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SILVER KANE

¡Ahorcad a la más hermosa!


HÉROES de la PRADERA nº 601. Bruguera - 1981

Edición
BRO_EB0062
BRO0590
HPR0601
CAPÍTULO PRIMERO
Kendall dijo con suavidad:
—Más vale que suelte eso, amigo.
El hombre que estaba frente a él ya tenía asida la culata del
revólver, mientras que Kendall aún no había acercado ni siquiera
su derecha a la funda. Pero desprendíase de él tal sensación de
seguridad, tal sensación de aplomo, que todos los que estaban en
el vestíbulo del hotel se dieron cuenta de que dominaba la
situación, a pesar de que su enemigo tenía todas las ventajas.
—No quiero matarte —susurró Kendall—. Eres un pistolero a
sueldo, pero seguramente un pistolero barato. Se nota eso hasta
en tus botas: necesitas unas nuevas y no te las has podido
comprar. Dime: ¿cuánto te han pagado para que defiendas esta
escalera?
—¡Eso no te importa!
—Tu actitud me parece muy digna, muchacho, y hasta la
comprendo muy bien porque yo también soy un pistolero a
sueldo. Pero no compliques las cosas. Apártate de ahí o tendré
que disparar.
El otro rechinó los dientes.
Tenía miedo.
El también captaba aquella sensación de aplomo que se
desprendía de Kendall, y algo le decía que éste iba a ser más
rápido. Pero, a su modo, el tipo que estaba al pie de las escaleras
era un hombre de honor.
—Me han pagado para esto, poco o mucho —dijo apretando con
más fuerza la culata—, Y tú no darás un paso más.
—Tienes diez segundos para pensarlo, amigo. Pienso subir. Y ni
tú ni nadie podréis impedirlo.
El pistolero hizo un gesto de rabia.
Tenía que ser más rápido fuese como fuere.
Y al tener la mano cerrada sobre la culata, contaba con una
ventaja de décimas de segundo que no era despreciable. De modo
que tiró del revólver hacia arriba mientras tensaba su cuerpo
hacia el lado contrario, para facilitar el movimiento.
Dio la sensación de que iba a vencer a Kendall.
De que había logrado sorprenderle con su velocísimo
movimiento.
Pero el movimiento de Kendall también fue instantáneo, Fue algo
que unos ojos humanos difícilmente pudieron seguir. La mano
derecha pareció empujada por un resorte, y la bala saltó al aire a
través de la funda. Ni siquiera tuvo que «sacar».
Su enemigo se encogió.
Soltó el «Colt» con un movimiento de dolor.
Todos los que estaban en el hotel, apiñados en el vestíbulo,
lanzaron un grito.
Con ojos ansiosos, esperaron ver caer al hombre quieto al pie de
las escaleras. Lo esperaron y lo desearon, porque un duelo sin
muerto les parecía algo carente de emoción, les parecía en cierto
modo una estafa.
Pero el pistolero no cayó. Con la mano izquierda se apretó
ansiosamente la herida que tenía en el brazo derecho.
Kendall soltó la culata del «Colt».
—La próxima vez te mataré, muchacho —dijo—, pero ahora no
valía la pena de que te jugaras la piel por la miseria que cobras.
Apártate de ahí.
El otro se apoyó en la baranda de la escalera.
Y se apartó. La sangre manchaba los peldaños poco a poco.
Kendall le puso en la mano un billete de a veinte dólares.
—Para el médico —dijo.
Y subió.
Cuando estaba a media escalera, se volvió hacia el dueño del
hotel, que le miraba ansioso desde su garita, sujetando un
manojo de llaves.
La mirada de Kendall era interrogante. El dueño del hotel la
entendió.
—La cuatro —dijo sencillamente.
Kendall fue a la habitación número cuatro.
Un pasillo alfombrado. Una puerta pintada de gris. Una lámpara
amarilla cuya llama mortecina apenas disipaba las sombras.
El joven entró sin llamar.
Y vio la habitación. La cama a medio hacer, las cortinillas movidas
por el viento, el espejo del tocador donde alguien había puesto,
no se sabía por qué, el detalle delicado de una rosa.
Vio entonces a la mujer.
Esta, que tenía una de sus deliciosas piernas al aire, dejó de
ponerse la media y balbuceó:
—Más vale que cierre la puerta, Kendall. Hay corriente de aire.
No querrá que me resfríe, ¿verdad?
***
Kendall miró las piernas de la mujer. Sabía que su deber no era
precisamente ése, pero no pudo evitarlo. Las hubiera mirado aun
en el caso de tener que ponerse para eso cabeza abajo.
No recordaba haber visto nunca unas extremidades tan bonitas.
Y con aquella posición tan lánguida, Y con aquellas suaves medias
color humo.
—Si sigues así, claro que vas a resfriarte —dijo Kendall—. Yo, en
tu lugar, me bajaría la falda.
—Claro que sí. Pero déjame terminar.
Acabó de ponerse las medias.
Kendall la miraba fijamente desde la puerta cerrada.
Tenía los ojos un poco vidriosos. Tenía la boca seca.
Ella se bajó la falda al fin.
Y miró a aquel joven de unos veinticinco años, de facciones
cuadradas, de ojos grises e implacables. Miró aquella cara de
implacable servidor de la ley.
—Me habían hablado de que el federal que me perseguía se
llamaba Kendall —musitó—, pero imaginaba que sería un hombre
mayor.
—Yo ya soy mayor —dijo Kendall secamente—. Empiezo a ser
demasiado viejo para este cochino oficio.
—Confiaba en que Luc te mataría.
—¿Luc es el pistolero de ahí abajo?
—Sí.
—Te has buscado un tipo demasiado barato. Podías haber elegido
mejor.
Ella hizo un mohín mientras caminaba lentamente de un lado a
otro de la habitación.
Kendall la miraba con fijeza, sin apartar demasiado la mano
derecha del revólver.
¿Qué edad tendría? ¿Diecinueve años? ¿Veinte? De un modo u
otro, era una chica deliciosa. Alta, opulenta, llena de vida, llena de
pasión tal vez... Una verdadera joya de las que pocas veces se
encontraban en las ciudades del Oeste. Pero Kendall no quiso
pensar en eso. Sólo se dijo a sí mismo un par de veces: «Lástima
de chica. Lástima...»
—No he podido encontrar un pistolero mejor —musitó ella—.
Nadie se quiere jugar la vida ante un federal por cincuenta
dólares. Pero Luc era una especie de perro famélico al que nadie
contrataba, y por eso aceptó.
De pronto la muchacha se llevó las manos a la cara y pareció como
si sus fuerzas se derrumbasen en un momento. La tensión de sus
nervios, que la habían mantenido en pie hasta aquel momento,
cedió. Todo su cuerpo se derrumbó sobre una de las butacas,
mientras prorrumpía en una especie de gemido.
—Siento... que lo hayas matado —barbotó—. Es injusto que un
hombre tenga que morir por cincuenta cochinos dólares.
—Debías haber pensado eso cuando se lo pagaste.
—Es que..., es que en aquel momento no lo pensé. Estaba falta de
dinero y además... Además tenía mucho miedo.
—No temas, no lo he matado.
Ella apartó un poco los dedos que cubrían su cara. Una mirada
azul pareció atravesar el aire para posarse en la cara de Kendall.
—¿Entonces cómo has podido subir?
—Le he herido solamente. Y no pienses más en Luc. Por desgracia
seguirá siendo un pobre perro hambriento hasta que alguien lo
mate.
Llevó la izquierda a uno de los bolsillos de su camisa y extrajo un
papel doblado.
—¿Necesitas ver la sentencia o no hace falta? —preguntó—.
