrollo del
pensamiento surrealista, la revolución política también vendría a marcar sus pasos.
1.1. Pero... ¿qué revolución? En el mismo concepto de revolución fue donde se
encontraron los motivos de discordia dentro del movimiento y en sus relaciones con el
Partido Comunista.
La ruptura que se produjo con Dadá en 1922 a raíz del proceso Maurice Barrés vino a
mostrar que los futuros miembros del surrealismo tenían un propósito bien distinto a la
negación dadaísta.
Los nuevos descubrimientos de la ciencia y el psicoanálisis habían sacado a la luz un
nuevo mundo alejado de los imperativos racionales y lógicos con los que se regía la
existencia. Una nueva fuente de inspiración había irrumpido para cambiar el mundo: el
inconsciente. Mediante la exploración de los sueños, la locura, la infancia y la
espontaneidad irracional de muchos actos podían encontrarse nuevos medios de
conocimiento con los que descubrir un modo de pensar y actuar completamente distintos
que genera un nuevo mundo de relaciones, otra sociedad alejada de la lógica y movida
por el deseo, resorte principal del inconsciente.
He ahí donde estaba la revolución surrealista, en su firme creencia en una omnipotencia
del pensamiento que generaría un nuevo y liberador modo de vida. Y este pensamiento,
que no es otro que el del inconsciente, había sido avistado ya en los siglos precedentes.
Del siglo XVIII los surrealistas pondrán sus ojos precisamente en los condenados de la
razón y en el materialismo descarnado del principal portavoz del deseo, el Marqués de
Sade. Del siglo XIX, tomaran de Karl Marx su deseo de transformar el mundo en un
sentido estrictamente político y económico; de Arthur Rimbaud e Isidore Ducasse, la
intención de revolucionar la existencia.
Para los surrealistas la poesía se expresa a partir de la imaginación, no de la razón,
íntimamente ligada al inconsciente y, puesto que todos los hombres tienen inconsciente,
todos son poetas en potencia. El surrealismo derribaría las barreras entre vigilia y sueño
y mostraría a los hombres los pasos a seguir para cambiar el mundo.
Fue de este modo como revolución política y revolución estética vendrían a conformar el
ideario surrealista en una identificación de vanguardia artística con vanguardia política.
Esto pronto se revelaría como uno de los grandes problemas del surrealismo, generando
polémicas y crisis dentro del mismo grupo.
El primer número de La Révolution surréaliste, publicado el 1 de diciembre de 1924, vino
a constatar el nacimiento del movimiento surrealista. El colectivo surrealista aparecía
clasificado alfabéticamente por apellido en el fotomontaje que ilustraba el número y
donde se prefiguraban algunos de los hechos que marcarían la trayectoria del
movimiento. El mismo apellido de la asesina que ocupaba el centro del fotomontaje, la
militante anarquista Germaine Berton, indicaba subliminalmente quien estaba en el
centro del movimiento.

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En estos años iniciales, la “nueva declaración de los derechos del hombre” a la que
apelaba el surrealismo fue de orden casi exclusivamente estético. La revolución se había
iniciado en la literatura. La aparición en 1921 de la primera obra experimental del
surrealismo, Les Champs magnétiques de Breton y Soupalt, había indagado sobre el
poder de las imágenes nacidas del pensamiento hablado y no racionado, de lo irracional
y no de la lógica. Las investigaciones en torno a la hipnosis, las alucinaciones y
duermevelas, los coqueteos con el ámbito de lo oculto y las visitas a médiums, marcaron
los años siguientes en los que se continuaría indagando en la subversión de los
principios racionales del lenguaje y del pensamiento. Progresivamente, el surrealismo
establecía las bases para su revolución estética, la revolución del inconsciente y de los
sueños. En octubre del año 1924, se fundó el Bureau de Recherches surréalistes para
registrar y clasificar todas las experiencias y se publicó el Manifeste du surréalisme de
André Breton con el cual se establecía la ideología del grupo.
Tal y como proclamaba el Manifiesto, esta revolución literaria poseía fuertes
connotaciones políticas. Proclamar la libertad absoluta en el papel no era sino proclamar
la libertad absoluta en el mundo.
En 1925 los debates internos en el surrealismo en relación con el posicionamiento
político comenzaron a tomar cada vez más importancia.
Pero a pesar de las tentativas de encaminarse a la realidad política, la revolución que
preconizaba el surrealismo seguía encontrándose en el ámbito de las ideas. Los
surrealistas se declaraban hostiles a cualquier pragmatismo y vinculaban la revolución
surrealista al ámbito del espíritu, de cuya liberación ellos eran los responsables.
Semejante posicionamiento generaría numerosas respuestas y ataques, reprochándose al
movimiento su aislamiento en el “arte por el arte”.
La crítica que vendría a poner sobre la mesa las contradicciones inherentes a la
revolución surrealista fue lanzada por Pierre Naville, uno de sus miembros fundadores.
El problema al que se estaba enfrentando el surrealismo era la búsqueda del modo
mediante el cual conjugar la revolución de lo intangible, del espíritu, del inconsciente,
con la revolución de la acción directa, de la realidad política. La revolución estética
surrealista se inscribía en el ámbito del idealismo más puro. En cambio, la revolución
política que buscaba el surrealismo se inscribía en la realidad física. Cercano al
pensamiento dialéctico, Naville se decantó por la segunda.
En 1926 ingresaban cinco de surrealistas en el Partido Comunista Francés pretendiendo
acallar las acusaciones de falta de responsabilidad política del grupo. Pero, ante la
petición del Partido Comunista de una militancia real por parte del movimiento, éste
abandono sus filas. Para el surrealismo su revolución consistía en mostrar la fragilidad
del pensamiento moderno y cómo éste derivaba en un deterioro de la vida: dejando al
espíritu libre y mostrando posibles puntos de fuga respecto al racionalismo imperante en
la existencia moderna era como el surrealismo contribuiría a la causa de la lucha
política.
Las cosas fueron tomando un cariz cada vez más conflictivo. Breton se había ido
erigiendo, en el juez del surrealismo, iniciando una serie de procesos de depuración
ideológica del grupo. Era necesario saber cuáles eran los principios políticos de cada uno
de los miembros de su grupo. El surrealismo debía estar compuesto únicamente por
aquellos que profesasen, junto a sus principios estéticos, una militancia política.
La aparición del Second Manifeste du surrélisme, 15 de diciembre de 1929, mostraría una
clara evolución de los postulados que Breton quería para el grupo. Mediante el
materialismo dialéctico, el surrealismo quería conciliar las dos revoluciones. Breton
condenará a todos aquellos que se habían desviado de su doctrina.
La escisión entre los distintos bandos ya no tenía marcha atrás. En julio de 1930
aparecía el primer número de Le Surréalisme au service de la Révolution, la nueva revista
del movimiento. El grupo renovado en sus filas, quería mostrar con este título la
prioridad que daba a la revolución política. No obstante, en la década de los años treinta
la cuestión se agudizaría.

