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Jacques Aumont

El rostro en el cine

,10 PAIDÓS
Barcelona • Buenos Aires • México
~1"

Título original: Du visage al, cinéma


Publicado en francés por Editions Cahiers du Cinéma/Éditions de l'Etoile, París

Esta obra se ha publicado con la ayuda del Ministerio Francés de Cultura

Traducción de José Ángel Alcalde

Cubierta de Mario Eskenazi

1' edición, 1998


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ISBN: 84-493-0478-4
Depósito legal: B-45.948/1997

Impreso en Liberduplex, S.L.,


Constitució, 19- 08014 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain


Para Anne-Marie Fau.x-, de todos modos
L
Sumario

,
-
-1 N A

Agradecimientos 11
Prólogo 13

1. A propósito de un rostro 17
La cuestión del rostro 17
Rostro y representación 21
El rostro captado por la fotografía 30
Cine: ¿Mehr Gesicht? 36

2. El rostro ordinario del cine 47


El cine sonoro, o el retorno del actor 48
La boca habla 54
...y el ojo mira 58
Ordinariedad de lo ordinario 62
El glamour: un suplemento anodino 66
Rostro primitivo 68
10 EL ROSTRO EN EL CINE

3. El rostro en primer plano 81


Rostro legible, rostro visible 82
Los conceptos del rostro mudo 96
El rostro mudo: un rostro-tiempo 105

4. El hombre retrato 115


El deseo de durar 116
El desquite de lo real 118
El rostro humano 121
Rostro, voz; persona 126
A propósito del retrato al fin posible 131
Posludio 141

5. El rostro descompuesto 153


La re ificaci ón 153
El no-rostro bajo el rostro 159
El no-rostro como «fin» del rostro 165

6. ...A la ruina 183


Fin del rostro representado 184
Rostro, rostreidad, entropía (no se puede perder lo que
ya se ha perdido) 188
Muerte del tiempo, muerte de la muerte 197

Epílogo 203

Bibliografía 209

Créditos fotográficos 213

Índice analítico y de nombres 215


Agradecimientos

El autor desea expresar su agradecimiento a todos los que lo han


ayudado a escribir este libro, y especialmente a Raymond Bellour, Ni-
cole Brenez, Jean-François Catton, Marc Cerisuelo, Daniel Dobbels,
Philippe Dubois, Jean-Pierre Esquenazi, Mojdeh Famili, Krank Kess-
ler, Dominique Païni, Stojan Pelko, Kamel Regaya y Patrice Rollet.
Prólogo

Fue hace treinta arios. Los estómagos estaban llenos, se empezaba a


construir autopistas. La Francia del crecimiento industrial hacía lo po-
sible por olvidar. Olvidar Montoire y Auschwitz, olvidar Hiroshima,
olvidar Dien-Bien-Phu, Argelia. El estructuralismo comenzaba a dis-
putar la primera plana de las revistas a la Nueva Ola. Fue en 1963, o tal
vez en 1962, y una joven lloraba en el cine.
En ese mundo que quería olvidar la derrota, todas las derrotas, atur-
dido de nuevo por el progreso sin fin de la vida material, ¿qué podía
provocar todavía las lágrimas de una joven, un reguero de lágrimas
irreprimibles, desamparadas, casi voluptuosas? Evidentemente la con-
templación de un rostro, y nada más; un rostro en gran primer plano,
cortado monstruosamente de su cuerpo, terriblemente doliente, tortu-
rado, aislado sobre un fondo blanco que resaltaba su desamparo. Las
lágrimas eran el signo evidente de que algo de ese sufrimiento pasaba
a la que lo miraba, la traspasaba: que se había identificado con ese su-
frimiento, que le había llegado.
El rostro de la joven llorando era también el primer plano de un filme:
Anna Karina, la Nana de Vivir su vida, en contracampo de Falconetti,
14 EL ROSTRO EN EL CINE

la Juana de Arco de Dreyer. Más allá de treinta y tantos arios, en los que
se habían jugado tantas cosas en la historia del cine y en la historia del
mundo, aún era efectivamente posible un encuentro entre esos dos ros-
tros de mujer, con tal de que un empalme los uniese. La pasión de Juana
de Arco, que entonces se exhibía en una versión deteriorada, de sono-
rización pastosa, ya era el monumento imperecedero que ha llegado a
ser. Himno al alma, a la humanidad del alma humana —a pesar del
kitsch sulpiciano de los planos de vidrieras añadidos por Lo Duca—,
parecía creado para hacer visible, de una vez por todas, esa tremenda y
esencial desnudez del alma, del rostro del alma.
¿El alma tiene un rostro? Sí, responden los místicos, el del «hombre
interno», que vive después de la muerte. Su rostro, su cara, se convier-
ten entonces en una imagen, semejante «a su afección dominante o a su
Amor reinante» de la que ésta no es más que la forma exterior:

Todos, cualesquiera que sean, son reducidos a ese estado, de hablar


como piensan, y de mostrar con su rostro y sus gestos cuál es su volun-
tad. De eso resulta pues que las caras de todos los Espíritus se convier-
ten en las formas y las efigies de sus afecciones.
(Swedenborg, El cielo)' sus maravillas y el infierno)

Es este rostro que se pretende absoluto, «con todos los pensamien-


tos, las intenciones, los placeres y los temores que lo habían agitado»,
el que presentaba Dreyer, acercándose mucho a esa utópica perfección
del rostro humano, la transparencia.
En ese rostro absoluto se sumergía Nana hasta el extremo físico de
las lágrimas (Godard hace treinta arios todavía creía que el alma puede
hablar al alma). Al final del primer cuadro de Vivir su vida, Nana y Paul
terminan su discusión durante una partida de «millón». Paul (André
Labarthe) cuenta a Nana una sentencia infantil que encuentra diverti-
da. Su voz, de repente más cercana, abandona el ambiente del café, y
recita: «La gallina es un animal que se compone del exterior y del inte-
rior. Si se le quita el exterior, queda el interior, y cuando se le quita el
interior, entonces se le ve el alma». Un ario antes, Bruno Forestier, el «sol-
dadito», revelaba a la misma Anna Karina (que entonces decía llamar-
se Veronika Dreyer), mientras la fotografiaba: «Cuando se fotografía
un rostro, se fotografía el alma que hay detrás».
El tiempo ha pasado sobre todo esto, y no solamente como una leve
sospecha. ¿De verdad puede el alma hablar al alma, la humanidad de
un rostro a la de otro rostro? ¿Puede creer aún el cine en este efusivo
encuentro, mostrarlo simplemente, como algo evidente'? De ningún
modo: la carga de humanidad, de alma ya no son un don en el cine, y no
PRÓLOGO 15

sólo porque el alma se haya convertido en una noción ambigua. En rea-


lidad, es en el cine europeo, donde había sido el valor más eminente,
donde se echó a perder más rápidamente.
Apenas unos arios después de las lágrimas de Nana, otro filme pro-
digaba los primeros planos de un rostro de mujer al borde de la crisis.
Pero ya nada era simple, inmediato, ya nada caía por su peso, ni si-
quiera las lágrimas. Esta mujer en crisis ya no tenía frente a ella la ima-
gen mítica, sacralizada de un Alma absoluta y santa, sino a otra mujer,
frágil y retorcida, que tan pronto le tendía un espejo acusador y despia-
dado, como amenazaba su ser hasta el punto de intercambiar con ella
nombres y rostros, disputándole siempre el espacio del plano. Además,
ya no era una humilde prostituta ingenua e idealista, que se deshacía en
simpatía por un gran dolor, sino una actriz célebre, llevada a la afasia
por el dolor del mundo sin que pudiera entenderlo, y menos aún, olvi-
darlo.
El mismo título del filme, Persona, lo decía: era una historia de más-
caras, sin un alma detrás donde se mantuviese la verdad. La verdad no
era más que un reflejo imperceptible, que pasaba de rostro en rostro sin
detenerse nunca. En los primeros planos del filme, se veía a un niño tal
vez muerto intentar en vano dar un alma a unos rostros gigantes, to-
cándolos con los dedos; en los últimos planos, el niño vacilante seguía
ahí, los rostros no dejaban de escapársele de las manos, definitivamen-
te. El filme era la explicación de esos rostros, pero sólo exponía esto:
un rostro es una pantalla, una superficie. No hay nada detrás, y lo que
se incribe en ella le es extraño —puede además incribirse en otra parte,
sobre otro rostro (o los rostros pueden sumarse, superponerse, unirse
como dos superficies in-diferentes)—.
¿Será que algo (¿qué?) ha basculado de repente en el poco tiempo
que separa los dos filmes? Y si Vivir su vida es el revelador que añade
la lupa de sus primeros planos a los de Dreyer para hacer resurgir un al-
ma de sus bandas, ¿qué film actual permitiría iluminar las monstruosas
ampliaciones de Bergman? ¿Sería necesario remontarse hasta el cine
primitivo y a sus «cabezas gordas»? ¿O por el contrario, buscar cerca
de nosotros, en la glacial ausencia de profundidad bajo los rostros que
a veces nos sorprende en los recovecos de los filmes, las últimas mues-
tras, por fin reveladas, de un antihumanismo que Bergman no habría
más que presentido genialmente?
Este libro no es una historia del rostro, ni una historia de las repre-
sentaciones del rostro. Sólo pretende preguntarse, tomando al cine por
testigo, por el sospechoso papel desempeñado por unas artes de la re-
presentación eminentemente humanistas en la muy actual sensación de
16 EL ROSTRO EN EL CINE

desamparo del rostro y de lo humano. En resumidas cuentas, intenta


preguntarse cómo la representación ha afectado, extremadamente, a su
objeto más querido. Si hubiese una tesis, podría ser que, a fuerza de ser
blanco de miradas, el rostro acaba desfigurado. Los cinco arios que se-
paran el filme de Godard del de Bergman condensan esta pérdida, que
ahora será preciso desdoblar, exponer para tratar de comprenderla un
poco. Y para eso, en primer lugar, hay que remontarse mucho antes de
Godard, mucho antes de Dreyer, a la cuestión del rostro planteada por
toda la eternidad humana...
J. A propósito de un rostro

A imitación de la forma del universo, que es redonda, los dioses en-


cadenaron las revoluciones divinas, que son dos en total, en un cuerpo
esférico que ahora llamamos cabeza, que es nuestra parte más divina y
gobierna a todas las demás. Luego, después de haber ensamblado el
cuerpo, lo pusieron por completo a su servicio, sabiendo que participa-
ría en todos los movimientos posibles. Por último, temiendo que al ro-
dar sobre la tierra, que está sembrada de prominencias y cavidades, se
viera impedida de salvar unas y salir de las otras, le dieron el cuerpo co-
mo vehículo para facilitar su marcha. Por eso el cuerpo ha recibido una
talla elevada y le han crecido cuatro miembros extensibles y flexibles,
que los dioses idearon para previsiones del alma, decidiendo igualmen-
te que la parte que se encuentra naturalmente delante participaría en la
dirección.
Platón, Timeo

La cuestión del rostro

La cuestión del rostro lo es todo salvo una cuestión, ya que el rostro


lo es todo salvo el objeto de una cuestión. Independientemente de lo
18 EL ROSTRO EN EL CINE

que utilicemos para definirlo, siempre se encontrarán los siguientes


rasgos: el rostro es humano, y sólo se habla de rostro para un animal,
una cosa o un paisaje en referencia a un sentido profundo de la huma-
nidad; el rostro está en lo alto del cuerpo, en la parte delantera, es la
parte noble del individuo; principalmente, es el lugar de la mirada. Lu-
gar desde donde se ve y desde donde se es visto a la vez, razón por la
que es el lugar privilegiado de las funciones sociales —comunicativas,
intersubjetivas, expresivas, lingüísticas—, pero también soporte visi-
ble de la función más ontológica: el rostro es del hombre. No es extra-
ño que lo hayan exaltado siempre todas las formas de humanismo, con-
virtiéndolo a la vez en lo más vivo y lo más significante de lo que
ofrezco al prójimo, y, paradójicamente, en la máscara que permite no
dejar ver nada, no dar nada de nada. A la vez el lugar enmascarado de
la verdad, parte posterior del rostro cuyo rostro es la máscara, y el lu-
gar desde el que veo al prójimo exponiéndose a mí.
¿Cómo se define el hombre? Por el hecho de que tiene conciencia
de ser hombre. ¿Dónde se manifiesta esta conciencia? En cien puntos,
pero todos relacionados con el rostro. El primer hombre supo que era
hombre, pero nosotros sabemos que lo supo porque enterró a sus muer-
tos. Ahora bien, el primer hombre, precisamente, sólo enterraba el crá-
neo de estos muertos. La risa definitiva del cráneo es la primera eterni-
dad del rostro —aunque, en cualquier rostro, puedo leer la muerte
acechando:

Ella permanece en la oscuridad, en la oscuridad no se ven las lágri-


mas. Pero él está a plena luz y ella observa, con una tierna melancolía,
cómo la luna esculpe la muerte en su rostro. Durante largo rato, ella no
consigue apartar su mirada de esa visión. Con paciencia infinita, el más
grande de los escultores cubre nuestros rostros de finos pequeños rasgos
que anuncian la muerte. Todos posarnos para un escultor de la muerte.
Pero un día, el escultor pierde la paciencia y de repente deja caer el cin-
cel; el cambio es inmediato.
(Stig Dagerman, Preocupaciones nupciales)

Si el rostro es hombre, si el hombre es rostro, ¿qué decir de la ima-


gen del hombre? Las imágenes del hombre —las que se inventa, las
que le representan— son analogías, semejanzas. Independientemente
de su grado de esquematización, el hombre sólo ha hecho de sí imáge-
nes analógicas, en el sentido de que esas imágenes comparten algún
rasgo o carácter con lo que representan. Ahora bien, ¿de dónde viene la
analogía? Naturalmente, no faltan en el mundo animal, incluso vegetal,
ejemplos de analogías funcionales, señuelos y camuflajes en todas las
PROPÓSITO DE UN ROSTRO 19

especies, insectos disfrazados de ramitas o de estiércol, mariposas que


lucen falsas manchas venenosas, por no hablar de las mil artimañas de
la mascarada sexual.
Pero esta analogía es inocente, mientras que la del hombre es astu-
ta e inquieta. La analogía humana viene de una experiencia primordial,
la del doble, cuyos mitos (hasta el Romanticismo, que los avivó con
evidente delectación) están basados en el espejo o en la sombra. Ahora
bien, lo que fascina y seduce en el doble es que su forma es humana,
que es ese otro que Yo soy. Es Narciso enamorado de sus facciones en
el espejo, cuya historia vuelven a escribir un día u otro todos los ado-
lescentes. Es el sentimiento de que un personaje que sea mi doble sólo
puede tener mi rostro, quizás invertido o sutilmente transformado. Pe-
ro en un sentido más real, además, el rostro es siempre el origen de la
analogía, toda representación se fundamenta verdaderamente en el de-
seo del hombre de representarse a sí mismo como un rostro. Por eso el
esto-se-parece es la primera experiencia de la representación: el rostro
se parece a sí mismo, y, hay que añadir, a este respecto, interior y exte-
riormente. El rostro es, en efecto, la única parte de mi propio cuerpo
que no veo nunca, más que en el espejo; no obstante, éste me da una vi-
sión falsa, diferente de la que tienen los otros de mí. Pero esa visión óp-
ticamente falsa es subjetivamente verdadera, ya que al volver del revés
izquierda y derecha (y no la parte superior y la inferior, comunes a to-
dos, objetivas) como se vuelve un guante, proyecta así sobre el espacio
exterior la estructura de la mirada interior.
Lo que denominamos representación no es otra cosa que la historia
más o menos compleja de esa semejanza, de su oscilación entre dos po-
los, el de las apariencias, de lo visible, del fenómeno, de la analogía re-
presentativa, y el de la interioridad, de lo invisible o de lo ultravisible,
del ser, de la analogía expresiva. El rostro es el punto de partida y el
punto de fijación de toda esta historia. Las representaciones sólo sirven
para representar el rostro del hombre.
Es este origen de la representación en el rostro el que le da sus pro-
piedades: la representación es funcional y analítica, asegura la recono-
cibilidad de lo representado, cómo debe reconocerse el rostro para
asignarse identitariamente a un individuo; también es sintética y glo-
bal, aspira a la emoción, y tal vez de ese modo llegue a la rememora-
ción, exactamente igual que un rostro puede conmover de un vistazo y
desde ese momento existir, inconfundible, como entidad.
Así, ningún lugar de imágenes ha sido más sensible que el rostro a
las variaciones históricas de las nociones mismas de representación y
de imagen. En la imagen medieval, el rostro se aparta de los valores de
20 EL ROSTRO EN EL CINE

semejanza analógica para convertirse en un signo, en un símbolo. El


hombre es a imagen de Dios; por otra parte, Dios ha tomado apariencia
humana. Por consiguiente, todo rostro vale exclusivamente por su re-
ferencia a lo divino, eludiendo el referente humano, el rostro del hom-
bre terrenal, que no es sino engaño de las apariencias. Solamente cuan-
do aparezcan juntas la creencia en el hombre (elaborada, con mucha
más lentitud de lo que habitualmente se ha dicho, para crear la catego-
ría de sujeto), la epifanía de la mirada y el culto de las apariencias visi-
bles, dando paso a la fase moderna de la noción de representación, el
rostro asumirá su papel actual.
Y la historia continúa. La era moderna ha establecido, en la repre-
sentación, dos exigencias en parte contradictorias: el privilegio de lo vi-
sual, que no ha hecho más que acentuarse, desde la invención de la pers-
pectiva artificialis hasta la de la fotografía y el cine; y la disposición de
una norma ideal de la representación, encarnada de manera diversa aun-
que equiparable por lo Bello, lo Sublime y sus derivados. Luego, si se
privilegia lo visual, lo visible debería ser la norma, pero siempre se tra-
tará de una visualidad ideal, que quiere transformar lo visible para so-
meterlo a un modelo abstracto, que se pretende siempre universal. Por
lo tanto, lo que se ha bautizado de manera singular como «posmoder-
no», indudablemente no es más que la transformación radical de esa do-
ble referencia a lo visual y a lo ideal, como consecuencia de una crisis
de lo visible y de una crisis de lo ideal. Simultáneamente, ha cambiado
el sentido de lo histórico; lo posmoderno no rehace el pasado, lo cita o
lo tergiversa, lo inscribe como histórico y no universalizable.
El rostro y sus representaciones adquieren aquí un estatuto com-
plejo; si la era moderna ha sido la de la constitución del rostro, tam-
bién es la de su derrota, a través de muchos medios indirectos. Vuelta
del tipo, de lo genérico: el individuo sólo interesa en cuanto pertenece
a una clase o a un grupo; la representación del rostro excluye la ex-
presión, o sólo la incluye si fortalece el tipo, lo transindividual. Ex-
tensión de la rostreidad: heredera del viejo fantasma de que somos mi-
rados, permanentemente y en todas partes, la rostreidad alcanza a
todo, potencialmente —animales, máscaras, paisajes, partes del ros-
tro—. Disgregación del rostro, rechazo de su unidad: partes del rostro
recortadas, pegadas, devueltas a la superficie de la imagen. Magnifi-
cación infinita, monstruosidad del tamaño, o a veces, por el contrario,
liliputización. Toda suerte de daños, tachaduras, desgarraduras; se
araria, se desgarra, se quema, se tira.
Esto no es solamente un catálogo del museo de arte contemporáneo,
se encuentra en todas partes, en la prensa, en los anuncios, en la televi-
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 21

sión, síntoma vistoso de la de-rota.' Ese rostro que ya no se quiere re-


presentar como un rostro, ¿es aún humano? Si el rostro ya no es rostro,
¿qué significa esta pérdida? ¿Y de dónde viene? Si el rostro es origen
de la analogía, la historia de las imágenes seguramente tendrá algo que
ver. Una vez más hay que volver a empezar desde los inicios.

Rostro y representación

La imagen, en lo que nos concierne, habría aparecido en Grecia, al


mismo tiempo que la escritura, hacia el ario 800 a.d.C. De entrada, es-
tá vinculada a lo divino, que, sin embargo, le es todavía inconmensura-
ble: es lo que manifiesta el ídolo primitivo. Además el ídolo apenas es
aún una imagen (o no es de ningún modo una imagen si «imagen» ha
de implicar analogía). Según Jean-Pierre Vernant, se diferencia de ella
en casi todos los planos: su origen no es humano, no importa su forma,
sino su materia; su visión no es ni permanente ni pública, sino iniciáti-
ca y ritual. El ídolo en absoluto tiene un rostro representado, lo que no
quiere decir que no tenga rostro; pero ese rostro no es del orden de lo
visible, es el —literalmente inimaginable— de las fuerzas naturales
con las que se identifican los dioses.
El rostro representado aparece con el templo y la religión pública,
en la que el cuerpo humano y su rostro son expresión visible de los ac-
cidentes de la sustancia divina, que reflejan para darlos a ver. Así, la
extraordinaria sonrisa de las estatuas arcaicas no tendría nada de sonri-
sa humana, sino que sería una actualización sensible de la gracia, la
charis. En la misma época, las estelas funerarias comienzan a incorpo-
rar la figura del finado; ésta equivale, sin duda, a la persona tal como
había sido definida en vida, pero manifestando una idea abstracta, el
hecho de que esta persona es ahora un muerto que mora en el más allá
y en lo invisible.
La representación del rostro, en esta civilización, apareció a medi-
da que esos objetos particulares que eran las imágenes (todas religio-
sas) pasaron de la intención puramente mágica a una intención más
ampliamente espiritual. Así, aparecen al mismo tiempo la propia no-
ción de figuración, la noción de forma, con sus valores propios, y antes
que nada su valor expresivo, y, por último, la noción de representación,

1. El sustantivo défaile tiene un significado básico de «derrota» o «fracaso», aunque


también, como adjetivo aplicado al rostro, significaría «descompuesto», por lo tanto, sus-
tantivando, «descomposición». (N. del t.)
22 EL ROSTRO EN EL CINE

la idea de que una figura, una imagen pueda hacer las veces de divini-
dad, o de la persona del muerto (cada vez según un aspecto particular y
para cierto público). Pero, como todo momento de la historia humana,
éste se caracterizó por mirar hacia atrás, y no hacia adelante. Por eso la
imitación de la apariencia visible que supone la figuración se vivió co-
mo una crisis de la imagen en el sentido esencial, es decir, de la imagen
divina. Platón debía aún, mucho más tarde, manifestar claramente su
reticencia hacia la idea misma de figura de la divinidad, así como su
nostalgia de la forma antigua, más pura en cuanto más abiertamente in-
visible, de los símbolos divinos. Pero la verdadera naturaleza de esta
crisis se manifiesta mucho más claramente, para nosotros, en su repe-
tición dentro del cristianismo y del arte cristiano.
Desde el punto de vista intelectual, la Edad Media comenzaría con
Plotino, su retorno a las esencias platónicas y a sus tres hipóstasis (lo
Uno, el Intelecto, el Alma), modelo que los filósofos cristianos adapta-
rán sin demasiadas dificultades. En lo tocante a la imagen, este en-
cuentro se traduce en un acentuado retorno a la teoría de la imagen co-
mo expresión de una esencia, y, sólo a título accesorio, contingente,
como imitación de la apariencia. La representación del hombre cristia-
no se concibe así como expresión de la profundidad de la vida interior.
Luego deja de lado la búsqueda de una armonía de las proporciones del
cuerpo, a la que había llegado el arte griego, y se concentra, por el con-
trario, en la parte más interior de la apariencia exterior, en el rostro.
Simultáneamente, el concepto de imagen se ve casi de nuevo rede-
finido. Para Boecio, en el siglo vi, la imagen es una forma traspuesta en
la materia; su apariencia sensible es así importante, forma parte de su
definición, pero la imagen participa más de la forma que de la materia.
Progresivamente, esta definición se sutiliza, ampliándose y precisán-
dose a la vez la concepción que se hace de la materia de la imagen. La
luz se convierte rápidamente en una de las modalidades privilegiadas,
que será glorificada por el arte de las vidriera, evidentemente porque
la luz, aun siendo materia, está cerca de la esfera de las esencias (como
postulará de mamera más sistemática la «metafísica de la luz» de los fi-
lósofos árabes). Al mismo tiempo, el concepto de imagen se extrae de
Ia esfera de lo perceptivo, sin alcanzar por ello, como hará en los tiem-
pos modernos, lo psicológico-subjetivo, sino más bien adquiriendo un
estatuto «lógico» (Jean Wirth), filosófico.
La fórmula general, articulada por Hugues de Saint-Victor, es la de
la «similitud desemejante»: la imagen es desemejante de lo espiritual y
no obstante es una imagen legítima, se le parece por algún rasgo for-
mal. Lo visible y lo invisible se asimilan respectivamente de forma de-
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 23

finitiva a lo profano y lo sagrado. El verdadero rostro no es el que se ve,


sino la forma espiritual a la que alude lo visible. Todas las teorías me-
dievales de la imagen tendrán en cuenta esta realidad fundamental pa-
ra fijar otros tantos términos medios entre la naturaleza espiritual de la
imagen y su apariencia sensible.
El más célebre, el más importante de estos términos medios, es el
sistema del icono. El icono bizantino, y sus sucesores en el transcurso
los siglos, establece un término medio entre una forma antropomorfa y
una fuerte codificación simbólica que hace del icono un verdadero sus-
tituto de lenguaje inmaterial. Un elemento constante de estos códigos
es especialmente destacable: el icono sólo admite el rostro de frente, y
no el perfil. Este último, poco habitual; casi siempre denota la insigni-
ficancia o el carácter negativo de los personajes (en una representación
de la Cena, Cristo y los once apóstoles tendrán una cara; sólo Judas, el
traidor, tendrá un perfil).
Lo más significativo del arte bizantino son las representaciones de
Cristo. El rostro bizantino de Cristo no evoca más que muy lejanamen-
te la imagen a la que estamos acostumbrados, la del Salvador benévo-
lo cuyas facciones y expresión exudan amor, bondad y también sufri-
miento. El Cristo bizantino tiene la mirada aterradora, la boca apretada,
profundamente marcados los rasgos de la frente y de las-mejillas. Él es
el juez, justo pero severo, que veremos el último día, y a la vez el Je-
hová del Antiguo Testamento. Esta imagen destinada a inspirar admi-
ración, respeto y terror ocupa el más alto grado de los ábsides de las
iglesias. Imagen gigante situada en el punto crucial de la arquitectura,
para que todos la vean, que nos impone sin flaquear nunca su rígida
Faz, su mirada terebrante; es la materialización de la estabilidad divi-
na, opuesta a la inestabilidad de todo lo humano. Esta imagen tiene tan
poco de imagen terrestre que se puede considerar seriamente prescin-
dir de ella, como predicaron los iconoclastas.
Ese rostro que hoy en día sentimos corno expresivo, antes que nada,
sin duda estaba destinado a ser comprendido, no sentido, dentro del sis-
tema lógico que le dio origen. La enorme cara erística ignora la repre-
sentación de los accidentes de la sustancia, ignora el tiempo y el espa-
cio, para no representar más que la relación del mundo terrestre con el
mundo celeste mediante la generación del Verbo. Ignora el color mis-
mo de las cosas terrestres para traducir el color de las cosas espiritua-
les: no más rosa para la carne, sino ocre, el ardor de la carne se hace ar-
dor del espíritu. Por lo que se refiere a los iconos propiamente dichos,
a las pinturas sobre tabla de madera, es sabido que aquellas que repre-
sentan a Cristo se refieren a un origen mítico que le da por entero su va-
24 EL ROSTRO EN EL CINE

br. La Faz de Cristo que está pintada ahí no es una representación, si-
no la reproducción idéntica de una imagen no hecha por la mano del
hombre, ofrecida directamente, milagrosamente, por Dios (el mandilón
del rey de Edesa, el Lienzo de la Verónica).
La justificación última del icono erístico era sin duda política, de
manera que, defendiendo su imagen, la Iglesia se defendía a sí misma
(z,cómo podría ser en este mundo imagen de Cristo si no hay imagen?),
pero esto no tiene importancia. Lo importante es que el rostro represen-
tado en todos los iconos y, más allá del icono, en todas las imágenes del
Occidente medieval, haya sido un rostro suprahumano, haya sido siem-
pre, en última instancia, el rostro de Dios. Este rostro no es tanto un ros-
tro como una Faz, se descompone en partes, observando cada una de
ellas cánones estrictos, aunque es como entidad inanalizable que equi-
vale a la idea de la parte divina que hay en lo humano. Este rostro es el
más allá del rostro. (Una película, Iván el terrible [Ivan grozny, 19451,
se dedicará a explorar este más allá, de manera que los rostros que, a
causa de la tematización opresora del complot, a menudo se han toma-
do por máscaras, están en este filme enteramente contaminados por la
presencia insistente, visual y espiritual, indistintamente, de la Faz divi-
na: en los muros y en los techos, en los sucesivos rostros de Iván, y más
profundamente en la mirada frontal de la cámara.)
En la era humanista, el rostro seguirá siendo representado algunas
veces de frente. Serán éstas unas imágenes bastante raras, tal vez hue-
llas de lo sobrenatural, de un resto alusivo de presencia de lo divino.
Pero muy pronto, este valor residual ya no será apreciable, ya que la re-
presentación del rostro se habrá vuelto representación individual; a lo
sumo el retrato de frente mantendrá un valor un poco más esencialista,
como si quisiera petrificar un poco, monumentalizar o solemnizar, li-
brar al sujeto retratado de su contingencia, de lo lastimoso de su exilio
humano, solamente humano.
Con respecto al perfil, evitado por el icono, se convertirá en otra
imagen privilegiada del rostro, la de las medallas, los retratos emble-
máticos o vexilares: una imagen numismática, que hace, a su vez y en
otro registro, en este caso terrestre, una abstracción (fiduciaria) del ros-
tro. Más tarde, el perfil será el de los contornos realizados con el fisio-
notrazo, el de las siluetas; los primeros sellos de correos reproducirán
este perfil de los soberanos. En los tiempos modernos el perfil es una
moneda de cambio, un símbolo de riqueza, de poder, de estatus social
o simplemente de aserción identitaria; ni siquiera el célebre, muy hu-
mano retrato de Jean le Bon escapa completamente a ello. Si el rostro
de frente es un retrato que se pretende sobrehumano, el rostro de perfil
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 25

es a menudo algo diferente de un retrato (aunque pueda haber, como ha


recalcado Walter Friedlaender, una intención en el retrato de perfil: sig-
nificar que el sujeto nos evita, no nos incumbe).
El retrato como imagen vinculada a la persona existe desde muy
pronto. André Grabar ha señalado, por ejemplo, que la época paleo-
cristiana conoció diversos tipos de retrato, aunque no se buscaba en
ellos ningún parecido físico, por lo que de retrato no tienen más que el
nombre. Para que haya retrato en el sentido moderno, hace falta otra
cosa. Se necesitan usos del rostro que escapen en parte a lo simbólico,
a la solemnización, a la monumentalización, así como al intercambio
fiduciario: es preciso que haya una historia del rostro civil.
Esta historia no es fácil de hacer, y como toda historia que afecta a
la cotidianeidad, sólo se puede acometer de un modo indirecto. Courti-
ne y Haroche, que han ofrecido un esbozo de ella, la imician con la
emergencia de la noción de expresión, en todos los sentidos, ya que con
la nueva «civilidad» que caracteriza al Renacimiento aparecen la preo-
cupación por la comunicación, a la vez lingüística y gestual-mímica, y
también la preocupación por observar el rostro humano como revela-
dor de una interioridad, de algo oculto, de una profundidad: el lema de
este rostro es in facie legitur homo.
El hombre renacentista no era el primero ni en comunicarse, en con-
versar con sus semejantes, ni en expresar sus sentimientos a través de
los pliegues del rostro, pero la sociedad en que vivía fue la primera en
reconocer la importancia social de estas funciones, en codificarlas, en
hablar de ellas, en dar razones y modelos, en pocas palabras, en co-
menzar su historia, si es que sólo puede hablarse de historia a partir de
los documentos.
La historia del rostro en la era moderna tal vez sea (según la divi-
sión escogida por Courtine y Haroche) a la vez la de su expresividad,
de la libre inscripción de las pasiones sobre su superficie, así como la
de su civilidad, de la retención, del pulido y de la codificación de esa
inscripción para permitir la conversación. Sería la historia de los mo-
vimientos «simpáticos» y de los movimientos «voluntarios», reco-
giendo la oposición de Bichat (1800). Así es, en todo caso, como se de-
fine el rostro representado por el arte, unas veces se hará hincapié en la
expresión, el carácter, la personalidad, otras, por el contrario, en la
máscara social, la caracterización, la adecuación al decoro, la decencia.
El rostro, en toda su historia pictórica y teatral moderna, sigue dos ca-
minos, la exteriorización de las profundidades de lo íntimo, o bien la
manifestación de la pertenencia a una comunidad civilizada. La histo-
ria del rostro representado no es sino la de las proporciones relativas de
26 EL ROSTRO EN EL CINE

uno y otro, una dialéctica entre lo permanente y lo momentáneo que


Gombrich evidenció al oponer la máscara al rostro (la máscara, que
tiende a una tipología construida, social, diferenciable, comunicante o
simbólica, llega a dificultar la percepción del rostro individual, innato,
personal, expresivo, proyectivo, empático).
Hacia el final de esta historia pictórica y teatral del rostro, se acre-
cientan las tensiones. A finales del opresivo siglo xix burgués, el rostro
educado llega a ser aún peor que una máscara, una tapadera, un apaga-
dor que la presión contenida de los hervores consigue levantar de vez
en cuando, al tiempo que se escapa un soplo de expresión verdadera.
Todo el mundo sabe de qué manera la pintura alemana de principios de
siglo, que no por casualidad se bautizó como expresionismo, gustaba
de estos soplos, hasta el punto de prodigarlos sin cesar, de ver en ellos
el momento por excelencia de la verdad, luego de la belleza. Nuestro
siglo comenzó, pues, por este estallido del rostro en sus capas super-
puestas, conteniendo la exterior, aunque de una manera cada vez más
deficientes, las interiores, como en esta célebre página de Rilke:

Hay mucha gente, pero aún más rostros, porque cada persona tiene
varios. Algunos llevan un rostro durante años. Naturalmente éste se gas-
ta, se ensucia, revienta, se arruga, se da como unos guantes que se han
llevado de viaje [...1. Otras personas cambian de rostro con una rapidez
inquietante. Se prueban uno tras otro y los usan. Les parece que serán
para siempre, pero apenas han llegado a la cuarentena ya están en el úl-
timo [...]. No están acostumbrados a cuidar de los rostros: después de
ocho días el último está gastado, agujereado por algunas partes, fino co-
mo el papel, y además, poco a poco, aparece el forro, el no-rostro, y sa-
len con él a la calle.
Pero la mujer había caído completamente por sí misma, hacia delan-
te, sobre sus manos. [...1 Muy deprisa, muy violentamente, de forma que
su rostro quedó entre ellas. Podía verlo, ver su forma vaciada. Me costó
un esfuerzo inaudito no ir más allá de sus manos, no mirar lo que se le
había caído. Me estremecía al ver así un rostro por dentro, pero tenía aún
mucho más miedo de la cara desnuda, desollada, sin rostro.
(Los apuntes de Malte Laurids Brigge)

La definición de rostro representado en la era humanista podría ser,


pues, aunque se trate de un rostro representado por sí mismo y ya no
por un más allá, una trascendencia. Pero si este rostro no acabó de la-
minarse, ¿qué quiere decir «por sí mismo»?
El retrato es la respuesta a esta pregunta, y, como toda respuesta a
una pregunta contradictoria, es una suma de términos medios. ¿Qué es
un retrato? La representación, si se trata de representar, o la descrip-
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 27

ción, si se trata de describir, de una persona. Representación no es des-


cripción, y el retrato pictórico no es el retrato literario: uno muestra, el
otro evoca. Aunque también hay evocación en el retrato pintado, y el
retrato escrito no renuncia a enseñar. Barthes, al leer como cuadros los
retratos balzaquianos de Sarrasine, o Diderot, al poner como condición
del buen retrato un potencial de descripción y de narración, no decían
otra cosa que lo siguiente: lo pintado y lo escrito definen juntos, en su
contaminación recíproca, la norma del retrato. Que ni lo uno ni lo otro
sea esencial en la definición de retrato es consecuencia de que siempre
se trata, en el fondo, de encontrar, a través de una relación íntima con
la persona, una forma que se le pueda fijar y transmitir.
El retrato es un género expresivo, y además su historia está estricta-
mente de acuerdo con la de la idea misma de expresión. Para acometer
un retrato, hay que creer que podrá expresarse algo, que se le podrá ha-
cer salir a la fuerza de su corteza sensible, ofrecerlo a la vista o al en-
tendimiento, aunque sea con dificultad. El retrato tiene relación con la
verdad. No es que prometa forzosamente decir la del sujeto retratado,
sino que siempre dice que hay una verdad. El hecho mismo de intentar
un retrato quiere decir que se cree en la posibilidad de una verdad. Ade-
más, retrato no implica rostro. Hay retratos sin rostro y, por supuesto,
rostros sin retrato (entendamos por el momento: rostros pintados). Pe-
ro la exigencia de verdad, la necesidad fundamental de una suposición
de verdad depositada en la representación, vincula el retrato al rostro,
si es que el rostro está él mismo vinculàdo a la verdad, si es la verda-
dera ventana del alma. Es evidente que el retrato es el acto más impor-
tante que se pueda concebir respecto al rostro, ya que implica la unidad
de ese rostro en su verdad, o al menos con vistas a su verdad, debiendo
ser esa unidad contradictoria y tener en cuenta las laminaciones del
rostro.

Aunque no estemos en condiciones de descifrar esos signos, todo re-


tratista que reflexione sobre su arte puede confirmar esta aserción: un
retrato pintado al natural y bien hecho confiesa por sí mismo que es ver-
dad, es decir, que no se trata de un producto de la imaginación. Pero, ¿en
qué consiste esta verdad?
Sin duda alguna, en una proporción definida de cada una de las par-
tes del rostro con todas las demás, para expresar un carácter individual
que contiene un fin oscuramente representado [el subrayado es mío].
(Kant, Filosofia de la historia)

El retrato debe desdeñar las máscaras, los rostros sucesivos que Ril-
ke veía levantatarse como capas de cebolla, tiene que ver con el rostro
28 EL ROSTRO EN EL ClNE

que está bajo los otros y los fundamenta a la vez que fundamenta lo hu-
mano en el hombre.

Aunque el rostro no pueda escribirse, decirse ni representarse, es, sin


embargo, el fundamento de la locución, la inscripción y la representa-
ción: es el advenimiento del sentido.
(Jacques Cohen)

Luego sólo hay retrato si se cree en el hombre exaltado por su uni-


cidad, su individualidad, por muy compleja que sea. Hasta tal punto es-
to es verdad que sólo se puede hablar de retrato de grupo, de retrato co-
lectivo, de retrato de familia, por una metáfora a veces difícil de
admitir, como si el grupo, al ser retratado, se unificase en una persona,
tomase rostro.
Es la pintura, el arte de la pintura, la que ha inventado y difundido
la imagen-retrato, por lo que hay una sorprendente concomitancia en-
tre la historia de los conceptos pictóricos y la de los conceptos del re-
trato. La pintura ha puesto de manifiesto en él, en efecto, sus tres ma-
yores talentos: la puesta en escena, la elección del encuadre y la
fijación de lo accidental.
Puesta en escena: un decorado, un momento, una gestualidad, una
mímica, una colocación. La puesta en escena pictórica no es otra que la
del teatro, con la que siempre coincide, pero también tiene su propia -
historia. En el retrato, ésta sería, en el fondo, la historia de un continuo
recentramiento. El retrato comienza en los márgenes, como un garaba-
to en el borde de la hoja, o una firma bajo la copia, pero rápidamente
penetra en el campo definido por la perspectiva. Es la época del retrato
de assistenza, en el que el pintor o el donante son retratados en una zo-
na excéntrica de la escena (en 1568, Vasari enumera ochenta autorre-
tratos de este tipo). Más tarde, ocupa toda la escena; este centramiento
no terminará aquí, sino que llegará a ser tan intenso que hacia el fin de
la historia del retrato humanista, la escena explotará, o implotará, co-
mo en los retratos cubistas o futuristas.
Elección del encuadre: está aún más ritualizado, más determinado
por códigos, que la puesta en escena. Códigos sociales y afectivos de
distancia, de decencia y de licitud, de etiqueta o de cortesía, que lleva-
rán a Hyacinthe Rigaud a representar a Luis XIV de pie, a una distan-
cia respetuosa, mientras que Ingres representa a Granet en plano me-
dio, a una distancia de tuteo. Codificaciones del punto de vista y del
ángulo de visión, que extienden el registro de aprehensión: de frente,
de medio lado, de tres cuartos, hasta casi de espaldas, como hizo Mo-
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 29

net para Madame Gaudibert (1868). Juegos de la mirada misma, según


lo que hace con ella el modelo, que puede devolverla al pintor, esqui-
varla apenas, olvidarla resueltamente, ignorarla deliberadamente,
aceptarla o rechazarla. En pocas palabras, el retrato organiza entre pin-
tor y modelo los mil ardides de la seducción o de la elusión, dando lu-
gar a otras tantas situaciones retratísticas.
Lo accidental: a la vez lo circunstancial, lo que depende del lugar y
del instante, y lo fugitivo, lo que atraviesa el rostro con aires de contin-
gencia; pero el arte del retrato consiste en captarlo, en establecer su ne-
cesidad. El retrato es un arte del indicio, y dan el ejemplo los mismos
rasgos del rostro, que son otras tantas fijaciones de lo contingente he-
cho necesario (hecho alma, persona), en todas las concepciones domi-
nantes de la expresión del rostro, del siglo XVI al siglo xix.
El retrato, tras siglos de existencia, sobre todo después del culto que
le profesó la burguesía ascendente, ha llegado a ser para nosotros un
género fácil de aceptar, evidente, la manifestación suprema del rostro
en la imagen (se trata siempre, por el momento, de la imagen fija), in-
cluso, y quizás especialmente, cuando no se considera enteramente co-
mo retrato, o se considera en realidad como otra cosa. Los retratos de
los Médicis en la Adoración de los Magos de Botticelli o en la de Be-
nozzo Gozzoli (en la que Proust también reconocía el personaje de
Swann) aprovechan la astucia un poco ingenua de su diegetización pa-
ra enfatizar, solemnizar y quién sabe si eternizar un poco más las fac-
ciones de los individuos retratados. Más perverso, el retrato encubier-
to de Marie d'Agoult, que fue entre otras cosas la amante de Liszt,
retratada como Virgen al pie de la cruz (por Henri Lehmann, en 1847),
muestra la paradoja y la capacidad de seducción de una mujer munda-
na representada como virgen dolorosa. Aunque más cándidos, los in-
numerables retratos de burgueses holandeses en su hogar apenas alejan
el retrato de su trivialidad, excepto cuando la teatralización se hace pa-
tente, cuando la puesta en escena y la mirada acentúan ostensiblemen-
te las candilejas que nos separan de las figuras.
En resumen, el rostro ha llegado a ser, en y por el retrato, la apues-
ta más clara del arte pictórico, pero el retrato no ha hecho más que exa-
cerbar un estatuto que el rostro hubiera obtenido de todos modos. El
juego del retrato con la puesta en escena, el teatro, la mirada, en el fon-
do no dice más que esto: lo que está pintado me mira, por haber sido ya
mirado. Si es al rostro al que corresponde decirlo, es porque es el lugar
donde se fundamenta el sentimiento mismo de lo otro y de lo semejan-
te, de la pertenencia a una comunidad de semejantes y de la dificultad
de relación con el prójimo (en los siglos xvm y xix, «semejantes» quie-
30 EL ROSTRO EN EL CINE

re decir seres humanos, pero la comunidad que significa el retrato pue-


de ser mucho más reducida: un grupo, una orden, una clase, una reli-
gión, una familia).

El rostro captado por la fotografía

La primera tarea de los fotógrafos, en el siglo xtx, la más urgente,


fue adaptar el retrato. Ambigua adaptación, ya que quiso a la vez de-
mocratizar su práctica, permitiendo a los burgueses e incluso al pueblo
llano «hacerse un retrato», y" preservar su atractivo, su prestigio y casi
su magia, reproduciendo en el retrato fotografiado, tan fielmente como
fuera posible, las puestas en escena y los encuadres de la pintura.
Claro está que semejante ambigüedad era casi insostenible, no me-
nos insostenible que la asimilación de lo fotográfico a lo pictórico, por
lo que la foto no tardó en separar prácticas y concepciones del retrato.
Prácticas menores, la «tarjeta de visita fotográfica» de Disdéri, los re-
tratos nupciales y de primera comunión, el fotomatón, todas las prácti-
cas identitarias; prácticas mayores, que definieron un arte fotográfico
del retrato al mismo tiempo que los fotógrafos repensaban el rostro en
general. Las primeras estereotiparon progresivamente las proposicio-
nes de la pintura en materia de puesta en escena hasta reducirlas a su
mínima expresión: mirada interminablemente devuelta al objetivo, po-
se rígida, imposición de una media sonrisa. Las segundas tuvieron que
inventar nuevas apariencias para las mismas formas. Los artistas se en-
contraron de nuevo, principalmente, con el problema de toda represen-
tación del rostro, el de la verdad. En fecha reciente, el fotógrafo
François Soulages todavía hacía hincapié en que la «gran foto» es «la
que reconoce su incapacidad para captar el rostro, y obliga a verlo de
otra forma».
Representar un rostro para hacer su retrato (pertenezca o no al gé-
nero pictórico conocido como «retrato») es buscar dos cosas, a veces
contradictorias: la semejanza y otra vez la semejanza. La semejanza vi-
sual, verificable empíricamente con la vista, ajustable con los instru-
mentos de estudio, analizable en similitudes locales, en proporciones,
y la semejanza espiritual, o simplemente personal, que no se verifica
pero se siente, que no se analiza pero arranca la convicción. Gombrich,
al hablar de la imagen analógica, distingue en ella dos relaciones con la
realidad visual, guiadas por dos miras psicológicas, la del reconoci-
miento, que lleva a cultivar la analogía más elaborada, y la de la reme-
moración, que lleva a buscar estructuras simplificadas bajo lo visible
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 31

que dan lugar a esquemas. Esto es, por ejemplo, lo que se ha dicho del
pintor Thomas Couture (el profesor de Manet):

Su dibujo era somero, no mostraba ni la observación exigente de In-


gres ni las complejidades del método colorista de Delacroix, ese dibujo
«del interior», según la expresión de Baudelaire. Lograba reflejar la apa-
riencia de las cosas con éxito seguro, adaptando con el mínimo posible
de deformaciones cierto número de fórmulas elaboradas con esmero. El
método es particularmente notable en sus retratos, en los que el esque-
ma convencional sigue siendo aparente bajo los detalles más minucio-
sos que aseguran el parecido con el modelo. Este procedimiento es exacta-
mente el inverso de la laboriosa progresión de Ingres, que parte de una
observación atenta del modelo para obtener una forma abstracta, nueva
y singular.
(Charles Rosen y Henri Zerner)

Pero aquí no se trata de esta bipartición: las dos miras de Gombrich


en el arte del retrato forman parte de la primera semejanza, a la que re-
gulan y definen. El arte del retrato va más allá, mejor aún, comienza en
este más allá. Un retrato mostrará un parecido, sin duda, si reconozco
en él a la persona retratada, trazo por trazo y esquema por esquema, pe-
ro ese mismo reconocimiento, a diferencia del juicio de semejanza re-
ferido a un paisaje, a una naturaleza muerta, incluso a una escena pa-
norámica, significa que he encontrado en la imagen algo de la persona:
ese no-sé-qué que Diderot convirtió en la esencia de la pintura y que es
inmaterial e invisible.
La analogía y la esquematización son, una y otra, indispensables
para el retrato, ya que permiten, la primera, fundamentar la impresión
de reconocimiento de la persona retratada, y la segunda, evitar la indi-
vidualidad absoluta, la singularidad irreductible, remitirlas a los géne-
ros que integran la especie. Pero al mismo tiempo, estos dos principios
no dejan de tropezar uno con otro. La esquematización choca contra las
exigencias de la singularidad, del no-sé-qué y de lo inefable que guían
el reconocimiento, mientras que la semejanza encuentra su límite en el
esquema excesivo, el de la caricatura, la deformación (que busca, en el
fondo, una esencia del rostro). Y ambas están siempre sometidas, en úl-
tima instancia, a esa necesidad superior de dar cuenta, de modo inme-
diato, de una interioridad.
Hay que complicar, pues, la noción de retrato, al menos en dos sen-
tidos. En primer lugar, subrayando su trabajo de ficcionalización, más o
menos complejo, más o menos completo. La ausencia de ficción, el do-
cumental puro, es casi inconcebible en pintura (aunque la problemática
32 EL ROSTRO EN EL CINE

práctica del estudio «del natural» haya tenido su lugar en ella, como se
sabe, desde el principio de los tiempos modernos). Más exactamente, la
pintura ya sólo puede imitarlo, en un incremento de la ficción del que
proporcionó muchos ejemplos la pintura francesa del XVIII. Vienen a la
memoria los brillantes análisis de Michel Fried acerca de las figuras de
la absorción y del olvido fingido del espectador en obras de Chardin, de
Greuze o de Fragonard, que muestran la implicación literalmente retor-
cida de una puesta en escena semejante, ya que para producir el equiva-
lente del documental es necesario incrementar la puesta en escena. Por
lo demás, Diderot venía a decir lo mismo al comentar, por ejemplo, su
propio retrato realizado por Louis-Michel Van Loo:

Lo vemos de frente. Tiene la cabeza descubierta. [...] La falsedad del


primer momento influyó sobre todo lo demás. Esa excesiva Madame
Van Loo, que venía a cotorrear con él mientras lo pintaban, le dio ese ai-
re y lo echó todo a perder. Si se hubiese sentado ante su clavicordio y
hubiera tocado o cantado [...], el sensible filósofo habría adoptado un
carácter muy diferente, y el retrato lo hubiese notado. O mejor aún, ha-
bía que dejarlo solo, abandonado a sus ensueños. Entonces, su boca se
habría entreabierto, su mirada distraída se habría posado en la lejanía, el
trabajo de su muy ocupada cabeza se habría dibujado sobre su rostro, y
Michel hubiera hecho algo bueno.
(Salón de 1767)

Frente a esta apariencia de reportaje, la pintura a veces admite, por


el contrario, el teatro, la ficción, como en la Virgen de Lehmann, o co-
mo en esas inmensas dramatizaciones retratísticas tan del gusto de Go-
ya o Ingres. En pocas palabras, la imagen pictórica juega ya con su fic-
ción: la asume o, por el contrario, la niega, hace ostentación de ella o,
por el contrario, la disimula.
Pero esta primera complicación sólo tiene sentido relacionándola
con otra que la acompaña. Si el retrato es más o menos ficticio, es que
contiene un cierto grado de fingimiento, y que su astucia, o por el con-
trario su candor, tendrán por resultado separar más o menos tanto lo que
resalta del modelo como lo que resalta del sujeto. ¿Quién es el modelo
del retrato? Sólo hay una manera de concebirlo: el modelo es ese cuer-
po que se encontraba frente al ojo del pintor, es un punto de partida y
una garantía, o, dicho de un modo más exacto, lo que se denomina un
referente. Pintar el modelo es pintar lo que ha estado ahí, luego suponer
que alguien ha estado ahí. Pero también es indicar que el envite de la
obra está en otra parte, porque el retrato no debe expresar las cualidades
profundas del modelo, sino de aquello que hay que denominar sujeto.
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 33

Todo retrato tendría, pues, a la vez, un modelo (aquello de lo que


parte) y un sujeto (a lo que se encamina), distinción estética funda-
mental que nada tiene que ver con el hecho empírico de que sujeto y
modelo «son» frecuentemente la misma persona. La historia del retra-
to pintado, naturalmente, ha hecho lo posible para confundir modelo y
tema, ya que el género se ha sustentado, social y filosóficamente, en
su coalescencia. Para alcanzar al sujeto del retrato pintado en su ver-
dad (simbólica, como en el Luis XIV de Rigaud, psicológica, como en
el Monsieur Bertin de Ingres, fenomenológica, como en el retrato de
Madame Cézanne, social y filosófica a la vez, como en el autorretrato
de Poussin), incluso simplemente para poder pretenderlo, hay que dis-
poner efectivamente del modelo. Inversamente, la presencia del mo-
delo ante el pintor no tiene otro sentido que pretender un sujeto, has-
ta, incluso, en las desfiguradas transformaciones de la pintura del
siglo xx: aunque el sujeto del retrato cubista o de un retrato de Bacon,
por ejemplo, ya no sea el sujeto pleno del humanismo eso no lo anula
como sujeto (casi se podría hacer una historia de la categoría de suje-
to en el siglo xx a partir de su seguimiento pictórico a través del retra-
to pintado).
El retrato es el género pictórico que declina la noción misma de su-
jeto.
En ese campo de operaciones sobre la persona humana, sobre su
rostro, debió situarse la fotografía en el momento en que se ponía al co-
rriente con respecto al retrato. La fotografía admite que el modelo es,
como en pintura, el cuerpo de encuentro que se halla ante al objetivo.
El gusto aún vigente por la pose en el retrato fotográfico es una especie
de conjuración de lo aleatorio, de lo casual de este encuentro: cuajar al
modelo es afirmar su presencia efectiva, tan importante en un arte de
las apariencias y de lo visible.
Pero, sin embargo, el retrato fotográfico, al menos en sus modos ar-
tísticos mayores, también ha de tener que ver con el sujeto, so pena de
no ser más que una apariencia de retrato. Muy pronto asumió así, pues,
las mismas dificultades, y también reivindicó la misma nobleza que su
precursor:

Lo que tampoco se aprende es la comprensión moral de vuestro suje-


to, esa toma de contacto rápida que os pone en comunicación con el mo-
delo, os lo hace juzgar y orientar hacia sus costumbres, sus ideas, según
su carácter, y os permite ofrecer, nunca trivialmente ni al azar, no una in-
diferente reproducción plástica al alcance del último ayudante del taller,
sino la más familiar y favorable de las semejanzas, la semejanza íntima.
(Nadar)
34 EL ROSTRO EN EL CINE

Sobre todo, asumió los mismos fines: representar al sujeto humano


en su humanidad, representar el valor más profundo del rostro.
Esto se encontró con dificultades, y a los contemporáneos les faltó
sarcasmo para ridiculizar aquellos retratos al daguerrotipo que no sabían
más que reproducir mecánicamente el rostro, sin encontrar nada huma-
no que leer en él:

Examinad los retratos hechos al daguerrotipo: de cien, no hay ni uno


tolerable. ¿Por qué? Porque lo que nos sorprende y fascina no es la re-
gularidad de las facciones, sino la fisonomía, la expresión del rostro,
porque todo el mundo tiene una fisonomía que nos seduce a primera vis-
ta y que una máquina nunca reflejará. Lo que hay que comprender y re-
flejar de la persona o del objeto que se dibuja es, pues, sobre todo, el es-
píritu.
(Eugène Delacroix, septiembre de 1850)

Pero desde el fin del siglo xix, se había consumado la inversión que,
por el contrario, hacía de la fotografía la técnica milagrosa capaz de lle-
gar de forma infalible a la verdad a través de la apariencia. Al fijar au-
tomática y fielmente esas apariencias, al ser, en suma, como más tarde
dijo muchas veces André Bazin, una huella de la realidad, la fotografía
creyó disponer de los medios más rápidos, más poderosos, más inme-
diatos para alcanzar la verdad.

