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El rostro en el cine
,10 PAIDÓS
Barcelona • Buenos Aires • México
~1"
ISBN: 84-493-0478-4
Depósito legal: B-45.948/1997
,
-
-1 N A
Agradecimientos 11
Prólogo 13
1. A propósito de un rostro 17
La cuestión del rostro 17
Rostro y representación 21
El rostro captado por la fotografía 30
Cine: ¿Mehr Gesicht? 36
Epílogo 203
Bibliografía 209
la Juana de Arco de Dreyer. Más allá de treinta y tantos arios, en los que
se habían jugado tantas cosas en la historia del cine y en la historia del
mundo, aún era efectivamente posible un encuentro entre esos dos ros-
tros de mujer, con tal de que un empalme los uniese. La pasión de Juana
de Arco, que entonces se exhibía en una versión deteriorada, de sono-
rización pastosa, ya era el monumento imperecedero que ha llegado a
ser. Himno al alma, a la humanidad del alma humana —a pesar del
kitsch sulpiciano de los planos de vidrieras añadidos por Lo Duca—,
parecía creado para hacer visible, de una vez por todas, esa tremenda y
esencial desnudez del alma, del rostro del alma.
¿El alma tiene un rostro? Sí, responden los místicos, el del «hombre
interno», que vive después de la muerte. Su rostro, su cara, se convier-
ten entonces en una imagen, semejante «a su afección dominante o a su
Amor reinante» de la que ésta no es más que la forma exterior:
Rostro y representación
la idea de que una figura, una imagen pueda hacer las veces de divini-
dad, o de la persona del muerto (cada vez según un aspecto particular y
para cierto público). Pero, como todo momento de la historia humana,
éste se caracterizó por mirar hacia atrás, y no hacia adelante. Por eso la
imitación de la apariencia visible que supone la figuración se vivió co-
mo una crisis de la imagen en el sentido esencial, es decir, de la imagen
divina. Platón debía aún, mucho más tarde, manifestar claramente su
reticencia hacia la idea misma de figura de la divinidad, así como su
nostalgia de la forma antigua, más pura en cuanto más abiertamente in-
visible, de los símbolos divinos. Pero la verdadera naturaleza de esta
crisis se manifiesta mucho más claramente, para nosotros, en su repe-
tición dentro del cristianismo y del arte cristiano.
Desde el punto de vista intelectual, la Edad Media comenzaría con
Plotino, su retorno a las esencias platónicas y a sus tres hipóstasis (lo
Uno, el Intelecto, el Alma), modelo que los filósofos cristianos adapta-
rán sin demasiadas dificultades. En lo tocante a la imagen, este en-
cuentro se traduce en un acentuado retorno a la teoría de la imagen co-
mo expresión de una esencia, y, sólo a título accesorio, contingente,
como imitación de la apariencia. La representación del hombre cristia-
no se concibe así como expresión de la profundidad de la vida interior.
Luego deja de lado la búsqueda de una armonía de las proporciones del
cuerpo, a la que había llegado el arte griego, y se concentra, por el con-
trario, en la parte más interior de la apariencia exterior, en el rostro.
Simultáneamente, el concepto de imagen se ve casi de nuevo rede-
finido. Para Boecio, en el siglo vi, la imagen es una forma traspuesta en
la materia; su apariencia sensible es así importante, forma parte de su
definición, pero la imagen participa más de la forma que de la materia.
Progresivamente, esta definición se sutiliza, ampliándose y precisán-
dose a la vez la concepción que se hace de la materia de la imagen. La
luz se convierte rápidamente en una de las modalidades privilegiadas,
que será glorificada por el arte de las vidriera, evidentemente porque
la luz, aun siendo materia, está cerca de la esfera de las esencias (como
postulará de mamera más sistemática la «metafísica de la luz» de los fi-
lósofos árabes). Al mismo tiempo, el concepto de imagen se extrae de
Ia esfera de lo perceptivo, sin alcanzar por ello, como hará en los tiem-
pos modernos, lo psicológico-subjetivo, sino más bien adquiriendo un
estatuto «lógico» (Jean Wirth), filosófico.
La fórmula general, articulada por Hugues de Saint-Victor, es la de
la «similitud desemejante»: la imagen es desemejante de lo espiritual y
no obstante es una imagen legítima, se le parece por algún rasgo for-
mal. Lo visible y lo invisible se asimilan respectivamente de forma de-
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 23
br. La Faz de Cristo que está pintada ahí no es una representación, si-
no la reproducción idéntica de una imagen no hecha por la mano del
hombre, ofrecida directamente, milagrosamente, por Dios (el mandilón
del rey de Edesa, el Lienzo de la Verónica).
La justificación última del icono erístico era sin duda política, de
manera que, defendiendo su imagen, la Iglesia se defendía a sí misma
(z,cómo podría ser en este mundo imagen de Cristo si no hay imagen?),
pero esto no tiene importancia. Lo importante es que el rostro represen-
tado en todos los iconos y, más allá del icono, en todas las imágenes del
Occidente medieval, haya sido un rostro suprahumano, haya sido siem-
pre, en última instancia, el rostro de Dios. Este rostro no es tanto un ros-
tro como una Faz, se descompone en partes, observando cada una de
ellas cánones estrictos, aunque es como entidad inanalizable que equi-
vale a la idea de la parte divina que hay en lo humano. Este rostro es el
más allá del rostro. (Una película, Iván el terrible [Ivan grozny, 19451,
se dedicará a explorar este más allá, de manera que los rostros que, a
causa de la tematización opresora del complot, a menudo se han toma-
do por máscaras, están en este filme enteramente contaminados por la
presencia insistente, visual y espiritual, indistintamente, de la Faz divi-
na: en los muros y en los techos, en los sucesivos rostros de Iván, y más
profundamente en la mirada frontal de la cámara.)
En la era humanista, el rostro seguirá siendo representado algunas
veces de frente. Serán éstas unas imágenes bastante raras, tal vez hue-
llas de lo sobrenatural, de un resto alusivo de presencia de lo divino.
Pero muy pronto, este valor residual ya no será apreciable, ya que la re-
presentación del rostro se habrá vuelto representación individual; a lo
sumo el retrato de frente mantendrá un valor un poco más esencialista,
como si quisiera petrificar un poco, monumentalizar o solemnizar, li-
brar al sujeto retratado de su contingencia, de lo lastimoso de su exilio
humano, solamente humano.
Con respecto al perfil, evitado por el icono, se convertirá en otra
imagen privilegiada del rostro, la de las medallas, los retratos emble-
máticos o vexilares: una imagen numismática, que hace, a su vez y en
otro registro, en este caso terrestre, una abstracción (fiduciaria) del ros-
tro. Más tarde, el perfil será el de los contornos realizados con el fisio-
notrazo, el de las siluetas; los primeros sellos de correos reproducirán
este perfil de los soberanos. En los tiempos modernos el perfil es una
moneda de cambio, un símbolo de riqueza, de poder, de estatus social
o simplemente de aserción identitaria; ni siquiera el célebre, muy hu-
mano retrato de Jean le Bon escapa completamente a ello. Si el rostro
de frente es un retrato que se pretende sobrehumano, el rostro de perfil
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 25
Hay mucha gente, pero aún más rostros, porque cada persona tiene
varios. Algunos llevan un rostro durante años. Naturalmente éste se gas-
ta, se ensucia, revienta, se arruga, se da como unos guantes que se han
llevado de viaje [...1. Otras personas cambian de rostro con una rapidez
inquietante. Se prueban uno tras otro y los usan. Les parece que serán
para siempre, pero apenas han llegado a la cuarentena ya están en el úl-
timo [...]. No están acostumbrados a cuidar de los rostros: después de
ocho días el último está gastado, agujereado por algunas partes, fino co-
mo el papel, y además, poco a poco, aparece el forro, el no-rostro, y sa-
len con él a la calle.
Pero la mujer había caído completamente por sí misma, hacia delan-
te, sobre sus manos. [...1 Muy deprisa, muy violentamente, de forma que
su rostro quedó entre ellas. Podía verlo, ver su forma vaciada. Me costó
un esfuerzo inaudito no ir más allá de sus manos, no mirar lo que se le
había caído. Me estremecía al ver así un rostro por dentro, pero tenía aún
mucho más miedo de la cara desnuda, desollada, sin rostro.
(Los apuntes de Malte Laurids Brigge)
El retrato debe desdeñar las máscaras, los rostros sucesivos que Ril-
ke veía levantatarse como capas de cebolla, tiene que ver con el rostro
28 EL ROSTRO EN EL ClNE
que está bajo los otros y los fundamenta a la vez que fundamenta lo hu-
mano en el hombre.
que dan lugar a esquemas. Esto es, por ejemplo, lo que se ha dicho del
pintor Thomas Couture (el profesor de Manet):
práctica del estudio «del natural» haya tenido su lugar en ella, como se
sabe, desde el principio de los tiempos modernos). Más exactamente, la
pintura ya sólo puede imitarlo, en un incremento de la ficción del que
proporcionó muchos ejemplos la pintura francesa del XVIII. Vienen a la
memoria los brillantes análisis de Michel Fried acerca de las figuras de
la absorción y del olvido fingido del espectador en obras de Chardin, de
Greuze o de Fragonard, que muestran la implicación literalmente retor-
cida de una puesta en escena semejante, ya que para producir el equiva-
lente del documental es necesario incrementar la puesta en escena. Por
lo demás, Diderot venía a decir lo mismo al comentar, por ejemplo, su
propio retrato realizado por Louis-Michel Van Loo:
Pero desde el fin del siglo xix, se había consumado la inversión que,
por el contrario, hacía de la fotografía la técnica milagrosa capaz de lle-
gar de forma infalible a la verdad a través de la apariencia. Al fijar au-
tomática y fielmente esas apariencias, al ser, en suma, como más tarde
dijo muchas veces André Bazin, una huella de la realidad, la fotografía
creyó disponer de los medios más rápidos, más poderosos, más inme-
diatos para alcanzar la verdad.
Esto suponía olvidar que, para que una verdad se inscriba en una
imagen, es necesario que alguien la inscriba. Al hacer tanto hincapié en
la verdad fotográfica, se nos condenaba, pues, a buscar en ella la escri-
tura de Alguien: Dios, lo real, el mundo. La foto sólo es verídica en tan-
to se espera leer en ella la palabra escrita de una trascendencia, y esta
«autoridad» aceptada de la fotografía no es tal si no remite, precisa-
mente, a un «autor».
Esta misma dificultad la encontró Barthes en La cámara lúcida,
cuando tuvo que reafirmar a la vez su antigua fórmula sobre la natura-
leza de la fotografía (el noema de la fotografía es el «esto ha sido»: au-
toridad de la fotografía que confirma el ser, mejor, el haber-sido de lo
representado) y dejar paso a su sentimiento de que lo que da valor a la
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 35
en los que las relaciones son inestables. Para aplicar la razón de la sec-
ción aérea, la medida del fotógrafo no puede estar más que en su ojo.2
(1-lenri Cartier Bresson, 1953)
2. El reconocido fotógrafo francés juega con la expresión avoir le compas &ras I 'oeil,
que significa «tener buen ojo». (N. del t.)
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 37
fallo: hacer decir «Te quiero» a un hombre al que el sol quema los ojos,
y no saber sacar provecho de ello, contentándose con obtener «diecio-
cho imágenes durante el segundo que tardó en articularlo».