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1.2. La toma de posición ante la revolución surrealista. Las contradicciones entre el
compromiso estético con el que nació el surrealismo y el compromiso político-social
inherente a éste, han generado las más diversas interpretaciones.
La acusación de irresponsabilidad política lanzada al surrealismo se apoya,
generalmente, en la ideología mística del mismo. Al haberse establecido los fundamentos
del movimiento en algo intangible y oculto, el inconsciente, el surrealismo se situó más
en el terreno del mito que en el de la Historia. Es en el discurso derivado de un lenguaje
formado por el reino de lo oculto donde se ha encontrado la negación de la realidad, la
separación de la misma y, en consecuencia la imposibilidad de una acción política
completa por parte del surrealismo.
Muy distintas son las interpretaciones que se han dado de la relación entre surrealismo y
política por parte de una serie de críticos entre los que se encuentran Boris Groys y Jean
Clair. En este caso se acusa a la vanguardia de aliada con los totalitarismos, cuando no
de totalitaria en sí misma.
Para Clair el surrealismo debía dejar de ser inmune a la crítica y mostrarse tal y como lo
que había sido: no como una vanguardia sino como un totalitarismo. Nada de revolución
progresista, la historia del surrealismo había sido la del irracionalismo y la del
sinsentido.
La polémica estaba servida. Las respuestas a Clair no se hicieron esperar, procediendo
tanto de antiguos miembros surrealistas como de colegas de profesión.
Más acertadas parecen otras lecturas. Jacques Ranciére, reflexionando sobre la
vanguardia en general pero teniendo en mente a la Escuela de Frankfurt y el
surrealismo, se desmarcaba de la interpretación totalitaria al delimitar los dos ámbitos
en los que se movió la vanguardia: el ámbito estricto de la política y el ámbito de la
metapolítica, es decir, el lugar de la expresión artística. Al concebir la vida como el
espacio de la creación y de la transformación, se pusieron las bases para entender la
política como un programa absoluto en intima conexión con la existencia.

2. Todo en torno al encuentro: el papel de la escritura, de los objetos y de la


pintura en la ideología surrealista
En el surrealismo, estética y política estuvieron indisolublemente unidas. En sus
manifestaciones artísticas, los surrealistas tuvieron que enfrentarse a problemáticas y
contradicciones muy similares a las que habían marcado su conflictiva praxis política.
Muchas de ellas nacerían con el deseo de ser soluciones dialécticas a las brechas que
amenazaría constantemente al surrealismo: la separación entre el ámbito del espíritu y el
ámbito de lo real.
2.1. La escritura surrealista o la irrupción del inconsciente. Del texto a la vida cotidiana.
El surrealismo nació como un movimiento literario. Buscó romper con el realismo y la
muerte de la imaginación que caracterizaban a la literatura burguesa. Inspirados por los
logros de escritores anteriores, los surrealistas se sumergieron en la experimentación de
nuevos medios de creación literaria con lo que poder aproximarse al inconsciente. Y, fue
en el automatismo donde se encontraría el medio perfecto para su expresión.
Para poderse materializar, la escritura automática partía de lo que Roland Barthes a
denominado la muerte del autor. Con el automatismo el autor, sometido a los dictados
del inconsciente, pasará a ser un mero transcriptor de los procesos psíquicos. El texto
dejará de ser reflejo de su autor, de valerse de su estilo personal o de los conocimientos
que éste posea.
No obstante, someter a la mano que escribe a la mayor velocidad posible nunca podría
ser suficiente para aniquilar completamente al “yo” de quien portaba la pluma. A pesar
de someterse al proceso automático para la expresión del inconsciente, la escritura
empleaba un sistema cerrado, racional y regulador creado por la conciencia: el lenguaje.
El surrealismo habría logrado con sus textos automáticos una subversión de los códigos
del sistema lingüístico. El papel del receptor de los textos quedaba transformado al
quedar el texto abierto al destinatario que sería quien otorgase significados a la escritura.
El texto, de este modo, se alejaba de los significados cerrados, del discurso único, para
ser una fuente continuada de sentido.

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Bien distintos son los considerados principales textos del surrealismo debidos a André
Breton: Nadja, Les Vases comminicants y L’Amour fou. En ellos predomina la voz de su
autor y el inconsciente ha dejado de ser el motor creativo que se ha desplazado a la
realidad. Estas obras pertenecen a unos años en los que el surrealismo ya se encontraba
en la encrucijada que le llevaría a tratar de demostrar la compatibilidad entre la libertad
creativa y su participación en la revolución de la realidad.
2.2. ¿Una pintura surrealista? Desde la aparición del primer número de La Révolution
surréaliste en 1924, los textos estuvieron acompañados por imágenes de muy diverso
tipo, entre las que se encontraban pinturas.
Algunos pintores serían reconocidos como precursores de la revolución espiritual con la
que el surrealismo quería pintar el mundo. Durante los años de contacto con el
dadaísmo, Breton había elogiado el arte de Ingres, pero pronto se desmarcaría de la
tradición pictórica. Para los surrealistas, no habría nada más detestable que el principio
de mímesis: observar y representar tal cual la realidad no podía estar más alejado de
esos mundos ocultos que el surrealismo trataba de sacar a la luz. El surrealismo
buscará en la pintura una alternativa al ojo físico: el ojo mental. Un ojo que, empleando
el sistema de representación figurativa, regia los mundos de la imaginación, el sueño y la
memoria.
En Giorgio De Chirico se encontraría el precedente directo, la prefiguración del
imaginario que el surrealismo quería para su pintura.
Picasso sería uno de los ensalzados e incluso homenajeados por el grupo. El André
Masson de dibujos espontáneos y cuadros automáticos, el Francis Picabia del desfile
amoroso de 1917, el recién llegado a París Man Ray e incluso el primer Marcel Duchamp,
entre otros, también obtuvieron rangos de honor en la cuadrilla de pintores surrealistas.
Sólo con el descubrimiento de Max Ernst cambiarían los puestos: su novedosa forma de
entender el collage, fue interpretada como la más fidedigna transposición del poder
poético de la escritura automática al ámbito de la pintura.
El método de Ernst, entre el collage y el fotomontaje, generaba imágenes cercanas a la
construcción onírica; los fragmentos que configuraban las obras adquirían en su diálogo
imposible una significación nueva, alejada de la lógica y las leyes racionales.
Desde muy pronto, casi inmediatamente después de la constatación visual de la ideología
surrealista gracias a Ernst, la pintura recibiría una fuerte crítica de Pierre Naville.
Naville atacaba la contradicción latente en la ideología surrealista, la imposibilidad de
conciliar la reivindicación de lo oculto, de lo inefable del inconsciente con su
representación visual. La espontaneidad de los procesos mecánicos inconscientes se
perdían en cuanto se cogía un lápiz o un pincel. La pintura surrealista no podía existir:
las imágenes de lo onírico no eran sino una prolongación del placer visual, del ojo físico,
y del sistema de representación tradicional, exhibidas, paradójicamente, como todo lo
contrario. Además, también se destapaba otra de las contradicciones del grupo. Naville
dejaba caer el sinsentido surrealista de querer mostrar públicamente sus obras por los
mismos procedimientos pragmáticos burgueses que el movimiento decía rechazar.
La respuesta de Breton no se hizo esperar, prolongándose en el tiempo con una gran
cantidad de artículos y textos acerca de la cuestión. Se tuvieron que ir sacrificando
algunos de los conceptos que habían sido aplicados inicialmente a la pintura. Y puesto
que era la noción de automatismo la que planteaba la mayor contradicción en su
materialización pictórica, fue siendo reemplazada por la reivindicación del imaginario
interior, del modelo que proporcionaban los sueños o los estados alucinatorios. Breton
afirmaría que lo que hace el pintor surrealista no es sino indagar en las imágenes
interiores, en esas imágenes propias del ojo mental o del ojo salvaje, materializándolas
visualmente en el mundo real. Pero el problema continuaría siempre amenazando desde
la sombra: lo que el surrealismo tenía que encontrar era un puente de unión entre el
ámbito del inconsciente y el ámbito de lo real.
Con los mismos problemas que resolver en el ámbito político, el surrealismo vino a nutrir
su formación con el que se reconoce como el pintor surrealista por excelencia: Salvador
Dalí.