La atracción que la fotografía ejerce sobre nuestras emociones [...]


se debe ampliamente a sus dotes de autenticidad. El espectador acepta
su autoridad y, al verla, cree necesariamente haber visto esa escena o ese
objeto exactamente del mismo modo que si hubiese estado ahí.
(Edward Weston, 1945)

Esto suponía olvidar que, para que una verdad se inscriba en una
imagen, es necesario que alguien la inscriba. Al hacer tanto hincapié en
la verdad fotográfica, se nos condenaba, pues, a buscar en ella la escri-
tura de Alguien: Dios, lo real, el mundo. La foto sólo es verídica en tan-
to se espera leer en ella la palabra escrita de una trascendencia, y esta
«autoridad» aceptada de la fotografía no es tal si no remite, precisa-
mente, a un «autor».
Esta misma dificultad la encontró Barthes en La cámara lúcida,
cuando tuvo que reafirmar a la vez su antigua fórmula sobre la natura-
leza de la fotografía (el noema de la fotografía es el «esto ha sido»: au-
toridad de la fotografía que confirma el ser, mejor, el haber-sido de lo
representado) y dejar paso a su sentimiento de que lo que da valor a la
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 35

fotografía es otra cosa, el deseo obstinado de encontrar en ella un pare-


cido absoluto, completamente íntimo y personal, que va más allá de la
apariencia física y alcanza a la persona misma. Ni siquiera Barthes va
demasiado lejos, ya que la semejanza absoluta es, para él, lo que se per-
cibe si no se conoce del modelo más que su persona, su mito. Ahora
bien, habría que hablar más bien de absoluto respecto de esa sensación
de semejanza experimentada ante el retrato de alguien del que no se sa-
be nada de nada, o casi nada, ni siquiera el mito. La semejanza absolu-
ta es ese afecto que, ante ciertos retratos, nos embarga, se gana nuestra
convicción sin que sepamos por qué. No la produce nuestra intención,
sino que es ella la que viene a buscarnos. Barthes tendría que haber re-
conocido en ella la forma más violenta del punctum.
No es una casualidad que la fotografía haya conocido tantos episo-
dios pictorialistas. A pesar de su gran seguridad y su autoridad de do-
ble automático y perfecto, no podía dejar de estar obsesionada, subte-
rráneamente, por la conciencia de que, en el dominio de la semejanza
absoluta, su propia indicialidad la situaba en posición de inferioridad,
ya que parece condenada a no ser más que la huella, por perfecta que
sea, de lo real. El pictorialismo fotográfico está hoy poco menos que
desprestigiado, pero la actitud pictórica en fotografía no se limita a él,
ha alcanzado, y todavía afecta, a toda la herencia de la puesta en esce-
na, del encuadre, de la composición, e incluso a la cuestión del instan-
te y su afilada virtud (pregnante, decisiva).

repetimos, corresponde al fotógrafo encontrar la pose que conviene al


modelo, medir y disponer la luz; es ahí donde debe demostrar realmente
su sentido artístico y su personalidad [...]. Evidentemente, para com-
prender y sobre todo para seguir sus condiciones, siempre difíciles de
satisfacer, hay que tener un profundo sentimiento de la belleza y del
arte, imaginación, gusto, destreza, un espíritu ingenioso, el ojo pronto y
seguro, en una palabra, ser artista por nacimiento y por conocimiento;
pero aquí sólo hablamos del fotógrafo artista, y no del simple operador.
(Alexandre Ken, 1864)

Los acontecimientos suelen ser tan ricos que giramos a su alrededor


a medida que se desarrollan. Se busca una solución. A veces se encuen-
tra en algunos segundos, a veces lleva horas o días; no hay solución es-
tándar, ni recetas; hay que estar listo, como en el tenis. II...1 Es necesa-
rio llegar, mientras se trabaja, a la conciencia de lo que se hace. [...] Se
construye casi al mismo tiempo que se aprieta el disparador y, según se
sitúa la cámara más o menos lejos del motivo, se resalta el detalle, se le
subordina o bien nos tiraniza. [...] La composición ha de ser una de nues-
tras preocupaciones constantes, pero en el momento de fotografiar no
puede sino ser intuitiva, porque nos enfrentamos a unos instantes fugaces
36 EL ROSTRO EN EL CINE

en los que las relaciones son inestables. Para aplicar la razón de la sec-
ción aérea, la medida del fotógrafo no puede estar más que en su ojo.2
(1-lenri Cartier Bresson, 1953)

Se completa así un ciclo histórico; pintura y fotografía no son más


que un único arte del retrato, un arte a la vez de lo concertado y de lo
milagroso, un a4 tanto de fijar el tiempo como de sorprender («Así
pues, manténte así, ¡eres tan bello!»). Pero esta historia también está
bloqueada en ese funcionamiento demasiado perfecto en el que el arte
del retrato utiliza lo absoluto de la verdad y lo fugitivo del instante, con
el rostro como motor y envite de esta tensión.

Cine: ¿Mehr Gesicht?

Leída retrospectivamente como invención de una «imagen-movi-


miento», la invención del cine debería dar la impresión de tomar parte
en esta genealogía, encontrarse a la vez con la pintura y la fotografía y,
en el campo del retrato, emplear esa superioridad para fijar el movi-
miento en el instante, perfeccionando así la huella y corrigiendo algu-
nos de sus defectos. Por desgracia, es ésta una impresión puramente teó-
rica. De todos los dispositivos precinematográficos inventados hacia el
fin del siglo xix, solamente dos se plantearon también la cuestión del
retrato, al menos si se cree en su autodenominación como «retrato vi-
vo». Pero estas dos tentativas, la del inglés William Friese Greene y la
del francés Georges Demeny, fueron, desde todos los puntos de vista,
fracasos absolutos. De los dos, fue Demeny quien se acercó más al re-
trato: no es que su dispositivo fuera mejor que otros (tenía una deuda
enorme con Marey), pero fue el único de los exploradores del movi-
miento de la figura humana que tuvo la idea de realizar una fotografía-
en-movimiento de un rostro. Todas las historias del cine reproducen
ese rostro, esas dieciocho imágenes de un rostro que pronuncia «Te
quiero». Curiosa elección la de esta frase. Para iluminar correctamente
el sujeto, se concentró sobre él la luz solar mediante dos espejos, de
manera que, cegado, tuvo que cerrar los ojos, por lo que su postura «era
un verdadero martirio». No es extraño que dijese la frase «con cara de
circunstancias». En realidad, el error de Demeny no se debió tanto a
sus insuficiencias técnicas, a su inexperiencia financiera, como a este

2. El reconocido fotógrafo francés juega con la expresión avoir le compas &ras I 'oeil,
que significa «tener buen ojo». (N. del t.)
A PROPÓSITO DE UN ROSTRO 37

fallo: hacer decir «Te quiero» a un hombre al que el sol quema los ojos,
y no saber sacar provecho de ello, contentándose con obtener «diecio-
cho imágenes durante el segundo que tardó en articularlo».
Deveny había bautizado su aparato como fonoscopio, para «recor-
dar su parentesco con el fonógrafo: uno permitía oír la voz, el otro la
dejaba ver sobre los labios». El «retrato animado», fotografía en movi-
miento de una voz, tocaba el punto sensible, articulaba uno de los pun-
tos implícitos importantes del retrato: ese hálito que sale de las bocas
abiertas de los retratos pintados de repente podía leerse corno palabra,
como voz. Para saberlo, para saber que el «retrato vivo» planteaba la
cuestion del retrato, hubiera sido preciso no ofuscarse tanto. Pero el ci-
ne no lo inventaron personas con una visión normal, sino miopes.
El efímero «retrato vivo» no tuvo continuidad alguna, se vio rápi-
damente desbordado por el cinematógrafo, por Lumière-Méliès, el do-
cumental y la fantasmagoría: no más retratos sino paisajes, la vida-tal-
como-es, y finalmente la ficción, nada más que la ficción. En una
historia del cine bloqueada rápidamente por las excesivas exigencias
de la industria, el retrato nunca llegó a ser un género, y todo lo que se
le acerca se mantuvo cuidadosamente en los márgenes de la industria,
en los peldaños de la historia. El Cinématon de Gérard Courant, con to-
da su capacidad inventiva alimentada por más de mil participantes, es
un indiscutible perfeccionamiento de los logros de Demeny. En él los
sujetos se presentan conscientemente como sujetos, se parecen, a veces
más de lo razonable. Sin embargo, la mayoría de las veces ese retrato
se conforma con el programa trazado por el título, es un retrato robot,
abiertamente calcado del vulgar fotomatón, y también de aquellos
otros retratos, también robots, que realizaba Warhol en su Factory en
los arios sesenta. Del mismo modo, los rostros célebres que se ven en
Gil/naces, o en Stars, del pintor Erró, a mediados de los arios sesenta,
sólo son retratos en un sentido muy paródico.
Si existe en alguna parte una eclosión del retrato animado, en el
fondo habría que buscarla en el inagotable tesoro del cine privado, aun-
que el cine de aficionado, como la fotografía de aficionado, está por de-
finición fuera de la historia del arte. Partiendo del factótum Demeny, el
retrato en movimiento se ha acomodado a los fines del interminable
bricolage de los aficionados: yo, usted, todos. Millones de retratos de
los que no hay nada que decir fuera del círculo familiar, por amplio que
sea éste.
¿Y el cine, el cine reconocido como arte? ¿Qué ha hecho del rostro?
A decir verdad, ha tenido que hacer mucho para saber cómo tratar el
rostro, porque en principio se preocupó de otras cosas. Tal vez por no
38 EL ROSTRO EN EL CINE

haberse dedicado conscientemente a ello desde sus comienzos, el cine,


al prodigar los atajos, los callejones sin salida, los rodeos en su trata-
miento del rostro, se ha debido encontrar de nuevo, sin estar preparado
para ello, con los problemas pictóricos (y fotográficos) del rostro, in-
cluido el del retrato. Además, a las respuestas que ha aportado les ha
faltado muy poco para poder incluirse en las vicisitudes y contratiem-
pos del rostro representado en el siglo xx.
Pero no anticipemos cosas. Y retornémoslas allá donde el cine mis-
mo las tomó: justo un poco después del apogeo del rostro humanista,
en el momento en que, dominando aún aparentemente de forma exclu-
siva, estaba muy cerca, sin embargo, de dejar ver su fisura. Para com-
prender mejor el papel que desempeña el cine en el resquebrajamiento,
fragmentación o desaparición de este rostro, veamos primero cómo lo
perpetuó. Hablemos en primer lugar del rostro ordinario del cine.
39

Vivir su vida, de Jean-Luc Godard


40

Old Wives for New, de Cecil B. De Mille

Le jour se lève, de Marcel Carné

La circulación
41

Sally, la hija del circo, de David W. Griffith

Los muelles de Nueva York, de Josef von Stemberg

...de la palabra y de la mirada


42

Joan Crawford en un filme no identificado (hacia 1926)

La Venus rubia, de Josef von Sternberg

El rostro destacado: del glamour hollywoodiense


43

La palabra, de Carl T. Dreyer

Persona, de Ingmar Bergman

...a la luz del alma... o de la neurosis


44

The Lady and the Mouse, de David W. Griffith

Prunella, de Maurice Tourneur

La interpretación del actor:


45

Histoires d'Atnérique, de Chantal Akerman

Zelig, de Woody Allen

...de la pantomima a la práctica «mimética»


-16

Au hasard Balthazar, de Robert Bresson

Dalle nube alia resistenza, de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet

¿Un rostro por detrás sigue siendo un rostro?


2. El rostro ordinario del cine

No es que sólo el hombre público tenga una vida interior cargada de


posibilidades. Sería ridículo afirmarlo. ¡Cuántos hombres privados,
convencidos de ser «privados», merecen una estima más sincera que los
otros! Se convendrá que no se les puede tomar como objeto de estudio,
más que en los casos fortuitos en que sea posible entrar en su intimidad.
Pero lo que llamamos, a imitación de los ingleses, «el hombre de la
calle», se presta poco a estas indagaciones. Vive en estado de intercam-
bio, de compromiso. Para llegar ã serei digno ciudadano de un país o de
una civilización, el individuo empleará la mayor parte de sus fuerzas en
reprimir las manifestaciones molestas de su personalidad. El horno-civis
típico es el hombre que ha conseguido, en parte por atavismo, en parte
por convencimiento interior, eliminar toda singularidad de su persona.
Pierre Abraham, 1929

Yo sé lo que pretenden los técnicos del cine. Pretenden que el actor


tenga que vivir su personaje sin preocuparse de lo demás. Y, en cuanto a
las reacciones del público, dicen que es el director el que tiene que pre-
verlas, provocarlas y «asegurar su rendimiento» imponiendo a los acto-
res tal movimiento, tal entonación, tal gesto, en una palabra, unas reglas
de juego que les parecen de una infalibilidad absoluta.
48 EL ROSTRO EN EL CINE

Ahora bien, ¿por qué les parecen infalibles? Porque están verifica-
das. Porque ya las han experimentado mil, diez mil veces. Etiquetan y
clasifican entonaciones y mímicas ¡y se enorgullecen de haberlas «es-
tandarizado»!
Sacha Guitry, 1936

Si existe una estandarización cinematográfica, hay que buscarla pri-


mero en lo que ha dominado durante mucho tiempo, en lo que todavía
hoy sigue emergiendo del pasado, en el cine clásico. Al igual que la
modernidad, el clasicismo cinematográfico no se deja encerrar en fe-
chas, en definiciones. Se le puede definir por la ficción, por la puesta
en escena y la dramaturgia, por la transparencia, por la adecuación en-
tre un modo de producción y un modo de visión, por la excelencia del
medio, qué más da: cada uno tiene su definición, pero el cine clásico
existe, y es americano.

El cine sonoro, o el retorno del actor

El clasicismo americano conoció al menos un acontecimiento capi-


tal, una verdadera revolución, la del sonoro. Ahora bien, esta revolu-
ción zanjó muchas cosas, como cualquier revolución, pero en primer
lugar, y paradójicamente, en la imagen cinematográfica. La imagen
muda se veía tentada a menudo por la imagen, la metáfora, lo figurado,
si no lo simbólico. El sonoro, hoy, es contemplado, frecuentemente,
como una especie de liberación de la imagen, que ya no tiene que re-
presentar serenamente el mundo sin transmitir su pesantez significan-
te, respondiendo al fin a esa muda súplica de los personajes de la pan-
talla: que se les dote de palabra.

A la larga se siente casi una irritación por el obstinado mutismo de


esas siluetas gesticulantes. Dan ganas de gritarles: pero, ¡decid algo!
(Adolphe Brisson, 1908)

A ese filme supuestamente mudo le faltaba desesperadamente la pa-


labra. Los protagonistas reclamaban el lenguaje y ya no se contentaban
con su propia apariencia; exigían su expresión verbal.
(Alexandre Arnoux, 1944)

Esta tesis es muy conocida, la propuso en su época André Bazin, y


la ha resucitado recientemente con entusiasmo Alain Masson (que no
tiene palabras lo bastante contundentes para la onerosa y abrumadora
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 49

visualidad de la imagen muda). Es dudoso que un cambio profundo de


tal magnitud haya podido dejar completamente intacto el lugar del
hombre en la imagen y sus modalidades.
El rostro del sonoro se distingue del rostro del mudo —todo rostro
parlante de todo rostro mudo, con minúsculas excepciones— en que ya
no tiene la palabra a su cargo. Ésta viene dada por separado, material-
mente, por lo que el rostro ya no tiene que traducirla en signos articu-
lados, como había tenido que esforzarse en hacer el cine primitivo, ni
que obviarla para buscar zonas alingüísticas, zonas de pura expresión
o de pura contemplación. El rostro parlante se acopla a la palabra, fun-
ciona con ella, y de ello se puede deducir, primero, que funciona, que
actúa. O, dicho de otro modo, que la primera problemática del rostro
parlante, del sonoro a secas, es la del actor.
La problemática del actor está cargada de historia, de tradiciones a
veces insistentes y excesivas, pero a las que el cine, hasta entonces, só-
lo había sabido hacer frente como enemigas. El actor de teatro, la tea-
tralidad, fueron otros tantos epónimos de cine malo, de cine desnatura-
lizado, para todos los paladines del arte mudo. Para quien hubiera
olvidado la querella del teatro filmado, que movió pasiones a mediados
de los arios treinta en Francia, lo recordó de nuevo, con innumerables
resurrrecciones más recientes, en los años cincuenta a propósito de
Guitry o Cocteau, a propósito de Rivette, de Rohmer, de Straub, espe-
cialmente Straub.
El teatro, que era el enemigo, deja de serlo para convertirse en un
modelo, o más exactamente una fuente estética, por medio de una no-
ción, la de escena. La cuestión del teatro, la del actor, que es su prime-
ra traducción práctica en todos los primeros pasos del cine hablado, se
plantean esencialmente en torno a los equivalentes que inventará el ci-
ne, de la escenicidad y de la presencia escénica. La noción de escena
tiene, como mínimo, dos caras: atañe a la extensión, al área de repre-
sentación, al espacio, pero también a la duración, a la unidad dramáti-
ca, al tiempo. El cine inventará unos equivalentes con arreglo a estas
dos dimensiones, y se planteará, desde el inicio de los arios treinta, a la
vez, la cuestión de la reproducción del espacio en continuo, o sea, del
plano, y la cuestión de la reproducción de la continuidad, con o sin
elipsis, pero de forma articulada, es decir, la cuestión de la secuencia.
Ahora bien, estas dos cuestiones, ricas en desarrollos para la estética
cinematográfica en general, también han delimitado el dominio de los
problemas del actor de cine sonoro.
Existe, en el interior del plano, una forma de interpretar específica-
mente cinematográfica, pero esta especificidad no es original, no es
50 EL ROSTRO EN EL CINE

nueva. La interpretación hablada es ante todo una forma de transformar


la interpretación teatral para hacerla cinematográfica. Primer factor de
esta transformación: la atenuación. Esta idea no nació con el sonoro, y
los actores de los años diez y veinte sabían perfectamente que ante la
cámara no se interpretaba igual que ante la platea, sino con mucha me-
nor intensidad. Esto tenía una sencilla explicación, a partir de una
constatación topográfica: por lo general, la cámara estaba mucho más
cerca que el espectador de teatro. No era, pues, necesario exagerar los
efectos para que fuesen perceptibles; toda exageración era, por el con-
trario, forzosamente excesiva, ridícula, perjudicial. El sonoro no hace
más que confirmar esta idea, convirtiéndola en la verdad de todo el ar-
te del actor, incluida la dicción.

En escena, un actor debe, en conformidad con el sentido de cierto


pasaje, murmurar algunas palabras. Sin embargo, no le es posible mur-
murar de verdad, ya que tiene que hacerse escuchar por la persona que
está en la última fila de las localidades de platea, que ha pagado su en-
trada como los demás y que tiene todo el derecho a que se le tenga en
cuenta. Hablará, pues, en el tono correspondiente a la convención teatral
del murmullo. El actor de cine ha de murmurar realmente sus réplicas,
porque su público eventual está cómodamente sentado en lo que corres-
ponde a la primera fila del patio de butacas.
(Lionel Barrymore, 1939)

La interpretación cinematográfica se atenúa a través de su emisión


vocal, de su mímica. Pero nada altera su esencia teatral, en el sentido
de que la interpretación teatral debe ser contemplada por el espectador
de una manera confortable, satisfactoria y plena. El rostro ordinario del
cine es, en primer lugar, un rostro transitivo, fático, debe hacerlo todo
para ser visto y oído por su destinatario.
Pero este primer principio se complica con un segundo factor, más
propiamente fílmico, la fragmentación. La interpretación del actor ci-
nematográfico es fragmentada, en efecto, al menos en dos sentidos. Se
reparte, en primer lugar y espectacularmente, entre varios planos, cuyo
conjunto compone la escena y ha de mantener alguna homogeneidad.
Pero además es fragmentada, de un modo menos evidente aunque igual
de importante, por la repetición. El plano, o lo que se llama de forma
más precisa, una vez acabado el filme, un plano, es en realidad casi
siempre sólo una parte de las múltiples tomas que se han tenido que ro-
dar para obtener ese plano. El actor, obligado a producir a su gusto ca-
da fragmento de interpretación, a idear una técnica para eso, debe ser
también capaz de producirlo dos, diez, cincuenta veces (y no es una ci-
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 51

fra metafórica, sino que está demostrada por algunos rodajes «heroi-
cos» de Renoir, de Bresson). El oficio de actor, y también el de ese «di-
rector de actores» que es el realizador, se identifica ante todo con el ar-
te de la toma. Según una anécdota relatada por Mary Pickford:

Yo debía sollozar amargamente [...]. Las lágrimas [...] han de dar


una impresión de realidad, ser expresivas, en una palabra [...]. Comen-
cé, pues, a llorar quince minutos antes del inicio del rodaje y de la gra-
bación del sonido de la escena. Lloré hasta que mis mejillas estuvieron
empapadas de lágrimas. Cuando llegó el momento de la escena en la que
debía ser asesinada, estaba completamente preparada.

Lágrimas, risas, cólera, terror, todo ha de producirse a voluntad. Pe-


ro la mímica ya no basta, se necesita una realidad sensible, casi tangi-
ble, que la toma pueda tomar, es decir, nuevas técnicas interpretativas.
¿Qué es la toma? La palabra sugiere captura: hay que atrapar algo.
Pero, ¿qué? La naturaleza, la realidad, indiscutiblemente, y lo que ob-
sesiona a todos los actores en los inicios del sonoro es conseguir ser na-
turales.

A un actor [...] se le puede pedir interpretar una escena en un deco-


rado en el que no hay nada más que un árbol, pero es un árbol auténtico
que funciona como un árbol con perfecta naturalidad. No es un acceso-
rio que el público vaya a aceptar como árbol. Por eso el actor está obli-
gado a competir con esa realidad y a tener tanta soltura en su naturalidad
como el árbol.
(Lionel Barrymore)

La idea circuló mucho por Hollywood y obsesionó a los actores du-


rante toda la edad de oro. Spencer Tracy la formuló de un modo iróni-
camente lacónico —«El único método: saber tu texto y evitar chocar
con los muebles y los demás actores»— que comparten todos los acto-
res intuitivos. Una fórmula que hicieron suya John Wayne o Robert
Mitchum, y que prevaleció hasta la aparición del Método y del Actors
Studio. En El desprecio (Le mépris, 1963), un filme que es una especie
de oda (fúnebre antes que triunfal) al cine clásico, Jean-Luc Godard di-
rige a Brigitte Bardot y reconoce, como un pérfido cumplido, que ac-
túa «con una naturalidad perfectamente vegetal». De este punto final a
la valoración de la naturalidad «semejante al árbol» data el fin del cla-
sicismo.
Pero la toma no captura solamente la naturalidad, o al menos no la
captura sola. Lo que toma es también la naturalidad del tiempo que pa-
sa, el paso del tiempo al natural. ¿Evidencia? No del todo. El cine fue
52 EL ROSTRO EN EL CINE

inventado, evidentemente, para representar el tiempo, pero el cine mu-


do, a menudo, buscó antes picos de tiempo, movimientos, saltos, que el
simple paso del tiempo, en particular sobre un rostro. Y sobre todo, los
usos poéticos del rostro en la estética muda pretendían, como se verá,
convertir el tiempo en una expresión visible, visualizar el tiempo y ca-
si detenerlo.
El rostro parlante, que apenas se pone en juego en el plano, es, por
el contrario, el que deja pasar el tiempo. Registra el paso del tiempo
para devolverlo al espectador en forma de tiempo pasado, sin determi-
nar nada de sí mismo. Pero este carácter transmisivo aún está más cla-
ramente acentuado en la relación entre planos sucesivos, en el montaje
de la secuencia. El rostro se convierte ahí en un medio de hacer pasar
el sentido, de un plano al siguiente, del conjunto de los planos a la se-
cuencia, de la secuencia al espectador. Lo que se ve sobre el rostro vie-
ne de las necesidades del relato, de la obligación de la continuidad se-
mántica y semiótica de un plano al siguiente, pero también de la
exigencia de claridad. Este rostro se utiliza para ser comprendido.
Esta última observación también es muy común, ya que el valor que
cobra el rostro en esta concepción del cine todavía es el estado ideoló-
gico dominante del rostro cinematográfico. Un soporte narrativo que
hace pasar el sentido de mano en mano, un valor de cambio destinado
a circular en el mercado de la representación cinematográfica, una fi-
gura siempre intercambiable por otras figuras: así es este rostro.
El efecto-Kulechov (lo llamaremos «efecto-K» para no confundir-
lo con las míticas experiencias del profesor Kulechov) es un emblema,
y también un epónimo, de este valor de cambio, de esta circulación del
rostro como ficha del juego semiótico. El efecto-K es maravillosamen-
te ambiguo, ya que puede leerse de dos modos muy diferentes, sea co-
mo un efecto de contaminación, sea como un efecto de globalización
diegética. Ante la famosa sucesión de planos del rostro de Mosjukín y,
por ejemplo, de un plato de sopa, de un cadáver, de una mujer desnuda
(una de las versiones canónicas de la experiencia), se podrá leer sobre
este rostro, por contaminación y respectivamente, el hambre, el miedo,
el deseo. O bien se podrá, simplemente, comprender una lógica de la 1
mirada y restituir una más o menos compleja situación diegética.
De modo un poco sorprendente, es este segundo aspecto el que se
observa, como han demostrado algunos dispositivos experimentales
recientes (particularmente, el de Martine Joly y Marc Nicolas). Este as-
pecto también se ve privilegiado en las glosas teóricas del efecto-K,
aun en aquellas que, con André Bazin, aborrecen al máximo la idea de
que sea posible, mediante una sucesión artificial de planos como la an-
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 53

tenor, obtener, gracias a la magia del montaje, una unidad imaginaria.


Lo que es innegable es la construcción de un sentido global de la esce-
na vía la transmisión de algo por el rostro, aun cuando en el mito, di-
gamos, pudovkiano del efecto-K, sea el primer aspecto el que se dé co-
mo central, el hecho de que el rostro, afectado por su vecindad,
adquiere la expresión.
Esta ambigüedad es muy valiosa. Delimita con mucha exactitud,
aunque de un modo muy esquemático, la división entre dos valores del
rostro, entre los que osciló constantemente el cine de la época muda. Si
no se temiese el lado simplista de una dicotomía como ésta, se podrían
etiquetar esos dos valores como un valor de uso y un valor de cambio:
un valor de uso que hace del rostro un objeto excepcional, un lugar de
expresividad tendencialmente inmóvil (no es el rostro el que se mueve,
ya que no es más que una superficie destinada a recoger, para inscribir-
lo, aquello que difundirá en él el mundo —diegético— circundante); un
valor de cambio que, por el contrario, lo convierte en un puro operador
de sentido, de relato y de movimiento, el pivote de la narratividad y el
vínculo de la diégesis. En ambos casos se olvida el actor, su cuerpo e in-
cluso su rostro, en beneficio de una abstracción. Tal vez Gérard Legrand
no estuviese equivocado al decir esto de la experiencia de Kulechov:

Despreciaba a priori al actor, y parece que no tenía otra pretensión


que beneficiar un sistema «imperialista» con respecto a los actores, sis-
tema que ha sido, después, el de Hitchcock.

(El final de Frenesí [Frenzy, 1972], con ese plano en el que el falso
culpable, manivela mortífera en mano, y el comisario de policía inter-
cambian una mirada cargada de diez significados en uno, en presencia
de un cadáver de mujer desnudo, desorbitado y grotesco, es una espe-
cie de apogeo cómico del efecto-K.)
Esta distinción entre «cambio» y «uso» es una caricatura, es evi-
dente. Sobre todo, como advirtió Jean Baudrillard, que la utilizó anta-
ño a propósito de los objetos sociales, es sesgada, ya que no puede es-
tablecerse más que desde el punto de vista ideológico dominante,
siempre el del valor de cambio. Por eso, desde el punto de vista del so-
noro, desde el punto de vista de los estándares cinematográficos que
están forzosamente más cerca del nuestro, un supuesto valor de uso del
rostro (mudo) no podrá ser más que una anomalía estética, una mons-
truosidad, como en el slapstick o en el expresionismo, en el mejor de
los casos un valor no delimitable y de empleo incierto, como la fotoge-
nia, o un suplemento perfectamente inofensivo, como el glamour.

ti
54 EL ROSTRO EN EL CINE

La boca habla...

¿Qué es un actor? Un cuerpo que se desplaza, que imita, que vale por
un personaje. Llegado el caso, en algunas variantes como el método Sta-
nislavski o el del Actors Studio, un ser que sufre, que expresa, que trata
de significar por todos los medios que vive, que es presa de emociones.
Un cuerpo, en toda su complejidad. Fuera del cine, el arte del actor to-
mará de vez en cuando, por haber prestado excesiva atención a ese cuer-
po, un cariz de ritual, de ascesis, de chamanismo, como en el teatro eu-
ropeo de finales de los arios sesenta, Grotowski, el Living Theatre.
El cine hablado, sin duda, tiene que ver con todos estos aspectos del
actor. Recordamos que, en el cine americano de los arios cincuenta-y-
cinco-sesenta, el Método (el del Actors Studio de Lee Strasberg) se
convirtió en una consigna, un dogma o un milagro; pero a menudo,
también, sus esfuerzos contorsionistas se entendieron como la prueba
de su impotencia para producir realmente cuerpos. Además, ninguna
estética práctica del cine se ha cimentado nunca sobre una considera-
ción real del cuerpo de los actores. Lo que caracteriza a todos los acto-
res de Hollywood —y también a sus actrices— es que su cuerpo, ágil,
bien adiestrado, bien alimentado, bien vestido también, pasa, la mayo-
ría de las veces, desapercibido, en un amable no man's lancl de la cor-
poreidad en el que se escabulle sabiamente intentando no llamar de-
masiado la atención.

Criatura eminentemente singularizada, aunque sea para trabajar so-


bre su tendencia al anonimato, tal corno atestigua poderosamente Jane
Wyman en Sólo el cielo lo sabe [Ali That Heaven Allows, Douglas Sirk,
19551, su rostro liso y blanquecino, sus expresiones indefinidas y su dis-
creto hieratismo transforman su aspecto en la pantalla hasta que puede
llegar a imprimirse en ella el de cualquier mujer americana de cuarenta
arios; cuerpo corno cualquier otro cuerpo atravesado por el colectivo y
que excede por eso la obra en la que participa, el actor [...1, al fin, apela
a lo universal.
(Nicole Brenez)

El cuerpo del actor clásico está ahí en lugar de cualquier otro cuer-
po que el espectador quiera superponerle o sustituirle (el suyo, el de su
«raza», de su clase, de su tipo). Este valer-por no es ni inocente ni es-
pontáneo, se obtiene, por el contrario, mediante un trabajo considera-
ble, bien representado en el fondo por la fórmula del actor-árbol. Pero
lo esencial del trabajo del actor, lo esencial del trabajo estándar del ac-
tor de cine no está ahí, o no solamente ahí, sino en el rostro.
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 55

El rostro ordinario del cine es ese lugar de imágenes en el que el


sentido se inscribe fugitiva y superficialmente para poder circular. So-
bre todo ese rostro no debe abrirse demasiado, ya que de este modo el
sentido se imprime profundamente en él, lo esculpe, lo marca con
arrugas duraderas. El rostro ordinario es idealmente liso, los signos
codificados de una emoción deben pasar por él como las ondulaciones
sobre el agua (la interpretación de Paul Newman en La gata sobre el
tejado de zinc [Cat on Hot Tin Roof, 1958], de Warren Beatty en Es-
plendor en la hierba [Splendour in the Grass, 19611, de Marlon Bran-
do en Un tranvía llamado deseo [A Streetcar named Desire, 19511,
hoy son vistos como testimonios de una época pasada). Este rostro está
hecho para hacer pasar, para emitir y, correlativamente, para recibir.
Sólo deben funcionar en él —siempre— la palabra (la boca) y la mi-
rada (el ojo).
La boca habla. Esto parece un poco simple en su evidencia. Pues, en
verdad, una boca no habla: es la voz la que transmite la palabra, no la
boca; esta última puede, a lo sumo, emitir sonido. Lo propio del rostro
parlante es justamente que la boca llegue a imaginarse como el lugar de
emisión de una palabra, como la sede visible de un invisible ligado al
alma: la voz. La cuestión de la voz no es, sin duda, propia del cine, más
bien es el psicoanálisis el que la ha acometido en fechas recientes con
mayor seriedad. Pero esta cuestión ha aparecido, a menudo, como una
de las cuestiones estéticas fundamentales del cine, porque es el origen
de una serie de problemas que manifiestan a la vez la dificultad de pen-
sar la presencia corporal en la imagen fílmica, la dificultad de pensar la
'voz como emanación del cuerpo en general, y la preeminencia conce-
dida a la palabra por el cine sonoro. Dicho de otro modo, este rostro
parlante que denominamos rostro ordinario del cine es, desde este pun-
to de vista, el momento de unidad que se supone perfecta entre boca,
palabra y voz, pero bajo la férula de la palabra.
Primer aspecto de esta sumisión: el olvido, o el desdén, en el que se
mantiene la imagen vocal. Toda voz se reconoce por una imagen que
no se limita a su timbre pero en la que éste toma parte. Hasta cierto
punto, una voz es, al igual que un rostro, un «objeto» con el que la co-
municación se sitúa, de entrada, en el nivel más íntimamente humano.
Conozco a alguien cuando conozco su rostro, pero puedo además co-
nocer a alguien por su voz, sin perjuicio de que los dos no casen dema-
siado bien. Cada uno encontrará sus propios ejemplos de esto, pero se
puede citar, genéricamente, el de la gran rival del cine sonoro, la radio.
El ente radiofónico no me es conocido más que por su voz, y de esta
voz puedo inferir mucho, pero, evidentemente, no una imagen exacta
56 EL ROSTRO EN EL CINE

del rostro. La cuestión es, pues, la siguiente: el rostro por una parte, la
voz por otra, son las dos vías principales que me permiten acceder a la
humanidad del otro hombre. Ahora bien, ¿qué relación puede haber en-
tre un rostro y la voz de ese rostro (si se hace la pregunta desde el pun-
to de vista del cine, de la imagen), entre una voz y el rostro de esta voz
(si se hace desde el punto de vista de la radio, del sonoro)?
Éste será, sin lugar a dudas, el problema más importante del cine de
posguerra. Incluso en los filmes finalmente más artificiosos de la Nou-
velle Vague, que no tienen más que una herencia lejana del neorrealis-
mo, esta relación está prácticamente en el centro de la concepción del
trabajo del actor. La voz de Belmondo en Al final de la escapada (À
bout de souffle, 1959), voz infantil bastante ligera, irónica pero inse-
gura, templa su rostro de boxeador maltratado, mientras que la voz de
Jeanne Moreau en Jules y Jim (Ju'es et Jim, 1961), por el contrario,
confirma y aumenta la carga sexual de su rostro. Más recientemente,
esta preocupación se verá sistematizada, en un Straub por ejemplo, en
el que la relación rostro-voz se incluye en una dialéctica generalizada
del actor y del personaje.
Pero el rostro ordinario escamotea este problema. No es que los ac-
tores no tengan voz. Las prescripciones relativas a esta voz, por implí-
citas e inefables que hayan sido siempre en Hollywood, fueron también
excepcionalmente vigorosas, como supieron por propia experiencia
aquellas estrellas del mudo a las que las pruebas de voz devolvieron de
un día para otro a su origen teatral (como Jannings), al anonimato (co-
mo Pola Negri) o a la decadencia (como John Gilbert). La voz del ros-
tro ordinario debe, a la vez, estar marcada y no marcada: tener un tim-
bre reconocible, un ligero acento si se tercia, pero no ser demasiado
característica. Debe, pues, mantenerse prudentemente en una reducida
gama de timbres, de acentos, de tesituras. Pero, además, debe no con-
tradecir al rostro, ni comprometer su funcionalidad (Gilbert no purgó
tanto una voz de falsete, como se ha dicho, como una voz que no se
adaptaba a su mirada de seductor).
Las demostraciones, aquí, son casi demasiado simples, comenzando
por la observación, vulgar pero esencial, de que es el cine del rostro or-
dinario el que inventó el doblaje y la postsincronización. La invención,
sin duda, estuvo motivada por razones económicas y técnicas, ya que la
difusión de filmes en versión original creaba una intolerable Torre de
Babel y el sistema de versiones múltiples era costoso y complicado, por
lo que desde ese momento la lógica capitalista había de imponer el do-
blaje. Pero esta solución, elegante técnica y económicamente, es estéti-
camente criminal, y si la práctica del sonido directo no basta por sí mis-
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 57

ma para garantizar que una voz se corresponda bien con un rostro, la del
doblaje, con toda seguridad, lo impide.
El doblaje, en efecto, confirma la absoluta sumisión, si no de la voz
al rostro, al menos de la imagen vocal a la imagen a secas. La voz del
actor que dobla un cuerpo, un rostro, debe situarse obligatoriamente en
un registro imaginario que es el que define, siempre en referencia a los
ideales dominantes de la persona y de los tipos, la imagen de ese ros-
tro. La mayoría de las veces se propondrán como voces dobladoras vo-
ces en exceso neutras, que imitan a veces la tesitura, incluso el timbre
del actor doblado, pero evitando producir la más mínima impresión
personal, limitándose al grado cero de la voz. Gary Cooper, John Way-
ne y Robert Mitchum doblados al francés o al español tendrán, de for-
ma absurda, poco más o menos la misma voz.
Esto aún se aprecia mejor en la simple postsincronización, en la que
el actor «se dobla a sí mismo»: en efecto, se dobla y se desdobla, ofre-
ciendo unas veces su voz, otras su rostro, pero sin poder ofrecer los dos
simultáneamente y, por lo tanto, abriendo una brecha entre ambos, una
dehiscencia en la que siempre sufre la voz. De vez en cuando (pocas
veces), algunos cineastas se han esforzado en jugar con ella: en El sig-
no de la muerte (Grand Jeu, 1934), de Jacques Feyder, Marie Bell in-
terpreta dos papeles, y en uno está doblada por una voz «grave y ronca
[...] de manera que el malestar que embarga al protagonista al oír una
voz que no coincide completamente con el rostro del que emana se tra-
ducía en nuestro malestar ante el procedimiento» (Bardèche y Brasi-
llach). Pero está claro que, en este caso, es la diferencia de la voz con
el rostro, y no su conformidad, lo que se utiliza positivamente para
producir un efecto.
El doblaje implica una técnica, la del lipping (,cómo traducirlo:
«labiaje»?), o sea, una coincidencia lo más perfecta posible entre mo-
vimiento de labios y fonación, que significa a su vez que no es la voz la
que va primero, sino la palabra. Aunque la profundamente perversa
disconformidad de una voz y de un rostro puede ser a veces soportable,
uno nunca se habitúa a la desincronización del movimiento de los la-
bios. La boca habla: esto quiere decir que queremos que hable visible-
mente, que los ojos sean jueces de lo que escuchan los oídos. El lipping
fue inventado como técnica realista, pero es un intrumento de la mayor
irrealidad, ya que permite volver a unir una voz a un cuerpo.
El rostro hablante es, pues, el que ha dominado y casi acabado con
todos estos problemas. Su voz está sometida, canalizada: la palabra va
primero, y la boca debe acomodarse a ella, haciéndose ella misma dis-
creta. Por lo demás, existen excepciones a esta discreción, pero se to-
58 EL ROSTRO EN EL CINE

leran precisamente como exceso, tipología, excentricidad... Las bocas


grandes, carnosas, están proscritas, salvo en algunos casos. Entonces
se hacen tanto más obscenas: véase a Al Jolson (aunque su boca dema-
siado grande parezca estilizada, recuerdo del minstrel show), véase a
Maurice Chevalier (aunque su obscenidad crudamente sexual está casi
fuera de lugar, aceptable a causa de su tipología, por otra parte un poco
ridícula, de french ¡ayer). Las voces, más aún que las bocas, deben
mantenerse en una restringida gama que no se haga notar demasiado,
con las evidentes excepciones del exotismo (Dietrich, Garbo), del bur-
les que (Fields, Lewis), del «secundario» un poco caricaturesco (Walter
Brennan)...

... y el ojo mira

Más trivial todavía: el ojo está hecho para mirar, pero también para
ver. Quien dice «mirada» puede pensar también en el sujeto que mira,
y en lo que le aporta su mirada. No es en este sentido en el que el rostro
hablante utiliza sus ojos. Por el contrario, el ojo siempre debe desem-
peñar en él, como la boca, la función de un emisor-receptor: emite y re-
cibe comunicación. Todo Quai des brames (1938) está hecho para in-
ducir un intercambio de miradas, los ojos en los ojos («¿Sabes que
tiene unos bonitos ojos? —Bésame...»); todo el principio de Les visi-
teurs da soir (1942) se dedica a oponer la mirada fascinada de Marie
Déa sobre Alain Cuny a su incapacidad para mirar a los enanos defor-
mes presentados por el trovador.
El valor de cambio atribuido al rostro ordinario se manifiesta, así
pues, también a través de esto: el ojo no es un lugar de interioridad, si-
no el soporte y el origen visible de una vectorización, la de la mirada
concebida como pura funcionalidad. En esto, más aún que en razón de
su movilidad, se diferencia el rostro ordinario del cine del rostro pinta-
do. En efecto, la boca, móvil y parlante en uno, inmóvil y muda en el
otro, no es la misma en la pintura y en el cine; lugar de paso de la pala-
bra en este último, en la primera es un elemento expresivo importante,
y sólo el dibujo animado habría sido capaz de reconciliar estos dos va-
lores, especialmente en los personajes caricaturescos, animales antro-
pomórficos a lo Disney, personajes grotescos a lo Betty Boop o Pope-
ye. En cambio, el ojo desempeña en ambos una función comparable, la
de soporte y vector de la práctica, de la estrategia de las miradas.
Ahora bien, ¿qué mira la mirada representada? En la pintura y en el
cine clásicos, potencialmente, dos objetos: o bien otro personaje, otra
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 59

mirada, o bien el espectador, también otra mirada, pero inconmensura-


ble. Es cosa de dirección y de distancia mutuas de la mirada represen-
tada con otra mirada: la del pintor o la de la cámara En este nexus de
miradas desplazadas en el tiempo y el espacio se reconoce lo que urde
la situación representativa en general, definida corno institución y es-
tablecimiento de relación entre espacios.
Se encontrarán, pues, los problemas de puesta en escena y de en-
cuadre, poco más o menos idénticos, tanto en el cine como en la pintu-
ra. La pintura ha puesto en escena sus figuras, incluidas las de los re-
tratos. Ha creado puras ficciones, figuras disfrazadas, o bien ha
transformado el modelo en símbolo. En todos los casos, ha debido de-
cidir entre ciertas respuestas a las mismas preguntas. El modelo ¿debe
mirar hacia el pintor —y el personaje hacia nosotros— o bien evitar
mirar? ¿Debe devolver la mirada o bien ponerla en juego dentro de un
campo diegético? ¿Se tomará de lejos, de cerca, de frente, de tres cuar-
tos, de perfil, incluso de espaldas?
Los arios veinte y treinta fueron un período de exploración sistemá-
tica de los ángulos y de las distancias de cámara con respecto al rostro
que habla o que mira, eclipsando, este interés por los ángulos y las dis-
tancias, la mayoría de las veces, todo posible interés por los ojos, la bo-
ca misma, ya que estas variaciones y exploraciones están determinadas
por esa obligación a la que nada escapa: hacer circular. La mirada del
rostro ordinario está ocupada en un trabajo interminable, solamente
comparable a la circulación de las palabras. Uno de los géneros domi-
nantes de los arios treinta será la screwbull comecly, esa especialidad lo-
gorreica del cine americano que ilustraron Capra y Hawks, en la que el
problema de la palabra consiste en ir lo bastante deprisa como para
atrapar la fuga entrelazada de las miradas. Pero la circulación es la re-
gla absoluta, nada, ningún género escapa de ella:

[...] un director es un señor que cuenta una historia con imágenes, igual
que un novelista escribe con palabras. Por ejemplo, observad cómo Bec-
ker cuenta en Fa/balas (1945) una escena de ruptura entre dos amantes.
La cámara pasa de un personaje a otro, se detiene, se pone de nuevo en
marcha, subraya un diálogo, evidencia un sentimiento. Una mirada, una
boca que se crispa, un parpadeo, una frente tensa. Es un lenguaje, una gra-
mática, una matemática maravillosamente sugestiva.
(Alexandre Astruc, 1945)

Gramática, matemática: la puesta en escena del rostro ordinario es


cosa de reglas y cálculo. En éste, como en muchos otros puntos, el di-
bujo animado realista enunció crudamente la verdad del sistema que
60 EL ROSTRO EN EL CINE

debe reproducir conscientemente. Dos colaboradores de Walt Disney


resumen su doctrina hablando de la «animación» de las expresiones y
del diálogo: no hay que decir demasiado en un dibujo (hay que dejar
que se constituya el sentido en la circulación y en el cambio); no hay
que dejar que la expresión contradiga el diálogo (este último, funda-
dor y director, va primero); la expresión debe ser recogida por todo el
cuerpo a la vez que por el rostro (este último no es más que la cristali-
zación de un cambio en el que está empeñado el cuerpo entero). Algu-
nas observaciones más específicas insisten en el papel de los ojos, de
la boca:

Como cada vez que nos enfrentábamos a un nuevo problema, íba-


mos directamente a lo esencial: el rostro, los ojos, las cejas. [...I
Un intercalado mal colocado o mal dibujado puede pasar por alto un
brazo o una pierna, pero nunca un ojo. Como ha dicho Walt, el público
mira los ojos, y es en ellos en los que hay que gastar tiempo y dinero si
se quiere que el personaje actúe de forma convincente.
(Frank Thomas & Olhe Johnston)

No podría haberse dicho mejor (incluido el vínculo expresamente


establecido entre norma estilística y norma económica, y también en-
tre labor de los ojos y poder de convicción).
Lo que distingue el papel de la mirada en este rostro es también el
debilitamiento o la desaparición de su referencia al antecampo. En la
historia del retrato abundan los rostros que coquetean más o menos
cándidamente, más o menos audazmente con el eje del antecampo.
Casi todos los Ingres, como la mayoría de los Bronzino, nos miran. De
un modo más general, habría casi un dispositivo canónico que impli-
ca una distancia media, una posición ligeramente oblicua del torso,
una mirada que roza la del pintor: esto aún se observa en el retrato fo-
tográfico hasta la frontera del siglo xx (tras lo que la foto de retrato
tenderá a acercarse, obligando a un trabajo aún más riguroso con el eje
de mirada).
El rostro cinematográfico está atrapado en otro dispositivo escéni-
co cuya figura privilegiada sería el campo-contracampo, en el que el
objetivo es sesgado, y la mirada, representada por el cruce de otra mi-
rada representada. El antecampo cinematográfico no pertenece al ros-
tro ordinario. Es el muy conocido tabú que afecta la mirada a la cáma-
ra, que confirman y refuerzan todas las excepciones reseñadas. Así, al
darse cuenta, durante su estudio de Marnie, la ladrona (Marnie, 1962)
de una mirada de la protagonista hacia el antecampo, Raymond Bellour
le dedica un largo comentario, como a un hecho relevante: ahora bien,
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 61

esa mirada, que «dura» dos o tres fotogramas, apenas es perceptible en


la pantalla. Marc Vernet (que propuso el término «de este lado» para
sustituir una expresión «confusa»), que apunta a su vez otros ejemplos,
advierte que esta mirada en muchas ocasiones se dirige de hecho a otro
personaje, que se descubre gracias a un movimiento de cámara o al
montaje, o que se supone gracias al diálogo.
Pero en el otro extremo, el retrato pintado ha jugado mucho con la
desaparición, o elusión absoluta, de la mirada del modelo. Modelo que
ignora o que finge ignorar al pintor, como en las figuras «abstraídas»
de Chardin o de Fragonard; elusión del valor simbólico de la mirada,
en el retrato de perfil; juego con la ausencia de representación de esa
mirada, en esos retratos —más recientes, en general posteriores a la fo-
tografía— en los que el modelo es tomado «de nuca», si no resuelta-
mente de espaldas, como Bonnard en su estudio de Cannet, perdido en
la contemplación de su lienzo e ignorando el objetivo de Gisèle
Freund.
Al cine se le permite todo esto, al menos en teoría, aunque el cine
clásico apostó extraordinariamente poco por estos registros. El perfil
es, en el filme de ficción ordinario, una pose rara, nunca mantenida (en
De entre los muertos [Vertigo, 1958], la escena en la que Scottie reco-
noce a Madeleine en la silueta de perfil de Judy ante la ventana se pre-
senta precisamente como una excepción a esta regla). El encuadre de
tres cuartos de espaldas se reserva prácticamente para los personajes
más indefinidos, mientras que un segundo rostro, en el mismo encua-
dre, se verá de tres cuartos de frente. Estos ángulos, en realidad, no son
funcionales, ya que el rostro que comunica debe presentar, bastante vi-
sibles, los dos lugares de la comunicación, el ojo y la boca. (Su no-uti-
lización se percibe frecuentemente casi tan transgresiva corno su ocul-
tamiento. Véase, por ejemplo, el poderoso desasosiego que provocan,
en la escena de la autopsia de El hombre del cráneo rasurado [De man
die zijn haar kortilet knippen, 1965], los planos de Miereveld, de fren-
te, sin poder ocultar su rostro a lo que no quiere ni ver ni, menos aún,
mencionar.)
Este juego de ángulos, de distancias, de encuadres, finalmente más
restringido en el filme que en el cuadro, ha 'sido, sin embargo, cien ve-
ces más comentado y mucho más frecuentemente teorizado. Evidente-
mente, esto se debe a que el filme se fundamenta, más que el cuadro, en
la exactitud de estos efectos. El éxito del filme, no como obra de arte,
sino simplemente como representación narrativa eficaz, pasa por la
consideración de las relaciones de mirada y de palabra, por lo que no es
sorprendente que también se haya procurado, muy a menudo, leer es-
62 EL ROSTRO EN EL CINE

tas relaciones según sus consecuencias espectatoriales.' Los términos


privilegiados hace poco por esta lectura, los de la identificación, no son
los únicos posibles, y el paralelismo, frecuentemente esbozado, entre
el cambio permanente de punto de vista y de encuadre, la variación
continua de los fenómenos de focalización, y por último las microva-
riaciones de la identificación «secundaria», sólo son una manera de de-
cir que lo que importa en el encuadre cinematográfico es que encarna
la posibilidad de un ojo móvil, o mejor, variable.
El rostro ordinario del cine es, pues, ese rostro parlante y observa-
dor, observado él mismo sin cesar por un ojo aéreo, y que remite a un
sujeto de ficción, atrapado en una red comunicacional y social. Es el
soporte de todas las prácticas de la enunciación y la narración, pero
también el soporte de la identificación, el de la experiencia fílmica. Es
un rostro que trabaja sin cesar, de plano a plano y en el plano, con vis-
tas a un intercambio de rostro a rostro.
Esta definición es un poco decepcionante, ya que no parece carac-
terizar ningún período en particular de la historia del cine. Presenta el
carácter de evidencia de los fenómenos ideológicos pregnantes, como
si el rostro parlante fuera algo evidente, algo que se satisface con una
reproducción naturalista del rostro natural. A lo sumo parece sugerir un
contraste entre los inicios del sonoro o apogeo del mudo, donde el ros-
tro se consumiría en el cambio, y todas las concepciones del rostro ci-
nematográfico que han acentuado más su valor de expresión o de con-
templación. Esta definición tiene todos los defectos de las definiciones
de lo ordinario.

