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Curso de Filosofía Contemporánea.

Prof. Dr. Pablo Gómez Manzano

El origen de la Modernidad y sus presupuestos ontológicos y la emergencia de la


subjetividad en Montaigne*

El propósito de este apunte complementario es adentrarnos en aquello que llamamos de


manera amplia “modernidad”.

Partiríamos por decir que cuando acudimos al rótulo “modernidad” buscamos una definición
de la epocalidad del presente (en un sentido amplio del vocablo), en la que básicamente
acudimos a la idea de epocalidad buscando destacar de este concepto el carácter general,
originario, novedoso/innovador que se abre con este “presente”. Lo moderno en este sentido
se define casi de modo oposicional, como aquello que no es antiguo. En ese sentido es
constitutivo de la modernidad, de su definición, el dar cuenta de una experiencia que no se
resuelve, limita o define por medio o en otras nociones de la experiencia vivida de la
que disponíamos o disponemos.

El trasfondo de lo que solemos llamar modernidad, según hemos visto en clases, tiene su
origen hacia el siglo XVI y XVII de la mano con el surgimiento de la ciencia y la subjetividad.
La ciencia moderna (y la filosofía) fijarán el ser de las cosas, su esencia en el concepto,
entendido este como aquello que es dado por el entendimiento sea construido de modo puro
por este (racionalistas) o mera huella de una sensación (empiristas). A su vez la ciencia y la
modernas van aparejadas con una nueva concepción de la verdad: verdad es, ahora, certeza.
Hay certeza cuando el entendimiento no puede dudar de sus propios contenidos. Y la manera
de establecer la certeza será distinta para los racionalistas y para los empiristas: para los
racionalistas ésta se da cuando el entendimiento construye sus contenidos sin recurrir a la
experiencia; y en cambio, para los empiristas hay certeza cuando el entendimiento se limita a
recibir impresiones sin poner nada de su parte.

Esta concepción del ser como concepto y de la verdad como certeza llevan a hacer de las
matemáticas la ciencia por excelencia: la filosofía y la ciencia modernas nacen del supuesto de
que todo lo real ha de poder ser traducido a la expresión matemática, numérica. Descartes,
por ejemplo, desarrollo la nueva geometría (analítica) con la introducción de la representación

* Este apunte ha sido preparado por el Profesor Pablo Gómez Manzano para los estudiantes del curso de
Filosofía Contemporánea de la Universidad Mayor. He utilizado para su elaboración el libro de Manual de
Filosofía de Alejandro Bugarín y respecto a las interpretaciones sobre la obra de Montaigne, estas provienen
principalmente del magnífico ensayo Historia del Nombrar: dos episodios de la subjetividad moderna de Carlos Thiebaut
Luis-André, catedrático en Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid, España.

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gráfica de la curva, en el que todo punto viene definido por los valores de dos ejes “x” e “y”
(ejes de las coordenadas cartesianas). De vuelta con la filosofía habría que señalar que hay un
gran quiebre con la filosofía precedente, propia de la Edad Media: allí la identificación del Ser
con Dios hizo de la teología el saber suprema, pero en cambio, en el origen de la modernidad,
ya hemos visto que existe una nueva concepción del ser y de la verdad que hacen de la ciencia
moderna el saber por excelencia. De allí que muchos filósofos se esmeraran por darle a la
filosofía el estatus de ciencia. Así es como se originan dos grandes corrientes que dominaran
el pensamiento moderno: racionalismo y empirismo.

Los racionalistas básicamente consideran que la razón es la única fuente válida de


conocimiento. Existirían a su vez ideas innatas, llamadas así por que son elaboradas por el
entendimiento, sin ayuda de los datos provenientes de los sentidos que constituyen los
primeros principios del conocimiento, que son el fundamento del saber, dudando en cambio
del conocimiento que se obtiene de los sentidos que se presta a confusiones. El proceso por
el que el entendimiento elabora sus contenidos, las ideas, se denomina “concebir”, por ello a
las ideas se les denomina “conceptos”. El método de conocimiento adecuado por excelencia
de los racionalistas es el deductivo.