Deveny había bautizado su aparato como fonoscopio, para «recor-
dar su parentesco con el fonógrafo: uno permitía oír la voz, el otro la
dejaba ver sobre los labios». El «retrato animado», fotografía en movi-
miento de una voz, tocaba el punto sensible, articulaba uno de los pun-
tos implícitos importantes del retrato: ese hálito que sale de las bocas
abiertas de los retratos pintados de repente podía leerse corno palabra,
como voz. Para saberlo, para saber que el «retrato vivo» planteaba la
cuestion del retrato, hubiera sido preciso no ofuscarse tanto. Pero el ci-
ne no lo inventaron personas con una visión normal, sino miopes.
El efímero «retrato vivo» no tuvo continuidad alguna, se vio rápi-
damente desbordado por el cinematógrafo, por Lumière-Méliès, el do-
cumental y la fantasmagoría: no más retratos sino paisajes, la vida-tal-
como-es, y finalmente la ficción, nada más que la ficción. En una
historia del cine bloqueada rápidamente por las excesivas exigencias
de la industria, el retrato nunca llegó a ser un género, y todo lo que se
le acerca se mantuvo cuidadosamente en los márgenes de la industria,
en los peldaños de la historia. El Cinématon de Gérard Courant, con to-
da su capacidad inventiva alimentada por más de mil participantes, es
un indiscutible perfeccionamiento de los logros de Demeny. En él los
sujetos se presentan conscientemente como sujetos, se parecen, a veces
más de lo razonable. Sin embargo, la mayoría de las veces ese retrato
se conforma con el programa trazado por el título, es un retrato robot,
abiertamente calcado del vulgar fotomatón, y también de aquellos
otros retratos, también robots, que realizaba Warhol en su Factory en
los arios sesenta. Del mismo modo, los rostros célebres que se ven en
Gil/naces, o en Stars, del pintor Erró, a mediados de los arios sesenta,
sólo son retratos en un sentido muy paródico.
Si existe en alguna parte una eclosión del retrato animado, en el
fondo habría que buscarla en el inagotable tesoro del cine privado, aun-
que el cine de aficionado, como la fotografía de aficionado, está por de-
finición fuera de la historia del arte. Partiendo del factótum Demeny, el
retrato en movimiento se ha acomodado a los fines del interminable
bricolage de los aficionados: yo, usted, todos. Millones de retratos de
los que no hay nada que decir fuera del círculo familiar, por amplio que
sea éste.
¿Y el cine, el cine reconocido como arte? ¿Qué ha hecho del rostro?
A decir verdad, ha tenido que hacer mucho para saber cómo tratar el
rostro, porque en principio se preocupó de otras cosas. Tal vez por no
38 EL ROSTRO EN EL CINE
La circulación
41
Ahora bien, ¿por qué les parecen infalibles? Porque están verifica-
das. Porque ya las han experimentado mil, diez mil veces. Etiquetan y
clasifican entonaciones y mímicas ¡y se enorgullecen de haberlas «es-
tandarizado»!
Sacha Guitry, 1936
fra metafórica, sino que está demostrada por algunos rodajes «heroi-
cos» de Renoir, de Bresson). El oficio de actor, y también el de ese «di-
rector de actores» que es el realizador, se identifica ante todo con el ar-
te de la toma. Según una anécdota relatada por Mary Pickford:
(El final de Frenesí [Frenzy, 1972], con ese plano en el que el falso
culpable, manivela mortífera en mano, y el comisario de policía inter-
cambian una mirada cargada de diez significados en uno, en presencia
de un cadáver de mujer desnudo, desorbitado y grotesco, es una espe-
cie de apogeo cómico del efecto-K.)
Esta distinción entre «cambio» y «uso» es una caricatura, es evi-
dente. Sobre todo, como advirtió Jean Baudrillard, que la utilizó anta-
ño a propósito de los objetos sociales, es sesgada, ya que no puede es-
tablecerse más que desde el punto de vista ideológico dominante,
siempre el del valor de cambio. Por eso, desde el punto de vista del so-
noro, desde el punto de vista de los estándares cinematográficos que
están forzosamente más cerca del nuestro, un supuesto valor de uso del
rostro (mudo) no podrá ser más que una anomalía estética, una mons-
truosidad, como en el slapstick o en el expresionismo, en el mejor de
los casos un valor no delimitable y de empleo incierto, como la fotoge-
nia, o un suplemento perfectamente inofensivo, como el glamour.
ti
54 EL ROSTRO EN EL CINE
La boca habla...
¿Qué es un actor? Un cuerpo que se desplaza, que imita, que vale por
un personaje. Llegado el caso, en algunas variantes como el método Sta-
nislavski o el del Actors Studio, un ser que sufre, que expresa, que trata
de significar por todos los medios que vive, que es presa de emociones.
Un cuerpo, en toda su complejidad. Fuera del cine, el arte del actor to-
mará de vez en cuando, por haber prestado excesiva atención a ese cuer-
po, un cariz de ritual, de ascesis, de chamanismo, como en el teatro eu-
ropeo de finales de los arios sesenta, Grotowski, el Living Theatre.
El cine hablado, sin duda, tiene que ver con todos estos aspectos del
actor. Recordamos que, en el cine americano de los arios cincuenta-y-
cinco-sesenta, el Método (el del Actors Studio de Lee Strasberg) se
convirtió en una consigna, un dogma o un milagro; pero a menudo,
también, sus esfuerzos contorsionistas se entendieron como la prueba
de su impotencia para producir realmente cuerpos. Además, ninguna
estética práctica del cine se ha cimentado nunca sobre una considera-
ción real del cuerpo de los actores. Lo que caracteriza a todos los acto-
res de Hollywood —y también a sus actrices— es que su cuerpo, ágil,
bien adiestrado, bien alimentado, bien vestido también, pasa, la mayo-
ría de las veces, desapercibido, en un amable no man's lancl de la cor-
poreidad en el que se escabulle sabiamente intentando no llamar de-
masiado la atención.
El cuerpo del actor clásico está ahí en lugar de cualquier otro cuer-
po que el espectador quiera superponerle o sustituirle (el suyo, el de su
«raza», de su clase, de su tipo). Este valer-por no es ni inocente ni es-
pontáneo, se obtiene, por el contrario, mediante un trabajo considera-
ble, bien representado en el fondo por la fórmula del actor-árbol. Pero
lo esencial del trabajo del actor, lo esencial del trabajo estándar del ac-
tor de cine no está ahí, o no solamente ahí, sino en el rostro.
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 55
del rostro. La cuestión es, pues, la siguiente: el rostro por una parte, la
voz por otra, son las dos vías principales que me permiten acceder a la
humanidad del otro hombre. Ahora bien, ¿qué relación puede haber en-
tre un rostro y la voz de ese rostro (si se hace la pregunta desde el pun-
to de vista del cine, de la imagen), entre una voz y el rostro de esta voz
(si se hace desde el punto de vista de la radio, del sonoro)?
Éste será, sin lugar a dudas, el problema más importante del cine de
posguerra. Incluso en los filmes finalmente más artificiosos de la Nou-
velle Vague, que no tienen más que una herencia lejana del neorrealis-
mo, esta relación está prácticamente en el centro de la concepción del
trabajo del actor. La voz de Belmondo en Al final de la escapada (À
bout de souffle, 1959), voz infantil bastante ligera, irónica pero inse-
gura, templa su rostro de boxeador maltratado, mientras que la voz de
Jeanne Moreau en Jules y Jim (Ju'es et Jim, 1961), por el contrario,
confirma y aumenta la carga sexual de su rostro. Más recientemente,
esta preocupación se verá sistematizada, en un Straub por ejemplo, en
el que la relación rostro-voz se incluye en una dialéctica generalizada
del actor y del personaje.
Pero el rostro ordinario escamotea este problema. No es que los ac-
tores no tengan voz. Las prescripciones relativas a esta voz, por implí-
citas e inefables que hayan sido siempre en Hollywood, fueron también
excepcionalmente vigorosas, como supieron por propia experiencia
aquellas estrellas del mudo a las que las pruebas de voz devolvieron de
un día para otro a su origen teatral (como Jannings), al anonimato (co-
mo Pola Negri) o a la decadencia (como John Gilbert). La voz del ros-
tro ordinario debe, a la vez, estar marcada y no marcada: tener un tim-
bre reconocible, un ligero acento si se tercia, pero no ser demasiado
característica. Debe, pues, mantenerse prudentemente en una reducida
gama de timbres, de acentos, de tesituras. Pero, además, debe no con-
tradecir al rostro, ni comprometer su funcionalidad (Gilbert no purgó
tanto una voz de falsete, como se ha dicho, como una voz que no se
adaptaba a su mirada de seductor).
Las demostraciones, aquí, son casi demasiado simples, comenzando
por la observación, vulgar pero esencial, de que es el cine del rostro or-
dinario el que inventó el doblaje y la postsincronización. La invención,
sin duda, estuvo motivada por razones económicas y técnicas, ya que la
difusión de filmes en versión original creaba una intolerable Torre de
Babel y el sistema de versiones múltiples era costoso y complicado, por
lo que desde ese momento la lógica capitalista había de imponer el do-
blaje. Pero esta solución, elegante técnica y económicamente, es estéti-
camente criminal, y si la práctica del sonido directo no basta por sí mis-
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 57
ma para garantizar que una voz se corresponda bien con un rostro, la del
doblaje, con toda seguridad, lo impide.
El doblaje, en efecto, confirma la absoluta sumisión, si no de la voz
al rostro, al menos de la imagen vocal a la imagen a secas. La voz del
actor que dobla un cuerpo, un rostro, debe situarse obligatoriamente en
un registro imaginario que es el que define, siempre en referencia a los
ideales dominantes de la persona y de los tipos, la imagen de ese ros-
tro. La mayoría de las veces se propondrán como voces dobladoras vo-
ces en exceso neutras, que imitan a veces la tesitura, incluso el timbre
del actor doblado, pero evitando producir la más mínima impresión
personal, limitándose al grado cero de la voz. Gary Cooper, John Way-
ne y Robert Mitchum doblados al francés o al español tendrán, de for-
ma absurda, poco más o menos la misma voz.
Esto aún se aprecia mejor en la simple postsincronización, en la que
el actor «se dobla a sí mismo»: en efecto, se dobla y se desdobla, ofre-
ciendo unas veces su voz, otras su rostro, pero sin poder ofrecer los dos
simultáneamente y, por lo tanto, abriendo una brecha entre ambos, una
dehiscencia en la que siempre sufre la voz. De vez en cuando (pocas
veces), algunos cineastas se han esforzado en jugar con ella: en El sig-
no de la muerte (Grand Jeu, 1934), de Jacques Feyder, Marie Bell in-
terpreta dos papeles, y en uno está doblada por una voz «grave y ronca
[...] de manera que el malestar que embarga al protagonista al oír una
voz que no coincide completamente con el rostro del que emana se tra-
ducía en nuestro malestar ante el procedimiento» (Bardèche y Brasi-
llach). Pero está claro que, en este caso, es la diferencia de la voz con
el rostro, y no su conformidad, lo que se utiliza positivamente para
producir un efecto.
El doblaje implica una técnica, la del lipping (,cómo traducirlo:
«labiaje»?), o sea, una coincidencia lo más perfecta posible entre mo-
vimiento de labios y fonación, que significa a su vez que no es la voz la
que va primero, sino la palabra. Aunque la profundamente perversa
disconformidad de una voz y de un rostro puede ser a veces soportable,
uno nunca se habitúa a la desincronización del movimiento de los la-
bios. La boca habla: esto quiere decir que queremos que hable visible-
mente, que los ojos sean jueces de lo que escuchan los oídos. El lipping
fue inventado como técnica realista, pero es un intrumento de la mayor
irrealidad, ya que permite volver a unir una voz a un cuerpo.
