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ANDRÉS AMORÓS

1. VIDA Y LITERATURA
Éste es —me parece— el tema de fondo de este libro, el que puede darle unidad, si es
que tiene alguna. Me gustaría que el lector lo percibiera así, por debajo de las referencias
y las digresiones: como el oyente retiene la importancia de un tema musical, por muchas
que sean las variaciones; como la «petite phrase», en la obra de Proust. Vida y literatura:
en eso —en cómo interpretamos eso— se resume todo. No cabe comprender la literatura
al margen de la vida. Claro que esto tiene múltiples aspectos, y los problemas que de aquí
surgen son muchísimos, imposibles de resolver. Recordemos algunos, en todo caso, a
nivel elemental. La literatura refleja, en primer lugar, ambientes, costumbres, modos de
ser. Pero refleja también un paisaje espiritual, un conjunto de creencias. Y, sobre todo,
una personalidad creadora. Según la sagaz distinción de Henry James, la literatura aspira
a reflejar la realidad profundamente, no exactamente. Así pues, es evidente que
dependerá, ante todo, del concepto que el escritor tenga de la vida. Por eso, no cabe
prescindir, al hacer crítica literaria, de la visión del mundo que poseen los autores. Ya he
mencionado que Proust compara al escritor con una esponja que absorbe sustancia vital:
todo lo que él vive se refleja y expresa en su escritura. Por eso, cada obra da testimonio
de su autor y de la época en que fue escrita. A la vez, la obra literaria puede influir sobre
la sociedad, contribuyendo a modificarla. De hecho, así sucede muchas veces. De este
modo, el escritor y la sociedad se influyen mutuamente. No pensemos sólo, sin embargo,
en las ideas o visiones del mundo. La literatura tiene mucho que ver con la sensualidad,
con la capacidad de «ver» las cosas, de sentir su sabor y su perfume. Citando a los
novelistas norteamericanos, insiste hoy Francisco Umbral en que la literatura debe
contener «cosas», más que ideas y palabras.
En efecto, el mejor Hemingway, por ejemplo, no es el que nos habla directamente de la
vida y la muerte —si lo hace alguna vez—, sino el que nos hace sentir la picada del pez
gigantesco, la frescura de las aguas de un río truchero, en Navarra, o el sabor de las
primeras fresas, en Aranjuez. Desde el punto de vista del lector, también es preciso tener
los sentidos despiertos para apreciar una obra de Gabriel Miró, por ejemplo. Para este
autor, la sensualidad es igual a sensibilidad: un bien. El puritanismo, en cambio, supone
insensibilidad, dureza, crueldad, hipocresía: el mal. En Nuestro padre San Daniel y El
obispo leproso, se trata de dos sacerdotes, el padre Bellod y don Magín, dos figuras
individuales y a la vez símbolos de dos maneras de entender la vida. El primero es el
puritano y cruel que martiriza a las ratas: «con certero pulso, iba torrándoles el vello, el
hocico, las orejas, todo lo más frágil, y les dejaba los ojos para lo último, porque le divertía
su mirada de lumbrecillas lívidas». Don Magín, en cambio, es el sacerdote sensual que
disfruta con los colores, olores, sabores... Al final, su meditación concluye así: «¡Ay,
sensualidad, y cómo nos traspasas de anhelos de infinito!». El lector, naturalmente, no
sólo ha de entender racionalmente esto, sino sentir, físicamente, el «placer del texto».
Quedamos en que el escritor hace literatura con el bagaje de experiencias acumulado a lo
largo de una vida. Como ha subrayado bien Camilo José Cela, escribir no es,
exclusivamente, «cosa mental». Escribimos todos —mejor o peor— con la inteligencia,
pero también con la sensibilidad, con el sexo, con la nostalgia, con la infancia perdida, con
los recuerdos que atesoramos, con la melancolía que la vida va depositando en nosotros;
con una musiquilla popular que oí hace años y se me quedó dentro; con un lugar que se
ha convertido en lo que Unamuno llamó «paisajes del alma»; con el recuerdo de un
«momento privilegiado»... Como dice un poeta chino, «La vida no se puede discutir.
/Defenderla resulta difícil y absurdo». Pero el escritor puede escapar de los problemas
refugiándose en su labor. Recordemos los consejos que da Flaubert: «Trabaja, trabaja,
escribe tanto como puedas, tanto como tu musa te arrebate. Éste es el mejor corcel, la
mejor carroza para escapar de la vida. El cansancio de la existencia no nos pesa cuando
componemos (...). El único medio para soportar la existencia es aturdirse en la literatura
como en una orgía perpetua. El vino del Arte causa una larga embriaguez y es inagotable.
Para no vivir me sumerjo desesperadamente en el arte; me embriago con tinta como otros
con vino». De estos párrafos extrajo Vargas Llosa el título para su libro sobre Madame
Bovary: La orgía perpetua. Sin llegar a estos extremos, hay que reconocer que, de hecho,
muchas veces, nuestra vida está impregnada de literatura. Como señaló sagazmente
Montesinos, «la vida humana es siempre literaria en cuanto es vida ritmada y normada, en
cuanto recibe su verdad por modo trascendente». Esto puede ser verdad para un lector,
pero lo es, sobre todo, para un escritor.
