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PR Oeyt as em eu aN IN GT saa MSW) Spun CUTAN Ae SCE ui CMe ROMEO WU ke ese Me oy eer ne Meee erin ae i a oR Gitrioe We tueeasit ne) Co alae we) Poy acc AC eh a ca Umea alga, enamorado irreversiblemente de la hembra de una (ot) ory Rio Seti tea une” Cea Nt POMEL TSCA CMC Rue Cul eI SC) AE Erie ince eden mw Mintras, fa isla =palpitanta y, volupptunsa— lucha tenaz~ inonte contra sus Grandes enemigos: el’dinero, el'cemen- poate i i ae g it ere mnie act Lor eaes nh Sed etc ua Weer s ee} ane $e , ry : Nery ore Tobds LOs-iAs Rogen etait Wes ey ae ee PCoMnare eras (eer tatrt s Seite mcrae em ny a eta (rita roc ia) Seren tien 2 SMO arial seen seit ramen FSi isan i ctaima ena Mremmevrte ait ong eae [ae Romine zc TUS LEYENDA DE JOAN VARDES.. Cir Adolfo Arango Pyare eee Gat cles ola PMO at ee ey Ye ne Grae rei es ein wea cae Ree eet 8 3 Ble SON Seo Roe SNC acta ai ee aN Steer iyen cant 0 tool it eee a Caen Cie reas eae Oe eee a ar BAHIA SONORA RELATOS DE LA ISLA FANNY BUITRAGO Portada: Cuadro del pintor KAT (propiedad del cuadro M. V. D.) Primera edicién: 1976 Segunda edicién: noviembre 1981 © 1976-1981 Fanny Buitrago © 1981 PLAZA ¥ JANES Eaitores Colombia Ltda, Calle 23 N° 7-84 Bogoté - Colombia IMPRESO EN (DITORIAL ANDES, BOGOTA-COLOMBIA Ln A mis amigos de la Isla INDICE RVOniCeMeees eerste sneer acto sass 9 “El que beba agua del pozo de Rock Hall... Bee cone eternamente tendrd que regresar a la isla, | Antes de la guerra ......0..eeeeeeereeee 15 Leyenda islefia) La pareja perfecta .... 23 ‘Tumba de junio 33 Paternidad ...... En la playa .......... De luto en luto .. eee El tigre en la claridad ........... 65 Otra clase de juegos ... aT Narracién de un sofiador de tesoros . 97 EI cielo con la mano .. ey eke Para los que aman el vino .. ee Sirena del Caribe ...... 12a Pasajeros de la noche ......- 141 | La leyenda del pafiaman .. 153 NOTICIA Aunque las ex6ticas leyendas de tradicion oral dicen que Ja isla de San Gregorio fue descubier- ta por el almirante Cristobal Colén en su cuarto viaje, los escasos historiadores del archipiélago de San Gregorio y Fortuna niegan rotundamen- te tal afirmacton, Ubicada en los mapas del siglo XVI la isla fue baluarte de bucaneros ingleses, contrabandistas holandeses y aventureros mercenarios, la hez y la gloria de los imperios colonialistas. Coloniza- da por un grupo de puritanos ingleses, tal vex de 1630 a 1635, fugitivos de una Europa acosada por las persecuciones religiosas —quienes desde un prineipio Ievaron a sus esclavos negros— irrumpe en la leyenda de la pirateria mundial @ causa del temible pirata Henry Morgan. Po- blada y despoblada continuamente. Dejada por afios en el olvido. Repentinamente objeto de lu- chas diplomaticas 0 escondite de eselavos rebel~ des, saturada por una ventisea de rapifia y de Vudu, aglutina una serie de mitos que se pro- yectan como una hacha ensangrentada sobre su pequefia superficie. Formada por una masa de tierra caliza y co- ralina, se levanta repentinamente en el centro 9 vital del mar Caribe, flanqueada por un cordén de acantilados que hacen de ella una verdadera fortaleza, Anfibio poblado de bosques de palme- yas, semejante a un monstruo prehistérico su- mido en un suefio milenario, a lo lejos recuerda a un broche de platino y esmeraldas, depositado sobre el mar més fabuloso del mundo. A 480 kilometros de las costas colombianas y a 185 de Guatemala, San Gregorio es uno de los territorios ms alejados del pais, Aqui se habla espafiol, inglés, patois, francés, chino, yiddish, griego, italiano, hebreo, arabe y portugués. Se comercia con artefactos eléctricos, drogas, ali- mentos, empleos piblicos, licores, reputaciones y apellidos. Catdlicos, protestantes, judios y mahometanos, llegan a la isla atraidos por el relumbrén del Puerto Libre, en pos del olvido 0 del anonimato. Todos se enredan en una marafia de sopor y sensacion de ingravida libertad. Han sido atrapados por la maldicién del eterno re- torno, De ahi en adelante sus vidas oscilaran en un constante ir y regresar, porque ya nunca po- dran desterrar de sus almas el agridulce veneno de la isla, En San Gregorio los dias y las noches se con- funden en una dimension sin tiempo ni memo- ria, Una dimensién paralela al bullicioso mundo del jet, el juego, el turismo y la politica, que lucha contra las severas costumbres religiosas legadas por los primeros colonos ingleses y se funde definitivamente con una tradicién mar- cada por los esclavos negros. Es una isla diminuta. Sin grandes edificacio- nes, ni estadios, ni bibliotecas, ni salas de con- cierto, ni lavanderfas. Carece de cultivos, fabri- cas y ganaderia. Apenas si es duefia de extensos bosques de cocales, el mar, el sol, los peces, las casas de pino machihembrado, Las iglesias son mds numerosas que los cines, el agua mas cos~ tosa que el whisky. Los partidos politicos beli- gerantes, combativos, poderosos. 10 Aunque la vida diaria parece deslizarse en una rutina letargica, que apenas trastoca de tarde en tarde el vendaval, existen en la isla grandes enemigos: el mar, los casinos, el dinero, los turistas y el cemento. Aqui basta que dos personas se encuentren en Bahfa Sonora 0 en la Avenida de la Playa, para que el aire polvoriento se pueble de fantasmas y surja de la nada al- guna historia, De manera que estos son mis primeros relatos de la isla. Es la memoria de infiritas tardes ca lurosas y noches empapadas de yodo y de sall- tre; los residuos de la murmuracién popular, la. imagen no siempre grata de la isla que —desde tiempo inmemorial— descansa solitaria en el verde corazon del mar Caribe. La leyenda del Pafiamén es tomada de la tra~ dicion oral y, necesariamente, figura en todos mis trabajos acerca de la isla, a BAHIA SONORA ANTES DE LA GUERRA . .terminaremos por perder la memoria, cuando nos encontremos dispersos, como perde- Temos la curva de la olas y las sombras en de~ clive de las casas desmorondndose ... Desde el amanecer mi abuelo esté cansando las palabras, negdndose a partir, negandose a abandonar a su gente. ¥ su gente es una fila de fantasmas, Todos los que fueron antes de él, que desaparecieron sin necesidad de mareharse, sus nombres antiguos forjando la clave de los suefios. —De aqui me sacan muerto —dice. Entonces mam4 vuelve a explicarle lo que viene después, cuando rujan los tractores en avalancha y nuestro pueblo desapatezca bajo el peso de una moderna carretera, hoteles, playas y turistas elegantes. Viviremos en una casa blanca, solida, en otra calle todavia sin Arboles yen un barrio que me parece de mentiras, Al otro extremo de Ja isla. Una casa nueva, con tres escalones de ladrillo rojo, dos alcobas olo- rosas a pintura fresea, una sala con mecedoras y retratos de viejos bigotudos. Una casa sin os- curos rumores bajo el piso, en donde la humedad no moleré sus huesos —ni el mar lo desvelara 15 con sus gemidos— tan hermosa que su corazén terminara por alegrarse, El mueve Ja cabeza testarudo. Clava en ella dos ojos tristones y nublados, blancos en su cara, morena, apenas pereiblendo sombras inconclu- sas. Masca su tabaco. ¥ la mira. ¥ no deja de mirarla con més y més tristeza, —éSoy acaso un velero que puede navegar de un sitio a otro?... gacaso la humedad y los huesos no estén en mi que soy una sola per~ sona...? —No es culpa mia, Yo qué sé. Son cosas del gobierno. Mama abre Ja puerta de la calle, Arrastra una silla y Io leva de la mano —afuera— para que se siente al fresco. Para que hable con nadie y que sus quejas se plerdan en el viento salobre que galopa por encima de los cocoteros. —Son cosas del progreso —repite mama, y vegresa a su cocina con pasos espantados, como si cortara ¢l nudo de un secreto, Mi abuelo se dobla con trabajo. Toma un pu- fiado de tierra mojada y la tritura suave, grano por grano entre sus dedos. Dedos inmensos, retor- cidos, tan viejos como esas puertas azotadas por la arena, acongojadas por el abandono y el mo- vimiento sin cerrojos, que ya se comieron Ia. es~ tatura de Ia gente, Besa la tierra mientras silba una melodia que no comlenza ni termina, tren- zada de siglos atrés, evocando lo que no debe mo- rir en el olvido. En el norte de su voz corren los antepasados de sus antepasados blancos a ca- allo, en el sur de su voz mueren los antepasa~ dos de sus antepasados negros bajo el latigo, en el este esta marcada la tradicién que se borraré al perderse la tierra, y al oeste toda su vida sonando en e] tambor de la cancion. Cuando la melodia se apaga en el humo del tabaco me arrodillo a los pies de mi abuelo. Rezo, Rezo con 61, Pido que no lo maten sus recuerdos, Los viejos que hablan con nadie detestan es- tar solos, 16 —jSi yo fuera joven pelearia con el gobierno! —erita con voz enronquecida y pufio levantado, seguramente cansado de rezar. Acaba de cumplir noventa afios. Es alto, seco, encorvado. Oscuro y arrugado como un Arbol reseco, Hace tiempo que no habla de los arreci- fes de la isla. Ni de redes ni de nasas ni de lan- gostas ni de lapas, Ni siquiera el precio del pes- cado le interesa, puesto que no puede trabajar. Apenas contemplar su tierra, su vision del mar y sus pensamientos ocultos. ¥ su enemigo, el gobierno, es un gigante de mil cabezas, capaz de vivir en varios lugares a la vez. Me imagino que tiene dientes largos, tan afilados como los de una barracuda, Se alimenta de cosas espe- ciales. Por ejemplo: historia - préceres - im- puestos - soberanfa nacional. Simén Bolivar na~ cid en Caracas. Padre Nuestro que estés en los cielos y venga a nos tu reino. Huelgas... iEsta- do de sitio! ;Pum pum pum! ‘Tanques y soldados. Presos politicos. {Oh Gloria Inmazcesible! No se puede pelear con el gobierno. Es lo que me imagino, Nada més. Es lo que suefio cuando duermo y lo que me despierta cuando grito. Viene como un cangrejo en la pe- numbra, apretdndome con sus tenazas el cora~ zon, desde que él —cada dia mas viejo y encor- vado— supo que el gobierno nos echaba de esta tierra. —...consultaron sus leyes y nos catalogaron indefensos. Llegaron, expropiaron, dictaron re- soluciones y nos quitaron lo que am&bamos: el rastro de lo que fuimos o pudimos ser, el dere- cho a los mismos caminos y a las mismas cos- tumbres, La tradicion no eserita, que es la tum- ba de los que murieron ayer y la cuna de los que nos sucederan mafiana. Hasta la presencia in- visible de los muertos. . Mi abuelo murmura dulcemente. Sabe decir- me sus cosas. A mi, que ya alcanzo a su cintura. Cosas que no puedo entender. Palabras que juré guardar como un tesoro y repetir cuando sea W tan alto como él. Cuando la isla era un inmenso bosque de flores y palmeras y los barcos se anunciaban con el sonar del caracol. Y cémo Hegaron extrafios del continente, a levantar edi- ficios de hierro y de concreto, a opacar las no- ches de luna con bombillos eléctricos, codiciosos de la tierra, a convertir los tranquilos caminos en calles y ‘almacenes populosos. Me habla del fruto del coco, fuente de la vida, El huracén que lo arrastra todo a su paso. Los dupys tutelares. EI mal de ojo que ronda a los recién nacidos y el something que mata a la gente. La bendicién del hombre anciano que nunca hace dafio y el mar que nos rodea. Escucho, muy dentro, en donde tengo frio y me pongo a temblar cuando paso por las casas vacias, Esas casas en hilera, que pronto seran madera de fogén o dormiran para siempre en el fondo de un espejo de cemento. Mama sale de la casa, con una manta entre los brazos. Cubre con ella los hombros del abue- lo, voltea la silla buscando el curso del sol y me ordena entrar en la cocina. Hace calor, pero é1 es muy viejo y nunca se calienta. Los ojos de mamé estén enrojecidos, parece pequefiita, las- timera, tan delgada con su vetido negro. —Ante todo limpieza y dignidad —dice. —éPor qué? —Es el unico patrimonio de los pobres. —¢...y si fuéramos ricos...? —eQué?... —{Nos quedarfamos aqui? —Nadie puede escoger, Es un asunto de Esta- do y nos compraron la tierra. Tenemos que marehar y punto en boca. jAhora céllate! Que no se hable mas del asunto. Primero me limpia la cara con un trapo, sa- céndome ardor y brillo, restregandome con fuer- za las orejas. Después me unta vaselina —que saca de un frasco verde, redondo y fragante— para que entre en mi pelo motoso la peinilla, 18 —iNo te comas las ufias...!_y cuidado con pisar los zapatos, es terriblemente feo iCamina derecho! Persignate, Si tu padre, si te viera el sinvergiienza de tu padre, Por fin salgo vivo y con camisa limpia. —Bendicion, abuelo. Hay una lucecita bailando en las monedas de sus ojos. Quién sabe. Todavia es temprano y é| también sabe de peleas. Voy por tiltima vez a la escuela aunque ya no vivimos aqui, No importa que las calles perma- nezcan iguales y la comida tenga el mismo sa~ bor y de noche me despierte pensando en los fantasmas. Ni siquiera cuando echo mi anzuelo desde la punta del viejo muelle, quebrando el agua con su garfio rizado, pienso que estamos aqu{. Estoy mirando otro cielo. Un rifio tres cen- timetros més alto. Imagino lo rojos, lo lisos y pulidos que serdn los escalones de la casa nueva. —iAtenci6ooon, atenciéooon. ..! La maestra agita la campanita. Alisa su blusa verde, ordena los papeles del escritorio, frunce las cejas pobladas. Este afio tiene hilos plateados en las sienes. Abre los labios en una sonrisa, pero termina apretando los dientes. Es raro, olvida la oracién de la mafiana. Nosotros estamos limpios, peinados, silenciosos. Ella pregunta: —sQué es oracion gramatical? Respondemos en coro: —Oracién gramatical es una o mds palabras con las cuales expresamos un pensamiento. —¢Por ejemplo? —Amas, Dios es bueno. Tomés trabaja la terra. Tomés soy yo. En seguida tenemos ejerci- cio escrito y buscamos cudntas vecales hay en cada una de las palabras siguientes: Jests - Vir- tud - Capitan — Agua. Nos codeamps, de pupitre 19 @ pupitre, sonrientes; asi los turistas veran que Somos montones de nifios en la escuela, Los que vienen en avién desde el continente y pasean en carritos descubiertos, tostados por el sol, y toman fotografias, La maestra esté aburrida de ellos. Ya no tiene nada qué decir y le cuesta tra bajo atender a tantas preguntas. Preguntas so- bre si preferiria quedarse, si le duele partir y usted qué opina. De todas maneras, aunque esos tipos del con- tinente se ocupen de nosotros y en los periédi- cos salgan retratos de las casas, la iglesia y los Pescadores, a mi abuelo ya le mataron sus re- ‘cuerdos. Porque hay cosas que no podemos car- gar en un camion ni colgérselas al cuello. Ten- driamos que inventar un pueblo diminuto —sin que falte un grano de arena, la tumba de los bisabuelos que esté en el jardin de enfrente, los Cocales o el Arbol de] pan— y encerrarlo en una caja de misica, para que le diera cuerda cuantas veces se le antoje. Claro, ante todo los sermones del cura y los rezos dominicales. ¥ 1a luna lena cuando surge del mar en noches oseuras, A lo mejor menos de tumbas que de lutos. {Ya viene Ja banda tocando en carnavales! Ese olor a pan de coco, pescado frito y ron-don de todos los dias. Mas bien e] paso de los pajaros de octubre. Tal vez mi padre, cuando tocaba la guitarra en los kioskos del Johnny Key, antes de fugarse con wha turista de ojos verdes. Se me ocurre, hasta el tltimo perro, S6lo que los perros se fueron o se murleron de hambre, —iToméaas...! jSigue trabajando...! Los otros nifios escriben. El chino muerde un lapiz y Leda me saca la lengua. Un hombre bar- budo, ojeroso, en vestido de bafio y camisa de colorines, quema luces azules, Mas fotos, Mas Preguntas. La maestra lo esquiva y esconde la frente tras el libro de castellano, supongo que entre el sustantivo y el adjetivo. —iAtencion...! Vuelan los lapices. El hombre barbudo sigue obando con su cAmara el mapa del archipié- Jago suspendido en la pared, el tablero perfec- tamente limpio, los tarros de avena en donde sembramos frijoles 1a semana pasada, A nos- otros. Tan limpios. Tan ocupados con Jesus, la virtud, el capitan y el agua. Luego salimos en orden, de a dos en fondo, pa~ ra asistir a una funcion de despedida. Habra dis- cursos, autoridades, musica y banderolas, Tan ~ tan - ra tacehssssinnnn teceechhssssinnnnmn. .. plan rataplan, En una esquina esta. mamd, con Jos parpados hinchados de lorar. Como todas las mujeres de nuestro pueblo, Escucho su voz enronquecida ala altura de mi nuca. —Cuando terminen los discursos corre a la casa. {Tu abuelo esté perdiendo la chaveta...! ‘Me escapo por un atajo bordeado de cocales, perseguido por sollozos, tambores y discursos. El zumbido de los altavoces y la musica estri- dente de la banda. —.. .éramos sefiores de esta isla, en nuestra humildad tan poderosos que nadie nos disputaba ni el mar ni la tierra, desconocidos para el resto del continente, pero duefios de nuestro propio destino. Mi abuelo sigue hablando con nadie, ahora con una escopeta entre las manos —Si el gobierno y los pafias quieren guerra... iLa tendrén...! jLos reto a que vengan a sa- carme de mi tierra! Estf sentado en la sombra que arroja el techo de la casa, nica figura en la calle solitaria, im~ pertérrito, como un tronco milenario. Tras él puedo ver las sombras bienhechoras de sus an- tepasados. Nada le asusta ya, Defenders la tierra hasta el final, Como no puedo traicionarle, comienzo a le- vantar una barricada —tal como hacen los gua~ pos en las peliculas de vaqueros— con la mesa de la cocina, las sillas, las camas, el armario con. espejo de luna, las ollas, sobre la tumba de los bisabuelos. Amontono pan, cocos, pescados y ga- a1 rrafones de agua dulce, sin que falte el caballito de madera que me regalé papa antes de mar- charse con una turista gringa, Hay que estar prevenidos, como dice el abuelo. No sabemos cuanto duraré, esta guerra. 22 LA PAREJA PERFECTA Es un asunto incomprensible. Como un juego de locos. ¥ pese a los comentarios, rumores y descabeliadas conjeturas, nadie se atreve a ex- presar en voz alta lo que piensa, Porque para hablar con la verdad en la boca, digamos que John Miller y Laurita, su mujer, no tenfan mo- tivos para abandonar la isla. Pero se marcharon. En el tiltimo jet de la noche del jueves, sin des~ pedirse de sus mejores amigos, como gente que huye de la ley. {Qué lastima! Pues con ellos se marcha gran parte de nuestro patrimonio moral y la fe que muchos depositaron en ellos. Ahora mismo lei en El Centinela que venden todas sus propiedades. Los terrenos de Sound Bay, el restaurante, la firma importadora, el magnifico chalet que posefan en el Cliff. ¥ las acciones de El Circulo. —Entre ellos ni un si ni un no —como dice Clara Moreno, fiel amiga por més de diez afios. Resultaban espejo viviente de la santidad del matrimonio, indisolublemente unidos después de veinte afios de convivencia, Felices, estables, amorosos. Sin ese complejo absurdo que inhibe alos amantes maduros de lamazse en piblico amor y corazon. Al contrario, En todo tiempo y lugar daba gusto ver sus manifestaciones de 23, afecto, como para ejemplo de esos matrimonios de la nueva generacion que estan dispuestos a separarse por cualquier nimiedad y no tienen empacho en airear sus trapos sucios para solaz del vecindario, —Mami —decta él. —Papi —le respondia ella, Ni siquiera aquel espantoso asunto que tanto afecté emocionalmente a John —hace como cin- €0 afios— tuvo el poder de separarlos. Se murmuré mucho entonces. Como se mur- mura en la isla, al ritmo del calor y la humedad, con alegria secreta, sin trabas ni remordimien- tos. Y aunque John ha sido incapaz de pretender a otra mujer distinta de la suya, actué tonta- mente engatusado por Perla Miller, posiblemen- te por ser su prima tercera y tener un ligero parecido con Laurita. No obstante, hay que convenir que los hechos se desarrollaron sin escandalo, dentro de los If- mites de la mas amable correccién, Pero no faltan las personas dispuestas a afirmar lo con- trario, por el solo placer de fomentar temas de conversacion. Dijeron que las joyas que Perla compraba por cuotas en el almacén de Amed Fakin, sacrificando hasta el wltimo centavo de su sueldo, eran obsequio de John. Lo mismo que el auto que se gané en una rifa pro hospital y el espléndido juego de muebles que la familia es- trend para Navidad. Cada vez que en casa de los primos Miller entraba un muchacho con una sarta de pescado fresco, un ramillete de langos- tas color azafrén o una garrafa de vino espu- moso, las vecinas tomaban nota, {Qué revuelos de ventana a ventana! —Dou you see Miss Agatha? —Yes man! —2Vio dofia Catalina? —Con estos ojos que se ha de comer la tierra... Es que en esta isla de Dios ni islefios ni pafias ni ricos ni pobres podemos comer tranquilos. No 24 importa que podamos enumerar a nuestros an- tepasados hasta la quinta generacion o que nuestra madre haya salido de una mansion con luz roja en Ja puerta. Todo el mundo se entera de cuanto tasajo derrama uno en ‘a olla o si se pasa el dia bebiendo aromético café arabe, con galleticas de soda, Lo comentan en espafiol, pa- tois, inglés, hebreo, drabe, italiano y griego. Clara Moreno tuvo la firme inteneién de sin- cerarse con Laurita y el deseo de conversar con ella a puerta cerrada. Pero lo pers6 dos veces. John es un hombre acaudalado, perteneciente a una de las familias més antiguas del archipié- Jago. Del clan de los blancos poderosos. Ya se sabe cémo son las distancias entre islefios. Unos son blancos y otros son negros, aunque todos tengamos el color del tabaco quemado. Después de todo, Clara Moreno nacié en el continente. Es pafia. Asi le duela, Nunca tuvo marido y lego a la isla, sin un peso, lo que im- plica que enmudecié antes de quebrantar el in- menso amor que los Miller se profesan. —iLejos de mi tamafio disparate! —decia con su gran vozarrén cuando iba de visita, Son un matrimonio tan perfecto, tan unido. Entre ellos ni un sf ni un no, El tiempo fue corriendo. Llegaron y se mar- charon los pajaros de octubre. Cuando Laurita abrié los ojos —que lo hizo detras de una cor- tina— la muchacha estaba en el estado que sabemos. Tugadas del destino. No se puede negar aue John es un hombre muy apuesto... ¢Quién dijo que Laurita comprendia? No quisc aceptar que su marido también es susceptible de chantajes, con mayor razén desde cuando el gobierno nacio- nal sancioné Ja ley de la paternidad responsable y dio a los hijos naturales el mismo derecho que a los nacidos con la bendicién del cura. Ademés, mienten los que desean adjudicarle a John el nifio de Perla. Los Miller nunea tuvieron hijos. Para mayor Claridad, John neg6 su apellido a la 25 erjatura y la muchacha no se decide a entablar un pleito. Ahora vive en la capital, con lujo in- sospechado, sin que sepamos quién corre con sus gastos, Como la totalidad de la fortuna conyugal es- taba a nombre de Laurita, y, en materia de ne- gocios, ella dijo siempre la ‘ultima palabra, en la época del escéndalo se mantuvo inflexible. Sin atender razones arreglo maletas y tomé el primer avién para Miami. De alli a una ciudad europea, Que si John tenia la debilidad de fi- jarse en una muchacha que ademas de ser su prima tercera también podia ser su hija... jque comenzara desde abajo para mantenerla! Lo triste del asunto es que el matrimonio de los Miller fue un pacto de amor. ¥ ese dinero que ahora derrochan a manos Ienas comenz6 a subir como espuma de jabon cuando Laurita lavaba ropas para hoteles y familias acomoda~ das. Hace tantos afios que nadie lo recuerda. Claro que la difunta Miss Bordee grite du- rante mucho, muchisimo tiempo, que la fortuna de los Miller no tenfa nada en comin con la limpieza de la ropa lavada y era tan oscura co- mo la tierra que a ella le arrebataron con en- gafios. {Qué asunto més confuso!... Miss Bordee fue una mujer acaudalada, antigua socia de los Miller en provechosos negocios, que tenia la pé- sima costumbre de no exigir ni firmar documen- tos. Islefia de la vieja guardia, se negé a apren- der el idioma espafiol y nunca se integré a la vida moderna. Era una protestante devota que —de ninguna manera— hubiese vendido 1a tie- rra de sus mayores. Laurita y John realizaron infinitos esfuerzos para mantenerla alejada de sus vidas, Tenfan motivos poderosos para denunciarla a las auto~ ridades y se dice que prefirieron callar, por respeto a la vieja amistad... y un deseo sincero de evitarle molestias. Pero durante diez afios Miss Bordee se apost6 frente a la recargada y costosa mansion de los 26 Miller. Dia tras dia. Los maldijo sin cesar, su- plicéndoles al mismo tiempo que le devolvieran sus tierras. Parecia envejecer un poco en cada recorrido (de su casa de La Loma a la mansién y de la mansién a su casa de La Loma), como un hecho premeditado, sin permitir que igno- rdsemos su ingrata existencia. Cuando los afios fueron quince, y se hizo tan vieja que s6lo pudo maldecirlos fugazmente, recluida en su cama por Ja fatiga o por la reuma, comenzamos a olvidar- la, Todo estuvo bien por un tiempo. Entonces Miss Bordee decidié que no estaba vencida. Una noche de lluvia descendi6 de su casa de Loma, ciega, agotada por la artritis, en la mas absoluta miseria, para morir frente a la casa de sus an- tiguos amigos. En dichas circunstancias los Miller actuaron con amplia generosidad. Pagaron el entierro de Ja anciana y enviaron al cementerio de los can- grejos una hermosa corona de rosas blancas. iqué gesto mas noble!... y eso que las rosas se marchitaron una vez tocaron la madera burda del atatid. Fue un verdadero alivio para las personas res- pétables de nuestra comunidad el que John co- rriera detrés de Laurita por las carreteras de Europa, desdefiando definitivamente a Perla Mi- ler y a su inoportuna criatura. Porque la mujer que cae una vez puede caer dos veces. John he- redé inconmovibles principios religiosos. Los Miller regresaron a la isla mas unidos que nunca, altas las cabezas, desafiantes. Demos- trando a los envidiosos que nada ni nadie podria destruir el amor que los unfa, menos la intacha- ble reputacién de su matrimonio. Ni maldicio- nes ni mujeres dudosas ni comentarios mal- intencionados. A causa de su comentado viaje a Europa (en donde se coded con la nobleza y conocié mas castillos que el principe de Gales) Laurita vigilé estrechamente el alto efrculo social que coman- daba. Nada se pasaba por alto. Lo mismo un desliz de juventttd o un matrimonio civil o un 27 amorfo aparentemente oculto o un apellido poco sonoro. Sus reuniones eran elegantes, sofistica- das, exclusivas. {Entre nos, de un terrible abu- rrimiento! Todo pasa y todo cambia. El ambiente social recibio un adobo de sal-fish cuando el general Ovidio Puentes visité la isla, en representacion del excelentisimo sefior presidente de la Repti- blica, Le acompafiaba una nutrida comitiva, La mujer del intendente, nuestra primera au- toridad, agarré la ocasién por los cabellos y cursé mas de mil invitacfones para la recepcién oficial, Sin contar la lista de funcionarios pi- blicos. Laurita quedé a cargo de la comisién de festejos. Esto es coser y cantar! La mencionada comisién nombr6 como tesorera a Clara Moreno, Y despleg6 durante quince dias la mas pasmosa actividad. Las integrantes decoraron El Circulo con motivos marinos confeccionaron un ment tipicamente islefio, contrataron la orquesta de Epaminondas Jay y sus muchachos, y estrena- ron vestidos disefiados por Laurita segtin la wl- tima moda de Parts, Nadie se imagina lo que puede ser la moda de Paris adaptada a la voluminosa humanidad de ciertas matronas islefas, El general creyé reconocer a Laurita, Su sa- ludo fue especialmente efusivo, Ella respondi con helada cortesia, indiferente a la deferencia del distinguido visitante. Tanta altivez desperto un murmullo admirativo. Nuestro personaje, hombre autoritario y ampuloso, permanecié a la expectativa el resto de la noche. De vez en cuan- do la miraba, con las pestafias entornadas, disi- mulando torpemente su curiosidad. John no dis- frutaba un 4pice: por primera vez en su vida no presumia de la esbelta figura de su mujer que —a base de sacrificios y masajes— conserva a pesar de acercarse hace rato al medio siglo. El general bebfa sin tregua, como si quisiera liquidar rapidamente la existencia de licores al- macenada en las bodegas de la aduana, Quizd 28 