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EL MECANISMO DEL ODIO


Alejandro Grimson

Para reinar hay que dividir, y bien lo saben las clases dominantes, que
hábilmente configuran dispositivos de odio y discriminación en la sociedad
para separar a los sectores medios de los populares. El resultado, un
desclasamiento que sólo puede ser funcional al establishment.

Por Alejandro Grimson. El antipopulismo es un


sentimiento. De odio. Una compleja configuración de
sensibilidades. ¿Qué es el odio? La definición básica
es la aversión hacia una persona o un grupo
“cuyo mal se desea”. Es decir, el deseo de un mal.
Aquello que se canta todos los domingos en la cancha,
que se mueran todos los otros. El odio sólo existe
porque hay una alteridad. Frente a la cual se siente
rechazo, al punto de que se puede desear su
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desaparición o su exterminio. Aquí necesitamos


detenernos un momento. Si no puede haber odio, si no
existen “los otros”, es decir figuras, personas o grupos
que son imaginados como diferentes, llegamos a una
conclusión relevante. La maquinaria de odio requiere
la fábrica de otredades. Por supuesto, hay múltiples
gradaciones que van desde la ignorancia, pasando por
la antipatía y el desprecio, hasta un claro proceso de
violencia simbólica o física que se despliega en toda su
intensidad. Por una parte, el odio es visceral,
espontáneo. Puede surgir como una reacción de
animosidad por múltiples razones, entre las que se
encuentra la percepción de una reducción de la
desigualdad. Porque cuando una desigualdad que era
crucial para definir la propia identidad se difumina, la
propia identidad puede verse amenazada. Así
funcionan las relaciones entre géneros en la sociedad
patriarcal, las relaciones entre clases en el capitalismo,
las relaciones racializadas. Por otra parte, el odio
también es el resultado de una estrategia de ajedrez, un
cálculo frío para domesticar las percepciones, las
significaciones y los cuerpos. Esa fábrica de
alteridades incluye tanto a grupos históricamente
discriminados como a nuevas formas de
jerarquización. En el mundo actual, en el apogeo de la
segregación, tanto los subalternos de larga data como
las nuevas oleadas de excluidos son objeto de los
discursos del odio.
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OTREDADES
La lista de alteridades es muy extensa en la Argentina
actual: los pobres, los negros, los vagos y planeros, los
trabajadores, las mujeres, las disidencias sexuales, los
inmigrantes de países latinoamericanos, los peronistas
“irracionales” o kirchneristas, los revoltosos y así
puede continuar ampliándose. No es difícil
comprender por qué las sociedades pueden ser pasivas
ante asesinatos realizados por dictaduras. Sin embargo,
hace tiempo los estudios sociales se preguntan cómo
podría suceder que sociedades democráticas y
aparentemente racionales terminen avalando
pasivamente asesinatos o tratos diferenciales frente a
la ley. Enunciada de modo sintético, para la sociedad
argentina es más sencillo permanecer pasiva ante el
asesinato de un joven indígena en una zona remota
(como el caso de Rafael Nahuel) que frente a un joven
de clases medias en la Capital. Ahora, el estatuto de
valores diferentes entre dos vidas, entre dos personas o
entre dos muertes puede extenderse a cuestiones
étnicas, de clase, de género, territoriales o políticas.
Así, es necesario analizar y deconstruir las estrategias
discursivas, mediáticas y jurídicas para instalar ideas
como los mapuches son terroristas, los travestis
generan problemas, los comunistas comen niños o los
kirchneristas son corruptos. Tomemos este último
caso. Si esa creencia se instala en la sociedad, si la
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sociedad cree que las personas con una identidad


