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Aparece por la puerta el pijito de turno. Elegantísimo, como siempre; con una sonrisa de
tamaño incomprensible; con un aura de felicidad que asustaría al mismísimo Aquiles;
¿Y sus manos? ¿Cómo son sus manos? No son manos, son mármol labrado por el
mismísimo Fidias. Y tus manos, ¿cómo están tus manos? Tampoco son manos, son
piedras desgastadas por el tiempo, por el trabajo, por el campo, por los ricos. Lo miras
con rabia, inquina e incluso con cierto asco, pero no, él no tiene la culpa. Él tanto solo
es un cachorro del sistema ulcerado en el que vivimos. Bueno, mejor dicho, viven los
ricos; porque los pobres sobreviven.
Aparece por la puerta el pijito de turno. Sientes rabia, no por esa elegancia intrínseca
que excreta su figura, sino por la tranquilidad y el desasosiego que respira su alma.
Tranquilidad y desasosiego, sí, porque tienen el enorme e injusto placer de dedicarse
exclusivamente a aquello que tanto aman: el vivir. El pobre, no, el pobre sobrevive para
trabajar, trabaja, estudia, trabaja, estudia, sufre. Sus manos, amoratadas por el frío,
machacadas por el duro trabajo del campo andaluz; su cara, llena de preocupaciones, de
problemas, de calentamientos de cabeza.
Aparece por la puerta el pijito de turno. Y nos hacen creer que somos iguales; igual en
inteligencia sí, pero no en posibilidades. Nos guste o no, vivimos en una democracia
burguesa en la que el rico prospera y el pobre, quizás, con suerte, puede prosperar.
Porque el pobre tan solo tiene una posibilidad de hacerlo, a la que ha de agarrarse,
aunque sea un clavo ardiendo, porque en eso le va la vida. Tampoco somos iguales en
resultados. Aunque trabajes como un réprobo, has de aceptar que ese rico, mal
denominado acomodado, va a trabajar menos y mejor que tú, en caso de que lo haga.
Porque el pobre, por poco que nos guste, va a ser pobre; el rico será siempre rico. No
nos engañemos, en el fondo, nunca podremos traspasar esa barrera, la diferencia es y
será siempre insalvable. ¡Maldito escalón!