El rostro hablante es, pues, el que ha dominado y casi acabado con
todos estos problemas. Su voz está sometida, canalizada: la palabra va
primero, y la boca debe acomodarse a ella, haciéndose ella misma dis-
creta. Por lo demás, existen excepciones a esta discreción, pero se to-
58 EL ROSTRO EN EL CINE
Más trivial todavía: el ojo está hecho para mirar, pero también para
ver. Quien dice «mirada» puede pensar también en el sujeto que mira,
y en lo que le aporta su mirada. No es en este sentido en el que el rostro
hablante utiliza sus ojos. Por el contrario, el ojo siempre debe desem-
peñar en él, como la boca, la función de un emisor-receptor: emite y re-
cibe comunicación. Todo Quai des brames (1938) está hecho para in-
ducir un intercambio de miradas, los ojos en los ojos («¿Sabes que
tiene unos bonitos ojos? —Bésame...»); todo el principio de Les visi-
teurs da soir (1942) se dedica a oponer la mirada fascinada de Marie
Déa sobre Alain Cuny a su incapacidad para mirar a los enanos defor-
mes presentados por el trovador.
El valor de cambio atribuido al rostro ordinario se manifiesta, así
pues, también a través de esto: el ojo no es un lugar de interioridad, si-
no el soporte y el origen visible de una vectorización, la de la mirada
concebida como pura funcionalidad. En esto, más aún que en razón de
su movilidad, se diferencia el rostro ordinario del cine del rostro pinta-
do. En efecto, la boca, móvil y parlante en uno, inmóvil y muda en el
otro, no es la misma en la pintura y en el cine; lugar de paso de la pala-
bra en este último, en la primera es un elemento expresivo importante,
y sólo el dibujo animado habría sido capaz de reconciliar estos dos va-
lores, especialmente en los personajes caricaturescos, animales antro-
pomórficos a lo Disney, personajes grotescos a lo Betty Boop o Pope-
ye. En cambio, el ojo desempeña en ambos una función comparable, la
de soporte y vector de la práctica, de la estrategia de las miradas.
Ahora bien, ¿qué mira la mirada representada? En la pintura y en el
cine clásicos, potencialmente, dos objetos: o bien otro personaje, otra
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 59
[...] un director es un señor que cuenta una historia con imágenes, igual
que un novelista escribe con palabras. Por ejemplo, observad cómo Bec-
ker cuenta en Fa/balas (1945) una escena de ruptura entre dos amantes.
La cámara pasa de un personaje a otro, se detiene, se pone de nuevo en
marcha, subraya un diálogo, evidencia un sentimiento. Una mirada, una
boca que se crispa, un parpadeo, una frente tensa. Es un lenguaje, una gra-
mática, una matemática maravillosamente sugestiva.
(Alexandre Astruc, 1945)
Ordinariedad de lo ordinario
1 Aquí, y en otras partes de este libro, se utilizan los términos «espectatorial» y «crea-
tonal» en el sentido que ha concedido a estos neologismos el Instituto de Filmología de
Étienne Souriau: respectivamente, «que reside subjetivamente en el espíritu del especta-
dor» y «radicado esencialmente en el pensamiento, sea individual, sea colectivo, de los
creadores del filme».
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 63
fuera más que para no confundir el rostro ordinario con un rostro me-
dio, por ejemplo.
Hubo un momento de la historia del cine en el que se puso de mani-
fiesto, más que en otros, un deseo de orden, de regularidad. Los arios
treinta y cuarenta, sobre todo los treinta, y en el cine americano en par-
ticular, fueron, dentro del lenguaje cinematográfico, los de la comuni-
cación, del intercambio de plano a plano y de rostro a rostro. La rapi-
dez de estos intercambios aumenta poco después de mediada la década
de los treinta: especialmente, la frecuencia de los raccords basados en
el cruce de miradas crece regularmente (de un veinte por ciento en 1920
hasta casi un cuarenta por ciento a principios de los arios cuarenta). Es-
tos datos en cifras significan, sin duda, mucho menos de lo que esperan
los estadísticos miopes, pero no obstante pueden confirmar ligeramen-
te lo que indica el análisis estilístico: el filme de los arios treinta está
compuesto de planos relativamente cortos, que se comunican entre
ellos abundantemente, por el juego de miradas cruzadas.
Todo esto no basta, o apenas basta, para representar un periodo,
un sistema. Incluso se podría afirmar que la década de los treinta no
es diferente del conjunto de la edad clásica del cine americano, ya
que no hace más que estimular un poco más ciertas tendencias ya pre-
sentes en el cine mudo, que perduran aún después de la guerra. Se
puede encontrar exagerada la tesis de David Bordwell, según la cual
de 1917 a 1960 no habría ninguna modificación capital en los princi-
pios esenciales del estilo clásico. Pero, indudablemente, algunos de
estos principios se han mantenido, y en todo caso, los que atañen a la
escenicificación (equilibrio, centramiento, frontalidad, ausencia de
primerísimos planos que autonomicen el rostro) y a la continuidad es-
pacio-temporal (mantenimiento del centramiento en el tiempo, siste-
ma de entradas y salidas, «regla de los 180 grados», etc.). Lo que ayu-
da a comprender el libro de Bordwell, Staiger y Thompson es por qué
los arios treinta tienen ese estatuto privilegiado. El marxismo de Stai-
ger juega aquí con ventaja, hace coincidir prosperidad del studio sys-
tem y prosperidad de la regularidad estilística: hubo regla, y estricta,
porque hubo división sociotécnica del trabajo; esta regla favoreció el
estilo continuo y escénico porque era el que permitía una división de
este tipo.
Hollywood ha sido verdaderamente el epítome de cine, también su
prototipo, para bien y para mal. Pero esto puede entenderse de dos mo-
dos: Hollywood, «la Meca del cine» (Cendrars) hacia la que se volvían
todos los cineastas mundiales, ha sido un modelo por la fuerza del mo-
delo capitalista; pero este modelo no salió de la nada, como tampoco se
64 EL ROSTRO EN EL CINE
generalizó por el mero poder de los dólares, sino que se constituyó co-
mo una herencia, una regla tradicional. El 'cine ordinario de Hollywood
y de otros lugares ha tratado el rostro como sólo él podía tratarlo, como
atributo de un sujeto libre e igual en derecho a todos los otros, pero que
debe siempre volver a poner en juego su libertad y su igualdad con-
frontándola con la de los otros sujetos libres e iguales. El rostro ordi-
nario del cine es también el de la democracia occidental, es decir, ameri-
cana y capitalista. Es uno de los rasgos del imperialismo, su ordinariedad
es un orden.
El rostro ordinario, estado ideológico de la representación del ros-
tro, no puede más que mentir sobre sí mismo, a menos que en eso se ha-
ga pasar por neutro, transparente, que lo haga todo para no ser visto.
Los críticos americanos de preguerra, en particular los de los arios
treinta, se mostraron, como ha señalado Bordwell, singularmente cie-
gos a todos los rasgos definitorios del estilo clásico. Se podría añadir
que fueron ciegos ante la transitividad de los rostros, y sobre todo ante
el hecho de que esta transitividad no es innata.
De hecho, sólo hubo teorías generales, que iban más allá del cine,
que partían de problemáticas bastante más amplias, de orden filosófico
y literario, por ejemplo. Hoy casi no tiene mérito distinguir esto: el ros-
tro ordinario del cine, forjado entre 1920 y 1940, y que sobrevive luego
con más o menos fortuna (hasta en la ciénaga de los telefilmes y otros
seriales melodramáticos), no llegó a ser concebible hasta después de
1940, y más bien en la posguerra. Ya que estamos redondeando, se po-
dría poner como origen del marco conceptual que será el del rostro co-
municante el libro de Sartre L'imaginaire (1940).
La noción sartriana de imaginario no es nueva, y además, se podrían
aplicar muchas de las observaciones de Sartre, indistintamente, al cine
hablado y al más simbolista de los filmes mudos. No obstante, si el ci-
ne mudo salía de una búsqueda de imágenes, el sonoro, en lo esencial,
abandonó ese mundo del símbolo y de la imagen para situarse en el
mundo de lo imaginario. La cuestión central para Sartre es saber si hay
conciencia de una presencia real (como en el arte perceptivo) o creen-
cia en una presencia imaginaria. Pero estos dos estados son dos estados
de conciencia más, y la reflexión de Sartre rechaza de antemano todas
las consideraciones sobre una «presencia mágica» del universo fílmi-
co, tan fuerte que «anularía el juicio». La creencia es un estado de con-
ciencia vinculado a la conciencia imaginaria (de la cual la «conciencia
fílmica» de J.-P. Meunier no es más que una variante).
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 65
O casi: si el rostro ordinario no sirviera para nada más que para co-
municar de la pantalla a la pantalla, su funcionamiento sería insoporta-
blemente abstracto. Ha habido, pues, que inventar algo que lo hiciera
más concreto, más carnal. Ese algo fue el glamour.
El glamour es hijo de la naturaleza mediática del cine, luego de la
necesidad que ha tenido de publicitar sus filmes. El cine primitivo ha-
cía esta publicidad con ampliaciones de fotogramas, que reproducían
escenas intrigantes o espectaculares de los filmes. Con motivo de la in-
vención de la estrella, debió aparecer un nuevo tipo de fotografía pu-
blicitaria, que reproducía un rostro. De hecho, se sabe que las cosas tar-
daron un poco más de tiempo en concretarse. La primera estrella fue
anónima, conocida en 1910 solamente como «The Biograph Girl» (su
nombre, Florence Lawrence, interesó más tarde a los historiadores).
Pero los primeros retratos de estrellas no se hicieron hasta los arios
veinte. Ahora bien, con la foto de la estrella aparece, o mejor, se difun-
de a escala masiva ese peculiar efecto que es el glamour.
Glamour quiere decir «encantamiento», en todos los sentidos, in-
cluido el más literal, y encanto (hipnótico) sería un equivalente bastan-
te exacto (es verdad que glamour es una bonita palabra, que casi rima
con amor). Lo cierto es que, a partir de 1920, se convirtió en un valor
inevitable en la fotografía, que tuvo sus ritos, sus procedimientos, sus
periodos. A un glamour «dulce», que daba a los rostros un aspecto so-
ñador, predominante durante los arios veinte, sucedió un estilo más di-
recto, más duro, más dramatizado y, hay que decirlo, más expresionis-
ta. Es este segundo período el que corresponde al reinado del rostro
ordinario en el cine. El rostro pierde en ese momento sus caracteres so-
ñadores, y adquiere, también en fotografía, un valor ya dramático, co-
municacional.
El glamoul; en primer lugar, se generaliza en el entorno del filme,
en la fotografía, en la publicidad. Refuerza el mito naciente de la estre-
lla; David Bordwell ha señalado que, a menudo, la foto con glanzour
produce máscaras, no rostros —es decir, tipos sociales y expresiones
estandarizadas—, y que, para reconocer el rostro bajo la máscara, hay
que conocer la identidad de la estrella. Pero el glamour es, sobre todo,
una sensualidad registrada en la foto, en la misma materia fotográfica,
como luz, como centelleo (glamour/glimmer), que aumenta y pone de
relieve la sensualidad de las materias fotografiadas, seda y satén, car-
ne, ojos lánguidos, bocas generosamente maquilladas. Esta sensuali-
dad, por otra parte, sólo es la de cierta fotografía, forzosamente en
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 67
Rostro primitivo
Para definir el rostro ordinario del cine, habría que comenzar por
circunscribirlo allá donde predomina, en la edad de oro clásica. Es pre-
ciso terminar por decir, al menos en líneas generales, de dónde provie-
ne, o mejor, a qué sucede.
