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El otro Autor

© 2019 Rodrigo Caycedo González.


Todos los derechos reservados.
Diseño de portada: Leslie Nicole Arias Moreno.
El otro Autor es una obra de ficción. Donde aparezcan
personas, eventos, establecimientos u organizaciones rea-
les, son usados de manera ficticia. Todos los otros elemen-
tos son producto de la imaginación del autor.
Impreso en Colombia.
Primera edición 2019
Para contacto de ventas al por mayor, inquietudes y even-
tos, contactar a este correo electronico.
Ilautre.auteur @gmail.com
Este libro está dedicado a
Elizabeth Ávila de González
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1.

F ue en la víspera de mis 23 años que tomé la


decisión de ser escritor. Para entonces, tenía
una carrera casi terminada, la cual no tiene relevancia
hablar de ella ahora. Por esa época trabajaba como
mesero en un café que tenía un método de enganche
bastante particular; éste consistía en poner libros a
disposición de los comensales para despertar su cu-
riosidad y hacer que se desprendieran un momento
de sus celulares y gozaran de una buena lectura.
El trabajo consumía la mayor parte de mi tiempo,
aunque no fuera el gran empleo. Pero viviendo aún
en casa de mis padres, cualquier gusto que pudiera
darme por mi cuenta era ganancia.
Para ser sincero, mi relación con la escritura co-
menzó desde muy pequeño. A decir verdad, jamás
hubiera imaginado que llegaría a ser de tal impor-
tancia en mi vida, pues durante la escuela nunca fui
alguien que leyera mucho que digamos. Sin embar-
go, en mi adolescencia, durante aquella etapa común
donde cada pequeño problema—o a veces grande—,
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resultaba el fin del mundo. Aunque logré ver cómo
gran parte de mis amigos desahogaban sus «penas»
tomando licor hasta que su mundo fuera similar a
una montaña rusa, así como otros que por poco y ol-
vido que necesitan aspirar aire para vivir. Mi escape
resultó ser las letras.
Casi sin darme cuenta, comencé a desarrollar un
gusto discreto por la palabra escrita, gusto que poco
a poco se fue manifestando en una variedad exquisita
de cartas. ¿A quién, o, a quienes iban dirigidas?... a mí
mismo, al universo, al destino, a algún dios, y sí, tam-
bién a aquella mujer quien en algún momento podría
llegar a ser mi esposa, y de la cual no tenía siquiera
una vaga idea en ese momento.
Aquellas cartas siempre fueron mi diario secreto.
Esas líneas y párrafos tomaron el papel de terapeuta,
de desahogo emocional y tranquilizante espiritual.
Ojalá hubiera quedado alguna legible luego del tur-
bulento mar que bajó de los cielos un día de marzo.
Sin embargo, el perder mi vida escrita no resultó ser
del todo desastroso. Fue entonces a partir de eso que
pude cambiar mi enfoque e inspirarme en algo que
fuera más latente en mi día a día.
El amor de una mujer puede llegar a ser la mayor
musa para un hombre. Y con esa realidad en mi vida,
indagué sobre algo que tuviera más belleza a la hora
de plasmar mis escritos. Ahí fue cuando encontré la
poesía. Además, despertó mi interés al ver que no
consistía en textos largos. Podría definirlos como

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textos cortos y emocionantes. Por lo cual, comencé a
leer alguno que otro poema y finalmente a desarrollar
mayor capacidad a la hora de expresarme.
Así fue como comenzó la escritura en mi vida,
o para ser más preciso, la poesía. Pero todavía este
mundo de los libros me resultaba completamente
desconocido. A decir verdad, me limitaba a leer, imi-
tar y escribir. Algunas veces con fines emocionales,
pero la mayoría de las veces para deleitar a mi musa.
«La poesía surge durante un estado alterado», fue
un enunciado que leí después de años al entrar en un
cursito de poesía. No me parecía demasiado atractivo,
aunque a veces, como ésta, decían cosas interesantes.
Además, para ese entonces, empezaba a desarrollar la
capacidad de crear historias. Pero bueno, volviendo al
enunciado, seguramente quien lo haya escrito sabrá
algo más de poesía que la gran mayoría de nosotros.
El impacto cayó como un balde de agua helada
cuando, un año después, al final de mi carrera uni-
versitaria, concluía mi segunda libreta con textos De-
mostrando que mi vida estaba constantemente mo-
vida por una serie de estados alterados; es decir, por
historias cotidianas, pero eficazmente emocionantes.
Junto a algunos atisbos poéticos de Neruda, algunas
voces del romanticismo de Benedetti, y muy pocas
veces, del erotismo de Bukowski, teniendo en cuenta,
claro está, que en su mayoría la inspiración provenía
de una mujer.
No fue sencillo despertar un día y pensar «voy a

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ser escritor». Pues, para empezar, nunca tuve refe-
rencia alguna sobre esta profesión. Generalmente se
tiene un familiar médico, arquitecto, ingeniero, etc.
Pero yo no tenía a mi alrededor alguien que dijera
«un familiar mío es escritor». Si bien sabía lo que
quería hacer, desconocía el “cómo” o “dónde” apren-
derlo.
Se sumaba a esto el hecho de que, por supuesto,
sin ánimo de querer afirmar que no se pueda vivir
del arte, el trabajo de un artista muchas veces resulta
ser subestimado. Sin contar también el mundo com-
petitivo en el cual opera. Es decir, el mercado es una
fuerte batalla para nosotros los nuevos aspirantes a
escritores.
Y podría pensarse que la escritura es similar a la
música. Porque al fin y al cabo es arte. Pero, por lo
menos algunos músicos, así sea una vez, logran tener
la oportunidad de que su trabajo suene en las estacio-
nes de radio y que la gente decida si les gusta o no. En
cambio, a mi parecer es más complicado que la escri-
tura llegue al lector y que éste le dé la oportunidad
a la obra de ser leída. Además, qué decir de un país
donde el promedio de lectura por persona al año es
2,7 libros. Por lo menos ese ha sido mi punto de vista.
Sin embargo, cuando las brasas de tu corazón echan
fuego por una pasión es imposible dejarlo pasar.
Me enamoré de los libros. Me obsesioné con las
miles de historias que hay por leer, cuando al traba-
jar, comencé a desarrollar el gusto por las novelas y

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entonces devoraba cada libro que caía en mis manos.
Pero aún más, me ilusioné con las posibles historias
que faltaban por crear. La belleza de las palabras die-
ron magia a mi realidad, dieron vida al viento jugue-
tón que arranca las hojas de los árboles con su danza,
dieron misterio, anécdotas y romanticismo a las es-
trellas que iluminan la noche, dieron monstruos a los
lagos y portales a otros mundos por los lugares me-
nos esperados.
Fue así como, a mis 23 años, tomé la decisión de
ser uno más que aprendiera a contar historias. Al-
guien te tuviera la posibilidad de narrar cuentos que
inspiren y conmuevan a más gente que a mis lec-
tores habituales. Pensándolo bien, opino que todo
buen lector tiene algo de escritor, aunque éste no
encuentre la manera de enfrentar sus espectros y de-
jarlos en el papel. O eso era lo que me ocurría a mí
a menudo.
No obstante, la decisión era solo eso, una deci-
sión. Hacía falta lo que podría tomar como el primer
paso, el cual era encontrar dónde empezar a estudiar.
Como ya dije, había realizado un curso corto de poe-
sía, el cual sin duda aportó a mi estilo, mas era solo
poesía. Necesitaba una visión más extensa de la escri-
tura donde pudiera relacionarme además con otros
escritores y compartir ideas, tips.
Pero ni una pequeña apertura a ese gran mundo se
asomaba a mi vida, ni por las redes, ni mucho menos
alguna oportunidad que tocara a la puerta de mi casa.

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Resultó siendo un largo año averiguando cursos
mientras, no podía dedicarme a otra cosa que no fuera
el trabajo. La presión constante de mis padres por dejar
la primera carrera universitaria solo hacía más tediosa la
búsqueda. «Debes estudiar y hacerte profesional», se-
ñalaban de vez en cuando. Pero el desierto era evidente
y mi vida se debatía entre el trabajo, mi mejor amigo, los
libros que alcanzaba a leer y las cosas que lograba escri-
bir. Y, por si fuera poco, la obligación empalagosa que
me imponían mis padres de acompañarlos a la iglesia, ya
fuera entre semana o, a veces, durante el fin de semana.
Entonces llegó noviembre con una noticia un
poco alentadora. De alguna forma, mi madre consi-
guió la publicidad sobre un curso de escritura que se
dictaría el año siguiente. Al fin el destino me sonreía
levemente. No obstante, había un inconveniente. Di-
cho curso sería dictado bajo la cobertura de un mi-
nisterio cristiano. Entonces mi esperanza se volvió en
desdicha.
No podía creerlo. Todo el tiempo que llevó encon-
trar lo que deseaba estudiar, y cuando finalmente sale
una oportunidad, tenía que ser bajo la sombra de una
iglesia. Dudé si aferrarme a que «por lo menos era
una oportunidad» y aceptarlo. Pero las ganas de em-
pezar a hacer algo fueron más grandes, ya que, si no
me parecía interesante, de igual forma podía dejarlo.
Me cuestionaba realmente si hacer ese curso, sin
embargo, era una buena oportunidad. De momento,
la astucia de mi madre salió a flote y comentó que,

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como iba a ser un curso cristiano, un prerrequisito
para que ella me pasara la información y me inscri-
biera era que, sí o sí, debía asistir por mi cuenta a las
reuniones de la iglesia hasta que empezara el famoso
curso. Sin lugar a dudas mi determinación era puesta
a prueba. De tener otra luz por otro lado no hubiera
aceptado sus absurdos términos, pero el desespero y
la incertidumbre me obligaron a hacerlo.
A fin de acortar esos meses, asistí como debía a
cada reunión de la iglesia desde ese noviembre hasta
febrero del siguiente año. Para luego finalmente estar
dando inicio a mi primer curso de escritura, sí, bajo el
manto de todo el rollo cristiano. Pero, ¿qué otra op-
ción tenía? Alguien me abrió una puerta y tonto fuera
no cruzarla.
El primer impacto fue con mis compañeros
de clase. Al parecer no eran muchos, pero segu-
ro que estaban aventajados en aquel tema de su
religión. Además, el rango de edades que había
era demasiado extenso, lo cual no ocurría sólo
con nosotros los estudiantes, sino también con
los profesores. «Por lo menos habrá gran versa-
tilidad de ideas», pensé.
Por un lado, había un hombre adulto, con el
pelo plateado y de rasgos pronunciados en su
cara. Su camisa azul a rayas reflejaba por com-
pleto su personalidad, pues era un catedrático
con extenso conocimiento en el tema, solo que,
a la hora de compartirlo le gustaba ser preciso

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y economizar palabras. Pero su voz de barítono
aún era fuerte y siempre llevaba una taza de café
sin azúcar.
Al otro lado estaba su compañera de enseñanza.
Una joven que parecía tener mi misma edad, solo que
se notaba que su corta vida la había dedicado ente-
ramente a los libros. Le gustaba vestir faldas largas y
blusas que combinaran con el marco de sus lentes. A
primera vista suficientemente normal. La sorpresa
llegó cuando ésta abría la boca.
No eran solo sus labios, sus ojos también rebosa-
ban de historias y sus palabras eran acompañadas por
gesticulaciones manuales. Era una mujer que no solo
debías escucharla, sino también verla, para entender-
la. La agilidad de sus pensamientos se notaba en la
extensión de su discurso.
Además, sus ojos grandes y cafés parecían exami-
nar cada movimiento de cada uno en la sala. Podría
pensar que, mientras su mente consciente se enfo-
caba en enseñarnos, su lado subconsciente —y diría
yo un poco maníaco —observaba nuestras facciones
con tal detenimiento, que a sus ojos ya éramos perso-
najes de su próxima novela.

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2.

A l principio fue complicado seguirles el rit-


mo. Con uno se tenía que pensar demasia-
do, ya que había demasiados términos claves que
muchas veces ni entendía. Mientras que con la jo-
ven, si no ponías tu atención en su boca, seguro
que te perdías de algún punto. Esto sin contar las
veces que ella interrumpía a su compañero —de
verdad que le encantaba hablar —. Estoy seguro
de que los cuadernos de los estudiantes estaban
llenos de notas adicionales alrededor de la hoja de
todo lo que ella sentía que tenía que aportar im-
portante al tema.
Fueron pasando lentamente las semanas mientras
veíamos tema tras tema. Lo primero fue la visión so-
bre qué posición debería tener el cristiano frente a
cualquier tipo de escritura que redactara. Hablaron
algo sobre el llamado de los escritores. Y me parecía
que daban muchas vueltas antes de llegar al punto
importante, es decir, sobre cómo aprendo a escribir
un libro.
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Tomábamos una clase a la semana, a veces los do-
mingos, a veces entre semana y ya se habían gastado
un mes de los cuatro que duraba el curso en temas
secundarios.
Hasta que comenzamos con lo realmente impor-
tante. Primero se habló de la narración y el esquema
básico, y sobre eso se generalizaron cinco elementos
esenciales para una buena obra. «El protagonista»
fue lo primero. Toda historia tiene un protagonista
quien a través y/o en consecuencia de este es que se
mueve el relato, en comparación al resto de persona-
jes que pueden ser o no indispensables. De momen-
to, la joven de anteojos y falda larga dejó su asiento en
una de sus iluminadas intervenciones y dijo:
—Y no vayan a pasar por alto, ahora que hablamos
un poco de los personajes, uno sumamente impor-
tante como lo es el narrador de la historia, quien ge-
neralmente es una persona alterna al autor.
—¿Cómo así? —dijo confundida mi compañera
de mi izquierda, aunque la verdad es que todos tenía-
mos la misma duda.
—Sí —respondió la profesora —. Muchas perso-
nas, tanto lectores como escritores, cometen la equi-
vocación de creer que son la misma persona, cuando
en realidad no en todos los casos es así. Mientras que
el autor es la persona que crea e idea la historia, el na-
rrador suele ser otra persona, una voz delegada por
parte del autor para que la cuente, y se puede decir,
que ésta es quien generalmente vive la historia.