le afectaba la idea de encontrarse en un puerto libre, paraiso de turistas y aventureros de paso, en donde el whisky importado sale més barato que el agua, Todo era palmear los hombros al intendente y felicitar a los notables por los pro- gresos del archipiélago y soltar discursitos sobre las gloriosas Fuerzas Armadas y mencionar la estrecha amistad que lo unia con un tipo griego de apellido Baco. Tuvo un apretén de manos pa~ ra cada quien, galante6 discretamente a las se- fioras maduras y en un gesto inmortal ignoré a las jovencitas, celebro festivamente los wltimos chistes politicos, prometié solemnemente cons- truir un parque para los nifios de El Arenal y entregé un cheque en blanco a beneficio de las instalaciones del nuevo hospital de caridad. Mas que un cristiano, el general Ovidio Puen- tes se comportaba como un regimiento en mai cha. En esa noche memorable engullé uno tras otro nuestros platos tipicos, atendié a centena- res de personas y continu6 persiguiendo a Lau- rita con sus ojos chispeantes. Insistia que su rostro le traia no —sé— qué nostalgia de ju- ventud, hermosos recuerdos dispersos en lo pro- fundo de su interior, la certeza de haberla cono- cido en tiempos por lo pasados mejores. Eso es una mujer!... Qué mujer! —una expresién amable y bonachona dulcificaba su mirada cautelosa, escrutadora. —éConocerme? ;Imposibie! —exclamaba Lau- rita—. Salf directamente de las faldas de mi madre, al altar del matrimonio. ¢Cierto, papi? —Si, mami —respondia John, Historia por demas afieja. Que yo sepa, no existian motivos para albergar sombra de duda. Laurita y John se conocieron cuando éste salié de Ja isla por primera vez, al servicio militar obligatorio, con deseos de estirar sus largas pier- nas por el continente, {Qué afios aquellos! No tenfamos luz eléctrica ni acueducto, ni aero~ puerto ni carreteras, Los terratenientes acufia- ban sus propias monedas y el pueblo negociaba por trueque. El que viajaba al continente enco- 29 mendaba su alma a Dios y sudaba lo suyo du- rante diez dias, bamboleandose en viejos buques cargueros mientras legaba a Cartagena. Las muchachas acomodadas estudiaban en Jamaica y en Panama, pues nadie hablaba espafiol. Los Ymicos pafiamanes que conociamos eran mari- nos, policias, misioneros y funcionarios publicos. John Miller estuvo unos afios afuera, por mo- tivos ajenos a su voluntad. Motivos que fluctian entre una metedrica carrera en el ejército y una, condena por robo de materiales de construc- cién... ga quién puede importarle? Lo tnico cierto es que regresé casado con Laurita, para desesperacion de las muchachas islefias quienes —con profundo pesar— aceptaron que ellos for- maban la pareja perfecta. ‘Nunca nos preocupamos por el pasado de Lau- rita, creo, pensabamos los asistentes a tan me~ morable reunion, sintiéndonos halagados por el interés que el general demostraba por una de las primeras damas de la isla. ¢La conocia de tiempo atras? gpor qué no?... decian los cuchi- cheos... Hasta la madera de las casas tuyo un bosque de pinos y un punto de partida. Sola~ mente nuestro padre Adan fue creado de la na- da. De buenas a primeras resulta un poco vago transitar por el camino de la vida con un pe- quefio bagaje de recuerdos. Las faldas de una madre y el altar del matrimonio, De manera que nos sentiamos inquietos, rece- losos de la infortunada memoria del preclaro visitante. El general respondfa asu fama de hom- bre recio, experto en disolver golpes de Estado, eélebre en su infructuosa lucha contra las gue- rrillas, pufio de hierro que —en menos de diez afios— habia sumido a los rivales que le dispu- taban el liderato del alero izquierdo de las fuer- zas armadas en la més completa oscuridad. iNunca olvidaré tanta prosopopeya! El gran hombre era un monumento viviente de Ricaur- te, Atanasio y todos los héroes. de nuestra In- dependencia. Pero la carne es débil. Después de un dia salpicado de discursos, desfiles e inaugu- 30 raciones, el ardiente clima de la isla hizo presa de él. ¥en medio de un brindo por “La gloria de”... y... “Como les venia diciendo”, sin pre- vio aviso de lengua estropajosa, el ilustre visi- tante apreté ostentosamente la mandibula, cerr6 Jos ojos y se quedé dormido. Por breves instan- tes, la animacion extinguidse en El Cirenlo, Los rostros esbozaron una democratica mueca'de es- tupor. Los barman se quedaron con las bandejas en alto, uniformados mufiecos de cuerda. Su- Jetos desconoeidos aprovecharon la oportunidad para introducirse en el tocador de las sefioras: el saqueo de carteras también fue democratico y total. A una sefial de la mujer del intendente la orquesta arremetié un efervescente aire po- pular. La animacion subi como espuma de cer- yeza helada, {Un furor apocaliptico por la dan- za se apoderd de los invitados! El espectéculo result6 en verdad tonificante; como para envi- diar el garbo y la salud de nuestros monumentos publicos, De pronto, el general recobré 1a compostura. Limpi6 sus lablos con un finisimo pafitelo, son- rié duleemente y abrié asombrado los ojos. Exa~ miné la mesa atestada de vasos sucios, ceniceros repletos, botellas vacias. Contemplé la algarabia, que reinaba en la pista de baile, en donde se destacaba el cuerpo cimbreante de Laurita. Y cometié la terrible equivocacién. —iEhhh Laura, ..! —grité alborozado—. Di me... ¢todavia te dicen el mané del soldado. . iTienes una casa a todo timbal...| Mejor que en los viejos tiempos. jLastima que tus mucha~ chas estén bastante jamonas.. .!, —chasqued la lengua satisfecho, ensanché el viensre, y asest6 una formidable palmada en el trasero de la es- posa de un secretario intendencial, su vecina de mesa....—jVamos, chicas, a moverio. ..! Cuando el general salté a la pista, evidente- mente en estado de sonambulismo, alguien tuyo la feliz idea de apagar los interruptores de la luz. Todavia ignoramos quién le pegé al milita~ rote la soberana trompada que le desvié la man- dibula, dejandolo sin sentido hasta el momento 31 de abordar su avién particular. Es tema del que no se habla por el momento. A propésito, debo visitar al médico. Lo que me preocupa es que los Miller se mar- charan intempestivamente de la isla, Porque las personas poco temerosas de Dios ya estén hi- lando un hecho con el otro. Por nada. Por el simple placer de fomentar temas de conversa~ cién, Me desvelo y torno ‘a, desvelarme. No por Ja pasion inmortal que los Miller han inyectado a su matrimonio. No. Puedo afirmar ante Dios y ante los hombres que su unién continuaré fir- me, a través del tiempo, vicisitudes y alegrias. Tal como debe ser. Sin un si ni un no. Hasta que la muerte los separe. Lo que me duele es que no se molestaran en despedirse, pese a la entrafiable amistad que por tantos afios compartimos. ¥ si no me escriben en el curso de un mes, con todo el dolor de mi alma, me veré obligado a demandarlos por abuso de confianza, estafa y cheques sin fondos. iMancillando la relacién que Laurita y yo com- partimos durante los tltimos cinco afios en el més absoluto secreto! Lo haré, Juro que lo haré. En nombre del patrimonio moral de nuestra co- munidad y de la tierra de mis mayores, 32. TUMBA DE JUNIO Est enterrado en el viejo cementerio de la mision inglesa, Aunque en vida detestaba cor- dialmente a los sttbditos del Imperio Britanico. Su tumba es un Acido poema agobiado de calén- dulas, tamarindos y flores de cayena, que parece profanar el camposanto abandonado. Nubes de arena acosan la decadencia del lugar, mientras en los senderos depositan sus excrementos ban- dadas de golondrinas migratorias, De afio en afio las losas se desmoronan lentamente, per- diendo fechas, nombres, recuerdos y fantasmas. Queda un angel de marmol sobre la capilla principal, estrangulado por el moko, como ves- tigio de antiguos esplendores imposibles de afio- rar. Angel iracundo del juicio final, mutilado por el baterista de una orquesta de mambo que —en cierta noche de farra— se levé amorosa- mente la trompeta. Bum-Bumba. Est enterrado alli. Todos los saben. En con- tra de lo que pudo ser su tiltima voluntad, por- que nunca tuvo oportunidad de escoger y ningin otro cementerio quiso profanar tierra consa- grada con la carrofia de un suicida. En vida, Ventura Orozco estaba sefialado co- mo un hombre distinto de los demas, Segura- 33 3 — pani sonora mente lo era. Asi lo decia la gente, desde veinte afios atras y, para su desgracia, Ventura no te- nia motivos para imaginar otra cosa. A los treinta y cinco afios era un sélido ejem~ plar del sexo masculino, duefio de notorias cua- lidades fistcas sablamente cultivadas; colocado a la cabeza de sus competidores, Ventura Orozco ejercia la misma profesién explotada por otros quince sujetos en toda la curva de la Bahia de las Sardinas. Capitaneaba un yate de turismo, especializado en cortos viajes de pesca y recreo, oficio tan respetable como cualquier otro. Lucia pretensiosa gorra de marino, inmaculados pan- talones de lino azul turqui, camisa de seda blan- ca, mientras la competencia se endosaba desco- loridas franelas sobre viejos calzones de bafio. El tamafio del barco, la textura del lino y el resplandor de la seda, establecian notoria dife- rencia entre el vistoso marino y los otros mu- chachos de la playa. Al menos, ante los ojos des- prevenidos de los turistas... jturistas al fin!... la realidad es que tanto bombo y platillo y oro- Pel no pasaba de simple parapeto. Como los demas, Ventura Orozco también vivia de las mujeres. La idea primitiva no fue suya exactamente. Ni de nadie en particular. Entré a la profesion accidentalmente, empujado por el yeneno de la desesperacién, acosado por el espectro del ham- bre que se burlaba de él con profusién de mo- risquetas, ‘Tenfa catorce afios entonces, y ninguna posi- bilidad de concluir la escuela primaria a donde asistia unos meses cada afio. Hasta que los pu- pilos compraban los tiltimos libros y su maestra, cansada. de solicitar siquiera un cuaderno de cincuenta hojas, lo expulsaba llorando de co- raje. {De nada 0 poco le servia deambular por los garitos y balladeros de la zona negra en bus- ca de su madre. ..!, si estaba de buenas obtenia un trago de, ron, dos palmadas en la espalda y una declaracion tan sucia como el fondo de un _pozo, 34 —Ningiin hijo mfo debe aprender nada que no Je ensefie su madre. jEres el vivo retrato de tu abuelo inglés...! —exclamaba en tono almiba- yado— y con eso te basta y te sobra.. El asunto quedaba archivado en las esperan- yas del afio siguiente. Ventura se las apafiaba en trabajos esporddicos, a veces comia y a veces dormfa mas de la cuenta. Eso dependia de la ocasion, la fortuna, una hierba sin cortar en el barrio residencial o de los zapatos enlodados del gerente del banco, quizé de una nifiera en su tarde libre. Es que la madre de Ventura tenia suma faci- lidad para traer hijos al mundo. Ademds, fuera, de una desmedida aficion por la ginebra y la ten- dencia a tomar a muchos extranjeros como in- gleses —de los cuales se crefa familiar cercana— no tenia nada de qué ufanarse. Sdlo imaginaba, lo contrario, y vivia muy orgullosa de los con- tinuos engrosamientos de su cintura. —Para eso tengo marido —solia decir, conto nedndose en el vecindario, El marido no era el mismo en cada tempora- da, saltaba a la vista. Pero todos los hombres elegidos por el ansia tenaz de Rosenda Orozco —abandonada por un marino de origen esco- cés— se parecian tragicamente entre si, como facsimiles manoseados del mismo retrato, Asi sus conocidos apenas si notaban el cambio 0 fin- gian que el marido era el mismo o mentian de- Iiberadamente para no complicarse la vida me- morizando un nuevo nombre, Ella era mujer de jolgorio y estribillos al amanecer, emperifollada como una malabarista de circo, mas popular que la cerveza helada en el sector del mercado y los muelles, de risa chis- peante y contagiosa alegria, Solfa cantar en tono arrebatado en los velorios, empapada de sudor y perfume barato, arrancando lagrimas sentidas hasta en los mismos enemigos del muerto. ¥ sus manos se poblaban de magia apenas con acari~ ciar una guitarra. Era la Ninén de los pobres, como dec{a Santana, el pintor loco del puerto. 35 Sin embargo, la voz de Rosenda Orozco fue de excesiva dureza_ cuando notificé a Ventura que, en su opinién, él estaba demasiado crecido paral continuar en un feliz desperdicio del tiempo. —Trae m4s dinero —orden6. El muchacho acababa de colocar sobre la me- sa de la cocina cincuenta pesos ganados por reemplazar a un celador escolar, en una ruldosa, fiesta infantil. Ella, ligeramente bebida, rechaz6 el dinero con un destello maligno en las pupilas, Tenfa, una concepcién bastante particular de las relaciones entre padres e hijos, Y sus exigencias materiales se tornaban més perentorias a me~ dida que aumentaba la edad de sus retofios. —O traes més plata o duermes en la calle —chill6—... jescoge... Ventura no os6 protestar. {Qué va! Comenz6 a rondar desconsolado en los alrede~ dores del centro de la ciudad. A responder anun- cios radiales solicitando mensajeros, mecanicos yayudantes de albafiileria. A ofrecerse como tor- nero y soldador. En vano. Carecfa de una cami- sa decente, tarjeta de identidad, carné de salud, pasado judicial, recomendaciones, conocidos po- liticos. De todas partes lo echaron a Ia calle co- mo a un lazarino. Intenté vender sangre en el hospital de caridad, con pésima suerte: el por~ tero amenaz6 con denunciarlo a las autoridades. Ventura paso a engrosar la nutrida multitud de vagos, aventureros, chantajistas y negocian- tes de los muelles. Sitio en donde habia ofdo decir existian fastuosas oportunidades, ‘Tuvo tanto éxito como un gozque sarnoso en. misa cantada, Era muy joven para ser aceptado por el gremio de los estibadores. Incapaz de ro- bar. Demasiado robusto, saludable, poco indica- do en el quehacer de la mendicidad. Carecia de la astucia y la agilidad de los chiquillos nacidos y criados en la bullaranga del ambiente, lo que fue captado por los traficantes de drogas y mer- 36 caderes de carne joven, quienes dejaron de ase- diarle tan répidamente como le habian cercado. Pocos dias bastaron a Ventura Orozco; pronto eomprendié que no tenfa 1a. menor posibilidad de sobrevivir alli, Daba lo mismo ofrecer su al- ma en plblica subasta. Ni el mismo diablo la queria. Un doloroso insomnio sin rumbo lo Nevé a las playas exclusivas de las Bahia de Jas Sardinas. A rescatarlo acudié una rubla gigantesca, dulce y marchita, quien le dio comida y amparo en ia tibieza de sus poderosos brazos nérdicos, Ven- tura pudo alejarse de si mismo durante una cor- ta semana, Sin saberlo, iniclaba un fatigante peregrinaje de veinte afios que tendrfa como finico escenario la extensién plateada y azul de la bahia, Niel servicio militar le dio la oportunidad de escapar a su espantable destino, Se present vo- luntarlamente, cumplida la edad reglamentaria, impertérrito ante el eseandalo, la ira y el for- cejeo de su madre, lista a remover cielo y tierra para conservarlo en casa... Estuvoen el ejército el tiempo justo. No pasé un dia més. Ni un dia menos. Era demasiado alto y hermoso y atracti- vo para que se considerase su peticién de perma~ necer en el cuartel. Los altos mandos militares pensaban que, el dia menos pensaco, Ventura podria deshonrar la austeridad del uniforme. Desde el dia de su regreso las mujeres fueron erosionando poco a poco su interior, exigiéndole constantemente satisfaccion fisica, ignorando despiadadamente sus verdaderos sentimientos. Era para ellas como un bello anima! entrenado para realizar juegos ex6ticos y delicadas perver- siones (un remanso aparte del hogar y los hijos y los maridos y la profesién o la inutilidad) nunea tomado seriamente en cuenta, que perdia identidad apenas habfa tierra de por medio. Ventura lo sabia. Jamas espero una carta, una, nota o una simple tarjeta postal. Aquellos'ros- tros ansiosos de pasién se dispersaban con el viento, uno tras otro en nebulosa sucesion, aun- 37 que en cadena invisible que lo ataba inexora,| Dlemente a su destino. El mundo se le convirtid) en una sucesion de bares, moteles, terrazas ali mar, alcobas fumigadas y camas eternamenta| con sdbanas limpias, En ‘sus duermevelas veia| el infierno semejante a la cubferta de un yate de turismo. Sus dias eran iguales los unos a log} otros. Una mujer a punto de marcharse y otral mujer a punto de legar. Con creptisculos fra,| gantes 0 mafianas soleadas, tlempo Iuvioso 9) veranos prolongados, mar de leva o vientos con.’ trarios, Aquel universo de pelicula y romance) en perpetuo tecnicolor era su cruda realidad, Allf estaba prisionero irremediablemente. Como la hormiga del cuento que recorria incesante.| mente el interior de una esfera de cristal, sin| encontrar el camino de salida. Pero todo el esfuerzo de Ventura Orozco no| impidi6 a tres de sus hermanos caer en la mars| cha, diezmados por las enfermedades y la des- nutricién; no pudo evitar que los otros chicos se esfumaran del puerto como si nunca hubiesen existido, ni a la ‘nica muchacha fugarse con un vendedor ambulante y menos a Rosenda) Orozeo morir de parto sin haber adquirido uso} de raz6n, Ella se marché a la otra vida tan alegremente| como habfa vivido. Dejandole en la trampa. Ig- noraba los estragos del pesar y el agobio del remordimiento. Llevaba consigo los retratos de sus queridos difuntitos, 1a melodia de moda a) flor de labios, y un solo rostro al recordar a. to- dos sus maridos dispersos en el laberinto febril de su memoria. En cuanto al ultimo hijo, ese que le sorbia la vida lentamente, quedaba a 'car- go de Ventura, —Recuerda que tu hermano es vastago de un| inglés —le dijo—. Eso es bastante, pero no del todo. Mejor lo mandas a la escuela, Ti no tienes nada que ensefiar. Ese hermano menor era el unico 1azo que 1o| ataba al exterior. Cada mes, Ventura Oroz¢o vestia un usado pero impecable traje de calle y| se acercaba al centro de la ciudad, al mejor co- legio de varones, a recibir las notas de Neftali Orozeo y cancelar 1a costosa pension. El resto del tiempo permanecia en el obligado aislamiento de los réprobos, del que ya no in- tentaria salir, porque ni siqwera en los lugares donde antafio celebraban los encantos de su ma dre tenia buena acogida. La ciudad era pequefia y Ventura habia perdido todos sus derechos de- lante de la comunidad; la cual consideraba pro- fesiones verdaderamente masculinas la extor~ sion, el chantaje, la venta de empleos piblicos y el contrabando de armas. En cuanto a la gente de bien, la de los negocios a gran escala y sin peligro de tropezar con la policia, de hecho ig- noraba su existencia. Ventura no cometia el desliz de imponer su presencia en un sitio de- cente. Después de todo, podia vivir tranquilo mientras se dedicase exclusivamente a los tu- ristas y entrase a lugares en donce se cobraba a precio de turistas. Asi iba y venfa en su yate de placer. Entre espejismos femeninos que no existian sino en retazos del verano, cuerpos sin nombre y sin historia, mientras esperaba el dia en que su her- mano menor lo mirara con ojos espantados. Tenfa treinta y cinco afios cuando Neftali Orozco se enfrenté a ese flagelo de imposibles conocido con el nombre de verdad. No reneg6 de él, Lejos de eso. Es imposible saber si com- prendié la magnitud de la, deuda contrafda o si amaba al falso marino sin ambages, lo sufi- ciente como para aceptarlo precisamente por ser quien era. Se exhibfa con él a la primera oportunidad —Ventura le sacaba el cuerpo— sin hacer preguntas capciosas, dirigirle reproches 0 veladas advertencias. No intentaba arrancar de 61 promesas, ni se daba por aludide ante la, des- carnada realidad. Tampoco cometié la torpeza de agradecer abiertamente. ¥ a los entrometidos que le exhortaban a emprender Ia salvacién del cuerpo y del alma de Ventura, les volvié la es- palda con feroz altaneria, 39 Ventura sabia que la admiracién es como un pulido cuchillo de dos filos. Los sentimientos del hermano menor podian virar hacia rumbos insospechados de la noche ala mafiana. Esta vez no estaba dispuesto a permitir al dltimo de los suyos tomar un camino equivocado, Entonces hizo lo que tenfa que hacer. Adqui- rié a buen precio una mohosa pistola alemana, de un tipo descontinuado después de la segunda, guerra mundial, tan pesada que transmitia con- fianza, Orden6 minuciosamente sus asuntos y suprimié el tinico obstéculo que separaba a Nef- tali Orozco de un futuro perfectamente respe- table... isu pulso no temblé!... y el estallido que le destruyé la tapa de los sesos basté para transformar al prisionero de 1a esfera de cristal. No Se convirtié en otro fantasma del viejo ce- menterio de la misiOn inglesa, sino en un épico fantasma con leyenda nueva, en el tinico suicida, de toda la historia de la Bahfa de las Sardinas, Un hombre fuera de lo comtin, cuya memoria inyectaba un aura misteriosa a la ciudad. Ente- rrado en la tarde de un junio soleado y polvo- riento, sin dolientes, ni plafilderas, ni coronas, ni oficio religioso, para alivio de todas esas mu- jeres que a pesar del olvido tampoco necesita ban olvidarlo, Esta enterrado alli, Cualquier habitante de la bahia, los muelles 0 la zona negra conoce el ca- mino. Su tumba es un sitio de atraccién, un poema distinto en el viejo cementerio abando- nado, de peregrinaje obligado a los turistas. El domingo hay retreta con la banda local y pueden adquirirse postales iluminadas con el rostro del hermoso marino, oraciones para el mal de ojo, cancioneros y filtros de extrafias propiedades, De acuerdo con una ordenanza. del honorable coneejo de la ciudad, presidido por Neftali Orozco, desde el tltimo afio se cobra un impues- to especial a los visitantes, destinado a la res~ tauracién y ornato de la tumba, 40 PATERNIDAD —Doctora, muy buenos dias. Son las nueve de la mafiana. El sol golpea tirénico a través de los cristales —limpios y fu- migados— del amplio ventanal, Pronto comen- zaré a sentirse un calor infernal, el maquillaje de las vendedoras de mostrador se transformara en papilla perfumada y las camisas almidona- das de los jefes perdern las Iineas del planchado. El aire acondicionado de 1a oficina no fun- ciona. Nuevamente, hay un drastico raciona- miento de luz en la isla, Este afio, lo mismo que el anterior, la deuda de Las Empresas Muniei- pales con la Texas S. A. ha, superado los seis mi- Hones de pesos. La alternativa es de cristalina simplicidad: dinero liquido o suspensién total del combustible. —Doctora, muy buenos. .. La doctora de Torres, con las mejillas sofoca- das, marca intitilmente un numero en el telé- fono, preguntandose—como lo hacen diariamen- te cerca de veinte mil personas en el centro co- mercial— qué diablos hacen los dirsctivos de Las Empresas Municipales con ¢l dinero de los usua~ rios y contribuyentes... {En la ncche sofié con una hilera de congeladores atestados de alimen- tos en descomposicion...! y despuss de un sue- fio amargo, la mafiana es hostil si la leche del 41 desayuno esta agria y el agua de la ducha tinta de herrumbre. éLo peor? si, lo peor. No hay manera de des- ahogarse con la ineptitud del intendente. Desde ‘hace tres afios gobierna un politico islefio. El costo de la vida sube en forma alarmante, Ya no se pueden imputar los grandes negociados a los gobernantes pafias solamente. Cuando se es funcionario publico y continental, por afiadi- dura, a veces es mejor callarse; cerrar la boca, contra viento y marea, —iDoctora, muy buenos dias. Se endereza automaticamente. Cuelga el te- 1éfono. —A la orden, sefior Mefiaca... gqué se le ofrece? En la calle, castigada por un himedo y pro- longado verano, tres pisos mas abajo, resuena la voz cantarina de un chiquillo cartagenero: —eCompraaaa mango...? mangooooosssss.. . taannn dulces los mangos... ¢Compra man- goss? EI secretario entra acezante, los ojos fatiga- dos de anemia y de modorra, PAlido, larguiru- cho, mira al visitante boquiabierto. Nada le asombra, en relacién con los hombres y mujeres que visitan a diario la oficina, Es que sufre de adenoides. En cambio, su est6mago vacio asocia al visitante con milhojas, empanadas de carne y pudines espolvoreados con azticar refinada. Mefiaca toma asiento sin esperar invitacién. Es un hombre pequefio, cetrino, 1a nariz como tubéreulo indecente, de larga y graslenta cabe- Nera, y dos ojos amarillentos dilatados tras los lentes de aumento. Banquetero y bizcochero profesional. El unico con diploma en la isla. Asi que su presencia untuosa resulta indispensable €n los acontecimientos de bombo y platillo, Ma- trimonio - coctel - primera comunton - agasajo politico y ete. Muchas personas acabaron por acostumbrarse a sus manos y dientes horrible mente manchados, 42 —éQué se le ofrece, sefior Mefiaca? —insiste la doctora. El sefior Mefiaca toma amplia posesién de la silla, Saca un pafiuelo mugriento del bolsillo, limpia meticulosamente sus lentes, deja escapar un profundo suspiro. Parece la viva Imagen de la satisfaceion. —Gracias, doctora, jMuch{simas gracias... —exclama, mientras el pafiuelo regresa a las profundidades de su bolsillo—... si a su perso- na no le incomoda, quiero saber si puedo consul- tarle un problema. Un problemita no més, un asuntico con un nifio. La doctora Virginia de Torres ostenta sobre su escritorio un liston de plastico que acredita su designacion oficial como Defensor de Menores. Fue la mejor alumna de su promocion, —Estoy aqui para servirle —dice con suavi- dad—. Acaba de enyiar una carta a sus superiores inmediatos, solicitandoles traslado a Bogoté, En diferentes oportunidades le han prometido es- tudiar su caso; pero, el exceso de abogados y de leguleyos con que cuenta el gobierno, exige poderosos padrinos para surgir en la administra- cién publica, El cargo de Virginia es poco apete- cible, por lo tanto sin competidores que lo en- vidien, —Gracias mi doctora... jgracias! —Proceda, sefior Mefiaca, —Se trata de un nifio inocente, un angelito abandonado, un pimpollo de Dios —Mefiaca en- sancha el pecho al suspirar—... En fin, una criaturita que necesita proteccién. Quiero darle mi apellido, gqué hay de malo en darle mi ape- Mido? EI secretario eseribe de acuerdo con una bien establecida rutina. Traza un tltimo signo ta~ quigréfico, Bl lapiz describe un circulo en el aire, ;Vaya! {Qué bomba, madre mia! Lo comin en la Defensoria de Menores es que los clientes masculinos nieguen enfaticamente las respon- sabilidades paternales. Ja. gQuién tba a creer~ 43 lo...? Ya tenia un cuento jugoso para relatar en su hotel-pensién. Resultaba muy aburrida la hora del almuerzo. —tHs suyo ese nifio, sefior Mefiaca? —iNi_mas faltaba, doctora...! {Ni lo pien- se... Yo estoy muy viejo para contradanzas. Es de la sefiorita que convive conmigo, usted ya sabe, la rubia que trabaja en Galerias Madrid. Esa bonita de la seccién para caballeros. —¥o no sé nada, sefior Mefiaca, Lo mejor es ir con calma, Debo entender que usted no tiene lazos de sangre con el nifio, —Correcto, doctora. —éEsté seguro? —,..Y, i¢6mo se le ocurre, doctora! Si la se- fiorita que convive conmigo apenas si lleg6 a la isla hace ocho meses {Que si no fuera por mf, moseas...! Imaginese que Iegé con una mano adelante y con la otra atrés, que si yo... —Comprendo perfectamente, sefior Mefiaca =e interrumpe Virginia de Torres, fastidiada—. Presumo que usted desea adoptar a ese nifio legalmente, —iCémo no...!, presume bien, st para eso vi- ne. Lo que quiero es que se haga lo mas rapido posible, {Me parte el alma ese angelito. ..! —éQué opina el padre del asunto? —éPadre...? :Cual padre? Ja... Ja... ini moseas...! sila Myriam Luz escasamente lo vio tres veces en su vida, y el cretino ni sabe lo que es tener un hijo a las costillas. En cambio, un servidor. .. —El hijo no es de quien lo tiene, sino de quien Jo ceria —anota gravemente la doctora. —Por supuesto, jsi de eso se trata!, porque yo soy un hombre de bien, honrado como el que mas, responsable de mis obligaciones, que no le debo un peso a nadie. ¥ el que diga lo contrario miente, si es que alguien dice lo contrario... —el timbre del teléfono corta lo que prometia ser un larguisimo discurso. 