Imaginad, pues, lo que se denomina el cine primitivo. Al cerrar los
ojos para evocarlo mejor, nacen en nosotros mil imágenes, que se con-
vierten en una sola, la de un movimiento. Mil pequeñas sacudidas (que
a veces no son sino las de las malas proyecciones, de la sombra pálida
del cine de los primeros tiempos), un hormigueo, unos ademanes. Imá-
genes de movimientos, acelerados, bruscos, imágenes de cuerpos-mo-
vimiento, habría que decir. Estos cuerpos se mueven deprisa, pero con
una infinita precisión, porque ni el movimiento ni su sentido deben de-
tenerse nunca. El cine primitivo es un perpetuum móvil. El movimien-
to alimenta su significación, al mismo tiempo que se nutre de ella.
Este cine arrastra todo en su zarabanda, los objetos, los vehículos,
los trajes, los pies y las manos, y, naturalmente, los rostros. Ya que no
tiene tiempo para detenerse, su tentación permanente, como también
apunta Hugo Münsterberg, es la exageración del gesto significante, del
gesto-signo —y de la mímica-signo—, favorecida por la velocidad y
también por el montaje. Este rostro no es nada más que signos. Tan
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 69
na! (lo que no está codificado debe forzarse para comprenderse). Si-
multáneamente, la cámara se acerca, se filma más en plano americano.
Más tarde, hacia 1913-1914 —todo va muy deprisa—, un estilo todavía
más renovado yuxtapone planos generales o planos americanos, con
utilización de una mímica que se ha vuelto más discreta (particular-
mente, por el progreso de la iluminación) y planos cortos en los que la
expresión natural del rostro es, sin duda, el vehículo del sentido.
Todo esto está muy bien, pero es insuficiente. Como siempre que se
trata de dar cuenta de la evolución estilística, la referencia a los facto-
res técnicos, sin duda justificada en parte, sigue siendo insuficiente.
Más convincente —a pesar de los también bastante conocidos incon-
venientes de la teoría de los grandes hombres— es la atribución de la
paternidad de este nuevo estilo a Griffith, o mejor, a su sistema. Mejo-
res actores, gracias a mejores salarios, una compañía estable, todo es-
to, sin duda, favoreció la atención hacia la interpretación en general, la
expresión del rostro en particular. Pero la propia Thompson señala que
Griffith «experimentó un método de interpretación centrado en el ros-
tro, el plano mantenido mientras se suceden una serie de expresiones».
Una descripción como ésta, desde luego, no apunta directamente hacia
ese rostro ordinario que iba a promover obstinadamente Hollywood.
Arte de la interpretación. Si el cine quería efectivamente alumbrar
un «arte de la interpretación», debía abandonar la pantomima:
73
Fotogenia
77
... y rostreidad
78
Rostros de niños
79
duo debe unirse siempre con lo que procede del tipo. El tipo puede ser
un empleo, un carácter, un signo de clase; todo esto se encontrará, po-
co después, casi tal cual, en la práctica de los cineastas soviéticos. Ba-
lázs añade, de un modo hoy extrañamente exótico, la raza (die Rasse):
la raza es a la personalidad lo que el tipo es al individuo.
Más tarde, este desdoblamiento tendrá otros nombres. Parecerá
oponer, aún conjuntándolos, ora el Es y el Ich, ora lo innato y lo adqui-
rido, ora el fatum y la voluntad, ora el destino y el alma. Balázs gira
constantemente alrededor de esta idea, la reviste de cien maneras, to-
mando elementos de todos los modelos posibles, de Freud a la Ges-
talttheorie, de Hebbel al trasfondo tradicional de las religiones occi-
dentales. De nuevo en otra parte, la metáfora se propondrá al fin
crudamente: el rostro es doble porque superpone una especie de más-
cara transparente a otro rostro más profundo, «luego» más verdadero.
Esta referencia implícita y quizás inconsciente al tras-rostro rilkeano
dice que lo que el rostro deja ver y esconde al mismo tiempo es lo que
hay debajo de él, lo invisible que él hace visible. El rostro provoca la
visión, es visión.
Si el rostro vale por dos rostros, superpuestos o fundidos uno en
otro, es igualmente múltiple en un sentido muy diferente, ya que es ca-
paz de expresar varios sentimientos a la vez. Hay, dice Balázs, una po-
lifonía del rostro, porque éste expresa «acordes» de sentimientos, en el
sentido musical de la palabra. Del mismo modo en que una música po-
lifónica sigue varios discursos, varias lineas simultáneamente, el rostro
cinematográfico puede decir varias cosas a la vez, ya que al actuar en
el espacio y en el tiempo no está condenado a la linealidad de una es-
critura. Varias líneas simultáneas: al menos la posibilidad de la doble
interpretación, como en ese filme en el que Jannings, debiendo encar-
nar a un simpático bandido, interpreta a la vez los dos términos, bandi-
do y simpático. (O más exactamente, bandido pero simpático, ya que
en el filme tomado como ejemplo por Balázs, el bandido finalmente re-
sulta ser bueno.)
Esta interpretación vale para cualquier filme un poco ambicioso,
incluso americano, y muchos filmes cuentan historias de personajes
dobles para permitir a sus actores desplegar un rostro bajo otro, pasar
incesantemente de uno a otro. Un actor como Lon Chaney («The Man
With A Thousand Faces»), en su breve carrera, hizo de esto una espe-
cialidad, y la mayoría de sus filmes lo presentan, al menos, desdoblán-
dose. En Maldad encubierta encarna a dos hermanos, «Blackbird», el
mirlo, bandido de los bajos fondos, y «Bishop», el obispo, beato defor-
me. En el transcurso del filme, se sabrá que los dos personajes no son
86 EL ROSTRO EN EL CINE
Photogénie a una de sus obras (1920), nunca supo definirla más que con
rodeos:
Y como esta definición amenaza con ser todavía poco firme, ense-
guida se aúna a la primera tesis, la de la movilidad:
Ahora digo: sólo los aspectos móviles del mundo, de las cosas y de
las almas pueden ver su valor moral aumentado por la reproducción ci-
negráfica.
Sería posible que no fuese un arte, sino otra cosa, pero mejor. Lo que
lo distingue es que a través del cuerpo registra el pensamiento. Lo am-
plifica e incluso a veces lo crea donde no estaba.
O bien tiene relación con el alma, a veces, al fin, con el Ser mismo,
con la vida. Es «animista», «elimina las barreras entre lo muerto y lo
vivo», «convierte una naturaleza muerta en una naturaleza viva» , es
«místico», tiene su filosofía.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 95
¿Qué afirma en el fondo esta concepción del cine? Antes que nada,
que la fotogenia es un valor que concierne al psiquismo, vertiente psi-
cológica y vertiente moral. A continuación, que este valor es el resul-
tado de un rendimiento, de un añadido que produce la representación
cinematográfica, la cinematografización: el cine aumenta lo que filma
del mismo modo en que el pensamiento aumenta aquello sobre lo que
reflexiona. Éste es el sentido de la «inteligencia» atribuida a la máqui-
na, también producida por un instrumento privilegiado, el aumento.
Aumento, ampliación espacial del primer plano, además, aumento, am-
pliación temporal de la Zeitlupe, del ralentí. Al igual que Balázs, y aún
más claramente gracias a la metáfora de la máquina, Epstein contem-
pla la operación de amplificación como esencial al primer plano, así
pues como motor mismo de la máquina-cine. El cine es una máquina
de aumentar, de amplificar, pero como aumenta y amplifica el pensa-
miento.
Este tema de la amplificación es tan importante que llega a menudo
a disociarse incluso de toda limitación de la fotogenia en un rostro. Los
filmes de Epstein —que no hay que confundir con sus escritos, pero
que a pesar de todo son complementarios— hablan naturalmente de
una fotogenia animal, de una fotogenia de la tierra, del agua, sobre to-
do del agua, su tema favorito. En La chute de la maison Usher, el mun-
do animal, y más aún el mundo vegetal y el elemento acuoso, son ob-
jeto de secuencias enteras, organizadas en torno a motivos: el
intrincado entrelazado vegetal, el agua estancada recorrida por un leve
chapoteo, el paisaje brumoso; más tarde, la pareja de sapos y el miste-
rioso búho luminiscente. Esta organización en motivos prevalece sobre
todo deseo de verosimilitud, y es más sencillo establecer relaciones en-
tre el agua, las ramas enmarañadas, el barro de los planos iniciales (lle-
gada del amigo a la posada) y los planos de la naturaleza que dan ca-
dencia al entierro, por ejemplo, que reconstruir mentalmente un
panorama coherente de las inmediaciones del castillo. De una forma
aún más evidente, la protagonista de La Belle Nivernaise (1924) es el
agua centelleante del canal, y no los insulsos jóvenes cuya historia
cuenta el filme.
Al lado de estos efectos, en los que la fotogenia se reúne confusa-
mente con la música, el empeño del cineasta Epstein por filmar rostros
parece más forzado. El efecto del pensamiento-cine, del cine como
pensamiento, sobre un rostro, tendría que ser la revelación de aspectos
desconocidos, inéditos, invisibles de ese rostro, es decir, la visión de
los afectos, del espíritu, del alma, pero eso apenas se manifiesta en sus
filmes. Es cierto que el cine es «un psico-análisis foto-eléctrico», pero
96 EL ROSTRO EN EL CINE
para que esta fórmula de 1946 no sea una simple acumulación gongori-
na de los vocablos del siglo, habría que saber lo que se desea analizar.
El discurso de la fotogenia, que habla tanto de psicología, no suple, sin
embargo, un pensamiento plausible del actor. No es una casualidad que
sea en un ámbito completamente diferente, en un cineasta muy poco
preocupado por la teoría, obstinado, por el contrario, en hacer circular,
rápida e incesantemente, el afecto en los filmes, donde se descubran,
con Faces (John Cassavetes), rostros en primer plano que conjugan el
movimiento y la revelación sin transferirlos nunca al haber de una in-
teligencia «maquínica» (sino, por el contrario, siempre al haber de la
emocionalidad del cineasta y de sus actores).
hombre», una naturaleza tanto más natural cuanto que no es la que ve-
mos en nuestra vida normal (y nos acordarnos de que Asta Nielsen es
elogiada, particularmente, por su virtud infantil, que la hace inocente y
la justifica, la hace justa).
En suma, este papel de exemphun que se le atribuye significaría lo
siguiente: la visión en primer plano, visión aumentada, es también una
visión de lo que es «grueso», evidente, simple, «unívoco». El efecto
primer-plano es contradictorio: prende, sobre los rostros, lo complica-
do, lo maléfico, para soñar mejor con lo simple, lo idflico, con el buen
salvaje.
Tal vez sea que la esencia misma de este efecto no reside ni en lo
uno ni en lo otro, ni en la relación totalitaria y a veces un poco terroris-
ta con el espectador, ni en la tentación de ver el mundo corno colección
de cosas unívocas. Tal vez lo esencial del efecto primer-plano sea lo
más indefinible, lo que tiende a la producción de un encanto, con toda
la preciosa ambigüedad del término.