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—¡Agueitate un momento! —señalé con mi pe-
culiar spanglish —, explícame eso mejor.
—Muy sencillo Nicolas —dijo ella con su tono de
maestra —, imagina qué no sabes nadar. Pero la na-
tación es un deporte que te apasiona, así que, cómo
también tienes el don de escribir, cuentas un relato
sobre cómo alguien tuvo una competencia. Qué sin-
tió al entrar al agua, cómo su cuerpo se fatigaba con
el pasar de los metros. Pero, aunque el protagonista
del relato posea tus mismas costumbres, incluso aun-
que lleve tu mismo nombre, no eres tú. Sigue siendo
un personaje aparte que creaste para contar esa na-
rración, solo que ese individuo sí era un nadador. Tú
solo creaste las circunstancias y el ambiente donde
esta persona es quien vive y, por lo tanto, quien cuen-
ta la historia.
—¡Oh! —respondí intentando asimilar el con-
cepto y ahí terminó la pregunta.
Continuó la clase comentando los otros cua-
tro elementos básicos de la estructura narrativa.
Seguimos con lo que se decía llamar el objeto de
deseo, o más bien, que es lo que quiere el prota-
gonista conseguir en la historia, seguido por las
fuerzas antagónicas o todo lo que quiera impedir
que el personaje consiga lo que busca. Después
hablamos de otro punto sumamente importante
como lo es la motivación que debe tener el pro-
tagonista, «si no tiene razones para conseguir lo
que quiere pues, para que lo va a conseguir» dijo

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el profesor y, finalmente, el último punto de los 5
básicos, aquel sentido de urgencia para obtener
ese objeto de deseo.
«El poeta cuenta historias que no puede vivir».
Recordé esa frase que leí en algún artículo al llegar
a la casa y en ningún momento pensé que fuera tan
literal. Hasta algún punto de mi vida procuré creer-
me el protagonista de cada aventura que plasmaba,
pero hoy me habían quitado ese papel principal. Aun-
que procuraba que en su mayoría mis escritos fueran
anécdotas.
Solo entonces, la curiosidad de confirmar lo que
había oído en clase me hizo releer mis escritos con un
punto de vista más analítico. Y, en consecuencia, jus-
to en el primer escrito me lo encontré. Aquel perso-
naje que había vivido todos y cada uno de mis textos,
el narrador de las historias que yo escribía.

En general fue la noche quien bailaba.


los árboles se aferraban de sus ramas
con la melodía titilando
a dúos de luciérnagas,
y en medio estaba ella,
con sus ojos dulces bajo la luna.

Cada estrella tenía su igual,


cada ave cantaba a su par
pero la luna y ella,

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Ella y la luna
brillaban solitarias,
fascinantes.

La hermosa niña de los ojos color miel


brillaba con su encanto
paciente y desprevenida,
hasta que la torpeza de mis pisadas
dispersaron su concentración.

Entonces volteo a mí su mirada fija


y la amé aún más,
mientras de cerca,
su sonrisa… ¿qué más podría decir de su sonrisa?

Adoro el placer de mirarte, «mía»


y este juego de encontrarme tus ojos
cuando la noche le canta a tu belleza.

Luke, a quien bauticé así más por mi extraña necesi-


dad de ponerle nombre a las cosas que por otra razón,
al parecer fue parte de mí desde el comienzo. Pero no lo
distinguía hasta que mis ojos despertaron a su presencia.
Como tener alguien dentro que, hasta que no te das cuen-
ta de que es real, no sabes que existe. Aquel protagonis-
ta representaba otra faceta de mi personalidad y, para ser
sincero, podría denominarlo como mi aspiración. El otro
yo. Quien disfruta las gotas de lluvia golpeando su cara, las

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grandes charlas existenciales o la compañía de alguna mu-
jer hermosa, las sombras de mis musas. Y seguí leyendo:

Amaneció de nuevo,
y el sol dorado extendió sus alas
llevando una dosis innecesaria de ti,
amarga y fuerte
como el café de la mañana, otro día más
que intento comprender tu ausencia.

Recuerdos divagan en mi mente


sobre aquellas veces que desaparecimos
de costumbres, de nuestros días,
de la materia, del tiempo mismo.

Lo más extraño
es que no has sido mi principio,
y aunque parecieras el final
ahora no estás.

¿Qué rayos te hace tan importante?


Te has convertido en un tiempo indefinido,
en un espacio específico, perfecto,
como una historia por contar
lo suficientemente larga como para amarte
pero tan corta,
que odiarte no alcanzó a ser una opción.

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¿Cómo te olvido? Si aún te amo,
¿cómo te odio?, si no te olvido.

Te sientes como un sueño,


recuerdo vago, efímero, hermoso
de lo que fue
de lo que pudo ser.

Y mientras te pienso todavía te amo,


mi alma te espera,
mi cuerpo demanda de tu presencia.

Así,
al final serás eterna,
como un no comienzo ni un final,
solo una historia de amantes
cuando en cada mañana como esta
no olvido la sensación de amarte.

La diferencia entre Luke y yo podía notarse a gran-


des rasgos. Mi actitud un poco reservada y sin mayo-
res expresiones, se convertía en un alma extrovertida
y sanguínea a la luz de los textos. Sin embargo, así
como la luz del personaje de mis escritos era grande,
igual lo era su oscuridad. Debido a eso, el temor de
quedarse consigo mismo y sus pensamientos resulta-
ba grandemente intenso.

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Vestido de su recuerdo
escribo frente a sus regalos
y los libros que leímos
en mil conversaciones.

Junto al armario donde me pregunté:


¿Qué sería adecuado para caminar a su lado?
El cajón lleno de sus memorias
y el panel de sueños donde
aún resalta su imagen.

Es extraño estar aquí


pasando el tiempo sin ella,
en su santuario
que ha vuelto a ser simplemente
mi recamara.

Si pudiera hablar de él físicamente, lo describiría


como un adolescente que disfruta aún la inocencia
de un niño, junto a las experiencias y padecimientos
amorosos de su edad. En contraste a mi real pensa-
miento circunspecto y un poco crítico. Éramos dos
personajes de un mismo cuerpo que nos manifesta-
mos de maneras distintas. Terminando en una com-
binación de mis vivencias recreadas en los caprichos
que Luke vivía.

Y aquí es donde empieza la verdadera historia.

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3.

T odo comenzó aquel martes. El reloj marca-


ba las siete menos veinte y, como se habían
acabado mis excusas para llegar tarde, ese día me en-
contraba muy puntual cruzando la reja azul rey hacia
el estadero de la iglesia. El piso era de baldosa roja y
tenía islas jardineras hechas con ladrillo donde estaba
sembrada en una un lilo, y en la otra, algo que parecía
una mangifera apenas en crecimiento.
Crucé la entrada gris del establecimiento y, hasta
ese día, no había caído en la cuenta de que los sillo-
nes de la sala de espera, ocupados a mi derecha, eran
del mismo color de las rejas. Seguí caminando dere-
cho, al pasillo después de la recepción de vidrio que
se ubicaba al lado izquierdo y medía casi lo mismo
que dos habitaciones, el cual daba pie a una puerta
corrediza por la que se ingresaba a un espacio dos ve-
ces mayor a como se veía la casa desde fuera. Pero el
segundo piso se extendía en forma descendente.
Adentro, el olor del hielo que emanaba todos los
aires acondicionados recreaba una atmósfera diferen-

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te al calor de la calle. Y sin nada más que hacer, luego
de sentarme, me puse a observar detenidamente todo
el auditorio.
Este parecía una «L» donde el resto del estable-
cimiento viraba a la izquierda. Las paredes estaban
pintadas del peculiar gris basalto; el suelo, el cual se
estabilizaba en la intersección, estaba lleno de asien-
tos azules. Parecía haber 13 filas de 20 sillas a lo an-
cho en cada lado de la «L». Todas mirando la tarima
ubicada en la esquina central de la instalación.
El escenario levantaba 3 escalones y estaba forra-
do por una alfombra color plomo donde el pastor
daba sus charlas, y donde también tocaba el grupo
musical. Además, sobre este, colgando de las paredes,
había una pantalla enorme donde mostraban videos
y cosas audiovisuales.
Como de costumbre, mi asiento lo ocupaba muy
cerca de la entrada de vidrio. Así podía darme la fa-
cilidad de salir a comprar algo de comer, o al baño; a
hacer una llamada, o a hacer cualquier cosa que evi-
tara que me quedara dormido durante el sermón. Lo
cual siempre ocurría a casi la mitad de este.
Daban las siete y empezaban a sonar pruebas de
sonido mientras las sillas se iban llenando cada vez
más. Sonaban micrófonos, guitarras, un bajo, una
batería, aunque no les prestaba mucha atención.
Entonces oí una voz que robó mi conciencia y me
obligó a voltear los ojos hacia la portadora de este
sonido.

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—Muy buenas noches familia, vamos a empezar
—dijo. Y el eco de su voz inundó todo espacio mudo
—. Para quienes les gusta seguir la lectura con noso-
tros pueden abrir su Biblia en el salmo 65, versículos
del 1 al 5.

«Tuya es la alabanza en Sion, oh Dios,


y a ti se te pagarán los votos,
tu oyes la oración;
a ti vendrá toda carne.
Las iniquidades prevalecen contra mí;
Más nuestras rebeldías tú las perdonarás.

Bienaventurado el que tú escogieres


Y atrajeres a ti,
Para que habite en tus atrios;
Seremos saciados del bien de tu casa,
De tu santo templo.

Con tremendas cosas nos responderás tú


En justicia,
Oh Dios de nuestra salvación,
Esperanza de todos los términos de la tierra,
Y de los más remotos confines del mar».

La joven continuó con una oración corta. Los ins-


trumentos sonaron. Y finalmente cantó. Faltó real-
mente menos de una estrofa para despertar las pu-
pilas de mis ojos dormidos; al parecer, la sangre que

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recorría mi cuerpo comenzó a moverse en un ritmo
totalmente distinto, y mis tímpanos, azotados por
aquella melodía, obligaron a mi cuerpo para que usa-
ra el espaldar del asiento como se debía.
La calidez de su voz solo podía compararse a la
elocuencia de sus ojos expresivos. De momento, ella
ya no estaba simplemente interpretando una can-
ción; se había convertido en música. Música era su
pelo negro arreglado. Música eran sus manos y el es-
malte azul de sus uñas. Música eran sus ojos.
Anonadado aún por el impacto no podía quedar-
me con la sorpresa de su belleza, me resultó impo-
sible que solo yo me quedara con algo tan sublime,
como era escuchar la voz de aquella joven. Así que
levanté el celular con mi mano, con el chat de Harry
abierto y empecé a grabar un pedazo de tan magnífica
pieza.
—Ufff, ¿quién es esa? —respondió mi amigo al
escuchar la nota
—La cantante de la banda de la iglesia —dije.
—Tiene buena voz
—Lo sé; también es hermosa. Mejor dicho, ella
aún no lo sabe, pero sé va a casar conmigo «no tengo
pruebas, pero tampoco dudas».
La burla asfixiada de Harry llenaba toda la pantalla
del chat, luego respondió:
—Al menos se hablan, ¿no?
—Mmm… no, aún no.
—¿Sabe que existes?

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—Aún no, pero ya lo hará —respondí con aplo-
mo.
Luego de unas cuantas risas más, volví a guardar el
celular. No podía perder otro segundo de su melodía
en mi cabeza.
Tal vez podía parecer muy seguro con Harry, aun-
que nada, absolutamente nada, estaba más lejos de la
realidad, y seguro que él lo sabía. Pues no era única-
mente su voz, la cual sonaba como el viento que mue-
ve los rosales y pone a danzar las plantas con su tono
vivo y llameante; además de sus matices apacibles,
románticos.
La belleza de esa joven inundaba mis pupilas, in-
cluso con su pelo negro ondulado, sus manos finas
y elegantes y su cuerpo esbelto. Además de la sonri-
sa inocente que escondían sus labios carnudos. Sin
contar sus ojos profundos. En definitiva, mirarla de
frente era como encarar la noche misma y perderse
en el brillo de las estrellas. En otras palabras, comple-
tamente inalcanzable.
Esa noche en la iglesia el tiempo pasó ligeramente
diferente. Por lo regular, no tenía interés por nada que
ocurriera ahí dentro, sin embargo, esta vez ocupaba la
vista y la mente en la persona que poseía la voz que
aún hacía eco en mis oídos. Tanto así que ni supe
cuándo, mientras la observaba, ella volteo a mirarme.
Luego de un rato, despertando del trance, presen-
cié que sus ojos estaban puestos en mí. La vergüenza
viajó desde la nuca a las plantas de mis pies. Entonces

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sonreí tontamente y volví a mirar la tarima donde el
pastor ya estaba terminando su prédica. Así, dejé la
silla con afán y decidí esperar a mis padres cerca de
las rejas de la entrada.
Si en algún momento había pensado que podría
dirigirle la palabra, con esta intervención de hoy, ya
era imposible. Me senté en una esquina del estade-
ro, a ver Instagram en el celular, mientras mis padres
salían. Solo quería olvidar mi penosa primera impre-
sión.
Por suerte para mí, ellos salieron antes que lo hi-
ciera la joven y así no tuve que cruzármela. Rápida-
mente llegamos al carro y me recosté en el asiento
trasero de puerta a puerta hasta quedarme dormido.
De la misma forma transcurrieron las tres semanas
siguientes en la iglesia. No podía esperar para volverla
a escuchar. Y decidí empezar a llegar temprano para
lograr tener el privilegio de deleitarme en sus notas.
Aunque mi observación se limitó a cuando estuviera
encima de la tarima y no tuviera posibilidad de ver-
me, al igual que, de salida siempre era el primero en
levantarse evitando el incómodo encuentro. Y tam-
bién, la posibilidad de parecer algo estúpido al tenerla
de frente y no poseer la osadía de dirigirle la palabra
a una mujer así.
Sin embargo, palabras, al parecer, sí me sobraban.
Mi mente era un mar de letras dirigidas a ella y solo
una mirada eran suficiente para que este océano au-
mentara.