Supongo que desde el momento en que huyes es porque la
conoces de memoria...
—He oído hablar de esa sentencia, pero no sé lo que dice —
murmuró la muchacha con voz trémula—. ¿Exactamente qué es
lo que dice?
—Pues casi nada —dijo Kendall volviendo a guardar el papel—.
Que estás condenada a muerte...
CAPÍTULO II
Ahora la mujer llevaba unos pantalones tejanos bastante ceñidos
y una blusa negra. Sobre ambas cosas se puso una cazadora de
ante, porque el viento que llegaba de las montañas era bastante
fresco. Con ojos perdidos en el vacío pareció contemplar cómo
Kendall ajustaba bien las sillas de los dos caballos.
El federal se ajustó el sombrero y se acercó lentamente a ella.
—Ya está —susurró—. Podemos marchar en este mismo
momento.
Ella miró el revólver del federal.
Por un momento, desesperada, pensó en la posibilidad de huir de
nuevo. Quiso jugárselo el todo por el todo antes de llegar a la
condenada ciudad de Bisbee, donde seria públicamente ahorcada.
Pero el revólver de Kendall le dio miedo.
Sabía que él era un ciego servidor de la ley. Dispararía sin
remisión al menor movimiento sospechoso.
Todos los habitantes de la pequeña ciudad estaban mirando
aquello.
Todos sentían pena —por lo menos los hombres— ante la marcha
de aquella preciosa hembra que había permanecido dos días allí,
hasta que fue capturada. Y sentían pena, sobre todo, porque su
belleza iba a ser desesperadamente inútil. Porque todos sabían
que iba a Bisbee para ser ahorcada.
Kendall le señaló el caballo.
—¿Te ayudo a montar?
—Llevo tres semanas huyendo. ¿Crees que no sé hacerlo sola?
—Pues hazlo de una condenada vez.
Ella montó de un salto sobre la silla. Kendall la imitó y le hizo
señas para que fuera delante.
No había atado a la mujer, que se movía con entera libertad. Pero
aquella libertad terminaba donde empezaba el cañón del
revólver de Kendall. Kendall la abatiría de un disparo en cuanto
hiciera algo sospechoso, y la mujer lo sabía.
Salieron de la ciudad.
Luc, que estaba entre los que la habían visto marchar, se tocó el
brazo que llevaba vendado y murmuró:
—Lástima. Es la mujer más bonita que me ha contratado jamás.
Lo hubiera hecho gratis.
—¿Para qué ella correspondiera al favor? —preguntó alguien
mirándole de soslayo.
—Pues..., pues claro.
—Je, je... Pues entonces no sé cómo hubieras podido abrazarla.
Con ese brazo que ya no sirve ni para jugar a los dados...
Luc no contestó.
Pero sus ojos se perdieron en la lejanía, donde ya iban
difuminándose las figuras del hombre y la mujer.
Una mujer que hacía su último viaje. Una preciosa hembra a la
que transportaban para ser ahorcada...
***
El disparo partió desde la lejanía, desde lo alto de la colina, y
hubiese alcanzado a la mujer de no ser por el movimiento
fulminante de Kendall.
Este había visto brillar algo en aquella colina, situada a unas
quinientas yardas.
Y su instinto fue el que actuó por él. En determinados momentos,
Kendall no se detenía en pensar. Sólo se dijo: «Eso que brilla es el
cañón de un rifle, y la bala vendrá a por mí».
Saltó de la silla del caballo para esquivarla.
Aquel salto fue meteórico.
Pero al mismo tiempo derribó a la mujer de su silla, por si
casualmente la bala venía destinada a ella. Y tuvo la gran
sorpresa de comprobar que era así. De no ser por su fulgurante
salto, la cabeza de la mujer hubiera quedado reducida a pedazos.
Los dos rodaron por la hierba.
No se volvió a repetir el disparo, porque el que estaba en la colina
sabía que ahora iba a ser muy difícil alcanzarles. El rifle volvió a
rebrillar al sol y luego desapareció.
Los labios de la muchacha temblaban.
Temblaban justamente debajo de los de Kendall, que la tenía
fuertemente sujeta y aplastada contra la hierba.
Por unos instantes hasta el tiempo pareció detenerse. Hasta los
sonidos más familiares de la pradera dejaron de existir.
Sólo los ojos y los labios de la mujer existían. Sólo sus diabólicos
ojos, sus diabólicos labios, su diabólico cuerpo.
Ella lo notó. Supo leer el atormentado pensamiento de Kendall.
—¿Por qué no me besas? —bisbiseó—. ¿A qué esperas? ¿Es que
no me tienes a tu merced?
Kendall se apartó poco a poco, se despegó de su cuerpo haciendo
un esfuerzo, mientras musitaba:
—¿Para qué? ¿Para que luego me asesines como hiciste con tu
marido?
***
El paisaje cada vez se iba haciendo más atormentado, más
áspero. Bisbee estaba en una zona ingrata, a la que resultaba
difícil llegar, pero era una ciudad minera con gran porvenir.
Y sobre todo era la ciudad a la que tenía que llegar Kendall fuese
como fuere.
Aunque conocía la comarca muy bien, consultó el plano para
asegurarse. Y llegó a la conclusión de que, llevando una marcha
normal, sólo les faltaba un día y medio para llegar.
La mujer acababa de preparar café. Se lo ofreció desde el otro
lado de la fogata, por encima de las llamas ya a punto de
extinguirse.
No parecía una prisionera.
Le ayudaba a preparar los alimentos, a buscar agua y hasta a
comprar en las pequeñas poblaciones por las que pasaban.
También disponía de una cierta libertad para lavarse y para estar
a solas cuando lo necesitaba. Pero ella sabía que no podría
alejarse en ningún caso a más de trescientas yardas del revólver
de Kendall, porque éste la abatiría sin piedad.
Sólo la ataba por las noches.
Y entonces dormían los dos, separados por unas cinco yardas,
dando a la mujer la engañosa sensación de que estaba sola. Pero
sabía que Kendall hubiera despertado al menor ruido
sospechoso, y por ello no se atrevió a huir aun sabiendo que
viajaba hacia su propia muerte.
Ahora el federal bebió un sorbo de café.
Sus ojos seguían tan quietos, tan vacíos como el día que se
conocieron por primera vez en aquella habitación de hotel.
—¿Por qué lo mataste, Miriam? —susurró—. Hace tiempo que
quería preguntártelo. ¿Por qué?
Miriam pareció mirarle desde muy lejos, con sus ojos vados y
cargados de tristeza.
—Debías saberlo —murmuró—. ¿No tienes la sentencia?
—La sentencia no menciona los motivos.
—Pues los motivos son muy sencillos: lo hice porque Louis era
aborrecible. Porque, cualquier mujer hubiese intentado matarle.
Porque era un bicho que no merecía vivir.
—Hum... Parece que no guardas muy buen recuerdo de él.
—¿Por qué había de hacerlo? Lo maté voluntariamente.
En el momento en que lo vi ahogado, supe que me había librado
de la pesadilla más amarga de mi existencia.
—Eso no se llama arrepentimiento, ¿verdad?
—¿De qué me sirve engañarte?
—Lo malo es que librarse de las pesadillas del modo que tú lo
hiciste suele tener muy malas consecuencias, Miriam. Ya lo has
visto. A pesar de que huiste de Bisbee, te juzgaron en rebeldía y
te condenaron a muerte por asesinato.
—Era un riesgo que corría. Desde el momento en que vi a Louis
muerto, supe que eso me podía pasar.
—Pero aún no me has dicho por qué lo mataste...
—¿Te importa?
—No, no... Por mí, que los muertos descansen en paz. Era
curiosidad solamente.