Para la filosofía moderna que nace con Descartes, el entendimiento conoce directamente sus
propios contenidos y sólo conoce la realidad externa en tanto ésta se ajusta a los esquemas
previamente establecidos por el entendimiento (al que también llaman conciencia, yo, sujeto,
espíritu, etc.). Por esta razón se puede decir que, para la filosofía moderna, el ser de las cosas
residen en la conciencia, y por ello se dice que la filosofía moderna es idealista o subjetivista.
Que la filosofía sea subjetivista no quiere decir que sea cosa de opiniones personales, sino que
el ser de las cosas sólo se da una vez reducido a proceso mentales, a datos de entendimiento.
De esta manera, subjetivismo y objetivismo no se excluyen, sino que se complementan.

Por otra parte, los empiristas, tienen el mismo punto de partida que los racionalistas en
cuanto a que aquello que el entendimiento conoce de modo inmediato las ideas, pero le
distingue que para los empiristas las ideas válidas son aquellas que tienen su origen en la
experiencia, aquellas en las que el entendimiento se limita a recibir datos pasivamente, sin
poner nada de su parte. El método adecuado de conocimiento es aquel que va de lo
inmediato a los principios: el método inductivo o analítico-inductivo. Locke, además de
padre del liberalismo político puede ser considerado junto con David Hume, padre del
empirismo. Para Locke, las ideas, son una representación de las cosas. Las ideas simples
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proceden de la experiencia (que puede ser externa o interna al propio individuo) a través de la
percepción, son conservadas en el entendimiento por la retención y delimitadas frente a otras
por el discernimiento. Las ideas compuestas se elaboran a partir de las simples por procesos
de comparación, composición o abstracción. La verdad se da en el juicio, donde se expresa la
concordancia o no concordancia entre ideas. Todo conocimiento tiene que tener a su base la
experiencia (dado que no hay ideas innatas). Hume asevera que el punto de partida del
conocimiento son las percepciones, que divide en impresiones, e ideas. Las ideas son las
huellas dejadas por la impresión una vez que ésta ha desaparecido. El entendimiento agrupa
las ideas simples en base a tres leyes: semejanza, contigüidad espacio-tiempo y causalidad,
produciendo ideas complejas. El conocimiento se limita a ser un conocimiento de relaciones
entre ideas (matemáticas, lógica) o un conocimiento de hechos (propio de las ciencias
empíricas). Hume además, empirista extremo, niega la validez de los métodos deductivo e
inductivo, negando valor extramental al principio de causalidad, todo lo cual repercute en la
imposibilidad de fundamentar un conocimiento de lo universal y necesario. Esta posición
puede ser considerada un escepticismo moderado. En este contexto, se entiende que los
juicios morales no expresan hechos, y por ello, no puede fundamentarse la moral en la razón,
siendo los juicios morales no más que manifestaciones de agrado o desagrado ante
determinadas actuaciones.

Junto al repaso por estas corrientes, nos interesa poner en relieve que la modernidad trae
aparejado con el derrumbe de la creencia en el Ser sometido a Dios y a la teología, el
nacimiento de la subjetividad y el yo autoral, como se puede apreciar en la escritura
fragmentaria siempre a tientas que se aprecia en los Ensayos de Michel de Montaigne.

Como expresa Carlos Thiebaut este relato del yo que inaugura Montaigne será también
nuestro relato del mundo y la construcción del yo en su texto será la construcción de un
mundo. El relato del yo que recorre una referencia construirá también, por lo tanto, un
sentido de eso que refiere.

Montaigne, al igual que la sentencia de Descartes “pienso (dudo), luego existo”, parece querer
poner en primera línea al sujeto cognoscente: El sentido se construye, no es algo dado; se
rompe con el sentido del mundo trascendente, con el encantamiento del mundo, y emerge el
yo como autor, interprete y constructor de sentido. Montaigne es quizás el primer relator
pleno del yo moderno, y su relato no pretende ser sino una indagación de la aparición de ese
mismo yo y de sus retóricas.
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En la reflexión autobiográfica de Montaigne se dan los dos momentos que articulan esta clase
de relatos: primero, el momento del relato de lo acontecido al sujeto, la exposición de
su Bildung (formación) y luego, el segundo momento referido al discurso sobre el yo, la
exposición discutida de los sentidos de ese yo.

El primer momento equivale a la identidad-referencia y apunta a nosotros mismos y el


segundo momento refiere a lo que podríamos llamar identidad-sentido que, en cambio,
acontece como momento discursivo, y muestra como el yo construye su propio sentido en el
espacio, un lenguaje, de sentidos en los que se representa.