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¿Has tenido alguna vez la sensación de que tienes
algo que debes decir, pero no sabes qué es? El nudo
en la garganta, más el picor de la lengua, pero que, por
más que se desee, esto no quiere salir. Ese sentimien-
to jamás fue tan literal en mi vida.
Una de las maneras más comunes de desahogar
cada sentimiento siempre fue la escritura, como una
forma de nivelar mis pensamientos llevándolos al pa-
pel. Pero la presión aumentaba y verla avivaba cada
sentimiento que tenía en mi cabeza, pero que no po-
día materializar. El hormigueo en la punta de la len-
gua, ese trago amargo sin pasar resultaba ser una de
las experiencias más frustrantes.
El síndrome de la hoja en blanco era una realidad
latente en mi vida. El asfixiante y agobiante síndrome
de la hoja en blanco. Así como ¿qué sería de un artista
sin tener que dibujar?, ¿un músico sin tener nada que
interpretar o componer?, un escritor sin palabras no
era un escritor. La frustración de mi sequía afectaba
directamente a mi sueño.
Si bien pasaban las semanas, al mismo tiempo
mermaban las palabras y aumentaba la ansiedad. La
papelera de mi habitación estaba cada vez más llena
de ideas arrugadas, en su mayoría sin una sola pala-
bra, y uno que otro papel con algún intento de una
mísera frase.
Mi desesperación llegó al extremo de que la escri-
tura fastidiara mi alma. Y la mujer que me encantaba,
aquella que decía yo era mi inspiración, ahora era la

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mayor fuente de frustración, y se convertía para mí en
una molestia deseable. Adoraba su voz y adoraba ver-
la sobre la tarima cuando mi mente solo se centraba
en su música, pero al bajar de ahí ignorarla, o por lo
menos intentar hacerlo era mi mayor reto. No quería
que aflorara en ese instante la ansiedad de nuevo.
Con el tiempo, lo que en realidad fueron 2 sema-
nas, dejé de intentar escribir. Descubrí que ocupar mi
mente en otras cosas como películas o videojuegos
liberaba la presión de querer plasmar algo en el pa-
pel, y así mismo decidí que dejaría de ir al curso de
escritura. Al fin y al cabo, no era para mí. Además, al
mismo tiempo guarde todo aquello que se relaciona-
ra con escribir. Hasta los libros destilaban amargura.
Resulta sorprendente como el tiempo puede va-
riar según el estado de ánimo. Ese mes parecieron
tres. Cada día había perdido la chispa. Y el deseo de
un sueño ahora era reemplazado por frustración pura.
Hasta que, terminada la semana, volvía a ser do-
mingo y aunque hice todo lo posible por sacarles el
cuerpo a mis padres, me encontraba de nuevo en la
iglesia sentado en mi asiento habitual, pero prepara-
do para salir en cualquier ocasión a perder cualquier
cantidad de tiempo.
Luego, una voz conocida volvió a resonar por to-
dos los amplificadores. Era de nuevo ella, con su tono
tan delicado y tranquilo, lo cual me desesperaba más.
La sonrisa en su boca irradiaba gruñidos de la mía.
Mientras se dirigía a toda la congregación.

30
—Hola familia muy buenos días —dijo ella
—Cállate —gruñía yo tan bajo que nadie más lo
escuchaba.
Y continúo hablando ella —para quienes les gusta
leer los versículos con nosotros les pido que vayamos
a Santiago 1 del 2 al 6.
Las ganas de sabotear su patética presentación
inundaban mis pensamientos, pero al final también
era ganarme un problema con mis padres. Así que mi
burla, lastimosamente para mí, quedó solo entre mis
ideas creativas de llamar la atención. Y si bien yo ocu-
paba mi mente en cosas banales ella simplemente se
limitó a recitar aquel versículo

«Hermanos míos, tened por sumo gozo


cuando os halléis en diversas pruebas,
sabiendo que la prueba de vuestra fe
produce paciencia. Mas tenga la paciencia
su obra completa, para que seáis perfectos
y cabales, sin que os falte cosa alguna.

Y sí alguno de vosotros tiene falta de sabiduría,


Pídala a Dios, el cual da a todos
Abundantemente y sin reproche, y le será dada.
Pero pida con fe y no dudando de nada;
Porque el que duda es semejante a la onda del mar.
Que es arrastrada por el viento
Y echada de una parte a otra».

31
El silencio cubrió toda la iglesia por unos 2 o 3
minutos. Y aunque el frío golpeaba contra la piel, la
atmósfera comenzó a tener una calidez extraña. De
momento, los altavoces comenzaron a emitir las sua-
ves tonalidades que irradiaban las cuerdas de la guita-
rra, que poco a poco se pronunciaban. Y después de
un tiempo la joven comenzó suavemente a entonar.
Eran mis tímpanos quienes primeramente deleita-
ban a su voz, seguidos por mis ojos, sin poder evitar
lo magnifico de su presencia. Pero algo más ocurrió
ese día. Fue la sensación de que el aire helado que ins-
piraba no se dirigía a los pulmones, sino que llenaba
mi corazón y el pecho se cubría de escalofríos.
El ambiente, la voz, la música, todo tenía una ar-
monía perfecta que revolvía mi estómago. De pron-
to, sentí un poco más aguados los ojos sin entender
por qué y reaccioné al instante. Como resultado, una
extraña sensación comenzó a subir desde la boca del
estómago hasta mi garganta, donde aún se sentía más
fuerte, y más extraña. Creí que iba a vomitar. Solo
entonces, vino a mi mente la situación que estaba vi-
viendo con mis sueños. Y sentí que tenía que decir
algo, no sabía qué, pero tenía que hacerlo. Entonces
suavemente, casi inaudible abrí la boca
—Dios, si estás ahí, enséñame tú.

32
4.

L uego de la jornada en la iglesia me esperó un


domingo rutinario. Había quedado en almor-
zar donde Harry, para luego pasar la tarde jugando en
su consola, al tiempo que hablábamos de trivialida-
des, como era nuestra costumbre. Surgía en mi inte-
rior la duda de si debía contarle lo que había pasado
en la mañana, ya que sabía que era un tema que podía
despertar sus burlas. No obstante, sentí alivio al no
escuchar ningún comentario sobre lo que había pasa-
do, «al parecer corrí con suerte pues nadie debió ver
mi irrisoria actuación», pensé.
Mis padres me recogieron llegada la noche. Mo-
ría de hambre. Así que nos sentamos a la mesa y
compartimos el café y entre tema y tema, salió a flo-
te el taller de escritura. Al parecer, no sospechaban
que también planeaba dejarlo, lo cual era bueno,
pues no estaba de humor como para charlar sobre si
esta vez si pensaba terminar lo que había empezado,
o terminaría tirando todo a la caneca como había
hecho con la carrera.
33
A fin de evadir ese tema, cené con afán, puesto que
soy consciente de que no es fácil sostenerle una men-
tira a mis padres. De ahí que una vez hube acabado
mi frugal cena, sin titubear, me levanté de la mesa, les
di las buenas noches, juagué los trastes y corrí al des-
canso.
La mañana siguiente me levanté temprano.
Demasiado temprano para mi gusto. Aún tenía
unas horas libres antes entrar al trabajo, y como
vivía literalmente cerca de este no me costaba ni
media hora estar listo. ¿Qué tanto tardaría bajar
6 pisos y pasar al restaurante de al lado? Pero una
incómoda sensación azotaba mi pecho; la ansie-
dad bailaba en mi estómago al ritmo del corazón,
y mis tímpanos, al igual que mis ojos, estaban aún
inmersos en el vacío por lo que tuve que buscar
un vaso con agua para tratar de agudizar de nuevo
los sentidos.
Mis padres siempre salían temprano al trabajo,
por lo cual, me encontraba solo a la madrugada y
nada impedía que volviera a buscar el sueño. Pero
la intranquilidad en mis ojos jugaba con mi mente
fuera de órbita, la paz era una sensación lejana a
lo que tenían mis dedos, tanto de las manos como
de los pies, y no pude seguir acostado.
Tomé entonces la orilla de mi cama, mas despierto
que a la hora media del sol, e impulsado por el brami-
do de mi alma, abrí el cajón de mi nochero y agarré
la libreta de tachones, que antes había sido de ideas.

34
También un bolígrafo que reposaba en la superficie
de la mesa. y después de un buen tiempo, de estrés
y de frustración, escuché una voz que susurraba a mi
oído.

Tu voz se cuela entre la melodía


suavemente, casi inaudible,
como un silbo leve
viajante en el viento
susurrando mi nombre.

Ven; aquí estoy


te espero; heme aquí.

Es la musicalidad de tu tono
lo que resuena en mi alma.

Ojos de amor en llamas, brillantes


cual lunas regando luz, que la irradian
tuya es la mirada que labra el corazón
donde plantas la semilla de tu esencia.

El éxtasis de las letras, ocupando el espacio blan-


co del papel dominaba mi atención por completo.
Además, el que una extraña voz dictara palabras a mi
oído. Pues estaba solo en la casa.

35
De manera que dejé la cama, recorrí la habitación
y asomé mi cabeza por el balcón. «Lo habré escucha-
do de algún otro lugar, un televisor, un recital de algo,
alguna cosa», pensé. Sin embargo, al término de la
última palabra escrita en el papel, la voz se había ca-
llado.
Al rato dejé de pensar en eso y supuse que simple-
mente lo había recitado en mi mente antes de escri-
birlo. Era lo más lógico.
Entonces volví a tomar la libreta con el escri-
to y me intrigó aún más. Tenía algo en sus pala-
bras, había algo en su composición lo cual me
hacía leerlo y releerlo pues, cada que detallaba
las líneas, el mensaje parecía distinto. Comenzó
siendo una lógica admiración por una voz y unos
ojos, supuse que era coherente saber a quién me
refería. Pero a cada nueva pasada, se transfigura-
ba el sentido por otro mensaje el cual no entendía
muy bien, y busqué que alguien más me explicara
el sentido.
—Estás tragado ¿no? —señaló Harry, mi primer
y único lector, después de mandarle lo que había es-
crito.
Su burla sonó reconfortante, pero aun buscaba
algo un poco más certero y respondí:
—¿Es muy obvio?.
—Totalmente —dijo —. Su voz, sus ojos, solo fal-
tó poner su nombre. Bueno, si es que ya te has atrevi-
do a preguntárselo.

36
Mi amigo no parecía ver más allá de lo que había
leído. No lo culpo. Tampoco es que pudiera ver algo
más con la información que le había otorgado. Pero
aún este nuevo escrito me intrigaba. Entonces, re-
cordé haber conocido una joven en el trabajo, la cual
había llegado hace unas semanas. Al parecer era unos
3 años menor que yo, aunque la seriedad de sus con-
versaciones escondía su verdadera edad. Tenía un ca-
rácter fuerte, sin embargo, permanecía tranquila y al
parecer era cristiana, tal vez ella pudiera decirme algo
más sobre esto.
Su cola de caballo color flameante podía distin-
guirse aún por fuera de los grandes vitrales polariza-
dos. April, se encontraba brillando las mesas del res-
taurante. Mantenía concentrada como de costumbre.
Hasta que las campanas de la gran puerta anunciaron
mi llegada y sus ojos chocolate se posaron en mí.
Hizo un gesto con su mano derecha y me saludó.
Habíamos entablado unas cuantas conversacio-
nes, donde ya le había comentado mi meta de con-
vertirme en escritor, lo cual facilitaba la situación.
Casualmente siempre quieren una muestra de lo
que planeas como vocación; si buscas ser cantante te
quieren oír cantar, si buscas ser cocinero quieren pro-
bar tu comida, y esta no era la excepción. Así, planeé
distintas formas de preguntarle correctamente, más,
al final supe que la mejor forma era simplemente
mostrarle lo que había escrito y preguntar su opinión.
De modo que, me encamine a hacerlo.

37
—April —la llamé tocándole el hombro sutilmen-
te.
—Nicolas, ¿cómo estás? —respondió luego de
voltear mientras se quitaba un audífono blanco de su
oído izquierdo
—Bien April, ¿y tú?
—Bien —dijo mostrando su bella sonrisa.
—O… oye quería preguntarte algo. pues… si no
te molesta —mi lengua se trabó y mi mano se escon-
día tras el negro de mi pelo mientras miraba al suelo.
—Sí, dime
—Pues, eehh… como sabes yo escribo —dije
inseguro —. Y bueno, me preguntaba si podría
mostrarte un escrito que hice hace poco, digo, si
puedes, y pues, emm... darme tu opinión. Si no te
molesta.
Enderezó su espalda mientras se soltaba el otro
audífono de su oído —por supuesto, me encantaría.
Hecho esto, señalé la foto que había guardado
en el celular y se lo entregué. Resultaba difícil leer
sus gestos. A veces abría los ojos, a veces arqueaba
las cejas, inclinaba la cabeza, movía la boca. Segu-
ro debió leerlo más de una vez, tampoco era muy
largo. Y cuando por fin levantó la cabeza, me de-
volvió el celular con una sonrisa.
—Me gusta la forma en que retratas a Dios.
—¿Dios? —dije.
—Sí, aquí está —dijo y señaló con el dedo—, el
«silbo leve», «los ojos que irradian luz», está lindo.

38
Sonó realmente extraño pensar que había escrito
algo para Dios, o que hablara de este. Jamás me consi-
deré realmente un creyente. Entonces releí mis líneas
una vez más y mis cejas se arquearon.
—¿Pasó algo? —preguntó ella al verme extrañado.
—Sí, no creo que sea lo que dices —respondí aún
sin apartar mis ojos del celular mientras la otra mano
rozaba mi barbilla— mis padres son quienes siempre
han creído ese cuento de Dios, yo he sido obligado
siempre a asistir a su iglesia, y que me digas que esto
habla de Dios, pues…
La molestia se reflejó en sus ojos por la exclama-
ción que hacía yo respecto a algo tan importante en
su vida. Y mientras volvía los audífonos a sus oídos
dijo: —bueno, al parecer una parte de ti si cree «ese
cuento» —. Entonces volvió a sus labores.
Durante la mañana hubo un ambiente tenso en-
tre nosotros. Al parecer mi comentario la había inco-
modado más de lo que pensaba. Aunque, de a pocos,
transcurriendo las horas laborales volvimos a hablar.
April empezaba a convertirse en una amiga para mí.
Era esa persona con quien nos burlábamos o criticá-
bamos a los malos clientes, y compartiendo el tiempo
con ella, el trabajo fue volviéndose más ameno.
Salí temprano del trabajo como era costumbre por
esos días. Después de un largo día no esperaba más
que llegar a la casa para recostarme y leer o ver una
película. Lo que fuera lejos del café, de las mesas y,
sobre todo, de los clientes.

39
Esa noche mi primera parada fue la cocina, tomé unas ga-
lletas oreo justo antes de ir a saludar a mis padres y al entrar en
su habitación me percaté de que estaban viendo una película.
Me recosté a sus pies como siempre lo he hecho
desde pequeño. El aire acondicionado era una necesi-
dad para una noche tan calurosa. y volteé al televisor.
«Cuanta violencia» pensé instantáneamente al pre-
senciar la primera imagen. Veía hombre moribundo
de pelo largo; su sangre le bañaba el rostro, tenía los
ojos desorbitados y la expresión doliente de su cara
inundaba toda la pantalla. Resultaba lógico que pelí-
cula era, aunque cuanta dureza en una cinta cristiana.
El cansancio no me dejo llegar hasta el final de la
película. Sin embargo, no necesitaba ver más para que
me conmovieran las imágenes contempladas —¿a
quién no? —, y peor si dicen que al parecer fue real.
Ahora bien, fue realmente una casualidad que
al día siguiente el pastor hablara de lo mismo en la
iglesia. Cualquiera diría que estaba viendo la misma
película que nosotros, al sustentar su prédica en el
versículo de Juan 3:16. «Porque tanto amó Dios al
mundo que entregó a su hijo unigénito, para que todo
el que cree en él no se pierda, sino tenga vida eterna».
No podía evitar hacer la comparación entre lo que
él decía y lo que alcancé a ver la noche anterior. Un
Dios que, según dicen, se hizo hombre con el fin de
morir y reafirmar su relación con la humanidad a cau-
sa de su sangre. No sin antes sufrir por la maldad de,
por quienes él venía.