—Lo maté porque era aborrecible, ya te lo he dicho.
—Era aborrecible... Muy bien. Eso significa mucho o, por el
contrario, no significa nada.
—Me atormentaba, me..., me humillaba, me hería... Era
despreciable. Se divertía pegándome. Sólo se excitaba cuando me
veía caída a sus pies. Jamás nadie ha atormentado tanto a una
mujer.
Kendall entrecerró un momento los ojos, mientras el café se
hacía amargo en su garganta.
Imaginó a aquella hermosa mujer a los pies de otro hombre. La
imaginó suplicando, llorando... E imaginó lo que habría sido de
ella en las interminables, en las angustiosas noches con Louis.
Sintió una especie de asco.
Y una especie de rencor.
—Más vale que no hablemos de eso —masculló—. Buenas
noches.
—No. Eres tú el que ha hecho la primera pregunta y voy a
contestarte. Louis era un anormal. Todo lo que una mujer puede
sufrir en una vida lo sufrí yo en sólo dos meses a su lado.
—Eso lo podías haber pensado antes de casarte, ¿no?
—No me casé voluntariamente.
—¿Ah, no?
La expresión de Kendall era levemente burlona.
Ella dijo con voz áspera:
—No me crees, ¿verdad? Pues conoces muy mal el Oeste, a pesar
de ser un federal. ¿Qué piensas? ¿Que las mujeres aquí somos
libres?
—Oh, no —dijo Kendall—, pero puesto que suele haber escasez
de chicas, estáis muy cotizadas.
—Eso es lo que somos: una mercancía muy valiosa.
—¿Y a ti te vendieron?
—Más o menos fue eso. Como mis padres murieron hace tiempo,
trabajaba desde los catorce años en un rancho donde me
apreciaban. Pero al convertirme en una mujer «me apreciaron»
demasiado. Los vaqueros se me rifaban en secreto, planeando
una encerrona. El hijo del dueño, que se había convertido en un
rufián, me perseguía incansablemente. Yo empecé a temer que
acabaría ultrajada en algún desmonte, como ya había ocurrido ya
con otras chicas.
—¿Y entonces se presentó Louis?
—Sí. Louis parecía un caballero. Tenía un hermoso rancho y
además se dedicaba a buscar antigüedades, que pagaba a buen
precio. Me explicaron que había llenado una casa con ellas. Todo
objetos caros, objetos de gran valor. Vino al rancho a examinar
unas viejas esculturas indias que teníamos allí y entonces me
puso el ojo encima.
—Mientras sólo fuera el ojo...
Ella apretó los labios.
—Eres un bestia, Kendall.
—Sí, eso dicen —reconoció el federal mientras se encogía
tranquilamente de hombros.
—Bueno, pues me puso el ojo encima... Y se dio la condenada
casualidad de que en aquel momento los dueños del rancho
necesitaban dinero. Llevaban dos años seguidos de malas
cosechas.
—¿Louis les hizo un préstamo?
—Sí.
—¿A cambio de qué?
—De que le concedieran mi mano. Vamos a dar ese nombre a la
cosa, para que nos entendamos todos. Ya conoces las costumbres
que hay aquí: cuando una chica huérfana trabaja en un rancho, los
dueños de este rancho deciden sobre su destino. Como si fueran
sus padres, pero sin serlo. Y ellos me entregaron a Louis. No digo
que obraran mal. Para ellos era una cosa normal y encima
obtenían un préstamo que en aquel momento necesitaban mucho.
Me echaron como quien dice en sus brazos sin consultarme
siquiera.
—Podías haberte negado —musitó Kendall, después de vaciar del
todo su pocillo de café—. No eras lo que se dice una niña cándida.
La sabías larga, ¿no? Si has huido ahora, podías haber huido
entonces.
—No parece que una mujer te inspire demasiada compasión —
dijo Miriam con voz llena de desesperanza.
—¿Compasión? Ninguna.
—Tampoco trato de inspirártela —murmuró ella—. ¿De qué iba a
servir? Pero puesto que aún tenemos que galopar dos días juntos
y aún tienes que verme morir en la horca, más vale que sepas toda
la verdad. Si no huí, fue porque en aquel momento la presencia de
Louis fue como una liberación. Significaba escapar de la miseria
del rancho, de las miradas viciosas del hijo del dueño, de las
manos ansiosas de los vaqueros, que me buscaban por todas
partes... Te confieso que Louis no me gustaba con su gran cicatriz
en la frente y aquella mirada turbia que había en sus ojos... Pero
no tenía más remedio que aceptarlo o huir. Y entonces no me
sentí con fuerzas para esa segunda solución.
Kendall se sirvió un poco más de café.
Su expresión era indescifrable, pero desde luego seguía sin
reflejar la menor compasión por la muchacha, a pesar de todo lo
que ella estaba contando.
Con las facciones levemente coloreadas por el calor de las brasas,
Miriam continuó:
—Acepté a aquel hombre como se acepta un mal menor. Pero ya
en la primera noche tuve ocasión de arrepentirme mil veces.
Louis era vicioso, era despreciable, era...
—Eso ya me lo has explicado.
—Era un sádico. Sólo disfrutaba pegando a las mujeres. Al
segundo día empezó a maltratarme. No sé cómo pude soportarlo.
—Y entonces decidiste matarle...
—No, no lo decidí entonces. No había pasado por mi cabeza el
hacerlo, te lo juro. Incluso en el mismo momento en que lo estaba
ahogando no creía que aquello lo estuviera haciendo yo misma...
Pero al cabo de unos días la existencia se había transformado en
un infierno para mí. Entonces vivíamos en una casa muy elegante,
cerca del único lago que hay en la comarca de Bisbee. En esa casa,
en un pabellón aparte, él tenía todas sus antigüedades, que según
se decía valían una fortuna.
Kendall dejó el pocillo a un lado.
Con voz que seguía mostrando la mayor indiferencia, invitó:
—Sigue.
—Un anochecer se puso como loco y empezó a golpearme de
nuevo. Yo hice lo que hasta entonces no se me había ocurrido
hacer: huir hacia el lago, puesto que él no sabía nadar. Puesto que
yo nadaba como un pez, todas las ventajas para huir estarían de
mi parte. Porque en aquel momento yo sólo pensaba en huir, te lo
juro... Pero él me persiguió como un loco. No se dio cuenta de que
perdía pie, y de repente, a la luz del crepúsculo, le vi palidecer
mortalmente. Su boca se abrió con ansia. Tenía un aspecto
miserable y cobarde, pero la verdad era que ya no daba miedo. Me
acerqué a él.
—¿Te estaba llamando?
—Sí... Gritaba desesperadamente, con toda la fuerza de sus
pulmones: «¡Miriam, me ahogo! ¡Sálvame! ¡Sálvame!
¡Sálvameeee...!» Aún tengo esos gritos clavados en el fondo del
cráneo. A veces, por las noches, me atormentan como una
obsesión
Kendall apretó los labios.
—¿Fue entonces cuando lo pensaste? —susurró.
—No lo sé... ¿Es que se piensan esas cosas? —balbució Miriam
mientras se cubría los ojos con las manos—. ¿Todos los que matan
piensan que van a matar? Yo, en aquel momento, creo que tenía el
cerebro terriblemente vacío... Me acerqué a él y me di cuenta de
que ya había empezado a tragar agua... Entonces fue algo
instintivo: sin acercarme a él para que no me abrazase, empecé a
dar rápidas vueltas en torno suyo. Aún lo recuerdo como si lo
estuviera haciendo otra vez y aún me estremezco... Cada vez que
él intentaba flotar, le empujaba la cabeza hacia abajo y me
retiraba para volver al cabo de unos segundos... Su respiración era
cada vez más difícil. Tragaba más y más agua irremediablemente.