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El mismo año de su ingreso oficial en el surrealismo, Dalí pintaba Le Jeu lugubre. La
obra mostraba el gusto por lo escatológico que Dalí cultivaba incisivamente durante
aquellos años, un gusto que no era del agrado de Breton.
Breton se pronunciaría ambiguamente respecto al cuadro. También se pronunciaría
respecto al personaje representado en la parte inferior derecha, su pantalón manchado
de heces le repugnaba sobremanera. Detrás de este rechazo se encontraba la evidencia
de que los excrementos constituían una bofetada directa a los principios que
conformaban la revolución estética del grupo
En el contexto de la batalla entre Breton y Bataille, portavoces de los dos tipos de
materialismo ha de entenderse la polémica que generó el cuadro de Dalí donde convivían
ambas posturas, las asociaciones oníricas y poéticas propias del imaginario surrealista y
la reivindicación de la matera de deshecho, de los pútrido propia del universo de Bataille,
uno de los grandes oponentes al idealismo del grupo.
El método paranoico-critico de Dalí era lo que resultaba de mayor interés para ambos al
permitir asociaciones e interpretaciones delirantes compatibles tanto con el materialismo
dialéctico de Breton como con el materialismo bajo de Bataille. Al emplear la paranoia
como método de aproximación a la realidad, el surrealismo encontró en este método la
solución perfecta para la brecha que tenía que salvar, mediante el método daliniano, los
objetos cotidianos pasaban a relacionarse de forma inesperada.
En 1930 Dalí, que había estado más que cerca del pensamiento escatológico, se
separaría por completo de Bataille, abandonando definitivamente la escatología justo en
el momento el que acababa de comenzar su relación con Gala y comenzaría a
aproximarse al surrealismo ortodoxo bretoniano.
Al igual que hizo con Bataille, Dalí no se dejaría absorber por el nuevo bando al que se
acercaba en este momento. A Dalí le bastaba Dalí mismo y no necesitaba de nadie para
proclamarse surrealista. En su afirmación “Yo soy el surrealismo” quedaba más que
clara una individualidad indomable que acabaría con su expulsión del grupo en 1939.
Hubo dos cuestiones que el surrealismo no podría aceptar por parte de uno de sus
miembros: la adscripción a ideologías reaccionarias y el servilismo ante la sociedad
capitalista burguesa. Y ante los ojos surrealistas, Dalí había pecado de ambas. Lo que
verdaderamente levantó llagas en el movimiento fue cómo Dalí había acabado por
convertirse en el artista fetiche de la sociedad capitalista. Su arte, lejos de la inutilidad
tan reivindicada por el movimiento, se había puesto al servicio de museos, escaparates,
diseñadores de moda, publicistas y cineastas.
La expulsión de Dalí en 1939 había vuelto a materializar el fracaso surrealista tanto en
su proyecto estético como en el político.
Dos habían sido las aportaciones dalinianas al grupo. La primera de ellas había sido el
método paranoico crítico. La segunda, resultado de la primera, fue el impulso dado al
objeto surrealista a partir de la formulación de sus “objetos de funcionamiento
simbólico”.
2.3. Los objetos surrealistas o la materialización del deseo. La importancia del objeto en
el surrealismo se remontaba a sus mismos orígenes.
Las imágenes poéticas que nacieron de las investigaciones con la escritura automática
descubrieron la posibilidad de redefinir los objetos a partir de asociaciones inesperadas
que los alejaban por completo de su función habitual.
Pero sería principalmente en la fotografía y en el cine donde el objeto se erigiría en el
principal protagonista.
El surrealismo buscará aunar tanto el inconsciente óptico como el inconsciente pulsional
mediante la fotografía de objetos. En el empleo de la fotografía se encontró el modo de
apelar al ojo en estado salvaje, el inconsciente óptico. Para los surrealistas, el
descubrimiento de la fotografía había sido el acontecimiento decisivo a partir del cual la
pintura y la poesía tradicionales se vieron profundamente cuestionadas; pues, a lo que
ambas tuvieron que enfrentarse no fue, ni más ni menos, que a imágenes mentales, a la
“verdadera fotografía del pensamiento”.
Fue en Eugéne Atget donde, tanto Benjamin como los surrealistas, encontraron el gran
precedente de esas imágenes de lo oculto que estaban buscando.

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Aunque en los collages de Ernst el objeto jugaría un papel nada desdeñable, fueron
algunas de las iniciativas de Man Ray las que fueron sentando las bases para el ulterior
impulso dado al objeto. En el año 1921 el fotógrafo inventaría, casi por casualidad, ese
procedimiento de manipulación fotográfica mediante el cual, al invertir los claroscuros,
los objetos mostrarían unas nuevas caras muy cercanas a la visión destructora de la
opacidad que había irrumpido con el descubrimiento de los rayos X: la rayografía.
Man Ray también llevaría a sus experimentaciones al cine. El fotógrafo puso en
movimiento las imágenes fantasmagóricas de sus objetos.
Fue en el cine, donde el surrealismo encontró el modo de insuflar vida a los objetos. El
papel que lo inanimado jugaría en la creación cinematográfica iría evolucionando a lo
largo del tiempo. Desde la aparición de Un perro andaluz, el objeto pasaría a ser parte de
las realidades filmadas, un elemento de significaciones oníricas completamente inmerso
en el contexto de las imágenes del inconsciente.
A lo largo de los años veinte el objeto era el leit-motif de las representaciones artísticas
del surrealismo, pero tomado en su dimensión estrictamente física. En la década de los
treinta, el surrealismo buscaría incorporar el objeto como manifestación artística y no
solo como parte de la representación.
Tres serán, a grandes rasgos, los tipos de objetos que el surrealismo reivindicará como
catalizadores en la materialización del deseo: los objetos encontrados, los objetos
fabricados y los objetos-poema.
En sus paseos y derivas por París, los surrealistas habían constatado que el hallazgo de
lo maravilloso se materializaba bajo la forma de un encuentro fortuito y materialmente
concreto: el objeto encontrado o el objet trouvé.
En los objets trouvés se revelaba la posibilidad de encontrar materialmente las pulsiones
y los deseos ocultos que mueven al individuo. Con ellos, la dialéctica entre lo real y lo
maravilloso dejaba de ser una utopía: en la misma vida cotidiana existían pruebas de la
conexión entre ambos ámbitos.
Pero los surrealistas no quisieron estar subordinados a los caprichos del azar y a sus
revelaciones esporádicas de la casualidad objetiva. Mientras se esperaba el hallazgo de
un nuevo también se podía trabajar conscientemente en los objetos, fabricándolos en la
búsqueda de esa materialización del deseo. Fue así como aparecería el otro tipo de objeto
surrealista, el objeto fabricado.
La década de los treinta se había abierto con el gran descubrimiento que había sido el
método paranoico-crítico de Dalí. Claramente inspirado por las teorías de Sigmund Freud
y de Jacques Lacan, Dalí había encontrado en la paranoia el estado mental superior para
desacreditar la realidad a partir de una interpretación delirante de la misma. Con el
método paranoico-crítico, el surrealismo despertaría del sueño improductivo para pasar
a la acción e introducir el deseo en el mundo.
Ahora que el mundo y sus objetos podían mirarse desde un nuevo punto de vista, sólo
quedaba ponerse manos a la obra y materializar físicamente las interpretaciones a las
que se había llegado.
En 1933 el surrealismo organizaría una gran exposición en la que se incluirían buena
parte de los objetos creados hasta el momento. En ella se intuía la importancia que el
movimiento otorgaba a su nueva manifestación artística.
A lo largo de la segunda mitad de la década de 1930, el surrealismo continuó sus
experimentaciones con los objetos. Fue este periodo el que vio consolidarse el tercer tipo
de objeto surrealista: el objet-poème.
Si bien se consideraban objet-poèmes los collages de Ernst y las poesías visuales
inspiradas en los Caligramas apollinairianos, sería a partir de 1935, de la mano de André
Breton, como llegaría a la simbiosis entre el objet-trouvé y el objeto fabricado: partiendo
de algunos de los hallazgos adquiridos en los mercados, y en función de lo que estos
objetos le sugerían, Breton modificaba su estructura y forma originarias, sustrayendo
elementos o añadiendo otros distintos, dando como resultados un objeto nuevo.
La incorporación de los objetos en el proyecto surrealista fue, quizás, el mayor de los
esfuerzos por superar la barrera entre las dos vertientes defendidas por el movimiento, la
estética y la política.