40
Así, esa noche, en la casa, no logré quitarme a ese
Jesús de la cabeza. La voluntad de vivir una situación
tan dolorosa por alguien quien al final terminó con-
denándolo. Sin importar el sufrimiento ni el despre-
cio. Esa idea divagaba en mi mente.
De momento algo se movió en mí pecho, mientras
arreglaba la cama para acostarme. La sensación de es-
cribir algo volvió a tomarme el sueño. Entonces, aga-
rré mi libreta, la abrí y esperé. Casi como retando a la
veracidad de la existencia de aquella voz que escuche
en días pasados. Luego me sentí tonto los primeros
minutos de espera, al creer una idea tan ridícula. Sin
embargo, en un silencioso momento de resignación
escuché algo.

Percibí la ciudad
bajo un manto oscuro y escarlata.
Aunque tal vez era por mi vista reducida,
da igual
el camino estaba trazado.

Podrían ser los kilos a mi espalda


aquello que me molestaba,
o su peso sobre mis pies descalzos
aunque el picor de mi cabeza
solo aumentaba,
pero la maldad de sus corazones
golpeaba más fuerte que la caña.

41
A veces miraba hacia los lados
con el sabor del hierro en mi boca,
parecía escuchar lamentos,
aunque me recibían escupitajos.

Los llantos se escondían


tras el polvo y los insultos
pero ahí estaban,
sí, seguro que estaban ahí.

Cada paso era más tedioso


y el olor a sangre más intenso,
creo haber oído la risa del príncipe
satisfecho, complacido
más,
la verdad había sido escrita
justo en el madero de mi espalda.

Hasta que llegamos a Gólgota


donde emanaba la luz más brillante
y lo pude sentír,
era al final mi decisión,
el cielo anunciaba la pascua
y yo era el cordero.

42
5.

L a voz de estos escritos era realmente extraña.


Hasta contemplé la idea de haber perdido la
cabeza. Además, también me sorprendía cómo, la
mezcla de ésta, con un nudo formado en la boca del
estómago, más la inquietud y el movimiento constan-
te de mis dedos buscando una pluma que agarrar, ter-
minaba en nuevas palabras sobre el blanco del papel.
Era imposible tener la sensación de que las pa-
labras se quedaban en mi boca, por decirlo de una
forma, simplemente las vomitaba. En ese momento
recordé al personaje que había conocido gracias a
la profesora del curso. «¿Luke?», dije en mi mente.
El pájaro de la cordura parecía volar de mi cabeza al
pensar que alguien, quien yo había creado para mis
escritos, ahora estuviera hablándome.
De pronto vino a mi memoria la conversación
que había tenido con April la mañana anterior. Una
extraña curiosidad se encendió en mi corazón luego
de su comentario, pero no tenía con quien hablarlo.
El tema de Dios no era algo que me interesara hablar

43
con mis padres, y mucho menos con Harry, pues se-
ría totalmente incómodo. Sin embargo, esto no pasa-
ba con mi compañera de trabajo, y busqué acercarme
más a ella.
Fue así que comencé a reconocer que, mi compa-
ñera pelirroja, se estaba convirtiendo en una buena
amiga. Pensándolo bien, es difícil responderse sólo
cuando se empieza a pensar en interrogantes más
trascendentales. Por lo que tener una persona confia-
ble, a quien se le puedan hacer este tipo de preguntas
es realmente necesario. Y eso era April para mí.
La tranquilidad con que contestaba desde, «¿qué
hiciste el fin de semana?», hasta «¿por qué dices que
Dios existe?», emanaba un aire de seguridad que me
daba la franqueza para poder hacerle cualquier tipo
de pregunta.
Una mañana, pasados los días de nuestras cons-
tantes conversaciones, surgió en mí la duda de saber,
¿qué era lo que mantenía escuchando? Recordé enton-
ces una frase que oí hace un tiempo. «Podemos saber
mucho de una persona conociendo qué escucha». Y
creí que era hora de descubrirlo. Además de, por qué
los audífonos se habían vuelto en otra extensión de su
cuerpo. Y le pregunté qué estaba escuchando.
Ella me miró con picardía:
—¿Estarás preparado para esto? —respondió.
El asombro sarcástico de mi cara no podía ser más
evidente. Así pues, entre risas, tomó y descubrió su
auricular derecho del escondite común entre sus ca-

44
bellos. Acercó su mano a la mía aun con malicia en los
ojos y soltó el audífono. Tomé entonces el auricular, y
lo puse en mi oído para finalmente escuchar.
—¿Pop? —dije —Bueno, tenías cara.
—Te equivocas, son alabanzas —respondió son-
riendo.
—¿Alabanzas?, ¿whaaatttt?, ¿qué es eso?
—Seguramente lo has oído —dijo—. Es la músi-
ca que adora a Dios. Lo mismo has de haber escucha-
do en tu…, perdón, la iglesia de tus padres.
Enseguida recordé la voz melódica de la joven que
cantaba en la iglesia, antes de responderle:
—Pues sí. Aunque eso suena más a balada, cuan-
do no es que tocan en un ritmo extraño y la gente se
vuelve loca.
Sus blancos dientes confirmaron que sabía de qué
estaba hablando. Seguramente en su iglesia las perso-
nas también debían enloquecerse igual.
—Sí, eso es alabanza —dijo finalmente.
—Pero igual sigue siendo pop, balada, o lo que
sea, diga lo que diga la letra. El ritmo sigue dando la
denominación del tipo de música.
—Sí, tienes razón, podrías verlo así —dijo y con-
tinuó:
—Sin embargo, he considerado que la música no
necesariamente es lo que suena, sino lo que te hace
sentír. Y la alabanza, aunque pueda tomar el ritmo de
cualquier tipo de música jamás va a hacerte sentir lo
mismo.

45
A mi parecer era una respuesta forzada, música
es música. Pero antes de poder responderle algo, las
campanadas de la puerta de vidrio abriéndose finali-
zaron nuestra conversación. No sin antes refutar que,
tendría que mostrarme alguna de esas canciones que
ella decía.
El día transcurrió con velocidad como solía ha-
cerlo cuando la joven de pelo rojo y yo teníamos un
tema interesante de conversación. Además, al ter-
minar el turno de ella, quedé con los mensajes de
Harry sobre lo aburrido que estaba de su trabajo.
«Quién puede aburrirse de trabajar viendo pelícu-
las toda la tarde», pensé. Sin embargo, mi amigo no
opinaba lo mismo.
Así, sin darme cuenta, había caído la noche, y
mientras alistaba todo para salir del restaurante llegó
un mensaje de April a mi celular.
—Nick, escucha esta, «Who you say I am –de
Hillsong» —. Era un enlace de Spotify, por lo cual
tenía que esperar a conectar el Wi-Fi del apartamento
para poder abrirlo.
—De one —respondí —. Ahora que llegue a la
casa.
—Está bien..
Salí del restaurante con el suspiro común de mi
libertad, suspiro pasado a café. Llegué al edificio
y subí con el desespero que me brindaba el can-
sancio. Seguidamente, cuando hube alcanzado al
último piso, el celular se conectó al wifi de la casa.

46
Por tanto, primero busqué los audífonos al entrar
y luego de encontrarlos abrí el link que me habían
mandado.
La canción empezó a sonar y una voz femenina lle-
naba los oídos. No podía decir que era una mala can-
ción, pero, no sentía la magia que manifestaba April.
No obstante, al llegar a la mitad de ésta, se empezó a
despertar un hormigueo en mi estómago mientras el
aire comenzó a pesar en mis pulmones y de momento
las hormigas se habían liberado hacia mis brazos, el
corazón volvía a llenarse y la sensación fue similar a
cuando escuchaba a la joven de la iglesia cantar.
Algo de verdad ocurría cuando esta música aho-
gaba mis tímpanos, y no fui capaz de quedarme solo
con una. Busqué el nombre de la banda en Spotify y
puse otra. «I surrender», se llamaba la canción.
En efecto, la sensación era extremadamente simi-
lar. Y terminé concluyendo que la belleza de la joven
con pelo negro no era lo único que me cautivaba.
Cuando abría su boca, la calidez volátil de esta mú-
sica era lo que me invadía. Y a lo que terminó la otra
canción descargué una lista de reproducción.
El domingo siguiente tenía iglesia. Y cada vez se
desarrollaba en mi un extraño gusto por asistir.
Llegamos temprano como de costumbre y el ritual
solía ser el mismo.
—Buenos días familia —dijo la joven pelinegra.
Entonces noté que la ira causada por su tono de
voz había menguado, al parecer fue un síntoma a la

47
frustración que experimentaba en aquel momento, el
cual estaba acabando. Y siguió hablando.

«Te exaltare, mi Dios, mi rey


y bendeciré tu nombre
eternamente y para siempre.
Cada día te bendeciré
Y alabaré tu nombre
Eternamente y para siempre.

Grande es jehová, y digno


De suprema alabanza;»

Agradeció a Dios por esa mañana, por la vida, por


la iglesia misma y justo después comenzó a cantar.
Tomé el celular y grabé algunos pedazos de las can-
ciones que ella interpretaba para mandarlas al What-
sApp de April. Así, cuando las escuchara me diera
los nombres. Por otro lado, aún estaba cuadrando la
noche de juegos con Harry del viernes la semana en-
trante.
—Cancelado Nick —dijo Harry —. Parece que
hay un pre estreno importante el viernes y el boludo
de mi jefe nos quiere a todos hasta tarde.
—Menudo jefe, tío —contesté en un burdo cas-
tellano.
—Qué ostia —me contestó
La prédica terminó temprano y fuera nos espera-
ba un diluvio. Las frías gotas de agua que invadían el

48
vidrio del asiento trasero limitaban la vista. Y por un
momento contemplé la idea de que el carro tuviera
que convertirse en bote, o submarino, o lo que andu-
viera más rápido.
Había planeado volver a las clases de escritura en la
tarde, sin tener aún la certeza de ser capaz de escribir
algo bien. Pero, con el aguacero que nos visitaba no
podría salir ni a la esquina sin tardar tres veces más de
lo normal. Así las cosas, era imposible llegar a tiempo.
En consecuencia, me limité a escuchar música
mientras el tráfico nos dominaba. Las canciones que
había conocido gracias a April me ayudaban a pasar
el tiempo, en tanto el estruendo de la calle distraía
mi vista. Hasta que, un murmullo comenzó a dictar
palabras entre la música. Supuse que era y no vacilé
un minuto, ni me limita no tener cuaderno a la mano.
Sencillamente abrí el blog de notas en el celular, se-
ñalé una nueva y comencé a escribir lo que me decía.

Al sentír las nubes


sobre mis hombros
me pregunto.

¿Qué idea cruzó su mente


para descender los mares del cielo?
¡Cuán vasta es su creatividad!
Su maravilloso ingenio.

49
Digno es de su nombre
el gran Artista,
pintó los colores a su gusto
dió armonía y creó la belleza.

Pues,
si el pintor se gloría
por las obras de sus manos,
cuánta más alabanza merece Él
al contemplar la creación de sus palabras,
formando el mundo a su manera
cual reflejo de su inspiración.

La voz se calló. No tenía más que decír. Entonces,


guardé la nota y volví a enfocarme en la música. Comen-
zaba a asimilar sus extrañas e inesperadas apariciones.
De pronto el frío arrullador dominó el carro y el sue-
ño invadió mi cuerpo. Desperté entonces a la quietud
del motor apagado, habíamos llegado al garaje. Miré la
hora en el celular, parecía haber dormido una semana.
Y me encontré con que la media hora de transporte se
había convertido en dos horas.
Aturdido de tanto descanso bajé del carro y me dirigí
al apartamento, donde la cama de mi habitación llamaba
tentadora. Dormí toda la tarde. Únicamente el hambre
fue capaz de levantarme en la noche para saciarse, y lue-
go volver a la cama.

50
La semana siguiente pasó más rápida que de cos-
tumbre. El trabajo con April cada vez se disfrutaba
más, y nuestra relación se fortalecía gracias a nues-
tras crecientes conversaciones. En cambio, las quejas
de Harry por su turno del viernes cada vez eran más
evidentes. Yo me la pasaba repitiéndole comentarios
que pudieran subirle el ánimo. Al fin y al cabo, muy
pocos asisten al estreno de una película y les pagan.
Pero él no lo veía así.
Llegado el ultimo día de la semana quedé en al-
morzar con April. Nunca se me cruzó por la cabeza
que ella pudiera ser artista. Aunque, al parecer su pa-
sión brotaba por los ojos mientras hablaba del tema y
su comida se sentía olvidada.
Sin duda era una mujer enamorada. El amor
por los colores o los cuadros que pudiera reflejar
de la vida real era inspirador. Pero—siempre hay
un pero—, también me contó cómo necesitaba
este trabajo para comprar sus cosas y así poder se-
guir dibujando. «El arte es un campo difícil para
generar dinero cuando aún no eres reconocido»,
dijo finalmente un poco cabizbaja. Y antes de que
ella me cediera la palabra, Richard nos llamó al
trabajo.
Anocheció entonces sin darme cuenta y, cansado,
me despedí de todos para finalmente marcharme a la
casa. Planeé subir, saludar, comer algo y dormír. Aun-
que no sin antes mandarle un mensaje a Harry para
molestarlo por su tortuoso turno.

51
—Ya que te toca estar allá, por lo menos disfruta
del estreno y me cuentas que tan buena es la película
para ver si me animo a verla.
Esperé su respuesta mientras me alistaba para
dormir, pero esta nunca llegó. «Seguro no ha tenido
tiempo ni de ver el celular», pensé. Y me dormí.
Un mensaje me levantó a las 5 de la mañana. Por
alguna razón pensé que era Harry y no podía creer
que estuviera despierto a esas horas de la madrugada.
Sin embargo, era Victoria, la mamá de Harry.
—Nicolas, estoy con Harry en el hospital. Anoche
le dispararon en el teatro. Ha pasado una noche difícil,
pero lograron estabilizarlo. Aún duerme, esperamos
que despierte ahora en la mañana. Me preguntaba si
podrías venir, seguro querrá verte cuando despierte.