política les robaron dinero, se instala el odio. La
intensidad será tal que se identificará a esas personas
con la irracionalidad, cuando si hay algo ajeno a la
razón es ese mismo odio. Logrado eso, sectores
sociales buscarán cárcel para esos supuestos culpables.
Así, el Poder Judicial será visto como lento incluso si
se convierte en una maquinaria de generosa
distribución de prisiones preventivas a dirigentes
kirchneristas. En palabras textuales de Durán Barba:
Cristina “representa algo que existe en Argentina, aquí
hay millones de personas que se identifican con la
avivada, con el poco respeto a las normas, con las
mafias que están por todos lados, con un
comportamiento de poco apego a las normas. Eso
existe por todos lados, y ella representa realmente
eso”. El asesor supuestamente tan innovador repite,
como desde 1945, que quienes apoyan al kirchnerismo
son “antidemocráticos” (entrevista en Perfil, 7 de abril
de 2019). ¿Por qué una sociedad avala las fáciles
prisiones preventivas para personas con una identidad
política y no exige igualdad ante la ley? Por la misma
razón por la cual no se moviliza ante el asesinato de
Nahuel. Se ha instalado de modo hegemónico la
noción de que son personas de estatus diferentes,
cuyas vidas, libertades y muertes tienen valor distinto.
Los lectores han visto esta operación en innumerables
series en las cuales el personaje del presidente de los
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Estados Unidos afirma abiertamente que el valor de la


vida de un estadounidense no se compara con el valor
de la vida de miles de personas de otra nacionalidad.
MI MAMÁ ME ODIA
En la Argentina es necesario escribir una historia del
odio. El sujeto del odio son los “civilizados” o los
agentes de la “civilización”. Pretendidamente varones,
educados, cultos, blancos, europeístas, cosmopolitas.
El objeto del odio es lo otro de la civilización, aquello
irreductible. Perseguido, atacado con genocidios de la
“Triple Alianza”, el “Desierto” o el “Proceso”, con
bombas y fusilamientos, con múltiples planes de
represión. También su reducción fue planificada con la
educación: si la letra con sangre entra, la sangre
inferior no podía también ser eliminada. La educación
del “soberano” como prerrequisito de elecciones libres
fue la estrategia complementaria de la violencia física.
Esa violencia simbólica sistemática implicaba destruir
las heterogeneidades culturales de un país tan múltiple
como la Argentina, donde hay decenas de grupos
étnicos, alrededor de veinte lenguas, un abanico de
religiones, rituales y celebraciones, formas de comer,
tonadas y formas de hablar el castellano. Ese
cosmopolitismo realmente constitutivo de la Argentina
debía ser sustituido por el crisol de las razas europeas.
Por eso mismo, el actual presidente de la Nación
puede desconocer públicamente en el Congreso de la
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Lengua (en singular, rey incluido) el plurilingüismo


del país que gobierna. Esa historia revelará el odio
como maquinaria de dominación, como dispositivo de
las elites políticas para separar a quienes se consideren
de clases medias de las clases populares. Hoy hay una
sobreposición significativa: gran parte de los
trabajadores se considera también parte de las clases
medias. En su lenguaje, significa que no se perciben
como “el último orejón del tarro”, que no son
“excluidos”. Han logrado tener un lote, una casita de
material, un autito o una moto, un hijo o una hija en la
universidad. Por eso, a lo largo de los años han sentido
que no estaban completamente afuera. Mientras
avanza la economía caótica del neoliberalismo
incrementando la exclusión, se despliega un
dispositivo de chantaje identitario. Si pensás que sos
de clase media, tenés que estar contra los negros, los
piqueteros, los planeros, las huelgas, los inmigrantes y
los kirchneristas. La maquinaria ha hecho su trabajo, el
odio se ha hecho cuerpo y ha edificado un sistema de
percepción de la realidad para amplios sectores que
devienen antipopulares. Entonces, brota como reacción
espontánea ante las presencias otras, hacia la
diferencia, hacia lo considerado inferior. Una vez que
se ha educado con el odio, cuando la educación
deviene también en formas de identificación nacional
europeísta, los cuerpos quedan disponibles para una
sensibilidad compleja. Así, el odio requiere de otros
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sentimientos: el desprecio por lo bajo, el narcisismo de