Al principio chillaba como un condenado, pero luego dejó de
gritar... Ya casi no podía bracear y yo le hundía la cabeza más y
más... No sé si aquello duró cinco minutos o diez. Para mí fue algo
eterno.
Miriam dejó de hablar.
Sus ojos se habían nublado. Su mirada estaba perdida en un punto
indescifrable que quizá no llegaba a ver.
Kendall hundió un momento sus dedos en las brasa, para
extinguir una llamita de rebotaba. Pareció no sentir ni dolor.
Luego dijo, clavando en el rostro de Miriam sus ojos duros y
crueles:
—¿Te das cuenta de lo terrible que fue eso? ¿Has pensado que fue
un salvaje suplicio?
—Sí, ya lo sé... Lo maté lentamente... Pero es que no podia hacerlo
con rapidez. Al principio hube de acercarme a él esporádicamente,
porque aún tenía fuerzas. Se me hubiera abrazado..
—Contaste con que no sabía nadar, ¿eh?
—Louis era un plomo. Y en cambio yo, ya te lo he dicho, era un
pez.
—¿Y cómo se descubrió el crimen? ¿No pudiste explicar que había
sido un accidente?
—Esa fue mi intención —reconoció francamente Miriam—. ¿Para
qué negarlo? Pero tuve la mala suerte de que en aquel momento
llegase una sirvienta que Louis quería contratar. Ella lo vio todo.
Por otra parte, un vaquero había oído los gritos de Louis, y aunque
no pudo ver nada, su testimonio debió favorecerme bien poco.
Porque, en efecto, después de tanto chillar, yo hubiera podido
auxiliar a Louis. No se muere así por accidente.
Kendall produjo un chasquido con dos dedos, como queriendo
alejar sus sombríos pensamientos.
Pero no pudo.
Sin querer mirar a la chica, susurró:
—Siempre ocurre lo mismo. Si uno comete un crimen, suele dejar
huellas detrás suyo. En especial cuando se trata de un crimen tan
loco como el que tú cometiste. ¿Te extraña que te condenaran a
muerte?
—No. ¿Por qué me va a extrañar? Mi única esperanza estaba en
que no me capturasen. Me llevé a toda prisa algo de dinero y los
dos mejores caballos, pero ya ves que no he podido huir muy
lejos.
—Más aprisa que tú han ido los del jurado —murmuró Kendall—.
Juicio fulminante en rebeldía y condena a muerte... ¡Listos!
—Todo eso lo entiendo perfectamente. Pero hay algo que no
cuadra, Kendall.
—¿Qué es?
—El que no cuadra eres tú.
Kendall hizo un leve gesto de sorpresa.
—¿Yo? ¿Y por qué no? ¿Qué pasa?
—Eres un federal. Es decir, un asesino a sueldo por cuenta del
Gobierno. No vamos a engañarnos en eso. Pero resultas
demasiado importante para perseguir a una pobre delincuente
como yo. No entiendo que te hayan encargado de eso.
—Me lo encargaron de pasada. Lo tuyo fue una misión puramente
secundaria. Más o menos me dijeron: «Ya que vas a Bisbee, trata
de llevar allí a esa zorra. Seguramente la encontrarás por el
camino». Y te he encontrado...
—Sigues sin mostrar ninguna compasión, Kendall.
El federal se encogió de hombros.
—La compasión, ¿de qué sirve? —preguntó.
—Tienes razón. De nada.
—Ya que has sido sincera yo lo seré también. Voy a Bisbee a
observar las elecciones. El gobernador del estado será designado
allí, y creo que el clima es muy violento. Aunque oficialmente no
puedo intervenir, el Gobierno federal me ha ordenado desde
Washington que esté en Bisbee y que eche una mano para
imponer la ley si hace falta... Pero no en nombre del Gobierno,
sino en el mío propio. Como obraría un pistolero cualquiera... De
todos modos la gente ya entiende la situación. Actúe en nombre
del Gobierno o en el mío propio, la mala pinta de mi revólver será
la misma. De modo que voy a Bisbee por otra cosa, pero además te
he capturado a ti. Como quien dice por casualidad, muñeca...
Se levantó, fue hacia ella con la cuerda que empleaba para atarla
todas las noches y murmuró:
—Si estás condenada a muerte, ¿quién puede tener interés en
matarte antes de que llegues a Bisbee?
—¿Por qué dices eso?
—Por el disparo que te hicieron desde aquella colina... Juraría por
mis dientes que la bala iba dirigida a ti... Extraño, ¿verdad? ¿Quién
puede tener interés en matarte?
—De todos modos, ¿qué más da? —susurró ella.
—Sí, es cierto... ¿Qué más da?
Y se encogió de hombros mientras la sujetaba con las manos a la
espalda tan fuertemente como las otras noches. Luego la envolvió
en una manta y él se tendió a dormir al otro lado de la fogata.
Pocos minutos después dormía tan tranquilo, como si no tuviera
ninguna preocupación. Dormía como un bendito.
Pero Miriam no pudo cerrar los ojos.
Aún le parecía ver los ojos desencajados de su marido mientras
ella lo ahogaba. Aún le parecía oír sus gritos.
Desesperadamente intentó olvidar, intentó dormir.
Pero las primeras luces del alba la sorprendieron muy pálida y
con los ojos espantosamente abiertos.
CAPÍTULO III
Cuando llegaron a la última jornada de su viaje, se desencadenó
una gran tormenta. Las tormentas en las tierras secas suelen ser
más devastadoras, más inesperadas y crueles que en ninguna otra
parte. Los cauces pelados se anegaron y los torrentes bajaron de
las montañas. El trabajo que tuvieron Kendall y Miriam para no
ser arrastrados no es para ser descritos.
Más de una vez durante aquellas terribles horas creyeron que
había llegado su último minuto.
Era como si continuamente estuvieran vadeando un río que se
desbordaba. Sus caballos ya no podían más.
Pero consiguieron superarlo todo, y al caer la noche había cesado
el peligro. Lo único que no consiguieron fue presentarse en Bisbee
a la hora que Kendall tenía prevista.
Tampoco era eso solamente.
Estaban empapados.
El agua parecía haberles llegado hasta la médula de los huesos.
Kendall era un tipo acostumbrado a todo aquello y ni siquiera
tosió. Pero a Miriam la acometían una serie de escalofríos que la
doblaban sobre la silla de su caballo. Al caer la noche, no podía ni
hablar. Kendall le tocó la frente y se dio cuenta de que tenía una
fiebre espantosa.
Aquello podía ser muy grave.
Pero no se inmutó demasiado. Parecía como si no transportara un
ser humano. Daba a veces la sensación de que transportaba una
res sin ninguna clase de valor.
Señaló unas lucecitas que se insinuaban en el horizonte.
—Aquello es Missel —dijo.
—¿Missel?
La voz de Miriam era tan débil que parecía haber surgido desde
el fondo de una tumba.
—La población es muy pequeña y está a pocas millas de Bisbee
—dijo—. Creo que tomaremos un trago ahí.
Miriam se estremeció.
—Me parece que yo... necesito algo más que un trago —pudo
decir.
—Sí, ya sé: ropa seca. Te la proporcionaré.
—Me temo que..., que no baste.
—Menos carantoñas, nena —dijo Kendall bruscamente—. No
creerás que estamos haciendo un viaje de placer, ¿verdad?
—No tienes... sentimientos humanos.
—Basta de mandangas. Al fin y al cabo el whisky que te bebas
habré de pagarlo yo.