52
6.

F ue la madrugada más oscura de mi vida. Luego


de leer el mensaje que me había enviado Vic-
toria, cambié rápidamente la conversación para escri-
birle a Harry, no fuera otra de sus estúpidas bromas,
pero no respondió. Volví entonces a su conversación
y chateé un poco más con Victoria, a fin de conocer
más detalles. Continué tomando lo primero que en-
contré para vestirme, y salír cuanto antes hacia el hos-
pital donde Harry seguía sin despertar.
La larga noche se esparció en mis ojos, y los latidos
del corazón retumbaban en mi cabeza mientras, re-
costado, el oxígeno escaseaba por toda la habitación.
La noticia saturaba las redes sin importar cuál viera.
«Hombre armado en teatro». «Hombre dispara en
estreno». «Noche de película».
Sonaba simplemente increíble, «de película»,
como decía uno de los enunciados de mal gusto.
«¿Por qué Dios permite que pase algo así?», fue lo
primero que me vino a la mente. «¿Acaso no pudo
evitado?».

53
El sol despertaba al horizonte. Victoria me espera-
ba en el centro médico y debía notificar que no iría al
trabajo. Por lo cual tomé el celular y abrí la conversa-
ción de mi amiga.
—Hola April, avísale por favor a Richard que hoy
no voy a trabajar, que estoy indispuesto.
—Bueno, Nick, pero ¿todo bien? —de alguna for-
ma se olía que algo pasaba.
—Un asunto personal
—Ok —contestó con frialdad.
Luego de avisar, lo cual hice por recomendación
de mis padres, bajé y tomé un taxi. No fue una de las
mejores conversaciones con April y, a decir verdad,
no tenía importancia en ese momento. Mi prioridad
estaba en llegar donde Harry.
Mientras iba de camino al hospital, la mamá de
Harry me había mandado un mensaje con el núme-
ro de la habitación y el piso donde encontraría a mi
amigo. Él ya había despertado, pero aún estaba en
observación. Al llegar, crucé la puerta principal con
rapidez y tomé un ascensor que había al lado derecho
del edificio. La recepción del sexto piso permanecía
solitaria, inmóvil. Las puertas azules de los cuartos
mantenían cerradas y luego de anunciarme fui hasta
la habitación de Harry.
El nerviosismo de aquel olor frío a desinfectante
ya había penetrado en mis huesos. Cada paso reque-
ría un aliento nuevo, y frente a la puerta, las pregun-
tas inundaron mis pensamientos. «¿Estará sedado?,

54
¿cómo le hablo?, ¿sentirá miedo, o enojo?». Final-
mente, no era una situación que le ocurriera a todo
mundo. Además, aún seguía inmerso en este putre-
facto olor a muerto del hospital. Entonces tomé un
último gran suspiro, giré la perilla y entré.
Luego de cruzar la puerta me encontré con los
ojos fatigados y preocupados de Victoria. Aunque,
para mi asombro, una chispa de esperanza brillaba en
ellos. Después volteé al paciente y Harry se encontra-
ba… ¿tragando? Mi boca no aguantó, y seguro todo
el hospital debió escuchar mi carcajada al ver, luego
de tantos pensamientos negativos, a mi mejor amigo
con la boca llena de comida y viendo televisión como
si estuviera en la sala de su casa. Cerré la puerta inten-
tando aminorar el escándalo que había ocasionado
en el inerte corredor del sexto piso, y sostuve la peri-
lla por un momento, mientras recuperaba el aliento.
El reconfortante alivio de verlo así.
En eso giré levemente la mirada, secándome los
pómulos antes de acercarme a la camilla, donde cua-
tro ojos me observaban extrañados. Aunque al final
dos de ellos, los más viejos, entendían el porqué de
mi reacción.
—Creo que más arriba hay salas de psiquiatría —
dijo el paciente.
—Qué bueno —conteste—. Espero que aprove-
chen el tenerte inyectado y te dejen de una vez acá.
Y luego de unas cuantas risas, saludé a mi herma-
no con un abrazo un poco más largo de lo habitual.

55
—Trajiste comida, supongo —señaló Harry antes
de soltarnos.
Me aparté de él con cuidado de no tocar nada de lo
que tuviera conectado y le contesté:
—Entonces soy tu mensajero.
La expresión de los dos fue afirmativa. Y sin decir
nada más, descolgué la maleta que llevaba sacando
dos hamburguesas con queso, una para cada uno.
—¡Hey!, ¿qué te pasa? —bufó—. Yo soy el que
está encamado.
—¿Y a mí qué? Yo también tengo hambre —res-
pondí.
El ambiente se puso tenso. Compartir comida
siempre lo hace, pero con la continuidad de los mor-
discos se fue liberando tensión.
Pasamos el resto de la tarde molestando y burlán-
donos. Aquella burla peculiar que genera el nervio-
sismo. No obstante, nunca se habló de lo que había
pasado. Todos en la habitación queríamos que fuera
un capítulo fugaz, así que se evitó a toda costa.
Pasadas las seis se acercaba la hora de irme, ya ha-
bíamos conversado un buen rato, pero no podía par-
tir a mi casa sin lo que me prometí que haría apenas
me encontrara con Harry. Así que, espere el momen-
to de silencio adecuado y me lancé.
—Harry.
—¿Qué pasó?
—Quiero hacer algo, así que quédate quieto —
dije mientras me acercaba a su cama.

56
—¿Aprendiste magia china y me vas a curar? —
dijo en un tono gracioso mientras veía que ponía una
mano en su espalda, justo al lado del orificio que ha-
bía dejado la bala al salir.
—No —respondí—. Es otra cosa, pero no te
muevas.
El tono de mi voz había cambiado. Harry entendió
que hablaba en serio, por lo que no hizo más bromas
y se quedó quieto, a pesar de que sus ojos fijos no de-
jaban de acecharme. Y mi otra mano fue a su pecho,
entonces cerré los ojos y dije:
—Dios
A lo que Harry interrumpió:
—¿Es en serio, Nick?
—¡Shh!, ¡cállate! Si no quieres hacer nada solo es-
cucha —y continué orando.
La oración no duró mucho, a decír verdad, ni
sabía cómo orar. Derramé mi corazón en las po-
cas palabras que entable con Dios, le pedí que
sanara a mi hermano y pedí por su compañía en
todo momento para Harry. Nadie dijo nada lue-
go de la oración, más que para despedirnos pues
se había acabado la hora de las visitas. Entonces
me fui.
Camino a casa, tomé el celular y le escribí un
mensaje a April. Esta vez sí me decidí a contarle
toda la historia, desde el mensaje de madrugada
hasta la oración final de hoy. Ella era la única a
quien podía contarle esas cosas.

57
Al otro lado de la conversación, April no le vio
importancia a mi comportamiento de esta mañana.
Supuso que algo grave había pasado y me perdonó
sin más. Luego, expresó su alegría por mi primera
oración. Y justo antes de despedirse, pues aún seguía
trabajando, terminó con su comentario: «Deja que
Dios haga la obra».
Mis padres esperaban en el apartamento con el
interrogatorio atorado en su garganta. Preguntaron
por Harry, por Victoria; entretanto, yo les contaba
lo bien que los había encontrado. Mi padre, hom-
bre de Dios, agradeció a su señor por la vida de mi
amigo y por haberla guardado. Mientras tanto, mi
madre, una oradora incansable, puso mensajes por
todos sus chats de intercesión para orar por la vida
de Harry.
Fue así que, terminado el cuestionario, me dirigí a
la habitación con los párpados pesados luego de un
largo día del cual necesitaba descansar. Sin pensarlo
dos veces, caí en el colchón y al instante me dormí.
A la mañana siguiente, en el culto dominical, se
oró por mi amigo de nuevo. La noticia del tiroteo ya
había inundado también todo medio de comunica-
ción, toda boca que hablara, toda mano que escribie-
ra y ojos que leyeran. El pastor también oró por todas
y cada una de las personas involucradas en la tragedia,
incluido el agresor.
Me costaba creer lo que escuchaba. «El desqui-
ciado responsable de todo no merecía bendición al-

58
guna, paz alguna, ¡nada!», decía mi cabeza. Pero mis
pensamientos fueron interrumpidos por un mensaje
en el celular.
—Nicolas —decía la notificación desde el celular
de Victoria. El monstruo helado del miedo recorrió
mi cuerpo hasta llegar a las yemas de mis dedos, justo
antes de responderle.
—¿Sí? —respondí tomando largos sorbos de aire.
—Cuando vengas me traes, al menos, dos ham-
burguesas. La comida de acá es… bueno, ya sabes,
comida de hospital.
La tensión de mi cabeza se deshizo al instante.
«Estúpido Harry», pensé. y luego le contesté:
—Dale, pero me la quedas debiendo. ¿Y tu celu-
lar?
—Ah, está descargado. Ahora lo pongo a cargar.
El culto acabó y corrí al hospital. El peculiar
olor del sexto piso no hacía más que enfermarme;
seguro ocurría lo mismo con cualquier persona
que mantuviera suficiente tiempo ahí dentro.
Cuando entre a la habitación, el médico seguía
hablando con Victoria. Al parecer Harry saldría al
mediodía de mañana. La señora no podía creer el
milagro que había ocurrido en su hijo; no todos
habían corrido con la misma suerte de poder sal-
varse luego del incidente.
Faltó poco para que la felicidad le rodara por las
mejillas. Pero antes de eso, el doctor dejó el cuarto
y ella lo siguió para preguntarle sobre los cuidados

59
que debía tener en la casa. No sin antes avisarnos que
saldría a comer, y a comentarle a su esposo la buena
noticia.
—Entonces mañana vuelves con tu April —dijo
luego de que se percató que yo estaba ahí.
—Ajá —respondí a su burla —. Pero no es «mi
April», es una amiga. Y seguro tu vuelves a tu con-
sola.
La felicidad de pensar en su Play 4 le salía por los
ojos que miraban al techo, y suspiró:
— Uff, sí, ya extraño a mi bebe.
Ocupé la silla blanca ubicada al lado de su camilla
y nos quedamos viendo el televisor mientras pasaban
la película Una pareja explosiva. Al rato, recordé que,
de una u otra forma, al salir de ahí la vida de Harry
tendría que continuar, lo cual incluía trabajar, y me
pregunté si sería capaz de volver a un teatro. Pero no
me pude quedar con la duda.
—Oye, ¿y el trabajo? —dije aun viendo la pantalla.
Sentí como los ojos de mi mejor amigo me observaron
fijamente un momento, pero luego volvieron al televisor.
—Creo que tendrán que conseguirse alguien más
para los estrenos. Firmé mi renuncia con sangre.
Harry siempre tenía un buen comentario para
cada situación. Era difícil que faltaran las risas. Y lue-
go de darle la razón, no dijimos más. Parecíamos con-
centrados en la película. Pero entonces Harry habló:
—Oye, Nick —dijo airada y suavemente—. ¿Y si
hubiera muerto?

60
La pregunta de Harry se atoró en mi laringe cor-
tándome la respiración. No supe qué respuesta espe-
raba, o a que iba la pregunta. Solo sentí que la piel se
me puso de gallina.
En ese momento, aunque nuestros ojos estaban
en dirección al televisor, sentí que ya no estábamos
viendo nada, sólo mirábamos al vacío mientras el si-
lencio dominaba la habitación. Comenzó a aumentar
extrañamente la gravedad que nos halaba al piso. Así,
callamos por un momento. Luego respondí:
—Pues, me quedaría con tu Play.
Solo entonces volteamos las miradas y la risa bro-
tó sola. Estaba satisfecho por haber salido un poco
del ambiente que nos había inculcado esa pregunta.
Aunque las risas de mi comentario también traían
miedo. Acarreaban la intranquilidad de una circuns-
tancia que pudo haber sido tan real, pero que jamás
la contemplamos. Hasta que, en medio de nuestras
carcajadas, Victoria entró y olvidamos el tema.

61
62
7.

L as campanas de la entrada anunciaban mi in-


greso por la gran puerta polarizada. April se
encontraba, como siempre, arreglando y limpiando
las mesas, mientras Richard me hacía un gesto con
su mano para saludar desde el fondo, tras el muro de
mármol donde se encontraba la caja registradora. De-
volví el gesto y me dirigí donde mi amiga. Tenía co-
sas nuevas que contarle, así que quedamos de hablar
durante el almuerzo, lejos de la mirada acusadora de
nuestro jefe.
Como se suponía que ya habían dado de alta a Ha-
rry para el mediodía, le envié un mensaje a su celular
para decirle que me avisara cuando saliera, mientras
almorzaba con mi amiga. Después guardé el teléfono,
pues me empezaban a pesar los ojos cafés que tenía
en frente.
Lo bueno de hablar con April era que no necesi-
taba esconderle nada. No había vergüenza o miedo a
acusaciones. Mientras hablaba con ella, sus ojos bri-

63
llaban como si estuviera narrando su cuento preferi-
do. Era chisto cómo abría la boca para decir «gloria
a Dios» o «amén». Estaba extasiada por lo que ella
nombraba «la revelación de Dios en mi vida». Hasta
que, faltando poco para terminar nuestro descanso
nos dedicamos del todo a nuestros alimentos. De re-
pente llegó un mensaje a mi celular.
—Nicolas —la notificación venía del celular de
Victoria. «Para que le sirve tener celular si lo mantie-
ne descargado», pensé.
—Dime —respondí y seguí comiendo.
—Harry sufrió una falla cardiaca.
Con solo esa frase mi cuerpo ya estaba erizado. Y
continuó:
—Ocurrió esta mañana. De pronto un tono pá-
lido comenzó a invadir su cuerpo. No sabíamos que
era, así que llamamos con urgencia a los médicos,
quienes, al verlo, lo trasladaron inmediatamente al
quirófano. Al parecer la sutura de la cirugía estaba tan
deshilachada que muchas hebras estaban rotas. El pe-
ricardio se había ahogado en un volumen importante
de sangre, y mientras pasaban los minutos su condi-
ción empeoraba. Entonces su corazón se detuvo.
Tenía los ojos sorprendentemente abiertos y asus-
tados, sin poder creer lo que estaba leyendo. De re-
pente entró otro mensaje.
—El grupo médico hizo todas las maniobras de
reanimación que pudieron, sin embargo, el tiempo ya
tenía la ventaja.