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Los objetos constituyeron la gran promesa para poder modelar el mundo conforme a los
deseos, tanto individuales como colectivos, del hombre. Breton vio en ellos la voluntad de
objetivación que desde sus inicios llevaba persiguiendo el movimiento surrealista. La
posibilidad de materializar el deseo y de hacer que éste fuera el motor que hiciera girar el
mundo.

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TEMA 8: TODOS CONTRA GREENBERG

1. Todos contra Greenberg


A principios de los años sesenta, poco antes de mayo del 68, muchos artistas se estaban
“atragantando” con Greenberg. Y es que el crítico americano había hecho un mal favor al
artista que más defendió a lo largo de su vida: Jackson Pollock. La mejor propuesta de
Pollock es su acción alrededor de la pintura. Esto lo vio muy bien Harold Rosenberg.
Pollock pintaba en el suelo, atacaba el lienzo en el suelo, en horizontal y no en vertical
Pero en el suelo, que es donde había que ver la pintura. Cuando Greenberg cuelga en
vertical, sobre una pared, las pinturas de Pollock, no hace más que desarticularlas
aunque su primera intención sea sublimarlas. Greenberg tenía que enaltecer a Pollock.
Muchos artistas se proclamaron encantados herederos del Pollock de Greenberg con el
respaldo de críticos e historiadores, pero la pretensión del crítico de que la pintura se
depure de todo lo que le es ajeno, activa la ironía de Jim Dine.
Greenberg levantaba ironías. La teoría y la actitud que se produce en torno a mayo del
68 ayudarán a marcar el final de sus propuestas desvelándolas como interesadas,
autoritarias, excluyentes o jerárquicas, y a iniciar nuevos modos de hacer en el arte.
Guy Debord publicó en 1967 La sociedad del espectáculo. Mientras tanto, Michel
Foucault pedía a gritos nuevas formas de reflexión apuntando en su cuestionamiento al
ámbito institucional. Foucault aboga porque lo históricamente “invisible” no quede
sepultado bajo la política con mayúsculas y las razones de Estado.
Por todos los lados se producían cuestionamientos de aquellas viejas estructuras y
jerarquías patriarcales de las que emanaban las normas que regían la vida. Es la época
de lo últimos románticos: los hippies, Marcusse, la contracultura, las revueltas
estudiantiles. Rebelión confusa, espontánea, imperfecta y por ello fácilmente reprimible.
Para Guattari, mayo del 68 supuso la manifestación de una ruptura y el surgimiento de
formas mutantes de subjetivación singular, tomadas cada una en contextos diferentes,
en absoluto homogéneos, una heterogeneidad de la subjetividad. El arte tendría mucho
que decir al respecto.
Las performances, las instalaciones, el land art, las intervenciones, el trabajo con el
cuerpo, todas ellas serán propuestas subjetivas para que otros sujetos piensen
políticamente con ellas, alejadas de las jerarquías y normas establecidas. Un espectador
diferente nacerá con ellas obligado a adoptar nuevos modos de mirar radicalmente
alejados de la contemplación desinteresada kantiana. Ahora todo es interesado porque
ahora la subjetividad del artista planeará obre su invitación a pensar en él. La emoción
del espectador ante la obra no es un asunto que se solvente directamente entre ambos.
El contexto no puede quedar excluido.
Ante estas propuestas el espectador volverá a ser un vector integrado en la obra. Y lo
político volverá a tomar posiciones con una larga herencia que atravesará a la mayor
parte de las propuestas de las últimas décadas.
En 1989, en la galería de Santiago de Chile Ojo de Buey, Gonzalo Díaz presenta la
instalación Lonquén, 10 años. En tres lados de la sala, sobre las paredes, estaban
colgados 14 cuadros idénticos con marcos negros, lacados, bajo cada uno de los cuales
se había fijado un ordinal romano en bronce numerando la secuencia. Como en un Vía
Crucis. En la base, al lado de cada marco, había una repisa negra con un vaso de agua a
medio llenar. La obra se plantea, pues, a partir de un lenguaje minimal muy elaborado,
pero está cargada políticamente.
En Lonquén, en los hornos de una mina de cal abandonada, fueron encontrados a
finales de 1978 quince cadáveres de campesinos desaparecidos. Su historia es tan turbia
como las actuaciones de la dictadura militar de Pinochet. Lonquén fue la primera prueba
indesmentible de la violencia ejercida por el primer gobierno de Pinochet. La instalación
de Gonzalo Díaz no se puede contemplar sin más. Ante ella hay que pasear por el Vía
Crucis que nos propone, hay que imaginar todo que sucedió, hay que leer para
informarse y, finalmente, hay que pensar críticamente.

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Hasta aquí podríamos incluso pensar que tantos cambios en los modos de hacer el arte y
en nuestra manera de relacionarnos con ellos han acabado con el arte tal y como hasta
ahora lo habíamos conocido. Pero las cosas no son tan fáciles. No se trataría de hablar
del “fin del arte”, el problema, quizás, es que la arte ya no le quedaba ninguna labor
filosófica que emprender. En lo sucesivo podía hacer cualquier cosa par ser valorado en
función de su grado de interés filosófico.
Hal Foster hace un enorme esfuerzo por leer las propuestas artísticas también desde el
terreno del arte, un terreno que él entiende como de pensamiento. Foster se aleja del
planteamiento de Rosalind Krauss según el cual el arte posmoderno inicialmente se
apoyó en categorías modernas, con toda la ambigüedad de (in)dependencia que el
término sugiere, pero pronto entropó a dichas categorías, tratándolas como prácticas
completas o términos dados para manipularlos como tales. Para Foster los sesenta y los
noventa son testigos de varias tentativas de recuperación de proyectos que ya habían
quedado esbozados, aunque inacabados, en los treinta.