Y picó espuelas. Su caballo, agotado, reemprendió un lento y
mortecino trote,
La muchacha tuvo otra vez aquella amarga sensación: la de que
Kendall no la consideraba un ser humano, sino un fardo que tenía
que entregar al verdugo.
¿Pero de qué se quejaba? ¿No iban a ahorcarla? ¿Qué importaban
entonces las condiciones en que la entregaran?
Poco a poco entraron en Missel. La mujer iba más doblada cada
vez sobre la silla de su caballo. Si se mantenía aún montada era
sólo por un milagro de equilibrio.
Había un par de faroles indicando el único lugar de diversión de
la pequeña ciudad. Los dos faroles proyectaban directamente su
luz sobre un cartel que decía: «Licores y agua fresca». Es decir, de
chicas nada. Ni de música. Ni de cosas que hicieran despertar en
los vaqueros el ansia de vivir.
—Entremos. Un poco de whisky no te sentará mal.
Kendall descabalgó de un salto. Era uno de esos tipos que
parecen estar hechos de piedra y a los que nada inmuta. Parecía
tan fresco como si viniera de una fiesta.
—Eh, amigo —dijo al tabernero—. Dos whiskys dobles. Uno para
mí y otro para esta muñeca.
Y señaló hacia atrás. Daba por descontado que la mujer habría
descabalgado ya.
El tabernero preguntó:
—¿Qué muñeca? ¿Esa?
Kendall miró hacia atrás. Y entonces vio que Miriam,
efectivamente, había descabalgado, pero para caer blandamente
en la misma muerta del saloon. Estaba hecha un ovillo. De sus
labios escapaba un debilísimo estertor.
Kendall se inclinó sobre ella.
También lo hicieron el encargado de la barra y otro dos tipos que
estaban sentados a una mesa. Uno de ellos puso la mano en la
frente de Miriam.
—Oiga, amigo —barbotó—, no creo que usted haya pensado que
esta mujer se va a curar sólo con un whisky.
—¿Y por qué no?
—Está ardiendo de fiebre. Si no se mete en la cama en seguida,
mañana la tendremos agonizando y pasado mañana la
enterramos —dijo abruptamente el hombre.
—¿Y usted qué sabe?
—Soy el único médico que hay en la comarca. La lluvia me ha
inmovilizado y por eso estoy aquí, en este villorrio. Pero ya que
me han encontrado, no quiero dejar que esta mujer la diñe.
—Mire, compañero, yo soy un federal —dijo Kendall—, y
transporto a esta mujer a Bisbee. No me importan las
condiciones en que llegue. Al fin y al cabo es una condenada a
muerte.
Los ojos de todos los que estaban allí se clavaron en el rostro de
Miriam de una manera distinta.
Una condenada a muerte...
Parecían no entenderlo.
Tan joven, tan bonita y tan... Bueno, tan apetitosa. ¿Cómo podía
haber alguien que pensara en ahorcar a una mujer así?
—Yo pienso en ahorcarla —dijo Kendall bruscamente, adivinando
lo que significaban aquellas miradas—. ¡Y ahora déjenme en paz!
Sostuvo a Miriam en sus brazos, levantándola.
Y entonces se dio cuenta de que todo su cuerpo temblaba.
No estaba fingiendo. Incluso era fácil adivinar que de un momento
a otro perdería el conocimiento.
—¡Está bien! —dijo abruptamente—, ¡Ustedes ganas! No puedo
llevarla así. ¿Hay camas en esta maldita ciudad?
—Hay un hotel aquí al lado —susurró el dueño del saloon—. O, si
lo prefiere, yo tengo un par de habitaciones para alquilar. Mi
mujer podrá cuidar de..., de ésa.
—De acuerdo. ¡Súbanla! Quiero que su mujer le quite la ropa, la
envuelva en mantas y le obligue a beber medio litro del licor
matarratas más fuerte que tengan. Y ahora, ¿dónde está el
alguacil? ¿O es que no tienen alguacil en Missel?
Una voz dijo desde la puerta:
—Aquí estoy, forastero. ¿Quién es usted?
—Me llamo Kendall y soy un agente federal. Aquí tiene mis
credenciales.
Las puso sobre la barra, mientras una mujer de mediana edad,
acompañada por una sirvienta, ayudaba a subir a Miriam las
escaleras. El alguacil apenas dirigió una ojeada al documento que
mostraba Kendall. Bastaba mirar a los ojos de éste para saber que
era un federal o un asesino. Posiblemente, ambas cosas a la vez.
—Muy bien —dijo—, ¿y qué hace aquí, polizonte?
—Esa mujer a la que acaba de ver es una condenada a muerte. Se
llama Miriam y la llevo a Bisbee para ponerla a disposición del
verdugo.
—Miriam... Sí, conozco el asunto. Toda la comarca está enterada
de esa maldita historia.
—Voy a pedirle una cosa, alguacil. ¿Puede usted hacerse cargo de
la vigilancia de esa mujer? ¿Puede usted responder de ella?
—De esa mujer responde cualquiera. ¡Si no se tiene en pie...! Pero,
¿por qué no la vigila usted mismo?
—Yo he de llegar a Bisbee mañana mismo. Por lo menos he de
estar un par de dias allí.
En efecto, Kendall tenía el problema de las elecciones, que eran
su trabajo principal. Pero no era cosa de ponerse a dar
explicaciones a los ciudadanos de Missel.
—De acuerdo —dijo el alguacil—. Dentro de mi jurisdicción, uno
de mis deberes es hacerme cargo de los detenidos que se me
confíen.
—Pues vigílela atentamente. Es una condenada a muerte y puede
que trate de escapar. De usted depende todo, amigo.
Y se bebió él de un trago los dos vasos de whisky que el
tabernero había preparado.
Un hombre que se ha remojado bien por fuera tiene derecho a
remojarse un poco por dentro, ¿no?
¡Pues entonces...!
CAPÍTULO IV
Sobre la tierra todavía enfangada, un hombre estaba obligando a
caracolear a un caballo para enseñarle a marcar el paso. Era un
magnífico ejemplar de raza árabe-española, un fino corcel de
líneas puras y esbeltas, que destacaba por su elegancia. Kendall
se detuvo a mirarlo por ese motivo y porque además el jinete lo
estaba castigando innecesariamente.
Se notaba que el tipo que estaba sobre la silla no era
precisamente un ejemplo de bondad hacia los animales.
Clavaba las espuelas con verdadero placer, mientras por otra
parte retenía al animal por las riendas. El caballo estaba
sudoroso y lanzaba lastimeros relinchos. Además, sus cascos se
hundían en el barro, impidiéndole moverse bien.
Kendall iba a pie.
Había dejado su caballo sujeto a una valla.
Se aproximó parsimoniosamente al jinete y, cuando lo tuvo cerca,
le susurró:
—Amigo...
El otro se volvió.
—¿Quién es usted?
—Uno que entiende de caballos. Y lo que está haciendo usted con
éste es una barbaridad.
Las facciones sanguíneas del jinete, que era un auténtico gigante,
enrojecieron más aún.
Y barbotó:
—¿Y a usted qué le importa, forastero? ¡Largo de aquí!
—¿Por qué he de largarme? Da la casualidad de que estas tierras
son libres.
El jinete lanzó una exclamación.
Y dispuesto a dar un escarmiento a aquel intruso, soltó de pronto
las riendas y lanzó el caballo contra él.
Quizá a otro lo hubiese derribado.
El salto del caballo, espoleado por el dolor, fue tan brusco, que
Kendall se lo encontró encima en cuestión de segundos.
Pero aquel condenado federal se había pasado la vida entera
entre revólveres, entre caballos... y entre señoras estupendas. Y
si ningún revólver le había matado aún, y si ninguna señora
estupenda le había llevado al altar, tampoco había nacido aún el
caballo que le tuviera debajo de sus patas.