44 Virginia de Torres se zambulle en una tediosa conversacién, en la que Mefiaca logra captar “juicio de alimentos”, “mensualidad”, “testigos”, palabras que lo colman de euforia, al pensar en su honradez e integridad. Est4 un poco nervioso, y comicnza a pasearse paralelo al ventanal. El calor fluye desde 1a calle, inoportuno en la oficina atiborrada de muebles pesados, mas propios de un clima frio, elegidos por un alegre funcionario en vacaciones, Aburrido, el sefor Mefiaca intenta leer, disimuladamente, dos car- tas que se encuentran encima del escritorio En el corredor esperan tres mujeres de piel acei- tunada, una de ellas en avanzado estado de ma- ternidad. El secretario, a sefias, las invita insis- tentemente a seguir y a tomar aslento. Una cuarta mujer surge por el corredor; taconea al- tivamente, mientras arrastra a dos nifias de trenzas apretadas y lacitos verdes. —iMaldita sea! —BI secretario examina su re- oj de fondo negro, con 1a manila dorada, en don- de titilan ntimeros luminosos. Joya que constituye su orgullo y su dolor de cabeza. Mentalmente cuenta las siete cuotas que le faltan para can- celar su valor. Apenas las diez de la mafiana, ya la, camisa hiimeda en el tramo de la espalda, un gusto salobre en los labios, un polvillo im- perceptible acumulandose sobre las sillas de re- cibo. Ah! Eseribe furiosamente, para olvidar que su camisa es una exclusividad adquirida al precio de quince desayunos a diez pesos. En la libreta de taquigrafia surge la apetitosa flor de un huevo frito. La voz de Virginia de Torres vibra por encima del calor y el susurrar de las mujeres. El secretario muerde el lapia distraido, Signos absurdos ocupan el resto de la pagina. La conferencia telefonica concluye, Me- fiaca torna a su sitio. —Escucho, doctora. —Lo importante —anota ella— es que usted tome conciencia de las obligaciones que implica 45 una adopcién. Es lo principal: el resto de los detalles vendra después. —%...Cémo asi, doctora? —Ia inquietud tras- torna ai banquetero. —Obli-ga-ciones, sefior Mefiaca. Eso dije. —gObligaciones...? Eso que tiene que ver con darle al nifio mi apellido...? —EI apellido implica alimentos, educacién, proteecién, todas las responsabilidades. —éQué-que-eee qué dijo doctora? —Lo que dice Ja ley. Al adoptar un nifio usted se compromete formal y ptiblicamente a correr con todas las obligaciones, hasta su mayoria de edad. Segiin dice el Cédigo Civil... —el rostro demudado de Mefiaca obliga a la doctora a in- terrumpirse, —e¥ usted qué se esté creyendo, sefiora...? éMe vio cara de qué?... gse imagina que voy a mantener de por Vida al hijo de cualquier zambo con una aparecida...? {Ni mds faltaba!... ey mi sefiora?. . .mi sefiora es toda una sefiora, una, dama dignisima, una dama de alcurnia, la santa madre de mis hijos... usted cree que voy a compararla con una pinga muerta de hambre? iJa, ja! gqué se imagina que voy a decirle a mi sefiora? _ —El apellido, sefior Mefiaca... —en el rostro de Virginia de Torres no se vislumbra altera- eién—. Estamos hablando de proporcionar al nifio su apellido. —iNo esta ni tibia, sefiora!... yo vine a lo que vine. Eso de la obligacién es otro cantar... 2a mi qué me interesa? La obligacién le corres- ponde a la sefiorita que convive conmigo... pa- Ta mejor, ique convivia! —No me interesan sus problemas personales, sefior Mefiaca. Le ruego nos limitemos al asunto de su peticién. gQue no le interesan mis problemas perso- nales? jah, no! jAhora tiene el descaro de de- 46 cirme que no...! {Si ustedes las mujeres son todas iguales y se tapan con la misma cobija...! —Puede retirarse si lo desea, sefior Mefiaca, Mi oficio no es obligarle a realizar nada en con- tra de su voluntad. Ademas, me esperan otras personas a quienes debo atender. El sefior Mefiaca mira en derredor, perdido su aire satisfecho. Se diria que espera la primera oportunidad para batirse en retirada. —¢Me puedo retirar? gen serio? gasi no mas? —Por supuesto, sefior Mefiaca. Como usted guste... iOlegario! —A la orden, doctora —responde el secre- tario. —Acompafie al sefior Mefiaca hasta la puerta, —Hasta luego, doctora. Gracias, gracias, y excuse, y perdone, gracias... gracias. —No hay de qué, sefior Mefiaca, La oficina apenas ocupa un espacio regular. Sin embargo, el secretario escolta climpicamen- te al sefior Mefiaca hacia la salida. Un hecho inesperado en su rutina, Tras ellos sumba el aire acondicionado, como un moseardén en su pri- mer contacto con el aire libre, y el repentino regreso de la energia parece suavizar el am- biente en la oficina. jSanto Dios!, piensa el se- cretario, ja esa doctora le pasan unas cosas... Afortunadamente, la diligencia del sefior Me- fiaca se fue al cuerno. Sin saber cémo, él olvidé tomar el resto de las notas. —2Quién es la siguiente? —pregunta Virginia de Torres. Circulos violaceos circundan sus can- sados ojos negros. —I...j I...! Me... Me... —vocifera la mu- Jer que entré de ultimo, empujando a. las nifias de trenzas apretadas y lacitos verdes. El secretario esfiimase por la puerta de la co- cina. Ahora puede prepararse un café negro, aT iQué l4stima con la pobre doctoral Todos los dias en los mismos problemas de nunca acabar. Gracias al cielo él no comprente ni jota de in- glés; de esta diligencia si se salva, —iSon of a Beech. . .! —chilla 1a mujer islefia y, en un patois atropellado y colérico, despotrica en contra de un marido fugitivo, Virginia de Torres comienza a preguntar. To- ma sus propias notas. 48 EN LA PLAYA Tendido en la silla de lona, el doctor Castro contemplé emocionado a su mujer y por milé- sima vez agradecié a su propia suerte. Era de- finitivamente suya. La mujer que 61 habia ele- gido, deseado intensamente, conquistado para si. A su completo gusto. Sin que ningin obstécu- Jo le amilanara en su decisién de poseerla. Una mujer especial, distinta, que conocia una a una todas las experiencias de la vida, {Qué hermosa era! Como tenfa que ser, Sin confesarselo, el doctor Castro consideraba imposible, casi degra~ dante y pecaminoso, amar a una persona que no se destacara del comin por su belleza fisica, Se- guramente por su condicién de ultimo hijo de una familia numerosa, con padres ancianos, achacosos, a quienes veia de tarde en tarde cuando le visitaban en sus fastidiosos afios de estudiante interno. No. Un hijo debilucho y tar- dio como él, no tenia demasiados motivos para amar a su familia. Gente tosca, inculta, que no concebia la existencia sin el temor de Dios y el obtuso amor al trabajo. El tnico hogar del doctor Castro era ella, los hijos de ambos, la conjuncién que la inteligen- cia, la belleza 'y la prosperidad representaban socialmente. Estaba satisfecho de su eleccién. ¥ el placer de contemplarla, jugando en la playa 49 con un globo de colores, se transparentaba en su rostro pAlido; un rostro en el que se destaca- ba la nariz aguilefia enrojecida por el sol y los cabellos sin brillo bajo el sombrero de paja italiano, —Es asf, aunque usted se niegue a creerlo —dijo el duefio del hotel. El doctor Castro desperté molesto de su en- sofiacion. El extraordinario espectéculo de su mujer y de sus tres hijos demandaban toda su atencién, Corrian alegremente sobre la arena incandescente, dibujados contra el azul intenso del mar Caribe y més lejos las verdes palmeras del Johnny Key y muy cerca una, canoa abando- nada, sobre la que ella solia apoyar su cuerpo languido, suave y perfecto en su cremosa, blan- cura. |Qué hermosa era! 681? —Como le decia —continué el duefio del ho- tel—, al principio pensé que se trataba de una, supersticién, Los islefios forjan leyendas de la nada. Pero después de vivir quince afios en esta isla, tan lejos de la verdadera civilizacion, he legado a comprobar que tienen la raz6n. —iIncreible! —exclamé el doctor Castro cap- turando dificilmente las ultimas palabras de su interlocutor. —Créame, es absolutamente cierto. Esta isla tiene la extrafia propiedad de desdoblar com- pletamente a las personas. Les suelta las ama- tras de contencién, acaba con todo barniz de hipocresia, desinhibe sus almas y sus cuerpos, desnuda sin compasién los verdaderos senti- mientos. —Realmente emocionante. —No —susurr6 el otro—. Terriblemente peli- groso. —De veras? —el doctor Castro comenzaba a irritarse, —Tenga cuidado, La isla puede destruir en un minuto €l edificio entero de una vida, 50 El corpulento duefio del hotel, con la piel cur- tida y el cabello decolorado por el sol, dejé va- gar su mirada limpia por la playa. No detallaba a los turistas. Hacfa quince afios que habia abandonado un complicado mundo de clubes y negocios, para busear un poco de paz en aquella {sla perdida en el Caribe. Su ocupacién era ama~ ple, rutinaria, pero le permitia sumirse en una comunicacién estrecha con el mar. Estaba harto de admirar bellas mujeres, piernas lustrosas y estémagos aduraznados, rostros alegres y espal- das doradas metédicamente. Tampoco la intre- pidez y el menosprecio con que las matronas exhibfan sus deformidades tenfan el poder de estremecerlo. Sus conceptos sobre Dios, la esté- tica y la belleza habian cambiado desde una época que se le antojaba, inmemoriel. Ahora s6lo vela el alma aflorar en los ojos de la gente, Y sabia, —éEs preciosa, verdad? El tono profundamente célido que vibré en la voz de su amigo ocasional, lo obligé a fijarse en la mujer que avanzaba hacia ellos. La arena apenas se movia al contacto de los pies lechosos, con las ufias lacadas en un escarlata estreme- cedor. Bra alta, de huesos anchos y formas opu- lentas, con una débil tendencia a la blandura. Evidentemente, mayor que su marido, En sus rasgos finamente delineados quedaba el rastro de la soberbia belleza que fuera diez afios atras. Todavia, a fuerza de cuidados, lograba atraer miradas de atencién, Miradas que rapidamente se trasladaban a otros topicos mAs interesantes. —Preciosa —asintié sin demasiado entusias- mo, y al enfrentarse con la expresién ausente de los rasgados ojos pardos, sintié una réfaga helada azotando su columna vertebral. Para librarse del intenso malestar que lo in- vadia, pidié martinis y refrescos para los nifios. Accuenta de la casa. La mujer le dirigié una son- risa cémplice, provocadora. El coctor Castro Jos miraba complacido. Después, aunque intenté inventar una serie de disculpas, le fue imposible retirarse, A la tercera tanda de martinis, ella habia con tado la historia de su matrimonio anterior, enu- merado los nombres de sus hijos mayores, in- sistido en el gran amor que su primer marido le profesaba y en la vida fastuosa que desprecio pata seguir al doctor Castro. Cité hoteles y cireulos exclusivos. Hombres nacionalmente co- nocidos que en diversas oportunidades elogiaron su belleza, y la abierta rivalidad que entre ella y otras mujeres de elevada posicién social exis~ tfa, Cuando comenzé a quejarse de la gran equi- vocacion cometida al elegir 1a isla como sitio de vacaciones, desperdiciando yeinte dias en un lugar sin categoria y frecuentado por un turis- mo popular que ningiin beneficio podia aportar a la carrera ascendente de su marido, al duefio del hotel le dolia la cabeza. Asi que considerd oportuno retirarse, —Pobre tipo —dijo el doctor Castro—. La gen- te solitaria me da grima, —No dejaba de mirarme —dijo ella, arran- cando una sonrisa de orgullo en su marido. Mientras se dirigia a las terrazas interiores del ‘hotel, el propietario comprendié que se di- vertian a su costa. Se detuvo, saludé agitando la mano y firmo la cuenta que el mozo le ten- dia. El doctor Castro estaba demasiado ocupado untando bronceador en la nuca de su esposa como para tomarlo en cuenta. Sentiase ligera- mente mareado, pese a resistir dos botellas de whisky sin achisparse en lo mas minimo. Luego almorz6 copiosamente, durmié su siesta habi- tual, y despert6 sobresaltado cuando el venta- tT6n arraneé de un golpe el anjeo de la ventana. A pesar de la repugnancia que el sol le ins- piraba, Castro acompafié a su familia a la pla- ya. Escogieron un solitario recodo en la bahia, sin vecinos molestos, un sitio protegido de la brisa; bajo el agua cristalina brillaba un manto 52 de arena formado por residuos de coral. No te- nfan ningtin interés en fomentar relaciones con los otros veraneantes. El cuerpo de ella lucia, magnifico con el cefiido vestido de bafio. Gotas de agua resbalaban sobre la piel protegida con un costoso bronceador. El caminé lentamente, hundié la cabeza en una ola, sabored un trago salado, se detuvo cuando el agua le leg a la altura del torso delgado, Nadaba pésimamente. En sus afios de estudiante sin dinero y en trance de labrarse un sélido porvenir como abogado, nunca tuvo tiempo para dedicarse a los depor- tes, Pero sus hijos disfrutaban de aquello que Ja vida le debfa. Alborotaban disputandose la propiedad de un flotador, mientras ella nadaba elegantemente, sin dejar de vigilarlos, a una distancia considerable. De pronto comenzé a soplar una brisa helada. Hacfa frio, Inexplica~ blemente su alegria se esfumé. Una nube espesa cerniase sobre el Johnny Key. Repentinamente se levanté un remolino en el oeste. Gotas punzantes le golpearon la cara y las espaldas. El chaparrén fue stbito. Olfa a sa~ litre ya peces putrefactos, No distingufa a los nifios, ¥ el mar era un enemigo turbulento agi- tado por el furioso vendaval. En la espuma gri- sdcea divis6 aliviado a su mujer. Ella nadaba con precision hacia la costa. —iLos nifios...! —aull6—. jPrimero los ni- fios! Le miré con sus rasgados ojos pardos, ausen- tes de todo sentimiento, y se alejé sin dirigirle la palabra. Un nuevo grito muri estrangulado en su garganta, Las cabezas de los tres nifios eran tres puntos diminutos oscilantes tras la negra cortina de la luvia, Sus gritos desespera~ dos hufan en la direccién del viento trepidante. El doctor Castro braceé en pos de una muerte se~ gura, golpeado por el embestir de las olas in- mensas. —Voy a morir —se dijo—. Vamos a morir. Cuando escuché el rugido de un poderoso mo- tor perdié la nocién del tiempo, 53 Despert6 con la sensacién de encontrarse en una lancha, Los nifios dormian apretujados a su lado, en una cama desconocida, desnudos y tranquilos. El duefio del hotel le ofrécia una taza de caldo. —Nada usted como un experto —dijo lacé~ nicamente. El doctor Castro no pregunté por su mujer, Para un hombre que pensaba terminar sus dias en una isla, tres nifios eran suficiente compafita, DE LUTO EN LUTO —Cuando te pregunte lo que te pregunte... gme dirds la verdad, mam? —La gente que pide verdades prefiere men- tiras. —Yo no, mam. —Dolores Ana, eres mi nieta y lo que mas quiero en este mundo... gqué nécesidad tengo de buscar verdades en mi Vieja conciencia pa- ra cumplir con tus caprichos? —No es un capricho, Miss, Tienes que decirme la verdad. Caminan tomadas de la mano —por la carre- tera de San Luis— mientras el viento de los pescadores atilla con musica de trompetin. En la iglesia rezaron una novena a José Gregorio Hernandez, porque Miss Mabel sufre otra vez de fiebres paltidicas y confia ciegamente en el mé- dico milagroso. Caminan, despacio, parsimonio- samente, Con el garbo innato de las mujeres islefias, Despacito, Para no resbalar en el asfalto que brilla como una cinta metélica en el atar~ decer cargado de salinidad. —Liegards tarde para recibir 1a visita —dice la anclana sin cambiar el ritmo de sus pasos—. Novio que espera desespera. 55, —No espero visita, Miss. Mafiana tengo que dar una respuesta. Depende de ti. —Nadie puede vivir por otro, Dolores Ana, Nada tengo que decir. ‘Miss Mabel es una mujer construida en cam- pana, de busto firme y caderas rotundas, plan- tada sobre dos magnificas piernas. Con su ca~ bello gris ensortijado, la nariz fina, el menton voluntarioso y dos mostacillas azules relum- brantes en la piel color de lefia. La vejez no empafia su hermosura. Todo el mundo le dice “Miss” carifiosamente, con la ternura que la longevidad despierta en los que tienen miedo a envejecer, con esa veneracién que se dispensa, a los edificios antiguos y a las costumbres an- centrales. Ella dejé de ser “Miss” y gano un “Mrs” mucho tlempo atras, al casarse muy joven con un cocinero chino. Miss Mabel es Robinson por su padre, Fer- néndez por su madre y Cheng por su marido. Hace afios que viste de luto riguroso. Desde aquel invierno nefasto en que Wasi Cheng Robinson, su tinico hijo varén, desaparecié en altamar. No Se sabe si barrido por tormenta o maleficio. Miss Mabel no pudo morir con él. Lo perdié en una travesia sin esperanza ni retorno y Moré sin derramar una lagrima. Nadie supo que conti- nuaba respirando por obligacién. Pronto Dolores Ana abrié sus ojos oblicuos a. la vida. Como si naciera para perpetuar la me- moria de Wasi Cheng y atormentar a la extrafia pelirroja que —después de un loco enamora- miento— él habia traido del continente y de la universidad, Al tomar en sus brazos a la dimi- nuta criatura, Miss Mabel consideré necesario remendar su corazon, Después se dejé engolosi- nar por la ternura. Porque ni la carne de su carne cambio el proceder de Catalina Insigna- res: el montoncito de pafiales que en el nombre del padre y del hijo y del espiritu santo fuera bautizado como Dolores Ann Cheng Insignares, no fue obstéculo para que su madre encontrara 56 apetecibles a todos los hombres. Por e] hecho de ser hombres. ‘Miss Mabel levaba luto cuando asistié al en- tierro de Mr, Tertius Robinson, su poderoso y temido progenitor, quien en el curso de sus ciento doce afios de vida proclamé orgullosa- mente su ascendencia inglesa. Sin renegar tam- pocos de sus antepasados menos notables, ya fueran arrieros antioquefios, contrabandistas holandeses o esclavos Jamaicanos. Islefio fuer- temente apegado a la tradicién, no por ello rechazé el puerto libre que trajo consigo la electricidad, la aviacién, la corrupcién de las cos- tumbres, el dominio comercial de los pafiama- nes. Acept6 cordialmente a los invasores, les prest6 dinero a interés, copié sus métodos de trabajo y les dio a sus hijas por esposas, Nunca vendié sus tierras. Tuvo numerosas mujeres —islefias, pafias, Indias, extranjeras—, pero se casé con una robusta antioquefia tan blanca como el fruto del pan e igualmente fecunda. Miss Mabel nunca logré acostumbrarse a una madre tan blanca, tan diferente del resto de las personas que amaba. Sabfa que los pafiamanes eran aves de paso, Tarde.o temprano se mar- chaban, No obstante, a despecho del suspirar de Ofelia Botero por la ciudad de su nacimiento y sus desvelos, ante de morir pidié ser ente- trada junto al mar. ¥ en sus cuarenta y cinco afios de matrimonio, de los cuales pas6 quince Norando por su tierra, apenas si viafé una vez al_continente. Esa vez estaba enferma de los rifiones y volvi6 a Medellin, para consultar a un especialista. No tardé en regresar. La ciudad se escapaba a su recuerdos, sus hermanas habla- ban un lenguaje extrafio que no conocia las ve~ leidades del viento y el continente es tlerra sin paz. Por la gracia de Dios Ofelia Botero dormia bajo la tierra cuando Catalina Insignares aban- dono a Dolores Ana. —éMe dirds la verdad? 57 Miss Mabel se detiene. Suavemente acaricia los cabellos rojizos, sin reflejos, que enmarcan el rostro plano de Dolores Ana. Vuelca en la nieta una mirada intensa, plena de afecto y compasién, abiertos los iris hasta borrar él cfreulo azul de las pupilas, como para estam- parla en su memoria eternamente. La ansiedad empafia las Iineas oblicuas, bajo los pérpados gruesos y embonados. Sus labios, trazados con burda sensualidad, tiemblan im- perceptiblemente. Una palidez intensa atravie- sa la capa de maquillaje ocre, destifiendo el moreno-lenteja de su piel. Posee una voz ronca, intima, con una cadencia voluntariosa y asus~ tada, —Si me caso con Sebastién Campos, grecibiré tu bendicion? —Si es necesario lo haré, Dolores Ana. —eSolamente si es necesario? —Asi es. —sLe bendeciras a 61? —No me quedard otro camino. —¢Nos eserituraras las tierras de Bahia So- nora? —Son tuyas, Dolores Ana, Te pertenecian cuando apenas estabas en el vientre de tu ma- dre, muchos meses antes de nacer. Miss Mabel toma las manos toscas de su nifia consentida, recargada de anillos y pulseras, con las ufias lacadas en platino. Antes de hablar las aprieta entre las suyas con amor, —...gpor qué me atormentas, Dolores Ana? —Sélo quiero la verdad, —Sebastién Campos es un pafiaman, —La bisabuela, Ofelia Botero, también lo era. —Era una mujer; estaba enamorada de Mr. ‘Tertius —replica Miss Mabel orgullosamente—. Su familia dejé de tratarla durante quince afios cuando se cas6 con él, 58. iLos Campos estan de acuerdo...! —exclama altanera la muchacha—, Nos consideran el uno para el otro. —tLos pafias legan y se van. Para ellos la isla es una fuente de dinero y de poder. Se marchan si triunfan. Se marchan si fracasan. Es como una ley inexorable. jHscucha...! jescucha...! jte quedards sola finalmente! —Me quedaran tos hijos. —Y la tierra si no la dejas escapar. Desde 1a curva asfaltada, Miss Mabel y Dolo- res Ana pueden contemplar la antigua casona islefia de los Robinson. En el borde de la carre- tera, aérea sobre sdlidos tocones, blanca, de te- cho rojo, contra el azul crepuscular. Parece una postal iluminada, de esas que con tanto afén adquieren los turistas. Sélo que mas real y con- sistente, para mofa del ruinoso caserén de la derecha —como el espectro de un barco a la de- riva— que, dia a dia, amenaza con derrumbarse sobre la vocinglera familia de Sebastian Cam- Pos, Alrededor de ambas edificaciones crecen exuberantes los hibiscos, Mas allé se extienden interminables bosques de cocales. Verdes-ocres- ‘tupidos. Miss Mabel sabe que otra clase de vida palpita en Ja casa, vecina. Tnsomne en si cama estre- cha, escucha la vital algarabia de los mucha- chos, que se levantan al amanecer, claras sus voces y alegres sus disputas. Los dos menores asisten a la escuela con el estémago vacio, més limpios que otros nifios, el hambre maniatada para que no asome por los ojos. Cuando la ropa blanca de Miss Mabel pasa de su patio al de los Campos, ella la reemplaza sin decir una palabra... j¢omo le duele pensar en sus gallinas desplumadas! Sélo que teme to- do lo que puede venir de esa casa vecina, en donde él silencio de siesta y mediodia es signo de fogén apagado, los chiquitos chupando dedo en los rincones, duerme, duerme nene, duerme, contenténdose con sofiar flanes de leche y do- 59) radas piernas de cordero retratadas a todo color en las revistas, 2Cémo puede Miss Mabel lorar por la ultima camada de lechones o reclamar los huevos fres- cos de sus nidos? A veces. Le causa placer sentir los chillidos y carcajadas de una olla-hierve en la cocina de los pafias. Esas nifias descalzas de Suaves pestafias parpadeantes, trayendo luz a la antigua casona de los Robinson; ya un poco de sal, Miss Mabel, dear miss, dos platanos verdes, un ajo, la taza de peltre con florecitas pintadas, Un abanico de gaviotas rapaces planea hacia el mar desde los arrecifes. Con las alas ilumina- das por los ultimos destellos de la eclosion cre- puscular. En el viento salado que avanza hacia la noche se bambolea un promontorio inconce- bible, dantesco, golpeado por el oleaje, en movi- miento cataléptico y desesperado. Aletas asesi- nas giran en e] fluir de la corriente. El viento esparce el olor. Un olor a carne palpitante, a batalla perdida, a comida de bui- tres y tiburones. Un olor maligno que envenena el anochecer y atrae a las moscas y a los perros y a los vagos de El Arenal y a los turistas que pasean en autos y motocicletas, —Es un aviso del clelo —dice en voz alta Miss Mabel. —iNooo...! —chilla Dolores Ana. Durante toda la noche desfilé 1a gente con hachones y linternas. Venian desde Punta Han- sa, Bahia Sonora, Rock-Hall, La Loma, School House y el barrio obrero. Todos a contemplar el terrible agonizar de la ballena, Los que habfan Megado primero vendieron sus sitios —a cinco esos diez minutos— y los que estaban detras protestaban del abuso. Se hicieron fuertes apuestas, tomadas por los chanceros, vendedores de loteria y croupiers, sobre la hora y minuto en que el monstruo moriria. No faltatan en el merequetengue los testigos de Jehova, con sus hojas volantes de Atalaya, sus fatidicas profe- ¢fas sobre los tiltimos dias, amén de sus rostros 60 felices de gringos bien alimentados. Se distri- buy6 marihuana-golden, y dicen que un grupo de melenudos cogié una traba monumental; ninguno de ellos sabia de qué sitio era vecino; siguen sin saberlo aunque despertaron en el cuartel de policia. Mientras, Miss Mabel permanece tensa entre su cama, Rezéndole al doctor José Gregorio Her- néndez, evadiendo el murmullo expectante que emerge de la playa. Espanta los gritos asom- brados, el clamor de panico, la torva tristeza de los viejos, el pregén de los vendedores de fritos y sorbetes helados. Cierra los ojos cegada por la lumbre de los hachones andariegos. Herida a través de los visillos. —Esctichame, Sefior, jescucha! Al amanecer pudo dormitar un poguito. Sofé con su marido, traido por suerte desde China, esclavizado a la cocina de un trasatlantico de lujo, quien nad6 hasta la isla para recobrar su libertad, Desde el fondo del suefio la miraba, con una expresién entristecida, como si le re- prochara los infinitos errores cometidos por afecto, Como si desde ya la censurase por la senda elegida por Dolores Ana, iDespierta sobresaltada! No para descanso de su espiritu, sino para sumergirse en angustia y confusién. De pronto captura el timbre de las ‘voces, que mecen las paredes de la casa yecina, e hilvana la borrascosa discusion. No por voces menos carniceras. No por ciertas menos doloro- sas. Infinitamente mortales. inoculandose en la corriente de sentimientos encontrados que es- trecha la trampa alrededor de Dolores Ana. —iNi aunque la quisieras, hijo mio,..! ini asi!.... jamas permitiré que un Campos se case con esa carabocota, manos frias, sin mas oficio que presumir de sus terrenos y adornarse como un altar de Corpus... jprefiero morirme de hambre! —Ya, ya, ya. No hay que casarse por amor, bien lo decfa mi padre: amor loco dura poco —dice fastidiado Sebastian. 