Ordinariedad de lo ordinario

Hablar de ordinario es, pues, muy fácil, pero «ordinario» es uno de


esos términos que la historia del lenguaje ha recargado de sentido, has-
ta el punto de convertirlos en contradictorios. Este término, en su uso
corriente, ya no designa más que lo no-extraordinario, lo mediocre. Ya
no tiene más que una débil resonancia de lo que entrañó de orden, de
ordenamiento, es decir, de medio para hacer escapar lo común de lo co-
mún. Sería preciso poder conservar esta ligera resonancia, aunque no

1 Aquí, y en otras partes de este libro, se utilizan los términos «espectatorial» y «crea-
tonal» en el sentido que ha concedido a estos neologismos el Instituto de Filmología de
Étienne Souriau: respectivamente, «que reside subjetivamente en el espíritu del especta-
dor» y «radicado esencialmente en el pensamiento, sea individual, sea colectivo, de los
creadores del filme».
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 63

fuera más que para no confundir el rostro ordinario con un rostro me-
dio, por ejemplo.
Hubo un momento de la historia del cine en el que se puso de mani-
fiesto, más que en otros, un deseo de orden, de regularidad. Los arios
treinta y cuarenta, sobre todo los treinta, y en el cine americano en par-
ticular, fueron, dentro del lenguaje cinematográfico, los de la comuni-
cación, del intercambio de plano a plano y de rostro a rostro. La rapi-
dez de estos intercambios aumenta poco después de mediada la década
de los treinta: especialmente, la frecuencia de los raccords basados en
el cruce de miradas crece regularmente (de un veinte por ciento en 1920
hasta casi un cuarenta por ciento a principios de los arios cuarenta). Es-
tos datos en cifras significan, sin duda, mucho menos de lo que esperan
los estadísticos miopes, pero no obstante pueden confirmar ligeramen-
te lo que indica el análisis estilístico: el filme de los arios treinta está
compuesto de planos relativamente cortos, que se comunican entre
ellos abundantemente, por el juego de miradas cruzadas.
Todo esto no basta, o apenas basta, para representar un periodo,
un sistema. Incluso se podría afirmar que la década de los treinta no
es diferente del conjunto de la edad clásica del cine americano, ya
que no hace más que estimular un poco más ciertas tendencias ya pre-
sentes en el cine mudo, que perduran aún después de la guerra. Se
puede encontrar exagerada la tesis de David Bordwell, según la cual
de 1917 a 1960 no habría ninguna modificación capital en los princi-
pios esenciales del estilo clásico. Pero, indudablemente, algunos de
estos principios se han mantenido, y en todo caso, los que atañen a la
escenicificación (equilibrio, centramiento, frontalidad, ausencia de
primerísimos planos que autonomicen el rostro) y a la continuidad es-
pacio-temporal (mantenimiento del centramiento en el tiempo, siste-
ma de entradas y salidas, «regla de los 180 grados», etc.). Lo que ayu-
da a comprender el libro de Bordwell, Staiger y Thompson es por qué
los arios treinta tienen ese estatuto privilegiado. El marxismo de Stai-
ger juega aquí con ventaja, hace coincidir prosperidad del studio sys-
tem y prosperidad de la regularidad estilística: hubo regla, y estricta,
porque hubo división sociotécnica del trabajo; esta regla favoreció el
estilo continuo y escénico porque era el que permitía una división de
este tipo.
Hollywood ha sido verdaderamente el epítome de cine, también su
prototipo, para bien y para mal. Pero esto puede entenderse de dos mo-
dos: Hollywood, «la Meca del cine» (Cendrars) hacia la que se volvían
todos los cineastas mundiales, ha sido un modelo por la fuerza del mo-
delo capitalista; pero este modelo no salió de la nada, como tampoco se
64 EL ROSTRO EN EL CINE

generalizó por el mero poder de los dólares, sino que se constituyó co-
mo una herencia, una regla tradicional. El 'cine ordinario de Hollywood
y de otros lugares ha tratado el rostro como sólo él podía tratarlo, como
atributo de un sujeto libre e igual en derecho a todos los otros, pero que
debe siempre volver a poner en juego su libertad y su igualdad con-
frontándola con la de los otros sujetos libres e iguales. El rostro ordi-
nario del cine es también el de la democracia occidental, es decir, ameri-
cana y capitalista. Es uno de los rasgos del imperialismo, su ordinariedad
es un orden.
El rostro ordinario, estado ideológico de la representación del ros-
tro, no puede más que mentir sobre sí mismo, a menos que en eso se ha-
ga pasar por neutro, transparente, que lo haga todo para no ser visto.
Los críticos americanos de preguerra, en particular los de los arios
treinta, se mostraron, como ha señalado Bordwell, singularmente cie-
gos a todos los rasgos definitorios del estilo clásico. Se podría añadir
que fueron ciegos ante la transitividad de los rostros, y sobre todo ante
el hecho de que esta transitividad no es innata.
De hecho, sólo hubo teorías generales, que iban más allá del cine,
que partían de problemáticas bastante más amplias, de orden filosófico
y literario, por ejemplo. Hoy casi no tiene mérito distinguir esto: el ros-
tro ordinario del cine, forjado entre 1920 y 1940, y que sobrevive luego
con más o menos fortuna (hasta en la ciénaga de los telefilmes y otros
seriales melodramáticos), no llegó a ser concebible hasta después de
1940, y más bien en la posguerra. Ya que estamos redondeando, se po-
dría poner como origen del marco conceptual que será el del rostro co-
municante el libro de Sartre L'imaginaire (1940).
La noción sartriana de imaginario no es nueva, y además, se podrían
aplicar muchas de las observaciones de Sartre, indistintamente, al cine
hablado y al más simbolista de los filmes mudos. No obstante, si el ci-
ne mudo salía de una búsqueda de imágenes, el sonoro, en lo esencial,
abandonó ese mundo del símbolo y de la imagen para situarse en el
mundo de lo imaginario. La cuestión central para Sartre es saber si hay
conciencia de una presencia real (como en el arte perceptivo) o creen-
cia en una presencia imaginaria. Pero estos dos estados son dos estados
de conciencia más, y la reflexión de Sartre rechaza de antemano todas
las consideraciones sobre una «presencia mágica» del universo fílmi-
co, tan fuerte que «anularía el juicio». La creencia es un estado de con-
ciencia vinculado a la conciencia imaginaria (de la cual la «conciencia
fílmica» de J.-P. Meunier no es más que una variante).
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 65

No hay mundo imaginario. En efecto, sólo se trata de una cuestión


de creencia. [...1 Lo único que queda es que cada imagen se dé como ro-
deada de una masa indiferenciada que se erige como mundo imaginario.

La consecuencia es bien conocida: las tentativas de racionalizacion,


en orden más o menos disperso, del Instituto de Filmología de Étienne
Souriau; la recuperación y desarrollo, por parte de Bazin, del tema de
Ia creencia; el éxito al fin de este mismo tema desde otro punto de vis-
ta, el psicoanalítico, que se prolongó unos quince arios. En este último
aspecto la descendencia teórica de Sartre, lejana y la mayoría de las ve-
ces involuntaria, estuvo más cerca de una teoría del rostro ordinario,
esencialmente en torno a la cuestión crucial de la mirada, o más am-
pliamente, en torno al nudo imaginario (trenzado en lo simbólico, en
lenguaje lacaniano) entre las tres miradas: de la cámara, del espectador
y del personaje. Hubo incluso la tentativa, aunténticamente sartriana,
de Jean-Pierre Meunier —tan desfasada en el tiempo que pasó inad-
vertida—, que, en 1969, elaboró una teoría de lo espectatorial en la que
la identificación tiene dos funciones psicológicas esenciales: compren-
der las conductas percibidas, o al menos comprender el sentido que tie-
nen dentro de la historia en curso, y participar («estar-con» o «ser-
como», según el caso).
Este enfoque parece tanto más pasado de moda cuanto que, en 1969,
el cine preocupado por la artisticidad precisamente procuraba escapar
a la noción de personaje. Pero a toda la teoría del cine le ha costado tra-
bajo librarse de la referencia al cine de lo «ordinario», cuando no ha re-
forzado, implícitamente, los presupuestos de este cine. Los estudios del
relato cinematográfico, por ejemplo, ¿se distinguen del estudio del re-
lato literario por otra cosa que la referencia a la mirada como vector de
la narración o al funcionamiento de una palabra fílmica?
Esto no quiere decir que nada haya cambiado en las teorías cinema-
tográficas. Pero, en la medida en que lo ordinario participa del orden de
las cosas, no ha sido el objeto de la teoría, sino su presupuesto. La au-
sencia de una teoría de lo ordinario como tal, al mismo tiempo, su pre-
sencia infusa en el corazón mismo de las aproximaciones más preocu-
padas por apoyarse en otro corpus que el clasicismo hollywodiense,
son los síntomas más evidentes de su estatuto mismo de ordinario. Del
mismo modo en que la mirada y la voz mueven a su antojo el rostro, lo
imaginario mueve a su antojo el cine, y no hay más que decir, o casi.
66 EL ROSTRO EN EL CINE

El glamour: un suplemento anodino

O casi: si el rostro ordinario no sirviera para nada más que para co-
municar de la pantalla a la pantalla, su funcionamiento sería insoporta-
blemente abstracto. Ha habido, pues, que inventar algo que lo hiciera
más concreto, más carnal. Ese algo fue el glamour.
El glamour es hijo de la naturaleza mediática del cine, luego de la
necesidad que ha tenido de publicitar sus filmes. El cine primitivo ha-
cía esta publicidad con ampliaciones de fotogramas, que reproducían
escenas intrigantes o espectaculares de los filmes. Con motivo de la in-
vención de la estrella, debió aparecer un nuevo tipo de fotografía pu-
blicitaria, que reproducía un rostro. De hecho, se sabe que las cosas tar-
daron un poco más de tiempo en concretarse. La primera estrella fue
anónima, conocida en 1910 solamente como «The Biograph Girl» (su
nombre, Florence Lawrence, interesó más tarde a los historiadores).
Pero los primeros retratos de estrellas no se hicieron hasta los arios
veinte. Ahora bien, con la foto de la estrella aparece, o mejor, se difun-
de a escala masiva ese peculiar efecto que es el glamour.
Glamour quiere decir «encantamiento», en todos los sentidos, in-
cluido el más literal, y encanto (hipnótico) sería un equivalente bastan-
te exacto (es verdad que glamour es una bonita palabra, que casi rima
con amor). Lo cierto es que, a partir de 1920, se convirtió en un valor
inevitable en la fotografía, que tuvo sus ritos, sus procedimientos, sus
periodos. A un glamour «dulce», que daba a los rostros un aspecto so-
ñador, predominante durante los arios veinte, sucedió un estilo más di-
recto, más duro, más dramatizado y, hay que decirlo, más expresionis-
ta. Es este segundo período el que corresponde al reinado del rostro
ordinario en el cine. El rostro pierde en ese momento sus caracteres so-
ñadores, y adquiere, también en fotografía, un valor ya dramático, co-
municacional.
El glamoul; en primer lugar, se generaliza en el entorno del filme,
en la fotografía, en la publicidad. Refuerza el mito naciente de la estre-
lla; David Bordwell ha señalado que, a menudo, la foto con glanzour
produce máscaras, no rostros —es decir, tipos sociales y expresiones
estandarizadas—, y que, para reconocer el rostro bajo la máscara, hay
que conocer la identidad de la estrella. Pero el glamour es, sobre todo,
una sensualidad registrada en la foto, en la misma materia fotográfica,
como luz, como centelleo (glamour/glimmer), que aumenta y pone de
relieve la sensualidad de las materias fotografiadas, seda y satén, car-
ne, ojos lánguidos, bocas generosamente maquilladas. Esta sensuali-
dad, por otra parte, sólo es la de cierta fotografía, forzosamente en
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 67

blanco y negro: como también ha señalado recientemente Claude Cha-


brol, es imposible «glamourizar» un primer plano en color, por ejem-
plo.
Pero, ¿qué hay del glamour fílmico? No es usual, aunque tampoco
verdaderamente raro, que un filme se tome el tiempo de prodigar, en el
transcurso de sus escenas, efectos de foto-glamour. Son éstos momen-
tos de acentuación de las expresiones, y es frecuente ver cómo en ellos
el rostro cae en el catálogo de expresiones estandarizadas que la icono-
grafía de la estrella le ha hecho casi consustanciales. Más frecuente-
mente, el filme diseminará, autonomizándolos, los procedimientos ma-
teriales del glamour, con independencia de su uso. Antes de 1930,
predomina un efecto ventajoso, el soft focus generalizado, cercano al
fiou artístico, con el que también el cine europeo diluía los rostros.
También se utilizará el recorte de perfiles (y especialmente de cabelle-
ras) mediante un pequeño haz luminoso oblicuo, y de una manera más
general, todos los efectos de dramatización luminosa. Además, se en-
contrarán elementos de glamour, efectos de glamour, en la ropa, el ma-
quillaje, las poses. Al afectar a todos los aspectos de la puesta en esce-
na, el glamour se convierte en una característica general de todo el
estilo hollywoodiense.
Un filme como El extraño caso del doctor Jekyll (Doctor Jekyll and
Mister Hyde, la versión de 1941, con Spencer Tracy e Ingrid Bergman),
por ejemplo, es un mixto típico de rostro comunicante y rostro gla-
mourizado. El operador de esta hibridación es la luz, o más precisa-
mente la iluminación, y es interesante que su utilización inevitable-
mente parezca tener muy graves consecuencias. Primero, parece reinar
una fácil simbología, nimbando de luz, al principio del filme, el rostro
bueno de Jekyll. El rostro de Tracy, sosegado, sin arrugas, está com-
pletamente conforme con su imagen habitual de varón americano,
amable, bonachón, lleno de humor, con la imagen glamour de sus re-
tratos de estudio. Durante su primer encuentro con Ivy, la carne de la
joven prostituta está casi jaspeada por la iluminación, entreverada de
Bien y de Mal, mientras que su propio rostro, siempre liso, se hace ya
un poco más sombrío. El filme deja así adivinar muy pronto cuál será
su itinerario: un oscurecimiento generalizado y acelerado desdoblado
en profundización, oscurecimiento y profundización que, arrastrados
por la lógica de su movimiento, superarán todo glamour para llegar a
una especie de proyección del rostro malo de Hyde (cada vez más arru-
gado, cubierto al final por una especie de lepra) sobre Jekyll, sobre la
desdichada Ivy, contaminada visiblemente por su bestialidad, y por úl-
timo sobre el espacio de la habitación amueblada en la que está reteni-
68 EL ROSTRO EN EL CIN

da Ivy, sobre el del laboratorio, verdaderos.careeri d'invenzione estria-


dos de sombras, horadados por luces difusas. El riesgo del glamour es
el expresionismo.
El glamour es un suplemento, un valor añadido al rostro fílmico.
Tal vez ha aspirado, inconscientemente, a corregir lo que podía tener de
peligroso el encierro del rostro en la simple preocupación de la comu-
nicación. Pero ha quedado como un efecto añadido, manipulatorio, ex-
trínseco, que insiste sobre una materialidad —luminosa incluso— de la
imagen. El glamour no es propio, pues, del rostro del filme, sino del
rostro cinematográfico, es decir, de la industria cinematográfica (esto
no había pasado desapercibido a Vladimir Nilsen, el operador soviéti-
co, que le dedicó —bajo el engañoso nombre de «fotogenia»— un
acerbo capítulo de su libro de 1937). Operación sin revelación, que
produce, en el mejor de los casos, una belleza externa al filme, y tam-
bién al rostro: una belleza de estrella, promocionable, vendible, consu-
mible, en una palabra, una mercancía. El valor de uso del rostro ordi-
nario es, en última instancia, un valor comercial.

Rostro primitivo

Para definir el rostro ordinario del cine, habría que comenzar por
circunscribirlo allá donde predomina, en la edad de oro clásica. Es pre-
ciso terminar por decir, al menos en líneas generales, de dónde provie-
ne, o mejor, a qué sucede.
Imaginad, pues, lo que se denomina el cine primitivo. Al cerrar los
ojos para evocarlo mejor, nacen en nosotros mil imágenes, que se con-
vierten en una sola, la de un movimiento. Mil pequeñas sacudidas (que
a veces no son sino las de las malas proyecciones, de la sombra pálida
del cine de los primeros tiempos), un hormigueo, unos ademanes. Imá-
genes de movimientos, acelerados, bruscos, imágenes de cuerpos-mo-
vimiento, habría que decir. Estos cuerpos se mueven deprisa, pero con
una infinita precisión, porque ni el movimiento ni su sentido deben de-
tenerse nunca. El cine primitivo es un perpetuum móvil. El movimien-
to alimenta su significación, al mismo tiempo que se nutre de ella.
Este cine arrastra todo en su zarabanda, los objetos, los vehículos,
los trajes, los pies y las manos, y, naturalmente, los rostros. Ya que no
tiene tiempo para detenerse, su tentación permanente, como también
apunta Hugo Münsterberg, es la exageración del gesto significante, del
gesto-signo —y de la mímica-signo—, favorecida por la velocidad y
también por el montaje. Este rostro no es nada más que signos. Tan
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 69

pronto, cogido al vuelo por una cámara documental, se convertirá to-


talinente en signo, en bloque, a la manera de una tipología, por ejem-
plo, como, por el contrario, forjado laboriosamente rasgo a rasgo, se
presentará como un ensamblaje, una construcción, un montaje de sig-
nos. En todos los casos, sólo es válido porque permite aislar la expre-
sión, el sentido, en un significante global o una red de significantes. Es
siempre legible.
Esta legibilidad afecta en bloque al cuerpo y al rostro, que deben
significar simultáneamente. Por eso el rostro primitivo tiene un estatu-
to legítimo y sólo uno, que es estar soldado al cuerpo, y ser mostrado al
mismo tiempo que él. Todo lo demás es ilegítimo.
Es el caso, en particular, del primer plano. Desde los primeros tiem-
pos se han producido planos cortos de los rostros; hay algunos ejem-
plos célebres, como tal beso monstruoso o tal candoroso estornudo. A
pesar de las muchas leyendas, no parece que estos planos hayan provo-
cado nunca reacciones de incomprensión, salvo tal vez en algunos es-
pectadores excepcionalmente susceptibles. Nunca nadie ha pensado
seriamente que de este modo se quería representar personajes decapi-
tados o cortados por la mitad del cuerpo. Por lo menos, la larga tradi-
ción del retrato, incluso en el ambiente popular, lo habría impedido.
En cambio, numerosas reacciones demuestran que, al menos hasta
el inicio de los arios diez, estos planos fueron recibidos como feos, an-
tiestéticos, de mal gusto, obscenos, repugnantes o estúpidos. En con-
textos tan diferentes como podrían ser los del cine americano y el cine
ruso, se ha podido así tomar nota de prohibiciones muy similares for-
muladas en contra del plano corto o del primer plano por parte de críti-
cos preocupados de no permitir al cine violar cierto buen gusto tradi-
cional y general. Fórmulas típicas, intención reprobadora: «El rostro es
presentado aparte», «El rostro es extraído de la escena» (críticas rusas,
citadas por Yuri Tsyviane).
Ahora bien, es probable que la razón de esta prohibición no sea úni-
camente estética, y que lo que esté en tela de juicio sea la coherencia y
la unidad de un sistema de significación y legibilidad. Lo que es juzga-
do ilegítimo, inadmisible o malsano en el primer plano del rostro, es
precisamente esa «extracción de la escena», esa «presentación aparte»
que le permiten eludir su función de comunicación y de significación,
y pretender existir por sí mismo, fuera del movimiento y del sentido.
Fuera del movimiento: es un reposo, un éstasis injustificados, se diría
que inmerecidos, y peligrosos en cuanto favorecen la aparición de
otros valores con los que no se sabe qué hacer. Fuera del sentido: aún
más grave, es el riesgo de debilitar la coherencia general de este senti-
70 EL ROSTRO EN EL CINE

do, demostrando que el cambio permanente acaso no sea tan indispen-


sable.
El primer plano, la «cabeza grande», en general, no actúa. En eso no
forma parte del rostro primitivo. (Por lo que se refiere a los valores del
cine mudo, la fotografía en particular, está igualmente lejos de dejarlos
presagiar: es demasiado inmóvil, y muy falto de sutileza.) Dentro del
cine primitivo, hay otro rostro que tampoco actúa: es el tipo. Este ros-
tro no actúa porque no tiene ninguna necesidad, aunque no es exacta-
mente un rostro en la acepción propia del término. La tipología es un
emblema, no remite a un individuo sino a una categoría, moral, psico-
lógica o, más frecuentemente, social.
El rostro primitivo, con su valor pleno, es, pues, ante todo, un ros-
tro que actúa, articulado como un sistema expresivo, aunque incluido
dentro de un sistema mayor que es el del conjunto del cuerpo-rostro.
Ahora bien, la época en la que se constituye este tipo de interpretación
es también la que presencia el fin de un reinado secular, el de la fisiog-
nomonía, la antigua «ciencia» de las pasiones, reactualizada y reconsi-
derada por última vez por Lavater y Gall a fines del siglo xvm, teóri-
camente pulverizada por Hegel (se volverá sobre esto en el último
capítulo), aunque frecuentada durante todo el siglo xix —véase Bal-
zac—.
Las fisiognomonías, cualquiera que sea su intención, se fundamen-
tan en la noción de una representatividad analítica del cuerpo. Se trata
siempre de extraer, indistintamente del cuerpo y del rostro, unos ele-
mentos significantes. Su historia es larga, comienza en la Antigüedad,
para proseguir y concluir, en el siglo xx, en la «ciencia» de la susodi-
cha comunicación no verbal, que ya no pretende una lectura del carác-
ter en los signos corporales y faciales, sino una interpretación más pru-
dente de la mímica en términos de sentimientos o de humores. Para los
especialistas de la comunicación no verbal, en un rostro se pueden leer
muchas cosas. Paul Ekman, una de las autoridades en la materia, lee al
menos la identidad personal, el sexo, la pertenencia familiar y racial, el
temperamento y la personalidad, la belleza, el sex appeal, la inteligen-
cia, la enfermedad, y, naturalmente, las emociones. Pero, aún más im-
portante e impresionante que esta relación es la afirmación de que exis-
te un vínculo natural entre el signo y el significado (por ejemplo, entre
un movimiento facial y una emoción).
Esta «naturalidad» es el fundamento de toda fisiognomonía, pura o
aplicada, que remite al mito inmemorial de la empatía, de la contami-
nación emocional por la emoción visible, o incluso a un alcance toda-
vía más elemental:
EL ROSTRO ORDINARIO DEL CINE 71

Más antigua que el lenguaje es la imitación de los gestos, que se ha-


ce involuntariamente y que, a pesar del retroceso generalmente impues-
to a la mímica y de la adquisición del control muscular, es todavía tan
importante hoy en día que no podemos mirar los movimientos de un ros-
tro sin experimentar una inervación del nuestro.
(Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano)

La mayoría de las veces, el sistema fisiognomónico se completa y


perfecciona con una referencia a la vieja teoría de las pasiones, basán-
dose entonces en un catálogo simple de sentimientos básicos, de los que
derivan todos los demás, y resumiendo así una vieja creencia innatista.
En todo caso, es la misma herencia que se encuentra en toda una tra-
dición del arte de la interpretación y de la mímica, cuya manifestación
más importante para nosotros son las enseñanzas de François Delsarte.
Este cantante y actor había fundado, a mediados del siglo xix, una aca-
demia de declamación que se hizo pronto célebre, y que tuvo una in-
fluencia importante sobre los actores de teatro. Delsarte no dejó ningún
escrito, y su doctrina fue difundida por discípulos como Alfred Girau-
det que, en 1895 (¡1895!), publicó un método delsartiano «para servir a
la expresión de los sentimientos». Ahora bien, aunque la influencia de
esta corriente sigue siendo incierta en Europa, está comprobada en los
Estados Unidos, donde Delsarte llegó a ser un personaje más o menos
mítico, siendo aplicados sus principios tras el cambio de siglo, en la
formación de oradores, en la danza (por Isadora Duncan, por ejemplo),
en el teatro... y en el cine.
La interpretación del actor en el cine primitivo, particularmente el
americano, fue, así, idealmente, y a través de Delsarte, el último here-
dero de los fisiognomonistas. Los primeros diez o quince arios del cine
americano vieron así el dominio de un estilo de interpretación «sema-
fórico», caracterizado por gestos a la vez amplios (para ser óptima-
mente perceptibles en plano general) y muy codificados: doble carac-
terística procedente de la pantomima delsartiana, con las mismas
exigencias de perceptibilidad y de no ambigüedad. Las dos manos lle-
vadas a la frente significan desesperación, tan unívocamente como que
la mano sostenida en horizontal a cierta altura por encima del suelo sig-
nifica un niño (por lo general, «Tengo un niño»).
Kristin Thompson, que ha dedicado algunas páginas a la evolución
de la interpretación del actor del mudo, ve constituirse desde 1909 un
estilo de transición en el que la pantomima se modifica, se hace más
naturalista, con algunos gestos no convencionales, pero también se
exagera, sin duda a causa precisamente de este carácter no convencio-
72 EL ROSTRO EN EL CINE

na! (lo que no está codificado debe forzarse para comprenderse). Si-
multáneamente, la cámara se acerca, se filma más en plano americano.
Más tarde, hacia 1913-1914 —todo va muy deprisa—, un estilo todavía
más renovado yuxtapone planos generales o planos americanos, con
utilización de una mímica que se ha vuelto más discreta (particular-
mente, por el progreso de la iluminación) y planos cortos en los que la
expresión natural del rostro es, sin duda, el vehículo del sentido.
Todo esto está muy bien, pero es insuficiente. Como siempre que se
trata de dar cuenta de la evolución estilística, la referencia a los facto-
res técnicos, sin duda justificada en parte, sigue siendo insuficiente.
Más convincente —a pesar de los también bastante conocidos incon-
venientes de la teoría de los grandes hombres— es la atribución de la
paternidad de este nuevo estilo a Griffith, o mejor, a su sistema. Mejo-
res actores, gracias a mejores salarios, una compañía estable, todo es-
to, sin duda, favoreció la atención hacia la interpretación en general, la
expresión del rostro en particular. Pero la propia Thompson señala que
Griffith «experimentó un método de interpretación centrado en el ros-
tro, el plano mantenido mientras se suceden una serie de expresiones».
Una descripción como ésta, desde luego, no apunta directamente hacia
ese rostro ordinario que iba a promover obstinadamente Hollywood.
Arte de la interpretación. Si el cine quería efectivamente alumbrar
un «arte de la interpretación», debía abandonar la pantomima:

[...] nada de la pantomima que, de la Roma de Augusto hasta nosotros,


no tiende más que a la representación de algunos estados de ánimo ele-
mentales de codicia, de satisfacción o de despecho.
(Ricciotto Canudo, La fábrica de imágenes, 1926)

Pero, en cambio, y por más que diga el propio Canudo, no podía


abandonar tan fácilmente el teatro. Estéticamente hablando, el fenó-
meno capital de esta transición hacia un estilo nuevo es, aunque parez-
ca imposible, el retorno o la llegada del teatro como referencia y corno
modelo. Griffith había propuesto, en resumidas cuentas, un sistema
más complejo, más ambiguo que la simple adaptación del trabajo escé-
nico teatral, ya que junto a éste incluía los famosos planos de un rostro
«en el que se suceden una serie de expresiones». Estas expresiones que
se suceden son infravaloradas por el trabajo escénico, o se reintegran
en un conjunto que incluye el cuerpo entero. Esta contención volverá
al corazón mismo del rostro ordinario en forma de efecto-glamour. Y
será éste principalmente el que hará que una parte del cine mudo culti-
ve otros valores, un concepto muy diferente del rostro.
-r

73

Six et demi onze, de Jean Epstein


74

Los estragos de la luz

Un condengdp a muerte se ha escapado, dé Robbrt art§sod


75

Avaricia, de Eric von Stroheim (escena cortada)

Liberte la mtit, de Philippe Garrel


76

William S. Hart en The Patriot

Mary Pickford en un filme no identificado (hacia 1920)

Fotogenia
77

Asta Nielsen en La tragedia de la calle, de Bruno Rahn

Marie Valera en Grandeur et décadence d'un petit commerce, de Jean-Lue Godard

... y rostreidad
78

France Tour Détour Deux Enfants, de Jean-Luc Godard

El diario de un cura de campai-ia, de Robert Bresson

Rostros de niños
79

L'enfance nue, de Maurice Pialat

Bellísima, de Luchino Visconti

... o la inocencia imposible


80

Vargtimmen, de Ingmar Bergman

La glace à trais faces, de Jean Epstein

¿Un rostro en primer plano sigue siendo un rostro?


3. El rostro en primer plano

Efectivamente, es el rostro el que resuelve con mayor perfección esa


tarea de producir, con un mínimo de modificaciones de detalles, un má-
ximo de modificaciones en la impresión general. Para resolver el proble-
ma esencial de toda actividad artística —hacer mutuamente inteligibles
los elementos formales de los objetos, interpretar lo visible a través de
sus correlaciones con lo visible—, es el rostro el que parece mejor dota-
do, ya que en él cada rasgo es, en su destino, solidario con cada uno de
los otros, es decir, con el todo. La razón de esto —y al mismo tiempo la
consecuencia— es la formidable movilidad del rostro: en términos abso-
lutos, esta última no dispone, sin duda, más que de desplazamientos mí-
nimos, pero, por la influencia de cada uno de ellos sobre el habitus gene-
ral del rostro, suscita en cierto modo la impresión de modificaciones de
potencia considerable. Se podría decir, incluso, que hay también una can-
tidad máxima de movimientos invertidos en su estado de reposo, o al me-
nos que el reposo no es más que ese instante, desprovisto de duración, en
el que han convergido innumerables movimientos, del que partirán innu-
merables movimientos.
Georg Simmel
82 EL ROSTRO EN EL CINE

—What 'ave you ever seen in 'im to love?


—It may be that I sees the soul in 'im... that 'e don't know 'e's got 'im-
self.
Intertítulo de Maldad encubierta
(a propósito del rostro de Lon Chaney)

Rostro legible, rostro visible

El rostro ordinario del cine no se inventó, pues, de repente; precisó


al menos de los arios de elaboración del cine primitivo. Pero, en plena
transición de una legibilidad a otra, más discreta, se producía, en la par-
te del cine mudo que intentaba encontrar una personalidad más artísti-
ca, una reacción tanto más violenta en cuanto que sólo fue temporal, y
en todo caso minoritaria. No obstante, esta reacción fue esencial, ya
que no forjó tanto un uso como un concepto de rostro, y porque fue el
origen de todas las exaltaciones, de todos los entusiasmos, de todos los
errores y de todas las nostalgias. Ahora bien, ¿en qué se oponía este tra-
tamiento a la vez al rostro primitivo y al rostro clásico? En su negativa
a dejarse leer para dejarse ver mejor.
Reivindicar el estatuto de objeto sólo visible es una ambigua rei-
vindicación. Lo visible sería ese dominio inerte, todavía inestructura-
do, dominado por las apariencias puras, anteriores a la inteligencia que
les impone el acto perceptivo. Pero este más acá de la intelección, de la
conciencia, eS también un más allá del sentido. Esto se le reveló al arte
occidental por medio cie la aventura cezanniana, y de ello se hacen pro-
fetas en los arios veinte algunos artistas de vanguardia como Laszlo
Moholy-Nagy. Mostrar el mundo y su realidad tal corno son antes de
nuestra mirada y, por decirlo así, fuera de ella, es desear establecer con
lo visual una relación diferente de aquella que pretende comprenderlo.
En ese momento de la historia de las artes de la imagen, querer ver sin
leer no es una regresión hacia la ausencia de significación, sino, por el
contrario, un avance hacia el corazón mismo de las cosas, y a menudo
un arrinconamiento del sujeto y de su conciencia, que se hacen emba-
razosos.
El cine de los arios veinte, en realidad, no se implicó en una empre-
sa filosófica tal. Estuvo, sin duda, en manos de artífices de toda clase y
calibre, de los que tal vez ninguno fue consciente, ni entonces ni des-
pués, de la revolución de la visión en la que intervenía. Por eso las
coincidencias de fechas han de tomarse en principio como tales. ¿Qué
pudo significar, así, la oposición entre lo legible y lo visible aplicada al
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 83

rostro cinematográfico? En primer lugar, indudablemente, una oposi-


ción entre lo inmediato y lo mediato. Lo visible es evidente, no tiene
que hablar para existir ni para imponerse, ésta es al menos su ideología.
Es signo sin estar compuesto de signos, se fundamenta en la inmedia-
tez de su manifestación. El rostro mudo es un rostro inmediato, en uno
u otro sentido. Se ofrece entero y de golpe, se expone a la intuición, no
al desciframiento. No es un montaje, un compuesto concertado como
el rostro primitivo, sino algo orgánico, vivo. Inmediato, orgánico, lue-
go forzosamente verdadero, no porque sea más verdad que otro, sino
porque propone una relación con la verdad.
Este rostro mudo fue uno de los divos de los años veinte. Apareció
en todas partes, hasta en el cine hollywoodiense, que no cesó de recha-
zarlo como un indeseable parásito de la fluidez narrativa (después de
haber sido tal vez su inventor, si es que La marca del fuego [The Che-
at, 1915] y la interpretación de Sessue Hayakawa, entendida entonces
como transparente, fueron verdaderamente los primeros instigadores
delfim d'oil europeo). Las formas que asumió son tal vez numerosas
e, indudablemente, es difícil aislarlo en su estado puro excepto en mo-
mentos especiales, forzosamente fugaces. Pero ese estado de pureza,
siempre huidizo en los filmes, se encuentra casi idealmente en la refle-
xión que suscitó entonces el cine, y que muy a menudo se confunde
con una reflexión sobre el rostro cinematográfico.
Existen varios conceptos del rostro mudo: esto es tanto más rele-
vante en cuanto son prácticamente los únicos conceptos del rostro ci-
nematográfico. No deja de ser paradójico que un modo de representa-
ción minoritario dé lugar al pensamiento más articulado, al más serio,
al más profundo. Por lo demás, se puede ver una lógica en esta parado-
ja: si el rostro mudo ha quedado como práctica rara, ¿no es porque se
ha pensado demasiado? O, de un modo más positivo, si se ha podido
pensar tan detenidamente, ¿no es porque no había una práctica real, só-
lida, capaz de obstaculizar las extravagancias, las divagaciones que im-
pidiesen que el pensamiento crítico se hiciera teórico?
Los conceptos del rostro mudo, por lo general, nacieron en Europa.
Afirmar que acompañaron al florecimiento del cine europeo mudo se-
ría mucho decir. A menudo hay una correspondencia muy débil entre
estos conceptos y lo que glosan. Incluso algunas veces se tiene la sen-
sación de que no se aplican a ningún filme, no están hechos para apli-
carlos a cualquiera; sólo habría una especie de adecuación vaga, gené-
rica, de unos con el otro. Inversamente, a estos conceptos les sería
difícil dar cuenta del cine mayoritario, proceda de Hollywood o de
Neubabelsberg. De vez en cuando, los intentos de la crítica de adaptar
84 EL ROSTRO EN EL CINE

unos a otros tienen extraños resultados, como cuando Epstein erige a


Chaplin como paradigma de la fotogenia, o cuando Balázs busca fiso-
nomías en los filmes de Asta Nielsen. Pero no anticipemos las cosas.
La hipótesis de lo visible podría proceder, al menos en parte, de un
título, el del célebre primer libro de Béla Balázs. Cuando en 1924 apa-
rece Der sichtbare Mennsch [El hombre visible], hace ya tiempo que
Balázs es crítico de cine. Ése es el motivo de que el libro apenas sea
más que un título: redactado en fragmentos bastante cortos —no más
de algunos párrafos—, prácticamente recoge, a veces hasta con puntos
y comas, algunas críticas publicadas en el transcurso de los arios 1922 a
1924 en el periódico Der Tag. Luego no es un libro de teoría: no hay te-
sis debidamente conformada, no hay razonamiento articulado, y a ve-
ces tiene contradicciones. A pesar de ello, en este patchwork estético-
crítico se encuentra la exposición más precisa que concebirse pueda de
una primera aproximación al rostro, de una primera constelación temá-
tica, recogida y solidificada a lo largo de las páginas.
El rostro cinematográfico es doble, porque el actor a la vez se re-
presenta a sí mismo y a otro: primer tema, que da lugar a una constela-
ción secundaria. El desdoblamiento del rostro tiene primero un aspec-
to pragmático, que responde a unas necesidades creativas, a las
preocupaciones del cineasta. Para representar al actor y al personaje, el
rostro no tiene más que una apariencia. Hay, pues, que descargarlo de
una parte de la tarea, escogiéndolo ad hoc.
Esta idea parece obvia, se manifiesta frecuentemente en la época en
forma de oposición entre el actor de teatro y el actor de cine. Georg
Otto Stindt (Das Lichtspiel ais Kunsorm, 1924) es más concretamen-
te explícito que Balázs cuando constata que, mientras que el rostro del
actor de teatro, soporte virtual de innumerables máscaras, no tiene, en
el fondo, rasgos particulares, el actor de cine expresa (ausprãgt) una
máscara, una sola, por lo que su rostro debe tener unos rasgos salientes,
marcados. El actor cinematográfico, afirma, debe poseerlo todo de for-
ma innata:

La belleza, el coraje o la concupiscencia deben ser visibles en el fil-


me, no pueden suplirse por coadyuvantes.

El maquillaje, por añadidura, no debe destruir ese rostro innato; en


lo que respecta al realizador, su tarea es hacer actuar al actor «dentro de
sus límites», de manera unívoca (eindeutig).
Balázs evoca más globalmente el funcionamiento del tipado: un
rostro nunca es, por entero, un rostro propio; lo que procede del indivi-
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 85

duo debe unirse siempre con lo que procede del tipo. El tipo puede ser
un empleo, un carácter, un signo de clase; todo esto se encontrará, po-
co después, casi tal cual, en la práctica de los cineastas soviéticos. Ba-
lázs añade, de un modo hoy extrañamente exótico, la raza (die Rasse):
la raza es a la personalidad lo que el tipo es al individuo.
Más tarde, este desdoblamiento tendrá otros nombres. Parecerá
oponer, aún conjuntándolos, ora el Es y el Ich, ora lo innato y lo adqui-
rido, ora el fatum y la voluntad, ora el destino y el alma. Balázs gira
constantemente alrededor de esta idea, la reviste de cien maneras, to-
mando elementos de todos los modelos posibles, de Freud a la Ges-
talttheorie, de Hebbel al trasfondo tradicional de las religiones occi-
dentales. De nuevo en otra parte, la metáfora se propondrá al fin
crudamente: el rostro es doble porque superpone una especie de más-
cara transparente a otro rostro más profundo, «luego» más verdadero.
Esta referencia implícita y quizás inconsciente al tras-rostro rilkeano
dice que lo que el rostro deja ver y esconde al mismo tiempo es lo que
hay debajo de él, lo invisible que él hace visible. El rostro provoca la
visión, es visión.
Si el rostro vale por dos rostros, superpuestos o fundidos uno en
otro, es igualmente múltiple en un sentido muy diferente, ya que es ca-
paz de expresar varios sentimientos a la vez. Hay, dice Balázs, una po-
lifonía del rostro, porque éste expresa «acordes» de sentimientos, en el
sentido musical de la palabra. Del mismo modo en que una música po-
lifónica sigue varios discursos, varias lineas simultáneamente, el rostro
cinematográfico puede decir varias cosas a la vez, ya que al actuar en
el espacio y en el tiempo no está condenado a la linealidad de una es-
critura. Varias líneas simultáneas: al menos la posibilidad de la doble
interpretación, como en ese filme en el que Jannings, debiendo encar-
nar a un simpático bandido, interpreta a la vez los dos términos, bandi-
do y simpático. (O más exactamente, bandido pero simpático, ya que
en el filme tomado como ejemplo por Balázs, el bandido finalmente re-
sulta ser bueno.)
Esta interpretación vale para cualquier filme un poco ambicioso,
incluso americano, y muchos filmes cuentan historias de personajes
dobles para permitir a sus actores desplegar un rostro bajo otro, pasar
incesantemente de uno a otro. Un actor como Lon Chaney («The Man
With A Thousand Faces»), en su breve carrera, hizo de esto una espe-
cialidad, y la mayoría de sus filmes lo presentan, al menos, desdoblán-
dose. En Maldad encubierta encarna a dos hermanos, «Blackbird», el
mirlo, bandido de los bajos fondos, y «Bishop», el obispo, beato defor-
me. En el transcurso del filme, se sabrá que los dos personajes no son
86 EL ROSTRO EN EL CINE

más que uno, devolviendo así a la diégesis, pero sin empequeñecerla


por eso, la representación de la transformación visible del cuerpo y del
rostro del actor (una transformación tanto más evidente en cuanto el
rostro de Chaney, soñador, redondo, ingenuo y bueno en su estado na-
tural, es además de una sorprendente elasticidad, que le permite produ-
cir instantáneamente cualquier máscara). El cine hablado aún recorda-
rá bastante tiempo este tema, pero el desdoblamiento del rostro será en
él más a menudo un arte menor, el del maquillador, como demuestra de
manera caricaturesca el final de El extraño caso del doctor Jekyll, de
Fleming, con sus primeros planos frontales encadenados mediante le-
ves fundidos para mostrar las etapas de la última transformación, de
una máscara a otra (en El profesor chiflado [The Nutty Professor,
1963], Jerry Lewis ofrecerá su última versión, reconocida como más-
cara y maquillaje).
Desdoblamiento interminable del rostro: une lo individual y lo «di-
vidual», pero este primer doble aún está atravesado, en el rostro mudo,
por la práctica polifónica de las expresiones. Todo eso es dado a ver, se
mantiene visible y estrictamente visible, tan inmediato y verídico co-
mo sea posible, orgánico.
La polifonía de las expresiones que actúa sobre el rostro es, pues,
todo salvo un montaje. Nada de reparto de las labores expresivas entre
las partes del rostro, una ceja encargada de expresar la cólera mientras
la comisura de los labios da un matiz de ironía: este bricolage, este
meccano del sentido está bien para el teatro oriental, para Eisenstein, o
para el rostro primitivo del cine. La polifonía balázsiana es, a la vez,
más sutil y menos analizable, ya que cada una de las líneas musicales
afecta, o puede afectar, a la superficie entera del rostro. Es todo el ros-
tro de Jannings (o de «131ackbird») el que lo caracteriza como bandido,
y todo su rostro el que irradia simpatía, aunque, indudablemente, el
bandido se vea más en ciertos puntos y la simpatía en otros.
¿Cómo es eso teóricamente posible? Balázs no explica este mila-
gro, si no es en referencia a la flogística del pensamiento cinematográ-
fico de los arios veinte, la movilidad. El filme está dotado de movili-
dad, o mejor, de variabilidad en el tiempo. Por consiguiente, está
capacitado para fijar lo que es esencialmente móvil, esencialmente va-
riable. En particular, puede sólo reproducir en tiempo real la labilidad
de algunos sentimientos. Ahora bien, éstos se definen precisamente, di-
ce Balázs, por su carácter fugitivo, escurridizo, y también por su ritmo,
su velocidad. Por consiguiente, para representar la polifonía de estos
sentimientos, el filme está dotado de armas superiores. El razonamien-
to se cierra, aunque a costa de la circularidad.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 87

La apología del cine como imagen móvil, como imagen también


del tiempo (hay que recalcar que en un sentido muy diferente del de la
«imagen-tiempo» deleuziana) es el puente de los asnos de la crítica de
los arios veinte. El mediocre libelo de un tal Hermann Vieth (Der
Film: Ein Versuch, 1926) pretende, por ejemplo, que la fotografía re-
produzca la realidad tal cual (hasta el punto de que, para él, la foto ar-
tística sólo podría ser la fotografía de objetos artísticos), que el mate-
rial del filme sea el movimiento ya expresivo al que el filme no
añadirá nada por sí mismo, pero que reproducirá fielmente. Esta ma-
nida idea, no obstante, llega a ser interesante en el cuasi-sistema ba-
lázsiano, en razón misma de su insistencia sobre la inmediatez y sobre
la verdad. Lo que se reproduce en tiempo real sin que haya que anali-
zarlo para reconstruirlo será verídico, la comprensión no estará me-
diatizada por ello. Lo móvil ya no es esencia ni fin en sí, sino medio
de una causa, la de lo verdadero.
El actor es él mismo y otro, el cine es el arte de lo móvil: dos temas
que, tomados aisladamente, son simplistas o poco originales. No obs-
tante, Balázs enuncia sobre esta base, y apuntalándola con multitud de
ejemplos rápidos, su tesis principal, la que lo hizo célebre y que con-
cierne al concepto de fisonomía.
Por otra parte, decir «concepto» no es exagerado. Para el mismo
Balázs, la fisonomía es «una categoría necesaria de nuestra percep-
ción» atribuida a todo espectáculo y que la califica. Es la cualidad, el
valor del objeto visto. Este enunciado es falsamente simple, y supone,
de hecho, mucho, ya que, tornándolo en serio, cualquier objeto del
mundo visto como espectáculo (es decir, representado) adquiere una
cualidad que, ppr añadidura, es de orden fisonómico, 19 que significa
que ésta se per'cibe igual cine se percibe la cualidad de un rostro a tra-
vés de la configuración de sus facciones. La fisonomía es, pues, entre
otras cosas, una moral. Ofrece de entrada la Verdad sobre su portador,
ya que, para este heredero de los últimos «fisonomistás» o fisiogno-
mistas, la posibilidad de iodas las modificaciones del alma está inscri-
ta desde el principio en un rostro. (Balázs hace suya esta fórmula de
Hebbel: «Was aus einem werden kann, das ist er schon», es decir, todo
lo que puede ocurrir a alguien, ya está en él).
Balázs va muy lejos, demasiado lejos en la confianza que deposita
n esta categoría mágica. La historia del término, la de las creencias
que oculta, hubiera podido incitarlo a la prudencia si hubiese tenido
cuidado. Hubo, por otra parte, quien no se privó de mofarse de su ten-
dencia a fisonomizarlo todo, a rostrificarlo todo. «¡Todo tiene un ros-
tro!», exclama irónicamente Rudolf Harms en 1926 (lo que no le impi-
88 EL ROSTRO EN EL CINE

de hacer suyas algunas consecuencias de las tesis de Balázs sobre lo in-


dividual y lo típico, o también la observación de que un gesto o una mí-
mica inconscientes pueden revelar mucho más que unas palabras).
La rostrificación a ultranza, sin duda, es risible, a menos que se de-
cida encontrarla inquietante. Sin embargo, es su mismo exceso el que
permite a Balázs ir más allá del simple catálogo de comprobaciones
sensatas al que se limita la estética propuesta por la mayoría de sus
contemporáneos. Si todo tiene una fisonomía, por ejemplo (y esto es
importante) el decorado, habrá que procurar que las fisonomías parcia-
les de una escena cinematográfica no se contradigan:

La fisonomía general de un rostro es variable en todo momento por


un uso mímico, que hace del tipo general un carácter particular. La fiso-
nomía de la indumentaria y del entorno inmediato no es tan inestable. Se
necesita, pues, una prudencia muy especial, un tacto muy especial 1. .J
para no dar a este segundo plano estable más que unos rasgos que no
contradigan los gestos animados y vivos.