El germanófono Balázs tuvo la ventaja de disponer de un término
para denominar ese encanto. Stimmung es una palabra mágica, todavía
más mágica que «fisonomía». La experiencia fisonómica incumbe,
más o menos lejanamente, a toda la cultura occidental, y es bien cono-
cido que la Stimmung sólo es comprensible en terreno alemán. Por tan-
to, la palabra es intraducible, y ni «talante», ni «atmósfera», ni «armo-
nía» desprenden todo su aroma. No tiene importancia, la Stinunung
existe al menos desde el Romanticismo, que popularizó y quizás in-
ventó esta -loción. Es, en primer lugar, la que difunde, a partir de una
fuente, una especie de irradiación invisible, aurática, etérea. Si esta
irradiación es intensa, se extenderá con facilidad, contaminará los ob-
jetos cercanos, y se asentará progresivamente sobre todo el espacio. La
Stimmung es contagiosa, pues el término procede también de stimmen,
estar en concordancia. El primer plano, saturado por la Stimmung, am-
plifica su resonancia y vibra con una cualidad única, intensa.
En un capítulo de La imagen-movimiento, Gilles Deleuze señala
dos polos de la presencia del rostro en el cine mudo, que denomina res-
pectivamente «rostro reflexivo» y «rostro intensivo». Sería burdo ver
en esta división un calco de la oposición entre un rostro-primitivo (en
vías de normalización, de ordinarización) fundamentado en el sentido
y el intercambio, y un rostro-mudo fundamentado en la presencia y la
contemplación. (El mismo Deleuze en modo alguno basa así su distin-
ción, ya que mete en un mismo saco todos los rostros anteriores al so-
noro, griffithianos, primitivos, teatrales, fotogénicos). La división en-
tre reflexivo e intensivo se realiza según otras líneas de fuerza.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 99
Se sabe que el primer plano ha sido, por otro lado, el estímulo teó-
rico genérico de toda una filiación, de una familia de teóricos, para los
que fue el instrumento, y el emblema a la vez, de una concepción «he-
terológica» (Pascal Bonitzer) del cine. Entre Balázs y esta concepción,
hay líneas paralelas, y también unas cuantas pasarelas. El primer pla-
no, para uno y otros, es un factor de proximidad perceptiva y psíquica,
se merece plenamente su nombre (Eisenstein: «Mi primera impresión
consciente fue un primer plano»). También es, tal como se acaba de
describir, operador de totalización, que se desliza fácilmente hacia el
totalitarismo (otra vez Eisenstein: «Una cucaracha filmada en primer
plano parece más temible que una manada de elefantes en plano gene-
ral»).
Pero un enorme obstáculo les separa: aquellos nunca buscan, muy
al contrario, la unidad fisonónaica que fundamenta la sensibilidad ba-
lázsiana. Para ellos, el primer plano es un instrumento de desmembra-
miento, como en esa pesada ensoñación postetílica que cuenta Eisens-
tein:
bordadas sobre el cuello de una camisa rusa, o la visión lejana del pue-
blo, engullido poco a poco por la oscuridad y después, de nuevo, au-
mentado desmesuradamente, la borla azul de un ceñidor de seda apre-
tando un talle, o un colgante prendido en un bucle de cabello, o una
mejilla roja...
fico refleja la del personaje; más aún, «tenemos la impresión de ver di-
rectamente la emoción misma». Vibramos con los rostros representa-
dos, en el corazón mismo de esos rostros; el cine es esa vibración.
El mismo tema se encuentra de una manera más evidente, tras la
guerra, en Edgar Morin, que hará del cine el ámbito del hombre imagi-
nario: el hombre visible de Balázs, revisado e «imaginarizado» a través
de la fenomenología y la filmología. Morin, sensible al poder «psico-
analítico» del cine, hace suya de buen grado la idea de Epstein de que
el cine convierte lo que representa a la vez en lo mismo y en otra cosa
(por eso no se interesa por la autoscopia, o bien, filmado, posa). Para
él, todavía, el cine, vía primer plano, es lo que hace descubrir el rostro
y permite leer en él. Ahora bien, impecable silogismo, el rostro es el es-
pejo del alma, que es el espejo del mundo: lo que ve el primer plano es,
pues, más aún que el alma, el mundo en la raíz del alma.
Morin dice, conciliando así a Epstein y Balázs, que hay transferen-
cias continuas entre microcosmos y macrocosmos, rostro y paisaje, ob-
jetos antropomorfizados y rostros cosmomorfizados. El rostro tiene un
alma, los objetos tienen un alma (como demuestran, sin distinción, los
filmes de objetos de los años veinte), el cine, por fin, tiene un alma. Pe-
ro este exceso de alma no le gusta apenas a Morin, que recupera a Eps-
tein para invertir su axiología: si el mundo visto en el cine es/tiene al-
ma, es falso, como el alma. «Qué es el alma: los procesos psíquicos en
su materialidad naciente o su residualidad decadente.» El cine no nos
muestra, pues, finalmente más que a nosotros mismos, y aun así en
nuestras regiones más inciertas. Lo que proyectamos sobre la pantalla,
o, lo que es lo mismo, lo que nos proyecta sobre la pantalla, es del al-
ma, ahora y siempre, y a fin de cuentas, toda esa alma, de la que el cine
y nuestra época en general están «embadurnadas», no nos deja ver...
El mismo poder, exactamente, se concede al filme, al primer plano,
pero con conclusiones opuestas. Sin duda, al llegar después del neorrea-
lismo, después de la guerra, al llegar al mismo tiempo que Bazin, Mo-
rin ya no puede ver como un valor positivo el «irrealismo» preconiza-
do por Epstein, corno tampoco puede contentarse con aceptar tal cual
una «revelación» («revelación», se dice también, particularmente en
1950, «apocalipsis»). El libro de Morin, afectado por su mismo desfa-
se, confirma esta paradoja del primer plano, del rostro-mudo: deseo de
realismo y de irrealismo a la vez, deseo de ver al hombre y deseo de su
imagen a la vez, deseo de contemplar la incontemplable movilidad, de-
seo de detener el tiempo y, a la vez, de dejarlo correr.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 105
Inflexiones de la voz:
el grito, el canto
Rostros en la multitud
El deseo de durar
como Luna nueva (His Girl Friday, Hawks, 1940) o La carta (The Let-
ter, Wyler, 1949) son tanto más significativos en este aspecto en cuan-
to, por otro lado, no utilizan ninguna nueva disposición de los actores,
no establecen ninguna novedad técnica. Esta dilatación se hará más es-
pectacular, y será más comentada, cuando, a partir de 1940, se sume a
algunas modificaciones de la propia puesta en escena, con el uso de fo-
cales cortas —Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), El cuarto man-
damiento (The Magnificent Ambersons, 1942), La loba (The Little Fo-
xes, 1941)—, y sobre todo de cámaras móviles, que serán la mayor
preocupación del decenio. En 1945, Minnelli utiliza «por primera vez»
una grúa en un filme que no es una comedia musical, The Clock (en el
que los planos son muy largos). Entre 1946 y 1948 se inventan varios
modelos de crab dolly, esa pequeña plataforma rodante muy manejable
y poco aparatosa cuya marcha de «lado» le permite atravesar las puer-
tas o meterse por los rincones: Hitchcock hará un gran uso de ella en La
soga (The Rope, 1948) y Atormentada (Under Capricom, 1949).
Pero fuera de estos casos especiales y célebres, la movilidad de la
cámara es una tendencia verificada por muchos filmes de esos arios,
que culminará y concluirá con la generalización del zoom, después de
1960. El zoom aparece en 1949, pero sólo se popularizará su uso cinco
arios más tarde (gracias a Aldrich). El primer objetivo variable de bue-
na calidad, el Pancinor de SOM-Berthiot, lo utilizará ampliamente el
inagotable Rossellini, para Fugitivos en la noche (Era notte a Roma) y
¡Viva Italia! (Viva l'Italia!), en 1960. Después predominará el Angé-
nieux, que llegará a su punto álgido con el Lelouch zoomaníaco de Un
hombre y una mujer (Une homme et une femme, 1966), filme que in-
troduce en Hollywood una moda rápidamente agotada.
Todas estas modificaciones, a pesar de estar escalonadas en el
tiempo, no forman más que una: en todos los casos se trata de añadir
tiempo y movilidad al espacio, de captar éste con una duración, de no
remitirse ya a la exploración analítica típica de la edad de oro clásica.
Con esta duración concedida al espacio, cambia un poco el estatuto
del rostro, incluso en el cine narrativo convencional. El intercambio,
contenido en la duración del plano, se manifiesta de manera diferen-
te, y en menor cantidad, ya que la práctica de la mirada ya no se rei-
tera sistemáticamente por el sistema fuera de campo + corte. El reen-
cuadre —con el zo'om o la dolly, es indiferente— permite seguir al
rostro por sí mismo, enfocarlo para extraer bruscamente algo de él.
La duración de los planos permite mantener algunos tiempos muer-
tos, ya no someter al rostro, a cada segundo, a la férrea ley de la co-
municación.
118 EL ROSTRO EN EL CINE
El desquite de lo real
Es un lugar común decir que los realismos de los años cuarenta fue-
ron más prosaicos porque se enfrentaban a una realidad demasiado ne-
gra como para que precisase ensombrecerse aún más. Pero la diferen-
cia más notable es que aquellos realismos no se producen en el vacío,
como imitaciones lejanas de movimientos extracinematográficos. El
movimiento realista, en el cine de posguerra, es más crítico que fílmi-
co, va acompañado de garantes intelectuales, ideológicos, filosóficos.
La ideología realista más destacada, nacida con forceps en la ante-
guerra, y que, hasta ese momento, seguía siendo discreta en la Europa
occidental, parece prometer aún en1950 una buena carrera. El realismo
socialista, dogma para unos, será combatido por otros, que sólo ven en
él regresión contenutista. En Francia, pintura y poesía, en las que mili-
tan muchos compañeros de viaje del PCF, debatirán con aspereza du-
rante varias temporadas sobre sus verdades y sus mentiras. Pero este
debate concernirá poco al cine. El modelo soviético de realismo socia-
lista, el único que existió en cine, seguía teniendo poca difusión. Ade-
más, no había ninguna «abstracción», ningún «formalismo» cinemato-
gráfico a los que se pudiera oponer eficazmente. Las querellas se
vieron, pues, desplazadas al campo minado del «contenido de clase» de
los filmes, y la guerra fría hizo doblar las campanas por toda discusión
seria.
Por encima de todo, el terreno se vio rápidamente ocupado por otro
realismo, más atractivo. Umberto Barbaro, el crítico marxista italiano
defensor del realismo socialista, lo abandona en cuanto habla de cine.
Este incondicional del realismo plantea este silogismo (en 1951): el ci-
ne es un arte, ahora bien, si «arte = realismo», entonces el realismo no
es una tendencia, sino la estética misma del cine, una estética por lo de-
más harto idealista:
Y ya que no se puede penetrar y conocer la realidad por fragmentos
(lo que llevaría al naturalismo: ¡tranche de vie! [en francés en el texto]),
se hará arte sólo partiendo de una idea, y será la presencia de esta idea,
de esta concepción del mundo, la que califique los frutos de la fantasía
humana como artísticos o menos artísticos.
Bazin y él, algunos críticos como Éric Rohmer, Jean Douchet y Serge
Daney ya habían modificado la idea misma, en torno a la tesis de un
documentalismo fundamental del cine. Hoy casi se ha olvidado que ya
se había propuesto de forma literal en un breve ensayo de 1944, de Re-
né Barjavel, en el que se puede leer: «Un filme dramático [...1 es siem-
pre un documental».