61 —Oye lo que te digo: el amor no me preo- cupa en este enredo... —y la vieja se ahoga, como si fuese a sufrir un ataque de asma—. .. ipuafff...! el amor es un cuento de curas y sol- teronas, bueno para qué... gpara qué...? jpara nada! Desde que yo recuerdo estoy casada, y ninguno de mis maridos cometié la estupidez de enamorarse de mi. jLo que importa es la sangre! Hijos sanos, gente entera y como Dios manda. El yozarrén de Sebastian Campos se diluye entre las protestas generales. Los tonos agudos de las hijas, la solidaridad de los varones con su hermano, el loriquear del pequefiito, pidien- do pollo asado y Coca-cola. La vieja Campos bufa de cdlera y despecho, mientras grita que ofrecer cuarenta misas a las almas si logran salvarla del desastre. —iQue me caiga el colerin_y la viruela...! jmenos verte atado a esa Dolores-yo-no-sé- cudntos, sin raza definida, que a lo peor se me queda en el primer parto...! {Esa no es mu~ jer para ti, y es tu madre, la que te parié, tu propia madre quien lo dice. —¥a, ya —el muchacho seguramente la aca- ricia en’ suave besuqueo—. Lo hago por ti, lo hago por todos, hasta por ella misma si se quie~ re; gqué otro se atreverfa a mirarla? —.. nadie te obliga a casarte con nadie —su- plica la voz de la madre persuasiva—. Si lo que quieres es una muchacha nuevecita, te prometo la mejor, con reales y sin compromiso. Una muchacha de buena casta, con cara de cristiana, y no como parida por varias mujeres a a vez... —iMadre...! —iPrefiero morirme de hambre. murmullo agotado por la angustia, repetido en una misma cantinela— jPrefiero morirme de hambre! Miss Mabel se levanta temprano. Le preocupa 1a limpieza de su mejor vestido, el de seda ne- gra, espectador de grandes lutos, doblado cuida- dosamente en el fondo del armario con doble 62 espejo de luna, jHay tanto qué hacer!... ma- cerar caracoles, limpiar pescado fresco, hornear el pan de coco. Sf. Lo sabe con seguridad. Al caer la noche recibira la visita de los Campos. Una visita formal. Una peticién que no admitiré ne- fee me oree an i eoneemaite yaar ¥ mientras barre el frente de su casa, pen- sando en esto y en lo otto, escuchs nuevamente el vocerfo que se desplaza alucinante desde el mar. Un vocerio que sus viejos sentidos borraron temprano, mas temprano que el hondo sonido de su pena. —Miss Mabel...! Misss —erita excitado Tito Campos, el sexto hermano de Sebastidn. Pasa a su lado como una centella, arrastrando a una chiquilla tan excitada como él—. {La ballena.. .! —claman con grandes aspavientos—. La ballena no acaba de morir. ‘Miss Mabe] recobra al punto el acre olor de la carrofia. Destierra airada el pensamiento de su nieta. Atraviesa la carretera —contempla la mole gigantesca, que resopla y se agita cercana a los estertores de la muerte— y con sumo cuidado le- vanta su pequefia mano en gesto acariciante, De repente el mar color ceniza parece confundirse en un cepo inverosimil con la tierra, Un pufio de hierro se abate despiadado sobre su hermosa cabeza gris, ensortijada. Y cuando la turba de mirones retrocede, Miss Mabel agita enloquecida su escoba contra el viento. Como si pudiese es- pantar a los tiburones asesinos. Como si pudie- se evitar que devoraran su consentida a den- telladas. En la antigua casona de los Robinson, Dolores Ana canta de alegria, EL TIGRE EN LA CLARIDAD 1 Una muchacha de piel color vainilla, ataviada, con una ttinica flotante, le seguia sin cesar por la calle de 1a bulliciosa Avenida 20 de Julio, Era la hora de la siesta. La pausa infernal del me- diodia. El ambiente rezumaba salitre, penetrantes olores de aguas estancadas, maderas hume- das, café hervido, perfumes dulzones y asque- Tosos pozos sépticos. La brisa leve que soplaba constantemente del mar se estrellaba inexorable contra la barrera de cemento de los modernos hoteles turisticos, Aunque los atestados almacenes y tenderetes de los turcos y antioquefios —con sus cosméticos baratos y abigarradas chucherias, sus manteles de plastico y blusas lamativas— estaban ce- rrados, los turistas desafiaban olimpicos el calor aplastante. Todos ellos habian pagado a crédito sus dias de vacaciones. Pensaban disfrutarlas al maximo, Ningtin esfuerzo resultaba lo suficien~ temente heroico ante las cuotas mensuales que Jes esperaban en su respectivos pueblos y ciu- dades, La mayoria estaba integrada por matri- monios gringos de avanzada edad, amorosos como palomas en época de celo; colegiales colom- 65 bianos, funcionarios jubilados, matronas activas que discutian primeto los precios antes de ad- mirar el contenido total de las vitrinas, Se velan festivos sombreros de paja, carnosas’ espaldas tostadas, lentes de aro, carteras inmensas, bici- cletas y horrendos bermudas floreados. Bra 1a hora dél reposo para los jugadores empederni~ dos y amantes profesionales, para las noctém- bulas de rostros fatigados. Miguel Castro dirigié a la muchacha que le Seguia desde la noche anterior una mirada fur- tiva. Se debatia, colérico, entre el calor, el miedo y el fastidio. Un alfiler candente atravesaba su garganta, Lo del miedo no se lo confesaba abler~ tamente. Después de todo... gqué dafio podria, causarle una criatura tan endeble...? Castro lamié su dolorido labio superior advirtiendo Aci~ das fungosidades, |Maldita sea! Necesitaba des- canso, cerveza helada, e] ténico de una ducha tibia. Al pasar contemplé su imagen —enfun- dada en Ja franela dudorosa, los ridiculos pan- talones cortos— en el espejo de una barberia, Su doble era grueso, desvaido, patético, La muchacha se destuvo en la esquina sin techo, sin declive de sombra. Su ttinica fulgu- rante de canutillos y vidrios tornasolados. Con gesto intranquilo hundié una mano descarnada. en la leonera del cabello castafio, dispuesto en un enjambre de bucles diminutos. Tenia unos Ojos gris-hielo, los iris dilatados que brillaban ardientes en la famélica estructura de su rostro, Castro se detuvo, también. 2 La idea de efectuar aquel viaje a la isla, se le antojo descabellada desde el primer instante, Necesit semanas para convencerse de su uti- lidad, para tomarlo como un rutinario viaje de negocios, Sin complicaciones o molestias poste- riores, Deliberadamente, situé el asunto Santa- na en el cuadro establecido, Lo de siempre. Ob- 66 tener unos miles de pesos, enriquecer impor- tantes colecciones particulares, acrisolar su prestigio, satisfacer una demanda sorpresiva y ereciente por la obra pictérica de Didgenes San- tana. Quizé 1a palabra “demanda” no se amoldase exactamente a la atmésfera que rodeaba la obra de Santana. El éxito del extravagante pintor tenia el sabor acre de una epidemia febril, la fuerza de una alucinacién colectiva. Negociante astuto, Castro desconfiaba de sus propias emo- ciones. En el arte, insistia, lo que ha de perdu- rar no siempre resulta sorprendente. ¥ su ofi- cio, cazar celebridades a cualquier precio, le habia ensefiado a olfatear el talento. Las ini- ciales de Diégenes Santana no figuraban en la famosa libreta de tapas negras que los artistas novatos tenian como la antesala de] triunfo o el patfbulo del fracaso. Castro abominaba la ominosa libreta. Conti- nuaba utilizéndola por superstictosa costumbre. Era el freno que catalizaba alabanzas demasiado espontdneas, el desdén de una critica apresu- rada. Le recordaba permanentemente que los valores artisticos en boga no siempre dependian de la consagracién o de la genialidad. Las cifras predominaban al final sobre los conceptos. El talento se media por el indice de ventas, Las galerias de arte dirigian sobre un andamio pu- blicitario el curso de la plastica contempordnea. ¥ s6lo a la postre el tiempo decfa la wltima palabra. jLo que él esté creando es un nuevo cul- to...! juna nueva concepcién del arte moderno que ninguno de nosotros se hubiese atrevido a sospechar... —habfa dicho Emilio Vergara, con una voz profundamente engolada, en la que el fervor no dominaba su empefio de represen~ tar oficialmente a Santana, y la intencion de consignar en su cuenta bancaria el 30% de una fortuna que el pintor no s6lo ignoraba poser, sino que dilapidaba lamentablemente en su 4s- pera lucha por la supervivencia. 67 Diogenes Santana (realmente su nombre) fi- gur6 en la lista de rechazo de los salones na- cionales y prestigiosas galerias de arte del pais durante tantos afios, que su apellido se con- virtié en un simbolo de mediocridad. Ejemplo de fracaso. A un grado tal, que dos dibujantes consagrados se obsequiaron sendas linternas durante 1a batalla librada por grupos rivales para obtener el poder total en la Escuela Na~ cional de Bellas Artes. Cuando Santana desaparecié de las exposi- clones colectivas, movimientos de protesta y ca fetines bohemios, nadie dio importancia al hecho. Ni siquiera se anot6 su cabeza guilloti- nada. Santana no era un rival de cuidado. Pa- saba, de los treinta afios, diez de ellos desperdi- ¢lados en una bisqueda infructuosa. iAl diablo con 6H Trabajaba el color magis- tralmente, podia concedérsele, eso era todo. Pe- To sus telas resultaban pesadas, lacrimosas, Resentido y beligerante, Santana presenté una auténtica batalla antes de claudicar, Defendid su obra ferozmente, en sostenida polémica, resis- tiendo los empujones de las nuevas promociones artisticas pletoricas de vida y creatividad. Su permanencia negativa en el ambiente, unido al trato irreverente que dispensaba a las figuras intocables, las pequefias intrigas de salén, su vi- rulencia en la réplica, le aislaron irremediable- mente, Santana pasé a la cabeza de todas las listas negras, Era inmencionable en las notas culturales de los grandes diarios, jamés recibia una invitacion, se le rechazaba como a un apes- tado. Acosado, En un arrebato muy propio de é1, quemé todas sus obras en la plazoleta de Las Nieves, en pleno centro de la ciudad, organizan- do un auténtico alboroto, mientras acusaba a sus enemigos de obligarle’ a colgar los pinceles, El ocio Ie llev6 vertiginosamente de las drogas a los intentos de suicidio, Hasta que descubrié la isla, 68 3 Miguel Castro intenté sustraerse a la nueva 4urea de Santana, Hay que darle tiempo al tiem- po, decia. Intitil. No pudo resistir por mucho tiempo la presién solapada de los traficantes de telas y directores de galerias de arte. No se pro- nunciaban abiertamente en favor o en contra, parapetados tras una condescendencia alta- mente sospechosa. Esperaban que el binomio Castro-Vergara diera el silbato de partida. En- tre tanto, juzaban a las intrigas cor. futuro me- talico, En su fuero interno Castro consideraba a su socio como un oportunista sagaz, con su leccion bien aprendida, mas un sentido innato para descubrir las fuentes de las cuales manaba el dinero. Si su galerfa respaldaba a determinado artista, la fortuna del mismo estaba hecha. Preferia a los ceramistas y pintores, aunque menos que los escultores, Sélo que los tiltimos escaseaban. Vergara no cometia equivocaciones. Invertia demasiado dinero en un hallazgo como para no obtener el ciento por clento, Fue él quien descubrié las nuevas telas de Santana, en pequefias salas de exhibicion de Boston y New York, en vocingleras discotecas. de Madrid y elegantes prostibulos de Berlin. Todas tenfan él mismo comin denominador: eostaron poco me- nos que nada, constitufan la atraccién del lugar, no estaban en venta. Meses después del hallazgo, la gente de los Circulos intelectuales comenz6 a desfilar por una casa de empefio de San Victorino, en la que se exhibfa uno de los pocos cuadros de Santana que existian en Bogota. Castro negése ostensi- blemente a visitar el sitio. Antes de fin de afio el prestamista murié ase- sinado, La polica clausuré el negocio. El cuadro desaparecié. Entonces Santana pasé de ser un espectro ol- vidado a tema obligatorio de conversacion. Pero Miguel Castro reafirmo su decision de ignorarle. 09 Confiaba en que la notoriedad del pintor seria de efectos pasajeros, Una moda fugaz como e] nudismo 0 él teatro panico. Emilio Vergara ten dria que arreglarselas sin él. Esta vez no cederia, Crefa conocer el infatigable director de la Ga- lerfa Cosmos, un invertido de exquisitos modales y rostro de solterona hambreada, que hered6 las obras mas valiosas de su pinacoteca de un li~ bertino octogenario, Supuso que el flamante so- cio ofreceria una de sus elegantes comidas, a la que asistiria un niimero maximo de quince in- vitados, organizada con tanto sigilo que un cen- tenar de personas se fastidiaria, al ser dejadas a un lado. Esto, Claro est4. Si lograba reunir, por lo menos, tres obras de Santana. Al parecer las obras de Santana se resistian a cambiar de duefio. No tenian condicién de trashumantes. Emilio Vergara no volvié a tra~ tar el tema, aparentemente vencido. Es més, deseché durante una temporada su aficion a las cenas publicitarias. ¥ de pronto le convencio de que catorce afios son pocos para conocer a hombre ninguno. Aun: a un hombre que de acuerdo con las reglas del juego, habia sido moldeado por su creador con’ arcilla de segunda calidad. Aparecié de impro- viso en su oficina, lugar que detestaba por ram- plon, a la sagrada hora del martini. Con el aire espantado de quien acaba de cometer una vio- lacion carnal. La oficina de Castro desanimaba a todos. La secretaria vulgar, los muebles austeros, el eseri- torio pesado, la ausencia de flores y objetos de~ leados, constituian una sorpresa, Espantaban a los entusiastas, a los sablistas y desocupados, El recinto tenfa también un cardécter recorda- torio, Castro no deseaba desprenderse total- mente de los afios pasados en la penumbra polvorienta de las inspecciones de policfa, 1a an- tesala del presidio, todos los escalones del sér- dido ambiente judicial. Conservaba su antiguo despacho de abogado provinciano, la misma mé- 70 quina de escribir obsoleta e idénticos archivos amarillentos, En su vida personal tampoco in- tentaba destacar. Preferia la comocidad a la no- toriedad. El trabajo le proporcionaba la pimien- ta suficiente como para que los acontecimientos eonsiderados extrafios o excitantes por otras personas, le resultaran de una, tediosa frivolidad. Castro era un compendio de abogado-confe- sor-policia-banquero y nifiera, famoso en el am- piente artistico, Representaba a unos veinte nombres sonoros, Aireaba los nuevos talentos. Negociaba directamente con los marchantes y salas de exhibicion, percibia directamenta el di- nero de las ventas, controlaba gastos e inver- siones, se comprometia a corer con las pérdidas. Intervenfa en romances, organizaha giras, pla~ neaba cocteles y entrevistas, regateaba con los fotégrafos, no pestafieaba al recomendar una cura de reposo. Si el talento de moda estaba a la altura de las cireunstancias, lo entregaba pu- Iido y desinfectado, a la galerfa de Emilio Vergara. La componenda no impedia que su oficina fuera el blanco favorito de las burlas sangrien- tas de su socio. Lo que a Castro le tenfa sin cui- dado, consciente de ser 1a tinica estrella en su insolita profesion, Una profesion sin méritos de ninguna especie, prostituida hasta cierto punto, pero que le permitia sumergirse 2n un diario vivir sin pensamientos propios, ajeno de me- moria, Afios m4s tarde, los historiadores dirfan que Miguel Castro habia dado justo valor al nombre de “La Atenas Suramericana”, quitandole los wltimos residuos de provincianismo que perdu- raban en las manifestaciones artisticas de Bo- gotd, La capital colombiana seria la ciudad de “La Generacion Gigante”. Castro, el mentor de dicha generacién. Pero ni los integrantes de la fatua generaci6n, ni el mismo Castro —que mu~ riera convertido en leyenda—, lo sabrian jamas. 1 4 Emilio Vergara examin6 el cuero deslucido del sill6n, limpiando con sus guantes de cabritilla una imaginaria coleccién de microbios. Tomé asiento. Por una vez en la vida olvidé colocarse a tono con la luz, Su rostro de solterona ham- breada, bajo los bucles, admirablemente dis- puestos para disimular una calvicie incipiente, estaba ligeramente sonrosado. zAfeites o emo-~ elon? cualquier extravagancia podria esperarse de un hombre que copiaba sus trajes de viejos figurines del siglo XVII. Castro detuvo el teclear de la maquina de escribir. Redactaba un contra~ to especial, plagado de cldusulas suplementarias, para una constructora de méviles y mufiecas parlantes, alcohdlica irredenta. La impaciencia de su rostro le intrigaba. —¢Piensas casarte...? —pregunt6, como alu~ sion a una broma, por la cual Vergara preferia los horrores del garrote vil a las delicias del matrimonio, —He comprado un Santana —dijo virtuosa~ mente. —No cuentes conmigo. —Le{ nuestro contrato antes de venir. —Ver- gara podia mostrarse tremendamente convin- cente—. En el mismo te comprometes a exa~ minar, por lo menos una vez, cada obra que el propietario de la Galeria Cosmos te presente. Sea un Botero o una rala de gallina. —Cierto, sefior propietario —acepté irrita-~ do—, Sélo'una vez y nada més. Sabes tan bien como yo que las cosas de Santana carecen de valor. —Ahora, Santana tiene valor —espet6 el otro—. Demasiado valor. Todo lo que dijo Vergara durante la media hora que duro el trayecto del centro a su taller privado, reafirmé la decision del abogado de no ceder a las exigencias del osado mercachifle, El interlor del Mustang estaba impregnado de “diorissimo”, un perfume verdaderamente re- 2 pelente. Y su humor era realmente negro, La meliflua voz de Vergara —cargada de matices agudos de excitacion— parecia atravesarle los timpanos, inmisericordemente. Castro esperaba pacientemente e] momento de estallar, Entro en el taller lanzando ojeadas a su reloj de pulsera. Alli la decoracién era una sucesién de tonos pastel, ocre verde, caramelo, perfecta- mente combinados para destacar las costosas vestimentas de Vergara. No existia detalle in- formal; nada fuera de sitio, Por ello el bastidor resultaba incongruente, oculto tras un retazo de pafio gris, repugnante como una mancha de san- gre envelecida, .. jun truco absolutamente su- clo! La fingida prisa de Castro se transform6 en disgusto, Acepté un whisky por rutina, dedidido a entorpecer los alardes efectistas de su socio. Sabore6 despacio el excelente sello negro, retro- cedié unos pasos frente al bastidor. Dijo: —Ahora. iDe repente aquello se abatio sobre él...! juna fuerza demoledora barrié de un zarpazo sus defensas, como un tigre que de improviso saltase en la claridad, hipnotizandole con enor- mes pupilas incoloras. . .! El miedo y la emoci6n elemental que experimenté al contemplar la tela de Santana, le deparé un yenenoso e indes- criptible placer, Nada quedaba de sus anteriores prejuicios... jLa increible sensacién persistia hasta el paroxismo del dolor... dolia demasia~ do, como para que fuese imposible soportarla. Castro apuré el trago. Apreté los dientes co- miéndose los alaridos salvajes que pugnaban por destrozarle la garganta. —Retiralo —suplicé, una marmita en ebulli- elon castigindole el estémago. Vergara tampoco estaba totalmente en sus cabales. Pero la, sangre de sus antepasados que “hicieron” la América, no en la gesta conquista~ dora, sino tras el mostrador de una merceria, se impuso con presteza. Bruscamente oculté el 3 bastidor con el burdo pafio gris. Acezaba cuando sirvid whisky tiblo. Los dos estaban verdadera- mente atemorizados, lo bastante para olvidar el hielo, —Santana lo cambi6 a un matrimonio ameri~ cano por cinco délares y un tarro de leche eva. porada —dijo Vergara, tng @BS Tealmente un Santana? —inquirié Cas. 0, —La mujer lloré al deshacerse de 61. Pero es~ taban fichados por la policia como traficantes de heroina, y necesitaban dinero para abando- nar el pais, —Entiendo. Tardaron horas en rechazar el influjo incan- descente de la tela. Una auténtica batalla cam- pal entre el deseo de retirar nuevamente el pafio gris o guardar la obra en una caja fuerte, que culminéd en una borrachera lamentable, Pero sf; era un Santana, Los mismos trazos enérgicos, la maestria en el color, la firma es- patarrada, Esta vez, El hombre de las listas ne- gras ganaba la partida. Mientras comia la exquisita langosta a la champafia, Miguel Castro dej6 vagar sus ojos por el mar de cambiantes tonos azules enmar- cado por los arcos del restaurante “La Tortuga”, Era su tercer dia en la isla. Numerosos veleros navegaban en aquel tapiz ondulante. Las gavio- tas de alas pardas y picos rojos chillaban estri- dentes, como jirones de algodén a los que un soplo arrebatase del bordado, El magnifico espectéculo no disipaba el mal- humor y los concretos pensamientos de Castro, Detestaba la isla. Tenia demasiados problemas con el negocio del arte, como para dedicarse a lg admiracién de 1a naturaleza. Bl comercio de pinturas y objetos antiguos estaba brutalmente 4 competido, Los piratas de la profesién abunda~ ban. Sagaces, violentos, sin escrépulos... jVa~ yal... Resultaba preciso localizar a Santana, antes que cualquier periodista avispado diera con él y lo convirtiese en comida de chacales. iSe tornarfa tremendamente vulnerable! si, por ejemplo, los muchachos especializados en chis- mes sensacionalistas daban con su paradero. Su obligacién era correr més de prisa que los de- més, No importaban los riesgos. Por otra parte. La isla traia dolorosos recuer- dos a Miguel Castro, No podia encontrarse a sus anchas en ella. Los afios pasados con su primera y bellisima mujer, aparentemente sepultados, dilufdos en su pasado, graznaban ahora con las malditas gaviotas. {Con ira trinché el pasado y la langosta ala champafia! ;Tiempo tenfa. para recordar estupideces! Habla acumulado, durante una semana, todos los datos que pudo obtener acerca del pintor, Con la esperanza de liquidar répidamente el asunto. Envano, Diégenes Santa~ na resultaba tan escurridizo como una anguila. ‘Todo el mundo parecia conocerle en 1a isla, es cierto. Pero nadie estaba seguro en qué sitio vi~ via, efectuaba sus comidas 0 compraba su diarla racién de marihuana. Los despectivos comentarios de la gente in- dicaban que poco o nada quedaba del metédico jrascible pintor. El duefio del hotel Sonora, su viejo amigo, fue la tiniea persona capaz de darle una deseripcién desapasionada de Santana. —Olvidalo —le insto—. Santana dejé volunta- riamente de existir, No le hard ningtin beneficio arrojéndolo nuevamente a la publicidad. —Esté vivo... —replicé Castro suavemente. —No tardarn en clavarle un cuchillo entre las costillas. {Déjelo en paz! seré para el bien de todos. —éTodos? gquiénes son todos? —Todos —coneluyé lacénicamente. Rodrigo Viana era un hombre aficionado a dar consejos. Sabia bastante acerca de los de- 5 mas, después de una sola mirada. Muchos afios | atrés habia escogido vivir en la isla, en una absoluta y bien defendida soledad. Nada ni na- die pudo cambiar su decisién. —Santana es mi negocio —advirtié Castro, agotados los argumentos de una tediosa dispu- ta—. Seré mejor que me cuente todo lo que sepa, acerca de él. El corpulento duefio del hotel Sonora parecio claudicar. Sin embargo, Castro tenia la impre- sion de que ocultaba buena parte de los hechos relacionados con Santana, La descripeién del nuevo Santana daba. grima, Se habfa convertido en un sujeto sucio, enfla- quecido, cuyo maximo placer era exhibirse con vestimentas estrambéticas, que pedia dinero a los turistas. Un desecho. Aparecia de improviso en Ja terraza de un café o en la puerta de un almacén, con una tela todavia humeda, la que no tardaba en cambiar por comida o ‘una ri- dicula suma de dinero. Quizé dormia en donde lo cercaba la noche. Quiz4 se iba a la cama por dinero, lo mismo con un marinero griego que con una vieja turista. Santana cambiaba conti- nuamente de ropas, de vivienda, de mujeres. Ninguna de sus amantes permanecia en la isla después de haber terminado con él, Le temfan como a la lepra, ‘Su aficidn a las muchachas muy jévenes le convirtié en blanco de repudio, Asociaciones civicas y grupos religiosos lograron, en dos oca~ siones, que las autoridades lo expulsaran, acu- sado de vagancia. No resulté facil tarea, {San- tana. tenia relaciones familiares en los cfreulos politicos de la capital, y se defendié como un barbaro!... Después de angustiosos retornos y nuevas amenazas de expulsién, las autoridades reeibieron una orden superior de dejarle en paz, De modo que los espiritus efvicos y religiosos terminaron por ignorarle. En los wltimos tiempos Santana se mimetiz6 en el ambiente cosmopolita de la isla. Del conti- nente colombiano, Estados Unidos y Centro 6 América, llegaban diarlamente sujetos tan es- trafalarios y mugrientos como él, Dispuestos a quedarse en la isla hasta agotar el iiltimo cen- tavo, No constituia novedad encontrar parejas de durmientes en la playa, ni haciéndose el amor. Las tribus de hipis se multiplicaban con tanta celeridad que, tanto en la isla como en el resto del mundo, la dictadura de la mayoria de edad estaba de capa caida. Los jévenes, al re- clamar su derecho al placer y a la libertad, ha- bfan creado un mundo propio en el que sobra- ban las fronteras. Fugitivo de una generacién que le tratara con excesiva dureza, Santana vag6 por el Oriente con un grupo de jovencitos a quienes casi do- blaba la edad, Visite el Irak, Arabia y Paquis- tan. En la India recorrié el camino del Vel, el peregrinaje mas sagrado de Ceilén, que no men- ciona ninguna gufa turistica y del cual no habla ningtn cingalés. En la aldea de Katagarama, disfrazado de peregrino, pronuncié el millon de nombres de Dios. Después de beber las aguas Acidas del Ganges Menik, el rio sagrado de Ka- tagarama, Después de recorrer ua infierno de torturas voluntarias y someter su yo a la des- truccién, Después de martirizarse en el cum- plimiento de un rito milenario. ‘A su regreso de Oriente, Santana se detuvo unas horas en Bogoté. Para depositar en la re~ sidencia de una confitero, a una amante-nifia carcomida por las drogas y la desnutricion. En seguida tomé un avion hacia la isla. Traia vio- lentas quemaduras en el rostro, los ojos aluci- nados y un soporte de laton entre los dientes. La gente se burlé de sus quimériccs relatos. Co- nocian la lengua mentirosa del pintor. Islefios y pafiamanes le dieron dinero para quitarselo de encima. Més que nunca desconfiaban de él. Fueron los jovenes —concluyé el corpulento duefio del hotel Sonora— y no los maestros, quienes rescataron a Santana, del viejo demonio académico que ataba su genio. Ahora el pintor tomaba venganza revolucionando el arte pict6- rico de los tltimos tiempos. Ya no pertenecia a 1” ninguna escuela o movimiento. Artifice como era del éxtasis y la revelacion. 6 El aviso colocado por Castro en una emisora local, en un intento precipitado de localizar a Didgenes Santana, significd un error, Lamen- table por cierto. Jovenes mugrientos invadieron su cabafia desde temprano. Una sueca de anchas espaldas, con un morral por todo equipaje; una pareja de ingleses, que més parecfan hermanos que amanites; el nieto predilecto de un millonario antioquefio, dos estudiantes de ingenierfa en vacaciones, una descarada triguefia en solicitud de cama y hospedaje indefinido. Todos con aire de pertenecer a la misma secta y haber salido del mismo titero. Con iguales pantalones deste- Ridos, ellas desnudas bajo las ttnicas de colori- nes, los cabellos apelmazados, recargadas de adornos, Aureolados por un olor exasperante. Unico e indeleble. A incienso y piel asoleada y ropas sucias y humo dulzén de marihuana y sexo y sudor y salitre en descomposicion. Le conocfan de nombre, dijeron. Un critico famoso no deja de ser un critico famoso ¢Qué era, entonces? jAh! Gonocian también a Santa- na, Si; también. El pintor era un tipo extrafio, nunea estaba bastante tiempo en un solo sitio. Se le podia encontrar pintando en Punta Hansa © de pesca en el muelle, o de bebeta por ahi o con la mano extendida como un pordiosero. .. ¢A quién le importaba después de todo...? Bra un tipazo (es 10 que pudo Castro traducir de la jerga que hablaban) con todas las de la ley, Po- fa pasar semanas sin comer otra cosa. que fru- tas, sin hacer el amor, sin echarle una mirada, ala calle, Castro soporté estoicamente un suplicio de paisajes a la acuarela, desnudos al pastel, tém- peras emborronadas, lienzos maltratados con 8 yinilo. Repartié brandy, pan, sardinas, salchi- chas y jamon. La horda no se marehé hasta no terminar con las existencias de la cocina y la nevera. Del bafio desaparecieron las cuchillas de afeitar, el papel higiénico, sus pastillas tran- quilizantes, el bicarbonato. Pero el sacrificio result en vano. Santana no dio la cara, Més tarde legé Rodrigo Viana, Impecable. Con inmaculados pantalones de lino y camisa de sport, de blanco hasta los zapatos. Los afios no le afectaban. A su lado, Castro sintiése viejo y ridiculo. Viana era Ja tnica persona en el mundo que conoc{a los motivos que le empujaran a sepa- rarse de su primera esposa. Era un hombre in- dependiente, salvaje dentro de su capa de co- rreceién, sin intereses de tipo afectivo. Estaba enredado con el mar. Eso le bastaba. Los acon- tecimientos ocurridos durante aquellas vacacio- nes veraniegas, afios atras, les habfan unido estrechamente. Castro respetaba su amistad. —Le dije que olvidara a Santana —dijo con sequedad, al tocar el tema—. Le haré un favor. fo lo castre convirtiéndolo en un idiota pintor de moda...! por favor. —2Qué piensa de su trabajo? —pregunté. —jCarajo...! —exclamé—. {Es verdadera~ mente demoledor...! Crei estar loco la primera, vez que vi una de sus telas, tanto que me senti capaz de matar para conservarla. Desde entonees no quiero saber nada de su pintura. Le doy de vez en cuando de comer, dinero para comprar materiales, una muda de ropa. Estoy muy viejo para emprender aventuras espirituales —y en su voz Castro advirtié el acento trunfante del hombre que ha superado todas las pasiones me~ nos Ja del whisky—... jpor nada del mundo tendria en mi poder un cuadro de Diogenes Santana... —una risita saredstica escapd de su corpulencia—... —gqué pretende usted de él?... gconvertirlo en un buf6n de la burguesia, bogotana, en un amante de las aburridas espo- sas de los politicos e industriales? 