64
Mis tímpanos sufrieron el vértigo como si estuviera en
la proa de un barco a plena tormenta. Las ganas de devol-
ver el almuerzo parecían incontrolables. Los brazos y los
ojos se paralizaron frente al mensaje que acababa de leer,
mientras mis manos comenzaron levemente a temblar.
El miedo vino en cascada, helado, el aire escaseaba. Pa-
recía que mis pulmones hubieran olvidado cómo respirar.
Necesitaba tomar largas bocanadas de aire y el corazón su-
bió a la cabeza. Estuve inmerso en el vacío unos cuantos
segundos. Cuando finalmente pude reaccionar, tomé el
celular y abrí otra conversación.
—¡Idiota!, no me hagas bromas de esas —escribí.
Pasaron los 10 segundos más largos de mi vida…
—Harry contéstame, deja de ser tan tonto.
La joven pelirroja enfrente mío notaba la desespe-
ración en mi rostro y parecía decir algo, más no escu-
chaba. No me interesaba hacerlo.
—Harry…
—Harry…
—¡Maldita sea Harry! — la tormenta se acercaba
a mis ojos.
—¡Harry contéstame!
Tomé el celular con la mano derecha y lo puse en
mi oído. El tono no dejaba de sonar. Nadie contesta-
ba. Volví a marcar. Otra vez. Y otra vez.
Bajé el teléfono de mi cabeza y mi puño ya lo apre-
taba con suficiente fuerza. Tenía frente a mí la con-
versación sin contestar, esperando. Entonces llegó la
notificación de otro chat.

65
—Nicolas, Harry falleció —decía Victoria —. Va-
mos a velarlo esta noche por si quieres ir. Ya le conté
a tus padres.
Tardé un minuto en reaccionar, un minuto que-
riendo intentar asimilar lo que me estaba diciendo. Y
lloré. Con el corazón ardiendo, y el aire de mi respira-
ción quemando desde los pulmones a la nariz.
Aunque nunca me gustó mostrar los sentimien-
tos en público —¿acaso a quién sí? —no podía evi-
tar que el dolor corriera por mis mejillas, así como
la rabia y el odio. Todo mi cuerpo se estremecía y, de
momento, las ganas de romper algo querían dominar
mis sentidos.
April, que se limitaba a observarme, supuso que
había pasado algo grave, intentó acercarse. Pero ape-
nas posó su mano sobre mi hombro, se sobresaltó al
sentir la agresividad con que dejé la mesa. Y con la
expresión confundida de su cara solo observó cómo
dejaba el establecimiento.
Mi vida se detuvo. El cuerpo me hervía de la ira y
un velo turbio cubría mi visión. Caminé un rato en
círculos por los andenes cercanos, desquitando con
mis cabellos la ansiedad de las manos. Tenía que ha-
cer algo. La idea de matar al culpable resultaba dema-
siado infantil. No es una película, es la realidad. Harry
murió y el responsable estaba encarcelado, pero no
era suficiente. «Necesito más», pensaba, «necesito
más». Mientras el rojo de la venganza bañaba mis
pensamientos.

66
Caí en la cuenta de que estaba llamando mucho la
atención. Al fin y al cabo, rondaba tanto frente a mi
casa como al trabajo. De ahí que decidí moverme al
parque ubicado dos cuadras, detrás del apartamento,
el cual generalmente mantenía abandonado. Golpeé
y golpeé uno de los troncos más gruesos hasta que
la mancha roja de mis dedos avisaba que, al parecer,
me estaba lastimando. Y luego de satisfacer un poco
mi necesidad por romper algo, teniendo aún la rabia
gritando y golpeando el pecho, decidí volverme a la
casa, entrar a mi habitación y no salir jamás.

Habían pasado cuatro días desde que enterraron a


mi amigo. Seis días sin ver más que el interior de mi
apartamento. ¿Por qué no fui al velorio?, no lo sé. No
quise. En efecto, no quería nada —o simplemente me
quería resistir a la realidad.
«Quién está ahí ya no es Harry, nunca más» pen-
saba. O como decían mis padres mientras me daban
espacio, «estaba en mi lucha». Aunque, a decir ver-
dad, mantenían pendientes de qué estaba haciendo,
pues varias veces abrían la puerta de mi habitación,
solo para encontrarme en la misma posición de antes.
De momento, pasó el octavo día desde su fallecimien-
to. No es que aun llevara la cuenta de los días, o siquiera de
las horas. Pero la pantalla del iPad aún mostraba la fecha.
El tiempo pasaba lentamente y yo solo me levanta-
ba para ir al baño o para comer —cuando lo hacía —.
La polvorienta sabana sin cambiar y las almohadas ya

67
deformes se habían convertido en mi mundo. Hasta
el punto que llegué a sentirme uno más, relleno de
felpa o icopor. Un adorno más de la cama en aquella
habitación conjunta a la de mis padres.
El bombillo había perdido su propósito. No im-
portaba que fuera, día o noche, ya no apetecía des-
pertar su función. La oscuridad había dominado por
completo las cuatro paredes del cuarto. El único atis-
bo de luz era emitido por el celular, cada que entraba
una llamada de mis padres, o April. O sino desde el
iPad, los únicos artefactos que utilizaba para acom-
pañar mi soledad. Ni siquiera la escritura permanecía
cercana, mi mente mantenía inhóspita y el corazón
fragmentado no me dejaba completar ni una línea.
Para el doceavo día desde la muerte de Harry, ya
me había me olvidado por completo del trabajo, de
los libros, de la escritura y, por supuesto, de la igle-
sia. Para entonces, la misma sombra que dominaba la
habitación comenzó a penetrar mi cuerpo. Hasta que
ya no fue solo el desinterés común por las cosas coti-
dianas lo que me dominaba, ahora se trataba también
del desapego de todo lo que pudiera haber del otro
lado de la puerta, o incluso dentro.
Solo en ese momento, el pequeño balcón a mis
pies comenzó a tener algo de relevancia. Podían ser
las 8 de la noche o las 2 de la mañana, ya no tenía im-
portancia para mí la distribución humana del tiempo.
Solo presenciaba la pesada soledad que inundaba el
cielo oscuro. El frío paralizante de una lluvia pasada,

68
o una lluvia por venir, solo la hacía más lóbrega. Y ob-
servando el mudo abismo, cruzó una pregunta por mi
mente. «¿Qué es la muerte?»
El vacío llamaba a mis ojos que a su vez impulsaban
el cuerpo. La conciencia perdida no reaccionaba al
desbalance de mis pies, y el inconsciente me bombar-
deaba con preguntas a un ritmo fugaz. «¿Dolerá?, O,
del insensato hormigueo ¿vendrá el oscuro hueco?»,
«¿sentiré más si caigo de cabeza o de espalda?»; «y
cuando esto acabe, ¿veré a Harry?». «¿Iré al cielo?».
Mi cuerpo se tambaleaba levemente entre el bor-
de del precipicio y mi habitación, mientras seguía
inmerso en pensamientos. «Si existe un cielo quiere
decir que hay un Dios, aunque mejor que no. Prefiero
el «nunca más» al «eternamente». Rugía mi cabeza
con denuedo. «Prefiero la nada, a encontrarme con
un Dios insensible y egocéntrico. Un Dios a quien no
le importan quienes llama sus «hijos»; un Dios que
mata a niños de hambre; un Dios que permite que
las desoladas almas de mujeres secuestradas sean azo-
tadas y usadas como objetos sexuales; un Dios que
permite la muerte de jóvenes y niños de manos de un
hombre con un arma».
La rabia aumentaba junto al miedo de la muer-
te inminente que cruzaba mis ojos. Recordaba
los clichés con que mis padres intentaban conso-
larme. «Dios es perfecto», «Dios sabe por qué
hace las cosas», o su preferido «es la voluntad de
Dios».

69
— Al carajo su voluntad —gruñeron mis labios—.
Entonces fue su voluntad dejar entrar un hombre con
un arma al teatro, fue su voluntad que tanta gente mu-
riera o saliera herida. Creo que juzgué al equivocado.
Un «padre» que se sienta en primera fila a ver como
alguien acribilla a sus «hijos» sin hacer nada es un
psicópata.
El hipnotizarte suelo distante no dejaba de
atraerme. «¿Acaso le importará verme caer?» fue
lo último que dije en mi interior. Y mientras entra-
ba al viscoso silencio, un pie comenzaba a dejar el
suelo.
De momento, justo al instante en que mi cuerpo
podría perder su último equilibrio, los dedos de mi
madre sonaron contra la puerta.
—Nicolas una joven te busca —decía.
El sonido de la madera retumbó como las notas
de un gong en mis tímpanos, afianzando los sentidos.
Agarré mis dedos con fuerza al borde de piedrilla,
estabilizando mi cuerpo de nuevo en las baldosas,
mientras la adrenalina aún agitaba mi respiración.
Alguien me estaba buscando. «¿Una joven?», pensé.
No recuerdo haberle dicho a ninguna joven donde
vivía.
Pregunté a mi madre quien era y qué hacía aquí.
Pero, al parecer, no había tardado en invitarla a la sala
esperando que yo saliera. Y ahí escuché su nombre.
De alguna manera, April había dado con mi aparta-
mento sin darle la información.

70
Me negué rotundamente a salir de mi confina-
miento. No tenía importancia quien fuera, no me in-
teresaba tener contacto con nadie, aparte de con quie-
nes tenía la obligación. A continuación, pude sentir el
implacable enojo de mi madre desesperada, con sus
ansias por halarme a la calle para que el sol volviera
a brillar sobre mi piel. Sin embargo, queriendo evitar
una guerra familiar, oí a April disculparse e irse.
La pesadez se desvaneció. Escuché cómo mi ma-
dre le insinuaba que volviera todos los días si podía
hacerlo con tal de «ayudarme», como ella decía. A lo
cual la pelirroja no dio negativa y se marchó.
Fue instantánea la manera como al cerrarse la
puerta, la tensión volvió a domar el departamento.
Dejé el balcón y recosté mi espalda contra la pared
sobre mi cama, mientras observaba el piso. Ya estaba
preparado para sus desesperantes gritos de mamá.
Sus pasos resonaban fuertes y disgustados. Segu-
ramente ella también podía oírlos mientras bajaba las
escaleras. Entonces, Abrió la chapa esta vez sin tocar
y su mirada me pesó en la nuca.
Se quedó en silencio, y tampoco se apartó de la
entrada por un rato. Al parecer se limitó a obser-
var la pútrida apariencia de lo que alguna vez fue
su hijo. Y yo no era capaz de levantarle la mira-
da aun esperando el regaño. Pero, viendo que no
ocurría, y que tampoco se iba, tuve la curiosidad
de ver que esperaba. Así que lentamente levanté
la cabeza dirigiendo mis pupilas a sus ojos. Algo

71
se rompió en mi al presenciar su melancólica mi-
rada y sus iris quebrantados mientras me obser-
vaba.
No dijimos nada. No creo que existieran palabras
para dar mejor entendimiento a esa conversación. Si
bien me fue incapaz sostenerle la mirada. Y algunos
segundos después de verla, cerró la puerta cabizbaja
camino a su habitación. El dolor se derramó en sus
ojos y pude ver cómo éste caía sobre el suelo de mi
cuarto, dejándome con una lanza atravesada en el co-
razón.

72
8.

L a joven de pelo color bronce tomó muy ense-


rio lo de poder volver. El golpeteo de la entra-
da no dejó de sonar ni un solo día de la semana, sin
importar que mis padres estuvieran o no. Su determi-
nación era arrolladora. Así que, procuré permanecer
encerrado cuando se encontraban. No fuera que la
dejaran pasar sin preguntar, lo que siempre ocurría.
Por el contrario, cuando no estaban podía volver a
pasearme por todo el apartamento, pues ella se dedi-
caba a estar del otro lado de la puerta nada más.
No es que hubiera una mejora con respecto a mi
estado de ánimo, sin embargo, ya no mantenía tan
encerrado en el cuarto. Simplemente le temía más al
vacío de mi interior que del que emanaba de la oscu-
ridad.
Los días pasaban, uno tras otro, iguales y
sin sentido. Y, luego del cuarto día, supuse que
April no dejaría de venir a mi casa. Aunque no
parecía muy interesada en obligarme a salir.
Únicamente se hacía en la puerta y se queda-

73
ba ahí. A veces hablaba, a veces comía, a veces
solo callaba. Era verdaderamente incómodo.
Al llegar el domingo de nuevo, mis padres salían
una vez más para el culto. Como siempre, me invi-
taban para que los acompañara, pero yo siempre me
negaba a ir. Ese día, justo después de que mis padres
salieron, escuché la voz de April. Parecía traer consi-
go una maleta preparada para quedarse un buen rato,
y su insistencia me molestó.
—¿Qué haces aquí?, es domingo en la mañana.
—Acompañarte —dijo—. No deberías encerrar-
te en tu soledad.
—Da igual —gruñí—, pierdes tu tiempo como
todos estos días; no me interesa hablar con nadie.
—No creo que siempre necesitemos hablar, a ve-
ces solo es suficiente con sentir que alguien está ahí
para nosotros.
Disgustado, corté ahí la conversación. April era
terca como una mula, tanto, que molestaba. Entré
a mi cuarto dando un portazo brusco para que no-
tara mi enfado. Pero no creo que le importara mu-
cho.
Transcurría el domingo y mataba el tiempo vien-
do una película de acción, hasta que el hambre hizo
gruñir mi estómago. Entonces detuve el video y salí
a buscar algo en la cocina. Me pregunté si había sido
suficiente tiempo para espantar a April, no obstante,
cuando me acerqué a la puerta pude oír el trazo de su
lápiz.

74
Recosté mi espalda contra la madera y, al instante,
ella notó mi cercanía. El movimiento de la puerta re-
veló que compartíamos la misma posición por ambos
lados, pero ella no dijo nada. Luego de unos minutos,
mientras digería un pedazo de pan, el silencio llama-
ba ansiosamente a las palabras, y con la boca desocu-
pada irrumpí.
—¿Por qué no te vas?
Pareció indagar en la pregunta o simplemente bus-
caba la respuesta correcta y contestó:
—Estoy aquí para cuando lo necesites.
Su respuesta no me dio mayor interés, ni me dio
indicio para seguir la conversación. Por lo tanto, vol-
vió el silencio.
—Estaré aquí hasta que lleguen tus padres —dijo
ella.
Esto significaba más o menos unas 4 horas, de las
cuales ya había pasado una.
—¿Y no te aburres?
—No —dijo—. Haría lo mismo en mi casa, es
mejor aburrirse en compañía que sólo.
—Mm… y, ¿qué dibujas? — pregunté por seguir
la conversación
—¿Cómo sabes que estoy dibujando?
—El trazo del lápiz suena hasta la cocina.
—¡Oh! —exclamó, y detuvo el movimiento de su
mano. Entonces, sentí cómo la punta de una hoja cru-
zaba bajo la puerta tocando la palma de mi mano, y lo
tomé para observar que había dibujado.