Saltó a un lado con tan diabólica agilidad que el animal pasó a su
lado sin rozarle. Y además Kendall pudo sujetar con sus dos
manos la pierna izquierda del jinete.
Este lanzó un grito.
De pronto sintió que la silla ya no estaba debajo de sus
posaderas.
Y sintió también que se había convertido en el campeón de los
vuelos sin motor, cosa que entonces no se estilaba todavía.
Fue a chocar contra la valla más cercana y la rompió con el peso
de su cuerpo. Se oyó un terrible crujido donde el «Chask» de los
huesos se unió al «Raaac» de las maderas despedazadas.
Pero aquel fulano era duro de pelar. Se levantó como si tal cosa.
Lanzó una maldición y fue a echar mano al revólver.
No se andaba por las ramas.
Un disparo y asunto concluido. No era cuestión de dar a Kendall
ninguna oportunidad.
Pero Kendall pensó que ya sabía morirse solo. No necesitaba que
le «ayudasen». De modo que se plantó junto a aquel tipo antes de
que llegara a tirar de la culata.
Y lanzó una terrible andanada, combinando derecha e izquierda.
¡Zaaaas!
La cara del individuo cambió de sitio. Sus facciones parecieron
evaporarse un momento en el aire, tal fue su terrible vibración. Y
el fulano se derrumbó de nuevo sobre la valla, terminando de
romper lo poco que quedaba de ella.
Estaba casi K.O.
Pero Kendall no pareció conformarse con ello.
Avanzó hacia él y le propinó dos terribles puntapiés en los
flancos. El fulano sintió tal dolor en los pulmones que ya no se
acordó ni de cuándo había respirado por última vez. Se
estremeció mientras gemía:
—Noooo... ¡No me pegues más!
Kendall aún le dio otro par de puntapiés. Y se inclinó sobre él
para sujetarle por la camisa, mientras le zarandeaba.
Su enemigo estaba completamente derrotado. Apenas podía
boquear. Tuvo que hacer un esfuerzo terrible para balbucir:
—Eso que haces es..., es innoble...
Kendall le soltó.
Una sonrisa enigmática flotaba en sus labios.
—Ya sé que es innoble —dijo—, y además no creas que suelo
hacer eso todos los días.
—¿Pues por qué conmigo? Al fin y al cabo, no me conoces...
—Te equivocas. Claro que te conozco. Y además no creas que
estoy aquí por casualidad.
El otro parpadeó, mientras se restañaba penosamente la sangre
de la boca.
—No nos habíamos visto nunca —farfulló luego—. ¿A qué viene
eso?
—Tú te llamas Tracy.
—Pues..., pues sí... Me llamo Tracy.
—He venido a buscarte sabiendo que te encontraría por aquí, por
las cercanías de Bisbee.
—Pero..., ¿por qué?
—Hay algunas cosas que tú ya sabes, pero que quizá convenga
recordarte, Tracy. Por ejemplo, que tú eras el único amigo de
Louis.
—Louis fue... asesinado por su esposa Miriam. Una escena
salvaje. El pobre Louis...
—¿Desde cuándo le conocías?
—Desde hace bastantes años.
—¿Y en qué consistía vuestra amistad ahora? ¿Qué hacías tú por
él y qué hacía él por ti?
—Llevábamos algunos negocios juntos... Compra y venta de
reses... Compra y venta ae cosechas y todo eso... Lo que se dice
traficar... Pero Louis no servía demasiado para los negocios. El
prefería sus antigüedades y todas esas tonterías que
coleccionaba. Si no llega a ser por mí se hubiera arruinado. El
ponía la mayor parte del dinero y yo la mayor parte del trabajo.
Así íbamos tirando.
—¿Tirabais bien o tirabais mal?
—Psché...
—¿Qué quiere decir eso?
—Los negocios ya no eran tan fáciles como antes. Había que
tener mucha vista, y la verdad es que Louis me ayudaba bien
poca cosa. Perdimos algunos cuanto asuntos buenos por su
dejadez. El sólo se preocupaba de sus manías.
—¿Qué manías?
—Hum... Pues eso: manías...
—¿Mujeres?
Tracy tragó saliva con cierta angustia, mientras sus ojos brillaban
un momento.
—Le gustaba maltratarlas, eso es todo. Quizá Louis las odiaba en
el fondo... No sé. El caso es que él empezaba a sentirse bien
cuando una mujer sufría.
—Pero pese a todo esto erais muy buenos amigos, ¿no?
—Los mejores amigos del mundo. Pero, ¿cómo sabes todo eso?
—Me he tomado la molestia de informarme un poco por ahí...
—Pues si todo lo que quieres saber es eso, te repito que éramos
muy buenos amigos. La persona que más sintió su muerte fui yo.
—Hasta el extremo de que has querido vengarle, ¿eh?
Tracy le miró aturdido.
—¿Vengarle? ¿Pero qué dices?
No pudo hablar más. De pronto aquellos puños de hierro le
sujetaron de nuevo por la camisa y le zarandearon. La cabeza de
Tracy fue de un lado para otro, mientras gemía de angustia.
—¡Has querido vengarle! —barbotó Kendall—, ¡Eres tú el que ha
tratado de matar a Miriam mientras yo la conducía hasta aquí!
—¿Que yo he tratado de matar a Miriam? ¿Y dices que tú la
conduces...?
—¡Sí! ¡Yo soy el federal a quien el Gobierno ha encargado eso! ¡La
he traído aquí cerca para que sea colgada! ¡La he traído porque es
mi deber! ¡Pero no consentiré que la asesinen a medio camino!
¿Entiendes, perro? ¡Yo soy un viejo servidor de la ley! ¡Y todo se
va a hacer legalmente!
—No..., no entiendo lo que dices. Yo no he tratado de matar a
nadie.
—¡Tú disparaste con un rifle desde una colina cuando los dos
íbamos hacia la población de Missel!
—No..., ¡no lo hice!
Kendall lo zarandeó de nuevo.
Lo alzó con sus manos poderosas, a pesar de que el otro no era
ningún alfeñique, y lo volvió a arrojar contra lo que quedaba de la
valla.
Los ojos de Tracy brillaban de terror.
Y Kendall pensó entonces por primera vez que aquel hombre era
sincero. Tal vez no era él quien había disparado sobre la colina.
—Tú eras el mejor amigo de Louis —dijo de todos modos—, Tú
eras el único que podía tener interés en liquidar a Miriam, en
darle el pasaporte definitivo, por si aún tenía alguna posibilidad
de escaparse de la horca.
—Te juro que no lo hice...
Kendall se pasó la mano derecha por la boca.
Cada vez estaba más convencido de que aquel tipo decía la
verdad.
—Está bien —masculló—. Yo tenía una sospecha y he querido
seguirla hasta el final. Era mi deber. Y oye bien esto, Tracy.
—¿Qué..., qué quieres...?
—Donde yo esté, se cumple la ley. Traeré a aquella mujer a
Bisbee cueste lo que cueste y la conduciré hasta la horca si hace
falta. Pero nadie le tocará un pelo de la ropa hasta ese momento,
¿comprendido?
—Comprendido, se... se... señor...
—Señor Kendall. Me llamo Kendall.
—Comprendido, señor Kendall. No voy a meterme en líos.
Bastante trabajo tengo con..., con mis negocios.
El federal chascó los dedos.
—Quiero que expliques esto en Bisbee —exigió—. Y si alguien se
siente guapo y quiere linchar a esa mujer o matarla antes de
hora, va a tener que apañárselas conmigo. En cuanto a este
caballo, me lo llevo prestado. Ya te lo devolveré dentro de un par
de días.