Con esta exigencia de unidad expresiva del filme en sus componen-


tes, Balázs se sitúa mucho más allá de las aporías a las que conduce,
por ejemplo en Harms, la anticuada oposición entre lo bello y lo carac-
terístico, entendidos como manifestaciones respectivas de la unidad or-
gánica, progresiva y armoniosa, y del impedimento de esta unidad, por
la interrupción y la irregularidad. La unidad expresiva (orgánica si se
quiere) incluye en Balázs, que por lo menos en esto asimiló la lección
de la pintura, lo bello y lo «característico», yendo más allá de ellos.
(Es muy instructivo, en este punto, el modo en que zanja la cuestión
de la belleza de los actores. Si las estrellas de cine deben ser bellas
—muestra muy poco interés por las estrellas masculinas— es porque,
en el cine, la apariencia no es puro decorativismo, sino una interiori-
dad. La belleza de las estrellas es ya, en el cine, la belleza a secas, ese
símbolo del bien vaticinado por Kant, pues se trata de una expresión fi-
sonómica).
La fisonomía es, pues, a la vez, la apariencia, el rostro de las cosas,
de los seres, de los lugares, y la ventana de su alma. De estas prolífe-
ras fisonomías, hay una absolutamente privilegiada: el rostro humano.
Filmar un rostro es plantearse todos los problemas del filme, todos sus
problemas estéticos, luego todos sus problemas éticos. Este lugar pri-
vilegiado concedido al rostro humano justifica, en el sistema de Ba-
lázs, el lugar igualmente central otorgado a una forma, el primer pla-
no. Definición: el primer plano es «la condición técnica del arte»
cinematográfico. Habría que insistir en cada palabra, porque si el arte
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 89

comienza con el primer plano, necesita el primer plano, esta condición


calificada como «técnica», indudablemente, no es suficiente. Pero la
justificación propuesta por Balázs decepciona un poco, ya que no en-
cuentra otro apoyo para esta importante ecuación que la vulgar oposi-
ción entre cine y teatro. En el teatro, las palabras me distraen de los
rostros; además, distraen igualmente al actor, que debe declamar, lue-
go no puede concentrarse en la expresión de su rostro; por otra parte,
estamos situados demasiado lejos. En el cine, pasa lo contrario: no hay
discurso verbal parásito, tanto el espectador como el actor son libres
de pensar en los rostros, de no pensar más que en los rostros, en sus
expresiones, en sus fisonomías. Y por otra parte, ya que el cine nos
dota de una ubicuidad virtual y mágica, podemos estar tan cerca como
sea preciso. La proximidad (psíquica o perceptiva, es aparentemente
lo mismo) es esencial:
Es preciso que un rostro sea comprimido [gerückt] tan cerca de no-
sotros, tan aislado de todo entorno que pueda alejarnos de él [...], es pre-
ciso que podamos persistir mucho tiempo en su contemplación [An-
blick] para poder efectivamente leer en él [algo].

Distancia material, distancia psíquica: nos sumergimos en ese ros-


tro sin que nada nos distraiga. Y también, proximidad temporal: es pre-
ciso poder mantener, o sostener, la contemplación, suspender el tiem-
po (de la acción) para adaptarse mejor al tiempo (del rostro), sin
distancia.
En ese caso el rostro lo dirá todo, es decir, mucho más que un sim-
ple rostro. Cuando el primer plano expone un rostro sobre toda la su-
perficie de la imagen, ese rostro llegará a ser el todo en el que el drama
está contenido. Sencillamente, lo que no ve Balázs, lo que nadie ve en
aquellos tiempos, salvo quizás Eisenstein, es la premisa, y al mismo
tiempo la conclusión, de esta ecuación. Un rostro filmado intensiva-
mente está siempre en primer plano, aunque esté muy lejos. Un primer
plano siempre muestra un rostro, una fisonomía. Luego «primer plano»
y «rostro» son intercambiables, y lo que está en su raíz común es la
operación que produce una superficie sensible y legible a la vez, que
produce, como dice Deleuze, una Entidad.
Balázs evita esta idea, de la que, sin embargo, ha descrito mejor que
nadie los efectos. El rostro es hasta tal punto el lugar de la operación
estética propia del filme que este lugar es mágico, que suscita el mila-
gro permanente. Milagro de la fisonomía, que no necesita materiali-
zarse en una mímica concreta para existir, para ser visible. En este
asombroso trabajo sobre el invisible rostro (Ant/itz: el término alemán
90 EL ROSTRO EN EL CINE

encierra un matiz intraducible de nobleza), afirma Balázs, provoca la


aparición incluso del alma:

Así la mímica del rostro tiene también la posibilidad de expresar lo


no-mostrado, e, igualmente, de manifestar, entre sus rasgos, lo invisible.
También la fisonomía tiene sus pausas y sus paréntesis significativos. Y
más claro, en cuanto más significante que cualquier otro, es el rostro in-
visible.
(«Das unsichtbare Antlitz», 1926)

Además, esto es normal, ya que a diferencia del actor de teatro, tras


el que se encuentran el poeta y su verbo, el actor de cine

es la sustancia más interior del filme, su ser es el contenido humano


de éste, sus gestos son su estilo. [...] El actor cinematográfico es el úni-
co creador de sus figuras (Gestalten), y por esa razón su personalidad,
como en los poetas, significa estilo y Weltanschauung. Es el aspecto del
ser humano el que nos habla sobre su consideración del mundo.
(1924)

Como más importante paradigma de esta intensidad, de esta inme-


diatez, aparece un ejemplo: el rostro de Asta Nielsen. Este rostro «irra-
dia una intensidad, "en sí", sin objeto», que nos sobrecoge desde su
aparición en primer plano, antes incluso de que nos hayamos metido en
la historia que cuenta el filme, antes incluso de que sepamos qué per-
sonaje encarna la actriz. Poco a poco, otras actrices llegarán a formar
parte del panteón crítico de Balázs: Pola Negri, Lillian Gish, incluso
Gloria Swanson. Pero ninguna podrá equipararse a Asta Nielsen, por-
que, como dice a propósito de Pola Negri:

Se comporta de manera excelente, pero ella hace lo que Asta Niel-


sen es, sencillamente.
(1924)

El arte de Nielsen es, en primer lugar, admirable cuantitativamente,


por la impresionante variedad, «devastadora», de expresiones que sabe
crear. Pero, sobre todo, lo que es excepcional en ella es su naturalidad:
una naturalidad infantil, que la hace mil veces más erótica que aquella
bailarina entonces célebre, una naturalidad vegetal, que la hace ino-
cente incluso en los papeles más oscuros.
Una vez más, la infancia es la imagen y casi la clave de la expre-
sión fotogénica. En efecto —es el milagro repetido—, no sólo es ca-
paz de hacer el alma visible bajo el rostro, o mejor, sobre él, sino tam-
r- -
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO

bién de paliar la gran carencia del cine mudo, la ausencia de comuni-


cación verbal.
91

La mímica de Asta Nielsen, como la de los niños pequeños, imita


durante la conversación los semblantes del prójimo. Su rostro no es só-
lo portador de su propia expresión, sino que la expresión del otro, ape-
nas revelada (aunque siempre perceptible), se refleja en él como en un
espejo.
(Der sitchbare Mennsch)

Por este último rasgo, la estética de la fisonomía evita perderse en


la contemplación, en el solipsismo del rostro, llega a ser el milagro
consumado del rostro.
En el mismo momento, en el mismo campo, pero en otro lugar
—tan lejos que Balázs no habla nunca de él— se despliega otra refle-
xión sobre el rostro cinematográfico, en torno a un término lo bastante
trillado ya como para ser problemático: la fotogenia.
Desde el momento en que se preocupa de definir su fotogenia, el ci-
ne debe aprender a administrar su herencia fotográfica. Desde los pho-
togenic drawings de Fox Talbot, simples impresiones, en blanco y ne-
gro, de una situación luminosa, el término, en efecto, había tenido una
larga historia. En los primeros tiempos de la fotografía, la fotogenia es
sólo el poder que tienen algunos objetos de ofrecer una imagen nítida,
contrastada (Littré: «Un vestido blanco no es fotogénico»). Pero, en la
época del cine, ya se refería tanto al poder más o menos inexplicable
que tiene la fotografía de revelar la realidad, de «añadir la verdad a los
hechos desnudos» (Henry Peach Robinson, 1896), como a la propiedad
de algunos objetos, y especialmente de algunos seres, que, por una es-
pecie de poder mágico, adquieren, una vez fotografiados, cualidades
inauditas, un encanto, así como también esa
cualidad, compleja y única, de sombra, de reflejo y de doble que permi-
te a las potencias afectivas propias de la imagen mental fijarse sobre la
imagen resultante de la reproducción fotográfica.
(Edgar Morin, 1956)

Noción compleja, confusa, que acerca quizás excesivamente la fo-


tografía a la magia, al milagro, a algo inefable; solamente se puede
apreciar que está cerca de una concepción del cine como revelación,
pero también como añadido (la foto, el cine en tanto que imagen foto-
gráfica, añaden [unas cualidades] a lo que es).
Se entiende que su recuperación a propósito del cine no haya sido
incontestable. Louis Delluc, nombre de cita obligatoria, ya que tituló
92 EL ROSTRO EN EL CINE

Photogénie a una de sus obras (1920), nunca supo definirla más que con
rodeos:

Nuestros mejores filmes son a veces espantosos por obedecer a un


exceso de conciencia laboriosa y artificiosa. Cuántas veces [...] lo mejor
de una velada ante la pantalla está en los noticiarios de actualidades, en
los que unos pocos segundos nos causan una impresión tan fuerte que
los consideramos artísticos. No se puede decir lo mismo del filme dra-
mático que viene a continuación. Poca gente ha entendido el interés de
la fotogenia. Por otra parte, ni siquiera saben lo que es. Me encantaría
que se creyera en una armonía misteriosa de la foto y del genio. Pero,
¡ay!, el público no es tan tonto como para creer en algo así. Nadie podrá
persuadirlo de que una foto puede tener lo inesperado del genio, ya que
nadie, que yo sepa, está totalmente convencido de ello.
(Cinéma et cie, 1919)

Se trata de un comentario sibilino, y nos deja al mismo nivel que ese


público cualquiera que «ni siquiera sabe qué es» la fotogenia. A lo su-
mo retendremos dos cosas: en primer lugar, la fotogenia se define me-
jor negativamente, ya que radica en lo no-pretendido, lo no-artificioso,
lo no-fabricado, lo no-consciente y lo no-laborioso. A continuación, se
asocia, más positivamente, a lo imprevisto y a lo fugitivo, como en
esos casos en los que surge en algún rincón de una cinta documental
(en 1925, Jean Epstein presenta en el Vieux-Colombier, con el título de
Photogénies, un filme de montaje compuesto por descartes y fragmen-
tos de noticiarios de actualidades).
No es, pues, en Delluc, sino en su amigo Epstein, donde quizá se
encuentre la clave de la «fotogenia». No es que las concepciones de
Epstein sean siempre mucho más firmes; en pocos arios, sufren cam-
bios considerables (a veces con razón: en 1928, advierte que, al haber
progresado los espectadores en su comprensión de los filmes, hay que
conseguir que estos últimos sean más rápidos, so pena de que parezcan
demasiado lentos). Pero, tras su estilo lírico y sus aparentes vacilacio-
nes, propone varias tesis lo bastante justificadas como para repetirlas a
veces con más de veinte arios de distancia.
Primera de estas tesis: la fotogenia no existe más que en el movi-
miento (variante: en el tiempo). Sólo puede concernir a los aspectos
móviles del mundo. Vive en lo inconcluso, en lo inestable, en lo que
tiende a un estado sin alcanzarlo. Es esencialmente lábil, fugitiva, dis-
continua. Así, el plano de un rostro sólo podría ser fotogénico por ins-
tantes, con motivo de un movimiento, de una expresión tal que lo atra-
viese como un relámpago atraviesa el cielo. Por eso, dice Epstein, los
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 93

rostros fotogénicos (entiéndase: fácilmente fotogénicos) a menudo son


rostros nerviosos, «nerviosistas», como el de Charlot.
Corolario: no son los objetos, ni los propios rostros, los fotogéni-
cos, sino sus transformaciones o sus variaciones. «Un rostro nunca es
fotogénico, pero su emoción lo es a veces.» Otro corolario: los planos
fotogénicos no lo son continuamente. En particular, un primer plano
puede, e incluso debe, ser breve, ya que no contiene más que un ins-
tante, o, en el mejor de los casos, unos instantes de fotogenia, más allá
de los cuales es inútil proseguir.
Esta tesis, tan importante como evidente, es síntoma, como todas
las de la literatura de la época que se le parecen, de una fascinación
compartida por la novedad que era todavía el cine. Fija el movimiento,
lo móvil, el instante, la duración: el tiempo. Lo que distingue a Epstein
es la importancia que concede a este tema. En todos sus últimos escri-
tos, particularmente en L'Intelligence d'une machine (1946), hace del
cine algo mucho mayor y mejor que una simple máquina de represen-
tar el tiempo, una «máquina de pensar el tiempo», el instrumento y el
origen de una filosofía sai generis. El cine tiene que ver con el tiempo,
de un modo absoluto y en todos los órdenes, ontológico y fenomenoló-
gico, pero también estético e incluso ético. Éste es el objeto de la se-
gunda tesis epsteiniana.
La imagen fílmica es un revelador psíquico. Esta tesis, también
potencialmente corriente, gana en agudeza y en originalidad al to-
marse completamente en serio. Ya no se trata del vago poder revela-
dor que suponía en sus orígenes el gastado término de fotogenia, sino
de una revelación importante, precisa, práctica e incluso socializable.
Dos anécdotas, recurrentes con diez y veinte arios de intervalo, ava-
lan esta creencia: la anécdota de las jóvenes que son filmadas por vez
primera y que, al verse en la pantalla, no se reconocen; la anécdota
del juez americano que, como un nuevo Salomón, debe reconocer en-
tre dos mujeres a la verdadera madre de un niño y consigue identifi-
carla filmando las reacciones del niño ante cada una de las dos ma-
dres putativas.
Esta doble ilustración de la tesis parece paradójica. ¿No contradi-
ce la segunda anécdota a la primera? ¿No se toma el cine como el ins-
trumento tan pronto de un reconocimiento como de un desconoci-
miento? En realidad, esta paradoja es la misma de la fotogenia, y en un
sentido más amplio, de todo el cine. La fotogenia lee el rostro de nue-
vo, como nunca había sido leído —de ahí el desconocimiento, y sobre
todo el autodesconocimiento—, pero al hacerlo libera una verdad, o
quizá la verdad.
94 EL ROSTRO EN EL CINE

La imagen es un revelador psíquico y también un revelador moral.


Como en la conocida definición de 1923:

¿Qué es la fotogenia? Yo denominaría fotogénico a cualquier aspec-


to de las cosas, de los seres y de las almas que aumenta su calidad moral
a través de la reproducción cinematográfica.
(«De quelques conditions de la photogénie»)

Y como esta definición amenaza con ser todavía poco firme, ense-
guida se aúna a la primera tesis, la de la movilidad:

Ahora digo: sólo los aspectos móviles del mundo, de las cosas y de
las almas pueden ver su valor moral aumentado por la reproducción ci-
negráfica.

Consecuencia inmediata: el trabajo del cineasta, su trabajo de ob-


tención de una fotogenia, no es un trabajo formal, ni siquiera solamen-
te estético, es un trabajo psicológico y moral. En La chute de la inaison
Usher (1927), mediante el empleo de los ralentís, «se consigue una
nueva perspectiva, puramente psicológica» (el subrayado es mío). Lo
móvil y la moral se designan así respectivamente como el dominio y la
intención de la fotogenia, es decir, del cine. Quedan por precisar sus
medios: esto será objeto de una tercera tesis.
El cine es una máquina, «un ojo fuera del ojo», cuyo poder de vi-
sión supera al nuestro y se le suma.

Lo que ningún ojo humano es capaz de atrapar, ningún lápiz, pincel


o pluma es capaz de fijar, la cámara lo atrapa sin saber qué es y lo fija
con la escrupulosa indiferencia de una máquina.
(R. Bresson)

En sus momentos de mayor ímpetu, Epstein ya no pone límites a es-


te poder: el cine tiene relación, directamente, con el espíritu:

Sería posible que no fuese un arte, sino otra cosa, pero mejor. Lo que
lo distingue es que a través del cuerpo registra el pensamiento. Lo am-
plifica e incluso a veces lo crea donde no estaba.

O bien tiene relación con el alma, a veces, al fin, con el Ser mismo,
con la vida. Es «animista», «elimina las barreras entre lo muerto y lo
vivo», «convierte una naturaleza muerta en una naturaleza viva» , es
«místico», tiene su filosofía.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 95

¿Qué afirma en el fondo esta concepción del cine? Antes que nada,
que la fotogenia es un valor que concierne al psiquismo, vertiente psi-
cológica y vertiente moral. A continuación, que este valor es el resul-
tado de un rendimiento, de un añadido que produce la representación
cinematográfica, la cinematografización: el cine aumenta lo que filma
del mismo modo en que el pensamiento aumenta aquello sobre lo que
reflexiona. Éste es el sentido de la «inteligencia» atribuida a la máqui-
na, también producida por un instrumento privilegiado, el aumento.
Aumento, ampliación espacial del primer plano, además, aumento, am-
pliación temporal de la Zeitlupe, del ralentí. Al igual que Balázs, y aún
más claramente gracias a la metáfora de la máquina, Epstein contem-
pla la operación de amplificación como esencial al primer plano, así
pues como motor mismo de la máquina-cine. El cine es una máquina
de aumentar, de amplificar, pero como aumenta y amplifica el pensa-
miento.
Este tema de la amplificación es tan importante que llega a menudo
a disociarse incluso de toda limitación de la fotogenia en un rostro. Los
filmes de Epstein —que no hay que confundir con sus escritos, pero
que a pesar de todo son complementarios— hablan naturalmente de
una fotogenia animal, de una fotogenia de la tierra, del agua, sobre to-
do del agua, su tema favorito. En La chute de la maison Usher, el mun-
do animal, y más aún el mundo vegetal y el elemento acuoso, son ob-
jeto de secuencias enteras, organizadas en torno a motivos: el
intrincado entrelazado vegetal, el agua estancada recorrida por un leve
chapoteo, el paisaje brumoso; más tarde, la pareja de sapos y el miste-
rioso búho luminiscente. Esta organización en motivos prevalece sobre
todo deseo de verosimilitud, y es más sencillo establecer relaciones en-
tre el agua, las ramas enmarañadas, el barro de los planos iniciales (lle-
gada del amigo a la posada) y los planos de la naturaleza que dan ca-
dencia al entierro, por ejemplo, que reconstruir mentalmente un
panorama coherente de las inmediaciones del castillo. De una forma
aún más evidente, la protagonista de La Belle Nivernaise (1924) es el
agua centelleante del canal, y no los insulsos jóvenes cuya historia
cuenta el filme.
Al lado de estos efectos, en los que la fotogenia se reúne confusa-
mente con la música, el empeño del cineasta Epstein por filmar rostros
parece más forzado. El efecto del pensamiento-cine, del cine como
pensamiento, sobre un rostro, tendría que ser la revelación de aspectos
desconocidos, inéditos, invisibles de ese rostro, es decir, la visión de
los afectos, del espíritu, del alma, pero eso apenas se manifiesta en sus
filmes. Es cierto que el cine es «un psico-análisis foto-eléctrico», pero
96 EL ROSTRO EN EL CINE

para que esta fórmula de 1946 no sea una simple acumulación gongori-
na de los vocablos del siglo, habría que saber lo que se desea analizar.
El discurso de la fotogenia, que habla tanto de psicología, no suple, sin
embargo, un pensamiento plausible del actor. No es una casualidad que
sea en un ámbito completamente diferente, en un cineasta muy poco
preocupado por la teoría, obstinado, por el contrario, en hacer circular,
rápida e incesantemente, el afecto en los filmes, donde se descubran,
con Faces (John Cassavetes), rostros en primer plano que conjugan el
movimiento y la revelación sin transferirlos nunca al haber de una in-
teligencia «maquínica» (sino, por el contrario, siempre al haber de la
emocionalidad del cineasta y de sus actores).

Los conceptos del rostro mudo

Al mismo tiempo que Balázs y Epstein, otros, sin duda, se acerca-


ron a esta definición del rostro mudo, aunque los únicos «otros» en los
que se puede pensar inmediatamente, los soviéticos, lo hiciesen en un
terreno diferente. Pudovkin y Kulechov, presos de «americanidad»,
buscaban ya el rostro ordinario; Vertov, casi único en su especie, que-
ría un rostro anónimo; Eisentein, tal vez... (pero nos volveremos a en-
contrar con él).
Por otra parte, fotogenia y fisonomía son difíciles de localizar en los
filmes, arriesgados, a menudo decepcionantes (,cómo, sólo era eso?).
Los jóvenes cineastas de la Primera Ola francesa que, con Epstein,
Gance y L'Herbier al frente, buscaron el efecto-fotogenia, usaron y
abusaron de los flous, de los movimientos de cámara vistosos, de los
ralentís. Sólo consiguieron una fotogenia elaborada, voluntarista, ale-
jada del ideal (salvo en su demostración de que la fotogenia también es
una cuestión de técnica, de artefacto, de pericia). La fisonomía, que pa-
rece ser que ningún cineasta quiso producir conscientemente, es, con
mucho, cuestión de sensibilidad crítica. Su presencia es aún más alea-
toria, frágil.
En sus cruces y sus renonancias, estos dos conceptos precisan, no
obstante, el contorno de una estética del rostro cinematográfico. Esté-
tica idealista, si la hay, se fundamenta en la esperanza de una revela-
ción, que considera posible ya que cree profundamente en el rostro co-
mo unidad orgánica, infrangible, total. La forma de esta revelación es
ante todo el instrumento mágico que ya hemos citado, el primer plano.
El primer plano es, pues, esa condición «técnica» del arte cuyo uso,
al servicio de la fisonomía, de la fotogenia, del rostro, ha producido
T
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO

una condición artística, o mejor, un modo de visión. Efectivamente, no


97

se trata tanto de hacer primeros planos como de ver en primer plano, lo


que significa, en primer lugar, una visión total de la superficie de la
pantalla, e incluso una visión totalitaria. Se ha dicho que en el primer
plano la pantalla investida por completo, invadida, ya no es un ensam-
blaje de elementos de representación dentro de una escena, sino un to-
do, una entidad. Si ese primer plano es el primer plano de un rostro, la
pantalla se hace toda rostro.
Esta invasión, este investimiento no necesitan siempre el recurso
técnico de un primer plano, de un encuadre muy cerrado. Un plano me-
dio, a veces incluso un plano bastante general, pueden producir el mis-
mo efecto, con tal de que impliquen un objeto que, por una propiedad
peculiar, se difunda por toda la imagen y le confiera por completo su fi-
sonomía. Aunque ninguno de los dos lo designase ni denominase (fue
su contemporáneo Eisenstein quien se encargó de ello), tanto Balázs
como Epstein admitieron este efecto primer-plano. Huelga decir que se
localiza frecuentemente sobre un rostro, aislado y resaltado por un jue-
go de luz, por una posición relevante dentro del decorado, pero tam-
bién puede provenir de otro objeto, de un fragmento de decorado, con
tal de que irradie, que emane un encanto: con tal de que se comporte
como un rostro, que tenga una fisonomía.
(El rostro ordinario comunica, eventualmente puede seducir, pero
su papel es hacer circular palabras: contraseñas. El rostro en primer
plano impresiona, fascina, es siempre un poco Mabuse, impone su
mundo.)
El aspecto totalitario de la visión en primer plano tiene otra conse-
cuencia: no se dedica a ver más que una cosa a la vez, olvidando todo
lo demás. Ver una cosa y sólo una, aunque a menudo esto signifique ver
un rostro, una fisonomía, luego el funcionamiento de una polifonía ex-
presiva. Lo esencial es que no se ve nada más que este pequeño mundo
cerrado.
El ejemplo ideal de esta visión exclusiva es un objeto de visión: los
niños y los animales, a los que asocian muy a menudo los autores ale-
manes, como un paradigma perfecto. Niños y animales logran unos pri-
meros planos ideales, porque son siempre eindeutig, unívocos (Stindt),
porque siempre actúan «dentro de sus límites», sin necesidad de añadir
nada a lo que les es innato. Son «representantes no-espirituales»
(Harms), cosas que sólo quieren estar ahí y se comportan «según una
ingenuidad simple, que no conoce el pensamiento sino sólo la acción y
la vida». Para el mismo Balázs, «su muy peculiar atractivo reside en
que manifiestan una naturaleza original, no influida en absoluto por el
98 EL ROSTRO EN EL CLNE

hombre», una naturaleza tanto más natural cuanto que no es la que ve-
mos en nuestra vida normal (y nos acordarnos de que Asta Nielsen es
elogiada, particularmente, por su virtud infantil, que la hace inocente y
la justifica, la hace justa).
En suma, este papel de exemphun que se le atribuye significaría lo
siguiente: la visión en primer plano, visión aumentada, es también una
visión de lo que es «grueso», evidente, simple, «unívoco». El efecto
primer-plano es contradictorio: prende, sobre los rostros, lo complica-
do, lo maléfico, para soñar mejor con lo simple, lo idflico, con el buen
salvaje.
Tal vez sea que la esencia misma de este efecto no reside ni en lo
uno ni en lo otro, ni en la relación totalitaria y a veces un poco terroris-
ta con el espectador, ni en la tentación de ver el mundo corno colección
de cosas unívocas. Tal vez lo esencial del efecto primer-plano sea lo
más indefinible, lo que tiende a la producción de un encanto, con toda
la preciosa ambigüedad del término.
El germanófono Balázs tuvo la ventaja de disponer de un término
para denominar ese encanto. Stimmung es una palabra mágica, todavía
más mágica que «fisonomía». La experiencia fisonómica incumbe,
más o menos lejanamente, a toda la cultura occidental, y es bien cono-
cido que la Stimmung sólo es comprensible en terreno alemán. Por tan-
to, la palabra es intraducible, y ni «talante», ni «atmósfera», ni «armo-
nía» desprenden todo su aroma. No tiene importancia, la Stinunung
existe al menos desde el Romanticismo, que popularizó y quizás in-
ventó esta -loción. Es, en primer lugar, la que difunde, a partir de una
fuente, una especie de irradiación invisible, aurática, etérea. Si esta
irradiación es intensa, se extenderá con facilidad, contaminará los ob-
jetos cercanos, y se asentará progresivamente sobre todo el espacio. La
Stimmung es contagiosa, pues el término procede también de stimmen,
estar en concordancia. El primer plano, saturado por la Stimmung, am-
plifica su resonancia y vibra con una cualidad única, intensa.
En un capítulo de La imagen-movimiento, Gilles Deleuze señala
dos polos de la presencia del rostro en el cine mudo, que denomina res-
pectivamente «rostro reflexivo» y «rostro intensivo». Sería burdo ver
en esta división un calco de la oposición entre un rostro-primitivo (en
vías de normalización, de ordinarización) fundamentado en el sentido
y el intercambio, y un rostro-mudo fundamentado en la presencia y la
contemplación. (El mismo Deleuze en modo alguno basa así su distin-
ción, ya que mete en un mismo saco todos los rostros anteriores al so-
noro, griffithianos, primitivos, teatrales, fotogénicos). La división en-
tre reflexivo e intensivo se realiza según otras líneas de fuerza.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 99

Pero, indudablemente, el rostro mudo definido por la conjunción fi-


sonomía-fotogenia estaría del lado de lo intensivo: un rostro cuyos ras-
gos no están «agrupados bajo el dominio de un pensamiento fijo», sino
más libres, presa de ese funcionamiento que «hace pasar de una cuali-
dad a otra» sin cesar. El rostro intensivo es aquel que, en términos de
técnica retratística, escapa del contorno rostrificante para dejar aflorar
y reinar libremente unos «rasgos de rostreidad», está del lado de la
«potencia», no de la «cualidad». El rostro en primer plano sería, pues,
una presencia del rostro en el filme que permanecería en lo emotivo, en
lo afectivo, sin caer nunca en la semiótica. Por esta razón, por raro que
sea en estado puro, es el modelo, el tipo del rostro mudo.

[...] el plano psicológico, el primerísimo plano, como lo llamamos, es el


pensamiento mismo del personaje proyectado sobre la pantalla. Es su
alma, su emoción, sus deseos.
El primer plano, en realidad, es la nota impresionista, la influencia
pasajera de las cosas que nos rodean [...].
Germaine Dulac (1924)

Se sabe que el primer plano ha sido, por otro lado, el estímulo teó-
rico genérico de toda una filiación, de una familia de teóricos, para los
que fue el instrumento, y el emblema a la vez, de una concepción «he-
terológica» (Pascal Bonitzer) del cine. Entre Balázs y esta concepción,
hay líneas paralelas, y también unas cuantas pasarelas. El primer pla-
no, para uno y otros, es un factor de proximidad perceptiva y psíquica,
se merece plenamente su nombre (Eisenstein: «Mi primera impresión
consciente fue un primer plano»). También es, tal como se acaba de
describir, operador de totalización, que se desliza fácilmente hacia el
totalitarismo (otra vez Eisenstein: «Una cucaracha filmada en primer
plano parece más temible que una manada de elefantes en plano gene-
ral»).
Pero un enorme obstáculo les separa: aquellos nunca buscan, muy
al contrario, la unidad fisonónaica que fundamenta la sensibilidad ba-
lázsiana. Para ellos, el primer plano es un instrumento de desmembra-
miento, como en esa pesada ensoñación postetílica que cuenta Eisens-
tein:

... hace tiempo, después de una copiosa comida en casa de la familia


Poudov, bajo un sol frío y húmedo proyectado sobre un río sin nombre,
tuve la extraña impresión de ver aparecer ante mis ojos, tangibles, en ex-
traña farándula, aquí una gigantesca nariz que se movía sola, acá una go-
rra animada por una vida propia, allá toda una guirnalda de bailarines,
acullá una pareja de exagerados mostachos, o sólo las pequeñas cruces
100 EL ROSTRO EN EL CINE

bordadas sobre el cuello de una camisa rusa, o la visión lejana del pue-
blo, engullido poco a poco por la oscuridad y después, de nuevo, au-
mentado desmesuradamente, la borla azul de un ceñidor de seda apre-
tando un talle, o un colgante prendido en un bucle de cabello, o una
mejilla roja...

El primer plano fractura el discurso fílmico, y sirve así para evitar


aquello que horroriza a Eisenstein, el monologismo. Por otra parte, un
primer plano nunca viene solo, no es presentado ni contemplado por sí
mismo, como un momento de estasis y de excepción, como pretendía
Balázs. Para Eisenstein, que en 1926 le reprochó «olvidar las tijeras»,
entra, por el contrario, dentro una lógica, en una combinatoria, como
en su relato onírico (y también como en algunas secuencias de monta-
je de La línea general [Staroie i novoie, 1929] y de Octubre [Oktiabr,
1927]), o sobreviene como acmé, momento de éxtasis, puntuación di-
námica (como los de El acorazado Potemkin [Bronenosets Potemkin,
19251).
¿Por qué esta diferencia entre dos contemporáneos, ambos de cul-
tura alemana, ambos marxistas? Pues bien, precisamente a causa del
rostro. El primer plano balazsiano sólo es válido porque es un sinóni-
mo de «fisonomía» y de Stimmung, se cierra sobre sí mismo como un
rostro puede cerrarse, bastarse. Su fundamento estético e ideológico es,
pues, y para Eisenstein es fácil subrayarlo, de un idealismo embarazo-
so, y todo eso concede demasiada confianza a lo inefable. Sin embar-
go, al jugar la carta del rostro y de su unidad como humanidad por ex-
celencia, ese mismo idealismo crea la estética más coherente del mudo,
a pesar de sus límites o a causa de ellos.
Aquí se aprecia de forma solapada la influencia de Georg Simmel,
el sociólogo que, con el cambio de siglo, había marcado la vida inte-
lectual europea. Simmel fue redescubierto hace una década, y precisa-
mente por su trabajo, considerado menor en su tiempo, sobre la socio-
logía de lo cotidiano. Releer hoy su artículo de 1901 «El significado
estético del rostro» nos remite indefectiblemente a Balázs:

Hay [...] una cantidad máxima de movimientos investidos en su es-


tado de reposo, o mejor, el reposo no es más que ese instante, despro-
visto de duración, en el que han convergido innumerables movimientos,
del que partirán innumerables movimientos.

Y si las expresiones fugitivas del rostro se sedimentan en una ex-


presión permanente (lo que sólo es una trivialidad desde el adveni-
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 101

miento de la psicología), ésta, a su vez, sólo existe como reserva de ex-


presiones fugitivas, las mismas que perseguirá Balázs. Más esencial-
mente, el artículo de Simmel articula con solidez el tema de la unidad
del rostro. Éste es «la parte del cuerpo que más domina la propiedad de
unificación», hasta el punto de que «una mínima modificación de deta-
lle produce en él la modificación máxima de la impresión general», y
«la modificación de una parte alcanza a todas las demás», o mejor, has-
ta el punto de que «cada rasgo es, en su destino, solidario [...] con el to-
do». El rostro expresa así «una espiritualidad individualizada», impo-
sibilitando la «centrifugalidad» y la «desespiritualización».
Enseguida se ven las consecuencias (y se reconocen sus huellas en
Balázs): el rostro humano no puede tratarse como un rompecabezas, ya
que sus partes son interdependientes y están siempre dentro de la de-
pendencia del Todo. Unidad eminentemente orgánica, que garantiza
espiritualidad y autenticidad, el rostro no puede construirse con aiTeglo
a un vocabulario. Al mismo tiempo, esta unidad es dinámica, ya que no
sólo está en movimiento permanente —al menos virtual—, sino que,
incluso detenida, sus dos mitades actúan una respecto a la otra, en una
relación de semejanza desemejante que todavía acusa (a diferencia de
la escultura) la representación pictórica, obligada como está a presen-
tar de manera diferenciada esas dos mitades. La expresión del rostro lo
es, pues, todo salvo un recorrido de postura en postura, es la movilidad
misma.
Apenas sorprende que, en 1901, Simmel tenga la fácil tentación de
remitirse a la distinción escultura/pintura. Después de todo, la famosa
tesis de Adolf Hildebrand (Das Problem der Form in der bildenden
Kunst, 1893) no queda muy atrás. Pero nos vemos tentados de añadir a
este respecto que, para Balázs, el cine es a la foto lo que la escultura es
a la pintura, la posibilidad de un punto de vista variable, envolvente,
múltiple, que integraría además la movilidad intrínseca de la expresión
del rostro, sus variaciones en el tiempo, o, pura y llanamente, su mane-
ra de ser en el tiempo. Se entiende perfectamente que no se trate de re-
ducir este dinamismo, sin conservar del rostro más que su inmovilidad
para incluirlo en un montaje.
También es comprensible que, aunque la noción de fotogenia sea
más universal que las categorías —fisonomía, Stinunung— que utiliza
Balázs, sea, sin embargo, su enfoque tan germánicamente europeo el
que tuviese mayor repercusión en el arte del cine mudo. Si el vencido
rostro de Lon Chaney en He Who Gets Slapped (1924) llega a ser algo
tan patético que elimina toda psicología, todo trabajo de actor en pro-
vecho de armónicos «fisonómicos», tal vez sea simplemente que la fi-
102 EL ROSTRO EN EL CI

sonomía cruzó el océano con Sjtistrom. Si los árboles «fisonomiza-


dos», si todo el paisaje maléfico y eminentemente personificado mira a
Blancanieves durante su huida por el bosque (en la versión del estudio
Disney), quizá sea a causa de los hermanos Grimm, pero con toda se-
guridad es una reminiscencia de lo demoníaco alemán, todavía de mo-
da en el Hollywood de 1937.
De la fotogenia a la fisonomía hay muchos matices. Su concepto de
dinamismo, en particular, del movimiento y de su papel en la aparición
de los valores propiamente cinematográficos, es harto diferente. Unas
veces se trata de buscar, más o menos a tientas, una coincidencia, un
destello de verdad, otras veces se trata de construir una polifonía, una
red de líneas temporales. Pero el objetivo común es registrar una reali-
dad de la que se supone que tiene algo que revelar; el cine es un opera-
dor sistemático de verdad, que no añade nada de sí mismo, sino su po-
der mágico, inefable de revelación. Si la fotogenia es el otro nombre de
este poder mágico, la fisonomía es una encarnación sensible, sensorial
de la verdad puesta al día, su rostrificación.
Esta posición es relevante por muchos motivos. Es imposible decir,
entre otras cosas, hasta qué punto se aleja tanto del expresionismo co-
mo del simbolismo. El cine está particularmente capacitado para el ad-
venimiento de la expresión del mundo (i:,o de «la naturaleza»?): el ex-
presionismo no podría ser en él, pues, sino una desviación más o menos
perversa, en la que no se registra más que una expresión fabricada, la
expresión del expresionismo. (Ni Balázs ni Epstein se mostraron de-
masiado cariñosos para con el susodicho cine expresionista.) Por lo
que se refiere al simbolismo, éste desconcierta a Balázs, tentado a ve-
ces de reconocer y de ratificar la estética del cuadro o de la metáfora vi-
sual. Pero esto no será nunca para él lo esencial del cine, como de-
muestran otra vez sus dos ensayos ulteriores, uno inmediatamente
posterior a la llegada del sonoro (1930), y otro escrito justo después de
la guerra (1945), cuya tesis y cuyo tono difieren muy poco de los de Der
Sichtbare Mennsch.
Revelación: este término cargado de connotaciones lleva a Balázs,
Epstein y al concepto de rostro-mudo hacia un sentido muy particular,
que ilustró el Kracauer de Teoría del cine (1960), para quien

el cine es esencialmente una extensión de la fotografía, y por consi-


guiente comparte con ella una marcada afinidad por el mundo visible que
nos rodea. Los filmes cumplen su misión cuando registran y revelan la
realidad física.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 103

La diferencia es que el mudo no pretende tanto la realidad física co-


mo una realidad humana, incluso metafísica. (Epstein puede dar gato
por liebre con sus páginas sobre la «máquina», con el cine entendido
como instrumento «inteligente», pero se verá que en resumidas cuen-
tas es aún más radicalmente idealista, además de irrealista.)
Una vez más, se trata ante todo del rostro. El efecto-primer plano,
afirma de nuevo Deleuze, hace perder al rostro sus aspectos indivi-
duante, socializante, comunicante, para conferirle la impersonalidad
del afecto. Pero la metáfora del afecto hace pensar demasiado en la
clausura de un rostro que, hecho Entidad por efecto del primer plano,
se cerraría totalmente sobre sí mismo. El rostro-mudo, por el contrario,
se abre a una circulación potencialmente infinita, puesto que equivale
al mundo, puesto que es rostro-paisaje, rostro-mundo, reflejo y, al mis-
mo tiempo, suma del mundo.
El primer plano del rostro es, pues, el lugar de una relación privile-
giada, al mismo tiempo un poco desplazada, con lo que se representa.
Si, como aseguraba Epstein, el cineasta que mira en primer plano esca-
pa a la visión como dominio y perspectiva para practicar, con la ayuda
de un ojo maquínico, un nuevo modo de ver y de sentir, el espectador,
entonces, se ve arrastrado a su vez en esa comunión del ojo con las co-
sas. Atrapado bruscamente por la imagen, a semejanza del cineasta
atrapado bruscamente por el mundo, se encuentra en una «intimidad»
absoluta con ella, la «huele», la «come», la hace objeto de una tran-
substanciación sacramental (Epstein), o la experimenta como música,
como «polifonía» (Balázs). Pero, de todos modos, al sumergirse en la
imagen, se zambulle al mismo tiempo, directamente, en el corazón del
mundo representado, en su vibración misma.
(Solamente un paso más y esta visión llegaría a ser actualización de
una reserva, de una virtualidad que está en las cosas, en el mundo, la
«fotografía que ya está en las cosas» de la que habla Bergson revisado
por Deleuze. Pero este paso no se ha dado, y no llega más allá de una
idea difusa del «mundo». Sobre todo, si la vista nos transporta, con la
cámara, al mundo rostrificado de las cosas, es a nosotros, siempre a no-
sotros, a quienes transporta.)
El primer plano nos proyecta en un mundo que es, reversiblemente,
un rostro. Lo que revela es, pues, un psiquismo: un alma. También es-
te tema va mucho más allá de los años veinte. Desde el librito de Müns-
terberg (1916), se le encuentra, erráticamente, revoloteando sobre el
asunto de la empatía. Al admitir que existe, para el cine, otra posibili-
dad, más «distanciante» (pero muy poco utilizada en el cine que cono-
ce), Münsterberg plantea que la emoción del espectador cinematográ-
104 EL ROSTRO EN EL CINE

fico refleja la del personaje; más aún, «tenemos la impresión de ver di-
rectamente la emoción misma». Vibramos con los rostros representa-
dos, en el corazón mismo de esos rostros; el cine es esa vibración.
El mismo tema se encuentra de una manera más evidente, tras la
guerra, en Edgar Morin, que hará del cine el ámbito del hombre imagi-
nario: el hombre visible de Balázs, revisado e «imaginarizado» a través
de la fenomenología y la filmología. Morin, sensible al poder «psico-
analítico» del cine, hace suya de buen grado la idea de Epstein de que
el cine convierte lo que representa a la vez en lo mismo y en otra cosa
(por eso no se interesa por la autoscopia, o bien, filmado, posa). Para
él, todavía, el cine, vía primer plano, es lo que hace descubrir el rostro
y permite leer en él. Ahora bien, impecable silogismo, el rostro es el es-
pejo del alma, que es el espejo del mundo: lo que ve el primer plano es,
pues, más aún que el alma, el mundo en la raíz del alma.
Morin dice, conciliando así a Epstein y Balázs, que hay transferen-
cias continuas entre microcosmos y macrocosmos, rostro y paisaje, ob-
jetos antropomorfizados y rostros cosmomorfizados. El rostro tiene un
alma, los objetos tienen un alma (como demuestran, sin distinción, los
filmes de objetos de los años veinte), el cine, por fin, tiene un alma. Pe-
ro este exceso de alma no le gusta apenas a Morin, que recupera a Eps-
tein para invertir su axiología: si el mundo visto en el cine es/tiene al-
ma, es falso, como el alma. «Qué es el alma: los procesos psíquicos en
su materialidad naciente o su residualidad decadente.» El cine no nos
muestra, pues, finalmente más que a nosotros mismos, y aun así en
nuestras regiones más inciertas. Lo que proyectamos sobre la pantalla,
o, lo que es lo mismo, lo que nos proyecta sobre la pantalla, es del al-
ma, ahora y siempre, y a fin de cuentas, toda esa alma, de la que el cine
y nuestra época en general están «embadurnadas», no nos deja ver...
El mismo poder, exactamente, se concede al filme, al primer plano,
pero con conclusiones opuestas. Sin duda, al llegar después del neorrea-
lismo, después de la guerra, al llegar al mismo tiempo que Bazin, Mo-
rin ya no puede ver como un valor positivo el «irrealismo» preconiza-
do por Epstein, corno tampoco puede contentarse con aceptar tal cual
una «revelación» («revelación», se dice también, particularmente en
1950, «apocalipsis»). El libro de Morin, afectado por su mismo desfa-
se, confirma esta paradoja del primer plano, del rostro-mudo: deseo de
realismo y de irrealismo a la vez, deseo de ver al hombre y deseo de su
imagen a la vez, deseo de contemplar la incontemplable movilidad, de-
seo de detener el tiempo y, a la vez, de dejarlo correr.
EL ROSTRO EN PRIMER PLANO 105

El rostro mudo: un rostro-tiempo

La forma del rostro-mudo, su reino, es el primer plano. Pero esta


forma esconde otra, o quizá la deja percibir, teniendo en cuenta de nue-
vo que el primer plano no es una cuestión de distancia, sino de amplia-
ción. En la obsesiva elegía que compone Epstein al ralentí se aprecia,
crudamente, una intuición central, que el primer plano es el aumento de
nuestra experiencia sensible, de toda nuestra experiencia, incluido el
tiempo. Zeitlupe, primer plano temporal. El rostro-mudo es un rostro
ampliado, pero también, más profunda y más inmediatamente, un ros-
tro del tiempo, un rostro-tiempo. No se trata, en efecto, de ver el rostro
como un libro sobre el que se escribirían las huellas del paso del tiem-
po (corno en la serie de autorretratos de Rembrandt). Se trata de hacer
ver el tiempo mismo. Éste es el sentido de la conocida observación de
Balázs, de Epstein, de todos sus contemporáneos, acerca de que la fo-
togenia, o el arte del cine en general, concierne a lo móvil y a lo lábil,
de que el cine es consustancial a ciertos sentimientos de los que repre-
senta la fugitividad, la movilidad. Si encarna ese cine, el rostro-mudo
se define por lo que pasa sobre él sin detenerse, por el tiempo.
A este respecto, habría que comentar ampliamente un filme. Es sabido
que La chute de la 'liaison Usher es a la vez una ilustración práctica del ra-
lentí elegíaco y revelador y un empleo del rostro a través del tema del re-
trato. A través de una transposición del célebre motivo de El retrato oval,
el protagonista del filme, Roderick Usher, pinta un retrato de su esposa,
Madeline, sin apercibirse de que el cuadro, mágicamente, se nutre de la
propia sustancia vital de la joven. Cuando finalmente termina el lienzo, y
mientras exclama «¡Es la vida misma!», ella cae muerta (tiene poca impor-
tancia que un final harto arbitrario la haga volver al mundo de los vivos).
Ahora bien, conscientemente o no, el tratamiento del retrato de la
joven es muy singular. El cuadro está ricamente enmarcado, con un
marco dorado y muy adornado, pero tanto puede verse, en ese marco, a
la actriz que interpreta el papel de Madeline, como un esbozo tosca-
mente pintado, o como, incluso, nada de nada. De hecho, el filme re-
flexiona realmente sobre el hecho del retrato, pero desplazándolo: el
filme no trata del retrato del modelo, sino del pintor.
Pintar en general está relacionado con el tiempo, ya que el gesto del
pintor se incribe en él, y, más fundamentalmente, la pintura es eterniza-
ción de lo que se pinta, suspenso del vuelo del tiempo, transformación de
un tiempo material en un tiempo trascendental. Pero aquello de lo que
habla Epstein va más allá de esa relación genérica de la pintura con el
tiempo: ya no se trata solamente de pintar en el tiempo, con él o contra él,
106 EL ROSTRO EN EL CINE

sino de pintar el tiempo, de hacerse tiempo, de ser tiempo con el tiempo.


El pintor Roderick Usher no procura tanto capturar la vida, la semejanza
vital y absoluta (como en los «motivos» de Poe de los que parte Epstein),
como igualarse al tiempo mismo, identificarse con él, inmiscuirse en él.
Hay una serie de imágenes que resulta singularmente significativa.
Comienza tras un intertítulo, que indica que «después del entierro de
Madeline, las horas, los días, transcurrían en espantosa monotonía, en-
tre un silencio abrumador», y repite los pasajes «musicales» que un po-
co antes ilustraban la melancolía de Roderick. Pero a esta repetición le
sigue una larguísima secuencia en la que se introduce una nueva serie,
ésta sobre los instrumentos del tiempo, en forma de grandes primeros
planos de partes de un reloj: el péndulo (filmado oblicuamente y al ra-
lentí), la parte alta de la esfera, el timbre y el martillo de la campana,
los engranajes móviles del interior.
Esta constelación es esencial, ya que asocia la melancolía y la músi-
ca con el tiempo, a través de tres imágenes de éste. Los instrumentos me-
cánicos que miden su paso, filmados desde muy cerca, producen la idea
de que se penetra dentro del tiempo; el ralentí, que «despersonaliza el
movimiento» (Deleuze), lo relaciona, así, con el Tiempo, con su pulsa-
ción íntima representada por el enorme y angustioso péndulo (quién sa-
be si una resonancia lejana de El pozo y el péndulo); por último, un des-
doblamiento, una vibración que se propaga por el aire y alcanza cosas y
lugares, la guitarra, la galería. Esta última imagen del tiempo es la más
singular: el tiempo se presenta como presa de un eco que resuena y que
puntúa la dilatación del ralentí. La imagen deleuziana del cristal, de su
poder de doble refracción, se impone sin duda al entendimiento, pero el
filme resulta en este punto igualmente coherente en otro sentido, y ese
admirable temblor del tiempo debe considerarse como la actualización
por fin demostrada de aquello de lo que la primera serie, el pasaje tem-
poral y «musical», era la metáfora, y sólo la metáfora.
Así —y sólo así, si no se quiere leer en ellos un simple gesto— deben
entenderse los planos, también realizados al ralentí, repetitivos, obsesi-
vos, del rostro de Roderick pintando, esos célebres primeros planos del
rostro del actor Jean Debucourt en los que se inscribe la imagen de un éx-
tasis superado (tal y como se habla de un coma superado). Roderick, y a
través de él quizá la casa Usher, es el verdadero sujeto del retrato. Los
motivos del filme, sus series (la música, el paisaje, el tiempo desdoblado
y resonante) son el procedimiento de este retrato, que la lógica epsteinia-
na, como se ha dicho, convierte en un único procedimiento, el tiempo, o
lo que es lo mismo, el cine, la imagen-tiempo. Hay retratos pintados al
óleo, pero lo que da a ver Epstein es, en acto, un retrato pintado «al cine».
107

La aventura, de Michelangelo Antonioni


108

Sandra, de Luchino Visconti

La religiosa, de Jacques Rivette

Retratos: la belleza al servicio...