9 —éSabe en dénde puedo encontrarle? —Cas- tro ignoré las preguntas. —Lo sé —dijo Viana. —@Se niega a decirmelo? —Por su bien. —Como guste. No queria insistir, Viana le habia salvado la vida, Entonces era joven y le odi6. Imagino ser sal- vado para vegetar en el rencor, la pena abso- luta y el hastio de 1a soledad. En cambio. Ahora le costaba un verdadero esfuerzo reconstruir las facciones de su primera mujer. Viana deseaba rescatarlo nuevamente. De ello estaba seguro. Sélo que a su edad le importaba, permanecer. Nada tenia verdadera importancia, pero estaba dispuesto a aferrarse a ese nada, No importaba el precio. Daba lo mismo a costa de quién y pisoteando lo que fuera. Al quedar solo encaminése a la playa. Nadé largo rato, tomé después una comida ligera, café negro y tortilla al ron, en la terraza del hotel y regresé temprano a ia cabafia, No aca- baba de extender su fatigado cuerpo sobre las sAbanas, cuando el peso de una mano helada cay6 sobre su pecho. Se incorpor6, Asustado. Al pie de su cama estaba el pintor. Alto, enjuto, maloliente, Habia un caballete contra la pared. Sobre el caballete un bastidor, cubierto con un largo su- dario negro {Castro aparté las sibanas frenéti- camente...! Didgenes Santana se desplaz6 si- lenciosamente hacia él, como atraido por el hilo de la claridad que entraba por la ventana. Alarg6é una zarpa descomunal, de ufias retorci- das, lentamente hacia el sudario. {Castro co- menz6 a gritar...! El circulo de la linterna del sereno le castig6 los ojos. Entonces desperto. Estaba de bruces contra el anjeo de la ventana, empapado en sudor. Mas despierto que nunca. 80 Abandoné6 la cabafia zambulléndose en el aire salado que flotaba de la noche, Sobre los sen- deros artificiales que comunicaban las cabafias con el hotel —bafiados por la luna nueva— las hojas de las palmeras chocaban entre si, gi- mientes ante la acometida de las ratas coco- teras. Diminutos cangrejos reaparecieron yelo- ces a su paso, Un perro aullé furioso. El aullido se transmuté en eco y el eco en un diapasén de furlosos reclamos que parecian surgir del vien- tre horadado de la isla, Enjambres de perros callejeros brotaron de los mds inesperados rincones de 1a playa, agru- pandose bajo los bancos de cemento y las faro- las de neon. Grufiian amenazantes, trotaban tras él, abandonandolo fugazmente para enzar- garse en luchas ruidosas de sangre y dentella~ das. Husmeaban el miedo que su cuerpo trans- piraba. Los mas atrevidos arremetian contra sus tobillos, rozéndole 1a piel sus lomos viscosos. Castro apreté los parpados, Aspiré una boca- nada de aire, diciéndose mil veces que no podia correr. Que no debia correr. Una, docena de pu- pilas malignas, como tizones en la oscuridad, le observaban esperando captar el menor signo de flaqueza. Sentia el acezar de las lenguas hime- das y los colmillos carniceros. Un carro-tanque bramé al final de la avenida de la playa. El bramido devoré la distancia, en avance infernal, como una segadora, La jauria se dispers6. El carro-tanque venfa con mediana lentitud, después de succionar los pozos sépticos del sector, dejando tras si un hélito de podre- dumbre. Los hombres que iban sentados atras, los pies colgando fuera de la compuerta, le sa- ludaron con las manos enfundadas en enormes guantes de caucho, Sus sonrisas eran flaman- tes en los rostros renegridos, jLos perros corrie- ron enloquecidos tras el rastro del camién. ..! Castro pudo ocultarse en un restaurante al aire Ubre, entre las mesas vacias. Entonces vio la tinica de la muchacha flotar entre las sombras, como una aparicién escapada de los dominios custodiados por Cerhero. BL | 1 Entrada la mafiana Miguel Castro advirtié que la muchacha de la ttinica flotante conti- nuaba siguiéndole. Ese descubrimiento le es- panto, Tenfa los labios agrietados por el intenso calor, el cuerpo sudoroso, ardientes las plantas de los ples, jIntolerable...! Todo lo que ocu- rriera en los iiltimos cuatro dias era intolerable. Asi que maldijo a Diégenes Santana, a Emilio Vergara, al duefio del hotel Sonora, a la criatu- ra de piel color vainilla. Maldijo con furor la isla que destruyera el intenso amor que habia sentido por su primera mujer. Porque el suplicio experimentado en su visita anterior tornaba a repetirse, en otra dimensién. jAh, no! De nin guna manera permitiria que la muchacha le colgara una argolla en la nariz, obligandole a. contemplar las horribles pinturas que —con ab- soluta seguridad— guardada enrolladas en su mochila, Hila se detuvo, su afilado rostro azotado por el sol canicular, Hundié una mano ingravida y descarnada entre el nido de su espeso y sucio cabello. Miré a Castro suplicante. El midié la interminable distancia que abarcaba la 20 de Julio, 1a bulliciosa calle larga. El camino que tan faeilmente recorriera al amanecer, era de pron to, como una insalvable travesia... jIdiota. se amonesté a si mismo... jal diablo con San- tana...! esa misma noche viajaria a Bogota. Continué caminando, sin hacer caso de los choferes islefios, quienes oprimian sus claxones ofreciéndole los servicios de sus vehiculos de wl- timo modelo. A una corta distancia divisé los bloques recién pintados del hotel. Los balcones de color naranja, la suave coposidad de las pal- meras, el reconfortante blanco de las paredes, las persianas corridas a causa del calor. El cuero de las sandalias se incrustaba inmisericorde- mente al borde del nacimiento de los dedos. ‘Nunca supo cémo equivocd el camino. La dis- taneia era engafiosa. Probablemente torcid en direccién opuesta. De repente encontrése en una 82 calle estrecha, sin pavimentar, cruzada por ca~ nales de aguas negras. Bdificaciones improvisa~ das de latas herrumbrosas, maderas deslucidas, eartones y bloques de cemento, se amontonaban. sin ritmo ni concierto. Unas al lado de las otras, sin respiraderos, 0 separadas por corrales de cerdos, Los perros y los nifios dormitaban re- costados contra las paredes, como mecidos por el zumbido de las moseas. Hi hedor a putrefac- cién que advirtiera en otros sitios de la isla re- sultaba tan espeso, que practicamente podia pal- parse. Tras el hedor oleadas a pescado frito, pollo cocido, fango, humanidad aglomerada. Una humanidad que parecia componers2 exclusiva mente de formas semidesnudas, rostros escar- necidos por el tiempo y la miseria, nifias ata- yviadas con faldas estrechas jugando a contoneos de prostitutas y la espalda de un hombre que dormia la mona en el miserable camastro de una habitacion en penumbra. ‘Tras el maquillaje delicioso de playas dora~ das, atardeceres apotedsicos, olas azales, hoteles de lujo, y bosques de palmeras, la isla escon- dia celosamente un mundo minado por la enfer- medad. Un mundo sin colorido ni edad. Opuesto al paraiso hechizado que tanto fascinaba a los turistas. Castro retrocedié hostigado por las nubes de moscas y el llanto de un nifio que herfa impia~ doso la calma pesada y polvorienta de aquella calle perdida en la isla més hermosa del Caribe colombiano, Unos dedos huesudos, rapaces, se aferraron a su hombro. —Venga, Santana dormia. Delgado y traslucido, sus co- dos protuberantes casi atravesaban la envoltura de la piel, Estaba cubierto de las caderas hasta Jos pies con una toalla flamante, estampada con motivos marinos, la etiqueta colgada todavia. Bajo el cabello ceniciento, atado con una cinta, podian contarse las vértebras y el andamio de la columna. Un sudor de melaza anegaba su es- palda, oscilante el ritmo de un tenue respirar, 83. “nostico: insolacion, Rodrigo Viana avisé a su segunda esposa, que acudié con la prontitud que je permitieron sus innumerables compromisos sociales. Entre los dos lo transportaron, débil y consumido, en una ambulancia hasta el avion. Castro jurd que no regresaria jamés a la isla. Cancelé de una vez por todas el asunto Santana, sin confiar a nadie lo ocurrido en tan absurdo viaje. Como Eugenio Vergara se mostrase de- masiado insistente, le amenaz6 con liquidar la sociedad, Ese mismo afio Santana muri6 cosido a pufia~ Jadas. Los cuadros del pintor no desaparecieron, como todo el mundo supone. Cierto que fueron robados los escasos ejemplares que se exhibian en pequefias galerias de Berlin, New York, Bos- ton, Madrid, Londres y Bogoté. Muy pocas per- sonas saben que el ‘duefio del hotel Sonora —quien pago los gastos y el entierro de Santa- na— los amontoné en una pequefia habitacién de su casa, herméticamente embalados, Toman- do el buen cuidado de tapiar la puerta, como si su vida no resistiese el reto del nifio que Noraba a pleno pulmén. Un nifio robusto, cuti- cremoso, de grandes ojos gris-hielo, que apenas cabia en la cuna de mimbre, colgante de una viga del techo. El nifio recién bafiado, trajeado como un prin. cipe a punto de ser conducido a la pila bautis- mal, era una nota fantastica en la enrarecida habitacién, Lo demds era un caos de ropas amontonadas en los rincones y suspendidas en la cuerda que atravesaba de lado a lado Ja ha~ pitacion. Cojines bordados, pebeteros, periddicos viejos, platos sucios, colillas, latas vacias, comi~ da en descomposicién. Una baratinda fantasmal, en la que los vivos semejaban figuras de carton movidas por la mano de un nifio idiota. Cuando Castro quiso refrescarse el rostro en el tanque con agua que habia en un rincén, ella le detuvo. —iEspere...! —sac6 un poco del liquido con un tarro de avena y luego explicé—. La hiervo para el nifio, Bebi6 a sorbos pequefios, paladeando el agua, refrescéndose las encias antes de apurarla: viajero extraviado en el desierto, a punto de pe- recer victima de la fata morgana. Entonces sus ojos uncidos a la penumbra descubrieron 1a| puerta, Aunque supo exactamente lo que se ocultaba tras ella, no vacil6, Escuché la vor agu- da de la muchachas de los ojos grls-hielo. Se detuvo bafiado en sudor. —Espera —dijo ella, Prometié solemnemente que tomaria el nifio| en adopcién a cambio de los cuadros. Prometid todo cuanto ella le exigid que prometiera. No era| duefio de si. Lo tinico que le interesaba era atra- vesar la puerta. Minutos después rodaba por el] suelo como la victima de un exorcismo despia~ dado. La muchacha de la titnica flotante lo dejé en, el hospital de caridad. Alli espant6 durante va- rios dias el fantasma de su primera mujer. Diag-| Bt | OTRA CLASE DE JUEGOS Aunque su situacion no es precisamente hala- gadora y el frio insoportable, Ana Maria Salas encuentra los muros de cemento vagamente fa- miliares, También a estrecha ventana en lo alto, El ‘mustio resplandor del wnico bombillo, Las paredes estrechas, lisas hasta lo increible, en donde no es posible trazar nada con las ufias. iNo! No es que los muros le sean realmente fa~ miliares. Le fueron descritos muchas veces, no puede dudarlo ya; tal cual los contempla ahora, con minuciosidad fotografica, el mismo mimero de barrotes en la ventana y el color gris-acero de la estrecha puerta de metal. Probablemente han transcurrido varias horas desde que la atraparon en la calle. Cazada como un animal rabioso 0. como un insecto de rara preciosidad, sin darle tiempo a luchar contra la pesada tela que le echaran encima o mirar por una sola vez el rostro de sus cazadores. No tiene hambre. No tiene sed. Tampoco la atormenta el ansia de saber. Su curiosidad es limitada y fria, mas producto del aburrimiento que de la exas- peracién. Es una muchacha alta, de rostro cua~ drado y labios carnosos, demasiado pintada, con ojos bovinos, sin reflejos. 87 Después de jugar un rato a pintar imaginarias flores en el muro, recuerda al hombre que se la~ maba Ariel. Un hombre que entonces nada le decia. En esos dias ella era inocente de asuntos literarios y toda su cultura estaba centrada en Jas hazafias de Sandoléin y la coleccién de Se- leceiones empastadas del alegre tfo Marco... &.- -estaré equivocada. . .? Una vez tuvo noticias de un sujeto que era intimo amigo de Ariel. Ese Shakespeare, Shisperri 0 Suquesier. No lo cono- cia. Ni en broma. Apenas si lo habia visto en unas estampas del Tesoro de la Juventud, 1) Cuidado por la naturaleza y las pasiones. 2) Cui- dado por la tragedia y la comedia. Perfecta- mente mondito, meén y sin pafiales. Ana Maria recuerda perfectamente esas es- tampas del nifio Susperri... gy qué? Las ha visto més graciosas, como el bebé de los cereales Cer- pi, el cereal que prefiere al desayuno. Ademas. En toda su infancia ella no encontré un punto de referencia para saber que Ariel, el Ariel que ahora recuerda, no pertenecia a la esfera de los espiritus felices. ‘Tarde viene a enterarse. Ariel era uno de esos hombres que levan el peso de la tragedia, No por ser victimas de la tragedia en si, No exacta- mente. Sino por ser participes y autores invo- luntarios de ella, efectos y consecuencias deli- rantes de la misma. Ana Maria lo recuerda como un hombre de mediana estatura, manos delicadas y cabeza re- donda. De frente’ amplia, acusadas facciones, con una expresién de constante espera en sus ojos oscuros, Esa espera del animal en la tram- pa, del que suefia noche tras noche con el ca- mion blanco que al final lo destrozaré en una carretera solitaria, la espera del que teme cons- tantemente al asesino que ha de venir, lo que Serd de tm modo y no de otro, el terror del cual no existe escapatoria, En general, el Ariel que ella recuerda es un hombre de absoluta correccién. Aficionado a. usar camisas ligeras, en toda la gama del azul, 88. color que comunicaba un suave fulgor a sus fa~ tigadas pupilas. Sin embargo. Cuando el calor se abatia sobre 1a isla o los buenos oficios de su Javandera lo condenaban a vestirse de blanco, su piel morena adquiria un tinte mortecino y en sus ojos palpitaba la misma imagen de la muerte. Le resulta imposible precisar por qué clase de circunstancias frecuentaba Ariel la casa de a isla. Ni cudles eran los amigos en comin. Ni siquiera recuerda en qué época se sent6 por pri- mera vez en la terraza de Bah{fa Sonora (la misma Ana Maria escogio para la casa ese nom= bre romAntico), con la inevitable copa de brandy en la mano, porque el viento del mar blanquea, el aguardiente, y ese juntar de rodillas caracte- ristico de los turistas que lucen bermudas. Sin haberse tostado primero las plernas. Lo ms probable es que Ariel fuese un rostro mas de las vacaciones, Un amigo de otro amigo del tio Marco, Un espontaneo que desolado por el aburrimiento uniése al grupo de la terraza. Eso, Un auténtico desconocido... gsi? 0 uno de esos tipos petardistas, que en el casino termi naban jugando en la casilla del tio Marco, A 1o mejor un simple viajante de comercio, de los que afio tras afio recorren los almacenes de 1a isla, tornandose terriblemente familiares. ‘A excepeién de su nombre y de sus camisas y de su lavandera, Ana Marfa nunca supo dema- siadoacerea de él. Ignoraba si su educada voz en- trafiaba cortesias de colegio extranjero 0 ape- nas los ecos de un curso de conversacion por correspondeneia, Lamenta no saber hijo de quién-nacido, en dénde-educado, con-conecta- do, a-asociado con y ete. Sélo recuerda perfec tamente su monétona ‘conversacién, siempre relacionada con los muros de cemento, la bom- billa de luz mortecina y la ventana en lo alto. Por causa de esa obsesién los antiguos amigos de Ariel huian de él. Su mujer lo dejé por otro, le resultaba imposible conseguir un trabajo es- table, el médico de 1a familia se negaba a aten- 80 derle, Pero Ariel se aferraba desesperadament a esa herida que desde su pasado desgarraba sy presente, Necesitaba imperiosamente comunicar a los demas los hechos espantosos ocurridos en el interior de aquellos muros, Estuvo alli. Insis. tia. Fue actor y testigo presenelal. Cierto que su papel en todo era como para enmudecer de por vida. Pero sentiase en la obligacién de ad- vertir, en la obligacion de informar, de jugarse el pellejo cada vez. De sostener en’alto su voz acusadora, No se sabe cuando —decia— ni por qué moti- Vo, un ciudadano inocente puede convertirse en culpable por el s6lo hecho de ser hombre. Cul- pable. Sin delito ni orden de arresto ni juicio ni ‘testigos ni acusacion. Quiza por estar de sobra en un mundo atestado o pronunciar determi- nadas palabras en la calle, por una distraccién injustificada, una confusion de nombres, la po- sesion de una idea, o una revista abandonada en la banea de un parque. Desafortunadamente. Como todos los demas, Los amigos, la mujer, el médico, los asiduos a las reuniones de Ja terraza. Ana Maria nunca siguié con atencién los pormenores del relato acusador. Sucede que era siempre el mismo re- lato, con variaciones inexistentes para el na- rrador —moldeadas por ella— porque a fuerza, de fingir atencién, imaginé que ya sabia todo Jo que era necesario saber y que Ariel era un pobre loco, un sofiador insomne, que la castiga~ ba constantemente con la misma fantasia, Diez, quince, clen veces repetida. Asi termino de e: Paldas a una verdad que, si bien no significaba, ninguna ayuda en el momento actual, al menos podria inyectar un poco de luz en su euriosidad ¥ proporcionarle un punto de enfoque para en- cuadrar la trama de su propia historia. La otra historia. La que Arlel estuvo contando una y otra vez, convirtiéndose en un indeseable entre los suyos, seguramente tenfa un final y punto de partida, Estaba salpicada de leves de- talles, como el estruendo de un accidente mor- tal, una batalla campal en los extramuros, una 90 multitud que avanza vociferante hacia una con- centracion presidida por la muerte, las eruesas manos de un artista del horror y la tortura, y toda una serie de rostros. Esos rostros sin nom- bre que a lo largo del ttinel del relato avanzaban_ en un tiempo sin fin hacia la ratonera de ce- mento. De todas maneras, para Ana Maria Salas la yerdad se extravié en un ocio feliz de vacacio- nes, seguramente porque la tranquilidad ca~ rece de memoria y recordar se convierte en una ruleta de antiguas imagenes, Un juego como os tets sicolégicos, 1a mimica de las palabras o la botella gitana. Un juego mas divertido que dibujar imaginarias florecitas, con pistilos y to~ do, como el que fue jugado en la casa de la isla. ¥ ella comienza a recitar en voz alta, delgada vocesita aprisionada en un recio cuerpo de mu- jer, convertida en figura prineipal, publico y cerebro creador. “;Qué es un bucéfalo? - un pipi como un bus - Qué es un melémano? -el come miel - ¢Qué es un Cicofante? - gel que trina como un elefante?”. ...186lo que no resulta divertido...1 Mas di- veriido el fuego ae Ariel, Cuando comenzaron las preguntas y las adivinanzas acerca de él, y nadie parecia recordar su nombre. Todas esas jamadas telefonicas ocultas tras voces deseono- cidas. Bl cortés espionaje que se hacia a las car: tas y folletos que el correo traia para la mamé de Ana Marfa, sus cartas del Club de Jardineria abiertas 91 vapor. las revistas extraviadas ante: de legar al apartado aéreo. El mal cenlo col tante del tio Marco. Luego las visitas intempes tivas de curiosos electricistas y plomeros, de- masiado limpios, con herramientas demasia‘ nuevas, delegados de la sanidad, visitadoras s0- ciales y atentos sujetos de vestide oscuro, Todos con deseos de jugar a ese lindo jueguito de la verdad, que tanto le gustaba a Ana Marfa, Un juego que le estaba estrictamente prohibido, pero que ella se las ingeniaba para practicar a espaldas de todo el mundo. 91 Yo pregunto. Ta contestas. Lindo cuestiona- tio, Tra-la-la-la-trala-la-14, Namero de perso. nas en la casa - Edades - Actividades que de- sempefiaban - Salarios - Asociaciones a la que pertenecen - Estudios realizados - Lecturas fa- voritas - Enfermedades y vacunas - Permiso pa- ta portar armas - Filiacién politica - Cargos pitblicos —preguntas no realizadas exactamen- a en el mismo orden. Los formularios mas ex- ensos y coneretos. Pequefias obras m: el arte de la vivisecci¢n, ee Fue en esa época cuando el ale, re tio Mar comenzé a viajar continuamente. Cambiabe ao ciudad y de apartamento con volubilidad, al Punto que no siempre se aleanzaba a anotar su nueva direceién, Tenia 1a mala costumbre de desaparecer por largas temporadas, y las no- ticlas que la mamé de Ana Maria recibia de él cran escasas. Pero, de cualquier manera, nada de eso era realmente verdad. Ana Maria lo sa bia. Los habia escuchado discutir, a puerta ce. trada, cuando se suponfa que el tio Mateo este. ba lejos, mas lejos que al otro extremo de la isla, —iDéjala. . .! —insistia mama—. Es una suer- te que sea exactamente como es. es El grit6 que las circunstancias no justificab: an el que nadie permaneciese en la ignorancia, Hs Preciso que cntlenda, preciso que sepa, preciso comprenda. Los gritos de mama = Jaron continuar. pe ae —Digas lo que le digas s6lo lograras confun- dirla —chillo—. {Déjala en paz! Ese mismo dia los periédicos publicaron las fotos de un hombre al que Ana Maria reconocié en seguida: Ariel Bastos. Encontraron su cada- ver en el eruce de una céntrica via publica. Sus invisibles ejecutores lo habfan torturado antes de asesinarlo. Llevaba en el cuello un cartel insultante, Ana Marfa ley6 varias veces la in- formacion y antes que mam4, su mama, des- truyera los periédicos del dia, preguntd: —éQué son “ejecutores”? 92, No obtuvo respuesta. Mamé estaba atareadi- sima preparando el equipaje. Tio Marco salié de repente de la nada, como un payaso de Te- sorte oculto en el fondo de una caja inexistente, y todo se torno terriblemente divertido. En la hoche los tres viajaron intempestivamente ha- cia la isla, eso que Ana Maria no estaba de va- caciones y en su instituto tenia nuevas cancio- nes por aprender, un divertido curso de titeres, sus Tabanos a punto de ser recogidos en la huerta. La noche del regreso quemaron montafias de papeles en el patio trasero, Todas las cenizas echadas a volar en el viento del este, en extrafio paseo al amanecer, porque nadie hablaba en la lancha y el agua del mar que salpicaba a Ana Marfa era deliciosamente tibia. Tralal4-tralala~ 1é-tralalalé. Ella queria cantar la cancion del pirata, como siempre que iban a Cayo Bolivar a pescar bonitos y king-fish, s6lo que mamé dijo que no era momento de canciones. Ni de can- ciones ni de juegos. Estaban en el mar, sf, Jun- tos también. Seguramente en un remedo final de sus pasadas y felices vacaciones. Después ocurrié lo del tio Marco. ‘Tres hombres de aspecto inofensivo (Ana Ma- ria imagin6 que aficionados a la ruleta o ven- dedores de enciclopedias) lo sacaron a la fuerza de la casa y se lo Hevaron de la isla en una avioneta. Nada se pudo hacer. Ana Maria no le verfa mAs. Asi que no le import6 el que su mama cerrara definitivamente la casa de la isla y amputara de una vez las vacaciones. Esa casa no era exactamente una casa si faltaba en ella el alegre tio Marco. Tampoco la gente iba a sen- tarse a la terraza de Bahia Sonora. Y mama habia adquirido la mala costumbre de Horar a escondidas y de permanecer en silencio y de no responder nunea lo que se le preguntaba. Ana Marfa nunca, pudo entender la razon por la cual mamé le prohibié regresar al instituto. 93, ¥ eso que ella protesté por los titeres, los réba~ nos y las canciones. —Tienes que estar con tu mama —dijo—, ‘Nunca més puedes separarte de mamé. De nuevo en la ciudad, Ana Maria supo que era grande, que habia crecido y tenia el deber de acompafiar a su mama en todo momento. Pero no pudieron engafiarla por mucho tiempo y de repente comprendié que tio Marco habia inventado una nueva manera de jugar. Algo asi como el jcorre-que-te-aleanzo...! Su mamé to- mé la manfa de perseguir al tio Marco. Pregun- taba por é1 en los hospitales, las morgues y las comisarias, todos los dias sin faltar uno, sin contestar las preguntas de Ana Marfa, porque en cada cadaver no identificado crefa’vislum- brar sus sefias. Apenas Ana Maria se ha detenido a pensar seriamente en ello. Ha cursado un largo apren- dizaje acerca de la muerte, habitual en ciertos lugares, como estudiante ejemplar en un ins- tituto de insdlitas caracteristicas. Para nifios es- peciales, sin profesores, titeres, rondas 0 le~ gumbres en la huerta. Su aprovechamiento es ejemplar, porque, después de todo, mamé fue una especialista en la materia. No en vano pasé los ultimos meses de su vida en busca del cuerpo del tio Marco. Los noticieros de radio y television dijeron que su mamé habia muerto en el curso de un trégico accidente. Luego esa foto de la cédula en los periédicos, foto que tanto detestaba, co- mo para llorar de puro coraje. Mama se veta fea, espantosamente fea, y por lo que Ana Maria pudo entender, ya no estarian juntas nunca més. Personas extrafias invadieron el aparta- mento de Ja ciudad, dijeron se encargarfan de todos los detalles, prohibiéndole que abriera 1a boca o se moviera. Ni siquiera pudo acompafiar @ mamé a ese sitio a donde ella iba, porque las personas que mueren van a sitios’ precisos. 0 no...? Cerementio-cementerio-endometrio- megaterio-tralalalé, Alo peor, mama habfa inventado otra clase de juego. Como morirse, por ejemplo, justo para acer rabiar al tio Marco, a sus emigos de la jsla, a ese hombre que se llamaba Ariel. Ana Maria s6lo tuyo un poco de tiempo para adivi- narlo. Pudo salir en su busca. Pudo llegar hasta ella, de no ser por el cuarto cerrado que la es~ taba esperando, la puerta de metal y la ventana en lo alto. Escuché infinidad de veces la his- toria de las paredes de cemento. Si, que si, ¥ acaso podria recordarlo todo acerca de ellas. Los hechos ocurridos en el interior de aquellos muros, Pensar un momento cémo puede salirse de alli, como dijo Ariel que se salia. yuiz logre hacerlo. No por las advertencias aevese hombre cuyo nombre nada le decis, ast estuviese emparentado con Shikespier, shuspe- ri, o shiskeperry, ni por esas tardes infinitas en que escuché hasta la saciedad la historia de Jo que podfa ocurrir en la trampa de cemento. De lo que pronto iba a sucederle a ella misma. De lo que no podria salvarse aunque tuviese un punto de partida para adivinar la realidad de Ia tragedia. 