75
La obra parecía vista desde los ojos del artista.
Contenía un marco, que parecía ubicar el dibujo so-
bre un escritorio de madera. Y, encima de este, una
libreta vieja abierta. La página izquierda estaba llena
de tachones, mientras que la derecha, aún en blanco,
era tapada en su mayoría por una mano sosteniendo
una pluma. Pero no era todo. Se podía alcanzar a ver
otra mano, con rasgos menos físicos, sosteniendo
dedo con dedo a la que empuñaba la pluma. Además,
al otro lado, se veía el brazo izquierdo del escritor que
arrugaba con fuerza otra página arrancada.
—¿Y qué significa? —pregunté mientras dejaba el
dibujo a un lado.
—No lo sé, pero es para ti
Con el fin de entender lo que quería decir, volví a
tomar la hoja. La imagen no sólo plasmaba el recuer-
do de querer ser escritor, sino también, la voz de mi
interior que me había guiado a escribir lo último que
una vez plasme. Por consiguiente, lo dejé a un lado.
De las pocas cosas que podría querer hablar, la escri-
tura no estaba entre ellas. Entonces le pregunté sobre
el trabajo, buscando evadir el tema.
Pasó un buen rato, y el tiempo retomaba un ritmo
más acelerado al hablar con ella. Hasta que llegaron
mis padres. Saludaron a mi amiga del otro lado de la
puerta, y como si fuera poco, la invitaron a pasar. Sin
embargo, April, poniéndose de pie, dijo que solo en-
traría si yo estaba de acuerdo. Mi mente dio vueltas
unos segundos con la idea, y después contesté:

76
—Nos vemos mañana, ¿crees poder venir?
—¡Claro! —contestó.
Seguidamente tomó sus cosas y se marchó. Yo hice
lo mismo y me marché a la soledad de mi habitación.
A la mañana siguiente, desperté temprano. Había
soñado con Harry, lo cual me tenía un poco afecta-
do. Entonces, April llegó a mi casa dos horas antes de
que empezara su turno. Nos sentamos a la puerta de
la misma manera que el día anterior y nos pusimos a
conversar.
Era grato hablar con ella, no mencionaba temas
incómodos, ni preguntas empalagosas para saber mi
estado de ánimo. Mucha gente no entiende que a
veces uno necesita un poco de silencio, tanto afuera
como adentro, y que a veces la intensidad de sus pre-
ocupaciones lejos de ayudarnos a desahogar lo que
sentimos nos cierra aún más. Pero April parecía saber
eso. Su silencio y comprensión eran reconfortantes,
confiables. Hasta el punto que, sin ella preguntar, yo
simplemente empezaba a contarle que pasaba por mi
cabeza.
—Es normal sentirse caído a ratos —dijo ella—,
pero, también podemos alentarnos al saber que tu
amigo pudiera estar ahora mismo con Dios. Y cuan-
do volvamos a él, podremos reencontrarnos.
—¿Con Dios? —vociferé exaltado. De repente la
imagen que tenía de April había acabado. —¿No se
supone que Dios debió estar con él cuándo le dis-
pararon?, ¿o que me dices de evitar siquiera que ese

77
día trabajara?, ¿o en el hospital?, ¿o cuando lo dejó
morir? ¡Ahí es cuándo tu Dios debió estar con él! No
ahora que no hay nada que se pueda hacer — la ira
volvía a hervir junto al tono de mi voz.
—La rabia es una reacción normal a las cosas que
no entendemos —dijo ella.
Chasqueé mis labios y gruñí:
—Como digas.
—El hecho de no entender algo, no quiere decir
que no tenga un propósito Nicolas — después de de-
cir esto último, se despidió, pues se acercaba la hora
de entrada al trabajo. Mientras tanto yo me dispuse a
volver a mi cueva.
Daban las 12 del mediodía, la hora del almuerzo, y
me senté en el sillón frente a la puerta por si April vol-
vía. Aunque no estaba muy convencido. «No le hablé
muy bien esta mañana», pensé recordando nuestra
conversación matutina, ya con la cabeza más fría. Pa-
sados cuarenta minutos no aparecía, así que me alisté
para finalmente comer algo y, entonces, la puerta de
madera se movió.
—¿April? —pregunté.
—Nick…
Luego de oír su voz dejé el almuerzo en la mesa,
y caminé a hacia el lado que me correspondía de la
entrada, para después de acomodarme empezar a ha-
blar.
—Lamento lo de esta mañana, sabes que no tiene
que ver contigo, estuvo mal.

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—No te preocupes —dijo sin mayor interés en lo
que había pasado —. Es tu lucha.
El remordimiento es un animal colmilludo que te
come desde la cabeza. Pero a ese punto, comenzaba
a devorar mi corazón, dándole paso a la ansiedad y
la culpa. «¿Por qué no puedo controlar mis emocio-
nes?», pregunté para mis adentros. «¿Por qué no
puedo menguar tanta ira?. April no tiene nada que
ver para desquitarme con ella», gritaba en mi mente
tantas cosas que me agobiaban. Y como consecuen-
cia, tuve que soltar algún pensamiento que ahuyen-
tara el silencio.
—Siento mucha rabia todo el tiempo. Además,
que con cualquier cosa voy a explotar —dije. April se
quedó pensando un momento.
—Es el vacío palpitante en tu pecho. La presión
constante que oprime tu corazón porque te arrebata-
ron algo importante, de golpe, sin derecho a negarte
o preguntar, o siquiera pensarlo. No te culpo por sen-
tirlo, pero el encierro solo lo empeorara.
La inseguridad, ahora mi fiel compañera, afloraba
mientras encerraba las piernas recogidas entre mis
brazos. Un dolor agudo se asomaba a mis pupilas, en
tanto, por primera vez desde el incidente, derramaba
los sentimientos de mi corazón por la boca.
—No logro evitar perder el aliento cada que lo re-
cuerdo. Aún no puedo asimilar que no está. Y es que,
si lo asimilo, ¿quiere decir que olvidé a Harry?, ¿qué
es como si nunca lo hubiera conocido?

79
Las palabras poco a poco dejaron su fluidez y co-
menzaron a quebrarse.
—Paso desperdiciando mis días en películas que
ambienten mi alrededor, mientras, el dilema consu-
me mi cabeza. ¿Sufro su pérdida o lo olvido? Debo
dejar de pensar en su muerte, pero al dejar de hacerlo,
¿simplemente olvidaré que existió?
Podía sentir la caída de las primeras gotas de mis
ojos cristalinos contra el suelo.
—A veces prefiero simplemente sucumbir al ar-
dor de las lágrimas desconsoladas. Retorcer todo mi
cuerpo en llanto, en luto, siendo este el único mo-
mento en que mis pensamientos se unen a un sentir
común. Sufrir por la muerte de mi amigo. Sin embar-
go, al volver el grito seco de la cordura, vuelve a tortu-
rar mi cabeza con pensamientos.
Toda mi mente era una copa demasiado llena que
necesitaba vaciar por completo, los sollozos a veces
detenían mis palabras, pero al rato continuaba.
—Ni las películas, ni el llanto evitan el martirio.
He pensado en morir, en fumar, en tomar o en lo que
sea que pueda quitarme esta sensación. Pero siempre
son cosas momentáneas. Todo eso sabe a unos mi-
nutos de sol, antes de volver a mi celda oscura de por
vida…
El llanto apagó por completo mi voz. Las manos
volvían a vivir la ansiedad entre mis cabellos, mien-
tras, el silencio de April parecía comprensible. Su
respiración sonaba conmovida y pude sentir cómo

80
erguía su espalda sobre la puerta. De igual forma, la
madera recibía su cabeza, a lo que parecía estar vien-
do al techo, y dijo:
—Nick, no quiero sonar desafiante. Y tal vez no
quieras escucharlo. No obstante, la pérdida que has
sufrido, ha dejado un abismo en tu corazón el cual
intentas llenar desesperadamente con algo más. Pero
nada de lo que intentes por fuera podrá suplir ese va-
cío. Nada te podrá liberar. Solamente el amor de Je-
sús puede llenar, ese amor incondicional que siempre
está cerca de nosotros, simplemente debemos apren-
der a verlo.
Ninguno de los dos dijo una palabra al rato. Podía
escucharse únicamente mi respiración forzada, llena
de sollozos. Además de la tranquila inspiración de mi
amiga que también se presenciaba a través de la ma-
dera.
Entonces April comenzó a orar. Ya no me interesa-
ba detenerla o interrumpirla. Había desahogado todo
sentimiento, toda rabia había salido por mi boca. Así
que, mientras intentaba respirar correctamente, me
limité a escucharla.
Ella terminó su oración casi al mismo tiempo que
recobré la compostura. De pronto, sentí el brusco
movimiento de la puerta cuando ella se puso en pie.
Terminaba su tiempo de descanso y debía volver. Sin
embargo, yo aún no me disponía a pararme.
Luego, April recogió sus cosas y se dispuso a par-
tir. Aunque no sin antes darme un último consejo.

81
—Richard sabe todo, Nick —dijo—. De alguna
forma se las arregló para conseguirte un permiso, el
cual expiraba hoy. Pero si mañana te sientes mejor y
no quieres perder ese empleo, logré que te diera plazo
hasta mañana a las 8 a.m. Nos vemos.

Y se fue.

82
9.

F altaban quince para las ocho y al parecer Ri-


chard, quien se veía del otro lado de la puer-
ta, era el único que había llegado al trabajo. Los dos
metros de vidrio polarizado resultaban sumamente
intimidantes. Pasé un minuto de pie. Sin avanzar ni
retroceder, luego dos y tres. Por tanto, deduje que no
estaba listo para volver. Me preparé para desistir de
mi decisión y volver al encierro, sin embargo, ahí la
escuché.
—Así que decidiste venir —dijo en su tono alegre
y carismático.
Con la blanca piel de sus brazos, rodeó mi
cuerpo, y su helada mejilla se acercó a la mía para
saludarme. April nunca había sido buena guar-
dando lo que sentía, aunque tampoco es que le
interesara hacerlo. Y después de alejar su cara,
despojada del fuego de sus cabellos, pude ver su
sonrisa que, no solo se reflejaba en el brillo de
sus dientes, sino que era además evidente al café
destellante de sus ojos.

83
Una vez que nos saludamos, expresó con su boca
lo feliz que estaba por verme fuera, y camino hacia la
puerta que llevaba tiempo desafiándome para abrirla.
Me invitó a seguir y no pude negarme a la alegre ex-
presión de sus pómulos, además de su presencia aco-
gedora y hermosa que me llamaba. Por lo cual decidí
entrar, confiando en ella.
Nada había cambiado dentro del establecimiento.
Las mismas mesas, los mismos libros, las mismas ta-
reas, solo que mi mente no recordaba cómo operarlas
correctamente. Richard, quien ya no parecía el mis-
mo cascarrabias, me saludó de un buen apretón de
manos, una mirada compasiva y un peculiar «bien-
venido», aunque sonaba también a «hay trabajo por
hacer». Así, la entrada fue sencilla. El problema llegó
con los clientes.
La torpeza de mis descuidos causaba estragos que
ralentizaban el servicio. El camino a través de las me-
sas era una pista de obstáculos, donde dejaba siempre
algún reguero; y como me resultaba difícil concen-
trarme, debía reconfirmar cada pedido. Esto comen-
zó a molestar a algunos comensales. Estuve a punto
de renunciar y volver a casa, pero el aliento de mis
compañeros no me lo permitía. Sentía que se los de-
bía. Aunque eso representara más trabajo para ellos.
Terminó el turno en horas de la noche y no vacilé
en la rapidez de mi despedida. Ansiaba volver a la casa.
Dicho brevemente, el día largo y fastidioso al fin había
acabado. Ahora solo era yo, de nuevo, con mi soledad.

84
Mis padres se encontraban en la iglesia y el sonido
del silencio resultaba más confortante que todo el bu-
llicio del restaurante. Pensé si valdría la pena volver al
día siguiente, mientras me despojaba de la incómoda
ropa. Y, mientras doblaba el pantalón, en uno de sus
bolsillos encontré una hoja de papel con algo que ha-
bía escrito la noche anterior. Había decidido llevarlo
por si me animaba en mostrárselo a April. Sin embar-
go, terminé olvidándolo. Debido a eso, me entraron
las ganas de volverlo a leer y desdoblando el papel co-
rrugado ahí estaban aquellas palabras.

La presencia de tu amor
acalla mi voz en el silencio.
Viajando al viento que roza mis mejillas
sintiéndolo sin mirarlo,
viéndolo sin palparlo.

Eres el golpe en mi puerta


que dispersa la oscuridad,
eres la mano que sostiene mi pluma,
quien da vida a mis palabras.

El amor dolido
que quebranta mi alma,
eres la fuerza que me levanta.

85
De alguna forma, después de la visita de April, va-
rios de estos pensamientos habían quedado rondan-
do mi mente. Concluyendo en la noche con esos 3
párrafos. Los cuales, a simple vista, no aparentaban
gran cosa. Pero cada palabra parecía destilada de mi
alma y por ello, por lo menos para mí, lo volvía espe-
cial. Leí el escrito una vez más igual de intrigado que
la primera vez. Luego volví a doblar la hoja que de
seguido guardé y, exhausto, me acosté a dormir.
Terminé obligándome a ir al trabajo toda la se-
mana. No porque me animara o quisiera hacerlo de
alguna manera. El desánimo pesaba diario como un
madero a mi espalda. Sin embargo, siempre apare-
cía una mano para levantarme cada que me permitía
caer. Mientras tanto, pasado el tiempo volví a ojear
alguna que otra página de un libro. Al igual que, al-
guno que otro viejo escrito que necesitara de algunas
correcciones.
Todos los sábados me dedicaba un poco más al
trabajo de los escritos que a la lectura. O a la pesadez
del solitario apartamento. Ocupar la mente siempre
resulta ser una buena terapia.
El problema actual radicaba en aquellos últimos
párrafos que había escrito. De alguna manera, no lo-
graban convencerme por completo, o simplemente
parecían muy extraños. Esa tarde, April se acercó para
almorzar a mi lado, como solía hacerlo últimamente.
Y, al verme muy pensativo, dejó el silencio y me ofre-
ció su ayuda:

86
—Dos cabezas piensan mejor que una —dijo.
La miré con gracia y una sonrisa se dibujó en mi
rostro. Entonces, le di el pedazo de papel y leyó el es-
crito. Aunque reaccionó de una manera sumamente
extraña y en la mueca de su boca pude ver que algo
pensaba.
—¿Qué pasó? —pregunté —. ¿Qué crees?
—¿Sabes?, te parecerá un poco loco —dijo—,
pero no creo que esto sea completamente tuyo.
La expresión de mis ojos dijo todo lo que pensaba,
mientras levantaba las cejas involuntariamente.
— Explícate.
—Sí, lo he estado pensando un tiempo. Y creo que
Dios pone palabras en tu corazón para que, al escri-
birlas, quien lo lea, empezando por ti, pueda abrir sus
ojos a cosas que él ya ha revelado.
Su comentario sonaba verdaderamente loco. No
tanto para generar burla, pero si lo suficiente para no
creerlo. Entonces mi amiga pudo notarlo al ver mi
rostro, y continuó:
—No me creas, compruébalo. Sé que tus padres
tienen culto mañana. Tal vez, Él tiene algo para de-
cirte.
Me pareció una excusa un poco rebuscada para
querer hacerme volver a la iglesia. Al fin y al cabo, el
tema de Dios en mi vida había quedado estancado.
—Y, ¿por qué querría escogerme a mí para escribir eso
que dices? —pregunté—. Hay mil personas mucho más
capacitadas que yo para hacer eso, incluso más talentosas.