La literatura es su auténtica vida, a la vez que su vida está tejida de literatura. ¿Juego de
palabras? No es sólo eso, desde luego. Como dice Blas de Otero, «todo son libros y yo
quiero averiguar cómo se salva la distancia entre la vida y los libros». Por eso he titulado
yo un estudio sobre una novela de Pérez de Ayala Vida y literatura en...: ése es el gran
tema que suele estar al fondo de toda crítica literaria y que, más allá de la pura biografía,
muy pocas veces llegamos a comprender de verdad. La conexión de la literatura con la
vida es algo muy difícil de definir con precisión, pero, para mí, al menos, absolutamente
evidente. Como dice Valéry, el objeto de la literatura es indeterminado, porque también lo
es el de la vida. En otro sentido, la creación literaria supone una intensificación de la vida.
Para Henry James, «la vida es confusión, derroche de valores; el arte selecciona y
economiza». Pérez de Ayala nos da una fórmula semejante: «La novela es una mayor
densidad o condensación de la vida vivida». Y Thomas Mann, en su magnífica Muerte en
Venecia: «El arte significa para quien lo vive una vida enaltecida. Sus dichas son más
hondas y desgasta rápidamente». A nivel teórico, Raymond Jean, que ha dedicado un
libro al tema, concluye que lo real y lo literario no son extraños, exteriores el uno al otro;
así pues, no conviene hablar de los dos en términos de relación, es decir, de exterioridad,
sino en términos de equivalencia, identificación o superposición: «¿Quién no percibe que
la literatura procede exactamente del mismo modo con la realidad? La cubre tan
estrechamente que se sustituye a ella, desbordándola, y la prolonga, la desarrolla, dice
mucho mejor que ella lo que tiene que decirnos, y con mucha más prodigalidad». Y, un
poco más adelante, concluye: «No hay, por un lado, la cosa escrita, y, por otro, la cosa
real. Lo que existe es una constante superación dialéctica de esta oposición en el acto de
escribir, como en el acto de leer, y esta superación es una creación continua que
enriquece el arte y la cultura, pero que también modifica y hace "avanzar" la realidad». La
conclusión mejor puede ser la famosa —y terrible— frase de Marcel Proust: «La
verdadera vida, la vida al fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente,
realmente vivida, es la literatura». Por este camino, parece que desembocaremos
inevitablemente en una forma de idealismo o esteticismo absoluto. Pero no en tan seguro
como puede parecer a primera vista. La relación profunda, dialéctica, entre vida y
literatura puede traer también como consecuencia cierto imperativo ético.
Para Michel Butor, por ejemplo, escribimos porque sentimos que hay un hueco entre la
literatura y la vida; la literatura surge del sentir la necesidad de que hay que cambiar o
añadir algo al mundo. Del mismo modo, Mario Vargas Llosa afirma que la literatura surge
de una situación de disconformidad con la realidad: «El escritor ha sido, es y seguirá
siendo un descontento». Incluso en una época futura y teórica en la que reinara la justicia,
«tendremos que seguir, como ayer, como ahora, diciendo no, rebelándonos, exigiendo
que se reconozca nuestro derecho a disentir, mostrando que el dogma, la censura, la
arbitrariedad, son también enemigos mortales del progreso y de la dignidad humana». Así
pues, habrá que convenir, en resumen, que la literatura está hecha de vida: vida
seleccionada, concentrada, personalizada, universalizada.
Las fronteras, por supuesto, no son rígidas. Recordemos un párrafo de Lawrence Durrell:
«Advertía también que la verdadera ficción no se encontraba en las páginas de Arnauti, ni
en las de Pursewarden, ni tampoco en las mías. La vida era la ficción, y todos
intentábamos expresarla a través de diferentes lenguajes, de interpretaciones distintas,
acordes con la naturaleza propia y el genio de cada uno». Y concluye, después, el
narrador: «Una obra de arte es algo que se parece más a la vida que la vida misma». A la
vez, la literatura se hace vida, la vida se ajusta a patrones literarios. Y lo que era
«boutade» en Oscar Wilde lo podemos comprobar en la vida cotidiana: la naturaleza imita
al arte (literario, en este caso). Desde el punto de vista del destinatario, no cabe duda de
que leemos con la vida; y con la literatura anterior, por supuesto, que ya se ha hecho vida
en nosotros. Recordemos la fórmula clásica: «ars longa, vita brevis». ¿Qué quiere decir
esto para nuestro tema actual? Ante todo, que hay mucho «arte» (ciencia, literatura...)
para tan breve vida. Además, que la vida pasa, mientras que la literatura permanece.
Gautier lo expresó, en su poema «El arte»: Todo pasa. Sólo el arte augusto tiene
eternidad. Un busto sobrevive a una ciudad. Los dioses mismos perecen, pero los versos
inmortales duran más que el metal más duro.
Por último, atendiendo al origen y a los efectos, la literatura nos interesa de verdad por ser
concentración de vida y en cuanto siga conservando energía vital. Quizá podamos
concluir este apartado recordando la frase de Charles du Bos que ya he usado como
lema: «Sin la literatura, ¿qué sería de la vida?», y volviéndola del revés, claro: sin la vida,
¿qué sería de la literatura?

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