0 tendré la alternativa de salir. De sce be levantar en alto su voz acusadora. ‘Sdlo le queda el tiempo necesario para dibujar imaginarias florecitas en el muro o iniciar un nuevo juego. Por ejemplo: adivinar quiénes eran ellos realmente —mama— —el tio Marco— —el hombre que se llamaba, Ariel—. Y preguntarse a si misma cual es su afinidad con la tragedia. Si es que después que ocurra lo que necesariamen- te ha de ocurrir en el interior de aquellos muros, Ana Maria Salas tendr4 tiempo de cantar o de pensar en la terraza de la isla. 95 NARRACION DE UN SONADOR DE TESOROS En mi isla hay muchos tesoros enterrados. Es clerto, Si usted no lo cree, puedo mostrarle la fortaleza del pirata Henry Morgan, en donde existe una montafia de oro que todos los afios se hunde mas y mas en el fondo de la tierra. Como Henry Morgan era un hombre feroz, que asesinéd a muchos cristianos y amasé con sangre de esclavos las piedras que ocultaran el secreto, es preciso sofiar con el sitio preciso y cruzar un camino vigilado por fantasmas para encontrar el tesoro. Pero yo no tengo suerte y como soy marino y sobrino del padre Archbold, nadie me visita en suefios. Tal vez porque me fui a estudiar a Medellin y estuve muchos afios lejos de mi tierra. Luego me cansé del estudio y regresé a la isla que es tierra de navegantes, y ahora trabajo en este barco: El Pomare II. Y cuando estamos en altamar me pongo a buscar senderos y senderos en la duermeyela para encontrar la entrada al mundo del tesoro, Pero yo no tengo suerte. En cambio, la vecina, Miss Bordee, vio en sue~ fios a un hombre oscuro que le dijo: —Levantate temprano, y desde la puerta de tu casa camina cincuenta y siete metros en di- a7 7-— paMin sonoRA reecién del oriente, hasta donde hay un arbol de anon. All{ te encontraras con un hombre que viene caminando, con un pico y una pala al “abrelo con la lave, cuenta las monedas y lim pialas antes de llevarlas al pueblo. Lo que en- quentres repartelo asi: un quinto para los po- hombro. Deténlo ‘sin decir palabra, pues tam- | pres, un quinto para la iglesia y el resto para ti. bién tuvo su suefio. Toma el pico, déjale la pala, Cava en su compafiia. Lo que encuentren es de los dos, Hila se levant6 al amanecer. Caminé hasta el sitio indicado por el espectro. Todo sucedié co- mo estaba previsto. El hombre y Miss Bordee cavaron en silencio, desde el amanecer hasta la puesta del sol, Cuando por fin tocaron tierra removida, vislumbraron una inmensa caverna subterrénea en donde brillaba un promontorio de doblones de oro, pedrerfa y ornamentos del culto catélico. Ante tanta riqueza, ella Ilamé codicia a su coraz6n y, mas rapida’que el pen- samiento, comenz6 a gritar reclamando la ex- clusiva propiedad del tesoro. Entonces la tierra tembl6 deslizandose con gran estruendo bajo los pies de Miss Bordee y del hombre del pico y de la pala, levantando zozobra en el mar y pa- nico en el aire antes de regresar a su lugar. Ese fue el afio del tiltimo huracdn que arrasé la mitad de mi isla. Pero Miss Bordee estaba protegida por dupys tutelares y un afio después tuvo otro suefio. Vio al hombre oscuro que le dijo: —Sal de tu casa al anochecer, camina cien pasos al occidente, en direccién del mar. Alli encontrards unas escaleras de piedra. Sube por ellas y cuenta setenta y siete escalones, Alli en- contrards un cofrecito oxidado que contiene una lave més grande que tu mano derecha. Toma la Mave, sube tres escalones més hasta tocar una pared rocosa, en donde veras una puerta con su cerradura. Abre la puerta. Detrds de ella existe un extenso terreno arenoso, y en la mitad de él una gran piedra. Debajo de la piedra duerme un feroz cangrejo negro, Déjalo tranquilo. Se ir4 por si solo. Luego cava un poco con las ma- nos, hasta tropezar con la argolla de un cofre Pirata, Dios te dara fuerzas para levantario. rdee siguié las indicaciones del espec- tro al pie de la letra, Sublo Jas esealeras, tomé Ia lave, abrio la puerta, levant6 la piedra. Pero como no Ilevaba, buenos pensamientos, se asust6 terriblemente al ver al cangrejo negro, y aba~ lanz4ndose sobre él, lo destrozé con la Mave. Entonces la tierra tembl6 y nuevamente un gran. tesoro escapé de sus manos. Ese fue el afio de la ultima sequiz que asol6 a mi isla. jicen que Miss Bordee cayé al suelo como ful~ minada por un rayo ¥ estivo varias horas sin sentido. Cuando se incorporé para regresar a su casa, encontr6 que el lugar estaba rodeado por una maleza enmarafiada. No existia ni lave, ni puerta, ni pared, ni piedra, ni escalera. Ni nada. ‘Unos pescadores que por alli pasaban escu- charon sus gritos y la encontraron echando es- puma por la boca, con el rostro arafiado y la falda hecha jirones. fiss Bordee se encerré en su casa y nunca mas he vuelto a verla, ¥ cuando estoy en alta mar, solo, sin nadie que hable conmigo, me pon- go a pensar en qué sitio de mi isla puede estar enterrado el tesoro. Antes de dormirme llamo a los dupys para que me visiten en suefios. Porque yo no soy egoista y repartiria la mitad entre mis amigos y parlentes. Lo que pasa es que como me paso la vida en el mar y soy sobrino del padre Archbold, no puedo perder el tiempo en busca de tesoros. Porque yo no tengo suerte, 99 EL CIELO CON LA MANO Ser una mujer joven, radiante de energia, y plena de atributos fisicos podfa ser una autén- tica desgracia, jSi, desgracia! Especialmente cuando se ha nacido y crecido en un barrio po- pulachero, entre pleitos de vecindad, carne una vez a la semana, y el futuro matrimonial se pre- senta salpicado de empleaditos, ebanistas, car- niceros, a lo sumo, un contrabandista en ésme- raldas 0 el duefio de una cantina. iEso s{ que no! Magnolia Osorio no pensaba, terminar como su madre, cuidando una caterva de nifios anémicos y gritones, a merced de un marido buenazo pero corto de espiritu y cons- tantemente sin trabajo. El olor de cebolla. Las ‘cuotas atrasadas del televisor. Zapatos gasta- dos-sopa de repollo-ropa interior amarillenta. Ella tenfa en mente Ja pintura brillante de un futuro mejor. En aras de ese futuro, tendié una sdbana de mar entre sus intenciones y su opaca familia. No por carencia de afecto, Eso no. Al contrario. En bien de todos se veia conminada a buscar un escape. Hufa de las fiestecitas im- provisadas, los bazares a, beneficio, las invitacio- nes a] Parque Nacional y las peliculas en cines de segunda, Sitios a donde invariablemente acu- dian los hombres que a ella le gustaban, Estu- 101 diantes, profesores de escuela primaria, aspiran. tes a estrellas de fiitbol, extras de television, todos solteros ambiciosos, de los cuales existig la posibilidad de encapricharse. Hombres que al triunfar, la dejarian a un lado... ini mas fal. taba! Magnolia Osorio se tenia como bocado es. pecial (ese caviar nunca probado) y no pensaba | desperdiciar su tiempo cultivando relaciones | amorosas con tipos sin un quinto, Preferia pro. bar fortuna en otros lugares, Vino a la isla contratada como secretaria del First Island Bank, Posicién destacada en apa- riencia, aunque con un sueldo de hambre. No pudo conseguir mas. El que la vida en la isla seq Ja més costosa del pais, no impide a los manda~ mas sostener a criados y subalternos en un per- manente letargo de hambre. Lo cual les ahorra huelgas explosivas y prestaciones sociales. Magnolia Osorio era eficiente, inmaculada, de lechosa y sonrosada piel. Con un buen gusto copiado de los patrones populares de modas, de las cufias de television. Resultaba, deliciosamen- te provocative tras su escritorio de metal inoxi- dable... jtan fresca en el aire acondiciona- do!...., las torneadas piernas amoratadas en los tobillos, sus pies diminutos rociados con picadu- ras de canchufly. Amén de sus labios carnosos constantemente retocados con lapiz labial Tawny Pink, Tenia una palabra amable para cada quien, desde el gerente al ultimo barrendero. Sonrisa va, Sonrisa viene. Un ruboroso pestafieo utili- zado segtin las descaradas instrucciones de “La, chica Cosmos”, heroina de su revista favorita, Manejaba la voz como una experta, imprimién- dole el tono delicado e irritante de las alumnas del costosisimo colegio Saint Basile, y —efec- tivamente— Magnolia lo habia copiado de la hija de un antiguo jefe. iVaya éxito...! Los Moscones acudieron tras e] yuelo de sus faldas, tal vez por esa sensacién de estar batida en nata y almibar que ella imprimfa en los demas. Z2z2222 zumbaban, zumbaban zzz uuu mm-~ 102 pbaban persistentes y enloquecedores, a medida que los meses trepaban por el almanaque. Magnolia Osorio miraba constentemente_el ahumado espejo de su madre, de sus compafie- ras de trabajo. Procedia con calma, Tranquila~ mente, dejaba aletear las rizadas pestafias y anotaba en su diario intimo los nombres de los solteros aceptables: islefios o paflamanes, con Jos pro y los contra de cada uno. Desdefiaba el tema de la edad, se interesaba en la cuenta ban- catia. (en los sentimientos, escribia), y en la posicién social. Entre tanto, su rutina diaria era la misma imagen del decoro. Sencillez. Belleza intocada. Cortesia. Magnolia no aceptaba invitaciones al casino Eldorado Star, a las discotecas 0 a los pares de moda. Sitios en donde los turistas de- jaban a. borbotones el dinero, los comerciantes el dinero y el aburrimiento, y las mujeres el di- nero y el aburrimiento y la reputacién; jpa- seos a la luz de la luna, ni sofiarlo! Si acaso se dignaba tomar una copa de helado en el Happy Land o una copa de vino en el restau- rante E] Romano. Nunca permanecia fuera de la pensién después de las diez de la noche, Los sdbados dedicaba el dia a menudas tareas do~ mésticas, permitiéndose una dosis de sana di- version él dia domingo. Acudia a la playa tempranito. Tocada con un ancho y exquisito sombrero color limén, teme~ rosa del tibio sol matinal, las manos protegidas de la salmuera con impolutos guentes blancos. El vestido de bafio era de una sola pieza, sin aberturas insinuantes, porque Magnolia detes- taba a las mujeres exhibicionistas y afirmaba que el cuerpo humano es también templo del Creador. Lefa un rato debajo de una palmera, apetitoso estimulo para las hormigas y canchu- flys, zumbulléndose después en las transparen- tes aguas de Bahia Sardina. Se eclipsaba antes del mediodia, ya la playa convertida en un avis- pero de familias, parejas, hippis, jugadores de bumerang, esquiadores y ‘ansiosos admiradores. 103 Al caer la tarde solia pasear a lo largo de la Avenida de la Playa, iba en auto a Bahfa Sonora 0 asistia a la vespertina de] Teatro Hollywood, Y¥ como un reloj legaba a la iglesia de San Ju- das Tadeo, devota a la misa de ocho. Sefior mio Jesucristo, Padre Nuestro que estas en los cielos, Santa Matia, Ora pronobis, | Era la mujer ideal. En la edad ideal. Con los atractivos necesarios para satisfacer al hombre mis exigente. Del rosario de moscones surgieron serios aspirantes @ su blanca, regordeta y cui- dada mano. Indudablemente. Magnolia Osorio alberg6 dudas, indecisiones, flechazos angustia~ dos ante de elegir al compafiero de su vida, Sucedié que su eleccién dejé sin novio y prac- ticamente a la puerta de la iglesia a Myra Bowie, una islefia de graciosa figura y risa es- Ponténea... Como podia Magnolia saberio?..., no era amiga de comadreos. Censuraba esa abo- minable costumbre de la isla de inmiscuirse en vidas ajenas. Tampoco pedia opinion a los otros empleados del Firts Island Bank, Vivia a su acomodo, Noviazgo, compromiso, amonestaciones. Todo, Se sucedié'con ritmo acelerado. No solo ella: también sus amistades y la lorosa Myra Bowle, pensaron que habia cogido el cielo con la mano. Seria la esposa de uno de los Castillo, familia de rancio origen espafiol, detentadora del poder Politico en el archipiélago en varias ocasiones, sus miembros altamente apreciados en la vida social de campanillas, Los hermanos mayores de Simon, a la espera de otra era de poder, disfrutaban grandes bene- ficios econémicos y manejaban complicados ne- gocios. El mismo Simén tenia cuenta secreta en Panama, casa propia, un bien surtido almacén de joyeria y perfumeria en la Calle Larga, a tres cuadras del First Island Bank. Alto, de cutis triguefio-amarillento, un cabello castafio de bu- cles apretados, en el fondo de sus ojos verdosos bailoteaba incesantemente un balin de picardia, Pocas personas captaban tal detalle, deslum- 104 bradas por la nariz patricia, 1os labios sombrea~ dos de un tinte oscuro, los ‘dientes espléndidos, Ja arrogante estatura, Simén Castillo era el modelo del hombre sin vicios. Ni tabaco, ni mujeres ni drogas ni mu- chachitos ni otra clase de vagabunderias. Pasa- ba el dia dedicado a su negocio, amable con la clientela, sin detenerse siquiera en la pausa de Ja siesta, Esta dedicacién al trabajo le daba de- recho a cerrar a las cinco de la tarde, tempo- rada turistica o tiempo muerto. Luego tomaba su automovil de tiltimo modelo —que cambiaba anualmente— y recorria las escasas cuadras que lo separaban del hotel Sonora. All{ lo esperaban sus amigos incondicionales, Don Hans Thielin, Rodrigo Viana, Tadeo Miranda, Laureano Diaz y madame Corinne, tinica hembra admitida en el grupo. La diversién consistia en jugar al do- miné, en una de las terrazas del hotel —situada directamente sobre el ancho pretil de 1a aveni- da— deteniéndose, de cuando en cuando, para tomar cerveza, hablar con los paseantes o dor- mitar un rato, Jugaban con un domin6 gigante, formado por otros pequefios juegos, apostando ‘pequefias su- mas que no se pagaban los unos a los otros y se acumulaban en cifras astronémicas, doce meses al afio, hasta borrarse al finalizar diciembre. Invariablemente, Don Hans Thielin, Laureano Diaz y Tadeo Miranda, ineiaban la partida a las nueve de la mafiana, tomandose la primera tanda de cerveza. Mientras Rodrigo Viana, el duefio del hotel, se desocupaba de sus obligacio~ nes matinales ¢ impartia instrucciones al per- sonal de servicio; tarea rapidamente despacha- da, porque su administrador era excelente y 61 ‘pagaba bastante bien a sus domésticos. A mediod{a se presentaba madame, bafiada, perfu- mada, un tanto borracha, Madame tenia la cos- tumbre de abrir su almacén de juguetes tinica- mente en las horas de la mafiang. Asi podia almorzar con sus amigos, entre partida y parti- da, y hacer la siesta sin retirarse de 1a mesa de 105 juego. A las cinco el grupo estaba completo. Los paseantes se detenian a mirar a sus integrantes con envidia, Los amigos tenian mala fama, no cabe duda, No tomados como grupo concreto, sino como personas por separado, Es claro que la mayor yesponsable era madame, quien a pesar de su corpulencia y respetable ‘edad, solia calzar za~ patos dorados, envolverse en tiinicas de seda, tinturandose quincenalmete el cabello con los colores més estrafalarios. Tortura que imponfa a sus dos gatos de angora, animales que deam~ bulaban y se meaban encima de las mufiecas, triciclos y mecanos del almacén, como petu- lantes demonios sibariticos, ya pintados de rojo fuego, violeta, verde botella, salm6n, amarillo oro a aul mahén, Afuera, los nifios turistas be~ rreaban furiosamente al’ contemplarlos, apre- tados contra la vidriera, frustrados en la idea de escoger un regalo... En la tarde estaba ce- rrado. Una vez adentro, en la mafiana, el be- rrenchin espantaba a las asqueadas madres, iAh, madame, madame! Se decian incontables cosas de madame. Historias en voz baja, deli- rantes, aturdidoras. Pero Magnolia Osorio tenfa conocidos demasiado prudentes, Nunca le con- taron de madame, ni de los amigos de Castillo, y de madame, ni'de los gatos y madame. Por ejemplo: nunca supo que un rico fabricante de telas de Bogota, con apellido de précer y porte distinguido, venia mensualmente a desnudarla y a bafiarla con rios de champafia, a cubrirla de orquideas y costosos perfumes, es un estruen- doso ritual perpetrado desde hacia diez afios. Ella era la tinica mujer capaz de revivir su sexo, y el atildado cuarentén estaba dispuesto a co- Jocar el mundo entero bajo las zapatillas dora das; pero la francesa preferia jugar al domind. De Rodrigo Viana ni hablar; corrian turbias le- yendas, demasiado confusas par ser repetidas. Tadeo Miranda era jefe de una banda de con- trabandistas, peseador en aguas prohibidas, con fama de asesino, putafiero como pocos. Don 108 Hans Thielin, el viejo alemén jubilado de los ferrocarriles turcos, atemorizaba’a los islefios y era detestado por los judios, Laureano Diaz era piedra de escandalo, con su barba y figura de profeta, sus tinicas bordadas, el olor a hierba impregnando su piel: expublicista con aspira- ciones de escritor, habia abandonado esposa, hi- jos, trabajo remunerado, decidido a vivir a Ia bartola y escribir una novela capaz de opacar La Guerra y la Paz, de la cual no se conocia una linea, asi él figurase como el mas alto exponente intelectual del archipiélago, Bueno, de Simén Castillo nadie decia_na- da censurable. Apenas que resultaba demasiado hhonesto para amistades tan poco recomenda- bles. Quizés habia actuado mal con Myra Bowie, pero en nombre de su amor hacia Magnolia Osorio, 1a blanca Magnolia, merecia compren- sion. Poco antes de su matrimonio hubo perso- nas preocupadas en atribuirle una relacién pe- caminosa con madame, cuento tan absurdo que nadie lo creia, Magnolia, la preciosa, no estaba interesada en los amigos de su estupendo prometido, ni en la inocente aficién al domind, Sabla cuanto le era necesario saber acerca de él, Le fascinaba su de- dicacién al trabajo, estaba encantada con su excelente salud, lo encontraba buen mozo, per- fecto en muchos aspectos, {Naturalmente! Un hombre a quien bastaria un simple empujoncito para surgir como politico importante, como un grandioso conductor civico, como Ja mas elegan- te adquisicién de la sociedad islefia, Estaba des- tinado a superar los triunfos de su hermanos. . . iy ella estaria con él, le apoyaria incondicio- nalmente... seria su luz, su faro, su gufa, el bastén que le guiaria. Por lo pronto, era el hombre de sus suefios, lo suficientemente rico como para alimentar su ansia de comodidades; lo suficientemente bien plantado como para exhibirlo ante su familia y amistades. En fin, la suma de varios afios de planes y de insomnios. 107 Se casaron con los perendengues del caso, ‘Tarjetas de invitacion con orla dorada y la repujada frase “Unidos en amor hasta la muer- te”, Foto a tres columnas en el principal sema~ nario local. Anuncios en la radio. Pasajes de ida y vuelta pagados por Castillo a nombre de la tribu Osorio (ella se neg6 a casarse en el barrio de su infancia). Vestido blanco de tul con apli- caciones de raso, frunces, alforzas, velo, Recep- cion en el Club de Pesca. Joyas exclusivas. Per- fumes caros, Caviar, Fiestas por lo alto. Aroma. de riqueza. Ambos eran hermosos, radiantes, lamativos. Desbordaban agradecimiento, alegria, secretos propésitos. Tanto que los invitados a la fiesta se emocionaron ostensiblemente, transportados de fibilo, cuando la orquesta tocé el primer vals en honor de los recién casados, Salieron en luna de miel rumbo a las Antillas, después de enviar a la tribu Osorio de regreso al barrio popular de Bogota. Formaban parte de un roméntico crucero que, casualmente, se habia. detenido con sus gringos y sus solteronas tres dias en la isla. Lo ocurrido entre ellos. Al regreso de un idili- co viaje. A puerta cerrada. Es un hecho imposi- ble de saber, El resto transcurrié con tragica seneillez, pocos dias después que Magnolia Oso- rio se instalase en su nueva casa y la vida re- cobrase el ritmo diario. Un ritmo que los esposos Castillo observan hasta el dia de hoy, siete afios después. Invierno - Verano - Fiestas religiosas - Tem~- porada turistica - Carnavales - Festival de la Cancion - Semana santa - Concurso de Belleza Fiesta de San Luis - Disturbios en El Arenal. Nada altera el placido vivir de esta pareja, En la mafiana, poco antes de las ocho, roza~ gante y copiosamente desayunado, Simén’Casti- Tio saca su automévil tiltimo modelo del garaje. —Sigue, mi amor... —Simén es un hombre cortés, no olvida abrir la puerta a su sefiora, 108 A los quince minutos, Magnolia se encuentra en el almacén Fantasia de la calle larga. Limpia el salitre de la estanteria, toma nota de las mereancias en desorden, ‘arregla la vitrina, cuadra la chequera, pasa a méquina las consig- naciones. A su vuelta del First Island Bank abre Jas puertas al publico. ¥ se sumerge en el con- tinuo regateo con la clientela, ojo avizor a los ladrones, las palabras “no tenemos” y el comen- tario “por ser a usted, se lo dejo en ese precio”. Simé6n Castillo regresa por ella a la hora del almuerzo. La acompafia a la hora de una siesta reparadora. Vuelve a levarla al almacén, con puntualidad militar, sin distraerla del trabajo. La recogeré cinco minutos antes de las sels de la tarde, En la noche, con énimo de variacion, Magno- lia aprovecha el fresco que viene del mar; ca- mina un poco. Visita a sus amigas, se acerca a la iglesia de San Judas Tadeo, corre a medirse una falda a casa de la modista, Pero debe en- contrarse, sin falta, a las ocho y media de la noche, en las puertas de su hogar, pues Simon Castillo es un hombre cumplido. No un parran- dero 0 un mujeriego, tampoco un trasnochador impenitente, De cuando en cuando van a cine, a la nocturna, cuando presentan peliculas de cowboys 0 italianas picarescas. Los domingos, Simén ni se asoma al hotel Sonora, Sus amigos comprenden que es un dia dedicadoa la familia, A fin de afio, Simon Castillo permite a su mujer ofrecer una gran fiesta. Tiene carta blan- ca en el club, en los hoteles de primera, en la sala del casino. Pero Magnolia ya no es una mujer joven, ha perdido sus atributos fisicos prematuramente, como si una gran vergtienza le consumiera belleza y voluntad. Carece de 4nimos para planear una gran fiesta o enfren- tarse a la murmuracién despiadada de las otras mujeres de la isla. Se contenta con invitar a madame, a Don Hans Thielin, Rodrigo Viana, Tadeo Miranda, Laureano Diaz. ¥ esta actitud complace profundamente a su marido. 109 Después del vino, las uvas y la fabulosa comi~ da de media noche, Magnolia prepara una mesa. con el juego de dominé gigante en el comedor. Y mientras el grupo cancela sus deudas del afio anterior y comienza automaticamente a con- tracr otras nuevas, ella se desliza entre sus suefios. Suefia con envejecer en forma acelerada y conseguir el amor de un hombre que venga. del continente a bafiarla mensualmente con champafia. Orquideas, Caviar, Copas de Baccaré,, Diamantes. Violines al amanecer. 110 PARA LOS QUE AMAN EL VINO Asi se lo cuento. La luz de mi hombre esta detenida. Prisionera, Encerrada tras las rejas de la eércel de La Loma. Sin posibilidad de de- fensa ni salvacin. Sentenciada a una condena infame. {EI no volveré a estrecharla entre sus brazos por més de seis meses! ¢¥ todo por qué? por qué, por qué, por qué porque desde que los pafiamanes mandan y comandan en esta isla vivimos en una forma imposible, Como no me estoy refiriendo a 1a politica, ni siquiera mencionaré la actitud solapada como engafiaron a nuestros ingenuos ebuelos para despojarlos de sus tierras, Al precio de “Vete tu para entrar yo” No. Ni mas faltaba. Yo no soy una mujer resentida, Ese asunto pertenece al pasado. La historia historia es. Lo que me fastidia es que los pafiamanes con- virtieran mi isla en una prision rodeada de agua por todas partes, en donde se paga hasta por el aire respirado. Un lugar en donde los sentimien- tos ms sagrados se cotizan al precio de un em- barque de cemento. Pero vamos con calma, Ya les contaré lo que le pasé a mi hombre con Flower on Sunday. Culpa de los pafias... jlos condenados no tienen ni pizca de vergtienza!.. gente que no sabe de libertad ni ce aire puro, qi pues hasta en la eterna presencia del mar pa~ recen fastidiarse, Por lo mismo viven todo el santo dia ence- rrados en sus almacenes. Un afio y otro afio, Con el signo de pesos iluminéndole jos ojos. Da Jo mismo que sean paisas, majitos, franchutes, spaguettis o aspirantes a dormir en el seno de Abraham, Todas sus ambiciones se concentran en vender el equipo de sonido, los televisores, la licuadora y el ayudante de cocina a los turistas, Made in Japan. Como si las méquinas suplieran. el amor y los afectos (y la crema para el cutis ajado y las medias para la vena varice y el ja~ bén de algas con formula cientifica y los equi- pos de buceo y las sedas estampadas y las por- celanas Capo di Monte). Porque ya la gente no tiene tiempo de buscar placeres en compafifa y compra cosas para engafiar a su propia soledad, Es por eso por lo que cuando paso por Bl Al- macén Libano de Kamal Malek y él me dice: —Aqui bu gonsigue de toda, safiorita, Mucho bueno, Mucho barato. Bafiueletos abericanos, Berfumos brancesos. Buchos bonitos telos. Ar- besanfa de Gulombia, Segretos bara el amor. Bu gombras. Yo vando tu, safiorita. Yo le respondo: —Si, Kamal. En esta isla se consigue de todo. Menos vida, que s6lo la da Dios. Entonces Kamal piensa que la vida es un ar- tfeulo de prohibida importacién. Me mira con’ aire misterioso y susurra, golpeandome con su aliento saturado de ajo-menta, —Yo bonsigue vida a ti, safiorita. Dime el marco no més, que te lo baso de gontrabando. Kamal Malek es un pobre beduino desterrado por la miseria de su tierra. Un extranjero que lucha duramente contra el tiempo, mientras au- mentan sus hijos y se le desvanece el capital. Duerme con su familia en los altos del almacén, desayuna café aguado sin aziicar, trajeado con Jas mismas mudas de ropa, lavadas y vueltas a 12 | Javar, una mirada nostélgica en sus ojos oscuros. Todavia Kamal Malek respeta las palabras, y roba un minuto de su tiempo al trabajo —de tarde en tarde— para ofrecerme una taza de café y sentarse frente a su negocio a conversar. Los otros pafias son cosa seria de verdad. No saben hablar de otra cosa que de licencias de importacion. Impuestos-seguros-saqueos-embar- ques. —2A como se cotiza el oro en el mercado mundial? ¢cémo influye en la economfa colom- biana la guerra drabe-israeli? jQué tipos des- graciados los del control de cambio! iHay que verlos, llorando unos en brazos de Jos otros. .!, que si la temporada ce vacaciones fue una birtia y las excursiones estudiantiles estén acabando con el comercio de la isla, pues no se vende nada de nada. Como si los islefios no supiéramos que nuestros mejores edificios se encuentran en Medellin, Bogota, Beirut, Napo- les, Miami y Tel Aviv. No faltaré quien me diga que entre los pafias hay personas honradas. Pues si, Segtin y como se mire. Los hay. Sujetos importantes, que nunca se untaran las manos por un peso. Van al Se- nado y a la Camara cuando tienen ambiciones politicas. Fundan clubes por aquello de las aspi~ raciones sociales. Rechazan el soborno. ¥ la ma~ yoria de las veces trabajan sin cesar, hasta en- fermar de fisico agotamiento... jpara que mas tarde sus hijos se crean de mejor familia y los miren por encima del hombro! Pero no estoy enojada con los hijitos de su papa. Mi alegato es contra los pafiamanes de mala clase, dedicados a amargamos la vida constantemente. A nosotros, La gente de mt- sica y de mar. La gente, como mi hombre, Epa~ minondas Jay Long, que no nacié para vivir en- cerrado entre bloques de‘cemento. Ni encuentra el menor placer en escuchar el timbre de una maquina registradora, Me explico: las cosas son de tal suerte desde que los pafiamanes mandan y comandan, que 113 poser una lancha y presumir en el mar un rato Jos domingos se considera de buen tono. Sélo que si la misma lancha es fortuna y cama, casa en mar abierto, vehiculo de alquiler y bodega de pescado, un hombre se convierte en un des- castado al 'margen de la ley. Tal es el caso de Epaminondas Jay Long. |Dios libre a una mu- chacha decente como yo, fijarse en un vago co- mo él! Eso dice la gente. Pero yo miro hacia adelante y dejo pasar el viento. Eso de ser mirado como un picaro mala-ley sin oficio ni beneficio le tiene sin cuidado a Epaminondas. Tiene su propia opinién sobre la, materia, El se sabe autor de su propio destino y tiene por territorio el gran océano y por techo la béveda del cielo, y no existe pafiaman que pueda descalzarle. ¢Qué saben los pafias del sol, del viento, del aire puro? Tanto como un ciego de auroras boreales. Ni la voz insistente del pro- digo mar Caribe ha podido ensefiarles la dife- Tenela entre libres y cautivos. Eso crefa mi hombre de buena fe. ‘Y por eso ha perdido a Flower on Sunday. Desde antes é1 venfa notando las trabas y car- teles que empujan a esta isla hacla la misma antesala del infierno, PHOHIBIDA LA ENTRADA N ° iStop! PISE LAS PRADOS PROPIEDAD PARTICULAR. CUIDADO CON EL PERRO OUP dua NO HAY PASO ALTON! 