109

Rue Fontaine, de Philippe Garrel

Au hasard Balthazat; de Robert Bresson

...de la verdad, o a la inversa


110

Inflexiones de la voz:
el grito, el canto

Vargtimmen, de Ingmar Bergman


111

Mon cher sujei, de Anne-Marie Miéville

Soigne ta droite, de Jean-Luc Godard


112

Metrópolis, de Fritz Lang

Bellísima, de Luchino Visconti


113

Rostros en la multitud

Éxodo, de Otto Preminger


114

¿Se puede leer la edad en un rostro .

Les baisers de secours, de Philippe Garrel

Les rendez-vous d'Anna, de Chantal Akennan


5. El hombre retrato

Además, aunque sea imposible encontrar en cada hombre una esen-


cia universal que sería la naturaleza humana, existe, no obstante, una
universalidad humana en la condición. No es casual que los pensadores
de hoy hablen más gustosamente de la condición del hombre que de su
naturaleza. Por condición entienden, con mayor o menor claridad, el
conjunto de límites a priori que esbozan su situación fundamental en el
universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer es-
clavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o propietario; lo que no
varía es su necesidad de estar en el mundo, de estar en el trabajo, de es-
tar entre los otros y de ser mortal. Los límites no son ni subjetivos ni ob-
jetivos o, mejor dicho, tienen un lado objetivo y un lado subjetivo. Son
objetivos porque se encuentran por todas partes y son reconocibles en
todos los dominios, y subjetivos porque son vividos y no son nada si el
hombre no los vive, es decir, no se determina libremente en su existen-
cia respecto a ellos. Y aunque los proyectos puedan ser diversos, al me-
nos ninguno me es todavía completamente extraño, pues todos aparecen
como un ensayo para salvar estos límites, o para alejarlos, o para negar-
los, o para acomodarse a ellos. En consecuencia, todo proyecto, por in-
dividual que sea, tiene un valor universal.
Jean-Paul Sartre
116 EL ROSTRO EN EL CINE

Cuando se produjo la segunda (o tercera) gran revolución de la his-


toria del cine, la de la posguerra, alcanzó también forzosamente al ros-
tro. Pero, lejos de producir un retorno imposible al cine mudo, trans-
formó el rostro ordinario impuesto por el sonoro. En consecuencia, esta
revolución, sobre todo localizada en el terreno estético e ideológico,
puramente europea, no tuvo apenas una incidencia inmediata sobre la
industria hollywoodiense. En la propia Europa, ni siquiera la crítica,
polarizada entre el sentimiento de la urgencia y el de la historicidad,
llegó a divisarla claramente. Jacques Rivette, que sin duda fue el pri-
mero en hablar de «modernidad» a propósito de Rossellini, esbozaba
en ese tiempo los límites de un clasicismo cinematográfico encarnado
idealmente por Howard Hawks.
Hoy en día, después de La imagen-tiempo, después de las Histoi-
re(s) du cinéma, se hace fácil delimitar una definición que sirva para
todas las circunstancias de la modernidad cinematográfica. Ésta apare-
cería con la guerra, con el nuevo sentido que provocó su horror, con-
duciendo al cine, vía documental, a un nuevo realismo. El mito neorrea-
lista del no-actor cobra aquí todo su sentido: se trataría de un cine del
cuerpo humano vivido realmente, sin la mediación del actor y casi sin
la del personaje, de un cine del rostro inocente e íntegro. En el fondo,
este rostro sería el primer rostro propiamente humano del cine, que es-
capa tanto a la mecánica del sentido como a la inmersión en lo inefable.
Pero, ¿qué puede querer decir «humano»? (¿No era el rostro, de todos
modos, humano?)

El deseo de durar

Las revoluciones no caen del cielo, y esto es cierto también tanto


para el neorrealismo como para el sonoro. Este último venía preparán-
dose desde hacía mucho tiempo por un uso parlante del rostro y de sus
atributos, mientras que el primero aparece después de cierto número de
transformaciones estilísticas internas del clasicismo, que le prepararon
el camino. En lo esencial, se trata de la aparición de un nuevo registro
de interpretación, de nuevas relaciones dramático-espaciales, es decir,
de nuevas modalidades potenciales del rostro cinematográfico, que re-
sultan, entre otras, de esa figura de la que Bazin hizo defensa, ilustra-
ción y clave ideológica, con la apología del binomio plano-secuencia/
profundidad de campo.
La tendencia a la dilatación de los planos es perceptible, desde 1939,
en el único cine estudiado estadísticamente, el de Hollywood. Filmes
EL HOMBRE RETRATO 117

como Luna nueva (His Girl Friday, Hawks, 1940) o La carta (The Let-
ter, Wyler, 1949) son tanto más significativos en este aspecto en cuan-
to, por otro lado, no utilizan ninguna nueva disposición de los actores,
no establecen ninguna novedad técnica. Esta dilatación se hará más es-
pectacular, y será más comentada, cuando, a partir de 1940, se sume a
algunas modificaciones de la propia puesta en escena, con el uso de fo-
cales cortas —Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), El cuarto man-
damiento (The Magnificent Ambersons, 1942), La loba (The Little Fo-
xes, 1941)—, y sobre todo de cámaras móviles, que serán la mayor
preocupación del decenio. En 1945, Minnelli utiliza «por primera vez»
una grúa en un filme que no es una comedia musical, The Clock (en el
que los planos son muy largos). Entre 1946 y 1948 se inventan varios
modelos de crab dolly, esa pequeña plataforma rodante muy manejable
y poco aparatosa cuya marcha de «lado» le permite atravesar las puer-
tas o meterse por los rincones: Hitchcock hará un gran uso de ella en La
soga (The Rope, 1948) y Atormentada (Under Capricom, 1949).
Pero fuera de estos casos especiales y célebres, la movilidad de la
cámara es una tendencia verificada por muchos filmes de esos arios,
que culminará y concluirá con la generalización del zoom, después de
1960. El zoom aparece en 1949, pero sólo se popularizará su uso cinco
arios más tarde (gracias a Aldrich). El primer objetivo variable de bue-
na calidad, el Pancinor de SOM-Berthiot, lo utilizará ampliamente el
inagotable Rossellini, para Fugitivos en la noche (Era notte a Roma) y
¡Viva Italia! (Viva l'Italia!), en 1960. Después predominará el Angé-
nieux, que llegará a su punto álgido con el Lelouch zoomaníaco de Un
hombre y una mujer (Une homme et une femme, 1966), filme que in-
troduce en Hollywood una moda rápidamente agotada.
Todas estas modificaciones, a pesar de estar escalonadas en el
tiempo, no forman más que una: en todos los casos se trata de añadir
tiempo y movilidad al espacio, de captar éste con una duración, de no
remitirse ya a la exploración analítica típica de la edad de oro clásica.
Con esta duración concedida al espacio, cambia un poco el estatuto
del rostro, incluso en el cine narrativo convencional. El intercambio,
contenido en la duración del plano, se manifiesta de manera diferen-
te, y en menor cantidad, ya que la práctica de la mirada ya no se rei-
tera sistemáticamente por el sistema fuera de campo + corte. El reen-
cuadre —con el zo'om o la dolly, es indiferente— permite seguir al
rostro por sí mismo, enfocarlo para extraer bruscamente algo de él.
La duración de los planos permite mantener algunos tiempos muer-
tos, ya no someter al rostro, a cada segundo, a la férrea ley de la co-
municación.
118 EL ROSTRO EN EL CINE

Este cambio puede ser superficial. En Atormentada, la larga escena


central de la confesión de Lady Harrietta está filmada en un plano úni-
co de una decena de minutos, con reencuadres constantes de Ingrid
Bergman mediante mínimos desplazamientos de la cámara, instalada
sobre una dolly. El resultado es esencialmente una continuación de la
lógica escénica del rostro clásico, puesto que Hitchcock casi no permi-
te respiraciones, ni en el texto del monólogo ni en la mímica de la ac-
triz (desde este punto de vista, los planos-secuencia de Ciudadano Ka-
ne iban más lejos, al poner en relación los rostros con espacios
mayores, que les añadían incertidumbre).
Pero, en otro lugar, desembocará decididamente en otra lógica, co-
mo en Sandra (Vaghe stelle dell'orse, 1965), filme en el que los bruscos
efectos de zoom llegan a horadar el plano-secuencia, sin desgarrarlo.
Estos gestos de la cámara (casi todos acercamientos rápidos, con dos
excepciones) fueron calificados, por el propio Visconti, de pseuclorac-
cords: reemplazan al verdadero raccord, al cambio de plano, no tanto
por economía corno para garantizar que, en ambas partes de esa cesu-
ra, el rostro se encuentre idéntico a sí mismo, para reforzar su expresi-
vidad.

El desquite de lo real

Todo esto no basta, sin embargo, para hacer escapar al rostro de su


estatuto clásico. Si se puede hablar de un nuevo papel, de un valor nue-
vo para el rostro de posguerra, no será tanto a causa de estos cambios
estilísticos como de la aparición de una nueva poética del cine. Esto se
dilucida en Europa, en forma de un violento retorno de lo real. El cine
de los años veinte y treinta no había estado desprovisto de realismos,
pero ninguno de ellos había escapado a la tentación de confundir lo real
y la imagen poética de lo real. El cine francés conoció las brumas y la
negrura del realismo «poético». El cine realista alemán, denominado
por aproximación Nueva Objetividad —Abschied, Menschen am Sonn-
tag (1929)—, se acercó más al documental, pero en 1928 el género in-
ternacional del documental apenas se distinguía de la reconstrucción
poética, impresionista a veces, que se pretendía futurista en otras par-
tes (véase el opus de Joris Ivens). Por lo que se refiere a Hollywood, no
se concebía sino espectacularizado: véase Y el mundo marcha (The
Crowd, 1928). En pocas palabras, había espacio para una estética rea-
lista diferente, que suprimiese algunos intermediarios entre lo real y su
imagen.
EL HOMBRE RETRATO 119

Es un lugar común decir que los realismos de los años cuarenta fue-
ron más prosaicos porque se enfrentaban a una realidad demasiado ne-
gra como para que precisase ensombrecerse aún más. Pero la diferen-
cia más notable es que aquellos realismos no se producen en el vacío,
como imitaciones lejanas de movimientos extracinematográficos. El
movimiento realista, en el cine de posguerra, es más crítico que fílmi-
co, va acompañado de garantes intelectuales, ideológicos, filosóficos.
La ideología realista más destacada, nacida con forceps en la ante-
guerra, y que, hasta ese momento, seguía siendo discreta en la Europa
occidental, parece prometer aún en1950 una buena carrera. El realismo
socialista, dogma para unos, será combatido por otros, que sólo ven en
él regresión contenutista. En Francia, pintura y poesía, en las que mili-
tan muchos compañeros de viaje del PCF, debatirán con aspereza du-
rante varias temporadas sobre sus verdades y sus mentiras. Pero este
debate concernirá poco al cine. El modelo soviético de realismo socia-
lista, el único que existió en cine, seguía teniendo poca difusión. Ade-
más, no había ninguna «abstracción», ningún «formalismo» cinemato-
gráfico a los que se pudiera oponer eficazmente. Las querellas se
vieron, pues, desplazadas al campo minado del «contenido de clase» de
los filmes, y la guerra fría hizo doblar las campanas por toda discusión
seria.
Por encima de todo, el terreno se vio rápidamente ocupado por otro
realismo, más atractivo. Umberto Barbaro, el crítico marxista italiano
defensor del realismo socialista, lo abandona en cuanto habla de cine.
Este incondicional del realismo plantea este silogismo (en 1951): el ci-
ne es un arte, ahora bien, si «arte = realismo», entonces el realismo no
es una tendencia, sino la estética misma del cine, una estética por lo de-
más harto idealista:
Y ya que no se puede penetrar y conocer la realidad por fragmentos
(lo que llevaría al naturalismo: ¡tranche de vie! [en francés en el texto]),
se hará arte sólo partiendo de una idea, y será la presencia de esta idea,
de esta concepción del mundo, la que califique los frutos de la fantasía
humana como artísticos o menos artísticos.

Existen pocos filmes realizados según este canon: Le point du jota-


(1949), tal vez, Vivir en paz (Vivere in pace, 1946), y quizá ni siquie-
ra eso. Los filmes que Barbaro trata de forma favorable, en realidad
pertenecen casi todos a esa tendencia que pronto se llamará, gracias a
él, neorrealismo, y que ya no consiste en ilustrar semididácticamente
un ideal de sociedad, sino en evidenciar los mecanismos de la socie-
dad real:
120 EL ROSTRO EN EL CINE

Como si no fuese un esfuerzo moral muy- elevado querer convertir


en completamente adecuado, completamente actual y vivo un mundo re-
presentado, sin forzarlo, sin falsearlo, en su apariencia exterior y en sus
resortes subterráneos, que lo orientan tan pronto hacia el bien como ha-
cia el mal.

André Bazin, menos optimista que Barbaro sobre la posibilidad de


una expresión exacta de los «resortes subterráneos», habló de un «rea-
lismo fenomenológico, en el que la realidad no se corrige con arreglo a
la psicología y a las exigencias del drama», es decir, casi un realismo
de las apariencias, pero profundamente justificado:

La relación se encuentra en cierto modo invertida entre el sentido y


la apariencia: esta última se nos propone siempre como un descubri-
miento singular, como una revelación casi documental que conserva su
carga pintoresca y detallista. El arte del director consiste entonces en su
capacidad para hacer surgir el sentido de este acontecimiento, al menos
el que le atribuye, sin ocultar por ello sus ambigüedades. El neorrealis-
mo así definido no es, pues, de ningún modo propiedad de una ideología
determinada, ni siquiera de un determinado ideal, como tampoco exclu-
ye a ningún otro, de la misma manera que la realidad no pertenece a na-
die en exclusiva.

Para él, lo esencial no está, pues, en la obra, menos aún en su conte-


nido, sino en su génesis, en los medios de la filmación. Este desplaza-
miento de la condición del realismo foto-cinematográfico le permite su-
perar las aporías a las que parecían condenarle sus maestros, de Sartre a
Malraux, para quienes fotografía y cine sólo pueden llegar a ser artes
amoldándose a la pintura. Para Bazin, la esencia de la fotografía es su
naturaleza de rastro, de huella luminosa que «obtiene más que la seme-
janza, una identidad», luego la credibilidad del espectador; por otra par-
te, si la fotografía y el cine son artes, no es por aspirar a una belleza que
sería un atributo de lo imaginario (como quiere Sartre), sino por aspirar
a una belleza del mundo, latente, que nuestra intervención ayuda a ex-
presar. En el arte foto-cinematográfico, el hombre no «supera» (Sartre)
la naturaleza, sino que «va en busca de su historia y de su destino al ha-
cer frente a las apariencias en su propio terreno» (Dudley Andrew).
El realismo es, pues, un «arte de lo real», de la «formación de lo
real», como dirá la provocadora fórmula de Michel Mourlet. Es cono-
cida la suerte posterior de esta idea, con las transformaciones de la no-
ción-fetiche de puesta en escena. En 1978, Gérard Legrand distingue
dos componentes visibles de esta última, la dirección de actores y el
«ordenamiento del espacio y del tiempo en el que actúan», pero entre
EL HOMBRE RETRATO 121

Bazin y él, algunos críticos como Éric Rohmer, Jean Douchet y Serge
Daney ya habían modificado la idea misma, en torno a la tesis de un
documentalismo fundamental del cine. Hoy casi se ha olvidado que ya
se había propuesto de forma literal en un breve ensayo de 1944, de Re-
né Barjavel, en el que se puede leer: «Un filme dramático [...1 es siem-
pre un documental».
El ensayo de Barjavel no era desconocido por Bazin, y el cinema to-
tal del primero tendría eco dos arios más tarde (1946) en su artículo de
la revista Critique «Le mythe du cinéma total». Este «cine total» es un
futurible del que se cumplieron la mayoría de los elementos hacia1970:
color, relieve, difusión hertziana, estesias varias. Sin recoger los deta-
lles concretos (a menudo sorprendentes por su precisión anticipadora)
de su antecesor, sin, por lo demás, nombrarlo nunca (era sospechoso
por su actitud durante la Ocupación), Bazin está de acuerdo con él al
pensar que ese «cine total» será la actualización de un sueño inmemo-
rial, el sueño de la reduplicación perfecta del mundo (de las aparien-
cias), y que si es arte, será arte de la formación de lo real, que, según
apuntan, el mero progreso técnico será incapaz de garantizar.
Este realismo es absoluto. Va mucho más allá de las oposiciones mo-
mentáneas entre realismos locales, todos descendientes lejanos de las
ideologías estéticas, literarias y pictóricas de la segunda mitad del siglo
xtx. Pero si el cine llega a ser un fantasma, casi una magia que aumenta
Ias apariencias ad libitum, ¿qué ocurre con el hombre del cine, qué ocu-
rre con su rostro? ¿Cómo acepta esta magia la dictadura de lo humano?

El rostro humano

Pues, sencillamente, abandonándose a esta dictadura del concepto


de lo humano. La idea de cine que nace tras la guerra está enteramente
centrada en la persona, en lo humano representado como humano:

El Charlot de Vida de perro [A Dog's Life, 19181, el Monsieur Lan-


ge de Renoir, el soldado negro de Paisà [1946] de Rossellini, me obse-
sionan por su presencia corno seres humanos.
(Raymond Barkan, 1950)

Y lo que se le pide [al actor] no es interpretar, sino vivir. La cámara


escudriña despiadadamente. No se detiene en el gesto, rompe las más-
caras, va a buscar lo humano en lo más profundo. [...] Su talento [de
nuevo el del actor] es la cualidad de su sustancia humana.
(R. Barjavel, 1944)
122 EL ROSTRO EN EL CINE

De estas últimas frases de Barjavel, las dos primeras parecen saca-


das de Epstein, y también la idea de una cámara «rompedora de más-
caras»; pero la exigencia de una «sustancia humana» es nueva, viene a
sustituir a los mecanismos «psicoanalíticos» tan del gusto de Epstein.
Lo humano está a la orden del día, es lo que hay que «buscar profunda-
mente», desalojar, y si es preciso suscitar. Qué mejor papel para el ros-
tro cinematográfico que el de rostro humano: cargado de humanidad,
apropiado para satisfacer el humanismo renacido de la posguerra. (El
mismo cine americano no escapó de ello completamente: véase el hoy
sorprendente eco que suscitó un filme como El pequeño fugitivo [The
Little Fugitive, 1953]).
El rostro humano, antes de ser el rostro de alguien, es el rostro del
hombre en general. Por característico que sea (y lo es, la mayoría de
las veces), sigue siendo siempre un poco un rostro anónimo. Si el
nombre atribuido a un rostro es lo que permite entrar en relación sim-
bólica con otros rostros, el cine de los cincuenta comienza por querer
olvidar ese nombre. Presenta al individuo humano idealmente (y en
algunos casos límite, por otra parte célebres, realmente) como ser hu-
mano, voluntariamente no dotado de la cualidad artificial de perso-
naje. En la oposición individuo/personaje, se reconoce de nuevo una
faceta del pensamiento de Bazin, allí mismo por donde va más allá de
Sartre: para Bazin, el personaje cinematográfico no es interesante
más que como individuo, de lo que se resienten las apariencias, lo ve-
rosímil:

Con respecto a los intérpretes, ni uno de ellos tenía la menor expe-


riencia cinematográfica. El obrero es de casa Breda, el chaval fue des-
cubierto en la calle, entre los curiosos, la mujer es una periodista.
(a propósito de Ladrón de bicicletas [Ladri di biciclete, 19481

Así, los protagonistas de Ladrón de bicicletas puede que sean tipos,


son con toda seguridad individuos, pero en ningún caso actores/perso-
najes. Naturalmente, estos individuos son individuos cinematográfi-
cos, y la pretendida generalidad de su estatuto no contradice sus parti-
cularidades (hay un eco lejano de este curioso estatuto en Soigne ta
droite [1982], filme en el que el Individuo se distingue cuidadosamente
del Hombre). Particularidades físicas que el filme explotará para crear
sus imágenes, pero imágenes creadas en lo real, con él y a partir de él,
como ésta:
EL HOMBRE RETRATO 123

Antes de decidirse por ese niño, De Sica no le hizo pruebas de inter-


pretación, sino únicamente de manera de andar. Quería, junto al andar
silencioso del hombre, el trotecillo del chico, la armonía de esa discor-
dancia que es [por sí sola] de una importancia capital para la compren-
sión de toda la puesta en escena. [...] No sería excesivo decir que Ladrón
de bicicletas es la historia de la marcha de un padre y de su hijo por las
calles de Roma.

Esta última frase condensa toda la ideología del neorrealismo a lo


Bazin: anonimato de los figurantes, importancia de su ser físico en
cuanto revela algo de su ser profundo, pregnacia de los grandes temas
humanistas. (Para Emmanuel Lévinas, la relación padre-hijo ejempli-
fica la relación con el prójimo en general como relación de responsabi-
lidad, única susceptible de superar la relación de objeto.)
El rostro humano, humanista, tampoco actúa, es. No significa, si
«significar» quiere decir considerarse una pieza intercambiable en el
acto de la comunicación, o sea, en el cine, ser un rostro para otros
rostros cinematográficos. El rostro humanista, tal como lo define el
neorrealismo baziniano, no es para otro rostro cinematográfico, ya
que es para mí. Por otra parte, el radical cambio de estatuto que pro-
dujo este rostro también es, en primer lugar, un cambio de especta-
dor, y Bazin no iba desencaminado al insistir tanto en la creencia que
determina el filme neorrealista: ya no se trata de comprender un diá-
logo, una comunicación, sino de creer, de comprender lo que se dice
calladamente, de entrar en comunicación directa con el mundo del
filme.
Este rostro investido de una nueva función tendrá, pues, nuevos va-
lores. La belleza ya no será la de la fotogenia, abstracta y fría, menos
aún la del glamour, fabricada y engañosa, sino una belleza personal, in-
terior, verdadero reflejo del alma. Ésta es la apuesta completa de un fil-
me cuyo título es ya programático, Bellísima (Bellissima, 1951). El
personaje epónimo de la niña se hace muy bello (bellissima) a nuestros
ojos al mismo tiempo que se le abren los ojos a su madre: no tiene una
belleza de futura estrella, una belleza de cine, sino la simple belleza de
una niña, en un rostro más bien poco afortunado de muñequita. La ma-
dre, una Magnani ya convertida en monstruo sagrado, debe desnudar
su rostro, despojarlo de los afeites de la actriz para ofrecer su verdad,
como en la escena en la que, al volver a su casa tras la agotadora sesión
en la academia de danza, se quita su blusa, quedándose en una combi-
nación negra que resalta su carne, pero con una castidad que hace que
su rostro, de repente, parezca desnudo, desarmado, simplemente un
rostro de mujer.
124 EL ROSTRO EN EL CINE

Ésta será también, sin duda, la apuesta de los Rossellini-Bergrnan


del sorprendente final de Europa 5l (Europa 1951, 1952), en el que tan-;
bién Ingrid Bergman se despoja de la actriz para dejar aflorar una emo-
ción más verdadera; de La paura (1954), en el que un perverso guión
opera sobre ella el mismo trabajo. Un reto aún más arriesgado que re-
quiere aún más trabajo para llegar aún más hondo, no sólo bajo el ma-
quillaje sino bajo la expresividad natural de un rostro, el de Ingrid Berg-
man, que posee mucha. O también, en otros filmes, la apuesta inversa,
la de la fealdad, una verdad de la fealdad que puede ser ya la bondad o
la nobleza, ya la ignominia, la decadencia (el viejo actor homosexual de
Los inútiles [I vitelloni, 1953], ese plano sublime en el que se vuelve,
máscara maquillada de sonrisa abismal, sin dientes: «Forse ti faceio
paura?», máscara del miedo, en efecto, de la angustia inexpresable, Me-
dusa que hay que devolver rápidamente a la oscuridad).
Ésta será, más que cualquiera, la apuesta de los filmes sobre niños,
víctimas o asesinos (o víctimas y asesinos, como los protagonistas de
sucesos que inspiraron a Cayatte y luego a Antonioni —No matarcís y
luego 1 Vinti (1952)—), cuya belleza será tanto más conmovedora
cuanto más criminales sean. Niños-y-animales eran fotogénicos por su
inocencia en la Alemania muda, pero en Alemania año cero (Germania
anno zero, 1947), la inocencia misma se convierte en criminalidad. El
joven Edmund es agraciado físicamente, a pesar de sus piernas dema-
siado largas y de su boca demasiado pequeña (el mechón rubio, los
ojos grises lo hacen olvidar todo). Pero esta misma gracia hace más
comprensible, si no más violenta, su exclusión: es rechazado incluso
del más minimo trabajo, situado fuera de la ley por los fuera-de-la-ley,
mantenido a distancia por los otros niños, expulsado de su familia por
la sorda, irremediable incomprensión de loa anhelos que le consumen.
Es la gracia de un asesino, de un suicida, doble pecado mortal que el
filme disfraza bajo un tercero, filmando a Edmund como si se prostitu-
yese. Degradación de la belleza a la que ésta se resiste, inmarchitable
(el niño rubio que se arroja al vacío: por un instante, se diría que va a
desplegar sus alas).
Belleza, fealdad: en este cine, apenas se trata ya de oponerlas, ni si-
quiera de representar la belleza de la fealdad, según la antigua indistin-
ción romántica. Se trata de señalar, como valor de la representación del
rostro en las ficciones cinematográficas, la excelencia de su condición
de rostro como lugar mismo de la humanidad. La belleza, la fealdad,
son secundarias, cada vez menos esenciales que la humanidad de lo hu-
mano. Por esta razón son siempre medianas: el individuo, demasiado
bello, demasiado feo, escaparía a esta esencialidad.
EL HOMBRE RETRATO 125

El individuo es anónimo por añadidura, sólo porque es humano. Por


eso el anonimato de su rostro se distingue con dificultad de otro anoni-
mato, el de la multitud, que, como él, tiene "un rostro. En las multitudes
neorrealistas no hay tipología a lo cine mudo. La tipología dispersa,
forma una colección, un conjunto de rostros con pequeñas diferencias
dentro de su gran semejanza. El rostro de la multitud es más bien un
«rostro» único, cuyos elementos están por todas partes, incluso fuera
de los rostros: en los gestos, las ropas, los ritmos. En Bellísima, es el
coro siempre murmurador de las madres de las chiquillas, con «rostro»
un poco esquemático, reducido a veces a las secas sacudidas de impro-
visados abanicos, coro que rima con el de la RAI como fondo de los
créditos, filmado como una persona, como contracampo de la cantante
solista. En el mismo filme, véase particularmente el grupo de estupen-
das donnone, las «señoras gordas», las vecinas que frecuentan la esca-
lera del inmueble invadiendo continuamente con su parloteo el peque-
ño piso. Pero también el colectivo de pescadores de La terra trema
(1948) o Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1949), el de las plantado-
ras de arroz de Arroz amargo (Riso amaro, 1948). El rostro de la mul-
titud es un rostro sin nombre, no tanto compuesto como simbiótico. Só-
lo existe por lo que entraria de humanidad.
Lo que distingue a todos estos rostros, individuales y colectivos, de
todos los otros valores del rostro cinematográfico es esa mezcla de
anonimato y humanidad esencial. Están hechos para verse atrapados en
redes de rostreidad: la desnudez y el desnudarse, pero también la risa y
el deseo, el llanto y la angustia y, sobre todo, como revelaba entonces
el existencialismo, el-ser-para-la-muerte. Naturalmente, ni el neorrea-
lismo ni la posguerra tuvieron la exclusividad de esto. El Renoir de La
golfa (La chienne, 1931) o de Una partida de campo (Une partie de
campagne, 1936) busca la humanidad de la expresión del rostro; Bres-
son, en nombre del mismo ideal de verdad humana (entendida de un
modo un poco diferente), rechazará al actor en beneficio del modelo
(«Modelo que, a pesar de sí mismo y de nosotros, distingue al hombre
verdadero del hombre ficticio que habíamos imaginado»).
Lo que hace sólida esta concepción del rostro cinematográfico en la
posguerra es que no es solamente propia del extremo más avanzado del
arte cinematográfico, sino de todo el cine. La identificación entre ros-
tro cinematográfico y rostro humano es entonces tan intensa que que-
dará como una especie de evidencia, la herencia de ese momento de la
historia. (Lo que curiosamente se llama «cine moderno» no es más que
su continuación, por otros medios.)
126 EL ROSTRO EN EL CINE

Rostro, voz, persona

Queda un aspecto inevitable de esta herencia: el rostro humano ha


de tener forzosamente relación, también, con la voz. Se ha dicho que el
cine del periodo clásico se fundamenta en una doble preeminencia,
convertida en evidencia: del rostro sobre los otros objetos visuales, de
la palabra sobre los otros objetos sonoros.

• Lo primero que resalto, cualquiera que sea el encuadre, es lo prime-


ro que se mira: los rostros. La posición del rostro determina el encuadre.
(Hitchcock)

Michel Chion, que cita estas frases de Hitchcock, habla a este res-
pecto de «vococentrismo»:

En el cine «tal como es», para los espectadores «tal como son», no
hay sonidos y, entre ellos, la voz humana. Están las voces y todo lo de-
más. Dicho de otro modo, en cualquier magma sonoro, la presencia de
una voz humana jerarquiza la percepción en torno a ella.

Pero este vococentrismo sólo es evidente si se privilegia la voz, no


la palabra. El cine ordinario, como se ha visto, corta la imagen del cuer-
po (y del rostro) de la imagen de la voz, para volverlas a pegar después
de manera más o menos artificiosa, más o menos monstruosa. No al-
canza, pues, nunca «el todo de la persona» (Chion), ese todo que la ra-
dio conseguía sólo con la voz y el cine mudo sólo con el cuerpo.
Las tesis de Michel Chion han planteado con mucha viveza la cues-
tión, durante mucho tiempo evitada y siempre difícil, de la relación del
sonido con la imagen. Por eso, ponen en juego unos presupuestos que
no son inocentes estéticamente. Chion opone dos grandes concepcio-
nes del cine sonoro: un cine de diálogo, en el que el cuerpo representa-
do es investido por una palabra que organiza el découpage y hace pro-
gresar la acción (lo que aquí se ha designado como «valor de cambio»),
y un cine de la presencia, de la «emanación» («cuando el diálogo es
una especie de secreción de los personajes»), de la persona, que indu-
dablemente nunca se ha realizado pero cuya utopía está en el horizon-
te del «cine total» de la posguerra.
Emanación: en un sentido un poco diferente, sin duda, el término
sería el que caracteriza en realidad al cine de la posguerra, en cuanto
procura asegurarse que el que habla y el que es visto son en verdad una
sola y misma persona. Es, pues, a partir de este modo de ser del rostro,
que se pretende propiamente humano, que hay que replantearse la do-
EL HOMBRE RETRATO 127

ble cuestión de la voz: cuestión interna, cuestión externa: cuestión de


la imagen vocal, cuestión del sincronismo.
Lo que se denomina sincronismo se puede comprender desde dos
puntos de vista, uno más teórico, otro más histórico. Pregunta teórica:
¿cuándo hay sincronismo?, ¿es perceptible por el espectador o, por el
contrario, sólo puede asegurarlo un coup de force en la esfera «creato-
rial»? ¿O quizás es uno consecuencia del otro? Esta última postura pa-
rece forzosamente la más razonable: el sincronismo sólo puede verse
garantizado por ciertas condiciones de la filmación, pero sólo existe
para mí, espectador, si el filme me comunica pragmáticamente el saber
necesario para recibir ese filme como síncrono, hasta tal extremo es
verdad que incluso el espectador sagaz puede equivocarse sobre este
punto.
En efecto, no existe un criterio absoluto que permita comprobar
sensorialmente la sincronía entre la imagen de un sonido y la imagen
de... ¿de qué, por otra parte?, ¿de una boca? (aunque el sonido, se ha di-
cho antes, no sale de la boca, sale de más adentro). El sincronismo no
podría ser, pues, más que la asignación fantasmática a la voz de un lu-
gar de emisión que es una boca, aunque sabiendo eventualmente, por
otro lado, que la boca no es más que el orificio de paso del sonido que
materializa la voz. Todas las reflexiones teóricas recientes que han pro-
curado superar el estadio de invención de un vocabulario y una tipolo-
gía han chocado con este obstáculo: la voz se imagina que pertenece a
la boca.
Serge Daney, que estableció (en 1977) una distinción entre las voces
«exteriores a lo que es visto» y las voces «emitidas en la imagen», ha
comentado ampliamente esta figura: la voz que sale del cuerpo sin que
se vea la boca:

Su estatuto es enigmático, su doble visual es el cuerpo en su opaci-


dad, en su expresividad, entero o por fragmentos.

Esta fórmula afirma algo esencial: en el cine, nada, excepto un acto


de fe, vinculará nunca la imagen de la voz a la imagen del cuerpo. Vea-
mos el plano inicial de Moses und Aron (1975), de Straub-Huillet:
Moisés (el cantante de ópera Günther Reich), en primer plano, invoca
a Dios, todopoderoso e irrepresentable. Doble escándalo de este plano:
se escucha la voz, diáfana, difundida por toda la naturaleza terrestre, de
este Dios invisible, y la voz del cantante, para llegarnos, debe literal-
mente atravesar su nuca, o rebotar, quién sabe si sobre la voz de Dios
(¿de los ángeles?), todo ello en un cineasta de conocido culto al sin-
128 EL ROSTRO EN EL CINE

cronismo. Veamos, en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962), la escena del


café entre Paul y Nana, filmada de espaldas. En ella, de nuevo las vo-
ces nos llegan del espesor de los cuerpos, aunque ayude a reflejarlos el
gran espejo que tenemos enfrente. Entre los gestos, los pequeños estre-
mecimientos y las palabras, muchas veces parece haber casi coinci-
dencias, pero sigue existiendo la misma obtusidad de las nucas, de ma-
nera que aquí, de nuevo, hay que creer sin ver (los ruidos ambientales,
que indican de forma agresiva la toma de sonido directo, inducen a es-
ta creencia). Esto también se puede apreciar, aunque inversamente, en
el Don Giovanni (Don Giovanni, 1979) de Losey, en la escena del re-
citado de Donna Anna a Ottavio, al final del primer acto. El canto, ini-
ciado con un asincronismo perceptible, continúa mientras los actores
giran y seguimos su marcha hacia el fondo de una habitación. Ya no
podemos suponer que la voz sale de sus bocas; su origen, primero in-
cierto, acaba propagándose como si emanase, no de los cuerpos, sino
del lugar, de la arquitectura. (Exactamente lo contrario de la decisión
tomada en Othon [1969], en el que se ve a Lacus y Martian hablar mu-
cho tiempo de frente antes de seguirlos de espaldas, en un largo trave-
lling, aceptado en consecuencia como síncrono.)
Cuestión de fe, la cuestión del sincronismo depende pues, amplia-
mente, de las estéticas que lo han regido. El sonido síncrono no es pa-
trimonio del período «realista» del cine, especialmente en su variante
neorrealista, que practicó, por el contrario, una ágil postsincronización.
Se encontraría una primera estética de éste en Renoir, como respuesta
a su deseo de respetar al actor como persona (se vio claramente cuan-
do una restauración estúpida de Le crime de Monsieur Lange [1935],
supuestamente en nombre de la comprensión de los diálogos, se olvidó
de respetar las voces). Se encuentra una segunda en el cine directo, ese
que encarna, hacia finales de los arios sesenta, una especie de matri-
monio ideal de la virtud documental y de la virtud manipuladora (esté-
tica entendida, por Jean-Louis Comolli, en 1969, como posición políti-
ca, marginal pero activa). O también en el empleo de Rivette, de
Rohmer, de Straub, del sonido directo como garantía de verdad sobre
el cuerpo filmado y su relación con el espacio:

Al rodar con sonido directo, no se puede mentir sobre el espacio: se


debe respetar, y al respetarlo se ofrece al espectador la posibilidad de re-
construirlo.
(J.-M. S traub)

El sincronismo como conformidad imposible, y sin embargo desea-


da, de la voz y del cuerpo. Bresson:
EL HOMBRE RETRATO 129

Barbarie ingenua del doblaje. Voces sin realidad, disconformes con


el movimiento de los labios. A contrarritmo de los pulmones y del cora-
zón. Que «se equivocaron de boca».

La boca, los labios, sí: pero como indicios de una corporeidad pro-
funda, los pulmones, el corazón (el corazón-ritmo, pero además, cómo
dudar de ello, el corazón centro de las pasiones, del alma).
Esta conformidad también es, más intensamente, el problema de
la imagen vocal. ¿Cómo representar la imagen de una voz? Hay casi
una contradicción en los términos, entre lo que es del cuerpo y de la
presencia —la voz— y lo que es de la vista y del parecer —la ima-
gen—. La imagen vocal se comprende espontáneamente como resul-
tante del misterio de la presencia humana, de una encarnación. De
nuevo Bresson:

De la elección de los modelos. Su voz me dibuja su boca, sus ojos,


su semblante, me hace su retrato completo, externo e interno, mejor que
si estuviese ante mí.

La voz es manifiestamente del cuerpo; Merleau-Ponty no tenía du-


da de ello, fustigando esos doblajes en los que los gordos eran dobla-
dos por voces de delgados y viceversa. En el otro extremo, el de la ima-
gen, se plantea la mayoría de las veces la reproducción sonora como
no-representación, como simple rastro. Casi siempre, su poder de pre-
sencia se sobreestima ingenuamente, como si no hubiera reproducción,
representación, imagen. Ahora bien, ¿por qué no habría, como para to-
da imagen, un proceso analógico, con sus convenciones y umbrales de
aceptabilidad, con su propio poder expresivo?
Es verdad que esta imagen actúa sobre un registro poco amplio, ya
que es poco modulable. Un párametro como la banda pasante' es poco
sólido, es menos importante que la sensibilidad de la película para la
imagen visible, ya que incluso la escucha telefónica no priva a la voz
de su reconocibilidad, de su presencia. Sería más eficaz el dominio del
registro del sonido, la elección de micro, de la distancia a la que situar-
lo, de la reverberación provocada por el entorno. Pero los efectos de la
imaginería sonora, mientras no llegue al irrealismo puro y simple, se-
guirán siendo menores que los de la imaginería visual. Siempre es la
voz misma, el «objeto» representado, el que aportará la presencia, la
expresión, y no su reproducción.

1. Banda de frecuencias que un dispositivo o aparato deja pasar sin producir ninguna
atenuación apreciable. (N. del t.)
130 EL ROSTRO EN EL CINE

La imagen vocal en el cine, cuando la hay, la mayoría de las veces


se desea tan neutra como sea posible. Si la fotogenia.ha podido imagi-
narse como lo que se agregaba discretamente al rostro al revelarlo a sí
mismo, entonces, no hay ninguna fotogenia de la voz, ninguna «fono_
genia»: no hay intermediario entre la toma de sonido completamente
plana, monótona, y la deformación expresiva. En la mayoría de los fil-
mes, los diálogos se toman en plano corto, incluso en primer plano, pa-
ra favorecer su comprensión. Esto es todavía más cierto en los filmes
doblados, en los que todo lo que puede quedar aún del relieve de la to-
ma de sonido es aplanado, uniformizado.

Conocemos el carácter de nuestros allegados tanto por su forma de


hablar como por sus gestos y su rostro. En las películas estándar todo es-
to se unifica. Los diversos personajes hablan del mismo modo. Se han
repartido el diálogo en tajadas. Cada cual debe masticar su parte.
(Barjavel)

¿Cómo usar la imagen vocal? El cine, desde hace cincuenta años, lo


ha intentado esencialmente en tres sentidos:
•Valorando el timbre de las voces. Hace falta algo de audacia, y no
temer las trampas de la afectación. Jean Cocteau, al filmar a María Ca-
sares en Olfeo (Orfeo, 1950), no quiso reprimir el temblor de su voz,
siempre quebrada, en exceso grave, que puede conmover o, si se sos-
pecha su complacencia, irritar. Resultado: Casares tendrá el único ros-
tro interesante del filme, un rostro inmóvil, blanco, maquillado como
una máscara, más que una máscara y sin embargo aquejado de ese tem-
blor, un rostro casi siempre temeroso de descomponerse; que se des-
compone, por lo demás, al final del filme. Este tipo de voces suelen
gustar a pocos, sin duda porque es muy indiscreto descubrir el secreto
de una voz, de una persona. (O en ese caso serán filmes «en primera
persona», y si los ensayos filmados de Godard conmueven, también es
por el inconfundible tono de su voz, triste y suave, y a veces un poco
amanerada, como la de Verlaine).
•Recurriendo de nuevo a la estética del cine directo. En el cine di-
recto, la imagen vocal implica una definición de la voz en tanto que
emitida en un lugar, y afectada por sus cualidades materiales, acústicas,
por la atmósfera, el «ambiente» que éste aporta. Se ha comentado fre-
cuentemente la decisión, tomada por Straub en Othon, de hacer leer el
texto de Corneille a dos actores de acusado acento. El acento es un
componente simple, «grueso» de la imagen vocal. Pero además, en
Othon, los acentos son casi modelados, modulados, de forma diferente
en cada plano, por la manera en que el cuerpo y su voz se instalan en el
EL HOMBRE RETRATO 131

lugar. Distancias, del semilejano al muy cercano, espacios abiertos, in-


vadidos por el rumor cacofónico de la ciudad, o espacios semicerrados:
cada lugar modifica las voces, cambia su imagen aunque preserve, gra-
cias a los acentos, su inmediatez. Las conocidas escenas de bar en los
filmes de Godard no funcionan de manera diferente, ni, de un modo
más oscuro, las escenas de conversación de Rohmer o de Rouch.
•Llevando al límite extremo la práctica de la palabra. O, en un cineas-
ta como Bergman, aún más allá de todo límite, como en esas escenas
de confesión impúdica de las que ha hecho una especialidad. En Como
en un espejo (Sasom i en spegel, 1961), al final de la cruel y siniestra
velada de reencuentro familiar que abre el relato, tienen lugar dos con-
versaciones-confesiones entre el marido y la mujer. En la primera, Max
von Sydow y Harriet Andersson, en plano medio, hablan detenida-
mente, pero a contraluz. Sus rostros apenas se distinguen, toda la gra-
vedad de la escena pasa por las inflexiones de la voz. Después encon-
tramos a la pareja en la cama, en un dilatado plano corto de sus rostros,
vueltos hacia nosotros, en horizontal, y luego uno por encima del otro
en el espacio del cuadro. Encuadre sofocante, habitual en Bergman, en
el que se nota el deseo, no de desrealizar, de deshumanizar (como es el
caso de algunos filmes recientes), sino, por el contrario, de filmar en
continuidad la relación compleja, humana en exceso, de dos seres que
se hablan sin herirse. (La misma idea se recoge en la escena siguiente,
el despertar de la pareja a la mañana siguiente; la cámara, sencillamen-
te, ha pasado al otro lado de la cama)
En todos los casos, se trata siempre de hacer concordar una voz con
un cuerpo, la imagen de una voz con la imagen de un rostro, de centrar
la representación a la vez sobre uno y otro. El «vococentrismo» co-
rresponde al centramiento sobre los rostros, ya que tanto uno como otro
sólo son maneras del «centrismo» generalizado que caracteriza la era
del sujeto moderno. Esta era del declive del Texto, es, como ha señala-
do Michel Foucault, la del advenimiento de la palabra que sale de cada
cual, del individuo, del sujeto, como glorificación de ese sujeto en con-
tra de la evidencia misma de su «sujeción». Con este rodeo la moder-
nidad cinematográfica que proviene del neorrealismo encuentra la
«modernidad» a secas. (El cine, o el viejo arte moderno.)

A propósito del retrato al fin posible

Rostro-humano, rostro-voz: en el cine, desde la posguerra, el rostro


se estudia como lugar de acceso a una «verdad» profunda de la perso-
132 EL ROSTRO EN EL CINE

na. Para este tratamiento del rostro, no hay mejor término que retrato.
Ahora bien, a pesar de la abundancia de filmes de los que la crítica ha
tenido la impresión de que eran retratos (de la estrella, del director, de
la época), no es tan evidente hablar de retrato en el cine.
Para delimitar, en el cine, lo que podría ser el retrato de una manera
diferente a la imprecisión de la aproximación metafórica, lo más opor-
tuno sería examinar uno a uno los rasgos definitorios del género del re-
trato ahí donde nació y donde lo encontramos, en la pintura. Referen-
cia al individuo, descripción acompañada de mostración, expresividad
sostenida por un deseo de veracidad, condiciones vinculadas al dispo-
sitivo retratístico (diegetización, mirada, singularización): esta sencilla
lista ya pone de manifiesto una división entre criterios más externos,
independientemente de su importancia —las condiciones de la puesta
en escena—, y una perpectiva esencial que sería, por el contrario, el
más definitorio de los rasgos definitorios.
Es interesante considerar criterios formales, pero tal vez no lleven
muy lejos. ¿Cómo, desde qué punto de vista, a qué distancia, con qué
relación con el entorno circundante, con qué constreñimientos o con
qué libertades en el uso de las miradas recíprocas, se filma el rostro hu-
mano? Ésta sería poco más o menos la pregunta infinitamente subdivi-
dida que sugeriría el paralelismo con el retrato pintado. Ahora bien, la
variedad de soluciones cinematográficas a estas cuestiones es tan am-
plia, estas mismas cuestiones están tan cerca de las que definen la pues-
ta en escena del cine en general, que es muy dudoso que se logre deli-
mitar así, en los filmes, los momentos del retrato; a fortiori, que se
logre determinar qué filmes contienen retratos.
El plano de Bellísima que muestra a Anna Magnani y a la niña mi-
rando juntas la prueba que esta última ha efectuado podría, extraído de
la banda fílmica, enmarcarse ventajosamente como retrato. Su ilumi-
nación contrastada, que reparte significativamente la sombra entre los
dos rostros unidos, la intensidad de la mirada al frente, el aspecto pre-
ocupado y afligido del adulto, el aire ausente y despreocupado del ni-
ño, compondrían uno de esos retratos donde el sujeto dice a la vez un
poco de su persona social y mucho de su verdad subjetiva (en unas pro-
porciones inversas a las de la foto Harcourt analizada por Barthes). Sin
embargo, este plano no aparece así en el filme, al menos no únicamen-
te así. Aflicción y despreocupación, por ejemplo, actúan una en rela-
ción a la otra (este plano subraya decisivamente la relación enrarecida
que se ha establecido entre los dos personajes: el aire retraído de la ni-
ña es la respuesta, negativa, ofrecida al fin a las maquinaciones de la ma-
dre), pero también en relación a lo que ocurre entre la pantalla de la
EL HOMBRE RETRATO 133

prueba y ese «plano-retrato» (la sala de proyección donde estallan las


gruesas risas del equipo).
Este tipo de dificultad ha llevado, muy lógicamente, a buscar una
definición más estricta del retrato cinematográfico, del momento retra-
tístico en el filme. En su estudio del «hombre de cine», Nicole Brenez
propone así definir tantas figuras del retrato como modos de represen-
tación del hombre en el cine. Ahora bien, ella advierte con razón que,
si no se quiere entrar en el peligroso terreno (en tanto que formalista)
de una definición del retrato cinematográfico como fragmento separa-
ble, hay que renunciar a la aparente simplicidad de la equivalencia con
el retrato pintado. Hay que renunciar a buscar únicamente el retrato en
la estasis, en la secuencia sin acción. No porque no haya filmes para los
que sea ésta la mejor definición, ya que se quisieron así, como Le Si-
lence de la niel- (1949), en el que los primeros y primerísimos planos de
Howard Vernon, muy estáticos, en unas posturas extremadamente po-
co naturales, parecen extenderse en el tiempo de modo indefinido,
mezcla de fotogenia (de una fotogenia de fotógrafo y de técnico en ilu-
minación) y de retrato. Pero estos retratos se presentan demasiado lisa
y llanamente como tales para concederles otra credencial que no sea
estrictamente formal.
Además, el origen pictórico de este principio no está completamen-
te probado, porque olvida que el retrato pintado también tiene que ver
con el tiempo, en forma de captura del momento favorable. Un gran re-
tratista del siglo xvn, digamos Van Dyck, comenzaba por disponer a su
modelo, por acomodarlo a un decorado: primer montaje, a cuyo térmi-
no conseguía la actitud expresiva deseada. Van Dyck era famoso por su
rapidez de ejecución; en unas horas de pose estaba hecho lo esencial
del retrato: el rostro estaba pintado. Después, un ejército de ayudantes
se ocupaba, uno de la ropa, otro de las manos (las excelentes manos
que fueron la gloria del pintor y que a menudo no eran las del modelo).
Segunda serie de operaciones, segundo montaje. Todo está montado,
fabricado, pero para el rostro se juega la carta de la destreza, el pintor
sólo es excelente si trabaja con rapidez, antes de que la pose y la ex-
presión sugerentes que ha conformado empiecen a desaparecer.
Dos siglos después, Ingres, que se creyó el continuador de los clá-
sicos, llevaba el sistema a su paroxismo:

Tened por entero en los ojos, en la mente, la cara que queréis repre-
sentar, que la ejecución no sea más que el cumplimiento de esta imagen
ya poseída y preconcebida.
134 EL ROSTRO EN EL CINE

Lo que está «en los ojos» es lo que sale del espíritu; son conocidas,
por otra parte, las crisis de llanto y de furia que sufría Ingres ante sus
modelos, en tanto no podía llegar a hacer corresponder uno con otro.
Pero la coincidencia se producía, aunque sólo fuese en el tiempo de una
exhalación, y enseguida el retrato estaba casi hecho (es la conocida
anécdota contada por Monsieur Bertin, ante el que Ingres había llorado
y gemido mucho, y que un día, habiendo adoptado por casualidad la
postura que sería la de su retrato, vio al pintor abalanzarse sobre él y
decirle: «Venid mañana, vuestro retrato está hecho»).
El retrato de Monsieur Bertin es de 1832, y la fotografía ya está en
ciernes.
Igual que un cazador, el fotógrafo [...] no dispone más que de un ins-
tante. Necesita acechar a su presa para captar con un disparo la expre-
sión reveladora. Conseguida la foto, desaparece. [...] El cometido de un
buen retratista es serei instrumento sensible gracias al cual se revela una
personalidad.