2. En los museos
El museo es uno de los lugares donde más explicito se hará todo este cambio de
discurso. La crítica a la institución que busca analizar en tono de denuncia las
estructuras de poder en el mundo artístico ha afectado sobre todo al discurso histórico
artístico que hasta hace bien poco se establecía como paradigmático a través del museo.
El museo pierde su sentido normativizador y otros discursos tienen que entrar en sus
salas, otros modos de narrar completamente diferentes.
El MoMA ha sido el museo paradigmático del arte moderno, el gran conservador de sus
obras maestras, y, bajo la dirección de Alfred H. Barr, su más importante narrador.
El museo abrió sus puertas el 7 de noviembre de 1929 gracias al interés y a las
donaciones de la clase alta neoyorkina. Alfred H. Barr fue director desde el principio
hasta 1967 y su sombra sobre el MoMA es muy alargada, sobre todo por la profundidad
con la que arraigó su ideario en él. Barr es habitualmente presentado como un formalista
que armó una historia lineal y evolutiva del arte moderno. Y es así como se revela en la
colección permanente dividida, de entrada, según una histórica y rigurosa “jerarquía de
géneros”: Pintura y Escultura, Dibujo, Grabado e ilustraciones de libros, Arquitectura y
Diseño, Fotografía y, finalmente, Cine. Un sistema que Barr no seguiría en sus
principales exposiciones temporales y que ha sido abiertamente cuestionado. La
disposición de las obras de la colección permanente de pintura y escultura hasta su
reciente remodelación, presentaba un discurso lineal y evolutivo del arte del siglo XX.
Las salas que llevaban de las obras de Cezanne a las del cubismo y de éstas a las del
futurismo y el suprematismo eran la materialización de los eslabones de una sólida
cadena estilística y cronológica que el MoMA hacía incontestable y exitosamente visible.
Algo que no escapará al interés de Greenberg, cuando modifique sustancialmente esta
cadena con el único objetivo de que termine triunfalmente en el expresionismo abstracto
norteamericano.
Y es que Barr y Greenberg son dos formalistas diferentes. De hecho, la lectura de los
textos de Barr los revelan cargados de sutilezas y precauciones ante una actitud
reduccionista frente al arte de su tiempo.
En 1936 Barr organizó las dos exposiciones más importantes de su carrera: Cubismo y
Arte Abstracto y Arte Fantástico, Dadá, Surrealismo. Aunque ambas exposiciones se
abrían a una interesante y completa mezcla de técnicas y formatos (desde la pintura y la
escultura hasta la fotografía, el cine o los carteles), lo cierto es que no podían evitar un
argumento abiertamente formalista, además de que a ambos movimientos los trataba
como tendencias esencialmente históricas. Barr atribuía los cambios de estilo al
agotamiento de los mismos en una evolución imparable.
Para Schapiro, Barr era un formalista puro y duro, pero no lo era de un modo tan radical
e interesado como luego lo fue Clement Greenberg. De entrada, el planteamiento de
Greenberg de que cada una de las artes progresaba hacia su “pureza” resultaba
demasiado estrecho para un Barr que en ambas exposiciones no había dudado en
abarcar pintura, escultura, composiciones, arquitectura, teatro, cine carteles y fotografía.

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Barr buscó posteriormente entretejer la alta cultura y la cultura popular en el programa
del museo porque para él este desleimiento de los lindes era el rasgo distintivo de la
modernidad. Algo impensable para Greenberg.
El dilema sobre la adquisición de obras del Expresionismo Abstracto resultó delicado.
Los periódicos y revistas populares, la mayor parte de los miembros del Congreso y el
mismo presidente Truman, consideraban “comunista” al arte abstracto. Las críticas de
personajes del mundo del arte tales como Francis Henry Taylor, director del Metropolitan
Museum of Art, o James S. Plaut, director del Instituto de Boston, eran más
“profesionales” pero apuntaban en la misma dirección.
Gracias, en parte, a Barr y, con más contundencia, a Greenberg, el expresionismo
abstracto se convertirá en el paradigma de la democracia occidental. Al final, tan político
como cualquier otro.
En la última remodelación del MoMA en el 2001, aprovechando la inauguración de su
nuevo edificio, el director, Glenn D. Lowry, haya vuelto a apelar a Barr a pesar del
evidente intento que se ha hecho para contar las cosas de otra manera, actualizando un
poco los discursos.
A primera vista, poco ha cambiado. En la cuarta y quinta planta se encuentra la
colección permanente de pintura y escultura y es aquí donde se encuentran algunas de
las tímidas novedades. Parece que intenta no favorecerse una visión lineal no evolutiva
del arte moderno. El anterior vía crucis que dirigía al espectador cronológicamente hasta
el altar principal del expresionismo abstracto parece haber desaparecido.
El problema es que ha sido demasiado tímidamente sustituido. Las salas en que se halla
la colección permanente cuentan con cuatro accesos, lo que rompe la linealidad y abre
notablemente las posibilidades de deambular con libertad por ellas. Eso se traduce en
una sensación laberíntica, un ataque frontal al modelo cronológico favorecido desde su
fundación. La colección es ahora una mezcla de estilos que conviven más o menos
amistosamente invitando al espectador a construir su propio recorrido.
Las prácticas artísticas se han transformado radicalmente y en esa coyuntura el MoMA
ha optado por la actitud más acomodaticia. Un museo mítico aparentemente incapaz de
lidiar con el arte de hoy. De momento, no parece ser el lugar al que acudir para acercarse
a las prácticas artísticas de nuestros días ni donde se nos ofrece una aproximación
crítica y propositiva al arte moderno.
Muy diferente parece el espíritu que anima a la Tate Modern de Londres, inaugurada en
mayo del 2000. Por un lado, su famosa Sala de Turbinas invita regularmente a artistas
en activo a intervenirla. Por otro, la colección permanente ha buscado un concepto
museístico radicalmente diferente basado en la supresión de la cronología, apostando
con valentía por las líneas temáticas y argumentales.
Cuando la Tate Modern abrió sus puertas, en las salas se mezclaban obras de las
llamadas vanguardias históricas con propuestas absolutamente actuales
contextualizadas en líneas temáticas que querían reflexionar sobre algunos de los temas
centrales del pensamiento actual.
Sin embargo el criterio expositivo cambió. En la actualidad las líneas temáticas o
argumentales son en la planta tercera Poesía y Sueño en un ala y Gestos Inmateriales en
la otra; en la planta quinta, States of Fluxus en un lado y Energía y Proceso en el
opuesto. El núcleo principal de Poesía y Sueño está dedicado al surrealismo. A su
alrededor se exponen propuestas de otros artistas que, desde entonces y de diferentes
maneras, han respondido, discutido o explorado temas tales como el mundo de los
sueños, el inconsciente o el mito. En lo que podría parecer una asociación fácil muestra
también cómo técnicas característicamente surrealistas tales como la asociación libre, el
uso del azar, las formas biomórficas y el simbolismo bizarro han sido revitalizadas en
nuevos contextos a través de nuevos medios. Se encuentra propuestas de artistas muy
dispares cronológicamente mezcladas bajo el argumento de la estela del surrealismo:
Picasso, Bacon, Beuys, Juliao Sarmento, Louise Borugeois, Marcel Dzama, Mona
Hatoum, etc. Y lo mismo en los demás espacios.
En principio, lo cambios con respecto al MoMA son importantes: frente a la división
jerárquica de las artes su unión en la Tate Modern bajo aglutinantes temáticos; frente a

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la línea cronológica tradicional, la “gran narrativa” del MoMA, la Tate Modern señala
determinados comportamientos artísticos del pasado y los arrastra, más o menos
forzadamente, hasta nuestros días. Sin embargo, no se puede dejar de en esta nueva
colección, y a pesar de sus aciertos, una cierta marcha atrás. Alejándose se las líneas
temáticas de las que se está ocupando el pensamiento posmoderno, la Tate Modern da la
impresión de hacer ciertas sesiones fundamentalmente cronológicas, pero también en
parte formalistas. Los cuatro hitos en los que se apoyan las diferentes salas son
claramente históricos: Surrealismo, Cubismo, Expresionismo Abstracto y el Arte Povera
junto con el Postminimal.
Lo cierto es que muchas cosas han cambiado desde la propuesta del Museo de Arte
Moderno de Nueva York en los años cuarenta o cincuenta. Nuevos discursos han sido
admitidos y la cuidada narración del arte moderno, aunque resista en numerosas
escuelas, ya sólo podrá parecer como un discurso más.