87
—No lo sé —respondió—. Puede que sea preci-
samente por eso que Él te escogió a ti. Para que Él sea
quien te forme desde el comienzo a la manera que Él
quiere, y no seas «uno más» que escribe bien, sino
quien Dios quiere que seas.
De alguna manera, April tenía la extraña capaci-
dad de encender la chispa de la curiosidad en mi co-
razón. Cada palabra que salía de su boca era un dardo
flameante, lleno de preguntas que necesitaban res-
puesta, y generalmente terminaba haciéndole caso.
Entonces, dejando el asiento para volver al trabajo
dijo:
—Tal vez eso le falta, menos de ti. Procura mejorar
tu relación con quien te brindó el talento, y seguro
que tus escritos mejoraran.
Esas palabras hicieron eco en mi cabeza durante
todo el día, y en la noche, y a la mañana siguiente.
Aquel domingo despertaba de un amarillo alegre.
El sol atravesaba la gran puerta de vidrio que separaba el
balcón de mi habitación, y sus rayos entraban radiantes
a cada rincón del cuarto. De momento, la luz cegadora
que encandelillaba mis ojos, me robó el descanso. Y así,
luego de perder el sueño salí de la habitación. Al parecer
mis padres aún no se habían ido. «¿Será?», pensé. Y fi-
nalmente decidí aceptar la invitación de mis padres. «Al
fin y al cabo no es la gran cosa», me dije.
Cuando llegué a la iglesia, ocupé mi lugar habitual, el
más cercano a la salida. El contraste de «invierno» den-
tro del establecimiento, resultaba confortable luego de

88
ocultarnos del sol de esa mañana. Entonces tomé asiento
y me dispuse a esperar que comenzara el culto. Luego de
un rato la joven cantante subió a tarima. Una extraña mo-
lestia comenzó a estrujar mi estómago. Pensé que el ham-
bre me había llamado de repente. Pero mientras transcu-
rría el mismo ritual de siempre, la molestia aumentó al
pecho. Solo entonces, la falta de oxígeno imaginaria avivó
la esquizofrenia. El gris de las paredes se expandía hacia el
cielo y los muros parecían cada vez más cerca.
De momento, tuve que ponerme en pie y sentí que
unos ojos se postraban en mí, aunque no les presté
mucha atención. A continuación, me dirigí a la salida
buscando aire. Y cerrando la puerta que me introdu-
cía al pasillo dejé de sentir la mirada que me vigilaba.
Afuera, el sol brillaba espinoso. La luz de un nue-
vo día era sofocante, pero no importaba, siempre y
cuando recibiera lo que había salido a buscar.
Ya más calmado, me senté en la jardinera de la en-
trada a observar el tráfico colorido, junto a los depor-
tistas domingueros. Refutaba mi decisión de haber
salido de casa en ese momento. Ya me aburría el día y
aún faltaba tiempo para volver.
Pasó un rato venteado y silencioso. Mi atención se
había desviado a las redes sociales y, al rato, sonó la
puerta de la iglesia que se abría. Escuché entonces pi-
sadas cortas y finas, las cuales se dirigían a la reja azul
de la salida. Pero lo que no esperaba es que, justo al
llegar a mi lado, éstas se detuvieron y alguien se sentó
junto a mí.

89
—Hola, Nicolas —dijo una voz melodiosa y fe-
menina.
La sorpresa más grande no fue encontrarme a
la joven de cabello negro y airada sonrisa junto a
mí, o la trasparencia de sus ojos incandescentes,
sino, verla dirigirme la palabra, cuando ni siquiera
me conocía y, sobre todo, que supiera mi nombre.
El sol que lastimaba mis ojos, al parecer relu-
cía en su brillante piel, solemne, mientras la corta
brisa le acariciaba el pelo. Si bien las palabras se
esfumaron no solo lejos de mi boca, también de
mi mente. Aunque tampoco decidí buscarlas. Y
después de un saludo displicente, al ver que no
buscaba corresponder su iniciativa, ella continuó:
—Entiendo cómo te sientes —dijo al rato—. Es
como si te quitaran el aliento a golpes, donde cada in-
tento de suspirar es más desgarrador y el mismo aire
que necesitas, a su vez, te quema el pecho.
La precisión de sus palabras era realmente extra-
ña. Entonces, tomó unos segundos para pensar sus
siguientes palabras y dijo:
—Hace más o menos un año el Señor se llevó
a mi padre. Para entonces cursaba el tercer semes-
tre de mi carrera de música y no puedo explicarte
lo que él significaba para mí. Amaba la música y
me consideraba cristiana, sin embargo, no pue-
do asegurarte que tuviera la mejor relación con
Dios. Pero en ese momento de oscuridad, justo
antes de dejar todo, Dios cubrió a mi madre con

90
una fuerza y un amor tan extraordinarios, que, al
verla a ella no pude yo dejarme caer.
Suspiró un momento y viendo al cielo pareció re-
cordar algo en especial. Entonces continuó: —La so-
ledad es una enfermedad crónica y destructiva. Pero
es una enfermedad a la cual nosotros mismos acudi-
mos, y es una mentira. Podemos sentirnos solos ro-
deados de personas que nos aman. Tiempo después
de la muerte de mi papá, Dios me empezó a llamar
a la alabanza. Y no digo que tenga relación alguna.
Simplemente, no entendemos que la vida, a veces, es
como el sol poniente. La mayoría de las veces pasa sin
que nos demos cuenta.
Marcó entonces una sonrisa en sus labios.
—Suena a cliché, lo sé, pero Dios tiene un plan
perfecto en todo momento. Y cuando mi vida estuvo
más vacía, Él supo llenarme con su amor. No reem-
plazando a mí papá, sino revelándose como mi padre
celestial y dándome a entender que somos extranje-
ros de este mundo, así como que, Él, siempre estará a
mi lado.
La verdad no supe si debía responder algo o no,
pero entonces prosiguió:
—Dios está a la puerta y llama una, dos, tres,
o más veces Nicolas. Pero eres tú quien debe
abrir la puerta y dejarlo entrar en tu vida. Así
que, por más que lo desees, no te dejes sucumbir
ante la mentira de que estás solo. Dios siempre
está.

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Terminó de hablar y se puso de pie. Parecía haber
soltado una carga. Entonces sacudió su ropa, limpió
sus manos y me extendió una:
—Por cierto Nicolas, me llamo Sara, un placer co-
nocerte —dijo.
Estreché sus delicados dedos y compartimos son-
risas. Seguidamente, entró al culto de nuevo.
Volví a quedar solo con mi celular, observando
actualizaciones en las redes. Y la curiosidad me hizo
meterme al perfil de Harry. Veía entonces los men-
sajes de luto que llenaban la pantalla, y, mientras leía
un comentario de un familiar, me acordé de Victoria.
En ese momento la hipocresía ardió en mi espíritu.
Dentro de mi egoísmo, al creer ser el único afectado,
jamás pensé en cómo se encontrarían ella y el papá de
Harry. Yo había perdido un amigo, un hermano, pero
ellos a su único hijo.
Casi saqué a mi padre y a mi madre de las orejas al
ver que el culto había acabado. Mi afán por ir a la casa
de los papás de Harry no tenía espera. Me costaba
creer como después de tanto, ni siquiera hubiera sido
capaz de ir a verlos. Así pues, llegamos con rapidez al
auto y nos dirigimos para allá.
Cuando llegamos a la entrada, el agua que no
había en el cielo lo tenía en las manos. La puerta
de la casa se veía lúgubre y amarga a través de la
ventana del carro; la culpa se postraba sobre mis
ojos y en el pecho. Además, el silencio del auto era
intimidante.

92
Tragué saliva. Entonces, me obligué a salir a la ca-
lle. La gravedad aumentaba bajo mis pies. El viento
estremecía mis manos. Hasta que logré llegar frente
a la casa y timbré.
Abrió la puerta una mujer alta y elegante. Sus ca-
bellos castaños caían sobre los hombros, mientras
vestía su atuendo deportivo de domingo. La vergüen-
za no me dejaba mirarla a los ojos, y me mantuve ahí,
petrificado por un momento. Finalmente, intenté
abrir la boca para decir algo, pero en ese momento
sus brazos rodearon mi cuerpo con aplomo. Luego de
un rato, reaccioné devolviéndole el abrazo y fue ella
quien habló:
—Lamento tu perdida, hijo —no dijo más.
Las lágrimas rodaron por mi cara.
Los brazos de Victoria envolvían mi cuerpo como
alas que resguardaban toda culpa, todo dolor. Y por
última vez, lloré la partida de mi hermano. Pasados
cortos minutos entré a la casa donde el padre de
Harry también me recibió con un caluroso abrazo.
Y mientras compartía con ellos esa tarde, Harry fue
nuestro único tema de conversación. Desde el día
que nos conocimos hasta su último día, así como
sus metas, sueños, su adicción con los videojuegos.
Victoria y su esposo también hablaron de lo mu-
cho que disfrutaba leer de cada nueva historia que
le enseñaba. La fe que ellos comentaban, que él tenía
por mi escritura reconfortaba mi alma. Podría asegu-
rar que, según lo que me decían, Harry creía más en

93
mí que yo mismo. Cuando anocheció mis padres vi-
nieron para recogerme.
Al llegar a casa, me senté en la cama y repasé todo
lo que había ocurrido en el día. Desde lo que me qui-
so decir Sara, hasta el regocijo de hablar con los pa-
dres de Harry. También vino a mi memoria la frase
que me había dicho April el día anterior: «Procura
mejorar tu relación con quien te brindó el talento. Y
tus escritos mejorarán».
Aún no estaba completamente convencido, sin
embargo, de que fuera verdad, era complicado. Mi
relación con Dios —a quien seguramente quería re-
ferirse mi amiga—, si es que podría llamarse relación,
solo era justificada por la fe de las personas allegadas
a mí. Aunque de alguna forma supuse que estaba re-
lacionada con la escritura, pues algo de lo que dijo
April cobraba un poco de sentido. Según lo que había
experimentado, la voz de los poemas no era mía.
Venían entonces, de golpe, varias imágenes a mi
cabeza y entre esas el dibujo que ella me regaló. Este
contaba que, ni las palabras, ni las ideas eran mías. Yo
solo las escribía. Y un pensamiento inundó mi mente.
«Si solo he escrito lo que escucho, al parecer, soy una
simple voz que plasma lo que alguien más quiere de-
cir. Además, tiene lógica que la escritura sea distinta,
no soy yo, hay otro Autor».
La revelación llegó de repente. Supuse creer quien
era ese otro autor, aunque eso concluía que debía tra-
bajar más en ello de la relación, para así aprender más

94
y desarrollar más mi escritura.
Finalmente, confirmé que no sería algo sencillo.
Aún no entendía nada con respecto al otro autor. Para
ser sincero, en lo único que pensaba era que, la muerte
de mi amigo continuaba siendo un enigma completo
para mí. Sin embargo, decidí aferrarme a que su parti-
da tendría un propósito en mi vida. Como también, a
la fe que él mismo tenía en mí y en mi escritura.
Desde ese día, tomé la decisión de empezar a creer
más en lo que no solo predicaban mis padres, sino
que también comenzaba a vivir yo. Así, trabajando
en comunión con el otro Autor, la voz de mis escritos
se intensificó. No solo mi escritura había cambiado,
mi sueño tomó un giro interesante que no esperaba.
Además, la revelación en cada párrafo que escribía
comenzó a redireccionar también cada decisión en
mi vida.
Y esto puede sonar como el final de la historia.

Pero no… es solo el comienzo.

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96
AGRADECIMIENTOS

Antes que nada, le doy gracias a Dios porque


sin la dirección de èl, èste proyecto no hubiera
sido posible. Gracias a mis padres, que siempre
me han apoyado en todo momento, en cada cosa,
así a veces no parezca que le ponga el empeño
adecuado.
También quiero agradecer a toda mi familia,
que siempre ha estado pendiente de este proceso
y siempre ha sido un gran apoyo en mi vida. Le
doy gracias a los profesores del taller Lertávida,
por estar siempre atentos a cada pregunta e in-
quietud que tenía. Su disposición ha sido extraor-
dinaria.
De igual manera, quiero agradecer a todas y cada una
de las personas que aguantaron mi intensidad constante
por hacerles leer alguna parte del libro, y así, poder te-
ner una opinión objetiva sobre cualquier punto: gracias
a Ana M. Hinojosa, Diana González, Daniela Bejarano,
Diego Herrera, Daniel Linares, Michelle Arias.

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Gracias a Nicole Arias, por tan espectacular
trabajo con la carátula del libro. Por tenerme la
paciencia suficiente para concretar cada idea des-
ordenada que tenía en mi mente.
Gracias también a JUCUM Cali, por brindar-
nos el espacio adecuado para poder desarrollar
este taller, de la misma forma, a la pastora Mar-
tha De La Hoz, quien me recibió en su casa cada
vez que necesitaba adelantar en el libro, y yo no
tenía las herramientas necesarias para hacerlo en
la mía.
Gracias además a mis hermanos de la iglesia
JVH por su apoyo y por estar pendientes a la pu-
blicación de este libro, al igual que mis pastores,
Raúl Arias y Pamela Moreno.
También quiero agradecer especialmente a mi
abuela, a quien va dedicado este libro. La cual, sin
leer ni una palabra, es mi fan numero uno (espero
cumplir sus expectativas).
Y finalmente, quiero agradecerle a usted, lec-
tor o lectora, por darle la oportunidad a esta obra.
Espero que, de alguna manera, algo de lo que
haya leído sea digno de ser recordado. Ya lo dijo
Gustavo Adolfo Bécquer:
«El recuerdo que deja un libro es más impor-
tante que el libro mismo »

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