Estas líneas de Gisèle Freund casi podría haberlas escrito el pintor


que supo captar de golpe la personalidad de Monsieur Bertin, en el ins-
tante crucial. En la fotografía y en la pintura, el retrato es cuestión de
aprehensión. Pero el cine no capta instantes, solamente duraciones
(una de las aporías de la fotogenia es haber pretendido captar un ins-
tante crucial). No tiene, pues, que calcar minuciosamente, sobre el re-
trato fotopictórico, la idea de un retrato cinematográfico.
De modo un poco idealista, se partirá, pues, antes que de similitu-
des formales, del valor del retrato, haciendo hincapié en la relación de
verdad que se supone que presenta. El retrato cinematográfico, así,
llegaría a su plenitud en las circunstancias fílmicas en las que se per-
fila una expresividad individualizada y que no busca más que la vera-
cidad. En este sentido, sin duda demasiado general, el cine de la pos-
guerra parece buscar el retrato mejor que otros, puesto que tiene que
ver, más que los demás ideales del rostro cinematográfico, con un ideal
de verdad.
Sobre todo, no hay que trivializar esta tesis. Puede parecer eviden-
te, en efecto, que un cine cuya preocupación estético-ética se dirige al
fondo de lo real apunte a lo real del hombre, o sea, si nos atenemos al
término, a su verdad. Ahora bien, lo importante sería sobre todo plan-
tear, negativamente, que no hay retrato cinematográfico —con todas
las excepciones que se quieran— fuera del tratamiento del rostro hu-
mano que promovió el realismo de la posguerra y que hizo de él un ros-
tro-retrato. Criterio esencial, no está cortado del cuerpo, como fre-
EL HOMBRE RETRATO 135

cuentemente está el rostro fotogénico o glamouroso, sino que él solo


expresa el conjunto de la persona, rostro-expresión que resume y que
hace visibles, para quien quiera ver, las cualidades profundas del mo-
delo. O, mejor que del modelo, del sujeto.
La primera y más manifiesta diferencia entre retrato pictórico y re-
trato cinematográfico sería, efectivamente, que este último no podría
confundir modelo y sujeto. El modelo está del lado de lo profílmico, en
el sentido pleno de este término de la filmología («lo que está dispues-
to delante de la cámara con vistas a la filmación»), mientras que el su-
jeto es aludido en lo fílmico o en sus alrededores (la diégesis, por ejem-
plo, siempre en el sentido exacto de la filmología, es decir, «en la
intelección»).
Ahora bien, ¿qué define al sujeto del retrato? ¿La singularidad, tal
vez? Éste era indiscutiblemente el caso de la pintura:

Si la pintura es una imitación de la naturaleza, lo es doblemente con


respecto al retrato que no representa solamente un hombre en general,
sino tal hombre en particular que se distinga de todos los demás.
(Roger de Piles)

Pero, ¿qué singularidad se retrata en el retrato cinematográfico? La


respuesta a esta sencilla pregunta no es sencilla, y no se conseguirá sa-
lir del apuro identificando, por muy tentador que sea, el modelo con el
actor, el sujeto con el personaje.
El propósito mismo del cine en el que se produce el retrato es en-
turbiar esta separación entre actor y personaje. Los filmes de Rosselli-
ni se ven al menos como una descripción tanto de Ingrid Bergman co-
mo de Irene Wagner, de Karin, de Katherine Joyce. O, si se encuentra
la conjunción Rossellini-Bergman poco convincente por estar dema-
siado cerca de la confesión indecente, no se tiene más que sentir a la
misma Anna Magnani, con su rostro, su cuerpo, sus gestos, hasta sus
manierismos, como objeto de Bellísima, de L'Anzore, de Mamma Roma
(Mamma Roma, 1962). Esta participación del actor en el sujeto del re-
trato es incuestionable, si se le prefiere otra vez, en Renoir, que, según
sus propias declaraciones, no acometió Nana, La carroza de oro (La
carrosse d'or, 1952) o Elena y los hombres (Elenne et les hommes,
1953) más que para poder rodar con Catherine Hessling, Anna Magna-
ni e Ingrid Bergman, y hacer su retrato.
La conjunción Rossellini-Renoir evoca al punto otros nombres de
cineastas, toda una filiación encarnada sobre todo en dos generaciones
de cineastas franceses: la de Rivette y Pialat, y esa otra más joven que
136 EL ROSTRO EN EL CINE

reivindica a su vez a estos dos maestros. Jacques Rivette sería el trans-


misor. Después de haber admirado, como joven crítico, a ambos, siste-
matizó, uniendo la improvisación rosselliniana con la pasión por la di-
rección de actores de Renoir, esa forma de vampirismo que consiste en
nutrir a los personajes de la sustancia viva de los actores. Éstos están
obligados a inventar ininterrumpidamente, a extraerlo todo de su saber,
y se diría que de su vida misma.
Es difícil que otro método de puesta en escena hubiera logrado, por
ejemplo, la escena tremendamente desasosegadora en la que Sébastien
desgarra su ropa mientras llora en L'amour fou (1968), en un largo pla-
no fijo en el que las lágrimas tienen que brotar continuamente. Al co-
tejarla con cualquier escena de violencia parecida, pongamos con Paul
Newman representando a Tennessee Williams, se comprobará que el
Método, por el contrario, en tanto que tiende a una expresividad ac-
meica e instantánea, no hubiera podido crear nada semejante, que du-
re, que se eternice. El método rivettiano es además retorcido, ya que
deja creer al actor vampirizado que todo sale de él. En L'amour fou, Ri-
vette permitió a Jean-Pierre Kalfon llevar realmente a escena a Racine
ante la cámara... para hacerle olvidar más fácilmente quién era el au-
téntico director. (En La bella mentirosa [La belle noiseuse, 1993], el
personaje de Frenhofer es también un metteur en scène, incluso un
maístre en scene, que no vacila en tratar con brusquedad el cuerpo de su
modelo para hacerle expresar su verdad. Metáfora apenas encubierta,
casi didáctica, un poco irónica, de la figura del cineasta que Michel
Piccoli interpreta con gran conocimiento de causa.)
La captación ejecutada por Pialat es, en cierto sentido, más inocen-
te, más confesa, pero su naturaleza apenas difiere de la anterior. Un fil-
me como A nuestros amores (À nos amours, 1983) prodiga los mo-
mentos de verdad y las «escenas-trampa» (Alain Philippon), en las que
el actor es conminado, de improviso, por la puesta en escena, a sustituir
al personaje (trampa temible cuando el actor es un no-profesional que
actúa muy cerca de su propio personaje, como es, por ejemplo, el caso
de Jacques Fieschi durante la escena del banquete de boda). Por lo que
se refiere al retrato de Sandrine Bonnaire en el mismo filme, es casi im-
posible decir lo que concierne a la actriz y lo que concierne al persona-
je de la chica. Se pasa, de forma convincente, de episodios que son re-
tratos de personaje (los tres fragmentos de On ne badine pas avec
l'amour, al principio del filme, visiblemente destinados a mostrar el
progreso de la joven, incluso en su rostro), a otros que retratan a una jo-
ven de dieciséis arios en su primer filme (el célebre plano-secuencia
entre padre e hija, que concluye en un momento de indescriptible com-
EL HOMBRE RETRATO 137

plicidad a propósito de un hoyuelo desaparecido). El retrato es ambi-


guo, refleja exactamente la ambigüedad del papel del padre, que es
también el director.
Puesta en escena retorcida en Rivette, perversa en Pialat: el retrato
del sujeto-actor es difícil de alumbrar, como prueba, a cuál mejor, el ci-
ne de algunos de sus contemporáneos. Éric Rohmer, cuyos filmes han
absorbido la sustancia vital de varias jóvenes actrices, ha elaborado pa-
ra conseguirlo una trampa de otra índole. A partir de un plan narrativo,
discute con ellas, para después integrar sus ideas en un texto que inter-
pretará desde ese momento el papel de obligación, pero una obligación
aceptada, deseada. Así, el retrato es doble, indisociable. El amigo de mi
amiga (L'ami de mon amie, 1987), por ejemplo, nos hace el retrato, no
de Emmanuelle Chaulet ni de Sophie Renoir, sino de Emmanuelle
Chaulet como Blanche, de Sophie Renoir como Léa: ni la actriz ni el
personaje, sino la actriz en el personaje (la actriz, específicamente, los
actores no interesan a Rohmer del mismo modo).
Jean-Marie Straub no pretende, hablando con propiedad, hacer re-
tratos, pero el vampirismo sigue campando a sus anchas en su cine,
desde que lo reivindicara a propósito de la interpretación de Juan Se-
bastián Bach por parte de Gustav Leonhardt en Chronik der Anna Mag-
dalena Bach (1967). El cine de Straub-Huillet, por lo general, se ci-
menta en la estrecha relación entre un texto y un lugar, pero una
relación que no es dada de antemano, que el texto permite pero no fuer-
za, y que el actor se encargará de hacer efectiva. Para eso el actor ten-
drá indefectiblemente que darse por entero, y los filmes registran tam-
bién cuerpos, no torturados, pues la palabra sería excesiva, sino
vejados. Adriano Aprà en el papel de Othon ofrece un cuerpo que se
mantiene rígido, nunca en reposo, enteramente tenso, tal vez por la di-
ficultad de la dicción y la memorización, sin ninguna duda por la dure-
za física del rodaje, el calor, el sol. También en Moses und Aran, Der
Tod des Empedocles (1986) o Schwarze Siinde (1988) proliferan las
imágenes de pieles demasiado expuestas al sol, y en el citado en último
lugar, un actor asmático profiere largos parlamentos tumbado sobre un
suelo lleno de guijarros.
Anteriormente hemos dado con una definición de la puesta en esce-
na como arte de la dirección de actores y del ordenamiento del espacio
y del tiempo de su actuación (G. Legrand). El cine de Straub-Huillet,
tan cercano a los de Rivette, Pialat o Rohmer por su preocupación co-
mún por sacar provecho del actor (tanto y más que por dirigirlo), deja
ver más claramente quizás el «vínculo» existente entre el actor y su es-
cena, la escena donde lo sitúa la puesta en escena, el vínculo entre cre-
138 EL ROSTRO EN EL CINE

encia en una verdad liberada por el actor y creencia en la puesta en es-


cena como motor estético (ético, además) del cine. En lo concerniente
al actor, este cine recoge exactamente, como se ha visto, una concep-
ción muy extendida en la posguerra.

El papel del actor es asimilar el diálogo y las descripciones para ha-


cer una reconstrucción total en carne y hueso; pero una reconstrucción
posible entre una infinidad de otras. Ése es el maravilloso papel del ac-
tor: da un alma al personaje, de manera que el autor del filme no puede
dejar de experimentar una angustiosa aprensión ante la primera proyec-
ción en pantalla, durante su encuentro con su personaje, del que hasta
ese momento no conocía más que manifestaciones a decir verdad sin
vínculo en el que poder creer; en lo sucesivo se ha resuelto un enigma:
ese hombre es el personaje. [...]
La dirección de un actor por parte del director consiste, pues, en pro-
porcionar al actor «recuerdos» de un ser que no es el suyo, desde luego,
pero de un ser que sólo es un ser si le da el suyo propio.
(Pierre Bailly, 1950)

En cuanto a la puesta en escena, ha sido, más que un concepto, una


consigna, un grito de guerra, el de los jóvenes críticos de Cahiers du ci-
néma durante los arios cincuenta. Que la primera palabra del primer ar-
tículo firmado por Jacques Rivette aparecido en Cahiers da cinéma
fuese «evidencia» evoca suficientemente cuál era el ideal defendido
por esa consigna. El artículo, titulado «Génie de Howard Hawks»,
abordaba, naturalmente, el aspecto espacio-temporal de la puesta en
escena, pero la famosa fórmula sobre «la cámara a la altura de la mira-
da del hombre» no hablaba tanto del dominio del espacio como de la
mirada del cineasta sobre sus actores. (Todavía hoy, Jacques Rivette se
resiste a filmar un rostro en primer plano, por miedo, según confiesa él
mismo, a la división del cuerpo, por rechazo del cine de montaje, en
pocas palabras, por respeto a la globalidad del movimiento del cuerpo.)
Durante los diez arios siguientes, esta escuela crítica defendió de forma
sistemática el cine americano, lo prefirió al cine francés por acercarse
más al ideal de la puesta en escena: saber mirar a un actor interpretan-
do, es decir, casi corolariamente, saberle «hacer» actuar, dirigirlo.
En realidad, el estilo de puesta en escena practicado por Rivette en
sus propios filmes no es más que una activación del aspecto documen-
tal que implicaba, al seguirla hasta el final, la consigna de la puesta en
escena. Así se explicaría esa paradoja de una Nouvelle Vague más eu-
ropea de lo normal cuando para sus autores no había otra cosa que
Hollywood: la puesta en escena, en la lectura de Rivette, de Mourlet,
de Legrand, es la aplicación, trasladada consciente o inconscientemen-
EL HOMBRE RETRATO 139

te al cine americano, de un ideal nacido en Europa, nacido de la guerra


europea. (Quedaría por precisar por qué el ideal de la puesta en escena
no ha podido desarrollar, en terreno hollywoodiense, ese aspecto docu-
mental, y, por consiguiente, por qué la cuestión del retrato no se ha
planteado allí: evidentemente a causa de la economía —y de la econo-
mía simbólica— del actor, que está condenado a seguir siendo modelo,
siempre modelo.)
Así, existe un cine en el que el actor es tanto sujeto como modelo,
en el que es el objeto del retrato que dibuja el filme. A la inversa, el
personaje puede superar al sujeto para formar parte del modelo. Aquí
se impone un tipo de filmes que atraviesa los géneros, el de la biogra-
fía, el «retrato de un gran hombre» (N. Brenez). El objeto de El Evan-
gelio según san Mateo (II Vangelo secondo Mateo, 1964), de Pasolini,
es el Cristo que interpreta el actor Enrique Irazoqui. Pero, ¿no se pue-
de decir, más fácilmente, que el filme retrata a ese actor (un aficiona-
do, un estudiante sin experiencia) pretendiendo encarnar un modelo
que es Cristo? Cristo es, de entrada, un modelo complejo, ya que sólo
puede incluir las innumerables figuras de Cristo forjadas por la icono-
grafía o por la patrística, por lo que se puede pensar que la perspectiva
es en este caso particularmente indirecta. Pero el principio seguiría
siendo el mismo en cualquier retrato cinematográfico de un gran hom-
bre que no tuviera relación con este hombre mismo, sino con la infini-
ta nebulosa de sus imágenes ya constituidas.
Los ejemplos son numerosos, ya que el cine siempre ha tratado de
resucitar las grandes figuras del pasado histórico en cuerpos de actores.
Pero hay biografías filmadas en las que el actor no debe tenerse en
cuenta, como la célebre serie producida a finales de los años treinta por
la Warner Bros, que hizo pasar a Paul Muni indistintamente de Pasteur
a Émile Zola y a Juárez. Lo que interesa al cine moderno, por el con-
trario, es la persistencia del actor como cuerpo, como persona comple-
ta, tras la imagen del gran hombre aludido.

Todo está íntimamente relacionado en el cine. Que el actor encarga-


do de encarnar a un personaje histórico [...] no cuente nunca con el ma-
quillaje. [..] El alma de un héroe o de un monstruo no se puede maqui-
llar y eso es lo que hay que captar. Ambición desmedida, desproporción
entre la realidad del gran Hombre y la ficción del actor. Que este último
no confíe demasiado en los contornos de los personajes históricos que le
son ofrecidos, sino que se esconda discretamente tras la ilusión que nos
quiere dar de ellos.
(Fernand Ledoux, 1949)
140 EL ROSTRO EN EL CINE

Por otra parte, la modernidad sólo tiene, a este respecto, fronteras


vagas, pues las increíbles representaciones plásticas de Nicolai Cher-
kassov, encarnando con pocos arios de diferencia no solamente a Nevski
y al Terrible, sino también al tsarevich Alexei (en Petr 1[1937 -19391),
a Ivan Pavlov, a Mussorgski y a Don Quijote, hacen del cuerpo de este
actor un extraordinario intermediario en la expresión de estos ilustres
modelos.
No hay, pues, ecuación simple de la pareja actor-personaje a la pa-
reja modelo-sujeto. El cine salido del neorrealismo cultiva, en el ámbito
de la retratización del rostro humano, las ambigüedades y las forma-
ciones intermedias. En Francesco giullare di Dio (1950), la represen-
tación de san Francisco y de sus compañeros por parte de unos simples
frailes frustra toda certeza. Rossellini no hace el retrato de los frailes
como individuos, pero tampoco como personajes históricos. El filme
retrata, de hecho, a alguien que no es ni san Francisco ni el actor anó-
nimo que le presta su cuerpo, o mejor dicho, que es uno y otro a través
de su condición común de fraile franciscano.
Lo que no es ambiguo es la mirada, idealista, esencialista, extrema-
damente humana, a punto de contemplarse a veces, finalmente, como
casi ultrahumana. Esto, por ejemplo, y aunque sea un poco excesivo, es
lo que se dice a propósito de El diario de un cura de campaña (Le jour-
nal d'un curé de campagne, 1950):

Y lo que ve Dios, en el filme de Bresson, lo que ve el sacerdote en


sus feligreses, no es su rostro de circunstancias, el que presentan a sus
allegados, o mejor el que les crean sus sentimientos cuando se creen sin-
ceros, sus intereses cuando disimulan: los personajes ofrecen aquí su
verdadero y profundo rostro, el que se manifiesta al sacerdote, el que lle-
van ante Dios, esa imagen de sí mismos que condenarán o salvarán, pe-
ro de la que no podrían despojarse. [...]
Y se les reprocha no ser naturales, no encontrar a cada instante la ex-
presión que ilustre tan rigurosamente como sea posible la configuración
presente de su pensamiento, como si, en lo sobrenatural, hubiera tiempo
para hacerse natural, como si, ante Dios, se pudiese poner cara de cir-
cunstancias, corno si, en esa instancia suprema, hubiera ocasión de pre-
parar la más refinada de las mentiras, la naturaleza.
(Oswald Ducrot, 1951)

El rostro y la eternidad, al fin encontrada.


r
EL HOMBRE RETRATO

Posludio
141

La eternidad tiene corta duración, y el cine no pudo evitar que le al-


canzara la contingencia, su época, el pequeño apocalipsis que sufrieron
los países ricos a finales de los arios sesenta.
Una vez más, fue ante todo cosa de Europa, del cine de arte y en-
sayo, indudablemente. Pero no sólo eso, pues era también época de
exilios, de viajes. Renoir y Rossellini habían peregrinado a la India
diez arios antes, pero ahora eran América y África las que acababan
de crear sus redes de afinidades secretas en la vieja Europa. (El Cine-
ma Nôvo brasileño, durante una época, no existía en ninguna parte
tanto como en el triángulo París-Venecia-Karlovy Vary; es también el
momento en el que Jean Rouch realiza un filme titulado Afrique sur
Seine [1969]).
El rostro no podía pasar por todo esto, el apocalipsis y las penurias,
sin quedar marcado. Dos filmes, uno un poco antes, el otro justo des-
pués del cambio de década, serían, de forma conjunta, un cómodo em-
blema de todo esto, al poner de manifiesto con sus títulos, sus proyec-
tos, su insistencia sobre el rostro, lo esencial de lo que concernía
entonces al rostro cinematográfico. El primero es obra de un america-
no de apellido griego (pero que fue sobre todo reconocido en Francia,
primero en la forma casi clandestina del «culto»). Faces (1968), ros-
tros, el título es todo un programa, cumplido por el propio filme. Lar-
gas escenas de conversación, prolijas, interpretadas en un estado de
empatía ajeno a la realidad, colman los rostros de emociones, los hacen
rebosar, siempre al límite de la descomposición, para enseguida recu-
perar el dominio de sí mismos. La cámara torrencial de Cassavetes sa-
le en su busca, se hace con ellos, los extrae en dilatados primeros pla-
nos, todavía más magnificados por la textura del dieciséis hinchado.
Son mostrados como presas pasivas de todo aquello que los atraviesa,
de todo lo que fluye y se derrama, las lágrimas, la palabra, la emoción.
Nada hay de esto hay en Les hautes solitudes (1974). Los primeros
planos de Jean Seberg no son, en este filme, las agitadas palpitaciones
de un rostro en continuo movimiento, arrastrado por las corrientes del
amor (lovestreams). Por el contrario, los planos son inmóviles; el ros-
tro mismo más bien parece esforzarse por contener, por reprimir las
emociones que lo agitan; la materia ya no es una danza de granos lu-
minosos, sino que evoca la piedra porosa de la que están hechos los
sueños. Grandeza y soledad: el rostro es exaltado pero está solo, es una
mujer joven que sufre y a la que, por eso, Philippe Garrel erige un mo-
numento.
142 EL ROSTRO EN EL CINE

La distancia entre estos dos filmes es grande. Ahora bien, en este


espacio se producen varios filmes significativos, que, en su conjunto,
hacen pasar el rostro filmado de la exaltación a la soledad, sin abando-
nar el registro común, el de la angustia. El rasgo más evidente, el más
impresionante de todos estos filmes, es la crueldad. La filmación se
convierte en una trampa; la cámara, en una máquina infernal. La cá-
mara de Cassavetes aún salía al encuentro de los rostros, iba a buscar
en ellos los afloramientos de la emoción, de la expresión. Pero la cá-
mara es mucho más temible todavía si no se mueve, si se fija, si mira
frontalmente, sin desviarse.
Bergman y Godard fueron los primeros en aventurarse en esa direc-
ción. Una de la últimas escenas de Persona (Persona, 1966) es el cara
a cara entre las dos mujeres durante el que la enfermera explica, en un
largo monólogo asertivo, la causa de la locura de la otra. Toda la esce-
na está construida sobre una doble figura del desdoblamiento. El mo-
nólogo, en primer lugar, se repite dos veces, de manera idéntica, una
primera en voz en off, mientras vemos el rostro de Liv Ullmann (ella se
esfuerza en huir de la frontalidad, intenta evitarla de vez en cuando
ofreciendo su perfil), después una segunda, simétricamente, sobre el
rostro de Bibi Andersson. Las dos veces, el encuadre se cierra para aca-
bar en gran primer plano. Al final de la escena, la simetría y la reitera-
ción son tales que pueden inscribirse en el espacio de un único encua-
dre: rostro compartido, collage de dos mitades de los rostros de una y
otra (Alma intenta, en vano, exorcizar esa identificación absoluta:
«¡No, yo no soy tú!»).
Godard recoge frecuentemente esta idea de la trampa y de la identi-
dad: sencillamente, el discurso ya no será el de la psicología, el de la
empatía entre los personajes, sino el frío discurso de la política, la ma-
la conciencia, el arrepentimiento, la vergüenza. La cámara se hace aún
más rígida, aún más frontal, como en esos efectos de fotomatón que se
ven en La chinoise (1967: Jean-Pierre Léaud y Juliet Berto recitando
un pasaje de Mao), en Week-end (Week-end, 1968: el discurso «cruza-
do» de los dos proletarios del tercer mundo), en Todo va bien (Tout va
bien, 1972: los clichés de identidad de Yves Montand y Jane Fonda, al
inicio del filme).
Poco después, la Jeanne Dielman (1975) de Chantal Akerman se
encierra también en un armazón de planos largos, en un decorado ele-
gante, cargado de sentido (el kitsch pequerioburgués). Sus gestos mo-
nótonos están sujetos a la férrea ley de las perpendiculares: líneas rec-
tas de los marcos de las puertas, del suelo, frontalidad absoluta de la
cámara, rigidez del encuadre. La impresión es más sofocante todavía
EL HOMBRE RETRATO 143

en cuanto ya no es la cámara la que se encarga de encuadrar al perso-


naje, sino que es éste el que se reajusta incesantemente (sin otra alter-
nativa: el encuadre no se moverá nunca, y el gran angular, necesario
dada la exigüidad del pequeño apartamento bruselense de dos habita-
ciones, no vacila en cortar las cabezas de los actores que quieren esca-
par de ese centro). No es extraño que la dicción, el discurso, sean tam-
bién tan monótonos, una larga letanía de la vida gris, que desgrana
también, siempre bajo el signo de lo rígido, de lo perpendicular, News
,from Home (1976).
Ni siquiera Maurice Pialat escapa completamente, en esa época,
de producir rostros casi atrapados en una trampa. Es cierto que L'en-
fance m'e (1967) mostraba ya, como nunca hasta entonces, la cerra-
zón de un rostro infantil, su soledad, su prisión. Pero Nous ne viellei-
rons pas ensemble (1972) retorna a las historias adultas, a la más
corriente: una pareja se separa. La ruptura, con sus moratorias, sus in-
termitencias afectivas, es puntuada por escenas de discusión o de pe-
lea; escenas de cama, escenas de coche, especialmente de coche. Per-
sonajes encerrados en el lugar privilegiado del individualismo, el
asiento delantero de un coche. Dentro del armazón de vidrio, de me-
tal, de molesquín, la violencia de las escenas (que en otro lugar se
manifiesta en los gestos de impotencia nerviosa de Jean Yanne) ha de
mantenerse contenida. Entonces golpea los cuerpos, y aún más los
rostros, que se mantienen rígidos; la inexpresividad de Marlène Jo-
bert, de repente, adquiere sentido: su rostro ya no es nada, no más ex-
presivo que una superficie en la que por el contrario viene a impri-
mirse algo, la palabra del otro, la palabra anónima, pobre, previsible
que los rige a ambos.
El aprisionamiento del rostro, el primer plano, la perpendicularidad,
tienen, pues, finalmente este sentido: arrebatarle la posibilidad de ser
el exterior visible de un interior invisible, hacer de él una superficie de
inscripción material, sensible a algo que lo afectará, por decirlo así,
desde fuera, a un texto. En La maman et la putain (1972), los tres pro-
tagonistas —sobre todo Jean-Pierre Léaud y Françoise Lebrun— di-
sertan sobre sus pasiones, pero como si les fuesen ajenas, como si las
examinasen, las citasen. El monólogo final de Veronika (casualmente,
el nombre de Karina en El soldadito [Le petit soldat, 1963]) es muy di-
latado; el texto, sabiamente trufado de modismos del momento, se si-
gue casi con puntos y comas, aunque no se descuida su carga trágica.
El rostro de la actriz (para ella, además, era su primer filme) ha de de-
jar pasar el texto, someterse a él, ser la página en la que se lee, pero no
puede evitar que lo descomponga. Personaje, actriz, modelo, sujeto: to-
144 EL ROSTRO EN EL CINE

dos lloran, pero ningún gesto de la cámara recoge esas lágrimas, como
en Cassavetes.
El texto, en su rigor, es la base de varios filmes de esos arios. En
Othon, de Straub-Huillet, la obra de Corneille impone de entrada su
presencia. En el segundo plano, Othon habla muy deprisa; nada permi-
te olvidar que recita, pero no se le ve, sólo se ve la circulación de los
automóviles más abajo del Palatino. En el tercer plano, está presente en
la imagen, con su confidente, aunque de espaldas, iluminado por re-
flectores, y las voces llevan el texto a través de los cuerpos. En el quin-
to plano, el rostro está de perfíl, muy ceñido por el encuadre, que le si-
gue mientras que el actor anda. Etcétera. Siempre prima el texto, y
cuando se muestran los rostros, éstos no expresan nada: exhiben el tex-
to. Este rígido principio no impide, por otra parte, la variedad, como se
aprecia en la propia Othon, en la que los rostros son otras tantas tabli-
llas hechas con ceras diferentes. Del mismo modo, ese principio em-
pleado en otras obras operará con arreglo a formas diferentes, como en
Jaime le soleil (1971), de Marguerite Duras, filme en el que la dicción
es, por el contrario, uniformemente lenta, obsesiva, pero en el que los
rostros también se observan fijamente, abandonados presa del esfuer-
zo de declamar el texto (cada uno de esos rostros de actores de teatro se
vuelve entonces una máscara).
En este abandono progresivo de la humanidad manifiesta del rostro,
los buenos viejos tiempos del cine clásico se han perdido para siempre.
¿Qué malos nuevos tiempos deberá afrontar, entonces, el rostro cine-
matográfico?
145

L'amour fott, de Jacques Rivette


146

Shadows, de John Cassavetes

La mamai, et la putain, de Jean Eustache

El rostro exaltado
147

Les hautes solitudes, de Philippe Garrel

Persona, de Ingmar Bergman

...y vaciado
148

El rito, de Ingmar Bergman

La máscara:
la muerte,
Nosferatu, el vampiro, de F. W. Murnau el terror
149

Satyricon, de Federico Fellini

Los ojos sin ¡ostro, de Georges Franju


150

Muerte en Venecia, de Luchino Visconti

Nueva ola, de Jean-Luc Godard

El rostro descompuesto:
151

La religiosa, de Jacques Rivette

Van Gogh, de Maurice Pialat

... el agotamiento
152

Nihon no yoru tokiri, de Nagisa Oshima

2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick

El rostro descompuesto: la violencia


5. El rostro descompuesto

El público se escandalizó porque Manet pintaba un rostro exacta-


mente de la misma manera que un sombrero.
Charles Rosen y Henri Zerner

Cualquiera que haya seguido las aventuras de la imagen habrá asistido,


en los últimos diez, veinte o treinta arios, a la extraña «retirada» del rostro
humano. Los filmes que tienen éxito son decorativos, mitológicos, ecoló-
gicos. Las estrellas se marchitan, la cirugía estética (o sea, la publicidad)
se extiende, el cuerpo fluctúa en un mercado desregulado de prótesis y de
signos. La guerra ya no es ésa en la que un soldado descubre dentro de una
trinchera, en el rostro del otro, que no puede matarlo (pienso en un viejo
filme de Lubistch, Remordimiento [Broken Lullaby, 19321: la guerra se
convierte en el triunfo de lo visual sobre el fondo de un rostro perdido.
S erge Daney

La reificación

En una parte, tal vez marginal pero seguramente significativa, de la


producción cinematográfica reciente, el rostro se trata, de manera in-
154 EL ROSTRO EN EL CINE

sistente, corno prohibía la tradición: como un objeto. Su propia belle-


za, su significación, su expresión misma son eliminadas. Desprovisto
de sentido, desprovisto de valor, ese rostro apenas entra en un inter-
cambio cualquiera e impide la contemplación. Ese rostro cinematográ-
fico, más aún que los de los años veinte y cincuenta, es poco frecuente
en estado puro. Insiste, errático, parcial, en forma de efectos pertinaces
cuya característica común es parecerse a una pérdida, a un abandono, a
una derrota. Cierta inclinación del cine, digamos, de los arios setenta y
ochenta, habría desrostrificado el rostro.
Un filme reciente se ha presentado como una especie de muestrario
de estos efectos. A Mala sangre (Mauvais sang, 1986), segunda pelí-
cula del más ambicioso de los jóvenes cineastas franceses, no le faltan
ni complacencia ni afectación. Pero, del mismo modo en que esta ansia
de maestría sale a la luz sin ambages en el filme, éste muestra un tra-
bajo más consciente que otros sobre la materia fílmica y también sobre
la materia del rostro. Describir los aspectos más llamativos de este tra-
bajo dará un primer catálogo del «no-rostro»)
En cierto momento del filme, en una escena de desenfreno, dos ros-
tros (los de Michel Piccoli y Denis Lavant) se aplastan uno junto al otro
contra un cristal, justo delante de la cámara. Las narices y las bocas se
ensanchan, los ojos se cierran, las carnes se aplanan. (No deja de ser in-
teresante que este aplastamiento evoque una correspondencia extraci-
nematográfica, la del arte xerográfico del autorretrato, bastante en bo-
ga en 1985.)
Pero que los rostros se aplasten sobre un cristal también significa,
casi de una manera muy literal, un aplastamiento generalizado contra
el cristal del cuadro. No hay ya profundidad apreciable como tercera
dimensión espacial imaginaria, sino solamente como una posibilidad
plástica más, la del trabajo sobre la profundidad de campo (y segura-
mente no «profundidad del campo», pues no se trata en modo alguno
de una utilización dramática de la profundidad). Por ejemplo, los flous
que se prodigan a lo largo del filme no tienen nada que ver con el fiou
artístico de los arios treinta. Así, se filma al menos dos veces una esce-
na de persecución con un travelling hacia atrás en el eje, de manera que
uno de los actores aparece nítido y el otro borroso. El procedimiento,
naturalmente, no está exento de significado (una focalización, al me-
nos tosca, de la narración y de la atención). Pero predomina el efecto

1 Hemos traducido dé-visage por «no-rostro». No obstante, se ha de tener en cuenta


que el verbo dévisager significa en francés mirar fijamente o escrutar, pero también des-
figurar. (N. del t.)
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 155

plástico, casi físico, sensorial: aplanamiento, aplastamiento del espa-


cio, que comprime los rostros.
Los bordes del cuadro cambian de valor, ya no son límites de un en-
cuadre sino de una superficie. El filme ya no está sujeto a la ley de la
gravedad que sigue la mirada ordinariamente humanizada de la cáma-
ra. Los objetos colocados dentro del cuadro —entre ellos, los rostros—
podrán, pues, contradecir la verticalidad, como el rostro de Juliette Bi-
noche, que aparece de repente en la horizontal de uno de los bordes la-
terales. Asimismo, el volumen del cuadro ya no es del todo asignable a
un punto de vista. Los primerísimos planos, que se multiplican, ya no
son aproximación sino ampliación, recobrando así una de las impre-
siones más frecuentemente evocadas ante los filmes primitivos, como
ya atestiguaba Arnheim en 1931. Si la imagen es una superficie, ésta ya
no jerarquiza sus partes como si fuese una ventana. Todas las zonas
vienen a ser lo mismo o, al menos, valen lo que vale su situación plás-
tica. Los rostros se tratan en igualdad de condiciones, ni más ni menos,
que las otras partes de la imagen.
El mismo modo de representar, la misma sorprendente plasticidad
de la superficie, vuelven a encontrarse en otros filmes, por ejemplo en
estos dos (por lo demás, totalmente distintos):
•Puissance de la parole (Godard, 1988), en el que se colocan, uno al
lado del otro, y luego uno sobre otro, el cráneo de un joven y la imagen
de la tierra vista desde un satélite. Superposición metafórica (el cere-
bro creador de mundos, la palabra que sale del cerebro para dar la vuel-
ta a la tierra), pero encarnada con la fuerza de la inmediatez visible por
la superposición plástica, como si la tierra fuera el cerebro saliendo de
su pared de hueso, extraiiación sublime y mórbida a la vez;
— Nikita (Luc Besson, 1990), cuya penúltima escena, una escena de
cama, ofrece una serie de campos-contracampos de los rostros de An-
ne Parillaud y Jean-Hugues Anglade, en primerísimos planos horizon-
tales. Aquí, la sensación aberrante y tremenda que crean los pies con-
tra la cabeza, la pérdida contra natura de la espacialidad humana, se ve
amplificada técnicamente por la proyección en pantalla ancha, que agi-
ganta en sumo grado estos rostros, y sobre todo retóricamente, por el
mantenimiento, también contra natura, de la figura de la alternancia.
El campo-contracampo, la alternancia, figura de la comunicación, de la
mirada intercambiada, hecha pura mecánica lógica, yuxtaposición, sub-
rayada por la horizontalidad. (La horizontalidad, por sí misma, no de-
termina una pérdida de las referencias espaciales ni dramáticas, como
ha demostrado el ejemplo de Como en un espejo citado anteriormente:
Bergman cree en el espacio como profundidad).
156 EL ROSTRO EN EL CINE

El montaje, a su vez, ya no se fundamenta en el respeto obligatorio


por el rostro como unidad (la unidad del rostro se ha roto, y además, e1
rostro ya no es una «unidad» de montaje). Esto se traduce en una com-
prensión nueva de la fragmentación, de la división, de la desconexión.
Mala sangre cultiva caprichosamente la cesura libre, arbitraria, en ple-
no rostro, manteniendo aquí una oreja y un poco de mejilla, allí la fren-
te y un arco superciliar, etcétera. Esto también procede de las artes
plásticas, en este caso más bien de la fotografía, particularmente la de
los arios veinte o treinta, recientemente recuperada. Pero en el caso de un
Lerski, paladín de estos desgloses, cada fragmento es autonomizado
escrupulosamente, convertido en expresivo, arreglado, cultivado por
su materia, que compensa la privación originada por el arrebatamiento
del Todo facial. En Carax, por el contrario, el fragmento se conserva
como fragmento, ya no hay un todo al que remitirlo, se resalta el corte,
sin hacerlo por eso expresivo. (Hay primicias de este desmembramien-
to, por ejemplo, en la escena del peluquero de El hombre del cráneo ra-
surado [De man die zijn haar kortilet knippen, 19651: primerísimos
planos que cortan, en el rostro neutro, blanco de Senne Rouffaer, aquí
un ojo y una oreja, allí la cúspide del cráneo, los ojos. Pero en Delvaux,
este desglose se mantenía fuertemente unificado por el símbolo: la na-
vaja que despoja del cuero cabelludo, el rostro sepulcral del inquietan-
te peluquero.)
El rostro de Mala sangre, incluso visto por entero, nunca llega a
funcionar a la manera clásica del embrague, corno soporte del uso na-
rrativo de las miradas. La escena del flechazo durante el encuentro en
el coche es ejemplar. En ella, el rostro de Denis Lavant se ve sumergi-
do continuamente en un ruido visual glauco —glaukos: blanco, verdo-
so, lechoso—, mientras que el de Juliette Binoche es borrado, barrado,
escondido, obstaculizado por cien artificios renovados (reflejos, acce-
sorios interpuestos, puntos de vista incompletos, desviados, imposi-
bles). No parece que haya, entre estas dos parodias de rostros (parodia
de expresión para uno, parodia de escenicidad para el otro), el menor
intercambio dramático. De nuevo aquí la carga metafórica potencial es
patente, y su principio, trivial (el objeto de amor visto a una distancia
enorme, maravillosa, fabulosa), pues el cineasta pone todo su celo en
la construcción original de lo metafórico, en detrimento de la rostreidad.
Con sus medios, quizá más perfeccionados, en todo caso más auto-
máticos, el vídeo ha trabajado mucho en un efecto parecido, en tanto en
cuanto vuelve a negar también el rostro como unidad: una imagen so-
bre otra, en otra, que devora y transforma a la otra. Es conocida la afi-
ción de Godard por el procedimiento de la mezcla de imágenes, que le
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 157

permite componer un montaje-col/age evolutivo. Pero se pueden des-


cubrir muchos otros ejemplos, y otros procedimientos, en el videoarte,
de aspecto a veces más brutal. El más depurado de todos esos procedi-
mientos sería la incrustación, como en la segunda de las Three Transi-
tions de Peter Campus (1973), en la que aparece un rostro bajo un ros-
tro —el mismo— como si se deshojara la imagen, como si el primer
rostro fuera una piel, una película que hubiese que despegar. (Pero lo
que hay bajo el rostro-película tampoco es un rostro, se ve perfecta-
mente que se podría a su vez incrustarlo, despegarlo, mezclarlo.)
La deformación es, en Mala sangre y en general, el efecto más lú-
dico, el más pueril, propio a veces de los concursos de muecas de la es-
cuela primaria, como en el plano, ya citado, de los rostros aplastados
graciosamente contra el cristal. También existen algunos ejemplos más
sutiles, como esa figura, muchas veces repetida, del rostro sacudido
por el movimiento: un personaje corre, la cámara lo filma en primer
plano y lo acompaña con un trave/ling. La carrera sacude el rostro, lo
convulsiona, hace que se tambalee en todas direcciones, tal como el
rostro del astronauta a los mandos de su nave, al final de 2001, una odi-
sea del espacio (2001: A Space Oddissey, 1968).
La deformación es la base de la pérdida del rostro, por lo que podría-
mos citar mil ejemplos, algunos muy burdos. Ciertos cineastas han
hecho de ella una especialidad fácil, y sigue siendo una tentación per-
manente, al alcance de la mano, que no se debería confundir con nin-
gún tipo de fealdad, ni siquiera moral. Bazin recordaba, a propósito de
los horribles rostros de Los olvidados (1950), de los malos chicos «ol-
vidados» de Buriuel, que «los rostros más repulsivos no dejan de ser a
imagen del hombre». La deformación, por el contrario, apunta al
monstruo, al no-humano, con riesgo de tener que recurrir, a veces, a un
fantastique de pacotilla para encontrarlo.
La luz, el color de Mala sangre participan del mismo proyecto de
disgregación de los rostros. El cine clásico hollywoodiense perfeccio-
nó un esquema de iluminación que se normalizó rápidamente. Este fa-
moso esquema estaba basado en la presencia simultánea de tres tipos
de luz, la primera para el decorado, la segunda para los personajes, la
última destinada a proporcionar un efecto de contorno y subrayado de
las siluetas. Esto quería decir, está claro, que se trataba de iluminar ros-
tros sobre fondos o en ambientes, y eso era perfectamente coherente
con el papel central reservado al rostro en la economía narrativa y re-
presentativa de ese tipo de cine.
Poco queda de ese esquema en Mala sangre. Unas veces la luz lo
invade todo, decorado y rostros por igual, sin ningún efecto de contor-
158 EL ROSTRO EN EL CINE

no, incluso, de vez en cuando, con un aplanamiento voluntario de los


volúmenes. Otras veces, por el contrario, sólo hay escasas zonas lumi-
nosas en un volumen de penumbra o de sombra, y los rostros se ven en-
tonces estriados, cortados sin piedad por la sombra, o rayados por la
luz, sin atenciones especiales. Esas luces, tanto en su violencia como
en su atenuación, son irrealistas, pero su irrealismo es todavía más
acentuado debido a la utilización de decorados excesivamente natura-
listas (nada que ver con el irrealismo de algunos filmes del clasicismo
tardío, digamos, para permanecer en una atmósfera cercana a la de Leos
Carax, Los cinco mil dedos del doctor T [5.000 Fingers of Doctor T,
1953], en el que el irrealismo de las luces está justificado por el del de-
corado, los personajes, la historia).
Todo transcurre, pues, como si luces y colores preexistiesen a los
rostros que atrapan- en redes, en trampas, o como si tuvieran vida pro-
pia y autónoma, más animada que la de los rostros. Este efecto es hoy,
sin duda, el más extendido, el más trivializado, y el cine internacional
ha cultivado a menudo el surgimiento permanente de los rostros a par-
tir de un claroscuro más o menos estructurado. Se podría hablar casi de
un no-rostro ordinario del cine, el de Blade Runner (Blade Runner,
1982), Nikita, Doble cuerpo (Body Double, 1984), tantos filmes cuya
referencia común ya no está en este caso en el ámbito del arte sino en
el de la publicidad, la «comunicación».
En fin, el filme en el que se descompone el rostro es a menudo un
filme de formato gigantesco, fuera de norma. La pantalla muy grande,
tipo Imax o análogas, pretende renovar en su fuerza primera la impre-
sión de presencia mágica y excesiva, pero una presencia que es, ade-
más, y sobre todo, la de la imagen misma en su materialidad un poco
monstruosa. La gran pantalla del Rex, en París (bautizada como Grand
Large), suspendida a diez metros de altura y vista desde el anfiteatro,
ofrece de entrada una imagen abrumadora, violenta en su mismo modo
de aparición, por la pérdida provocada de las referencias espaciales, la
sensación de estar peligrosamente suspendido al borde de un abismo,
el vértigo, si se quiere. Además hay que añadir las importantes distor-
siones óptico-geométricas, pocas veces compensadas: siempre se está
demasiado cerca, demasiado sesgado, como ante una anamorfosis des-
proporcionada y flotante.
Por otro lado, y de una forma más discreta, el vídeo, que es uno de
los ámbitos en los que se persigue esta fabricación del no-rostro, es
también una curiosa maquinaria. La imagen vídeo es un centauro, un
híbrido de imagen-luz y de imagen opaca; es más diáfana que la ima-
gen de película, pero también menos asertiva, más huidiza. Aunque, fe-
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 159

nomenológicamente hablando, no se distingue de la imagen cinemato-


gráfica más que por su centelleo, es verdad, sin embargo, que se pro-
duce en otra parte, es vista en otra parte, que el contrato firmado con su
espectador es diferente. El singular modo de presencia-ausencia que
entraria obsesiona a veces al cine, sin que éste lo reconozca.
En todas estas manifestaciones, se exhibe siempre el propio meca-
nismo del cine, se pone en práctica el mismo principio, extremar, forzar
la representación más allá de sí misma. Siempre se convierte en excesi-
vo un elemento del lenguaje cinematográfico, produciendo así un exce-
so de presencia de la imagen como tal. Demasiada luz o demasiada
sombra, demasiado cromatismo o demasiado color desvirtuado, dema-
siadas formas inquietantes o demasiado montaje, demasiada superficie
o demasiado grano. (Es evidente que esto no es un nuevo expresionis-
mo, pues el expresionismo es la acentuación, no del material ni de la
forma, sino del decorado, del maquillaje, de lo extracinematográfico en
el filme. Realmente se ha verificado un cierto retorno del expresionis-
mo, pero en otra parte, como habrá apreciado cualquiera que haya visto
Le déjeuner du matin, La femme qui se poudre o L'homme qui tousse.
Pero estos filmes no descomponen ningún rostro, ya que producen más-
caras.) La derrota2 del rostro iría a la par —¿es tan sorprendente?— con
la pérdida de toda transparencia de la representación.

El no-rostro bajo el rostro

Un último rasgo, que concluye este primer resumen, sería, pues,


que ese retorno del mecanismo en la representación cierra un ciclo de
la historia del cine. El filme de Leos Carax es también, la crítica lo ha
señalado frecuentemente, el fruto un poco perverso de una cinefilia ob-
sesiva. Dicho de otra forma, si en un solo filme pueden producirse tan-
tos efectos, si ese filme puede convertirse en un catálogo, es que está
obsesionado por el catálogo por excelencia, el de la historia del cine:
precisando, de la historia cinefílica y francesa del cine. De modo más
general, el fracaso del rostro no viene solo: es el éxito de la(s) histo-
ria(s) del cine.
Primer fragmento: la pantalla ancha. La historia de la pantalla an-
cha, más generalmente de la gran pantalla, de la pantalla extensa, es

2 El autor juega a lo largo del texto con la palabra défdite que, en su sentido clásico,
significa derrota o fracaso, pero que aplicada al rostro también significa «descompuesto»
en sus dos acepciones. (N. del t.)
160 EL ROSTRO EN EL CINE

una historia retardada, como podría haber dicho Jean-Louis Comolli.