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TEMA 9: ESTÉTICAS

1. En el origen: un debate
Es evidente que para trabajar con los nuevos planteamientos del arte, marcadamente
políticos si entendemos la definición de “lo político” en un sentido amplio, debemos
revisar lo que toda la modernidad, desde Kant o incluso antes, ha definido como su
estética y algunos conceptos fundamentales que, como el de la autonomía del arte,
entran en crisis ya a principios del siglo XX.
La primera toma de posiciones al respecto es la discusión sostenida por Theodor Adorno
y Walter Benjamin en 1936. Para Benjamin, las técnicas de reproducción permitieron
acercar el arte tradicional a las masas y propiciaron la producción de nuevas formas de
acceso masivo como el cine. Desde su punto de vista, el arte técnicamente reproductible
puede convertirse en un instrumento de emancipación que permitiría establecer una
sociedad igualitaria. Adorno por el contrario, se aferra a la autonomía del arte como
atributo fundamental de las obras, aunque las dota de una cierta capacidad dialéctica.
El ensayo de Benjamin sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica
parte del intento de renunciar en la teoría del arte a conceptos tales como la genialidad,
el valor de la eternidad o el misterio y sustituirlos por otros introducidos por primera vez
en la teoría del arte.
Su tesis principal expone como hacia 1900 la reproducción técnica había alcanzado un
nivel que, por un lado, había convertido en su objeto al conjunto de las obras de arte y,
por otro lado, había conquistado, por medio del cine y la fotografía, un lugar propio entre
los procedimientos artísticos vigentes.
Pero hasta la más perfecta reproducción le falta algo. Y ese algo que queda dañado de la
obra de arte en su reproducción técnica es su aura.
Benjamin entiende el aura como señal del valor de culto de la obra de arte. Para él, la
sociedad burguesa moderna se relaciona con las obras de arte a partir del concepto de
valor de culto sustituido ahora por el concepto de autenticidad. Con el desarrollo de las
técnicas de reproducción lo que se atrofia es el aura de la obra de arte.
Perdida del aura que es más que evidente en medios como el cine que tenían ya un lugar
propio en la producción cultural contemporánea. Pero lo interesante es que ese nuevo
modo de reproducción técnica altera radicalmente la relación entre la obra de arte y el
público. En el cine hay una coincidencia entre la actitud crítica, que permite valorar la
obra y la actitud de disfrute por parte del público. Por el contrario, cuando el espectador
se enfrenta a una obra de arte moderno, su condición de inexperto le conduce a una
actitud crítica de rechazo, disociándose la actitud de disfrute y la actitud crítica.
La segunda consecuencia, más discutible, de esa alteración que los medios de
reproducción producen en la recepción del espectador es lo que Benjamin llama
recepción distraída o disipada, radicalmente enfrentada a la contemplación recogida.
La propuesta de Benjamin es rápidamente respondida por Adorno entre 1936 y 1945. De
entrada la considera una antítesis simple entre la obra con aura y la obra reproducida
masivamente. Lo importante para Adorno, es que el veredicto sobre la desaparición del
aura no afecta a las obras de arte “auténticas”, mientras que los productos de la cultura
de masas no dejan de ser prácticamente Kitsch y en ellos la pérdida del aura resulta
poco menos que indiferente.
Con ello, Adorno quiera plantear una revalorización del arte autónomo y de su poder
crítico, frente a la postura de Benjamin. Lo que le interesa es volver a poner en primer
plano la autonomía del arte pero desde la capacidad dialéctica de las obras. Adorno
objeta a Benjamin el hecho de que enfoque dialécticamente la tecnificación y la
alienación social, sin tener en cuenta el aspecto dialéctico de la obra de arte incluso
manteniendo ésta su autonomía.
Las consecuencias de este pensamiento son devastadoras para Adorno. Difumina o
limita el arte no canonizado y el comprometido políticamente, y además, su limitación
estética equipara el proyecto vanguardista de la “liquidación del arte” a la destrucción de
la obra cerrada.

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Para Adorno las tendencias vanguardistas constituyen la señal de una superación sin
más de la autonomía del arte, y por ello una traición del arte a la sociedad vigente. La
autonomía del arte es, para Adorno, irrenunciable. Greenberg se encargará de salvar a la
vanguardia aplicándole el concepto de autonomía del arte.
Adorno parte de una visión histórica del arte según la cual éste no puede ser definido
sino que tiene su concepto en la constelación de momentos que van cambiando
históricamente por lo que, en principio, el arte no podría deslindarse de su origen. Pero
es que es en el origen donde estaría el problema y las obras de arte sólo pueden llegar a
ser tales negando su origen, es decir, su vieja dependencia respecto a servidumbres y
divertimentos.
Todo el significado político del debate Adorno/Benjamin, tan importante en aquel
momento, queda en suspenso en el periodo de Greenberg. Desde un punto de vista
político, la postura de Benjamin significaría reconocerle al proletariado, de manera
inmediata, una función revolucionaria. A juicio de Adorno, mucho más paternalista, la
transformación sólo podría cumplirse de manera mediata a través de los intelectuales
concebidos como sujetos dialécticos que interactúan con la clase o las masas. Para
Greenberg, al intelectual nada le va ni le viene en el círculo del proletariado o incluso de
las masas, incluida la clase media.
Los artistas minimal (Robert Morris, Donald Judd) buscarían, en principio, “objetos
tautológicos” (que remitan a sí mismos) ajenos a cualquier discurso de tipo iconográfico o
iconológico y al ilusionismo. Por eso sus propuestas suelen ser figuras geométricas,
simples, construidas de manera industrial. Pero las cosas no son tan sencillas. Cuando
Didi-Huberman se para a pensar con la obra de Tony Smith se da cuenta de varias
cosas. De entrada, la obra tiene una presencia y frente a ella, por mínima que sea,
tenemos que tomar una postura. La obra tiene, además, una latencia: su medida, los
seis pies, nos permiten recordar la escala humana y, desde allí, el volumen de un féretro.
Ha convocado a la muerte.
Se trata de una imagen dialéctica, aunque no tal como Adorno la había entendido, sino
en el sentido en que la explica el Benjamin: una imagen capaz de recordarse sin imitar,
capaz de volver a poner en juego y criticar lo que había sido capaz de volver a poner en
juego. Su fuerza, se belleza, residían en la paradoja de ofrecer una figura nueva hasta
inaudita, una figura realmente inventada de la memoria.
Una imagen dialéctica es una imagen auténtica, es decir, una imagen crítica, en crisis,
una imagen que critica la imagen y critica nuestras maneras de verla en el momento que,
al mirarnos, nos obliga a mirarla verdaderamente. Y así puede proporcionar justamente
el motor dialéctico de la creación como conocimiento y del conocimiento como creación.