la propia posición, el rencor y el asco ante los avances
populares. El odio ante el goce del otro. No es una
racionalidad que deviene sentimiento, sino emociones
que son racionalizadas. Así, Rita Segato escribió,
acerca de los albores del siglo XX, que en la Argentina
la sociedad nacional fue el resultado del “terror
étnico”, del pánico de la diversidad. La vigilancia
cultural pasó por mecanismos institucionales, desde ir
al colegio todos de blanco, prohibir el quechua y el
guaraní donde se hablaban, y por estrategias
informales de vigilancia: la burla del acento
aterrorizando a generaciones enteras de italianos y
gallegos, que tuvieron que refrenarse y vigilarse para
no hablar “mal”; el judío se burló del tano, el tano del
gallego, el gallego del judío, y todos ellos del
“cabecita negra” o mestizo de indio, bajo el imperativo
de borrar las huellas del origen.
LAS GRIETAS QUE SUPIMOS CONSEGUIR
En unos apuntes de esa historia del odio en la
Argentina, no podrían faltar ninguna de las grietas
argentinas, ni los conflictos en época de Rosas
(llamada después por Gálvez “tiempo de odios y
angustias”), el 45, los “cabecitas negras”, el “viva el
cáncer”, el antimarxismo, el “yegua, puta y
montonera”, “esos vagos y planeros”. En esa pequeña
enumeración se percibe claramente la capacidad de
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articulación del odio. Puede ir de la misoginia al


racismo, del desprecio de clase a la homofobia, del
macartismo a una generalización del otro en el término
“barbarie”. Porque justamente el objeto de odio es
siempre “el resto” de la civilización, aquello que no
cuadra en el relato europeísta. La supuesta vagancia, la
llamada corruptela, la política criolla, el choripán, la
fiesta popular, la protesta, la disidencia, la
pronunciación, los “desviados”, el “mal olor”, la
“gente fea”. Veamos un análisis del odio en 1945.
Monseñor Gustavo Franceschi dedicó la nota principal
de la revista Criterio, de orientación católica, al tema
del “Odio…” el 8 de noviembre de 1945, tres semanas
después del 17 de octubre. Declarando que no tenía
ninguna intención partidaria, Franceschi distinguía la
antipatía del odio. Mientras la antipatía hacia otra
persona sea por el modo de expresarse, la tendencia
política o la raza sería espontánea, el odio es
voluntario, consciente, implica desear un mal para el
otro y conlleva un pecado. Más grave aun es cuando la
antipatía tiene motivos de índole pública y política, y
se convierte en odio. Cada uno tiene derecho a
defender a su grupo, “pero cuidando de no confundir
la justicia con el interés, cosa fácil por demás, que
convierte al agredido en agresor”. Si el odio “se
generaliza en una sociedad, si son categorías enteras
de ciudadanos las que se vuelven así unas contras
otras”, la colectividad dividida perecerá. Esa confusión
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de la justicia con el interés es lo que oculta la


enunciación oficialista acerca de “los 70 años”. Son 74
años de irracionalidad de las elites económicas, según
pueden leerse los sucesos que desencadenaron los
orígenes del peronismo. Los sectores dominantes
pusieron un empeño tan denodado en defender sus
privilegios que terminaron colocando en segundo lugar
sus intereses económicos. Hay personas dispuestas a
perder dinero con tal de no perder poder, pertenencia
exclusiva y excluyente a un grupo con alta
consideración. Esa “irracionalidad” si se analizan
exclusivamente los intereses estrictamente económicos
se verifica para amplios sectores de la población
brasileña con el golpe contra el gobierno del PT y con
amplios sectores de la población argentina en estos
tres años y medio. Vivir con menos dinero pero con la
alegría de un odio desmedido que ratifica una posición
social o cultural. La racionalidad no puede definirse
por un único factor (por ejemplo, el económico). Hay
grupos sociales dispuestos a que se hunda su economía
familiar con tal de no ser gobernados por “los negros”.
Incluso, quien suscribe ha preguntado numerosas
veces a qué candidatas o candidatos opositores se
refieren al mencionar “los negros”. La respuesta más
habitual ha sido “son negros de alma”. Otra creación
de octubre de 1945, cuando se catalogó al día 17 como
un “candombe blanco”: eran blancos sus protagonistas,
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pero según aquella concepción se comportaban como