Lo tomó por la brida y se alejó.
No quería que aquel miserable descargara sobre el pobre animal
su fracaso y su furia.
Tracy no se atrevió a decir ni una palabra. Bastante trabajo tenía
con contar sus muelas, por si le faltaba alguna. Y después de
contarlas dos veces, comprobó que los números no le salían.
Al menos le faltaban cuatro.
Mientras tanto, Kendall se alejó.
Tenía que volver a Missel, pero antes daría un vistazo a la
hermosa, próspera... y fatídica ciudad de Bisbee.
CAPÍTULO V
Montando un caballo y llevando al otro detrás, el joven se adentró
por uno de los senderos que llevaban a la ciudad. El terreno era
bastante seco y áspero, pero aquí y allá destacaban algunas
manchas de árboles. El último huracán de lluvias había sido
beneficioso, porque volvería a reverdecer la hierba seca, y las
plantaciones recobrarían un poco de lozanía. Buena falta les
estaba haciendo.
Kendall estaba atento porque no quería sorpresas.
Tracy le había parecido un tipo peligroso. No perdonaría la
humillación y quizá trataría de liquidarle. El hecho de que hubiera
dicho la verdad no significaba que iba a dejar de vengarse.
Y al estar atento le llamó la atención la figura que se hallaba en el
centro del camino. Al principio, le pareció un hombre con un
impermeable, y por si llevaba un rifle bajo él, Kendall tocó
discretamente la culata. Había que estar prevenidos.
Los verdaderos pistoleros no se salvaban por casualidad. Se
salvaban porque sabían prestar atención al detalle más
insignificante.
Pero al estar más cerca se dio cuenta de que no era un hombre con
un impermeable. Era una mujer con una bata bastante ridícula.
Una anciana que además llevaba un sombrero campesino y unas
anticuadas gafas con montura de acero.
Llevaba un paquete envuelto en un gran pañuelo.
Y saludó a Kendall cuando éste se acercó. La anciana tenía una
expresión bondadosa y una sonrisa que reflejaba felicidad
interior. Una de esas sonrisas que abundan muy poco en este
mundo, y mucho menos en el mundo en que se movía Kendall.
—Buenos días, forastero.
Kendall se llevó la derecha al ala del sombrero.
—Buenos días, señora. ¿Puedo ayudarla en algo?
—¿Ayudarme en qué?
—Pues... por ejemplo, usted va a pie y yo tengo dos caballos. Si va
a regresar a Bisbee, puedo llevarla.
—Oh, no... Yo no vivo en Bisbee, sino bastante cerca de aquí. Y
además, me gusta pasear un poco.
—Como quiera, señora.
—Dejo la comida y vuelvo —dijo la anciana.
Kendall parpadeó un momento. ¿La comida para quién? No se
veía a nadie en los campos. Todo estaba tan solitario como un
desierto, a excepción de ellos dos. Y lo único que rompía un poco
la monotonía del paisaje era la mancha de árboles que tenían a
unas doscientas yardas.
—Perdone, señora —dijo el federal, traduciendo sus
pensamientos en voz alta—. ¿Pero la comida para quién?
—Para Jonathan.
—¿Alguien que trabaja por aquí cerca?
—No, Jonathan no trabaja.
—¿Pues quién es?
—¿No lo ha oído usted nombrar? Jonathan es el leproso. Vive en
una casucha entre aquellos árboles.
Kendall parpadeó de nuevo, sintiéndose un poco molesto consigo
mismo. Volvió a llevar la derecha al ala del sombrero, para
despedirse, y dijo:
—Me he metido en algo que no me importaba. Perdone. Buenos
días, señora.
—Oh, claro que le importa... —dijo ella con su sonrisa
bondadosa—. Las desgracias de los demás deben importarnos a
todos, ¿no? ¿O hemos de pasar indiferentes ante el calvario de los
demás?
—Pues..., pues claro que no, señora. Y perdone, pero es que yo no
estoy muy acostumbrado a ese lenguaje, ¿sabe? Me muevo en
otros ambientes.
—Lo cual no le impedirá darme una limosna para el pobre
Jonathan. Aunque sean diez centavos. Yo soy la que me encargo
de pedir para él en la ciudad.
—¿Y le lleva la comida?
—Sí, dos veces por semana. Se la dejo ante la puerta y me
marcho, ¿comprende? Y es que el pobre Jonathan da un poco de
miedo ya, porque está bastante descompuesto. Además, no le
gusta ver a la gente. ¿Imagina desgracia mayor?
—Sí. Por ejemplo, la de una mujer que va a ser ahorcada a los
diecinueve años. Pero ése es otro asunto. Ella ha tenido culpa de
algo y Jonathan no ha tenido culpa de nada. Tome dos dólares.
Espero que con ellos podrá comprarle a Jonathan algo que le
guste.
—¡Oh, claro que sí! Le compraré un pastel. El se pirra por los
pasteles, ¿sabe? Y como nunca se los compra nadie...
Kendall miró con cierta aprensión hacia la mancha de árboles.
Era una lástima que hubiese un leproso allí, tan cerca de la ciudad
de Bisbee. Pero, ¿qué se podía hacer por él?
El joven se encogió muy levemente de hombros.
El mundo está lleno de desgracias, ya se sabe.
Y tras un nuevo saludo a la anciana, reemprendió el galope hacia
la ciudad de Bisbee.
No sabía que allí le estaba esperando ya, para darle la bienvenida,
otra vieja señora muy amiga suya:
La Señora Muerte...
***
Antes de entrar en la calle Principal de la ciudad, releyó las
instrucciones que le habían sido enviadas desde Washington.
Esas instrucciones contenían dos partes.
En la primera se le indicaba la conveniencia de apresar a Miriam
y llevarla a Bisbee para ser ejecutada, en cumplimiento de la
sentencia impuesta. Pero ésta era una misión marginal. La misión
más importante, y por la cual había ido hasta allí, consistía en
controlar las elecciones de Bisbee.
Y las instrucciones para ello estaban en la segunda parte de las
órdenes recibidas.
Estas eran muy concretas.
Decían así:
«Como usted sabe, las elecciones para el cargo de gobernador
del estado, así como otros cargos de menor importancia, se
celebrarán esta vez en la ciudad de Bisbee.
»Los principales candidatos son Larrigan y Gable. Entre ellos
debe decidirse todo. Y como ambos están dispuestos a
emplear todas sus fuerzas y todos sus recursos —legales o
no—, tenemos interés en que usted vigile para que no se
provoquen disturbios y no se vulnere abiertamente la ley.
»Es posible que para amañar las elecciones se llegue incluso al
asesinato, y eso es lo que debe usted evitar.
»Su misión no tiene carácter oficial. En realidad, usted
justificará su presencia en Bisbee porque habrá llevado hasta
allí a Miriam, pero en los demás aspectos se comportará como
cualquier pistolero de la ciudad, teniendo, eso sí, buen cuidado
de no vulnerar las leyes y las reglas del juego limpio. En
cualquier caso, las autoridades de Washington negaremos que
se le haya enviado a usted a Bisbee con esta misión.
»Tenemos informes de que los dos candidatos, Larrigan y
Gable, son gente dudosa. Tanto que si se les puede probar
algún crimen anterior se anularán las elecciones. Esa es
también misión de usted.
»En la ciudad hay una mujer que puede orientarle. Se trata de
Ann Bunsen. Conoce muy bien todas las interioridades de la
política local, y en consecuencia se le aconseja que recurra a
ella.