2. Nuevas posiciones para viejos planteamientos


Ya hemos visto que lo que hace Benjamin es cambiar radicalmente la constelación arte-
política-estética en la que había cristalizado la modernidad del siglo XX gracias a su
entendimiento crítico de la sociedad de masas. Por eso molesta tanto a Adorno: toda la
historia del pensamiento estético queda destrozada en su ensayo.
Pero a Susan Bück-Morss lo que más le interesa del ensayo de Benjamin es el último
trozo. En él, el filósofo dice que la alienación sensorial yace en el origen de la estetización
de la política, que el fascismo administra. Lo que preocupa a Bück-Morss es el hecho de
que ambas cosas han sobrevivido hasta hoy y, con ellas, el placer del hombre de
contemplar su propia destrucción.
En cierto modo lo que propone Bück-Morss es constatar la incapacidad del arte de ser
político tal y como Benjamin quería. Acepta, con Benjamin, el schock como la esencia
misma de la experiencia moderna y el hecho de que el ego funcione como un
amortiguador ante los innumerables schocks a los que nos somete el mundo
contemporáneo.
Estaríamos ante un sistema de conocimiento (el sistema sinestésico) que no está
contenido dentro de los límites del cuerpo, sino que comienza y acaba en el mundo, que
abre su ámbito al ámbito de la experiencia. El problema es que, en el saturado mundo
moderno, este sistema se ha programado para detener los estímulos, el exceso de

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schocks, con lo que invierte su función: “en lugar de experimentar, su meta es
entumecer el organismo, matar los sentidos, reprimir la memoria”.
En este contexto, parecería que el arte es una duplicación imaginaria de lo real, una
realidad compensatoria, es decir, una fantasmagoría cuyo efecto es anestesiar el
organismo, no entumeciéndolo, sino inundando los sentidos, saturándolo.
Parece que el arte, tal y como lo quería Benjamin, es imposible. O así lo despacha Bück-
Morss. Ella no se para a pensar en ninguna propuesta artística actual para ver si el arte
es capaz o no de restaurar el poder de los sentidos. No analiza su capacidad política en el
mundo actual.
Para Ranciére, a diferencia de Bück-Morss o de Clement Rosset, da la impresión de que
el arte sí puede ser una realidad completa con una capacidad política firmemente
ajustada en lo que él entiende por “estética”. Lejos de la idea de la fantasmagoría, el arte
tendría una capacidad individual y colectiva en absoluto anestesiante. Todo lo contrario.
En el mundo contemporáneo, afirma, hemos liquidado la utopía estética: la vieja fe en la
capacidad del arte de contribuir a una transformación radical de las condiciones
colectivas de vida. Estamos en lo que llama “el presente postutópico del arte”. En él hay
dos grandes posiciones: la que pretende aislar el arte de cualquier relación directa con la
vida, heredera de alguna manera de la vieja idea del arte autónomo, y la que se conforma
con un arte modesto, con formas modestas de una micropolítica que se limitan a
redisponer los objetos y las imágenes que forman el mundo común ya dado o a crear
situaciones dirigidas a modificar nuestra mirada y nuestras actitudes con respecto a ese
entorno colectivo. Ambas posiciones, evidentemente encontradas, no son más que los
fragmentos de una alianza rota entre radicalismo artístico y radicalismo político, una
alianza que designa el término de “estética” y que hay que recuperar.
En las dos posiciones postutópicas del arte hay una política que consiste en interrumpir
las coordenadas normales de la experiencia sensorial. Y es una política para todos,
mucho más para los trabajadores que no tienen tiempo para ocupar ese espacio y, por lo
tanto, no tienen voz.
“El arte pertenece a un sensorium específico”. Esta afirmación de Ranciére podría poner
a las formas del arte como algo diferente a las formas ordinarias de la experiencia
sensible. El espectador emancipado de Rancier tendría una actividad equivalente a la
inactividad. El poder de los espectadores es el poder que tiene cada uno de traducir a su
manera lo que percibe. Ese poder común vincula a los individuos.
De este modo Ranciére rechaza cualquier oposición entre un arte autónomo y un arte
heterónomo, un arte por el arte y un arte al servicio de la política, un arte del museo y
un arte de la calle. Porque la autonomía estética no es esa autonomía del “hacer”
artístico, tal y como Greenberg hubiera querido. Es, más bien, la autonomía de una
forma de experiencia sensible, ésa que, al poder todos disfrutar de ella, constituye “el
germen de una nueva humanidad”.
Desde estos presupuestos todo arte es político. Toda imagen capaz de crear suspensión o
ante la que cada individuo es capaz de crear su suspensión es política.

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TEMA 10: ARTE, HISTORIA DEL ARTE Y ESTUDIOS VISUALES

1. La aparición de los Estudios Visuales


La aparición de los Estudios Visuales, o de la Cultura Visual, ha sido uno de los
procesos que más han afectado a la Historia del Arte como disciplina poniendo en
cuestión su propio estatuto tal y como tradicionalmente, más o menos desde finales del
siglo XVIII, se había aceptado. Los géneros artísticos tradicionales, los únicos que hasta
hace pocos años eran dignos de ser considerados por la Historia del Arte, empezaron a
entenderse sólo como un sector parcial de lo visual.
Después del Holocausto el arte, condenado por Adorno al impudor en el bastión de su
autonomía, no parece que fuera capaz de proponer mucho. Pero había otras imágenes.
La fotografía hacía tiempo que se había convertido en un medio de reproducción habitual
y no podían obviarse sus resultados. Cuando Georges Didi-Huberman escribe Imágenes
pese a todo abre un amplio debate sobre la capacidad y el estatuto de la imagen...de las
imágenes.
Didi-Huberman quiere trabajar sobre cuatro fotografías expuestas en el centro Georges
Pompidou de París en el 2001 bajo el título Memoria de los campos . Fueron tomadas en
el interior de Auschwitz en 1944 y son las únicas que conocemos del interior del campo
de concentración.
Entonces, cuando tenemos delante esas imágenes desnudas, precipitadas, mal
ejecutadas, se nos ofrece y nos interpela. Debemos ser activos. Para saber, tenemos que
imaginar.
Las imágenes no son arte pero tampoco son simplemente documentos. De hecho,
algunos historiadores bienintencionados manipularon estas fotos para hacerlas más
claras, para que se viera algo, para convertirlas al final en eso, en documentos. Es como
si el fotógrafo hubiera estado por allí haciendo las fotos tranquilamente.
La práctica académica del historicismo cree siempre que puede atrapar la realidad
histórica reconstruyendo el curso de los eventos en su sucesión temporal, sin
interrupciones. Y muchas veces ayudada por el documento fotográfico.
Algunos artistas han sido conscientes de que las imágenes no son arte mucho antes que
la vieja disciplina de la Historia del Arte. Esto es, por ejemplo, lo que le preocupa a
Alfredo Jarr cuando lleva a cabo la instalación titulada El lamento de las imágenes .
Se trata de un cubo metálico con una caja de luz blanca en una de sus caras como
referencia a la omisión de las imágenes. En la cara opuesta hay una puerta donde una
línea de luces verdes o una cruz de luces rojas indican al visitante si puede acceder o no
al interior de la estructura porque la intención es que el espectador asista a la proyección
desde el principio. En el interior hay una pantalla en la que se va proyectando un texto
que cuenta la historia de la fotografía que hizo Kevin Carter a una niña sudanesa
famélica acosada por un buitre.
Lo interesante es cómo Jarr señala al espectador que se siente amenazado por la
fotografía y entonces prefiere criticar al fotógrafo antes de mirar, de conocer el contexto,
de imaginar. Prefiere anular la fotografía antes de dejarse “tocar por ella”.
Quizás el problema con la emergencia de los Estudios Visuales no lo tiene el arte,
permeable y nómada como pocas formas de pensamiento. Quizás el problema se le
plantea a la Historia del Arte y a la Estética.