El ensayo de Barjavel no era desconocido por Bazin, y el cinema to-
tal del primero tendría eco dos arios más tarde (1946) en su artículo de
la revista Critique «Le mythe du cinéma total». Este «cine total» es un
futurible del que se cumplieron la mayoría de los elementos hacia1970:
color, relieve, difusión hertziana, estesias varias. Sin recoger los deta-
lles concretos (a menudo sorprendentes por su precisión anticipadora)
de su antecesor, sin, por lo demás, nombrarlo nunca (era sospechoso
por su actitud durante la Ocupación), Bazin está de acuerdo con él al
pensar que ese «cine total» será la actualización de un sueño inmemo-
rial, el sueño de la reduplicación perfecta del mundo (de las aparien-
cias), y que si es arte, será arte de la formación de lo real, que, según
apuntan, el mero progreso técnico será incapaz de garantizar.
Este realismo es absoluto. Va mucho más allá de las oposiciones mo-
mentáneas entre realismos locales, todos descendientes lejanos de las
ideologías estéticas, literarias y pictóricas de la segunda mitad del siglo
xtx. Pero si el cine llega a ser un fantasma, casi una magia que aumenta
Ias apariencias ad libitum, ¿qué ocurre con el hombre del cine, qué ocu-
rre con su rostro? ¿Cómo acepta esta magia la dictadura de lo humano?
El rostro humano
Michel Chion, que cita estas frases de Hitchcock, habla a este res-
pecto de «vococentrismo»:
En el cine «tal como es», para los espectadores «tal como son», no
hay sonidos y, entre ellos, la voz humana. Están las voces y todo lo de-
más. Dicho de otro modo, en cualquier magma sonoro, la presencia de
una voz humana jerarquiza la percepción en torno a ella.
La boca, los labios, sí: pero como indicios de una corporeidad pro-
funda, los pulmones, el corazón (el corazón-ritmo, pero además, cómo
dudar de ello, el corazón centro de las pasiones, del alma).
Esta conformidad también es, más intensamente, el problema de
la imagen vocal. ¿Cómo representar la imagen de una voz? Hay casi
una contradicción en los términos, entre lo que es del cuerpo y de la
presencia —la voz— y lo que es de la vista y del parecer —la ima-
gen—. La imagen vocal se comprende espontáneamente como resul-
tante del misterio de la presencia humana, de una encarnación. De
nuevo Bresson:
1. Banda de frecuencias que un dispositivo o aparato deja pasar sin producir ninguna
atenuación apreciable. (N. del t.)
130 EL ROSTRO EN EL CINE
na. Para este tratamiento del rostro, no hay mejor término que retrato.
Ahora bien, a pesar de la abundancia de filmes de los que la crítica ha
tenido la impresión de que eran retratos (de la estrella, del director, de
la época), no es tan evidente hablar de retrato en el cine.
Para delimitar, en el cine, lo que podría ser el retrato de una manera
diferente a la imprecisión de la aproximación metafórica, lo más opor-
tuno sería examinar uno a uno los rasgos definitorios del género del re-
trato ahí donde nació y donde lo encontramos, en la pintura. Referen-
cia al individuo, descripción acompañada de mostración, expresividad
sostenida por un deseo de veracidad, condiciones vinculadas al dispo-
sitivo retratístico (diegetización, mirada, singularización): esta sencilla
lista ya pone de manifiesto una división entre criterios más externos,
independientemente de su importancia —las condiciones de la puesta
en escena—, y una perpectiva esencial que sería, por el contrario, el
más definitorio de los rasgos definitorios.
Es interesante considerar criterios formales, pero tal vez no lleven
muy lejos. ¿Cómo, desde qué punto de vista, a qué distancia, con qué
relación con el entorno circundante, con qué constreñimientos o con
qué libertades en el uso de las miradas recíprocas, se filma el rostro hu-
mano? Ésta sería poco más o menos la pregunta infinitamente subdivi-
dida que sugeriría el paralelismo con el retrato pintado. Ahora bien, la
variedad de soluciones cinematográficas a estas cuestiones es tan am-
plia, estas mismas cuestiones están tan cerca de las que definen la pues-
ta en escena del cine en general, que es muy dudoso que se logre deli-
mitar así, en los filmes, los momentos del retrato; a fortiori, que se
logre determinar qué filmes contienen retratos.
El plano de Bellísima que muestra a Anna Magnani y a la niña mi-
rando juntas la prueba que esta última ha efectuado podría, extraído de
la banda fílmica, enmarcarse ventajosamente como retrato. Su ilumi-
nación contrastada, que reparte significativamente la sombra entre los
dos rostros unidos, la intensidad de la mirada al frente, el aspecto pre-
ocupado y afligido del adulto, el aire ausente y despreocupado del ni-
ño, compondrían uno de esos retratos donde el sujeto dice a la vez un
poco de su persona social y mucho de su verdad subjetiva (en unas pro-
porciones inversas a las de la foto Harcourt analizada por Barthes). Sin
embargo, este plano no aparece así en el filme, al menos no únicamen-
te así. Aflicción y despreocupación, por ejemplo, actúan una en rela-
ción a la otra (este plano subraya decisivamente la relación enrarecida
que se ha establecido entre los dos personajes: el aire retraído de la ni-
ña es la respuesta, negativa, ofrecida al fin a las maquinaciones de la ma-
dre), pero también en relación a lo que ocurre entre la pantalla de la
EL HOMBRE RETRATO 133
Tened por entero en los ojos, en la mente, la cara que queréis repre-
sentar, que la ejecución no sea más que el cumplimiento de esta imagen
ya poseída y preconcebida.
134 EL ROSTRO EN EL CINE
Lo que está «en los ojos» es lo que sale del espíritu; son conocidas,
por otra parte, las crisis de llanto y de furia que sufría Ingres ante sus
modelos, en tanto no podía llegar a hacer corresponder uno con otro.
Pero la coincidencia se producía, aunque sólo fuese en el tiempo de una
exhalación, y enseguida el retrato estaba casi hecho (es la conocida
anécdota contada por Monsieur Bertin, ante el que Ingres había llorado
y gemido mucho, y que un día, habiendo adoptado por casualidad la
postura que sería la de su retrato, vio al pintor abalanzarse sobre él y
decirle: «Venid mañana, vuestro retrato está hecho»).
El retrato de Monsieur Bertin es de 1832, y la fotografía ya está en
ciernes.
Igual que un cazador, el fotógrafo [...] no dispone más que de un ins-
tante. Necesita acechar a su presa para captar con un disparo la expre-
sión reveladora. Conseguida la foto, desaparece. [...] El cometido de un
buen retratista es serei instrumento sensible gracias al cual se revela una
personalidad.
Posludio
141
dos lloran, pero ningún gesto de la cámara recoge esas lágrimas, como
en Cassavetes.
El texto, en su rigor, es la base de varios filmes de esos arios. En
Othon, de Straub-Huillet, la obra de Corneille impone de entrada su
presencia. En el segundo plano, Othon habla muy deprisa; nada permi-
te olvidar que recita, pero no se le ve, sólo se ve la circulación de los
automóviles más abajo del Palatino. En el tercer plano, está presente en
la imagen, con su confidente, aunque de espaldas, iluminado por re-
flectores, y las voces llevan el texto a través de los cuerpos. En el quin-
to plano, el rostro está de perfíl, muy ceñido por el encuadre, que le si-
gue mientras que el actor anda. Etcétera. Siempre prima el texto, y
cuando se muestran los rostros, éstos no expresan nada: exhiben el tex-
to. Este rígido principio no impide, por otra parte, la variedad, como se
aprecia en la propia Othon, en la que los rostros son otras tantas tabli-
llas hechas con ceras diferentes. Del mismo modo, ese principio em-
pleado en otras obras operará con arreglo a formas diferentes, como en
Jaime le soleil (1971), de Marguerite Duras, filme en el que la dicción
es, por el contrario, uniformemente lenta, obsesiva, pero en el que los
rostros también se observan fijamente, abandonados presa del esfuer-
zo de declamar el texto (cada uno de esos rostros de actores de teatro se
vuelve entonces una máscara).
En este abandono progresivo de la humanidad manifiesta del rostro,
los buenos viejos tiempos del cine clásico se han perdido para siempre.
¿Qué malos nuevos tiempos deberá afrontar, entonces, el rostro cine-
matográfico?
145
El rostro exaltado
147
...y vaciado
148
La máscara:
la muerte,
Nosferatu, el vampiro, de F. W. Murnau el terror
149
El rostro descompuesto:
151
... el agotamiento
152
La reificación
2 El autor juega a lo largo del texto con la palabra défdite que, en su sentido clásico,
significa derrota o fracaso, pero que aplicada al rostro también significa «descompuesto»
en sus dos acepciones. (N. del t.)
160 EL ROSTRO EN EL CINE
la jungla abigarrada del salón del Hôtel des Bains. Nada de efectos-
zoom, sino, por el contrario, un trabajo muy tranquilo, insidioso, que
pierde al espectador en la profusión del detalle todavía con más seguri-
dad que Ophuls. O mejor dicho, perdiéndolo sólo para hacerle encon-
trarse más fácilmente con el rostro, ya enfermo bajo la lisura del traje,
de Aschenbach. El filme termina con unos planos fijos sobre un rostro
totalmente descompuesto, caricaturescamente destrozado, a la vez ma-
quillado en exceso (el plano en la peluquería en el que Aschenbach, de
repente, con el pelo pegado y oscurecido, el rostro emblanquecido, está
entre la máscara nô y el luchador de sumo) y chorreante (la escena final,
el diluvio, la peste). Visconti repetirá posteriormente, sin llegar a inten-
sificarlo, pero haciéndolo cada vez más grosero, cada vez más obsceno,
el mismo efecto de mortificación de la carne del rostro (mortificar, dar
muerte, es también, en francés, el término culinario que designa el su-
plicio de la carne de venado que se hace adobar, durante largo tiempo,
en alcohol y plantas aromáticas, para que se deshaga). La totalidad de
La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), de Luis lIde Bavie-
ra (Ludwig, 1973), muestran el mismo gusto por lo mortuorio, aún más
acrecentado por más desincronización, más destimbrado, más doblaje.
Los itinerarios paralelos de Fellini y Bergman (que ciertamente no
procede del neorrealismo, sino de un naturalismo teñido de Kammers-
piel) también serían sintomáticos de esta tendencia a una descomposi-
ción interior del rostro, corno si ya no pudiese contenerse más, como si
su ser lo consumiese (y aquí, naturalmente, la literatura tendría algo
que decir, de Kafka a Sartre). Bergman, en particular, es un cuasi-espe-
cialista en esta corrosión. Más sistemático que otros, más obsesivo
también, ha dado varias representaciones al respecto, al menos estas
cuatro (de las que se encontrarán ejemplos recurrentes en La vergüen-
za [Skammen, 1968], en Como en un espejo, en Los comulgantes
[Nattvardsgasterna, 1962], en Persona):
•El rostro comprimido, en el sentido de Balázs, pero de una forma
más excesiva todavía: comprimido por el encuadre, preferentemente
por medio de otro rostro que acentúa la compresión, la sobreocupación
del espacio (incluso otros dos rostros, como en la escena Bjõrnstrand-
Andersson-Ullmann de Persona).
•La conjunción/oposición de un rostro de frente y de un rostro de
perfil (variante de un rostro en primer término y de un rostro en segun-
do término); en algunos casos, sólo uno de esos rostros está nítido, el
otro está borroso.
•El rostro de frente, en plano corto o muy corto: rostro que juzga
o se confiesa: siempre una relación con la Ley, especificada por la
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 165
mirada, unas veces alzada, otras veces baja (variante: el rostro duran-
te un desliz, como el de Karin en Corno en un espejo, cuando lee el
diario íntimo de su padre y un travelling hacia adelante subraya su
pecado).