14 Lo que es un insulto para todos nosotros. En esta tierra, nunca habiamos necesitado cerra~ duras. Las personas podian transitar tan libres como las aves migratorias. Ahora hay que medir dos veces cada paso. Los. carteles surgen como el moho en los rincones htimedos. Lo prohibe todo de todo. Por ejem- plo: encender una hoguera, destaper una botella de vino rojo y cantar baladas en la playa. Desde bafiarse en el mar en una noche de luna, hasta entrar en él cine con un nifio de brazos. No vale un bledo el respetar a los mayores y observar las costumbres ancestrales, La sinceridad no es norma de conducta en estos tiempos. Segin el c6digo de los pafiamanes, .. jprimero es el ca~ pital, que la reputacién viene después! Asi que no basta un tipo honrado como Epa- minondas Jay Long hacerse al mar para ganar la comida de los suyos. Tanto le da vender sus pargos y langostas sobrantes er. los hoteles acreditados. No y no. Ultimamente leva con él una tarjeta laminada con todas las letras de su nombre, Se vacuna contra espantosas enferme- dades que mis abuelos nunca conocieron, ¥ de- clara en una oficina atestada de funcionarios y de humo, peso a peso, lo poco que se gana. {Ni eso le sirve! Ya los pafiamanes no se contentan con decidir sobre la vida y respetabilidad de los dem4s, Ultimamente resolvieron también orde- nar en los afectos. Es por eso por lo que mi hom- bre ha perdido a Flower on Sunday. Y sin ella se siente perdido. Turo. Si, juro. Ante Dios y ante las leyes, que Flower on Sunday no cometié ningtn delito. Ni es culpable de escandalo, atentados a la moral 0 desacato a las autoridades. La detuvieron sin motivos justificados. Una arbitrariedad de los pafias de la policia, que desean controlar hasta el curso de la brisa, que si vias o contravias, desde el ruido hasta el silencio. ‘Todo comenz6 un viernes en 1a noche, lluvioso y finebre como un atado de miserias, Epami- nondas Jay Long esté a la cabecera de Nick- 115 Boy, su hermano, su sangre. Lo ve morir con angustia de pufios apretados y lentitud agota~ dora, convertido en un cuerpo sin alma que no recuerda su nombre o procedencia. Con él estan sus amigos del alma, Goyo Saldafia y Pepe El ‘Tranquilo, Terranova Gonzalez y Pinky Robin- son, Lord Caca y Bello Romén, Nicasio Beltran y Celmira Galende, Est4n. Unidos en el silencio de la muerte, Porque —como dicen los locutores en la radio—, hace tiempo que perdieron defi- nitivamente la esperanza. Es la hora mala de Nick-Boy, muerto en vida desde hace meses, © su liberacion absoluta, Ellos sienten que el alma del amigo se esfuma a galope tendido. Tienen miedo, ¥ le suplican a Nick-Boy perdones en secreto: por las copas que nunca mas podran brindarle y los pesos que nunea le prestaron, seguramente por trampas en el juego, o los buenos negocios ahora, irrealiza- bles, jHace sofoco de Ianto contenido!... Goyo Saldafia contempla a Terranova Gonzélez y Te~ rranova mira a Pepe El Tranquilo con ojos la~ crimosos. Se puede palpar el trepidar de cada pensamiento, jtan triste es la tarea que les es- pera...! Tabla por tabla medirén la esbelta fi~ gura de Nick-Boy... Fabricando al crepuscu~ Jo su casa mortuoria. En cada mano sentirén la, herrumbre de los clavos pnnn-pnnn clapp-pnon, y no volveran a escuchar el golpe de un martillo sin pensar en gaviotas que pasan y amigos que se mueren. Después de una noche interminable se asoma el amanecer, animal sinuoso, escurriéndose por una puerta enlutada. Duelen los hombros que portarén la caja al cementerio. En su interior ir4 Nick-Boy. De nombre Nicholas Barnard Lever —islefio de pura cepa— asesinado por el tiempo antes de marcar en el calendario los veintitin afios cumplidos. Ellos estén listos, si. Ante el sino inevitable los espiritus ceden, el miedo se convierte en espantosa realidad y es el destino 0 los dupys de la muerte quienes ga~ nan la partida, Estan listos, dije. Serrucho, cla~ 16 yoS, martillo, escalpelo. Sin permitir que el Han- to los traicione, —IEl viveee! —iViveee! —iViveeee! —He live... {He live! Entonces amanece fiesta en la alegrfa de Epa- minondas Jay Long. El se va a cantar a las pla~ yas de Bahia Sonora. Canta abrazando a su Flower on Sunday. Canta mientras le da la bue- na nueva a los amigos y parlentes, de lado a lado de la carretera. Canta por la avenida de Bahia Sardina, seguramente para irrision de los turistas. jEl canta! Y cuando los pafias pasan en sus relucientes automoviles, a él no le impor- ta que sean paisas, franchutes, majitos, spa guettis o gringos...’ les grita: —iViveee...! {Mi amigo viveee! Se pavonea en el centro de la isla con su her- mosa Flower on Sunday. Toda ella adornada con cintas y rutilante pedrerta. Es tanto el amor que los dos llevan entre el pecho, que Jas orgullosas mujeres de los funcionarios pblicos y de los grandes hoteleros salen a las ventanas a mi- rarlos, Cuando Epaminondas Jay Long entra en la Calle Larga, tiene ejército de nifios tras su paso. Viene un desfile de pitos y de tambores en la distancia y el larguero de cemento. Piensa, {Ce- lebrai Hay banderas de seda, platillos, bum ba bum trompetines. Més nifios que marcan al comps de un tamborilero, Risuefias muchachas de almidonados uniformes. Voces graves carga~ das de proclamas, monjas adustas y coronas de papel erespén, El grita con toda la fuerza feliz acumulada en sus pulmones: —iVive...! {Mi amigo vive...! —en ese mo- mento mis hermanas se cuelgan de sus brazos. Madeleine y Miranda, las mas bellas muchachas de esta isla. 17 Se escuchan risas, vivas y silbidos. De acera a acera en la Calle Larga, la multitud aplaude enloquecida. Todo el mundo exige las canciones de Epaminondas Jay Long. jSe comenta que po. cas veces se vio un desfile parecido...! Miranda y Madeleine también quieren cantar. Flower on. Sunday y él las acompafia. Légico, Cuando la diversion esté en su punto culminante aparece un guardian del orden sa~ crosanto. Ese tipo al que le dicen Guasca, con uniforme verde y bolillo de madera fina, sudo- Toso de autoridad y de importancia. —prrrviiiipppiiii... prrrrliiielii —hace sonar un silbato de metal y se lanza como un perro de presa a destrozarlos, —iDetenidos...! —grita—. {Estén detenidos! —mientras la sangre se agolpa en sus mejillas mofletudas. —sQuién, quién? —vocifera la multitud— éQuién, quién, quién si puede saberse quién? Guasea suda a mares-uniforme-kepis-bolillo, En las aceras florecen los rostros bronceados de todos los Jay y los cuellos de toro de los Gonzé~ lez y los ojos oblicuos de los Cheng y resuenan las carcajadas de Goyo Saldafia. Todos ellos amigos, vecinos y parientes, con unas ganas lo- cas de armar la de Dios es Cristo. —Quién, quién, quien? —apremia la mul- titud, —Las muchachas detenidas —pregunta Ur- bano Jay Lopez, tio de Epaminondas, juez ter- cero del circuito. —éQuién, quién? —insiste alevosa 1a concu- rrencia, —éQuién? —éBpaminondas Jay Long? —Noooo —chilla el pafia con renovadas fuer- zas—, jLa guitarra! Asi se lo cuento. Flower on Sunday, la nifia de los ojos de Epaminondas Jay Long, mi hom- 118 | bre, est4 detenida. Sin posibilidad de defensa ni | salvaciOn. Por qué, por qué, por qué iporque desde que los pafiamanes mandan y comandan en esta isla vivimos en una forma imposible. ..! ¥ a mi me va a llevar el diablo si no Ja sacan pronto de la earcel. 19 SIRENA DEL CARIBE En una etapa remota y difusa de su vida —antes de la verdadera, nifiez y los recuerdos— Leandro Palma hab{a adquirido su primera ob- sesién. El deseo yehemente, nostdlgico, por el disfrute de un pedazo de tierra. Un deseo inocu- lado en antiquisimas canciones de cuna, roman- ces de un aya arrancada a la freseura de su hierba natal, el temblor de los trigeles y el acre olor del estiércol debajo de las ufias. Afioranza de abuela encorvada, artritica, ataca al yugo de una ciudad crepitante y que en suefios hablase de su vigoroso marido, el potro cerrero, la vaca, la mantilla de las ceremonias dominicales, el campo cublerto de escarcha en los inviernos de su juventud. Cabe suponer la no existencia de obsesién al- guna, sino que Leandro Palma estaba enredado con él viejo espectro de la posesién, heredado en la sangre, con canciones de cuns o sin ellas. Las divagaciones anteriores fueron hechura de la gente ociosa. Mas tarde. Cuando la idea de la obsesion salio a relucir y Palma estaba ago- biado por muchos desengafios, su rubio cabello salpicdndose de nieve, prisionero de sus deseos en los alrededores de Summer Point. Sitio en donde por fin pisaba tierra de su propiedad. 121 De su segunda obsesion, Una pasion violenta, e incontrolable por el mar Caribe, tenfa la culpa Didgenes Santana... gquién no lo recuerda...? Mamado el pintor loco de las islas. En vida, 1 transmitié el mal devorador que lo consumia a todo tipo de personas; seres desperdigados en los sitios mas insolitos’del planeta y sin el me- nor nexo entre si, Todos esclavizados inexora~ blemente a uno de les demonios mas antiguos de la creacién: el mar, Leandro Palma, hijo de un djplomatico co- lombiano y de una belleza francesa, Nacido en Bogota, D. E. Educado en Paris. Radicado en la isla, Se enfrenté a la imagen tortuosa e irresis- tible de su primer y mas desesperado amor, en una drogueria de Cali o Popayén, durante el curso de un tedioso viaje. El flechazo lo esperaba en el estante de la glicerina, e] agua oxigenada y las papeletas de sen-sen, balancedndose en un sopor- teniquelado de tarjetas postales. Bra el cuadro de Ja serena-madre, vendido en una racha de ham bre por la amante del pintor (Santana siempre estaba de malas) y reproducido a millares por un astuto, asexuado e inconmovible fotégrafo antioquefio. La sirena cabellos de jade y glaucas pupilas, su cola esmaltada de hielo y oro viejo, amamantando su eria sobre la arena calentu- rienta del Johnny Key. Entre cascos de cerveza, tapas de Coca-cola, vasos desechables, latas he- rrumbrosas y perros hambrientos. La adquisicién de la tarjeta postal delineo el camino a seguir del muchacho, El mismo cami- no desdefiado por el Ulises legendario, Pero, an- tes de emprender la marcha, Leandro Palma realiz6 diversos esfuerzos para entrar en la dia~ ria realidad. Obtuvo un gtado de filosofia y le- tras, Tomé un curso de talla y escultura, Trabajé en grupos experimentales de teatro. Escribié dos novelas exitosas. Tom6 como esposa a una pia- nista calefia, compro un piano de cola y tuvo un hijo muerto. No pensaba a menudo en la si- rena. Aunque en suefios la sentia cantar y des- pertaba sobresaltado, 122 El nifio muerto se convirtié en el pretexto es- grimido para justificar un absurdo, incansable deambular por distintas islas del Caribe y re~ giones costaneras, Asi, Leandro Palma lev6 a su esposa de tumbo en tumbo, en busca de esa tierra en donde fuera pintada la mujer-pez de la tarjeta postal. Tarjeta convertida en un car- ton astroso, destefiida por sus dedos, de letras porradas tiempo atras. Dio con la isla cuando Carolina Palma, su- misa compafiera, se quejaba de angustia y ago~ tamiento, y 61 desesperaba de encontrar ese universo plasmado por el pincel funesto de San- tana, universo que se le hacia perfectamente comprensible. Obtener la tierra deseada, al frente del Johnny Key, en el sitio exacto en donde el pin- tor viera —sumergido en un turbulento delirio— a la hembra de una especie maldita, le costo meses de peregrinacién y humillantes contra- tiempos, Ya los habitantes de la isla tenian conciencia del valor de los terrencs, de los pé- simos negocios hechos por sus antepasados o contemporaneos poco practicos. Las nuevas ur- banizaciones y hoteles de turismo encarecian el mercado en forma alarmante. Pocos eran los propietarios deseosos de vender, alquilar o en- trar en sociedades, Desconfiaban de los extran- jeros, Con mayor razén de Leandro Palma, con facha de gringo, acento francés y nombre latino. Recelaban de su exquisita elegancia, de la mujer demasiado altiva, del piano de cola embalado en una bodega; mueble insélito, desmesurado, ape- nas concebible en el coro de una iglesia o en la sala de un casino. Encontraban turbios sus pro- pésitos de permanencia en un sitio tan lejano al continente, ‘Tales propésitos fueron aclarados con un avi- so en El Centinela solicitando “Un terreno pe- quefio y en sector lejano a la ciudad, con vista al mar y en direceion paralela al Johnny Key”. Las ofertas fueron pocas y a precios astronémi- 123 cos, porque se pensé en seguida en contrabando de mercancias, coca, u otros negocios igualmente tenebrosos, Juliana Campos lefa a disgusto y en contadas ocasiones, pero e] anuncio le llegé como sortija al dedo. Necesitaba dinero urgentemente para satisfacer las imperiosas necesidades de sus cin. co varoneitos y cancelar un montén de deudas, Como posefa suficiente tierra con vista al mar, bien podria desprenderse de un minisculo pe~ dazo en Summer Point, Lugar alejado del cen tro, la zona hotelera y ios barrios tradicionales, Por entonces, los constructors ¢ inversionistas no tenfan el menor interés en el sector y Juliana, Campos necesitaba salir de apuros. —iGringo pendejo. ..! —se mof6 ella, al con- tar a sus amistales los pormenores del negocio—, Le arranqué hasta el alma y todavia quedé agradecido. jE] mbécil compré un peladero y ni a quién quejarse. ..! jes0 le pasa por eotudo...! El terreno era uno de las mas desapacibles de Summer Point. A donde apenas si legaba la brisa de tarde en tarde. Formaba parte del botin de guerra obtenido por Juliana Campos en un accidentado pleito con su marido, quien a su vez 1o habia recibido en herencia de su primera mu- jer (una tal Dolores Cheng 0 Ana Robinson), @ la cual, se murmuraba, matara a fuerzas de disgustos y trompadas. Muerte inttil, a propo- sito. El negro sino de Sebastian Campos lo llev6é a enamorarse de la autoritaria Juliana Payares, de quien escap6 milagrosamente y en 1a ruina, sin dejar ni el saludo de despedida. La compra de “La Sirena”, como fue bautiza- da la propiedad de los Palma, constitufa un pé- simo negocio. Pero no hubo personas con el suficiente valor de advertirlo a los forasteros 0 de ineurrir en la ira de Juliana... gpor qué mo- lestar al flamante propietario?... gqué mas daba?... El tal Palma no era un hombre en su primera juventud; podia pagarse sus caprichos. Leandro Palma posefa una renta heredada, y un poco de dinero ganado con sus libros, mas 124 apenas si le alcanzaba para solventar los alti- simos gastos de construccién, De modo que tar- d6 dos afios en cavar un pozo y construir una buena casa de madera, de una sola planta, ase- sorado por un arquitecto més interesado en el brandy y las mujeres que en los contratos a gran escala. Las mesas, las sillas, la baranda del corredor y parte del mobiliario, surgieron de su inyentiva, elaborados con tablas y cajones com- prados en los grandes depésitos de importacién. Alrededor de 1a casa, comenz6 a sembrar ciruelos de castilla, icacos, flores de cayene y matarra~ tones, que parecian fulminados por el calor en una quincena y tornaban a ser plantados cuan- do la luna era propicia, Palma era testarudo; en el tinico expendio de abonos y fertilizantes de la ciudad lo consideraban un cliente dilecto. A diario trabajaba pacientemente la tierra ds- pera del patio trasero, en donde iban surgiendo ortigas, balsamina, hierbajos raquiticos... ila tierra no era tan inhéspita! pero nadie habia cuidado de ella durante generaciones. En cam- bio, el extranjero, terco pafiaman, la amaba os- tensiblemente. Yella estaba dispuesta a doble- garse. A los cinco afios de residencia en Ia isla, la pianista dio aluztuna nifia y compré un periquito de guinea, Palma obtuvo un rosal diminuto de flores bermejas, fruto selecto de ese pelade- ro que sefialaba orgullosamente como un huerto, No escribia més. Tal vez a causa del calor, o del ambiente amodorrado que se respira durante meses enteros en el area del Caribe. Cuando no estaba ocupado en sus rosales y hortalizas, per- manecia horas enteras en la baranda de la casa. Contemplaba hipnotizado el mar o tallaba un pedazo de madera con figura de sirena. Su es- posa, Carolina, dedicada al diario trajin, la nifia, Ja limpieza, la cocina y el periquito, y' después del creptiseulo arrancando al piano esas melo- dias incomprensibles —arrolladoras 0 coléricas— que obligaban a los turistas a detenerse al pasar por Summer Point, o eran arrastradas en el eco y el rumor del oleaje al centro de la ciudad. 125 E La pareja resultaba agradable a los ojos. Te- nian palabras amables, acciones correctas y una casa de puertas ablertas. Aunque nunca se supo que visitasen a nadie, Ella alta, armoniosa y morena, rostro de estatua egipcla, piel aceltuna_ palida y cabellos ondulados peinados en guir- nalda sobre la cabeza y que gustaba adornar con una flor de cayena; encanecia prematura- mente, tenia manchas varicosas en las piernas, pero caminaba como una reina. En contraste, el cabello de Palma semejaba lino, y su piel blan- quisima estaba enrojecida por el sol. Empero, era de esa clase de hombres acostumbrados a despertar exclamaciones admirativas en la ca- lle. ¥ en los primeros afios de su llegada, provo- caba conmocién cuando bajaba al centro en motocicleta, con zapatos de lona, pantalén de mezclilla y franela ajustada al torso. Después no recibfa otra atencién que la de las turistas, extasiadas con ese ejemplar atlético, de refina- dos movimientos, tan parecido a esos actores ingleses promocionados en las revistas de modas. —iMadre mfa...! —exclamaban—. iQué lem- po de hombre! Al crecer. La nifia no se parecia a ninguno de sus padres, Tenia diéfanos ojos pardos, cabellera cobriza y una blancura de pelirroja, pronta a desaparecer tras nubarrones pecosos. Los Palma, integraban un ntcleo aparte, retirados de los circulos y comidillas sociales, poco interesados en ingresar a un club o destacarse en la comu- nidad. Tenfan pocos vecinos, dada la ubicacién de Summer Point y estaban contentos —asi— a pesar de levarse bastante bien con ellos. A medio kilémetro vivia el viejo Longino Fer- nandez, en una solitaria y moderna casa de dos pisos, rumiando 1a ingratitud de sus hijos y de sus nietos. A un kilémetro 1a bulliciosa familia Orozeo, en donde proliferaban las risas, los via- jes apresurados y las gazaperas. Mas alld el aneiano matrimonio Francis, una pareja de pro- testantes devotos, pulcros, serviciales sin resul- tar molestos, 126 Con el tiempo, Juliana Campos pas6 a ser la vecina mas cercana. Un dia hizo Lmpiar el te- rreno contiguo y construyé casa a grandes ve- locldades y con madera de segunda mano, sin haber cavado un pozo primero. Acosada por la mala situacién se habla visto obligada a alquilar su casa de San Luis y a trasladarse al poco atractivo Summer Point. Pese al deliberado aislamiento de los Palma, Jos residentes en la isla —nacionales y extran- jeros— quienes en contadas ocasiones tenfan acceso al seno de una familia islefia, tomaron la. costumbre de ensefiar a sus visitantes la her- mosa casa de “La Sirena”. Tban especialmente los domingos, cuando dar la vuelta a la isla en automévil constituye la culminacién de una, soleada mafiana de playa y de una dura semana de trabajo, y todo el mundo almuerza en los restaurantes del camino, Miss Angie, El Hoyo Soplador o Bahia Marina. Después de admirar la ventilada casa, la sire na tallada por Palma y empotrada en uno de Jos pilares de 1a baranda, los ciruelos y mata- rratones —ya coposos y florecidos— y acaso to- mar un sorbete helado, los visitantes pasaban a la sala, luego al huerto en la parte trasera. Ese huerto en quien nadie creyé en un principio, motivo de bromas pesadas. El mismo que, al ce- lebrar la nifia su décimo cumpleafios, era tan cierto como que el mar es la fuente de Ia vida. De allf salfan encantados. Contaban lo visto en sus oficinas estrechas, almacenes, clubes, bares predilectos, Y cualquier dia solicitaban un ma- nojo de hierbabuena fresca, un pufiado de al- verjas, una lechuga o un esqueje de rosas, Juliana Campos se carcajeé mas y mejor, du- rante afios, a costillas del pretendito huerto de Leandro Palma.—jGringo pendejo...! —solia decir—. jAllf no crecen ni las piedras! De pronto, no reia més, Debia ocupar a sus veeinos, sacando agua del pozo, a la espera de que los muchachos cavaran uno propio. Eso era embarazoso, exigia compostura. Mujer enjuta, 127 de carne tensa y voz lapidaria, miraba al mundo con ojitos fosforescentes e infinito desprecio, tras fragiles espejuelos con armadura de fan- tasia. Un mundo al que acusaba de haber per- vertido, omnubilado y arrastrado a su marido hacia los antros de la perdicién. Acerea de este topico, Juliana tenfa quejas, diatribas y recri- minaciones impresionantes, acomodables a wn noventa por ciento de los habitantes adultos de la isla. Que si los amigotes y la farra y las sere- natas y las grescas y las turisteaderas y las mu- Jeres y los gallos y las carreras de caballos y los hijos adulterinos y el délar y la aviacion y ta ta tata ta. Leandro Palma y su mujer no eran mo- nedas de ese cufio, aparecidos en la isla cuando la fuga de Campos era un hecho cumplido. Ni en la tela de la camisa conocian al ingrato, Con ellos, el rencor de Juliana no tenfa razon de ser, Los afios que siguieron a 1a venta, apoyada en el dinero, Juliana hasta habia sentido agrade- cimiento. La tierra de Summer Point nunca le report6 otra cosa que impuestos, En tal lugar no resultaba honorable vivir, sin cocales a la mano para el agua y arroz diario, tan lejos de La Loma, de San Luis, de Bahfa Sonora, de sus parientes, de la iglesia y la chismografia. .. icuénto cambiaba la vida...! ni en una pesa- dilla habia pensado abandonar San Luis, y me- nos terminar en el bochornoso Summer Point, casi como una pordiosera. El arriendo de la otra casa le daba para ir tirando, proporcionaba mercado semanal y las extras de sus cinco mu- chachos (ninguno trabajaba de fijo). Eso si, na~ da de gustos exclusivos, Adiés las compritas de enlatados, sedas americanas, colonias francesas. ¥ nada tenia intencién de mejorar. A causa de la distancia, la familia Campos habia negociado un jeep. Lo poco que levantaban los hijos se tba en muchachas y en gasolina, El techo bajo el cual se refugiaban trapaleaba de noche, al menor soplo de brisa o el paso de un auto. La madera de las paredes estaba cun- dida de termitas. Habia ratas, babosas, hormi- 128 gueros, asquerosas cucarachas. Del poz0 ni la sombra, ‘tan ocupados estaban los muchachos buscdndose la vida... —jpobrecitos!... hacfan bastante al soportar el abandono del padre—. Ella no tenia fuerzas para limpiar el terreno alrededor de la casa. Tampoco para cavar el pozo, Gracias a la ropa de los buenos tiempos no le daban limosna, en la calle... iy tener que respirar el mismo aire de los Palmat... ultima- mente sacaba el agua de noche, al abrigo de ojos delatores, sin dar las gracias 0 degradarse como una muerta de hambre. En ocasiones. No resist{a el impulso de pasar a la vecindad. Solicitaba la hora, el periddico o un vaso de agua helada, sin moverse de la ba- randa, empefiada en no aceptar la invitacion de seguir adelante. No tenfa el pretexto de los invitados. No queria darle gusto a Carolina Pal- ma. Volvia a sus predios ofuscada. Con los mue- bles de la terraza golpedndole las retinas, las baldosas pulidas queméndole la planta de los pies, un fluir de encontrados aromas hiriendo su olfato, Aroma de hojas tiernas, tlerra mo~ jada, mones maduros, moras en sazén. Y el aletear de los colibries que entraban y salfan revoloteando sobre las flores de cayena. En su mugrienta cocina, hedionda a petréleo y a manteca de cerdo, Juliana Campos cavilaba Sobre su tierra aspera, sin agua, un completo peladero, En donde no existia la posibilidad de futuro o redencién. Asi, pues, encontré injusto el que otros disfrutasen de lo que por derecho pertenecia sus hijos. Le fue facil encontrar mo- tivos de ira, Motivos de odio. Motivos y motivos. Maldecia a su marido, a la isla, a la perra suer- te de las mujeres indefensas. Lo que menos perdonaba a sus vecinos era la exhibicién imptidica de la sirena empotrada en la baranda —dandole teta a un bufeo— tallada menospreciando el recato, los sentimientos re- ligiosos de los demés. Intufa en la muda figura el fantasma de una mujer mil veces amada, amada como jamas ella lo fuera {Esta intuicion 129 bastaba para enfurecerla...! No era una buena ereyente, pero sentfase abanderada del pudor, y vislumbraba la fétida presencia del pecado en Ja sirena de madera; no tanto en su desnudez, sino por provenir en sus orfgenes de Didgenes Santana. De joven vio el cuadro. No podfan en- gafiarla. Aun sepultado, el pintor era sinénimo de todas las lacras humanas, muerte, blasfemia, corrupcién... gy en tallar el pecado entretenfa a Leandro Palma sus ocios? ¥ lo hacia en tierra islefia. En su tierra. En 1a misma heredad de sus antepasados. Mientras ella lavaba y cocinaba como bestia de carga, y sus hijos trabajaban de meseros 0 equipajeros 0 dependientes de alma- cén. Si, si, st si. Lo tenfa presente, ;Santana ha- bfa muerto asesinado! Dia por dia, Juliana Campos destilaba el cor del odio en su corazén. Cuando sentia las notas del piano, encontraba asqueante hasta el mismo color del mar, jEspantosa musica, sin estribillo religioso, incomprensible, pagana, obviamente rechazada por el Sefior! ¥ bufaba como una leona, apretados los pufios. —i¥a veré ese gringo postizo.. . quién es Juliana Campos. Su erepitante rencor, consentido y fermenta- do, fue incorporado al alimento de los hijos, Los cinco muchachos, buenos para nada, azuzados con irritantes peroratas, comenzaron a creerse serlamente los agravios, regéndolos a los cuatro vientos, en tiendas y cantinas. Segufan el juego de su madre, quien emprendié una cruzada de visitas y de cuentos; salié a relucir la historia de su infelicidad y la venta de la tierra convir- tiése en un engafio, perpetrado en los tiernos dias de su juventud, cuando més necesitaba de un hombre, de una mano amiga, —iLa venta es nula...! —afirmaba en tono pa- rejo, parejito, a quien quisiera escucharla—. El gringo avivato, explotador, me engafié de medio a medio... jatrabillario. .'! jabusador! —su voz lagrimeaba— reirse de una pobre mujer, sin marido, lena de hijos... ya verd, 130 La gente le picaba Ia lengua divertida, afia~ diendo mas pimienta en el caldero. El tal Palma no les cafa ni fu ni fa, y fuera de murmurar.. yqué otra cosa puede hacerse a diario en una {sla del Caribe? Leandro Palma descendié del mundo amable yprivado que forjara para él y su familia, cuan~ do Carolina comenzé a preparar su viaje anual jal continente. Viajaba mas temprano ese afio, porque la nifia debia ir al dentista y ella nece- sitaba un cambio de aires. Como buena vecina. Juliana Campos ofrecié sus servicios. Podia echar un ojito a la casa cuando Palma saliera al centro, lavar la loza, ocuparse de la limpieza semanal, regar el huer- to. Era la primera vez que se mostraba tan lobsequiosa, mas no existian motivos aparentes de recelo. ¥ a pesar de la vida un tanto primi- tiva que levaba, Palma no habia edquirido el menor reflejo ante el peligro. Su talento con la tierra no iba més allé de la tierra, En general, continuaba comporténdose como un citadino, De otro modo, en lugar de continuar esclavizado ‘al mar hubiese terminado convirtiéndolo en un camarada, en un complice, en un temanso de pescador aficionado, Ademas, sus raices en la isla eran completamente superficiales, Porque nunea se preocupé por crear afectos 0 cultivar amigos, ya fuesen amigos falsos 0 afectos ver- daderos, jNadie estaba con él para advertirle! Solo en la casa de “La Sirena”. Ante la pers- pectiva de aburridas semanas ante si, Palma permitié a Juliana Campos preparar la comida del domingo. Mes a mes aumentaban los visi- tantes, Habia bastante por hacer. Vigilar que no manoseasen los fragantes limones, pisotea- sen los rosales o aplastasen colillas en los arbo- les de la entrada. Juliana era una ayuda. Ella preparé un pargo en salsa. Uno pequefio y rojo, con una receta de secretos ingredientes —o esto fue lo que dijo. 31 —iEsta para chuparse los dedos! —se vana. glorié al servirlo, rodeado de arroz blanco, ro~ dajas de tomate y crujientes anillos de cebolla, Leandro Palma comié la mitad del pargo, no tan provocativo como parecia y, sigilosamente, bots el resto a la basura, Salvo la vida graciag a los curiosos visitantes. Un médico turista 19 Mev6 de urgencia al hospital, en donde le ad- ‘ministraron un vomitivo, recomendandole visita se un especialista. La misma noche logré con. seguir pasaje a Miami; en una clinica privada le encontraron los estragos del veneno y lo some. tieron a un riguroso tratamiento para restaurar la flora quemada de su estémago. Inerédulo, Palma creyé estar viviendo un error, Error suyo, posiblemente. De tal manera que guardé de herir los sentimientos de Juliana Cam. Bos € ignoré el asunto del pescado envenenado, Sin embargo, a su pesar, bajé la guardia y es- cuché los comentarios de la parlanchina se- fiora Orozco, su otra vecina, mujer aficionada a la ginebra y a la chismeadera, No. No. jIm- posible! El no lo ereia, Se ofendio ostensible- mente ante las tenebrosas insinuaciones. Estaba seguro de la bondad de la sefiora Campos. No la heriria escuchando el hervor de la maledi- cencia, —Si algo le pasa, mister —Ie dijo la Orozeo—, recuerde que se lo adverti y que con su pan se lo coma... iya sabe quién és ella! —Es una buena mujer —dijo Palma—., No tie- ne motivos para desearme mal. —iSe lo dije!... —insistié la Orozco. Eran palabras al, viento. Una mafiana, poco después, Palma encontré los coposos ciruelos de la entrada espantosa- mente mutilados y los matarratones tasajeados al pie de la raiz, jContinué callando...!, no tenia pruebas en contra de los Campos y estaba limitado por su prudencia citadina. Hasta que le mataron el periquito de guinea, domesticado con tanto amor por Carolina. 