Dicho lo anterior, podemos notar como Montaigne no nos cuenta la secuencia de la


formación de su subjetividad, sino que muestra, va describiendo y relatando, las mil facetas de
esa subjetividad naciente. Y este descubrimiento de esta subjetividad naciente está inscrito en
la estructura misma del texto: fragmentaria, polifacética y siempre provisional. Le caracteriza
así una estrategia textual de deliberada pérdida de hilo conductor que unifique las mil caras
del yo en su relato, muy cercana a nuestra contemporaneidad en la que la historia del yo
queda subsumida en el discurso o discursos presentes del yo. No en vano Montaigne
afirmaba que sólo somos sabios de la ciencia presente, y tan poco de la pasada como de la
futura.

Este relato autoral difiere radicalmente de los relatos del yo que le preceden: antes, Agustín de
Hipona, por ejemplo, en sus Confesiones había ya construido un relato de historia interna del
yo, pero a modo de relato de la conversión de un alma, de la formación religiosa de una
subjetividad trasmutada, nos dice Carlos Thiebaut. Y en ese sentido, inevitablemente
subsumida al relato encantado del mundo premoderno, con lo cual no pasa de ser una suerte
de “primer destello de la modernidad”, inscrito en la matriz del nombrar antiguo, donde
describir el yo y relatar su historia es relatar el proceso de salvación como forma de generar
identidad.

Ahora bien, la emergencia de la subjetividad en los términos de Montaigne, tal como se ha


explicado, parece traer solo bondades y propiciar una suerte de refugio o huida al sujeto
súbitamente arrojado a un mundo en progresiva secularización. Sin embargo, con las derivas
de la modernidad contemporánea, ni la subjetivación ha seguido felizmente la
autoexploración montaignesca ni tampoco han faltado las críticas a esta postura.

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Max Horkheimer, por ejemplo, eminente teórico crítico de la Escuela de Frankfurt, ha visto
subsumido el retorno a la subjetividad dentro del llamado negocio de la salvación: así respecto
de descubrimiento de la interioridad en Montaigne, Horkheimer señala que, con la
desintegración del mundo feudal, el refugio del yo se erige como una posibilidad de mantener
las fronteras de la salud. La lucidez de Montaigne es la lucidez de quien se ha refugiado, del
que ha huido del mundo en quiebra que no ofrece ninguna coherencia ni ningún sentido. Lo
peligroso a este respecto, indica Horkheimer, es que este refugio del yo puede fácilmente
acabar siendo un refugio escéptico en la inacción de quien por posición social ni se siente en
peligro ni asume la perspectiva de los vencidos; el silencio es cómplice de dejar hacer a las
fuerzas negras de la historia y en este negocio no hay derrota que no sea ya culpable.

Desde la perspectiva materialista en que Horkheimer lo indica, es justo decirlo, no se condena


a Montaigne, pero si se pone en relieve el peligro acechante del humanismo moderno
convertido en humanismo burgués a un paso del nihilismo atomizado en el que pueden y
acaban derivando formas de subjetivación indolentes.

Advertido el peligro acechante en la crítica de Horkheimer, de todas maneras, cabe apuntar


que la emergencia de la subjetividad llego para quedarse con el resquebrajamiento del mundo
encantado y subsumido en la cosmovisión teológica pues la subjetividad es, en efecto, el
producto del movimiento de la pérdida de la seguridad y del vértigo de búsqueda que se
incita.

Por último, y cerrando este origen de la modernidad en Montaigne, diremos que la


acumulación de citas, la, a veces, errática conexión de pensamientos, el deslumbramiento que
provocan determinadas reflexiones, hacen que la lucidez no pueda relatarse, contarse, sino
que solo mostrarse. La sensación, espero, de ustedes estudiantes lectores de Montaigne,
debiera ser la de quién contempla la sabiduría: que la sabiduría es, está se ejerce, pero no se
enseña ni se explica. Se adquiere solo con la inoculación del dolor de la lucidez y el constante
trabajo de relatarnos a nosotros mismos, a tientas, persiguiendo siempre de dotarnos de
sentidos que serán irremediablemente provisorios pero que, en su devenir, en el mismo
ejercicio de hacerlo, nos convertirán en Sujetos con S mayúscula.

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