Las invenciones técnicas utilizadas datan de los arios veinte y treinta:
cámaras tipo VistaVision, objetivos anamórficos, incluso esas técnicas
anexas, el sonido estereofónico o el rodaje con varias cámaras acopla-
das. Como siempre, el «retraso» en la invención tiene una explicación
económica, de manera que estos inventos más o menos extravagantes
empezaron a interesar cuando tuvieron la posibilidad de contribuir a reac-
tivar una industria ahogada. Primera ola durante los arios veinte, rápi-
damente agotada (el Magnascopio, una pantalla más grande que las
otras, pero con las mismas proporciones: poco aumento de la especta-
cularidad, e incluso una pérdida de nitidez). Segunda ola, más rica y
decisiva, entre 1950 y 1960, la del CinemaScope y sus variantes. El
ochenta por ciento de las salas americanas se equipan para proyectar en
Scope en 1957: las pantallas anchas, las películas anchas pasan a ser un
hecho habitual, para no dejar de serlo nunca más.
Estéticamente, el destino de la pantalla ancha fue más curioso. El
motivo pareció primero claro: entrañaría el desarrollo de un estilo sin
montaje (las experiencias de Hitchcock en La soga y Atormentada es-
taban aún en la memoria de todos), y al mismo tiempo de un estilo fun-
damentado en la anchura, ya no en la profundidad:

Parece que la historia de la puesta en escena se confunde con la ex-


ploración obstinada del estrecho corredor de espacio que hasta ahora se
encerraba sobre el ojo del cineasta tan pronto como éste se inclinaba so-
bre el borde del visor [...] pero también con la obsesión, que recorre se-
cretamente la obra de los más grandes, de una ostentación, de un des-
pliegue de esta puesta en escena, el deseo de una perpendicular perfecta
a la mirada del espectador.
1...] La utilización de la profundidad, en la que una mirada defor-
mante impone a los protagonistas un más o un menos a menudo arbitra-
rios, dominados por la desproporción, la desmesura, la irrisión, ¿no va
vinculada al sentimiento del absurdo, así como la de la amplitud a la in-
teligencia, al equilibrio, a la lucidez y, mediante la franqueza de las re-
laciones, a la moral?
(Jacques Rivette, 1954)

De hecho, los planos comenzaron por alargarse, las estadísticas nos


lo confirman. Pero el estilo clásico hollywoodiense iba a imponerse de
nuevo en poco tiempo, y desde 1955, el montaje de estos filmes volvió
a ser casi clásico; correlativamente, la imagen en Scope siguió funda-
mentándose en los mismos efectos de profundidad, de ajustes de pro-
fundidad, denunciados por Rivette. Es en otro lugar, y más tarde, cuan-
do el Scope llega a ser el instrumento de un estilo no clásico, de un
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 161

estilo esta vez de disrupción, de ataque, de ruptura del clasicismo: en


Kurosawa, Godard, Oshima o Jancsó.
En todos esos usos que inventó el cine de arte y ensayo europeo (Ja-
pón inclusive), aparece una constante, no prevista por Rivette: la iro-
nía. El encuadre en Scope imposibilita, salvo extrema ingenuidad o
gran astucia —que supieron mostrar, imperturbables, los norteameri-
canos—, la identificación del encuadre con una ventana o punto de vis-
ta. El Scope está hecho «para las serpientes y los entierros» (Fritz
Lang, en El desprecio); por otra parte, el primer teórico que lo consi-
deró favorablemente fue un aficionado a la escritura, el Eisenstein del
«Cuadrado dinámico» (1930). En pocas palabras, el formato de propor-
ciones plásticamente improbables propicia el juego.
Fue Sergio Leone, un reconocido maestro de los arios sesenta, quien
extremó sistemáticamente todas las formas concebibles a partir de su
uso, en particular los encuadres, en particular los primerísimos planos,
que hizo exageradamente grandes. No es indiferente que esto preten-
diese afectar a los rostros de los protagonistas: escrutados muy de cer-
ca, por una cámara escudriñadora de arrugas, de pliegues de ojos, de
barbas, de sudor que brota de los poros: des-figurados3 ya, transforma-
dos en cosas sucias, monstruosas, tan referencialmente repulsivas co-
mo retóricamente agradables. Se sabe que el placer retórico de los es-
pectadores de Leone fue, también, indefectiblemente sádico, y que la
herida, la tortura procustiana infligida al rostro humano no es más que
el primer estadio de una violencia que, por distanciada que la quisiese,
redunda igualmente en las ficciones y la puesta en escena de sus filmes.
En el mismo momento, algunos cineastas japoneses también saca-
ban partido del extremo poder de desrealización de ese encuadre. Sus
filmes nos llegaron mucho más tarde, pero hoy en día basta con evocar
simultáneamente Seishun zankoku monogatari [Cuento cruel de juven-
tud/Juventud desnuda] (Oshima, 1960) y Akai satsui [Llamada al ho-
micidio] (Imamura, 1964) para comprender que les une una misma fas-
cinación, medio juguetona, medio perversa, por ese poder. Algunos
movimientos de cámara, por ejemplo, rompen en ellos aún más fácil-
mente la identificación clásica de la cámara con un ojo en cuanto en-
gendran un malestar físico (como algunos movimientos giratorios en
torno a un eje vertical que utiliza Imamura). A pesar de algunos encua-
dres aumentados espectacularmente, aquí el rostro tal vez es menos in-
mediatamente, menos visiblemente maltratado que en Leone. Claro

3 Juego de palabras de imposible traducción provocado por la polisemia del término


dévisagés, «escrutados», y dé-visagés, «des-figurados». (N. del t.)
162 EL ROSTRO EN EL CINE

que si lo que se ataca es más bien el principio de la representación mis-


ma, si afecta al rostro de una manera más indirecta, tal vez los efectos
no sean ahí sino más devastadores.
Los grandes primeros planos de El bueno, el feo y el malo (I1 buo-
no, il brutto, ii cattivo, 1966) se parecen exteriormente a los de Epstein,
o aún más a los de Eisenstein (en La línea general). Pero este parecido
sólo es el del aumento, y quizá ni eso. La geometría del encuadre los
contiene de forma diferente, los resuelve de forma diferente en uno y
otro. Los rostros mismos no tienen el mismo valor, e incluso el kulak
deforme y grotesco de Eisenstein conserva un rostro de tipo humano,
mientras que los protagonistas de Leone no son más que paisajes abs-
tractos, surcados por cationes y coronados por una barba sucia. La iro-
nía, que alcanzaba a la persona, alcanza ahora al rostro mismo, en tan-
to que objeto representado. La pantalla ancha no tiene siempre este
extremo poder de desrealización, pero se presta a ello.
Segundo fragmento: el montaje. Dos rasgos formales capitales,
aparecidos justo antes y justo después de la guerra, desempeñaron un
papel esencial en la evolución del estilo cinematográfico: el plano lar-
go, el efecto zoom. Estos rasgos, salidos ambos de los estudios holly-
woodienses, pero glosados por la crítica europea, fueron cultivados
abundantemente por el cine de arte y ensayo europeo de los arios cin-
cuenta y sesenta. ¿En qué afectan a los rostros? Esencialmente en que
desmontan, o por lo menos frenan, el buen mecanismo del raccord clá-
sico. La escena tradicional, cimentada en un master shot y su posterior
desglose, es sustituida por una escena aparentemente más continua gra-
cias al plano-secuencia. Pero sólo en apariencia, ya que si el master
shot es lo que hace siempre posibles todas las costuras escénicas, e in-
cluso ya de una manera implícita, el plano-secuencia acentúa la com-
plejidad y la arbitrariedad del encuadre, conjugado con el zoom, se
convierte decididamente en una forma perversa, que conjunta un rea-
lismo de principio (no hay corte en el velo de la realidad) con un irrea-
lismo de hecho (todo plano largo es en el fondo un laberinto).
Ya los grandes virtuosos del movimiento envolvente, digamos el
Max Ophuls de Lola Montes (Lola Montes, 1954), habían sabido ex-
plotar esa paradoja en un sentido perverso, y los largos planos en movi-
miento de este filme, lejos de facilitar analíticamente la visión, la impi-
den o la confunden. Además, habría numerosos ejemplos de filmes en
los que el montaje, gracias a la complicidad del plano largo y del efecto
zoom, estira el espacio-tiempo representado, lo articula excesivamente,
destruye la fluidez, el continuo poder de comunicación que fundamen-
ta el cine clásico. Pero en este punto se impone la referencia a Visconti.
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 163

En Sandra, el plano largo hace escapar los rostros de toda fotogenia,


de toda belleza, al menos de toda belleza clásica (Visconti habló, a pro-
pósito de este filme, de la «animalidad» de Claudia Cardinale, de su ros-
tro «etrusco»). Para eso, sencillamente los obliga a existir en la duración,
pero sin la ayuda de una conversación permanente, como había sido el
caso de El cuarto mandamiento, o, a fortiori, de La soga. Los rostros fil-
mados son entonces presa de un perpetuo ensimismamiento, a la vez que,
por otra parte, la materia de la imagen, muy presente, los devora con gra-
nos luminosos, y finalmente los arruina. Por lo que se refiere a los efec-
tos zoom, que Visconti empleará a partir de este filme, son, aún más bru-
talmente, otros golpes dirigidos a la integridad del rostro:

Encontramos a lo largo del filme esos travellings hacia adelante


[sic] sobre el rostro de Claudia Cardinale. Creemos acercarnos a un ser,
pero precisamente es para descubrir que no está ahí, que su cuerpo es un
envoltorio vacío. Quizá hay que ver en ello el secreto de la magnífica
sensualidad que Visconti ha sabido transmitir a su intérprete. La carne
está presente, mil veces más presente cuando la mente está en otra par-
te, cuando los párpados pesan sobre una mirada perdida.
(Jean Collet, tras el estreno del filme)

Lo que da al filme su poder de desasosiego, no es pues, tanto que los


personajes sean neuróticos e incluso locos, incestuosos, atormentados
por un pasado demasiado gravoso, como la excesiva opacidad, siempre
sin llegar a la significación o más allá de ella, de los rostros de Claudia
Cardinale y de Jean Sorel, corroborada y reforzada por otras opacida-
des, sobre todo la de las pieles (piel blanca y porosa de Michael Craig,
piel lisa y mate de Claudia Cardinale, en la escena de cama entre los es-
posos), y también, en el mismo sentido, por la sutil incomodidad que
provocan la desincronización y el destimbrado, debidos al doblaje.
Visconti nunca se adhirió al ideal neorrealista, que sólo pareció en-
contrar en sus primeros filmes por casualidad, o casi. Por eso, su tra-
yectoria es un ejemplo de esta derrota del rostro que procede de una es-
pecie de demasiado-lleno. Al centrar fuertemente, visiblemente, con
insistencia, la representación en los rostros, al hacer de estos rostros su-
puestamente cargados (de interioridad, de expresividad) el centro o la
bisagra de los planos largos, parte del ideal de verdad del cine «moder-
no» pero para amplificarlo excesivamente, para caricaturizarlo, para
transformarlo en algo grotesco.
Cinco arios más tarde, en Muerte en Venecia (Morte a Venezia,
1971), el fenómeno será todavía más central, más denso y más amplio a
la vez. El filme se inicia con sinuosas panorámicas-zoom, que exploran
164 EL ROSTRO EN EL CINE

la jungla abigarrada del salón del Hôtel des Bains. Nada de efectos-
zoom, sino, por el contrario, un trabajo muy tranquilo, insidioso, que
pierde al espectador en la profusión del detalle todavía con más seguri-
dad que Ophuls. O mejor dicho, perdiéndolo sólo para hacerle encon-
trarse más fácilmente con el rostro, ya enfermo bajo la lisura del traje,
de Aschenbach. El filme termina con unos planos fijos sobre un rostro
totalmente descompuesto, caricaturescamente destrozado, a la vez ma-
quillado en exceso (el plano en la peluquería en el que Aschenbach, de
repente, con el pelo pegado y oscurecido, el rostro emblanquecido, está
entre la máscara nô y el luchador de sumo) y chorreante (la escena final,
el diluvio, la peste). Visconti repetirá posteriormente, sin llegar a inten-
sificarlo, pero haciéndolo cada vez más grosero, cada vez más obsceno,
el mismo efecto de mortificación de la carne del rostro (mortificar, dar
muerte, es también, en francés, el término culinario que designa el su-
plicio de la carne de venado que se hace adobar, durante largo tiempo,
en alcohol y plantas aromáticas, para que se deshaga). La totalidad de
La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), de Luis lIde Bavie-
ra (Ludwig, 1973), muestran el mismo gusto por lo mortuorio, aún más
acrecentado por más desincronización, más destimbrado, más doblaje.
Los itinerarios paralelos de Fellini y Bergman (que ciertamente no
procede del neorrealismo, sino de un naturalismo teñido de Kammers-
piel) también serían sintomáticos de esta tendencia a una descomposi-
ción interior del rostro, corno si ya no pudiese contenerse más, como si
su ser lo consumiese (y aquí, naturalmente, la literatura tendría algo
que decir, de Kafka a Sartre). Bergman, en particular, es un cuasi-espe-
cialista en esta corrosión. Más sistemático que otros, más obsesivo
también, ha dado varias representaciones al respecto, al menos estas
cuatro (de las que se encontrarán ejemplos recurrentes en La vergüen-
za [Skammen, 1968], en Como en un espejo, en Los comulgantes
[Nattvardsgasterna, 1962], en Persona):
•El rostro comprimido, en el sentido de Balázs, pero de una forma
más excesiva todavía: comprimido por el encuadre, preferentemente
por medio de otro rostro que acentúa la compresión, la sobreocupación
del espacio (incluso otros dos rostros, como en la escena Bjõrnstrand-
Andersson-Ullmann de Persona).
•La conjunción/oposición de un rostro de frente y de un rostro de
perfil (variante de un rostro en primer término y de un rostro en segun-
do término); en algunos casos, sólo uno de esos rostros está nítido, el
otro está borroso.
•El rostro de frente, en plano corto o muy corto: rostro que juzga
o se confiesa: siempre una relación con la Ley, especificada por la
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 165

mirada, unas veces alzada, otras veces baja (variante: el rostro duran-
te un desliz, como el de Karin en Corno en un espejo, cuando lee el
diario íntimo de su padre y un travelling hacia adelante subraya su
pecado).
•El rostro consumido, repartido entre la luz y la sombra, pero siem-
pre en beneficio de esta última.
Esta última figura, la más simple, es también la más emblemática.
Lo que le ocurre al rostro en este fin del clasicismo que lo une a la he-
rencia «moderna» es que se consume interiormente, se abandona a la
sombra y al mal, a una muerte sin gran esperanza de eternidad. Tam-
bién Kubrick dio una imagen sobrecogedora de esta devoración, con
las escenas finales de 2001, una odisea del espacio, haciendo envejecer,
arrugarse, «morir» ante nuestros ojos al astronauta que representa a la
humanidad entera. El no-rostro ocurre bajo el rostro, la necrosis, la
gangrena, la ruina.

El no-rostro como «fin» del rostro

«El fantasma que no vuelve»: este viejo título de un filme mudo


(Prividenie, kotoroie vosvrascaietsja, Abram Room, 1930), ¿a qué se
podría aplicar mejor que a Nueva ola (Nouvelle Vague, Jean-Luc Go-
dard, 1990), donde lo que vuelve y no vuelve es el espectro de un ros-
tro, el del personaje de Roger, a través de Richard Lennox, y el de
Alain Delon, ex galán viscontiano, a través de esos dos papeles? Del
mismo modo, hay una filiación directa del rostro humanista de la pos-
guerra con este no-rostro cuyo espectro persigue al cine desde hace
veinte arios, como si el muy humano retrato neorrealista volviera, o vi-
niera, bajo la caricatura del rostro y su reificación. De todos modos, la
acumulación de humanidad sobre un rostro tenía que acabar con una
implosión. Pero esto no concierne sólo al momento neorrealista, las co-
sas deben venir de mucho más atrás.
Sería preciso volver a tomar distancia rápidamente, volver a decir
lo que ha sido el cine: el arte de una época que hereda a la vez el ro-
manticismo y los realismos, el apogeo de un momento de la historia del
arte y de la representación caracterizado por la importancia concedida
a unos nuevos valores (móvil versus inmóvil, horrible versus bello, his-
tórico versus eterno), resumiendo, el momento de la consideración
efectiva (ya no teórica), actual (ya no virtual) del tiempo de la repre-
sentación, a la vez por sus efectos y, más directamente, como duración
o como instante. Que el tratamiento del tiempo en la representación ci-
166 EL ROSTRO EN EL CINE

nematográfica haya cambiado profundamente, como propone Deleuze,


significa que ese nuevo momento de ruptura, la posguerra, separó el
tiempo de su acontecimiento para hacer de él un tiempo puro, moldea-
ble y modulable. Pero el rostro es presa del tiempo en todo el cine, y no
solamente en esa «imagen-tiempo» que cultivó el cine de arte y ensayo
europeo.
Efectos del tiempo: ¿un envejecimiento de los rostros, que ocasio-
na en ciertos casos su extrema fealdad? Indudablemente. Pero también
se trata, sobre todo, de una sumisión más constante, más sutil y más
profunda del rostro al tiempo, de la producción de un rostro en el tiem-
po, mejor, del paso de un rostro-en-el-tiempo a un rostro-para-el-tiem-
po, como podría decir una fenomenología un poco paródica. Lo esen-
cial no es el envejecimiento, la transformación natural, visible y
orgánica del rostro, sino la amenaza, irracional, invisible, inorgánica,
que le alcanza permanentemente, y que no es la amenaza de muerte (la
muerte no es una amenaza sino un horizonte), sino algo así como la
amenaza de ni-muerte-ni-vida.
Más que oponer radicalmente sucesivas ideas del rostro cinemato-
gráfico (lo que hemos fingido hacer de un modo didáctico), ahora sim-
plemente habría que establecer una distinción entre los modos de trata-
miento del rostro en el cine, que, reduciéndolos a lo esencial, no son
más que dos.
En primer lugar, el modo del acontecimiento. El rostro, portador de
acción, está atrapado en un flujo actancial más que verdaderamente
temporal, participando en la circulación del sentido. El emblema de es-
te rostro es el plano americano, un encuadre que representa el rostro
como «parte anterior de la parte superior del cuerpo», como lo que es-
tá orientado-hacia, subrayando sin cesar el papel del conjunto mirada +
palabra + gesto, en detrimento del movimiento mismo, y también de la
inmovilidad.
Esta descripción es la del rostro-primitivo, ligado indivisiblemente
a un cuerpo-semáforo, que no hace más que proferir (=llevar delante),
sin decir otra cosa que ese cuerpo. Es la del rostro ordinario del cine so-
noro, en el que todo, rostro y cuerpo, conduce a la palabra: rostro de la
mirada y del espacio, rostro de la escena corno bloque de aconteci-
mientos. Pero cómo no ver que también es la descripción canónica del
rostro humano desde que se preocuparon de convertir lo humano en un
valor absoluto, es decir, desde el romanticismo. Además, el rostro en
plano americano es la transposición literal de los tres criterios somáti-
cos con los que Fichte definía al ser humano a fines del siglo xvin: la
verticalidad («el rostro orientado hacia el cielo»), la mirada (el ojo hu-
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 167

mano no es un instrumento pasivo, un «espejo muerto») y por último la


boca, «insignificante bajo el arco de una frente meditabunda», y no tan
prominente como la boca animal, porque sirve para poner en relación
al hombre con su semejante.
Así, en nombre de una tradición todavía apreciada, la tradición ro-
mántico-moderna, el cine somete, en su mayor parte, el rostro a la co-
municación, al acontecimiento, a la incesante ternura del encuentro
con un rostro distinto. Ese rostro se exterioriza cada vez más, pero tie-
ne cada vez menos interioridad que exteriorizar.
En segundo lugar, el modo de la contemplación. El rostro no es por-
tador de nada en absoluto más que de tiempo y, por consiguiente, de
expresión: es visto por sí mismo, para bien y para mal. Ahora bien, si
el modo de los acontecimientos comunicacional es archidominante en
la historia del cine, ¿ese rostro contemplado tiene una historia? ¿O bien
no es más que el reverso de la historia?
La fisonomía y la fotogenia, de manera diferente pero del mismo
modo, llegan a la estasis cuando ya nada tiene lugar, ni siquiera el tiem-
po, inmovilizado. Porque incluso en el ideal de la fotogenia, que inclu-
ye la movilidad, siempre hay un instante fatal, el del parpadeo fotogé-
nico, en el que se suspende el tiempo, por un acmé temporal que es el
de un goce (se goza de la coincidencia entre el rostro y él mismo). Aho-
ra bien, esta suspensión también propicia, de un modo frecuentemente
incontrolable, la aparición de la mueca, de lo feo, de lo obsceno, o peor,
la pérdida de la forma humana. Lo obsceno o la mueca conciernen
más a menudo a la boca, porque en tanto que origen de la palabra, co-
mo el ojo lo es de la mirada, es más material, al mostrar más del inte-
rior del cuerpo, al abrirse más sobre el interior impensable. Pero si la
mueca que obtiene (expresamente o por error) la fotogenia es apertura
sobre un interior del cuerpo, no puede dejar de llevar a sentir la inhu-
manidad de ese interior (Proust, cuestionando la distinción entre peli-
gros externos e internos en lo relativo al cuerpo afirmaba: «Al menos
yo no hablo así más que por la comodidad del lenguaje. Pues el peligro
interno [...] es también externo. Y tener un cuerpo, ésa es la gran ame-
naza del espíritu»). Si la fealdad «fascinante» (M. Gagnebin) viene de
un exceso de humanidad, la mueca pone en peligro lo humano. El ros-
tro, también ahí, puede perderse.
¿Y el retrato, ese retrato que buscó el cine de la posguerra y que se
quiso expresivo, plenamente humano, precisamente? El hombre retra-
tado por el cine evita la mueca, pero no la fealdad, la obscenidad. La
forma plena de un rostro, la que hace justicia a la interioridad que des-
vela, ya no tiene posibilidad de idealizar, negándose ese derecho. El
168 EL ROSTRO EN EL CINE

primer plano, herencia fatal del primer plano mudo, no puede dejar de
exagerarlo todo, belleza y fealdad, y el tiempo hará el resto. Todo lo
que se mantiene en el tiempo es excesivo, si no se concibe expresa-
mente como una idealidad. El rostro humano buscado por el cine ha
acabado perdiendo su humanidad por no haber sido bastante ideal.
Hablar de un no-rostro, de una pérdida del rostro en la representa-
ción cinematográfica, siempre topará no obstante con la sensación pro-
fundamente arraigada de que el cine, en cuanto que es de naturaleza fo-
tográfica, no puede des-hacer nada. Si conserva forzosamente su
antigua esencia de rastro, si su ontología es como es, y si hay no-rostro
—o existe, puesto que puede encontrarse— será forzosamente fuera
del cine y a su pesar.
De hecho, es muy fácil observar que es en la pintura, y desde hace
bastante tiempo, donde se ha iniciado o forjado esa dermta del rostro.
El catálogo de sus modalidades es casi inconcebible, hay demasiados
casos particulares, muy diferentes, por lo que no se puede más que
aventurar una lista reducida y aproximativa de lo que ha hecho, en ese
sentido, la pintura de este último siglo:
Lo explosivo/implosivo. Bajo esta subdivisión, cualquiera pensaría
en el cubismo, pero los retratos pintados por Braque o Picasso no rom-
pían los rostros tanto como haya podido parecer. Se ha dicho y repeti-
do que esos retratos tenían su origen en la desmultiplicación de puntos
de vista, como si un mismo rostro se viera muchas veces a un tiempo:
por tanto, aunque parezca imposible, aún es un rostro, y si explota, es a
fuerza de atención. Lo que descubre esa explosión es la creencia tam-
bién espontánea, ingenua, de que bajo la apariencia se esconde el inte-
rior, la esencia, lo real (la lección cézanniana sobre el dejar-aparecer se
aplica aquí rigurosamente).
La disgregación. Un grado más, y el rostro ya no queda fracciona-
do por la ubicuidad de la mirada virtual dirigida a él, sino esparcido por
todo el lienzo, como por efecto de un empuje interno que lo llevaría a
perderse en la materia pictórica. Marcel Duchamp, en varias telas del
ario 1911, parodió eficazmente en esa dirección la explosión cubista. El
Joven triste en un tren, aun con el mismo principio formal aparente que
el célebre Desnudo bajando una escalera, tiene otro sentido, no ya el
de una desmultiplicación temporal de la figura, sino el de una acumu-
lación instantánea de rostros, quizá nacidos todos de la misma tristeza
del propio joven, pero exteriores unos a otros. El doble retrato de sus
hermanas, Yvonne y Magdeleine despedazadas, también de 1911, dise-
mina las partes de los rostros para recomponer varias veces sus perfi-
les. Es también lo que indican algunos retratos de Juan Gris (por ejem-
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 169

pio, el retrato de su madre de 1912), sin aplicar tan deliberadamente el


efecto a-todo-lo-largo, y lo que creará, más automáticamente, la técni-
ca del colla ge.
El retorcimiento. Mil juegos con la apariencia, la cara, el rostro, que
hacen que parezca maleable, un rostro de goma, o como si se pudiese
borrar por partes. Un pintor hizo de estas distorsiones su especialidad:
Francis Bacon, que no representa ningún rostro en el que no falten o es-
tén deformadas algunas partes, como si hubiera sido mordido, comido,
roído, pero desde dentro, un poco como el retrato cubista, pero con una
violencia distinta, que ya no produce un rostro cristalizado, sino la le-
pra, el cáncer.
La tachadura. En lugar de hacer desaparecer o de alterar el rostro
mediante tensiones internas, también se le puede atacar desde el exte-
rior, rasparlo, materializar una herida, o a veces su cicatriz, en un pro-
cedimiento gráfico y plástico, rabioso o aplicado. La posguerra fue
pródiga en esas alteraciones, como mostró hace algunos arios una ex-
posición justamente titulada La escritura arañada (Museo de Arte Mo-
derno de Saint-Étienne, 1991). Atlan, Dubuffet, Lam, Brauner, Mi-
chaux, hasta Giacometti o los Cobra, representan rostros que nacen de
sus propios arañazos, de sus tachaduras, de lo que debería impedirlos.
(La tachadura ha llegado a ser, en ciertos artistas, más sistemática, más
cínica también, como una especie de marca de fábrica: véase, sobre to-
do, Arnulf Rainer.)
El desenfoque. Más raro, sin duda, seguramente más reciente, el de-
senfoque sólo ha invadido verdaderamente la representación pictórica
después de que ésta haya afrontado y tratado de fagocitar la represen-
tación fotográfica. Es frecuente en algunas pinturas de los años setenta
realizadas a partir de fotografías (ejemplo notable: algunos lienzos de
Gerhard Richter), y, como en fotografía, es ambiguo, pues equivale a la
vez a una especie de nimbo, que proviene de la tradición del viejoflou
artístico, y a una pérdida de definición, es decir, una especie de defor-
mación.
La ampliación. Aún más reciente y propia de la pintura neofigura-
tiva, en la medida en que ésta integra deliberadamente algunos proce-
dimientos fotográficos. El pop art fue, tal vez, uno de los primeros en
practicarla, pero especialmente sobre algunos objetos o detalles de ob-
jetos. Más recientemente, los gigantescos «retratos» de Chuck Close,
copiados de fotos polaroid, producen una impresión de frialdad, de
irrealidad y de inhumanidad, que se debe a la voluntaria ausencia de
expresión de los modelos (ojos vacíos, boca neutra) y a la frialdad de la
técnica (hiperobjetiva), pero también al hecho mismo de la ampliación,
170 EL ROSTRO EN EL CINE

que hace perder humanidad a la figura. (La miniaturización es más ra-


ra, y casi nunca afecta al rostro. Quizá esto tenga que ver con el hecho
de que la miniaturización, la mayoría de la veces, tiene un efecto có-
mico, mientras que la gigantización provoca angustia, incluso terror.)
Podríamos perfeccionar estas descripciones, evidenciar procedi-
mientos más peculiares, algunas combinaciones. Pero la dirección se-
guiría siendo la misma, la de un abandono de la referencia al rostro co-
mo concentrado expresivo de humanidad, e incluso, en la mayoría de
las ocasiones, la de una destrucción deliberada de esa referencia. Los
cubistas todavía coqueteaban con las posibilidades expresivas del ros-
tro humano mientras destruían sus apariencias. Algunos, quienes lo en-
contraron demasiado tímido, no se dejaron engañar por eso:

Se ha de reconocer que las tradiciones pictóricas que nos preceden


—la figura y el paisaje— están cargadas de influencias. [...]
Para verlo claro ha sido preciso que el artista moderno se aparte de
ese dominio sentimental. Nosotros hemos salvado ese obstáculo: el ob-
jeto ha reemplazado al sujeto, el arte abstracto ha llegado como una li-
beración total, y se ha podido considerar la figura humana no como un
valor sentimental, sino únicamente como un valor plástico.
Éste es el motivo de que, dentro de la evolución de mi obra desde
1905 hasta ahora, la figura humana sea siempre voluntariamente inex-
presiva.
Sé que esta concepción radical de la figura-objeto escandaliza a mu-
cha gente, pero no lo puedo remediar.
(Fernand Léger, 1949)

Pero después de su «retorno» a la figuración, la pintura es todavía


más radical. Ya no se trata de figuras «inexpresivas», sino de figuras en
las que se destruye la posibilidad misma de una expresión (aun cuando
se ataca de un modo menos espectacular a las apariencias).
Ahora bien, ¿en qué concierne esto al cine? ¿En qué pueden estar
relacionadas estas sofisticadas transformaciones de una institución
compleja, la del arte occidental, con la historia de un inedia popular co-
mo el cine, que sólo ha conseguido ser considerado como arte en el re-
sentimiento y el malentendido, y a costa de un irrecuperable retraso
temporal?
Es forzoso hacer constar, en primer lugar, que la relación no es in-
mediata, que Chuck Close, Gerhard Richter o Christian Boltanski no
tienen exactamente el mismo público que Leos Carax. Las institucio-
nes que los exhiben respectivamente siguen estando aún muy separa-
das, aun cuando la circulación de una a otra, por el aumento del consu-
mo cultural, les proporcione numerosos espectadores comunes.
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 171

¿Cómo explicar, entonces, lo que a pesar de todo ha de considerar-


se corno un encuentro? ¿En términos de influencia? No precisamente.
La pintura ha influido a veces directamente en los filmes, pero casi
siempre es un efecto que se agota rápidamente en la cita o el pastiche
(eso no quiere decir que este efecto nunca sea interesante, sino que só-
lo concierne indirectamente al cine). Muy a menudo, la posibilidad
misma de influencia está mediatizada, luego diluida, por la publicidad
y el grafismo, que han adquirido en los últimos diez arios una enorme
importancia en nuestra sociedad, y que se confunden cada vez más fá-
cilmente con los márgenes del arte, o, en otra vertiente, por las formas
televisadas, confundidas a menudo con el vídeo, y que tienen, unas y
otro, sus propios puntos tangenciales con la pintura. En pocas palabras,
no es imposible que, en su tratamiento del rostro, esos filmes recientes
se apropien de las ideas o de los procedimientos que se han creado en
el campo pictórico. Pero esta apropiación, la mayoría de las veces, no
tendrá lugar más que cuando estas ideas hayan desbordado ya su cam-
po original para introducirse en el maelstrom de la circulación cultural.
Por eso se diría, mejor, que el cine está como atrapado en una nebu-
losa, una galaxia que arrastra en un mismo movimiento a la pintura, la
fotografía y el vídeo, que hace circular infinitamente las imágenes en-
tre ellos, que hace «pasar» de una imagen a otra: una galaxia que se po-
dría denominar, a imitación de Raymond Bellour, la Entre-imágenes.
Lo que se repite siempre, en la reflexión sobre esos pasos de la imagen
de una modalidad a otra, es la afirmación de un mundo casi autónomo
en el que unas fuerzas pueden migrar de una imagen a otra, de un tipo
de imágenes a otro. Bellour ha insistido mucho en el hecho de que, en
este paso, los efectos importantes se producen, la mayoría de las veces,
en un entredós: entre lo móvil y lo inmóvil, entre la representación y la
no-representación (y, añade, entre pintura y literatura). De ahí un cier-
to número de efectos que demuestran la fascinación del cine por la in-
movilidad, es decir, por la ampliación fotográfica, su rigidez, su frial-
dad (y además, recíprocamente, la fascinación de la fotografía por la
expresión del movimiento), o, por otra parte, su tentación por la no-re-
presentación, como por el retorno de un viejo exiliado de su historia, el
cine «experimental», el dibujo animado.
La idea es seductora: que el cine se vea atrapado, por algunas de sus
caras, en una espiral expansiva que es la de todas las imágenes artísti-
cas, satisface, sin duda, una antigua necesidad de unificación de la es-
tética, al empequeñecer los rasgos irremediablemente específicos de la
imagen cinematográfica. Según esta perspectiva, un filme prodría con-
siderarse interesante, ya no sólo en virtud de la ideología anticuada y li-
172 EL ROSTRO EN EL CINE
0
mitativa de la puesta en escena, sino en función de su pertenencia a un
tipo o un proyecto de imágenes que excede ampliamente el cine. Pero
otra cosa es explicar estos pasos, estas migraciones. ¿Por qué el cine,
que ha estado tanto tiempo apartado de las corrientes artísticas de su si-
glo, encontraría de repente el medio, sentiría la necesidad de reunirse
con ellas?
La explicación, evidentemente, no se encuentra en la esfera artísti-
ca, sino en su más acá y su más allá. Si las formas circulan, es, de este
lado, porque los canales de circulación se multiplican y activan, y, por
consiguiente, hay cada vez más transmisores. Personalidades tan dife-
rentes como Paul Goude o David Lynch, por ejemplo, realizan espec-
tacularmente ese ideal de facilidad del «paso», en un desfile del 14 de
julio en el que planeaba la sombra de Bob Wilson, o en un serial tele-
visado (Twin Peaks) que integra irónicamente referencias al hiperrea-
lismo fotográfico-pictórico. A causa de esto, los filmes de Lynch, los
anuncios de Goude, son astutos híbridos que resultan válidos sobre to-
do en el territorio intercalar que exploran.
Pero más allá, si hay pasos de imágenes, es que lo que pasa es, más
radicalmente, una entidad inmutable, la Imagen. Las transformaciones
del rostro cinematográfico, así, son un síntoma entre otros —con el
mísmo título que los síntomas artísticos— de un retorno de la Imagen
bajo la representación (pero ésta es otra historia).
El estatuto del rostro hoy en día, dentro de lo que se llama aún imá-
genes, no procede, pues, de una historia, sino de varias. Historia del
rostro social, civil, comunicacional. Historia de las concepciones del
rostro. Historia de los rostros en el arte. Ahora bien, el rostro cinema-
tográfico tiene relación con todas estas historias. El rostro cinemato-
gráfico en general, de Le gotlter du bebé (1895) hasta Nueva ola, pro-
cede de una ideología de las prácticas figurativas que se caracteriza por
tres preocupaciones mayores: lo real, la expresión y el tiempo. Hay que
repetir, una última vez, cómo eso sitúa al cine en la dependencia de un
movimiento de ideas anticuado, pero todavía no superado.
La teoría del arte, hacia fines del siglo xvm, está dominada por la
lucha entre dos concepciones, la de la belleza ideal y la de la especifi-
cidad pictórica. La primera lleva a plantear la representación como una
síntesis, que reúne en una misma criatura imaginaria las partes perfec-
tas de cuerpos diferentes; los mayores ejemplos van de Rafael y su cer-
ta idea hasta Poussin. La segunda somete la representación, no ya a una
belleza ideal juzgada demasiado literaria, sino a unas reglas propia-
mente pictóricas, ligadas al goce específico que proporcionan tales
combinaciones de formas. El fin de siglo vio el triunfo, definitivo has-
EL ROSTRO DESCOMPUESTO 173

ta ese día, de la segunda concepción, pero apenas conseguido es des-


plazado por la aparición de dos corrientes (realismo y romanticismo)
que tienden a sustituir toda referencia a la idealidad por la referencia a
la realidad y a la subjetividad. Yendo un poco más allá, el romanticis-
mo añade una defensa en toda regla de lo feo frente a lo bello, cuya fór-
mula canónica está en el prefacio de Cromwell:

Lo bello no tiene más que un tipo: lo feo tiene mil. Y es que lo bello,
hablando humanamente, no es más que la forma considerada en su razón
más elemental, en su simetría más absoluta, en su armonía más íntima
con nuestro organismo. Por eso nos ofrece siempre un conjunto com-
pleto pero limitado, como nosotros. Lo que llamamos lo feo, por el con-
trario, es un detalle de un gran conjunto que nos escapa y que armoniza
no con el hombre, sino con la creación entera. Ése es el motivo de que
nos presente siempre aspectos nuevos, pero incompletos.
(Victor Hugo)

Hubo después muchas otras rupturas, pero ninguna que rompiese ni


con la pérdida de lo bello ideal, ni con la referencia a lo real, ni con el
«principio de subjetividad interna» (por el que Hegel definió el Ro-
manticismo). Al mismo tiempo, el culto de la Imagen abstracta, la su-
misión de la pintura a una Idea de la pintura o a una Idea de lo real, in-
dican que tal vez cambiamos de época, o que ya hemos cambiado.
El rostro está exactamente en el corazón de estas cuestiones, de es-
tos cambios. Lo bello ideal pretende sobre todo la representación del
cuerpo entero, más fácilmente sintetizable por porciones y trozos, co-
mo en el famoso apólogo que muestra a Zeuxis valiéndose de frag-
mentos tomados de cinco modelos para su retrato de la bella Helena. El
rostro pintado no ha escapado completamente al ideal-de-lo-Bello,
aunque es a propósito de un rostro, el de la figura del Laoconte en el cé-
lebre grupo escultórico epónimo, que Lessing desarrolla la idea de la
especificidad pictórica (si este rostro, despreciando lo verosímil, sólo
expresa un dolor muy contenido, dominado, es porque el grito verda-
dero de su dolor deformaría demasiado sus facciones, porque la boca
demasiado abierta provocaría en el rostro una desagradable mancha os-
cura).
Realismo y Romanticismo se adueñarán a su vez del rostro huma-
no, llevarán el retrato a extremos propios del arte del siglo xx, en los
expresionistas (Meidner singularmente, o Gerstl) y sus herederos, de
Bernard Buffet a Lucian Freud. Perder lo Bello para ganar lo pictórico,
lo realista, lo subjetivo: el rostro está en el centro de esta aventura del
siglo xx. Murielle Gagnebin, que glosa ese paso de un siglo a otro,
174 EL ROSTRO EN EL CINE

enuncia la hipótesis de que no se trata tanto de la pérdida de lo bello


como de la emergencia de la fealdad como valor positivo; al ser la
fealdad, para ella, «la piel del tiempo», de lo que se trata es de un pro-
fundo cambio axiológico relativo al tiempo: en lugar de que el hombre
haya de pasar por el tiempo como por una prueba, tal como mandaban
las tradiciones judaica y cristiana, el tiempo se convierte en el «único
lugar que permite la expansión del hombre». El retrato, expresión rea-
lista de un rostro-sujeto, es, pues, la aventura de un rostro, su expansión
en el tiempo.
Tras estos problemas de la expresión, de lo real, del tiempo, de la
fealdad asumida en tanto que expresiva, cultivada en tanto que realis-
ta, se reconocen los conceptos del rostro sobre los que se fundamentó
la parte voluntariamente más artística del cine, de Epstein a Visconti.
De este rostro, de la mezcla de pintura y cine, procede la derrota cine-
matográfica del rostro. La cuestión es, pues, finalmente la siguiente: si
el no-rostro cinematográfico es el fin más o menos lógico, en todo ca-
so asumible, de un rostro cinematográfico que hereda la fascinación
del siglo xix (y del xx) por lo real, la expresividad, la fealdad, el tiem-
po; si, simultáneamente pero en otra temporalidad, la derrota pictórica
del rostro se ha verificado en un mundo presa de un retorno de la Ima-
gen del modo más idealista, más abstracto, más intelectual posible; en-
tonces, ¿dónde y cómo ocurre, cómo se explica esta simultaneidad?
No-rostro aquí, no-rostro allí: ¿se trata en verdad del mismo?
175

Spot publicitario para Marithé et François Girbaud de Jean-Luc Godard


176

Tachadura, borradura, ampliación:


el rostro destruido
I 77

Página anterior: Six fois deux


En esta página: Masculin Fémázin y King Lear, de Jean-Lue Godard
178

In the Clutches of a Gang, de Mack Sennett

Jerry
Calamidad,
de Jerry Lewis

El rostro a veces no es
179

Soigne ta droite, de Jean-Luc Godard

Passe ton bac d'abord, de Maurice Pialat

.... más que una parte del cuerpo


180

Lennny contra Alphaville y Alleinagne 90 Neuf Zéro, de Jean-Luc Godard


181

rentends plus la guitare, de Philippe Garre!

La supervivencia
Les baisers de .vecours, de Philippe Garrel

Mon clier sujei-, de Anne-Marie Mié ile


6. ...A la ruina

Mejor decírselo enseguida: no les envidiamos. No les envidiamos en


absoluto. Hemos leído sus libros. Hemos escuchado a sus sacerdotes y
mercaderes. No encontramos nada envidiable en su estado: rostros en
los muros, rostros en las pantallas, rostros en los periódicos. Han hecho
de todo con su rostro. Lo han adorado, lo han cubierto de escupitajos.
Han emborronado con él sus espejos, lo han pintado al oro en sus igle-
sias y parece ser que hasta lo han impreso sobre su dinero.¡Cómo les
compadecemos!
Christian Bobin, L'autre visage

Della: Las mujeres son cariñosas, y los hombres solitarios.


El doctor: Entonces, ¿por qué están siempre juntos?
El PDG: Porque se roban mutuamente la soledad y el amor.
Della: Eso se ve en la cara.
El doctor: ¡En la cara, en la cara! ¡La cara está hecha para los gili-
pollas !
Jean-Luc Godard, Nueva ola
184

Fin del rostro representado

La pérdida del rostro se ha producido fuera del arte, antes del arte,
algunas veces contra él. El arte, la representación, habrían sido, de he-
cho, el ámbito donde el rostro se ha mantenido durante más tiempo; ha-
brían sido el último espacio en el que hacer actuar todavía un rostro co-
mo rostro, totalmente. La historia del rostro pintado es, pues, la de una
derrota del interior de la pintura como, paralelamente, la historia del
rostro cinematográfico. Y si estas dos historias tan diferentes se pare-
cen, es porque una y otra traducen, más o menos fielmente, la misma
derrota: como dos traducciones de un mismo texto en dos lenguas di-
ferentes (pero no más). La pérdida del rostro, en una y otra, no es más
que un aspecto de su pérdida de prestigio, de credibilidad en general, y
la importante diferencia entre ambas tal vez no sea superior a la del ci-
ne y la pintura como instituciones y como discursos.
Por violentas que sean sus manifestaciones, por crudas y atroces
(véanse los cuellos cortados, los rostros llenos de brechas sanguino-
lentas de Bacon), el ataque pictórico al rostro mantiene siempre una
distancia tangible respecto a esta barbarie: la distancia del gusto, del re-
finamiento, del arte. Bacon pinta el apocalipsis del rostro, pero su tra-
zado es pulido, su pintura es serena, sin nerviosismo alguno. Cualquier
cosa, todo en ella confirma la aplicación, el esmero puesto al pintar, la
minuciosidad, incluso, en su caso, la obsesión (no es una casualidad
que no quisiese que se le viera pintando) que hace que los peores ho-
rrores sean representados a través de un trabajo infinitamente apacible,
seguro de sí y seguro de pertenecer al arte. John Berger, el crítico y es-
critor marxista inglés, ha reprochado a Bacon lo pulido de sus pinturas
más horribles, cuyo carácter ha comparado a las redondeces de Walt
Disney, que acaba confundiendo en una misma inocuidad. La crítica no
es acertada, porque tiene poco en cuenta las diferencias pragmáticas,
en términos tanto institucionales como intencionales; no obstante, da
muestras de una intuición en absoluto falsa. Es evidente que el no-ros-
tro de Bacon atenta contra la humanidad del rostro humano. Pero, pen-
sándolo bien, ¿no está ese atentado más o menos deliciosamente justi-
ficado y casi disimulado por la inteligencia de su posición dentro de la
historia y la ideología pictóricas? ¿Y no disfrutamos de él con adema-
nes de estetas cultivados?
Se alegará que el ejemplo de Bacon no basta, porque el pintor in-
glés, en su gusto por el horror, sigue siendo expresionista, luego ro-
mántico, luego humanista. Pero el arte subsiste aun cuando el huma-
nismo se elimine de un modo más radical y deliberado. Pongamos el
...A LA RUINA 185

trabajo de un artista como Roman Opalka: encerrado cada día unas ho-
ras determinadas en una sala de su castillo, donde todo, luz, caballete,
brochas, pigmentos, es exactamente igual que la víspera, pinta. Desde
1965 pinta, día tras día, la misma cosa (incluso si esa «cosa» está en
constante proceso): la serie de los números, del uno al infinito, encade-
nados como en un cuaderno escolar. Cada lienzo prosigue la serie allí
donde la había dejado el anterior: el pintor simplemente añade un poco
de blanco en sus cifras, que se hacen cada vez más pálidas, cada vez
más similares al fondo sobre el que las inscribe. Al mismo tiempo, pro-
nuncia esos números con una voz monocorde, que registra en un apa-
rato, y realiza a intervalos regulares fotografías de su rostro, completa-
mente inexpresivo.
Un ejemplo tal puede que sea extremo. Por eso, confirma perfecta-
mente el deseo antihumanista del que procede; dentro de su tosque-
dad, la comparación entre la serie infinita de números —serie finita,
no obstante, ya que será interrumpida por la muerte— y la serie de fo-
tos del rostro, que no tiene tampoco otro término que la muerte, es
conmovedora. El rostro no es más que eso, un momento indefinida-
mente repetible e indefinidamente variable de una serie monótona,
que no viene de ninguna parte, que no va a ninguna parte, que no tie-
ne otro sentido que el de su vectorización. Ni que decir tiene que aquí
ya no hay humanidad, ya no hay pasión ni disfrute, ni siquiera los de
una máquina, como hay aún en Warhol («I want to be a machine»).
Eso, sin embargo ¿no es estimable (se ha hecho un filme sobre ello,
premiado en algunos festivales), no puede un miembro del gran círcu-
lo de los pequeños aficionados al arte disfrutar de ello como de cual-
quier otra obra?
La huella fotográfica, sea inmóvil o animada, no ha llegado a ser ar-
te más que lenta, penosamente, a contracorriente. Toda la preocupación
de lo que se llama cine, de lo que se llama fotografía, es equipararse en
cierto modo a lo que se llama pintura, sin que esa ecuación pueda ser
nunca una igualdad. En efecto, contrariamente a la pintura, esas artes,
una vez constituidas y reconocidas, no dejan de descansar por ello en una
técnica documental, de.indicios, automática. En ese automatismo está
atrapado el tratamiento del rostro por la imagen fotográfica.
En los inicios, el camino principal de la fotografía que quería llegar
a ser arte fue, debido al auge del retrato, la figura humana. Cien o cien-
to cincuenta años después, la figura humana sigue siendo el motivo pri-
vilegiado del arte fotográfico. Simplemente, la afirmación de arte, en
lugar de pasar por la exaltación de la humanidad de lo humano, se sos-
tiene por completo en su negación o su degradación. Existirían innu-
186 EL ROSTRO EN EL CINE

merables ejemplos (la fotografía como arte ha conocido un desarro-


llo institucional muy rápido en los últimos veinte arios), pero es cu-
rioso que la mayoría giren en torno de dos mismos polos: el rostro en-
fermo o muerto, el rostro rotundamente inhumano, inexpresivo o
monstruoso.
Enfermos y muertos: R. Schaffer va a la morgue de Berlín a foto-
grafiar rostros de cadáveres de sonrisa angelical, muertos demasiado
dulces para ser humanos. Philippe Bazin fotografía rostros enfermos:

No se trata de hacer un panorama sociológico de la enfermedad, si-


no de verificar que en los entornos médicos y paramédicos, la máscara
se cae, no existe en ellos ninguna necesidad de representación. Esta si-
tuación me permite evitar el retrato tradicional para descubrir el rostro
en estado puro. A fin de cuentas, lo que me interesa es evidenciar, en to-
das las edades vitales, una permanencia del rostro humano, un estado
anterior a su expresividad, el rostro del cuerpo [sic], desvelando la ani-
malidad que es el fundamento de la apariencia de todos.

Otro se especializa en los hospitales donde se trata el cáncer, ocu-


pándose preferentemente de los niños; rostro consumido pero aún vi-
vo, cabeza calva por la quimioterapia. Nicholas Dixon sigue fotográfi-
camente, mes a mes, la evolución del sida en el rostro de los enfermos.
La lista es larga.
Rostro monstruoso o inexpresivo: entre las exposiciones fotográfi-
cas de 1991, se encontraba la de Nancy Burson, que mostraba retratos
ficticios, «generados» por ordenador y reproducidos en soporte pola-
roid. En la presentación de su trabajo, la galerista Michele Chomette
apuntaba:

Esa extrañeza sobrenatural, ese deslizamiento a lo fantástico, pare-


cen revelar un profundo trastorno de la personalidad de sus «sujetos», de
manera que la fotografía, considerada a priori como verista, los hace sa-
lir de sí mismos, los pone fuera de la ley, los exhibe con esa especie de
lógica figurativa del crimen que esboza los rasgos de las personas bus-
cadas: Wanted!
¡ Y qué decir de ese derecho monstruoso que se arroga Nancy Bur-
son de compilar las razas, los sexos, las edades, los órganos, las normas,
las taras, y modelar, mezclar esa masa humana para crear sus criaturas!
Deux ex machina que instrumentaliza su arte con ayuda de un programa
infernal. No es una casualidad que todos sus retratos sean Untilled (sin
título), esos «seres» anónimos, apátridas, a la vez prisioneros de la red
antropomórfica que los ha urdido y evadidos de toda contingencia exis-
tencial, nos parecen, sin embargo, casi clínicamente viables.
...A LA RUINA 187

Todo está ahí: el anonimato identitario del policía, del psicólogo o


del médico, una genericidad absoluta que ya no es muestra ni siquiera
de géneros basados en lo social, en lo humano, y, a la vez, la más re-
suelta de las afirmaciones artísticas. Se podría copiar fácilmente este
discurso y aplicarlo a otros miles de rostros inexpresivos, vistos en mu-
chas exposiciones recientes.
En resumen, la fotografía ha encontrado ahí el pretexto para seguir
su tendencia mortal, su inclinación letal y anuladora. El cine, más bien,
ha representado el exceso de «vida». Por otro lado, y por considerable
que haya sido su evolución hacia la artisticidad (en los términos que se
quiera: intencionales-creatoriales o institucionales-espectatoriales) si-
gue aún marcado como el bastardo de las artes, el plebeyo, el innoble.
Incluso los filmes en los que se ejecuta con la más exquisita delicade-
za la desrostrificación del rostro son, pues, hoy en día obra de cineas-
tas infinitamente sensibles al espíritu de la época, capaces de sacar pro-
vecho de cualquier cosa por vulgar que sea: la tira cómica, el clip, la
publicidad, la televisión y, aún más alejadas de la esfera artística, las
formas más cotidianas de la cotidianeidad. Los artistas cinematográfi-
cos más reconocidos no son, ya no son los que piratean las artes legíti-
mas, sino los transmisores, prestidigitadores capaces de transmutarlo
todo en oro cinematográfico.
La historia del cine esbozada en las páginas precedentes nos lo ha
mostrado empeñado en cuatro grandes modos de representación, que lo
superan en mucho porque constituyen la trama de la historia reciente
de la representación en general, pero de los que encarna alternativa-
mente las transformaciones más convincentes. En los dos primeros, el
rostro ha servido para transmitir unos rasgos narrativos, unas conexio-
nes, unas puntuaciones, unas focalizaciones, unos grados de intensidad
narrativa: se trata de comunicar, siempre lateralmente, nunca frontal-
mente.
Dentro del modo retratístico, el rostro se representa por sí mismo,
comunica los rasgos significantes de un sujeto a través de un modelo.
Ese rostro está ocupado en una concepción de la diégesis como espacio
penetrable, incluso íntimo: está ahí para hablar al espectador transver-
salmente. La verdad que promete a este espectador es lo que lo distin-
gue fundamentalmente del tercer modo, el modo expresivo, en el que
el rostro se considera interesante porque produce un suplemento (foto-
génico, fisionómico u otro).
La hipótesis seguida aquí es que el cine ha llegado a la forma de-
sestructurante que caracteriza a una parte de la producción reciente por
una concentración excesiva en una de estas dos últimas formas. En el
188 EL ROSTRO EN EL CINE

fondo, por haber querido exprimir el rostro cada vez más, como un li-
món añejo y ya sin jugo —en el sentido de la expresión o de la verdad,
poco importa— que habría llegado a representar como definitivamen-
te vacío: de interioridad, de expresión, de rostreidad. Esto, evidente-
mente, es, en cierto sentido, lo que se ha producido también en pintura,
y puede decirse de la parte que se prentende más artística del cine. Pe-
ro el desfase histórico del cine, esa especie de retraso congénito que lo
afectó en su nacimiento, hace que haya tenido que resignarse muy de-
prisa a estas etapas, sin distancia y sin ironía, sin la buena conciencia
que sigue confiriendo a la pintura su antigua connivencia con toda la
aventura del espíritu humano.
En realidad, el cine es una vez más víctima de la paradoja. Último
refugio evidente, después de Hiroshima, después de Auschwitz, de una
creencia en el hombre, el exceso mismo de esta creencia lo ha llevado
a maltratar, a destruir el rostro, al mismo tiempo que, arte ingenua-
mente asegurado por una técnica, ha sido fácil presa para todos los es-
píritus de la época, ante todo los que han impuesto el comercio y la co-
municación.
Fragilidad del cine, tan fuerte, tan poderoso para representar las co-
sas en el tiempo que esa misma capacidad se vuelve contra él, obligán-
dole a hacer del tiempo un arma mortal, cuando el tiempo, al fin, ya no
es lo que era.