2. Un campo desbordado
Lo que nos interesa es el evidente desbordamiento de la circunscripción de lo que
tradicionalmente hemos entendido como Historia del Arte por parte de los llamados
Estudios Visuales, unos estudios que amplían el campo de sus objetos a la totalidad de
aquellos mediante los cuales se hace posible la transferencia social de conocimiento
promovido a través de canales en los que la visualidad constituye el soporte preferente de
comunicación. .
En estos estudios la condición básica es que no hay hechos de visualidad puros, sino
sólo actos de ver extremadamente complejos que son siempre el resultado de una
complicada e híbrida construcción cultural y que además incluyen todo el amplio

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repertorio de modos de hacer relacionados con el ver y el ser visto, el mirar y el ser
mirado, el vigilar y el ser vigilado, el producir imágenes y diseminarlas o el contemplarlas
y percibirlas, y la articulación de relaciones de poder, dominación, privilegio,
sometimiento, control que todo ello conlleva.
Bajo esta premisa José Luis Brea distingue dos escenarios para estos estudios. En el
primero es obligado el referente lacaniano y, en particular, el estudio de la constitución
del yo en su relación con la construcción de la mirada como estructura de relación
instituyente de yo en el encuentro con el/lo otro, con el otro y con el mundo.
Recordemos a Lacan. En el capítulo titulado De la mirada como objeto a minúscula de Los
cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis , el psicoanalista ofrece una descripción
del campo visual que se construye a partir del sujeto de la representación, la pantalla y
la mirada. Cada vez que el sujeto mira ve a través de la pantalla. La pantalla consiste en
las representaciones culturalmente dominantes que se encuentran en una cultura en un
momento determinado. Es por lo tanto un velo que, al mismo tiempo que nos “protege”,
nos impide llegar a lo real, siempre traumático. Pero ese velo puede rasgarse, aunque sea
un poco.
El segundo de los escenarios propuesto por José Luis Brea es el que analiza las imágenes
en referencia a los procesos de socialización, es decir, cómo las imágenes se dan al
mundo y cómo ellas registran de una manera inexorable el proceso de la construcción
identitaria en un ámbito socializado, comunitario. Es evidente que el referente mayor de
este escenario es el trabajo de Michel Foucault.

3. Historia y posiciones
Estos dos escenarios muestran diferentes modos de trabajo, no excluyentes sino
complementarios, a lo que han llegado los Estudios Visuales después de una breve
historia y una larga discusión.
En Una introducción a la cultura visual, uno de los libros pioneros sobre el tema, de
Nicholas Mirzoeff traza la historia de las tecnologías de la representación, desde la
cámara oscura del siglo XVI hasta el ordenador de finales del siglo XX. Su conclusión era
bastante contundente: el auge de los mass media globalizados y de las instituciones de
distribución de imágenes supone que el arte solamente se ocupa ahora de un lugar
limitado y básicamente insignificante dentro de la economía general de las
representaciones visuales. No sólo como resultado de las posibilidades que aportan las
nuevas tecnologías, sino también de la dependencia que el fetichismo de la mercancía
tenía respecto al espectáculo visual.
Algunos han visto los Estudios Visuales como una amenaza sustancial y han
reaccionado de forma defensiva; otros, por el contrario, les han dado la bienvenida como
un soplo de aire fresco que proporcione los mecanismos para una ruptura decisiva con
las prácticas restrictivas de la Historia del Arte.
La segunda, protagonizada por teóricos ansiosos por renovar las viejas disciplinas desde
fórmulas de interdisciplinariedad y liderada por teóricos culturales y sociólogos inscritos
en el movimiento académico de los Estudios Visuales dejaban atrás una Historia del Arte
entendida como un registro de obras maestras de elevado carácter estético, con el canon
de excelencia occidental, y atrás quedaba también una consideración de la obra como
mero reflejo del contexto social. Adiós al arte por el arte y adiós también a la historia
social del arte.
Trabajaban en una historia de las imágenes en la que lo que importaba era el significado
cultural. Estaban trabajando, entre otras, “las imágenes del arte” y quizás no las obras
de arte. Susan Bück-Morss se ocupará de explicar esto en su artículo Estudios Visuales e
imaginación global. Para Susan Bück-Morss la imagen surge cuando se desprende de su
contexto y este hecho será muy importante para la Historia del Arte porque la Historia
del Arte como disciplina tiene una fuerte deuda con la tecnología fotográfica largamente
ignorada por las historias fundacionales de la propia disciplina.
Al principio de la era moderna europea, la apreciación artística exigía viajar para visitar
los lugares del arte. Con la aparición de la fotografía todo esto cambió y la Historia del
Arte se estudia a través de las reproducciones fotográficas y de las diapositivas. La

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Historia del Arte, tal como se ha enseñado en muchas ocasiones separada de su objeto
de estudio, ha sido durante mucho tiempo un estudio visual de sus imágenes.
Y las imágenes son mediadoras entre las cosas y el pensamiento. Son percepciones
congeladas, proporcionan el marco para las ideas. Las imágenes, entonces, no son copias
del arte y no reemplazan a la experiencia artística, pero al ser herramientas de
pensamiento su potencial como productoras de valor exige su uso creativo.
Es decir, esas imágenes que flotan en google para todos (incluidas las de arte, fotografías
diferentes a la obra como objetos y que crean en consecuencia una experiencia diferente),
son materia de creatividad individual, materia al final para pensar.
Evidentemente Susan Bück-Morss se da cuenta de que las consecuencias políticas de
todo esto son muy relevantes. En el mundo-imagen globalizado los que tienen el poder
producen un código narrativo. La promiscuidad de la imagen permite fugas, en un
campo estético no contenido por la narración oficial del poder.
Los Estudios Visuales suponen un claro cuestionamiento al concepto de autonomía que
formulara Adorno. La defensa por parte de Adorno del arte elevado y la crítica a la
industria cultural le llevó a ver en la cultura popular una nueva forma de mercancía y a
formular la teoría de la negación.
Rosalind Krauss en Welcome to the Cultural Revolution, vio en el proyecto interdisciplinar
de los Estudios Visuales un síntoma de falta de disciplina en la Historia del Arte, un
episodio culturalmente desafortunado que en último término respondía a los intereses de
consumo del capitalismo tardío.
Hal Foster constataba el peligroso deslizamiento que suponía ampliar el territorio de la
autonomía del arte y de su espina dorsal, la historia, hacia lo visual y lo cultural. Según
Foster se podía encontrar un paralelismo entre los imperativos sociales y las asunciones
antropológicas, que explicarían el paso de la historia a la cultura, y lo imperativos
tecnológicos y las asunciones psicoanalíticas, que gobernarían el paso del arte a lo
visual. Y en este nuevo combinado, titulado Cultura Visual la imagen sería una
herramienta analítica que había situado el artefacto cultural en nuevas vías si bien a
costa de olvidar toda formulación histórica. Desde esta posición teórica, Foster vuelve a
defender una autonomía que debe entenderse como un antídoto a la alienación y al
fetichismo de la mercancía.
Van Alphen señala que no se plantea que no exista ninguna diferencia entre los objetos
populares y fabricados en serie y los tradicionalmente interpretados como Bellas Artes.
Es, simplemente, pensar que ambos pueden partir de los mismos temas y generar
preguntas semejantes, lo que en ambos casos transgrede el campo de sus singulares
genealogías.
La Historia del Arte puede tener que ver con los Estudios Visuales y Culturales si se
ocupa de las obras de arte como articulaciones históricas de cuestiones que no
pertenecen estrictamente al repertorio cosificado de las genealogías de la Historia del
Arte. Se impone un cambio metodológico, necesario para una Historia del Arte más
ambiciosa culturalmente. Pero lo importante es que porque el arte piensa, ha pensado
siempre, podemos pensar con sus obras y sus imágenes, quizás con más frescura y algo
más de ambición.

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