132 Esta vez Palma acudié al comisario de policia y denuncié los atropellos cometidos en su pro- piedad. No dio nombres; nada le constaba. Crefa proceder con rectitud. Pero, al anochecer, retiré Ja_sirena empotrada en la baranda, Seria el préximo paso de esos enemigos arteros, retorei- dos, dispuestos a crucificarle si podian, Estaba seguro, Sin embargo, los barbaros ineidentes de su enfermedad, la devastacién de los arboles y la muerte del periquito, sélo tomaron la exacta di- mension del terror al regreso de Carolina Palma, —Vamonos de aqui —estallé histérica—, Te lo ruego, te lo ruego por tu hija... —iVamonos de aqui! El se neg a partir. Estaba atrapado en una red de pasiones milenarias. No era mas su pro- pio duefio. El espiritu aventurero también habia huido de é1. Poco le interesaba conocer otros si- ios o trastocar la rutina desu vida. Queria tra- bajar su tierra, contemplar el mar y el Johnny Key, casar a su hija, hacerse viejo en compafifa ie su mujer. No estaba dispuesto a levarse de la isla un pedazo de madera en forma de sirena 0 jun pufiado de suefios derruidos, Sus precauciones para defenderse dz los Cam- pos eran inttiles, absurdas, propias de un hom- bre de otro ambiente. En lugar de solicitar los uenos Oficios de un brujo reconocido o de al- ttoso con sus veeinos. Surgieron entre las dos fa- Imilias palabras como “amistad”, “colaboracién”, ‘apoyo mutuo”, Aunque no existian formas de tazonamiento con Juliana Campos. Las ofertas jie Palma de ayudarle a construir una casa nue- va, ensefiarle los secretos de la tierra o cavar un pozo, le entraban por un ofdo y le salian por 1 otto, —Me viene a pedir cacao... —contaba— jst tendra la cara dura el pafia desgraciado...! jni gringo es! 133 Leandro Palma compré un perro para la nif y pagé a uno de los muchachos Orozco, Efraim, para que vigilase la casa en sus ratos de ausen. cia, con la disculpa de trabajar en el jardin... jtontas precauciones, bah! En esos dias, encon.’ tr6 pinchadas las Iantas de su moto: el vehfeulo no volvié a funcionar perfectamente, porque también le habian agregado azucar al combus. tible, Le echaban desperdicios en el agua del poz0. Misicos invisibles cantaban tonadas obs. cenas en las cercanfas, en altas horas de la no. che. No se salvé ni la mufieca preferida de la nifia, destripada con una navaja y colgada en la rama més alta de un matarratén. Pronto, los pantalones y camisas que tanto Je lucian bailoteaban encima de su cuerpo. Sy rostro se tifié de una pelicula de mbar sucio, mientras un miedo incontrolable afloraba en sus hermosos y ahora huidizos ojos pardos. Pero no queria partir. Juliana Campos se descaré ante él. Crecida en infulas y en pretensiones: —iTe acordards de mf, gringo desgraciado. . .| —gritaba lanzando escupitajos, cuantas veces acertaba a pasar por la casa de la sirena. Tenfa enquistado en la piel el afan del litigio, la ams bicién de la tierra, el virus emponzofiado de la envidia, Se la pasaba enviando memoriales al intendente nacional, al presidente de la Reptt- bilea, al director de planeacién, y presentando de- nunclas contra sus vecinos en la comisaria de Policia. Acariciaba la idea de entrar en pleito ¢ iba de prestamista en prestamista, sondeando la posibilidad de vender sus derechos y garan- tizando la victoria total de sus aspiraciones. Re- pentinamente, la tierra de Summer Point le ha- Pia sido arrebatada por la fuerza... iy por la fuerza pensaba ella recuperaria! —No tengo hijos bajo mi techo —amenaza- ba—. Tengo a cinco cachorros de fiera que tarde © temprano se tragarén al gringo ovejo. ‘Una mafiana calurosa de julio. En plena tem- porada de vacaciones. Los Campos persiguieron 134 a Leandro Palma por toda la calle larga, entre juramentos y risotadas, montados en un jeep Tuidoso y embarrado, La escena parecia copiada de una de esas peliculas baratas, fabricadas en serie y con el marbete Especial para América Latina, producciones en donde gringos e italia~ nos se unen para complacer el mal gusto y la violencia, La gente que colmaba el caldeado emporio co- merelal, entre residentes y turistas, apenas ati- naba a desbandarse, Palma corriendo en loco zig-zag delante del jeep, su enronquecida voz de auxilio conmoviendo hasta los cimientos de las edificaciones. El mayor de los Campos, al volante, embestia contra los aterrerlzados tran- setintes, la calle convertida en un marem4gnum de gritos, insultos, ayes, vulgaridades. .. El due~ fio del almacén Fantasia, Simén Castillo, lanz6 cinco tiros al aire, asustando a los desalmados, quienes se lanzaron locamente hacia la carrete- ta de La Loma, Refan con estruendosa alharaca, como chicos de escuela salvados de una falta, regando chistes odiosos y palabras de doble sen- tido al paso del vehiculo. Sim6n Castillo, islefio de buena cuna, logré calmar al perseguido. ¥ lo obligé 2 tomarse dos tragos de aguardiente. —Vayase de la isla, mister —le dijo—. Esto ya no esté bueno para usted, piense en su hija, iEsos Campos son gente de mala ley, capaces de cualquier arbitrariedad! Vayase, mister. Palma se tomé un vaso con agua y agradecié el consejo en voz alta, aunque no pensaba se- guirlo En la madrugada salié 9 la playa Nevando a Ja pequefia sirena envuelta en un pedazo de hule, fuertemente amarrada con hilo de nylon, Alquilé una lancha de motor y enfilé mar aden- tro, mecido por el espumoso oleaje del amane- cer, para arrojarla en las cercanias de Johnny Key: abandonaba asi a su primer amor, amor desesperado e irreversible de sus trece afios, ad- 135 ee quirido como una segunda piel en una drogueria polyorienta de Cali o Popayan, Habla decidido enviar a su mujer y a su hija al continente, apartandolas del horror que se les venta enci- ma. Crefa, de buena fe, que la lucha apenas comenzaba, Juliana Campos, quien le vio salir, se cuadré como centinela en un recodo de la carretera a Summer Point. Alrededor de las siete de la ma- fiana aparecié Efraim Orozco, con paso eansino, los ojos sofiolientos, la sonrisa de dientes es- tropeados, —Buenas, dofia. Ella se unié al muchacho zalamera. Con ma- fia. Le conocia desde nifio y no tenia nada de raro que se le acercase para charlar un po- quito, Hablaron de esto y de lo otro, de las fu- lanas y los perencejos, sin dejar a un lado la. dichosa familia Palma. Bruscamente, sin expli- eacion alguna, Juliana le ofrecié setecientos Pesos por matar al gringo, El cerebro de Orozco era de obtusa y lenta comprensién, aunque no tanto como Juliana crefa. —Matar es pecado —dijo el muchacho—, ‘Tendré que confesarlo al cura y seré mAs malo. Ademas, el rubio me da paga y comida, monto- nes de comida, Matar es cosa mala, dofia, Pero si usted manda, le pediré permiso a mi mama. —iT& qué te crees muchacho?... iyo estaba de chanza!... Ven, vamos a la casa, tomemos un poquito de café para entonar el cuerpo. Efraim acept6 docilmente. Juliana era exper- ta en materia de embrujos, filtros, queremes, unturas, rezos. ;Todo lo experimenté en el per- dulario de su marido! El Something estaba en el café. Atontado, Orozco permitié que lo en- cerrasen en la tinica habitacién de la casa con puerta y cerradura, fl mismo dormitorio de Ju- jana, Poco después Eraim Orozco rugia como bestia en época de celo, mientras Juliana Campos le 136 canturreaba a través de las rendijas de la puer- ta con acento persuasivo: —Hay que matar al gringo... el gringo es malo... hay que matar al gringo y con fervor codicioso— matar al gringo, matar al gringo, matar al gringo. . Leandro Palma regres6 al filo del medio dia. Encontré a los cinco muchachos de Juliana Campos en los predios de su casa, acabando a machetazos con un hogar construido sobre los cimientos de una obsesién. Los vidrios de las ventanas de “La Sirena” estaban destrozados, las barandas cortadas como lefia, las baldosas relucientes hendidas con pica. Adentro, Caroli- na aporreaba el plano locamente, sin conseguir Mamar la atencién. Era dia de ‘trabajo, no se ‘yefa un automovil en los alrededores de Summer Point. Se escuchaba, tras el furioso sonido del piano, él Hanto asustado de la nifia y los la~ Gridos del perro, herido en una pata, Cuando Riqui Campos sacé la pistola, toda la angustia contenida de Leandro Palma salié a relucir. Su voz se convirtié en un solo grito ate- rrador, porque nunca se creyé yerdaderamente de espaldas a la muerte... “jNo me maten! iNo me maten. ..! {Les doy lo que quieran, pero no me maten!”. En ese momento, en la casa de al lado, Juliana solté a Efrain Orozco, conver- tido en un monstruo enloquec'do. Ella aullaba: Matalo,..! {Matalo...! iMatalo. ..! El revélver fue a terminar en manos de Efraim Orozco. Juliana grité: —iQuémalo. ..! Palma no aleanz6 siquiera a corver, Efraim Orozco le descargé encima las seis balas del tambor. No vacil6, ¥ en seguida, Riqui y Tony Campos, lo remataron a machete, en el suelo, por si a¢aso, 137 Al rato Ieg6 la camfoneta de Bligio Bermt~ dez, un importador de la calle de las provee. doras. Fren6 al divisar a Palma en un reguero de sangre, y a Carolina, la nifia y el perro junto a él, Entre los tres metieron el cadaver en Ia parte trasera de la camioneta, sin decir palabra, y atrancaron camino del hospital. El perro co- 1ri6 y corrié tras el rastro, y en un eruce logro trepar. Se acomodé sobre el pecho de Leandro Palma, sucio de tierra, mientras la gente enar= decida’salfa a la calle a pedir justicia al sefior intendente nacional. —jMataron a Leandro Palma! —iMataron a Leandro Palmat —iLos Campos mataron a Palma! —iLo mataron! En la nochecita, ya el suceso de boca en boca y de casa en casa, Efraim Orozco aparecié en una terraza del hotel Sonora, Los habituales ju- gadores de dominé que, desde hace muchos afios, se retinen en el inismo lugar, apenas si le prestaron atencién. El pas6 de largo, sin mirar © saludar, acuclillandose debajo de una mesa, Lloraba desconsoladamente. Su madrina de bautizo, la obesa madame Co- rine, interrumpié su juego y se acercé solicita: —Qué te pasa mijo mijito, zqué te pasa? —Yo maté al gringo madrina, yo no lo queria, matar y lo maté jy no me habia hecho nada! ¥ deshecho en Ianto, en miedo, y un dolor que amenazaba con trepanarle el pensamiento, se desahogé sobre el pecho rotundo de madame Corinne, Atentos los otros jugadores de domin6. —éPor qué mijito, mijo, por qué? —No sé, no sé... iyo no queria matarlo ma- drina, yo no! Madame Corinne se hizo cargo de la situacion. —iTa no vas a pagar por los belitres de los Campos. . iNo hiciste nada a voluntad, y te callas la boca...! jolvidate del asunto o pierdes 138 a tu madrina!... —luego se planté con los bra- zos en jarra y dijo a Sus compafieros de juego: —Ustedes no han visto nada, jeuidado! Conseguir un sitio tranguilo para jugar domi- né —lejos de mujeres fastidiosas y espectadores ‘capciosos— no es tarea facil en una isla de gen- te laboriosa, que vive practicamente del turis- mo, Madame Corinne tenfa su almacén de mu- fiecas al lado del hotel Sonora. Por nada del mundo, los infatigables jugadores querfan per- der a madame, su tranguilidad y menos sus pri- vilegios. Se quedaron callados. No tenfan nada en comin con Leandro Palma. Juliana Campos les importaba un pito. Durante unos dias los habitantes de la isla se manifestaron enfurecidos por e] vil asesinato de Leandro Palma, Amenazaron con un paro general de actividades, Acudieron en masa a su entierro. Escribieron una extenuante denuncia en “El Centinela”, Pero el asunto no pas6 de ah{. Juliana Campos estuvo cuatro dias en la céreel de La Loma, de donde 1a soltaron por fal~ ta de pruebas, A sus muchachos nadie se atrevio a ligarlos con el asesinato. Carolina Palma se marché con su hija, su pe~ rro y su piano de cola al continente. Dej6 la propiedad en manos de un agente de bienes Tafces, Poco después contrajo matrimonio con el tercer violinista de la Orquesta Sinfénica Na~ cional, Jamas volvié a la isla, pese a todas las leyendas islefias... “Quien toma agua del pozo de Rock Hall eternamente tendr4 que regresar a la isla”. Quizé los negocios estén de capa caida en esta, alejada region del pais. Quizé nadie desea com prar la casa de la sirena. Puede ser culpa del caluroso Summer Point o a causa de la vecindad de los Campos, quienes tampoco se atreven a ocuparla, Esa familia crece vertiginosamente, por aquello de matrimonios y condumbios, pero en el tronco contintian igual, envejeciendo entre 139 pleitos y oficios esporadicos. Condenados a vivir en el cieno de la misma miseria, Es posible que los virtuales compradores te- man ser victimas de los estragos de una pasion equivocada, o tiemblen con 1a voz de la sirena, que desde entonce llora en Summer Point cuan- do amenaza la tormenta. 140 PASAJEROS DE LA NOCHE Es tu hora de marchar, Tadeo Miranda, Tie- ne que suceder. Cada cual obtiene al final 1o que se merece y hace muchos afios que estés viviendo de prestado. No es un decir. Sélo sé que Dios olvidd que existias o te abandond al desenfreno de los poderes inferiores, Este es el final. Vine a contemplar tu ultimo viaje. —¢Que tienes un talisman? Lo sé, Eres un ju- gador de buena suerte, Arriesgas siempre el todo Por el todo. Como debe ser. El que juega lo hace para ganar aunque acepte con entereza la de- rrota, Pero nunca tuviste el suficiente coraje para ser un perdedor. éQue tienes un talisman? jAh si! Pasaron demasiados veranos bajo el cielo luminoso de ja isla desde esa noche hechizada en que nos lo ensefiaste por primera yez. Conoci al indigena que te lo vendio. Era un hombrecito de rostro apesadumbrado y labios trémulos, tenaz en su presencia junto a ti, que parecia arrastrar mAs que lucir Ia trenza ancestral de su tribu. —Pagame el talisman —decia persiguiéndote por las playas de Bahia Sonora—. Pagame el ta- lsm4n, Tadeo Miranda. No sea que te pese después. it ; No tratabas de huir ni de maltratarle. Esta~ bas acostumbrado al declive de su sombra. Le sonrefas condescendiente y protector, a pesar de Ja expresion helada de tus ojos. —Te pagaré en el momento justo. No antes ni después. —Cudndo conoceré ese momento? —la som- bra se acercaba, brufiida en contraste con el vestido blanco, de repente rostro indio tras el ala de un viejo sombrero de fiestro, ‘Te limitabas a encogerte de hombros. En esa época todavia se hablaba en la isla del asesinato de Basafio Rosales. Si, si. El mis- mo. Un islefio de piel tostada y rutilantes ojos pardos, que abandoné el mar para ingresar en un seminario, y renuncié antes de ordenarse porque el mismo mar le reclamaba, Tenia me- nos de traidor y todo de marino. Cometié el error de negarte la posesién de una gaviota. Cuando Basafio Rosales inicié 1a construccién de su lancha pesquera, nunca imaginé que na- vegaba en la desgracia. Durante un afio trabajo a la sombra de un samén, con el torso desnudo y la risa en los labios, atento al sentir de la madera. Tal como se esperaba del hijo y el nie~ to y el bisnieto de varios hombres de mar. No tenfa prisa. Los Rosales tumbaron la cerea del patio para, sacar a la calle La Gaviota. Se nos venia encima una dulce, estrellada noche de s4bado. Toda la, gente de Bahia Sonora estaba invitada a los festejos, También venian familias de La Loma, San Luis y El Arenal. Epaminondas Jay Long: con su guitarra y la gruesa Miss Angie a prepa- Yar una sopa de cangrejos, Los Rosales son isle- fios importantes. —Diez mil si me la cedes —dijiste a Basafio antes que el cura bautizara La Gaviota, —No puede ser —despondié él—. Ella sera el fruto de mi casa. Tengo padres ancianos y her- manas casaderas. 142 —Veinte mil, —Nunca. —Nunca. —Mi caballo de carreras. —iImposible...! Hace un afio que suefio vo- lando en mi gaviota. Lo encontraron decapitado en las cercanias de El Arenal. No tuvo tiempo de pescar en al- tamar. Un grupo de nifios que jugaba al escon- dite te sefialé como su asesino. Las autoridades no encontraron huellas ni pruebas en la arena, la marea lavé la sangre y el viento-norte las pisadas, Ni siquiera rendiste indagatoria, En se- guida te enrolaste en un barco carguero, en huida magistral, con los documentos en regla, sin que se sublevaran las voces que murmura- ban aterradas, Ya presumias del poder del ta- lismén. Regresaste con los pAjaros de octubre y la confianza en el olvido. Todo el mundo se asom~ br6 de verte beber codo a codo con el padre y los hermanos de Basafio Rosales, una juerga de nun- ca acabe en El Mesén del Pirata, el casino Eldo- rado Star y los kioskos de Johnny Key. Limpio de una culpa que tampoco pudo comprobarse. No faltaron las preguntas. Unas valientes y otras curiosas: —Quiénes son tus dupys tutelares, Miranda? Ensefiabas el talisman sin responder. Entonces, en una noche fantasmal, yo mismo pude contemplarlo, Un anillo oscuro, liso, de frialdad infinita. Como el espinazo de una ma- lévola deidad, palpitante a la luz de la hoguera, mordiéndose 1a cola. Por un instante pensé que aquel anillo sorbia la vida gota a gota de la sangre de tus manos. Me acerqué buscando pro- teccion a Santos Molinares, En sus pupilas c4- lidas lef confianza y seguridad. Ella me dijo: —No temas. 143 i Santos Molinares y yo pertenecfamos a un grupo de amigos que —por una serie de cir~ cunstancias incomprensibles para ti— habia- mos abandonado la capital, para buscar en la isla 1a esencia vital de la naturaleza, Estabamos estrechamente unidos, espiritual y mentalmen- te. Tanto que soliamos bafiarnos desnudos al reflejo de la luna lena sin que ninguna pasién tortttosa o extrafia se interpusiera entre nos- otros, Fue una etapa feliz que ya resulta irreco- brable, sin dimensién en el espacio ni en el tiem- po, en donde el ansia de dinero y de posicién y de sexo y de poder no tenia el menor significa~ do. Pero no; te resultaria imposible comprender, Es lo mismo que si te propusiera jugar a logo- grifos. De todo ello quedé un poco de tibleza en la memoria y fechas imprecisas que se dislocan y transforman, Recordar y envejecer van de la mano. Pronto legaré tu ‘hora de convertirte también en un recuerdo. El plazo se cumplir aunque no puedas comprender, El grupo murié para permitir que viviesen dindmicos hombres de negocios y amas de casa insatisfechas, bellezas de sociedad, eminentes politicos, marginados, revolucionarios, moralis- tas y tristes sujetos atados a la rutina gris de la ciudad. Murieron muchos. Es cierto. Pero solo dolié incisiva Santos Molinares, que se nego a vegetar en las cuevas del mundo del cemento y regresé a la isla para encontrar una muerte mas cruel. Errante en los abismos del Caribe. Ella, Santos Molinares. Con su risa fabulosa, su delirante deseo del mar, su aire peregrino, y aquellas manos huesudas que —increfblemente fuertes— tomaban cada tarde de un machete para limpiar el pescado y los mariscos que con- sumiamos como alimento comin. Lo tenia todo. Una fortuna entera de asombro, decisin, ale- erfa y bondad para despilfarrar en los demas y con los demas. Parecia muy dificil destruirla. 1a Pensaste que podrias poseerla y dominarla. Crefste tener raz6n cuando la viste regresar. iSantos Molinares! Todavia creo escuchar el diario milagro de su alegria, Esa explosion de la vida sin miedo ni malevolencia. La risa que te hirié como un pufial cuando supiste que 10s Ro- sales le habian regalado La Gaviota, Rechaza- ron su dinero. Al verla por primera vez notaron que ella tenfa la misma risa calurosa de Basafio, el alma parecida. La amaron como a la imagen del muchacho desaparecido e imaginaron que estaban predestinados el uno para el otro (ellos que nunca se miraron a los ojos) y terminaron por creer que no era tan tarde como parecia. No demasiado; no. Quizd porque los que vivieron en Ia intimidad de Basafio Rosales gritaban sor- prendidos al tropezar en la calle con Santos ‘Molinares, El eémo se urdié su leyenda y el cuando y el por qué esta difuminado en ese ye~ rano que s6lo conserva la silueta afilada del in- dio en mi memoria, —Pégame el talismén, Tadeo Miranda, El tiempo es cumplido. No sea que te arrepientas después. —Mi tiempo es el tiempo de poser una ga- viota con senos de mujer. —El tiempo es cumplido —insistia el indio—. Ahora ests protegido de todo y contra todos. Del sol y del viento, del vendaval, del odio y de la gente, Si te falla el sortilegio moriras, No respondiste. En la madrugada Santos Molinares se hizo al mar con La Gaviota. El dia amanecié con vien- tos propicios, Docenas de lanchas y veleros atra~ caron al declinar el crepisculo en la caleta de los pescadores. Los islefios yendieron bonitos, pargos, meros, slerras y langostas. Ti escasa- mente si trajiste unas libras de sardinas, porque desde meses atras negociabas con los’ buques extranjeros que piratean en las aguas territo- tiales de Colombia y Nicaragua. Fue una jorna- da productiva, 145 ee Santos no regres6. La isla entera. p moviliz6 para acudir en su rescate, Pesqueros, lanchas, yates, helicopteros, en una busqueda apremian- te y angustiosa que la familia Rosales continu semanas después de haberse perdido completa. mente la esperanza. Desistieron a la misma ho- ra y en el mismo dia en que extraviaste el ta- lisman, —eQue lo tienes atin?) Ah, si! Con él perdiste la seguridad y la arrogancia, mientras perseguias el rastro de t! mismo, en la playa y los burdeles, en el muelle y las mesas de black-jack, en el Johnny Key y la caleta de los pescadores, palmo a palmo en Ia casa donde escondes tus temores, aunque tu mujer espanta con un abanico el zumbar de las moscas y de los remordimientos, Estés derrotado. No es un decir, Da lo mismo que viajaras a Usumita, Istmina, El Valle de Upar y Venezuela, para pagarle al indio el va~ lor del talisman. Un Aspero peregrinaje por ca- minos y carreteras y corregimientos y misiones y caserfos, Sin descanso, En vehiculos destarta- iados, monturas fatigadas o aviones de lujo. Ig- norabas su nombre. ¥ como todos los indios se parecen y en esas tierras habia demasiados, no pudiste encontrarle Shhhhsss. Callate. Tranquilo. Me angustia verte temblar. Santos Molinares sabia reir, ja- més temblaba. Conocia los senderos del mar y cuidaba La Gaviota como la herencia de una ternura magica y distante. En la isla, nadie se explica cémo pudo estrellarse contra un banco de coral. No; no. Nadie me dijo lo que no debe decirse. Nunca necesité de terceros para saberlo todo acerca de Santos Molinares. Durante el resto de mi vida, noche tras noche, hora tras hora, hasta el ultimo minuto, continuaré escu- chando la campana enlutada de su voz, con ese taftido escalofriante que empafié al final el eco de su risa, Me queda la duda de saber si Basafio Rosales amé tan intensamente a La Gaviota, —Aytidame Tadeo Miranda, por favor... iAytdame...! 146 —Sabes lo que quiero. —Aytidame nada més, me voy a pique. —Promete, di que sf... ;‘Tienes que prometer! —Por favor... Habia dicz mil libras de pescado en tu lancha y cuatro hombres que dormian bajo las lonas. No era dificil ayudarla. Bastaba despertar a tus amigos, echar el pescado al mar y remolear a Santos y al chiquillo islefio que ibe constante- mente con ella y le preparaba las carnadas, —Tengo amigos y dinero en la isla —suplic6 Santos, el Hanto del nifio mordiendo sus entra~ fias—, Recibiras el doble por la pesca, el triple por ceo y el mejor de los barcos a cambio de mi vida, —Apenas quiero lo que quiero. En casa de la familia Rosales una mano ase- sina clavo en la puerta una gaviota moribunda. Con el pico y las alas cortadas. El tiempo y el olvido son enemigos solapados. Durante afios no quise pensar en Santos Moli- nares. Hasta el momento en que un indio me detuvo en la calle para venderme un talisman, De manera que tomé el primer avién y atra- vesé durante horas el Caribe para ensefiarte la cara del destino. Es tu hora de marchar, Tadeo Miranda, Vine a contemplar tu ultimo viaje. No es un decir, Le pedi a tu mujer que plancha- Ya tus ropas domingueras, Este es e] final. Ade- més de ser mi mejor amiga Santos Molinares era mi hermana mayor. Ahora voy 2 matarte. ut sextranjero, st ignoras ta verdad sobre Hf pare fae diana que no vengas a 1a isla... Leyenda isle, LA LEYENDA DEL PANAMAN Espero que la anciana Miss Mary, con sus trenzas apretadas y vestida de austero medio luto, sentada en el porche de su casa de madera —sobre la carretera de San Luis— retina esta noche a sus hijos y a los hijos de sus hijos, para contarles la leyenda del pafiaman. Devanando palabras en inglés y espafiol, con su voz delgada y musical, mientras las nueras se afanan en la Preparacién de la comida. Para asombro de sus nietos delgados y morenos que ayer vieron una pelicula de vaqueros en el cine Majestic. Es la cercania del creptsculo, Pasan aullando las motocicletas, a lo largo del asfalto bordeado de cocales y esmaltado con un poliédrico sedi- mento de sal. Los cangrejos salen de sus cubicu- Jos expulsados ante la proximidad del invierno, Miss Mary coloca sobre el regazo las viejas ma- nos arrrugadas de afios y quehaceres, remon- tandose a los relatos de-su bisabuela, Cabecea de tanto en tanto, porque ya tiene noventa afios y un poco de suefio. Dicen que existid una época lejana, demasia- do lejana, en la cual las islas del archipiélago durmieron completamente en el olvido, alejadas de las influencias exteriores. Se conocia la pre- seneia de Dios, la silueta del pez, la locura del mar, el nombre de todas y cada una de las per- sonas que vivian y morian en la isla. 153 En esos afios cuyas fechas se diseminaron en Jas olas levantiseas, llegé a la isla un hombre es- pafiol, portando como estandarte el orgullo des- medido de los aventureros. Su presencia caus6 gran revuelo general, por- que nadie —ni aun los patriareas virtuosos y sa~ bios— habian visto a otro como él en el curso de sus vidas. La comunidad, que no tenia motivo para re- celar de los extrafios, acepté al espafiol. El indomito aventurero levé por un tiempo una existencia sedentaria, acompafiando a los mozos islefios en sus correrias pesqueras, con- virtiéndose en un habitante mas de la isla verde y aislada, que por entonces dormia en un recodo el inexplorado mar Caribe. Pero el mal acechaba en los caminos rudi- mentarios, escondido en la flor del hibisco y en los pozos de agua dulce. Mal de mar, mal de ho- rizonte, mal de urgencia del hombre por la hembra. En sus dias de soledad y en sus noches de duermevela, sintiendo el zumbar de los mosqui- tos y presintiendo los reclamos de la luna, él hombre espafiol sofiaba con el cadencioso cami- nar de la muchacha més hermosa de la isla. ¥ aprendia suaves palabras inglesas, con el deseo de susurrarlas a su amor, para acompafiar con ellas sus presentes de frutas y flores, realizados con todo él sigilo que su condicion de forastero requeria. La leyenda dice que el hombre espafiol perdi6 a la muchacha. Lentamente su vientre liso co- menz6 a desfigurarse, el rostro moreno perdi suavidad y bajo sus enormes ojos surgieron oje- ras color de aceituna. {El escandalo barrio las playas como huracén enfurecido. . . Graves, cejijuntos, se reunieron los patriarcas y conminaron a la muchacha a dar el nombre de quien le causara tan terribles deshonra. Ni gritos ni ruego nl amenazas, Nada surtié efecto. 154 Los labios permanecieron sellados. Nada trai- cioné ese secreto que la hermosa guardaba co- mo un peso mortal, como un hijo palpitante, co- mo un mal pensamiento, Siempre los ojos bajos, sombreados por rizadas’pestafias, sin fijar sus pupilas en nadie, Siempre los dientes cerrados, miedo o pesadilla, ocultando el nombre de aquel que habia traicionado su amor. La hora del parto fue dificil, angustiosa, Grandes lamparones de sudor corrian sobre los pechos henchidos. En la alcoba, débilmente alumbrada, cuchicheaban la madre, las tfas, la partera y las vecinas. Doblaban sibanas com- pradas por sus antepasados en Alabama y re- zaban a un Dios intransigente. Afuera, en la calle agobiada de sombrios pre- sentimientos, los chiquillos susurraban versicu- Jos de la Biblia, De pronto, después de intensas horas de espe- ra, el grito de un nuevo ser quebré los hondos temores y el miedo lego anunciando la muerte, entre las sombras del atardecer. Antes de morir, con la pupilas dilatadas por la angustia y el despecho, una sola palabra emergié de los la- bios amoratados, —iPafiamén...! El nuevo dia vio al hombre espafiol balan- eedndose en un arbol del pan, Un shoreado mas iba a sumarse a las filas de las victimas cobra- das por el sanguinario pirata Henry Morgan, Desde entonces el sobrenombre de “pafiamén” conlleva una nota de deaprecio, Y cuando en la isla se iluminan dos veces al mes todas las ven- tanas en las mismas noches, se dice que es para evitar a los espiritus de los ahorcados entrar en Ja intimidad de los hogares. .. Porque todavia el fantasma del hombre espa- fiol no ha reparado su falta. 155

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