Rostro, rostreidad, entropía


(no se puede perder lo que ya se ha perdido)

Prosigamos. El rostro, singularidad humana, es lo que define al


hombre. Es lo que le define esencialmente, con el mismo título que la
postura erguida o el uso de la mano. Indudablemente, en tanto que sin-
gularidad humana, también ha sido determinado por la historia, o me-
jor, por la evolución. Por otra parte, como ha señalado Pierre Changeux
a propósito de la oposición entre izquierda y derecha, lo que hoy se de-
fine como innato, ¿no es el resultado de una larga selección? Sólo
cuando concluye la evolución puede comenzar la historia del rostro
propiamente dicha, como historia del rostro en las sociedades huma-
nas, es decir, como historia de las formaciones discursivas a propósito
del rostro.
Pero esta historia es casi imposible de escribir, ya que para ello ha-
bría que afrontar sesgadamente todas las concepciones del rostro, de
sus funciones, de su valor (Courtine y Haroche, en su libro, no han exa-
...A LA RUINA 189

minado, en resumidas cuentas, más que un tipo de formaciones discur-


sivas, las que tratan del rostro como lugar de significación codificada,
para respetar o interpretar, haciendo así la historia de las concepciones
explícitas del rostro. Al hacer eso, se olvidan, por supuesto, las socie-
dades sin discurso explícito, pero también los discursos implícitos, en
particular los de la esfera artística). Hay que repetirlo: estamos intere-
sados por el punto más reciente de esta historia en la pintura, el cine y
la representación en general.
La derrota del rostro sobreviene en las imágenes a fines del periodo
moderno, o al menos se inicia en ese fin de la modernidad. Hay, por
otra parte, varias modernidades, relativas y sucesivas, compartimenta-
das y contradictorias, y su único punto en común sería esa «tradición
de ruptura» (De Duve) que pasa por todas ellas y fundamenta la mo-
dernidad en general. Pero si la modernidad es la era de la ruptura con-
tinua, es normal que afecte a esa plenitud humana que es el rostro, de-
sestabilizándolo, desestructurándolo. La modernidad podría definirse
entonces como el momento en el que comienza una derrota universal
del rostro, sin duda mucho más allá de la simple esfera del arte, tan más
allá, o más acá, que las manifestaciones más fundamentales de esa de-
rrota hay que buscarlas en otra parte, en la circulación, común o espe-
cializada, pero de todos modos extraartística, de las imágenes.
Primer elemento de derrota: el retorno (o la nueva llegada) del tipo,
del rostro genérico, sustraído de su individualidad. Una interesante ex-
posición, dedicada hace unos cuantos años al tema de la identidad en la
fotografía, evidenció claramente el papel desempeñado por la fotogra-
fía en ese retorno. Antropometría, patología clínica, bertillonado,'
Charcot y Duchenne de Boulogne, todos los catálogos de rostros des-
poseídos de su ser-de-rostro, reducidos a no ser ya más que muestras de
tal o cual artículo, de tal o cual variedad. En este registro, como en mu-
chos otros, la fotografía desempeñó un papel más importante que el
que autorizaba su simple estatuto artístico.
A fines del siglo xlx, la fotografía persigue todavía una legitima-
ción, ni los retratos considerados admirables de Nadar, ni las escenas
de género de Henry Peach Robinson pueden pretender hacer compe-
tencia, menos aún superar ni renovar la pintura. En el mismo momen-
to, en cambio —justo antes de la tentación pictorialista— la fotografía
no renunció a cultivar su esencia documental. Así, pues, como medio
documental, fuera del arte e inferior a él, interviene en el proceso de

1. En referencia a Alphonse Bertillon, sabio francés nacido en París (1853-1914) que


imaginó un método antropométrico de identificación de los criminales. (N. del t.)
190 EL ROSTRO EN EL CINE

anonimización de los rostros. Es destacable que el cine, por el contra-


rio, cuando siga su inclinación documental, lo haga frecuentemente pa-
ra individualizar, para sustraer a un individuo de su tipo (véase Nanuk,
el esquimal [Nanook of the North, 1.922], mientras que el tipo cinema-
tográfico tomará la forma fabricada de la tipología, de la que los sovié-
ticos hicieron uso declarado, pero que, sin embargo, Hollywood no uti-
lizó conscientemente. Ahora bien, si la tipología, según la precisa
fórmula eisensteiniana, no es un actor, si la «tipología no actúa», sen-
cillamente es porque procede de los catálogos fotográficos elaborados
a fines del siglo xix.
El catálogo, el rostro genérico, la tipología, tienen en común que el
rostro se hace en ellos anónimo, ya no pertenece a un sujeto, apenas a
un individuo, sino mucho más a una clase, un grupo, una categoría so-
cial, incluso psicológica. El rostro no se ve forzosamente afectado por
la inhumanidad, es la humanidad misma la que se hace sospechosa, o,
al menos, se define de otro modo. El catálogo Bertillon hace así de la
humanidad una colección de criminales (potenciales o efectivos).
Charcot y Duchenne de Boulogne ya no quieren ver ahí más que enfer-
mos mentales. Por lo que se refiere a la tipología eisensteiniana, es una
estructura abstracta dividida en bloques «de clase», como en el ejem-
plo harto caricaturesco de los burgueses de Octubre. En todos los ca-
sos, se ve superada la definición cuasi tautológica de lo humano por lo
subjetivo y viceversa, en beneficio de definiciones funcionales, histó-
ricas y políticas, cuando no totalmente abstractas.
Este intento de cortar el antiguo vínculo entre rostro e individuo,
continúa y se amplía en el siglo xx. Una noción como la de identidad,
hoy enteramente policial (connotaciones psicológicas incluidas, com-
petencia de rectificadores del yo de todo género), oculta perfectamen-
te un aspecto de esta pérdida: el rostro ha de ser idéntico, no al sujeto,
sino a su definición. Ya no es la ventana del alma, sino un cartel, un es-
logan, una etiqueta, un badge.
Hay en esto, si se quiere, una paradoja, ya que la identidad, que es
etimológicamente aquello que garantiza la continuidad del individuo,
su coincidencia consigo mismo, se ha convertido en un indicio de su
alienación, de su conformación a unos moldes o unas tablas. Pero esta
paradoja es sólo la continuación y la evidenciación de otra paradoja, la
del sujeto. El sujeto, como expuso Michel Foucault en Vigilar)' casti-
gar-, es ese ser que, en la época de las luces y de la reivindicación de
una sociedad no sometida a lo arbitrario, es objeto de una vigilancia ra-
cionalizada, generalizada, que lo encierra de una manera más demo-
crática pero más segura que cualquier Bastilla.
...A LA RUINA 191

Huelga decir que el siglo xx ha acelerado el movimiento, refinán-


dolo. La vigilancia ya no es directa, ya no está localizada, sino que es
indirecta, omnipresente. Sobre todo, ha dejado mayoritariamente de
ser óptica, para volverse informática y telemática, y aún más ideoló-
gica. Como ha observado con razón Gilles Deleuze, el control ha sus-
tituido a la vigilancia. Ya no hay ni vigilantes ni vigilados, cada uno es
a la vez controlador y controlado; el control ya no se vectoriza, según
el modelo del panopticon de Bentham que Foucault adoptó como em-
blema, sino omnidireccional; su -estructura es la de una red, no la de un
panorama.
Es decir, los instrumentos y canales de difusión y control —son los
mismos— cumplen un cometido esencial. La difusión de rostros por la
televisión, especialmente, tiene como consecuencia, si no como inten-
ción, un efecto de masificación, de saturación, a la vez que un efecto de
conformación (que facilita y justifica ideológicamente el control). Mi-
llones de rostros, cercanos o lejanos, nítidos o imprecisos, se exhiben
en ella sin cesar, directamente («Yo estoy ahí, él me mira, yo lo veo»),
sin parangón con lo que ningún otro medio de comunicación haya
podido imaginar. La paradoja adquiere aquí una forma específica, que
requiere que esos rostros tengan que considerarse corno rostros, y no
como la abyecta y absurda marabunta que en realidad son. Habrá, pues,
que encontrar medios para singularizarlos, y la gran preocupación de
los media, de la publicidad, de lo que hoy se denomina genéricamente
la «comunicación», es la singularización.
No hay ningún campo donde esto sea más evidente que en la publi-
cidad, que ha transformado profundamente sus estrategias desde el fin
del siglo xix. En Au bonheur des clames, Mouret basa deliberadamente
su publicidad en la necesidad de imitación, en el gregarismo (y tam-
bién, hay que decirlo, en el reflejo eterno del «buen negocio»), y es que
en el fondo se dirige a una clientela acomodada, a las «damas», que ad-
quieren o, en todo caso, solucionan su individualización en otra parte.
En una sociedad en la que, por el contrario, el consumo es y debe ser
para todos, la publicidad ha de insistir más de lo conveniente en la di-
ferenciación aparente.
La estructura de esta diferenciación, siempre la misma, es perfecta-
mente conocida, pero muy reveladora: sea usted; para eso, utilice los
chismes de todo el mundo (entre otros mil ejemplos, véanse los conse-
jos sobre maquillaje en las revistas femeninas, que atañen directamente
al rostro.) Ahora bien, en esta estructura, el primer término, el «usted»,
se acentúa sistemáticamente. Eso ya lo había advertido, en 1964, Ray-
mond Borde en su libelo L'extricable:
192 EL ROSTRO EN EL CINE

Sí, usted, dice el dedo del cartel gaullista, el que elegirá al Presiden-
te de la República. Con Tergal, parecerá más joven, y Simca ya ha pen-
sado, con sus doscientos modelos de capotas inglesas,2 en su estilo de
conducción. La locutora de televisión le mira fijamente a los ojos y la
técnica básica de la radio consiste en farfullar e improvisar para engan-
charlo a la asquerosa emisión que usted engulle como un estofado de
carne.

Todo está ahí (vulgaridad incluida), y el Barthes de las Mitologías,


como el Godard sociólogo de Una mujer casada (Une femme maride,
1964) o de Deux o trois choses que je sais d'elle (1966), han propor-
cionado illustraciones célebres de ello, pero fue Althusser quien, en
1970, puso nombre al instrumento de esta estrategia: la interpelación al
sujeto.
La interpelación, sin duda, no se inicia con la posguerra. De alguna
manera, la publicidad siempre ha interpelado a su destinatario. Lo que
es constante, en cambio, en ese período que se ha visto marcado por el
fin del clasicismo cinematográfico, distinguiéndolo de los períodos an-
teriores, es que el destinatario es interpelado «en persona», es decir,
que el envite es esa falsa singularizacion de sujetos progresivamente
normalizados por su comportamiento.
Consecuencia sobre el rostro: debe hacer alarde más ostensiblemen-
te, mediante un trabajo cada vez más artificial, de una singularidad que
posee cada vez menos. El rostro del comercio (en el sentido que el capi-
talismo ha impuesto a esa palabra, que designó antaño las relaciones
más plenamente humanas), el rostro publicitario es, la mayoría de las
veces, en primer lugar, una tipología en general erótica o cómica. Pero
debe además subrayar imperceptiblemente cierto número de rasgos que
«individualizan», que «subjetivizan»: un semblante pensativo, un sem-
blante seguro de sí mísmo, un semblante astuto o inocente, cualquiera
con tal de que se haga notar. El anuncio acertado es el que nos conven-
ce rápidamente de que hay individuo bajo el rostro. Además, los analis-
tas y creativos de mensajes publicitarios son perfecta y cínicamente
conscientes de ello (la revista Jardin des modes, por ejemplo, incluye
una sección de «Images de pub»: en marzo de 1991 podía leerse en ella
un artículo titulado «Figures de l'autre», en el que el autor, con la ayuda
de una gran cantidad de citas de Lévinas y de Finkielkraut, analizaba la
dialéctica entre humanidad y alteridad de las figuras representadas en
algunos anuncios publicitarios de pantalones de dril azul).

2 Aquí el autor juega con el doble sentido, ya que, popularmente, capotes anglaises
significa «preservativos». (N. del t.)
...A LA RUINA 193

Es corriente, pero esencial, decir que esto va acompañado de algún


perjuicio para la creencia en la humanidad del rostro humano, y que la
publicidad es uno de los medios más manifiestos de nuestra entrada en
Ia era de la sospecha. Aunque hubiera tenido medios para desearlo, el
arte no tendría capacidad de resistir al comercio, a la comunicación, al
identitarismo, al tipado, al rebuscado anonimato de los rostros.
El rostro, despersonalizado y cosificado, hecho indiferente, ha sido
simultáneamente discutido como valor. Discusión normal, originada
por una pregnancia que se considera abrumadora de la rostreidad, pero
cuyos efectos repiten, en terreno esta vez filosófico, los de la publici-
dad y el comercio, a los que sin embargo se oponen en otro plano.
El ataque más frontal y más vehemente procede de un célebre tra-
bajo, subtitulado Capitalismo y esquizofrenia. En un capítulo singular-
mente salvaje de Mil mesetas titulado, precisamente, «Rostreidad», Gi-
lles Deleuze y Félix Guattari aseguran que el rostro no es un universal,
sino, por el contrario, un valor propio de la civilización occidental y
cristiana. El rostro es «el propio hombre blanco», y, más adelante,
«Cristo es el rostro». Ven el rostro como «una política» que conduce a
la inhumanidad («el horror del rostro»). Luego, «si el hombre tiene un
destino éste será más bien escapar del rostro», de la máquina abstracta
de la rostreidad, máquina que funciona en la significancia y en la sub-
jetivación, y sirve también para seleccionar los rostros, produciendo o
alimentando de paso el racismo y el etnocentrismo.
Muchos arios después de la publicación de este texto, las utopías a
las que apela —la banda, la tribu, la «desterritorialización» en gene-
ral— tienen manifiestamente menos relaciones concretas con la vida
de sus lectores occidentales.
En realidad, poco importa la eventual veracidad de tales tesis (que
se pretenden provocativas, desarrolladas como parte de un ataque ge-
neral contra el subjetivismo y el subjeto-centrismo), en vista de su fuer-
za sintomática. Estos filósofos que aborrecen el capitalismo le agregan,
le atribuyen el valor-rostro descuidando o considerando inesencial to-
do aquello, precisamente del capitalismo, que ha alcanzado irremedia-
blemente al rostro humano, a la rostreidad. (i,Pero no les da la razón el
cine, cuyo rostro ordinario es tan exactamente el rostro del imperialis-
mo, del orden mundial construido obstinada y pacientemente por el ca-
pitalismo?)
El periodo moderno concluye con esta crítica que se quiere política
de la rostreidad, con esta acusación de arrogancia en contra de un ros-
tro presentado como extremadamente conquistador. El periodo se ha-
bía abierto con otra crítica, a medio camino entre la psicología y la me-
194 EL ROSTRO EN EL CINE

tafísica. Al principio del siglo xtx, una reacción directa y enérgica con-
tra el auge de la fisiognomonía (o de variantes como la frenología), lle-
va a Hegel a dedicar varias páginas de la Fenomenología del espíritu a
criticar la idea de que un rostro expresa una personalidad. Su crítica es-
tá articulada en dos tiempos.
Por una parte, la expresión de la interioridad a través de los órganos
del cuerpo, singularmente la expresión fisonómica, es ambigua: no hay
vínculo entre expresado y expresante, dicho de otro modo, nunca se
puede estar seguro de lo que expresa un rostro. El rostro es un signo in-
diferente con respecto al significado, y en verdad, no significa nada. La
individualidad se resiste a ser ese ser «reflejado en sí mismo» que se
supone está expresado en los rasgos del rostro, y establece por el con-
trario su esencia en la obra del hombre. Luego, segundo tiempo, ver la
expresión del individuo en su rostro es dejar a un lado su obra, en be-
neficio de una búsqueda de la «pura» vida interior que tal vez nunca se
realice. Ahora bien, el individuo asegura verdaderamente su destino
por las «obras que deja en el mundo». Buscar la expresión del indivi-
duo en su cuerpo en tanto que es para el prójimo (en tanto que es visi-
ble) es, por consiguiente, una vana reflexión sobre lo que el individuo
no ha hecho. Entre la intención y la operación, la fisiognomonía esco-
ge lo primero por interior y verdadero, pero la intención es intraducible
en obras.
Imposible, pues, en la era moderna y en todos sus estados, percibir
el rostro como el simple afloramiento de lo humano en el hombre. El
rostro, embaucador, ilusorio, da menos de lo que promete, no es el sig-
no verídico de una interioridad; además, la promesa misma de interio-
ridad es falsa y peligrosa, ya que, en el mejor de los casos, revela esa
abominación, el individuo. Pasado por el tamiz de esas dos críticas si-
métricas, el valor de la rostreidad queda, por así decirlo, infinitamente
rebajado, casi anulado. Aunque el rostro se encierre peligrosamente y
con arrogancia en la subjetividad, aunque, por el contrario, siga siendo
indiferente, por insuficiencia, a esa subjetividad, siempre pierde su va-
lor más elemental, la expresividad. Situación paradójica, en la que la
expresividad ya no se reconocería en el rostro más que en un discurso,
el del comercio, que sabe utilizarla como resto muerto de una ideología
humanista, que sabe producirla, si es necesario, pero que no sabe justi-
ficarla.
En este espacio paradójico, algunas formas están más adaptadas
que otras a la supervivencia. La reviviscencia de la máscara, sobre to-
do, casi no tiene otra razón. ¿Qué es la máscara? Una transformación
del rostro que trata justamente de anular su valor de rostreidad (se en-
...A LA RUINA 195

tienda en el sentido de Deleuze y Guattari o en el sentido de Lévinas).


Es, pues, exactamente, la única forma de rostro que no me mira: un ros-
tro no rostro, no «faz-tibie».
Desde Picasso y el arte negro (o desde la fascinación de los pintores
franceses anteriores a 1900 por la máscara japonesa), a la pintura le han
gustado las máscaras. Pintores como Brauner o incluso Klee casi sólo
han creado máscaras. Por lo que se refiere al teatro, ha usado y abusa-
do de ellas. Pero el fenómeno es aún más aparente donde el material se
presta menos a ello: en la imagen fotográfica. El cine, sobre todo des-
de hace veinte o treinta arios, ha encontrado de ese modo, en las diver-
sas formas de la máscara, un sucedáneo duradero y eficaz del valor de
expresividad universal del rostro del cine mudo, tanto más eficaz cuan-
to que existen muchos modos de producir cinematográficamente la
máscara o su equivalente.
Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, Georges Franju, 1960):
un cirujano demoníaco, frío, heredero del doctor Frankenstein, arranca
la piel de un rostro vivo para injertarla en otro rostro, que ha perdido la
suya. Un plano del filme muestra la operación en el mismo instante en
que la piel, apenas retirada, se sostiene en el aire para pasar de un ros-
tro al otro: superficie de piel delgada y flexible, aún viva pero ya muer-
ta, privada de toda movilidad propia, de toda expresión (temporalmen-
te, si el injerto tiene un resultado satisfactorio; definitivamente, si
fracasa). Aquí la máscara es ese intermediario un poco mágico por el
que la vida podrá pasar de un rostro a otro, la vida, y la identidad:

[...] ya que la protagonista, declarada muerta, espera de la operación


una segunda vida: «Nuevo rostro, nueva vida», le dice su padre. Y a la
que ha escalpado [sic] el rostro, la entierra clandestinamente, ya no es
nadie.
(François Flahault)

(Pero, contrariamente a la opinión de Flahault, no hay «un rostro


para dos»: la máscara de carne es moldeable, plástica, se adapta al ros-
tro en el que se coloca.)
Don Giovanni (de Mozart, Da Ponte y Joseph Losey): el personaje
se presenta vestido ridículamente con una máscara-tocado-traje, que
hace del cantante un cuerpo sin rostro. La máscara de Don Juan, nariz
aguileña, ojeras violáceas, intrincada peluca que hace resaltar el crá-
neo, mandíbula prominente, boca como un agujero negro, y casi igual
a la de Leporello. Este último nombre, en italiano, significa lebrato,
cría de liebre, pero en latín lepus, la liebre, es similar a lupus, el lobo:
196 EL ROSTRO EN EL CINE

Leporello, Don Juan. Este juego de significantes, sin duda intenciona-


do por parte de Da Ponte, es traducido literalmente en imágenes por
Losey, con sus dos máscaras apenas diferentes, sólo un poco más flác-
cida, más insignificante, más timorata en el criado, más dura, más mor-
diente y más lúbrica en el caso del amo. La traducción es a veces exce-
sivamente insistente, por ejemplo al principio del segundo acto, con la
evidenciación de que Leporello es el doble de Don Giovanni a través
de un personaje suplementario, el servidor mudo que tiene dos másca-
ras semejantes, una para cada uno. La máscara, aquí, está bastante cer-
ca del ideal del antirrostro que vieron Deleuze y Guattari en las másca-
ras de los «primitivos»: «Incluso las máscaras aseguran la pertenencia
de la cabeza al cuerpo antes que enaltecer un rostro».
Jerry Lewis: maquillaje y gestos de máscara móvil y elástica. El
gesto lewisiano está dentro del dominio de la máscara, porque no de-
sempeña ninguna de las funciones normales del gesto: comunicación
o expresión. La comunicación queda bloqueada por el gesto, que ex-
terioriza incesantemente una falsa interioridad, como en esa escena
de El terror de las chicas (The Ladies' Man, 1961) en la que Herbert,
al tropezar con Katie a la vuelta de un pasillo, no le hace caso, sino
que sigue hablando solo y gesticulando de cara a las paredes. Pero,
por otro lado, el gesto es negado como expresión, ya sea por la cari-
catura (en el mismo filme, la réplica «Let me think!» va acompañada
de un gesto, y «Let me think harder!», del mismo gesto más acentua-
do), por la diferencia (cuando Herbert descubre la traición de su no-
via Faith, reacciona con dos gestos sucesivos, incompatibles, uno que
lo transforma fugazmente en Mr. Hyde, otro que le hace caerse lenta-
mente de espaldas, como si el viento le empujase) o por la parodia
(tiene «la misma cara» que su madre, interpretada también por Le-
wis). Máscara de goma, más impresionante que las máscaras de cera,
acaso también más eficaz para vaciar el rostro de su poder de rostro.
Sin contar, por supuesto, todas las máscaras-prótesis puras y simples,
la del juerguista al inicio de Le plaisir (1952), de Ophuls, la de Los
crímenes del museo de cera (House of Wax, De Toth, I953)... Dentro
de su variedad y de sus evidentes o sutiles diferencias, todas estas
máscaras se acercan, desigualmente, al ideal de inexpresividad ex-
presiva que encarna casi perfectamente la máscara de nô (de la que se
ha escrito que «la quintaesencia radica en un expresionismo tempe-
rado por el deseo de abrir infinitas posibilidades, de permitir múlti-
ples manejos» [Nobutaka Konparu]). Se trata siempre de dejar en el
rostro una expresividad, pero casi vaga, sin relación necesaria con lo
que haya bajo él.
„A LA RUINA 197

(También en este punto, sería infinitamente engañosa toda cronolo-


gía: la máscara no sucede al rostro, se produce al mismo tiempo que él,
como su extensión o su impugnación. Se ha podido leer, por ejemplo,
el rostro de Marlene Dietrich en los filmes de Sternberg corno una ca-
ra, una máscara inexpresiva por la que no pasa casi ningún estado de
ánimo:

En plena situación significante e incluso gravosamente significante,


un rostro paralizado como una máscara Se mueve lentamente. O todavía
más: lo que Marlene trabaja [...], lo que tergiversa es el melodrama co-
mo género con sus sentimientos convencionales; y esto a fin de produ-
cir puro movimiento insignificante [...1.
(Jean-Pierre Esquenazi)

La insignificancia, la a-significancia corno la otra vía por la que el


cine ha atacado al rostro.)

Muerte del tiempo, muerte de la muerte

Pérdida del rostro, por todas las partes. El cine ha desempeñado ahí
su papel, en primer lugar, presentándolo dividido en trozos, agredido,
deformado, neutralizado, arrastrándolo hacia la insignificancia. Pero
hay más, y más profundo, pues lo propio del cine es haber utilizado,
para todo eso, su íntima y esencial relación con el tiempo.
El rostro en general es un signo, un indicio del paso del tiempo, que
inscribe sobre una superficie, para lo mejor o para lo peor. Sin embar-
go, no tiene relación inmediata con el tiempo, igual que cualquier otro
signo del paso, del flujo, igual que cualquier otro objeto biológico,
igual que el hombre mismo no tiene relación simple ni directa con el
tiempo. El tiempo, divino, natural, cósmico, como se quiera y como se
ha querido, es fundamentalmente exterior al hombre biológico, lo su-
pera. Este último no sabe acercarse al concepto de tiempo más que de
modo empírico, se sienta presa de relojes internos o derive esa expe-
riencia de la de sus propias acciones y del hecho de que evolucionen
temporalmente. (Piaget dijo claramente que los niños pequeños sólo
conciben el tiempo encarnado en cambios, mediatizado por algunas
nociones como la de velocidad; en cuanto al adulto, sabe que girar la
cabeza o levantar la mano requieren tiempo, y que hay que esperar a
que el azúcar se disuelva.)
El cine habría podido ser, ha podido ser un medio documental de
mostrar lo más superficial, la inscripción del tiempo, su paso sobre un
198 EL ROSTRO EN EL CINE

rostro. En el cine clásico (en éste como en muchos otros puntos, pro-
yección simplificada y a menudo caricaturesca de todo el cine), es la
forma anodina del falso envejecimiento, obtenido mediante maqui-
llaje. Tanto en Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935), esa obri-
ta sin pretensiones tan apreciada por los surrealistas, como en Ger-
trud (Gertrud, 1961), de Dreyer, los actores «envejecen» a lo largo
del filme ante nuestros ojos (aunque sólo este último incluye también
un cierto envejecimiento auténtico de los verdaderos cuerpos). El ci-
ne de posguerra, preocupado por preservar las huellas de este ser en
el tiempo del rostro, permitió a veces a algunos cineastas ir más lejos,
más directamente. Después, la modernidad ha podido consistir en re-
flejar justamente esta inscripción, como en ese proyecto de Jean Eus-
tache, muchas veces reformulado, de un filme cuyo protagonista se-
ría su hijo en varias edades de la vida (una versión más documental y
más sistemática de lo que Truffaut esbozó con la serie de Antoine
Doinel).
El cine, inventado en una sociedad que hubiera aceptado serena-
mente el humanismo del rostro, que no hubiera querido perturbarlo, tal
vez no hubiera tenido más que reflejar apaciblemente el tiempo, que
hacer de sus rostros espejos de ese tiempo que arrastra y trabaja la fi-
gura humana. En lugar de eso, lo que ha producido —aunque fuese mi-
noritaria y localmente— es infinitamente más improbable, menos evi-
dente, más terrible: ha producido un rostro-tiempo, un rostro que ha
querido hacerse tiempo. A contralógica de lo que es el cine, la fotoge-
nia, el primer plano en general, han provocado la relación más íntima,
luego la más devastadora, entre un rostro y el tiempo. Así es como se
ha desnaturalizado el rostro.
El cine mudo más artístico está en el corazón de este problema. El
primer plano en sus diversas manifestaciones siempre es en sí mismo
un medio, para el filme, de hacer tiempo, de equipararse al tiempo, o,
lo que viene a ser casi lo mismo, de escapar del tiempo (de escapar del
tiempo común, objetivo, produciendo un tiempo propio, nuevo, domi-
nable y sobre todo sensible). El primer plano pinta el tiempo, se identi-
fica con el tiempo, lo exagera o a veces quiere detenerlo, a menos que
constituya un espacio sustraído al tiempo. Evidentemente, es un caso
límite, pero dice bien a las claras que el cine mudo ataca al tiempo.
¿Por qué? Porque es el cine de la aparición, y porque siempre hace fal-
ta un tiempo para aparecer, sea allmáhlich, poco a poco, como pensaba
Balázs, o, por el contrario, en una exhalación, como pretendía Epstein.
Lo importante es que ese tiempo para aparecer lo fabrique el propio fil-
me (pero no según el modelo dramatizado, articulado teatralmente, del
...A LA RUINA 199

tiempo fabricado por el cine clásico, que no es, en última instancia,


más que una proyección del espacio sobre el tiempo), y también que
esté siempre destinado a imprimir un rostro.
El llamado cine «moderno» tratará el tiempo de modo diferente, de
manera aparentemente más plana, preocupándose de una sola cosa, la
duración. Lo que aparece en un filme de Rossellini, de Rivette, de Pia-
lat, incluso de Garrel, no aparece ni en un instante mágico, acméico,
obtenido lentamente, ni fugitivamente, con la vivacidad del destello,
sino que aparece siempre como algo que dura, y a menudo como algo
que ya estaba ahí (las lágrimas de L'amour fou, la indescriptible com-
plicidad padre-hija en A nuestros amores, etcétera). Al aumentar la du-
ración, este cine gana tiempos muertos, y eso a menudo ha podido dar
la impresión de que volvía al documental, de que se ajustaba simple-
mente al tiempo real, «objetivo». Pero esta impresión es engañosa, por-
que los mismos tiempos muertos, por aleatorios que sean, por indomi-
nables por parte del director, son, no obstante, lo que ha querido
producir (aun cuando no hubiera estado ahí más que para dejarlos pro-
ducirse, según ese ideal de la puesta en escena corno ausencia o ador-
mecimiento del director que defiende y encarna tan perfectamente Ri-
vette). El tiempo del filme ya no se modela del mismo modo que en la
época muda, pero no por eso deja de seguir siendo modelado, pura-
mente fílmico, provocado por el mismo deseo de equipararse al tiempo.
Ahora bien, también ha cambiado, mucho, rápidamente y de muchas
maneras, la sensación del tiempo. El ritmo de los actos de la vida coti-
diana se ha acelerado tanto en las dos o tres últimas décadas como du-
rante toda la historia anterior de la humanidad. Paralelamente, el tiem-
po no deja de estar ahí, en esa vida cotidiana, en forma de marcadores
omnipresentes. Los intrumentos de visualización del tiempo se multi-
plican, agregados a veces como simples ornamentos a casi todos los ins-
trumentos o aparatos; o bien se convierten en algo que el comercio ofre-
ce como «regalo» en cualquier ocasión, como en otras sociedades se
regalarían conchas o pieles de conejo; o también, transformados en ob-
jetos simbólicos por cualquier mercancía del arte, se amontonan en es-
culturas, se contonean en complicadas formas, se anulan en gadgets.
Pero también puede ser que hayan cambiado las formas del tiempo,
y entre ellas, aquellas con las que el cine había estado ocupado duran-
te mucho tiempo, en tanto que heredero del siglo xix. Kafka, a princi-
pios de siglo, se quejó de que el cine no fuese verdaderamente realista,
porque no mostraba el verdadero movimiento de las cosas, sino que
«añadía a las cosas la inquietud de su propio movimiento». Este diag-
nóstico a contracorriente (i en 1912!) quizás era simplemente profético,
200 EL ROSTRO EN EL CINE

y su exactitud aún más manifiesta si se dice que es la inquietud de su


propio tiempo lo que el cine ha añadido a las cosas, a todo lo que re-
presenta: entre otras cosas, al rostro. El rostro ha sufrido por todas par-
tes, ha sido arrinconado, puesto en duda, denunciado, agotado por la
publicidad, por las artes, por la filosofía, por el documental. En ningún
ámbito estos estragos han afectado al ser del rostro en el tiempo tan
violentamente como en el cine.
Una obra de 1982, seis minutos de vídeo producidos por el INA y
firmados por Claus Holtz y Hartmut Lech, emblematizaría bastante
bien todo esto. Reuniendo las perspectivas anónimas tanto del cine co-
mo de la fotografía, 36976 portraits (ése es el título de la obra) hace su-
cederse, cada vez más deprisa (al final, varios centenares por segundo),
fotos de rostros de visitantes habituales del Centre Georges-Pompidou.
Todo está ahí, o casi: el frenesí de una velocidad sin otra razón que ella
misma, la acumulación, la indiferencia, la insignificancia. Rostros que
se arremolinan en un tiempo «puro», puramente dominado y computa-
do, pero que ya no tienen ninguna relación con el tiempo humano.
Pero, si el hombre no tiene relación inmediata con el tiempo, ¿qué
es un tiempo humano? ¿Qué permitiría decir que tal sentimiento, tal
forma de tiempo son más humanos que otras, luego, qué significaría
una «humanidad» del tiempo? Únicamente esto: el tiempo humano es
aquel que lleva a la muerte. Ahora bien, lo que fuerza a captar el con-
tratiempo del tiempo es que la muerte misma tal vez no es un universal.
Además, la destrucción del sentido del tiempo por su infinito desglose
y su incesante modelado sólo es tan terrible porque significa también,
forzosamente, una pérdida del sentido de la muerte.
La muerte, única certeza en el fundamento de las sociedades huma-
nas; de todas las sociedades humanas sin excepción, y no sólo del Oc-
cidente cristiano y de las religiones del Libro; pero también en el hori-
zonte de cada hombre en tanto que hombre, incluso si ese horizonte ha
podido imaginarse de muy diferentes maneras (corno un final, como un
principio —doble sentido del mismo término «horizonte»— o también
como un tránsito, como un estar).

Para Heidegger [...] es certeza por excelencia. Hay un a priori de la


muerte. Heidegger considera la muerte cierta hasta el punto de ver en
esa certeza de la muerte el origen de la certeza misma, y se resiste a ha-
cer nacer esa certeza de la experiencia de la muerte de los otros.
(Emmanuel Lévinas)

Ésta es, en efecto, la lección de El ser y el tiempo: el hombre es el


único ente que «anticipa su propio final, su propio estar-cumplido, co-
...A LA RUINA 201

mo lo que constituye la posibilidad extrema de su ser, y no como un


simple accidente que le llegaría del exterior» (Françoise Dastur). Pero
más cerca de nosotros, en 1970, Jacques Lacan comenzaba una confe-
rencia interpelando así a sus oyentes: «Naturalmente, la única certeza
que tienen ustedes es la muerte». Ahora bien, esa certeza, sin poder
evidentemente desvanecerse por completo corno saber racional, está
extinguiéndose como creencia y como experiencia.
La muerte sería la única cosa que pueda pertenecer al hombre, y
mi propia muerte la única cosa que puede pertenecerme, ya que la
siento en mí incesantemente, en los movimientos más infinitesimales
del cuerpo, de la mente, de la psique, del alma. En verdad, es la vida
misma. Ahora bien, aquí estoy, desposeído de mi muerte de tantos
modos indirectos burdos o sutiles. Materialmente, ya que se me esca-
pa por la sobremedicalización, cuya consecuencia más extrema es el
rechazo de la eutanasia. Ya no se muere en casa sino en el universo
concentracionario y carcelario del hospital, como se nace en un en-
torno cada vez más medicalizado, en medio de la fontanería (los tu-
bos, las perfusiones) y de los bip-bip de la electrónica, entre esa cu-
riosa mezcla de arcaísmo y de futurismo que es la práctica médica. La
muerte ya no es una aventura, algo que ocurre y que afronto o deseo,
sino un término, desgraciado o previsible, dentro de un cómputo. No
es extraño que tantos escritores contemporáneos se vean arrastrados
por el frenesí de la escritura cuando la máquina médica los atrapa: es-
cribir es también resistir, pretender conservar la propiedad de su
muerte, mirarla.
Simbólicamente, la muerte se nos escapa aún más en la indiferen-
ciación del tiempo, en su saturación, en su acumulación. Pero también
en algunos fenómenos más limitados y compactos: antes que nada, el
auténtico furor biográfico que afecta a Occidente de tantas formas, que
hace proliferar los relatos de vida, las firmas y los créditos (esta vez en
el sentido de los créditos cinematográficos y televisivos, esa polvareda
de nombres que nadie lee pero que están ahí, nombres propios proferi-
dos... ¿en la cómica esperanza de vivir un poco más?). El género «bio-
grafía», en la mayoría de sus manifestaciones actuales y a diferencia de
las grandes obras que antiguamente lo definieron, sólo es ya una face-
ta más de la publicidad, por la misma razón que la entrevista o la firma.
En cada entrevista, en cada firma impresa, en cada biografía o autobio-
grafía publicada, una persona se vende un poco más, a más ejemplares,
más caro. Cada vez se niega un poco más el secreto sobre el que repo-
sa mi vida, no tanto porque unos hechos, unos acontecimientos se vean
expuestos públicamente, como porque una perspectiva acumuladora,
202 EL ROSTRO EN EL CINE

computable, intercambiable sustituye al horizonte inefable, privado,


absoluto de la muerte.
El romántico (quedaban muchos de ellos al inicio de nuestro siglo)
moría un poco cada día a la vez que moría el mundo: aceptaba morir de
verdad cuando el mundo, decididamente, difería demasiado de su
mundo interior. Ese ritmo, sin duda, ya es insostenible, por lo que, por
último, los cambios que se producen en la muerte, el modo en que se
nos escapa de las manos, todo ello es más imaginario que otra cosa. Y
aquí se encuentra el rostro, si es que la posibilidad del rostro es la posi-
bilidad de conocer su propia muerte. El rostro es la apariencia de un su-
jeto que se sabe humano, pero todos los hombres son mortales: luego
el rostro es la apariencia de un sujeto que se sabe mortal. Lo que se bus-
ca en el rostro es el tiempo, pero en tanto que significa la muerte. La
pérdida del rostro, si hay pérdida, tiene, para acabar, ese significado: es
la muerte perdida, la privación de la muerte.
El cine, la muerte trabajando: la famosa fórmula de Cocteau es la de
alguien que tiende por entero hacia la muerte como horizonte humano,
personal, íntimo: de La sangre de un poeta a Le testament d'Orphée
(1960), se trata siempre de comtemplar ese momento maravilloso del
óbito, momento de tránsito y de encuentro que el filme dilatará al lími-
te de lo soportable (véanse también, de manera diferente pero con la
misma intensidad, las figuras de la muerte de Maya Deren).
La muerte que actúa ahora en el cine es, por el contrario, la muerte
de la muerte.
Epílogo

En un ario en el que todavía se proyectan tantos filmes en las panta-


llas, ¿puede ser que el cine ya no exista? ¿Serán los filmes americanos
que continúan llegándonos sólo una vaga caricatura de la arriesgada ins-
piración que entusiasmó a dos generaciones de críticos inmediatamente
después de dos grandes guerras (de la misma manera, y quizás esto no
tenga nada que ver con lo anterior, en que la guerra del Golfo fue la ca-
ricatura de dos guerras «mundiales»)?

A pesar de esto, hay filmes. El cine ha llegado a su fin, pero en


ninguno de sus fines se detiene. Algunos de estos filmes —lo son
aquellos de mayor importancia— son como el paisaje después de
una batalla. En Allemagne 90 Neuf Zéro (1991), Jean-Luc Godard
filma paisajes como rostros. Cosa normal tratándose de Alemania.
Pero estos paisajes están devastados, asolados, picados de viruelas,
se corresponden infinitamente con el rostro de plesiosaurio de Ed-
die Constantine, inmóvil, casi disecado a veces, en el que ni si-
quiera los ojos pueden vivir, o solamente pueden hacerlo al ralen-
tí. La Alemania de los apocalipsis, de las revelaciones, donde
Godard retorna al fin como a un origen (habría, entre Godard y
204 EL ROSTRO EN EL CINE

Alemania, la misma relación que entre la Alemania de los román-


ticos y Grecia).
Pero Godard, precisamente, aún es de una generación que puede re-
montarse a unos orígenes, que sabe localizarlos a tientas, con seguridad
de ciego. Ahora bien, el desastre, puede ser precisamente el hecho de
no tener ya origen, tener la impresión de un presente que no sería más
que presente, que nunca diría nada de ningún pasado. «Yo sé —dice
Godard— que para ver un filme de Garrel puedo proyectar un filme de
Hawks y viene a ser lo mismo»: Garrel no es forzosamente consciente
de ello. Quizá porque no lo sabe, porque no sabe que J'entends plus la
guitare (1991) es un remake de Río Bravo (Rio Bravo, 1959) (como un
poquito antes Nueva ola fue un remake de Tener y 170 tener [To Have
and Have Not, 1944]), ha puesto en su filme tantos rostros, rostros que
no terminan de cambiar en un presente interminable.
Allemagne 90 Ne«f Zéro muestra los estragos de Hitler y de Stalin
en el país de Bach y de Goethe; J'entends plus la guitare habla de
otros estragos, de otra vergüenza, sus rostros no se descomponen, por-
que están descompuestos de una vez por todas, como las ruinas de un
país que hubiera sido olvidado. Pero no los ha desfigurado ningún Hit-
ler, y lo que vuelve a aparecer a través de ellos está bastante más leja-
no, es bastante más arquetípico que Bach o Goethe. El cine de Garrel
es, desde siempre, un cine de arquetipos, y también un cine de lo figu-
ral. Lo notable de este filme es que esas figuras ya no procuran captar
sólo rostros, y también que tomadas juntas dibujan una figura más
vasta, disponen un plan donde inscribir, al descubierto, la suerte del
rostro.
Primera figura: el silencio. Figura familiar del cine de Garrel, des-
de que Le révélateur (1968) hiciera su exposición concertada. Para él,
el silencio no es, como lo ha sido para Bergman por ejemplo, el silen-
cio de Dios, sino el silencio del Hombre, la incapacidad mutiladora de
hablar (en Les ministè res de l'art [1987], insistencia sobre esta afasia,
en el episodio con Leos Carax, grueso guión bajo el brazo, perdido,
mudo, insistiendo ostensiblemente en la pérdida y la mudez). No obs-
tante, el silencio no es sólo negativo, no es sólo incapacitador. En un
largo plano fijo, Gérard y Aline están juntos en la cama, completamen-
te vestidos todavía; por su mirada ininterrumpida debe pasar toda la pa-
noplia del deseo, del amor, de la admiración, de la incredulidad, de la
certeza incierta: no se escucha ni un sonido. Después, un plano fijo
ofrece el contracampo: lo que se ve por la ventana, un cielo con nubes.
Y se vuelve al primer encuadre, en el que reina el mismo silencio inal-
terado, místico.
EPÍLOGO 205

El silencio no es, a su vez, más que una de las modalidades quizá de


una figura más esencial, que habría que llamar la del entero, el bloque.
El bloque —ésta sería la lección que pretende el filme— es primero y
sobre todo el bloque del amor; se ama en bloque (y de golpe: como un
rayo, pero tranquilo, sin tormenta: Aline es el extremo de esta política;
ella ama a Gérard a primera vista porque la atrapa una certeza súbita;
más radicalmente, porque el bloque coincide en ella con el amor mater-
nal («Cada uno tiene su parte y todos lo tienen por entero»). El bloque
de la madre, que hace piña con el niño nacido de ese cuerpo sin molicie,
estatuario (apréciese, por ejemplo, la diferencia con la madre joven, frá-
gil, igual a su hijo, casi asustada por él, en Man cher sujet [19871).
La integridad del bloque es la obsesión de los personajes de J'en-
tends plus la guitare, quizás a causa de una idea esquizofrénica de la
dispersión, de la fragmentación. Una de las primeras escenas, aquella
en la que se presenta a Martin y a Lolla, concluye con este diálogo:
«"¿No me miras jamás por entero?" "Nunca." "Entonces, tú nunca me
amas por entero"». Es una clara alusión a una célebre escena de El des-
precio (Camille, que ha hecho decir a Paul que ama cada parte de ella:
«Entonces, tú me amas por entero»), pero estas réplicas son casi un em-
blema dentro del filme. Amar es amar enteramente, en un bloque sin fi-
suras, y de eso son conscientes las mujeres, sean capaces de verbali-
zarlo, como Aline, o solamente de sentirlo instintivamente, como
Marianne (los hombres se encuentran siempre fuera de esta compren-
sión, de esta certeza, como en la conversación desesperada y bufa en-
tre Martin y Gérard, abandonados por sus compañeras).
Lo propio del bloque es ser inquebrantable y eterno. Este filme, en
el que debe planear el pájaro de hielo de la muerte, es un filme sobre la
irrealidad de la muerte, sobre su ineficiencia para quebrantar lo inque-
brantable. La muerte es ineficiente puesto que nada, nunca, cambia en
lo más visible. Los rostros, sobre todo, encarnan esa eternidad, ese
eterno presente de lo que cambia sin cambiar. Sobre los de Benoit Ré-
gent y Johanna Ter Steege se posan algunas máscaras —máscara de la
desesperación, máscara de la droga, máscara de la incomprensión o de
la fatiga— pero sin modificarlos. No es éste el primer filme que hace
envejecer de este modo a los personajes sin que los actores cambien: se
pensará inmediatamente en la apuesta más manifiesta, la de Straub en
su filme sobre Bach. El propósito de Garrel no está lejos (aunque, en el
fondo, el propósito de Straub era en parte inverso al suyo: hacer apare-
cer una máscara —mortuoria, naturalmente— progresivamente y des-
de dentro, de alguna manera por contaminación, del personaje de Bach
al actor Leonhardt).
206 EL ROSTRO EN EL CINE

Al mismo tiempo, los rostros del filme (excepto uno) aparecen co-
mo otros tantos rostros de la muerte. Rostro expresionista, invadido
progresivamente por algunos reflejos dorados y verdes, por la presen-
cia de la carroña en la carne deseable: todo lo que pasa en los cuerpos
de Rembrandt, de Rubens, pasa en el rostro de Marianne: hasta los ojos
se inyectan o se orlan de rojo. Máscara de muerte, la cara aviesa de la
abuela (la melosa bondad de sus frases, como la bruja de Blancanieves
cuando ofrece la manzana envenenada). Máscara de muerte, el perfil
prognato de Linda, rostro que se abandona a la invasión de la sombra,
de los agujeros negros (como los efectos grotescos de Leonardo, los
mendigos de Murillo). Figura de la muerte como promesa humana por
excelencia, el rostro de la madre, el de Aline. (Se ha dicho que había
una excepción: el rostro de Adrienne, cuya superficie es revelada por
la filmación en primer plano como agitada por un ligero temblor ince-
sante, por ondulaciones, por tenues accesos que alzan aquí una ceja,
crispan allá fugitivamente una comisura. El estremecimiento de la vi-
da, mostrado sintomáticamente como estremecimiento hueco, sin ple-
nitud: no hay otra plenitud que la de la muerte.)
Lo que dibujan estos rostros, casi siempre en primer o en primerísi-
mo plano, ya no es, pues, una perspectiva fotogénica, ni una fisonomía,
ni una humanidad, ni una verdad. Trazan unas figuras, un destino de las
figuras (en el que no se puede dejar de apreciar que el cineasta también
desea inscribirse). Rostros humanos, demasiado humanos por la inge-
nua audacia con la que se ofrecen a todos los golpes, filmados como le-
vemente monstruosos, pero a pesar de ello con optimismo. El rostro de
Yann Collette, filmado tan a menudo, como los otros, en primer plano
(ahí donde Eisenstein, en El acorazado Potemkin, sólo podía mostrar
como una exalación el ojo de la institutriz) expresa este optimismo:
rostro roto pero no vencido, el único, con el de Aline, por el contrario,
en no descomponerse nunca de principio a fin del filme, porque en él la
osamenta se reconoce, se encuentra.
El filme de Garrel se presenta como el filme de un superviviente.
Entiéndase: superviviente de una guerra en la que el rostro ha sido
motivo y víctima a la vez. El primer plano del cine mudo se pretendía
un medio de hacer tiempo, de equipararse al tiempo, aunque fuese es-
capando de él. En Garrel, no se puede ni escapar al tiempo ni equipa-
rarse a él: hay que habitarlo. Pero habitar el tiempo, mantenerse cer-
ca, es también el medio de hacerlo inoperante, como muestra el
poema que lee Marianne, y que resume así: «Es la historia de un
hombre viejo que espera a su amor y un día se muere, pero eso no es
grave».
EPÍLOGO 207

La pintura sobrevive a la pérdida del rostro porque en general so-


brevive, mal o bien. El rostro ha sido para ella un objeto entre otros
muchos. En el caso de los últimos pintores que todavía la creen una de
las Bellas Artes, se satisface igualmente con la plenitud humanista del
rostro (los autorretratos de Zoran Music) o con su vacío inhumano (los
de Bacon).
El cine no tiene ninguna opción. Será con la figura humana o no se-
rá («el» cine: la vía Lumière del cine, definitivamente tomada aquí, hay
que destacarlo finalmente, como la que ha definido más propiamente el
arte del cine). Tentado por la ruina del rostro, como por todo lo refe-
rente a la pintura, no puede ignorar, por otra parte, que esa ruina con-
firmaría la suya. Debe continuar, pues, produciendo rostros sin cesar,
aunque los haya extenuado. El cine de Godard, el de Garrel son ejem-
plares en cuanto lo alejan de toda histeria (la histeria es el resultado ha-
bitual del joven cine de arte y ensayo francés, en Doillon, en Téchiné o
Assayas). Se cultiva el ritmo lento de los gestos y las palabras, la au-
sencia de enervamiento de los planos, para que el tiempo, por este re-
traso, exista verdaderamente. El rostro que se erige sobre el fondo de
este tiempo estático (o, si se quiere, estratigráfico) ya no desempeña
ninguno de los papeles que la historia del cine había inventado. No
obstante, existe: es lo que queda del rostro cuando el cine ya lo ha ol-
vidado y destruido por completo.
o,
Jacques Aumont m
o

El rostro en el cine

792.028
A 925
Ej. 1
idós Comunicación Cine

Jacques Aumont
El rostro en el cine

Todos tenemos un rostro o, por lo menos, todos estamos convencidos


de tenerlo. Y de ese mismo hecho procede, desde hace mucho tiempo,
la más simple y banal definición del ser humano: aquel que tiene un
rostro y puede, ofreciéndolo a otro, tanto comunicar y expresar sus
emociones como darse a conocer en sociedad.
Pero, ¿y nuestras imágenes? ¿Qué hacen con ese rostro en el que nos
reconocemos? ¿Cómo se sirven de su humanidad o, por el contrario,
hacen para ri..mi- :r,, ,,,,-, ,.—
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Es, pues, el destino del rostro en el cine lo que aquí se pone en cues-
tión. Porque el cine es la única de las nuevas artes que nos ha acom-
pañado durante todo este siglo. Y porque su estatuto estético, incierto,
ambiguo, propio de un arte joven, lo ha convertido en la más sensible
de las formas de representación. La razón de que, después de haberlo
exaltado y glorificado, el cine se agarre hoy en día al rostro para desfi-
gurarlo y vaciarlo es que ese viejo objeto, el rostro (y también ese viejo
concepto: la humanidad), ya no es el mismo de siempre. Por ello, y
como contrapunto del texto en sí, el libro también obliga a dialogar a
los rostros y a sus representaciones en un montaje fotográfico que
incluye filmes de Godard, Dreyer, Bergman, Bresson, Garrel, Pialat...

Jacques Aumont fue crítico de Cahiers du cinéma desde 1967 a 1974.


Actualmente es profesor de Estética del Cine en la Universidad de La
Sorbonne Nouvelle y dirige el College d'Histoire de l'Art du Cinéma de
la Cinématheque Française. Entre sus libros, pueden citarse Estética
del cine (con Michel Marie, Alain Bergala y Marc Vernet), Análisis del
film (con Michel Marie), La imagen y el ojo interminable, todos ellos
también publicados por Paidós.

ISBN 84-493-0478-4
34085

11
9 788449 304781

Diseño: Mario Eskenazi

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