•El rostro consumido, repartido entre la luz y la sombra, pero siem-
pre en beneficio de esta última.
Esta última figura, la más simple, es también la más emblemática.
Lo que le ocurre al rostro en este fin del clasicismo que lo une a la he-
rencia «moderna» es que se consume interiormente, se abandona a la
sombra y al mal, a una muerte sin gran esperanza de eternidad. Tam-
bién Kubrick dio una imagen sobrecogedora de esta devoración, con
las escenas finales de 2001, una odisea del espacio, haciendo envejecer,
arrugarse, «morir» ante nuestros ojos al astronauta que representa a la
humanidad entera. El no-rostro ocurre bajo el rostro, la necrosis, la
gangrena, la ruina.
primer plano, herencia fatal del primer plano mudo, no puede dejar de
exagerarlo todo, belleza y fealdad, y el tiempo hará el resto. Todo lo
que se mantiene en el tiempo es excesivo, si no se concibe expresa-
mente como una idealidad. El rostro humano buscado por el cine ha
acabado perdiendo su humanidad por no haber sido bastante ideal.
Hablar de un no-rostro, de una pérdida del rostro en la representa-
ción cinematográfica, siempre topará no obstante con la sensación pro-
fundamente arraigada de que el cine, en cuanto que es de naturaleza fo-
tográfica, no puede des-hacer nada. Si conserva forzosamente su
antigua esencia de rastro, si su ontología es como es, y si hay no-rostro
—o existe, puesto que puede encontrarse— será forzosamente fuera
del cine y a su pesar.
De hecho, es muy fácil observar que es en la pintura, y desde hace
bastante tiempo, donde se ha iniciado o forjado esa dermta del rostro.
El catálogo de sus modalidades es casi inconcebible, hay demasiados
casos particulares, muy diferentes, por lo que no se puede más que
aventurar una lista reducida y aproximativa de lo que ha hecho, en ese
sentido, la pintura de este último siglo:
Lo explosivo/implosivo. Bajo esta subdivisión, cualquiera pensaría
en el cubismo, pero los retratos pintados por Braque o Picasso no rom-
pían los rostros tanto como haya podido parecer. Se ha dicho y repeti-
do que esos retratos tenían su origen en la desmultiplicación de puntos
de vista, como si un mismo rostro se viera muchas veces a un tiempo:
por tanto, aunque parezca imposible, aún es un rostro, y si explota, es a
fuerza de atención. Lo que descubre esa explosión es la creencia tam-
bién espontánea, ingenua, de que bajo la apariencia se esconde el inte-
rior, la esencia, lo real (la lección cézanniana sobre el dejar-aparecer se
aplica aquí rigurosamente).
La disgregación. Un grado más, y el rostro ya no queda fracciona-
do por la ubicuidad de la mirada virtual dirigida a él, sino esparcido por
todo el lienzo, como por efecto de un empuje interno que lo llevaría a
perderse en la materia pictórica. Marcel Duchamp, en varias telas del
ario 1911, parodió eficazmente en esa dirección la explosión cubista. El
Joven triste en un tren, aun con el mismo principio formal aparente que
el célebre Desnudo bajando una escalera, tiene otro sentido, no ya el
de una desmultiplicación temporal de la figura, sino el de una acumu-
lación instantánea de rostros, quizá nacidos todos de la misma tristeza
del propio joven, pero exteriores unos a otros. El doble retrato de sus
hermanas, Yvonne y Magdeleine despedazadas, también de 1911, dise-
mina las partes de los rostros para recomponer varias veces sus perfi-
les. Es también lo que indican algunos retratos de Juan Gris (por ejem-
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 169
Lo bello no tiene más que un tipo: lo feo tiene mil. Y es que lo bello,
hablando humanamente, no es más que la forma considerada en su razón
más elemental, en su simetría más absoluta, en su armonía más íntima
con nuestro organismo. Por eso nos ofrece siempre un conjunto com-
pleto pero limitado, como nosotros. Lo que llamamos lo feo, por el con-
trario, es un detalle de un gran conjunto que nos escapa y que armoniza
no con el hombre, sino con la creación entera. Ése es el motivo de que
nos presente siempre aspectos nuevos, pero incompletos.
(Victor Hugo)
Jerry
Calamidad,
de Jerry Lewis
El rostro a veces no es
179
La supervivencia
Les baisers de .vecours, de Philippe Garrel
La pérdida del rostro se ha producido fuera del arte, antes del arte,
algunas veces contra él. El arte, la representación, habrían sido, de he-
cho, el ámbito donde el rostro se ha mantenido durante más tiempo; ha-
brían sido el último espacio en el que hacer actuar todavía un rostro co-
mo rostro, totalmente. La historia del rostro pintado es, pues, la de una
derrota del interior de la pintura como, paralelamente, la historia del
rostro cinematográfico. Y si estas dos historias tan diferentes se pare-
cen, es porque una y otra traducen, más o menos fielmente, la misma
derrota: como dos traducciones de un mismo texto en dos lenguas di-
ferentes (pero no más). La pérdida del rostro, en una y otra, no es más
que un aspecto de su pérdida de prestigio, de credibilidad en general, y
la importante diferencia entre ambas tal vez no sea superior a la del ci-
ne y la pintura como instituciones y como discursos.
Por violentas que sean sus manifestaciones, por crudas y atroces
(véanse los cuellos cortados, los rostros llenos de brechas sanguino-
lentas de Bacon), el ataque pictórico al rostro mantiene siempre una
distancia tangible respecto a esta barbarie: la distancia del gusto, del re-
finamiento, del arte. Bacon pinta el apocalipsis del rostro, pero su tra-
zado es pulido, su pintura es serena, sin nerviosismo alguno. Cualquier
cosa, todo en ella confirma la aplicación, el esmero puesto al pintar, la
minuciosidad, incluso, en su caso, la obsesión (no es una casualidad
que no quisiese que se le viera pintando) que hace que los peores ho-
rrores sean representados a través de un trabajo infinitamente apacible,
seguro de sí y seguro de pertenecer al arte. John Berger, el crítico y es-
critor marxista inglés, ha reprochado a Bacon lo pulido de sus pinturas
más horribles, cuyo carácter ha comparado a las redondeces de Walt
Disney, que acaba confundiendo en una misma inocuidad. La crítica no
es acertada, porque tiene poco en cuenta las diferencias pragmáticas,
en términos tanto institucionales como intencionales; no obstante, da
muestras de una intuición en absoluto falsa. Es evidente que el no-ros-
tro de Bacon atenta contra la humanidad del rostro humano. Pero, pen-
sándolo bien, ¿no está ese atentado más o menos deliciosamente justi-
ficado y casi disimulado por la inteligencia de su posición dentro de la
historia y la ideología pictóricas? ¿Y no disfrutamos de él con adema-
nes de estetas cultivados?
Se alegará que el ejemplo de Bacon no basta, porque el pintor in-
glés, en su gusto por el horror, sigue siendo expresionista, luego ro-
mántico, luego humanista. Pero el arte subsiste aun cuando el huma-
nismo se elimine de un modo más radical y deliberado. Pongamos el
...A LA RUINA 185
trabajo de un artista como Roman Opalka: encerrado cada día unas ho-
ras determinadas en una sala de su castillo, donde todo, luz, caballete,
brochas, pigmentos, es exactamente igual que la víspera, pinta. Desde
1965 pinta, día tras día, la misma cosa (incluso si esa «cosa» está en
constante proceso): la serie de los números, del uno al infinito, encade-
nados como en un cuaderno escolar. Cada lienzo prosigue la serie allí
donde la había dejado el anterior: el pintor simplemente añade un poco
de blanco en sus cifras, que se hacen cada vez más pálidas, cada vez
más similares al fondo sobre el que las inscribe. Al mismo tiempo, pro-
nuncia esos números con una voz monocorde, que registra en un apa-
rato, y realiza a intervalos regulares fotografías de su rostro, completa-
mente inexpresivo.
Un ejemplo tal puede que sea extremo. Por eso, confirma perfecta-
mente el deseo antihumanista del que procede; dentro de su tosque-
dad, la comparación entre la serie infinita de números —serie finita,
no obstante, ya que será interrumpida por la muerte— y la serie de fo-
tos del rostro, que no tiene tampoco otro término que la muerte, es
conmovedora. El rostro no es más que eso, un momento indefinida-
mente repetible e indefinidamente variable de una serie monótona,
que no viene de ninguna parte, que no va a ninguna parte, que no tie-
ne otro sentido que el de su vectorización. Ni que decir tiene que aquí
ya no hay humanidad, ya no hay pasión ni disfrute, ni siquiera los de
una máquina, como hay aún en Warhol («I want to be a machine»).
Eso, sin embargo ¿no es estimable (se ha hecho un filme sobre ello,
premiado en algunos festivales), no puede un miembro del gran círcu-
lo de los pequeños aficionados al arte disfrutar de ello como de cual-
quier otra obra?
La huella fotográfica, sea inmóvil o animada, no ha llegado a ser ar-
te más que lenta, penosamente, a contracorriente. Toda la preocupación
de lo que se llama cine, de lo que se llama fotografía, es equipararse en
cierto modo a lo que se llama pintura, sin que esa ecuación pueda ser
nunca una igualdad. En efecto, contrariamente a la pintura, esas artes,
una vez constituidas y reconocidas, no dejan de descansar por ello en una
técnica documental, de.indicios, automática. En ese automatismo está
atrapado el tratamiento del rostro por la imagen fotográfica.
En los inicios, el camino principal de la fotografía que quería llegar
a ser arte fue, debido al auge del retrato, la figura humana. Cien o cien-
to cincuenta años después, la figura humana sigue siendo el motivo pri-
vilegiado del arte fotográfico. Simplemente, la afirmación de arte, en
lugar de pasar por la exaltación de la humanidad de lo humano, se sos-
tiene por completo en su negación o su degradación. Existirían innu-
186 EL ROSTRO EN EL CINE
fondo, por haber querido exprimir el rostro cada vez más, como un li-
món añejo y ya sin jugo —en el sentido de la expresión o de la verdad,
poco importa— que habría llegado a representar como definitivamen-
te vacío: de interioridad, de expresión, de rostreidad. Esto, evidente-
mente, es, en cierto sentido, lo que se ha producido también en pintura,
y puede decirse de la parte que se prentende más artística del cine. Pe-
ro el desfase histórico del cine, esa especie de retraso congénito que lo
afectó en su nacimiento, hace que haya tenido que resignarse muy de-
prisa a estas etapas, sin distancia y sin ironía, sin la buena conciencia
que sigue confiriendo a la pintura su antigua connivencia con toda la
aventura del espíritu humano.
En realidad, el cine es una vez más víctima de la paradoja. Último
refugio evidente, después de Hiroshima, después de Auschwitz, de una
creencia en el hombre, el exceso mismo de esta creencia lo ha llevado
a maltratar, a destruir el rostro, al mismo tiempo que, arte ingenua-
mente asegurado por una técnica, ha sido fácil presa para todos los es-
píritus de la época, ante todo los que han impuesto el comercio y la co-
municación.
Fragilidad del cine, tan fuerte, tan poderoso para representar las co-
sas en el tiempo que esa misma capacidad se vuelve contra él, obligán-
dole a hacer del tiempo un arma mortal, cuando el tiempo, al fin, ya no
es lo que era.