“los negros en la época de Rosas”.
ODIANDO DESDE 1945
Si se considera este argumento es evidente que desear
la muerte del adversario político y celebrarla es una
forma extrema del antipluralismo. Instalado el odio
contra Eva, sólo quedaba aguardar: “La burguesía
argentina odiaba intensamente a esta plebeya
advenediza que se encumbraba despotricando con ella,
y ofreciéndola al odio de la chusma”, afirmó Milcíades
Peña. El odio de 1945 había reducido su estruendo,
hasta la celebración de su muerte por sus detractores.
Se escribió en los muros de Buenos Aires la expresión
“Viva el cáncer”. Y ese mismo clima estalla en 1955.
“Señoras soberbiamente vestidas salían enardecidas de
las misas de las once para enfrentar valerosamente a la
policía, y para corear el grito de guerra de la muy
cristiana oposición: “Perón, Perón, ¡muera!”, narró
Peña. Claro que si los peronistas gritaban la décima
parte de esto eran condenados al estigma de barbarie
por la elite intelectual. Se trataba de un rasgo muy
arraigado en la cultura política. Las acciones de los
otros jamás podrían juzgarse con la misma vara de las
acciones propias. Simplemente, como ellos son la
barbarie, si hubiera violencia sería muy otra cosa. Un
intelectual no peronista escribió en 1955 una frase que
parece actual. Ismael Viñas consideraba deshonestos
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los argumentos contra la corrupción: “Un


enriquecimiento que le parece moral, lícito cuando es
practicado por particulares (…) se convertía en crimen
cuando lo practicaban otros –en especial funcionarios
públicos –”. Así, recordemos que fue en nombre nada
menos que de la democracia y de la libertad que el
peronismo fue proscripto durante 18 años y la palabra
“Perón” fue prohibida por decreto. ¿Puede una persona
considerarse democrática y admitir que se prohíba una
palabra? Para lograr semejante hazaña hicieron un
paralelismo entre desnazificación y desperonización.
En nombre de la democracia pudieron torturar,
bombardear y fusilar. Y más: pudieron permanecer
callados los últimos 64 años sobre estos hechos.
Porque no se encontrará a intelectuales o políticos
antiperonistas explicando que 1955 es el origen de la
violencia política que deriva en la catástrofe de 1976.
El odio es un devenir. Se empieza prohibiendo una
palabra, se organizan campos de concentración, se
niega el número de desaparecidos, se vuelve a
perseguir a opositores políticos. El liberalismo
argentino es antipluralista y odia a sus adversarios
políticos. No puede reconocerlos como tales. En
abstracto, todos los sectores sociales de la Argentina
están de acuerdo en alguna de las formas de la
igualdad. Aunque más no sea la retórica de la igualdad
de oportunidades. Pero en el momento histórico en que
los otros desafían los poderes, la práctica de tratar a las
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personas y grupos como iguales se hace trizas y se tira


a la basura. Así, los procesos de ampliación de
derechos, incluso cuando se perciban con alcances
relativamente modestos, pueden sufrir una reacción
neoconservadora. Es momento de comprender sus
intolerancias, sus reacciones y su utilización de hiatos
del discurso con el cual confrontan. El racismo, la
misoginia, la homofobia, el macartismo, la xenofobia
son distintos discursos de odio que buscan legitimar
exclusiones. Es la demonización de aquello fabricado
como irreductible al proyecto hegemónico. Estas
maquinarias del odio han sido enfrentadas
innumerables veces por fuerzas populares. El balance
de esas disputas desiguales es una tarea pendiente.
Podemos adelantar que resulta crucial que no pueden
aceptarse pasivamente los estigmas acerca de lo anti-
democrático, ni de que los “civilizados” serían más
republicanos o más ordenados. El desorden es esto, la
economía argentina actual. Es sabido que esas
maquinarias sólo pueden ser derrotadas reduciendo su
incidencia a través de estrategias muy distintas, que
apelen a otros sentimientos, a otras ilusiones, a otras
formas de imaginar la convivencia y a numerosas
concreciones. Cuando los discursos del odio se
radicalizan, la mejor confrontación está lejos de
imitarlos. La forma que esa respuesta de lucha contra
el odio adquiera en la Argentina actual será un desafío
complejo y colectivo.
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