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En México, la perversidad permea todos los ámbitos, no sólo el burocrático o

administrativo. El miedo a los animales retrata esta condición y, más concisamente,


detalla la utopía romántica del oficio fallido del periodismo y del escritor, quizá del
arte y de la virtud en sí misma, al mismo tiempo que expone cómo se mueve el
Estado mexicano.
Por supuesto, ni el libro en sí mismo ni este escrito detallan nada novedoso que no
se lea y se escuche todos los días por todos los canales informativos. Podría servir
como un vano ejercicio de introspección, pues tampoco es una lectura moralizadora.
Muchos de los escritos latinoamericanos narran cronológicamente el fracaso del
sueño de ser escritor. Pero ¿qué hay después de la frustración, después de creer
falsamente que la poesía puede cambiar al mundo? La necesidad, la supervivencia,
la realidad de vivir en México, país agonizante que, como alguna vez aceptó cierto
spot televisivo del Gobierno de la República, es ‘un país con muchos países
pequeñitos’; el país de la violencia en Acapulco, el de la impunidad en la Ciudad de
México, el del huachicol en Puebla, el de la prostitución y la compraventa de mujeres
en Tlaxcala, el del narco en Monterrey, el de los olvidados en Chiapas, etcétera.
El miedo a los animales roza infinidad de temas, empezando por el de la corrupción
y el del (mal) ejercicio del poder; fundamentalmente, profundiza en el de la
perversidad. México es un país hundido en la corrupción, es cierto; pero es un país
permeado por la perversidad y el castigo.
Castigo viene del latin ‘castus’, palabra que evolucionó a la voz ‘casto’. Castigo es
‘hacer casto a alguien’. En México el castigo no funciona de la manera foucaultiana.
El castigo es una reprimenda violenta que nunca logra ‘hacer casto’ a quien lo
recibe; el castigo es un ejercicio impuesto, corrompe. La sociedad es la que
directamente recibe el castigo de vivir en México, por lo que la sociedad mexicana
es una sociedad, en su mayoría, corrompida.
Althusser habló el siglo pasado de ciertos Aparatos que controlarían la ideología de
las masas. Y tuvo fe ciega. Y creyó que el campo del humanismo podría orientar,
como lo hacía Sócrates, al otro por el camino de la virtud. En sí mismo el poder no
corrompe; el hambre, la necesidad, la ira, sí. La perversidad ya no es únicamente
un rasgo característico de quienes ejercen representan una figura de autoridad; la
perversidad es un rasgo que también adquieren los fracasados de conocimiento.
Se debe descartar, entonces, la premisa de que la perversidad reside
mayoritariamente en el individuo que no posee conocimiento, en aquel ‘mexicano
inofensivo’, en ‘el pueblo bueno y sabio’ que es capaz de ‘hacer de todo’ por unos
cuantos pesos (documentales, novelas y otras obras reafirman esta premisa con
vigor retórico); el sujeto instruido, aquel que sale de las universidades y que luchó
en algún momento por la utopía marxista de ‘las causas justas’, ya pervertido por el
yugo de la ira y la frustración, resulta un potencial peligro, pues posee todas las
herramientas (cognitivas y económicas) para castigar al otro.
Precisamente, la incertidumbre de no poder confiar en aquel que posee la virtud del
conocimiento y que debería obrar por el bien en sí mismo es lo que incita a los
medios comunicativos –Aparato Ideológico por excelencia y de gran influencia y fácil
acceso en la modernidad– a desinformar y malinformar. Ya no es un peligro de la
‘inestabilidad de masas’, como estimó Gustave Le Bon; la perversidad es un peligro
que inicia desde la individualidad, se incrementa y propaga a través de las masas.
Escribir puede servir para nada; confiar en la razón, esperar en el devenir puede ser
el único salto de fe para cruzar el precipicio de un país con un abismo inagotable.

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