Sí, usted, dice el dedo del cartel gaullista, el que elegirá al Presiden-
te de la República. Con Tergal, parecerá más joven, y Simca ya ha pen-
sado, con sus doscientos modelos de capotas inglesas,2 en su estilo de
conducción. La locutora de televisión le mira fijamente a los ojos y la
técnica básica de la radio consiste en farfullar e improvisar para engan-
charlo a la asquerosa emisión que usted engulle como un estofado de
carne.
2 Aquí el autor juega con el doble sentido, ya que, popularmente, capotes anglaises
significa «preservativos». (N. del t.)
...A LA RUINA 193
tafísica. Al principio del siglo xtx, una reacción directa y enérgica con-
tra el auge de la fisiognomonía (o de variantes como la frenología), lle-
va a Hegel a dedicar varias páginas de la Fenomenología del espíritu a
criticar la idea de que un rostro expresa una personalidad. Su crítica es-
tá articulada en dos tiempos.
Por una parte, la expresión de la interioridad a través de los órganos
del cuerpo, singularmente la expresión fisonómica, es ambigua: no hay
vínculo entre expresado y expresante, dicho de otro modo, nunca se
puede estar seguro de lo que expresa un rostro. El rostro es un signo in-
diferente con respecto al significado, y en verdad, no significa nada. La
individualidad se resiste a ser ese ser «reflejado en sí mismo» que se
supone está expresado en los rasgos del rostro, y establece por el con-
trario su esencia en la obra del hombre. Luego, segundo tiempo, ver la
expresión del individuo en su rostro es dejar a un lado su obra, en be-
neficio de una búsqueda de la «pura» vida interior que tal vez nunca se
realice. Ahora bien, el individuo asegura verdaderamente su destino
por las «obras que deja en el mundo». Buscar la expresión del indivi-
duo en su cuerpo en tanto que es para el prójimo (en tanto que es visi-
ble) es, por consiguiente, una vana reflexión sobre lo que el individuo
no ha hecho. Entre la intención y la operación, la fisiognomonía esco-
ge lo primero por interior y verdadero, pero la intención es intraducible
en obras.
Imposible, pues, en la era moderna y en todos sus estados, percibir
el rostro como el simple afloramiento de lo humano en el hombre. El
rostro, embaucador, ilusorio, da menos de lo que promete, no es el sig-
no verídico de una interioridad; además, la promesa misma de interio-
ridad es falsa y peligrosa, ya que, en el mejor de los casos, revela esa
abominación, el individuo. Pasado por el tamiz de esas dos críticas si-
métricas, el valor de la rostreidad queda, por así decirlo, infinitamente
rebajado, casi anulado. Aunque el rostro se encierre peligrosamente y
con arrogancia en la subjetividad, aunque, por el contrario, siga siendo
indiferente, por insuficiencia, a esa subjetividad, siempre pierde su va-
lor más elemental, la expresividad. Situación paradójica, en la que la
expresividad ya no se reconocería en el rostro más que en un discurso,
el del comercio, que sabe utilizarla como resto muerto de una ideología
humanista, que sabe producirla, si es necesario, pero que no sabe justi-
ficarla.
En este espacio paradójico, algunas formas están más adaptadas
que otras a la supervivencia. La reviviscencia de la máscara, sobre to-
do, casi no tiene otra razón. ¿Qué es la máscara? Una transformación
del rostro que trata justamente de anular su valor de rostreidad (se en-
...A LA RUINA 195
Pérdida del rostro, por todas las partes. El cine ha desempeñado ahí
su papel, en primer lugar, presentándolo dividido en trozos, agredido,
deformado, neutralizado, arrastrándolo hacia la insignificancia. Pero
hay más, y más profundo, pues lo propio del cine es haber utilizado,
para todo eso, su íntima y esencial relación con el tiempo.
El rostro en general es un signo, un indicio del paso del tiempo, que
inscribe sobre una superficie, para lo mejor o para lo peor. Sin embar-
go, no tiene relación inmediata con el tiempo, igual que cualquier otro
signo del paso, del flujo, igual que cualquier otro objeto biológico,
igual que el hombre mismo no tiene relación simple ni directa con el
tiempo. El tiempo, divino, natural, cósmico, como se quiera y como se
ha querido, es fundamentalmente exterior al hombre biológico, lo su-
pera. Este último no sabe acercarse al concepto de tiempo más que de
modo empírico, se sienta presa de relojes internos o derive esa expe-
riencia de la de sus propias acciones y del hecho de que evolucionen
temporalmente. (Piaget dijo claramente que los niños pequeños sólo
conciben el tiempo encarnado en cambios, mediatizado por algunas
nociones como la de velocidad; en cuanto al adulto, sabe que girar la
cabeza o levantar la mano requieren tiempo, y que hay que esperar a
que el azúcar se disuelva.)
El cine habría podido ser, ha podido ser un medio documental de
mostrar lo más superficial, la inscripción del tiempo, su paso sobre un
198 EL ROSTRO EN EL CINE
rostro. En el cine clásico (en éste como en muchos otros puntos, pro-
yección simplificada y a menudo caricaturesca de todo el cine), es la
forma anodina del falso envejecimiento, obtenido mediante maqui-
llaje. Tanto en Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935), esa obri-
ta sin pretensiones tan apreciada por los surrealistas, como en Ger-
trud (Gertrud, 1961), de Dreyer, los actores «envejecen» a lo largo
del filme ante nuestros ojos (aunque sólo este último incluye también
un cierto envejecimiento auténtico de los verdaderos cuerpos). El ci-
ne de posguerra, preocupado por preservar las huellas de este ser en
el tiempo del rostro, permitió a veces a algunos cineastas ir más lejos,
más directamente. Después, la modernidad ha podido consistir en re-
flejar justamente esta inscripción, como en ese proyecto de Jean Eus-
tache, muchas veces reformulado, de un filme cuyo protagonista se-
ría su hijo en varias edades de la vida (una versión más documental y
más sistemática de lo que Truffaut esbozó con la serie de Antoine
Doinel).
El cine, inventado en una sociedad que hubiera aceptado serena-
mente el humanismo del rostro, que no hubiera querido perturbarlo, tal
vez no hubiera tenido más que reflejar apaciblemente el tiempo, que
hacer de sus rostros espejos de ese tiempo que arrastra y trabaja la fi-
gura humana. En lugar de eso, lo que ha producido —aunque fuese mi-
noritaria y localmente— es infinitamente más improbable, menos evi-
dente, más terrible: ha producido un rostro-tiempo, un rostro que ha
querido hacerse tiempo. A contralógica de lo que es el cine, la fotoge-
nia, el primer plano en general, han provocado la relación más íntima,
luego la más devastadora, entre un rostro y el tiempo. Así es como se
ha desnaturalizado el rostro.
El cine mudo más artístico está en el corazón de este problema. El
primer plano en sus diversas manifestaciones siempre es en sí mismo
un medio, para el filme, de hacer tiempo, de equipararse al tiempo, o,
lo que viene a ser casi lo mismo, de escapar del tiempo (de escapar del
tiempo común, objetivo, produciendo un tiempo propio, nuevo, domi-
nable y sobre todo sensible). El primer plano pinta el tiempo, se identi-
fica con el tiempo, lo exagera o a veces quiere detenerlo, a menos que
constituya un espacio sustraído al tiempo. Evidentemente, es un caso
límite, pero dice bien a las claras que el cine mudo ataca al tiempo.
¿Por qué? Porque es el cine de la aparición, y porque siempre hace fal-
ta un tiempo para aparecer, sea allmáhlich, poco a poco, como pensaba
Balázs, o, por el contrario, en una exhalación, como pretendía Epstein.
Lo importante es que ese tiempo para aparecer lo fabrique el propio fil-
me (pero no según el modelo dramatizado, articulado teatralmente, del
...A LA RUINA 199
Al mismo tiempo, los rostros del filme (excepto uno) aparecen co-
mo otros tantos rostros de la muerte. Rostro expresionista, invadido
progresivamente por algunos reflejos dorados y verdes, por la presen-
cia de la carroña en la carne deseable: todo lo que pasa en los cuerpos
de Rembrandt, de Rubens, pasa en el rostro de Marianne: hasta los ojos
se inyectan o se orlan de rojo. Máscara de muerte, la cara aviesa de la
abuela (la melosa bondad de sus frases, como la bruja de Blancanieves
cuando ofrece la manzana envenenada). Máscara de muerte, el perfil
prognato de Linda, rostro que se abandona a la invasión de la sombra,
de los agujeros negros (como los efectos grotescos de Leonardo, los
mendigos de Murillo). Figura de la muerte como promesa humana por
excelencia, el rostro de la madre, el de Aline. (Se ha dicho que había
una excepción: el rostro de Adrienne, cuya superficie es revelada por
la filmación en primer plano como agitada por un ligero temblor ince-
sante, por ondulaciones, por tenues accesos que alzan aquí una ceja,
crispan allá fugitivamente una comisura. El estremecimiento de la vi-
da, mostrado sintomáticamente como estremecimiento hueco, sin ple-
nitud: no hay otra plenitud que la de la muerte.)
Lo que dibujan estos rostros, casi siempre en primer o en primerísi-
mo plano, ya no es, pues, una perspectiva fotogénica, ni una fisonomía,
ni una humanidad, ni una verdad. Trazan unas figuras, un destino de las
figuras (en el que no se puede dejar de apreciar que el cineasta también
desea inscribirse). Rostros humanos, demasiado humanos por la inge-
nua audacia con la que se ofrecen a todos los golpes, filmados como le-
vemente monstruosos, pero a pesar de ello con optimismo. El rostro de
Yann Collette, filmado tan a menudo, como los otros, en primer plano
(ahí donde Eisenstein, en El acorazado Potemkin, sólo podía mostrar
como una exalación el ojo de la institutriz) expresa este optimismo:
rostro roto pero no vencido, el único, con el de Aline, por el contrario,
en no descomponerse nunca de principio a fin del filme, porque en él la
osamenta se reconoce, se encuentra.
El filme de Garrel se presenta como el filme de un superviviente.
Entiéndase: superviviente de una guerra en la que el rostro ha sido
motivo y víctima a la vez. El primer plano del cine mudo se pretendía
un medio de hacer tiempo, de equipararse al tiempo, aunque fuese es-
capando de él. En Garrel, no se puede ni escapar al tiempo ni equipa-
rarse a él: hay que habitarlo. Pero habitar el tiempo, mantenerse cer-
ca, es también el medio de hacerlo inoperante, como muestra el
poema que lee Marianne, y que resume así: «Es la historia de un
hombre viejo que espera a su amor y un día se muere, pero eso no es
grave».
EPÍLOGO 207
El rostro en el cine
792.028
A 925
Ej. 1
idós Comunicación Cine
Jacques Aumont
El rostro en el cine
Es, pues, el destino del rostro en el cine lo que aquí se pone en cues-
tión. Porque el cine es la única de las nuevas artes que nos ha acom-
pañado durante todo este siglo. Y porque su estatuto estético, incierto,
ambiguo, propio de un arte joven, lo ha convertido en la más sensible
de las formas de representación. La razón de que, después de haberlo
exaltado y glorificado, el cine se agarre hoy en día al rostro para desfi-
gurarlo y vaciarlo es que ese viejo objeto, el rostro (y también ese viejo
concepto: la humanidad), ya no es el mismo de siempre. Por ello, y
como contrapunto del texto en sí, el libro también obliga a dialogar a
los rostros y a sus representaciones en un montaje fotográfico que
incluye filmes de Godard, Dreyer, Bergman, Bresson, Garrel, Pialat...
ISBN 84-493-0478-4
34085
11
9 788449 304781