»Por último, destruya estas órdenes cuando las recuerde
perfectamente de memoria, y en todo caso antes de llegar a
Bisbee. Larrigan y Gable tienen hombres destacados en todas
partes. No conviene que este documento pueda caer en sus
manos.
»Buena suerte».
El documento llevaba el sello de la Secretaría de Justicia. Un sello
que había sido estampado en la lejana Washington.
Puesto que Kendall ya conocía de sobra aquellas instrucciones, y
como ya estaba en Bisbee, decidió quemarlos. De modo que
arrugó un poco el papel, sacó un fósforo y le prendió fuego
meticulosamente.
Por fin aventó las cenizas.
La orden había sido cumplida.
Entró en la ciudad poco a poco, pensando que quizá le convendría
quedarse una noche allí. Miriam no iba a poder huir de la ciudad
de Missel, estando tan enferma como estaba. Y él, en veinticuatro
horas por ejemplo, podría averiguar muchas cosas sobre la
personalidad de Larrigan y Gable.
De modo que fue a dirigirse a un hotel.
No vio a los tres hombres que se iban parapetando tras la esquina.
No vio aquellos revólveres que ya le apuntaban a la cabeza.
***
Kendall descabalgó ante un amarradero que había en el centro de
la calle Principal. Tomó las riendas para dejar sujeto al animal,
pero pensó que antes le convenía llevarlo al abrevadero.
Su caballo tenía sed. Tanta que, cuando vio el gesto de su amo,
lanzó un relincho de alegría y dio un salto hacia el agua.
Fue ese gesto impulsivo lo que costó la vida al pobre animal y lo
que salvó de momento la piel a Kendall. Porque de pronto la
cabeza del animal tapó la suya, al avanzar con mucha más rapidez
de la que esperaban los tres hombres apostados en la esquina.
Sonó una descarga cerrada.
La cabeza del primer corcel pareció deshacerse en el aire. El
segundo, el que había pertenecido a Tracy, que venía detrás, huyó
rápidamente. Y eso hizo comprender a Kendall que el caballo
había reconocido a su antiguo dueño.
La reacción del joven fue instantánea.
Hizo una extraña pirueta en el aire, girando hacia el amarradero
mientras las balas aullaban en torno suyo. Y de pronto, en
cuestión de segundos, aterrizó entre las patas de los caballos.
Los tres hombres se habían descubierto para apuntar mejor.
Uno de ellos era Tracy, llegado a Bisbee por un sendero que
acortaba el camino. Había adelantado a Kendall e incluso había
tenido tiempo de contratar a dos sicarios para que hicieran el
sucio trabajo que él solo no podía hacer.
Lanzaron un triple grito que se convirtió en un solo aullido.
Ya no podían matar a traición a Kendall, pero seguían siendo tres
contra uno. Dispararon rabiosamente entre las patas de los
caballos, tratando de acribillar al federal.
Pero Kendall no era manco.
Manejó el revólver con una rapidez meteórica. Una auténtica
rociada de balas salió del amarradero.
Uno de los pistoleros pareció querer abrazarse a la columna del
porche que le protegía.
Y se pegó con tal entusiasmo a la columna, que ya no se despegó
más. Los forzados espectadores de la escena lanzaron un
unánime grito al ver que la madera se empezaba a teñir de
sangre.
Los otros dos intentaron retroceder.
Tracy estaba asustado. Ahora que había fallado la trampa, no
sabía qué hacer. Intentó cubrirse con una cortina de plomo
mientras huía.
Su compinche dio un salto para separarse de él.
Fue un salto muy bueno.
Pero que terminó siendo muy malo.
Porque el pistolero se empotró de cabeza en un charco del suelo
y quedó hundido allí, mientras el agua turbia de las últimas
lluvias se iba tiñendo de rojo.
El alarido de Tracy se repitió.
Ahora ya estaba sólo a unos centímetros de la esquina. Pareció
que iba a poder cobijarse y librarse de la muerte.
La última bala de Kendall pareció adivinar sus movimientos.
Buscó justo el camino que seguiría la cabeza de Tracy.
Esta produjo un seco chasquido mientras cambiaba de sitio.
Una terrible grieta se había abierto en su frente. Tracy cayó hacia
atrás, hecho un fardo, mientras soltaba el «Colt».
Y Kendall salió poco a poco de entre las patas de los excitados
caballos.
Ya había empezado su siniestro trabajo en Bisbee. Acababa de
matar nada menos que a tres hombres cuando apenas había
entrado en la ciudad. ¡Y eso que no le convenía llamar la atención!
Dirigiendo una triste ojeada a su caballo muerto, fue en busca del
corcel que había sido de Tracy y que estaba detenido cerca de allí.
Lo tomó por la brida mientras susurraba:
—Lo que es tu amo ya no te reclama hasta el día del Juicio Final,
macho...
CAPÍTULO VI
Kendall pensó que lo primero que debía hacer ahora era buscar
un alojamiento.
Podía preguntar por Ann, la hija de Bunsen, y pedir que ella
misma le instalase, pero eso hubiera sido llamar demasiado la
atención. Bastantes cosas raras había hecho ya desde que puso los
pies en Bisbee, matando a tres hombres que se disponían a
apiolarle a él.
Lo mejor sería entrevistarse con Ann más tarde y como por
casualidad para que no le relacionaran a él con la muchacha. De
este modo evitaba que los que pensaban matarle, si existían
quisieran matar también a Ann.
Mientras caminaba llevando de la brida a su caballo, a lo largo de
la calle Principal, Kendall pensaba en todo esto, y pensaba
también que alguien debía haber advertido de su visita a las
autoridades de Bisbee. Le parecía evidente que toda la zona
estaba controlada por los hombres de Larrigan o por los de Gable,
y cualquier jinete desconocido que se acercara debía llamar en
seguida la atención. Incluso era posible que alguien, muy hábil,
hubiera registrado sus ropas y sus documentos la última vez que
él durmió bajo techo en un fonducho de mala muerte, ya cerca de
la ciudad en que había de detener a Miriam.
Se detuvo de pronto ante el rótulo de un hotel.
Aquel rótulo prometía grandes emociones al que atravesara el
umbral. Porque el hotel se llamaba ni más ni menos que Los
Placeres de la Frontera.
Y en el porche, a la sombra, había dos sillones con dos chicas
sentadas en ellos. Dos chicas enseñando las piernas.
Kendall no lo pensó más y penetró en tan esperanzador tugurio.
La dueña, o al menos la que estaba tras el mostrador de
recepción, era una mujer.
Su exagerado escote puso al descubierto todo lo que
normalmente se ve y no se ve, cuando, inclinándose un poco
hacia adelante, saludó al recién venido.
—Buenos días, forastero..,
—Buenos días, señorita.
—Señora —corrigió ella.
—En ese caso, ¿no podría hablar con su marido?
Después de verse obligado a matar a tres hombres, Kendall no
quería ya más líos.
—No puede ser —rió la exuberante dama.
—¿Por qué?
—Porque está en el cementerio. Lo apiolaron hace seis semanas.
—En ese caso, mi pésame, señora.
—Gracias. No sabe lo desdichada que soy. ¡Mi pobre marido era
tan perfecto! Al día siguiente de su muerte empecé a buscarle un
sustituto, pero no lo he encontrado aún.
—Yo..., yo sólo quería una habitación tranquila —dijo
modestamente Kendall.
—¿Con vistas?
—¿Con vistas sobre qué? ¿Sobre la calle?
—¡No sea animal, hombre! Sobre las piernas de alguna bailarina.
—No sabía que en Bisbee tuvieran tantos adelantos —dijo
Kendall.
—Lo que tenemos son bailarinas. La gente aquí se divierte,
créame. Raro es el que ocupa la habitación solo. Por algo mi
honrada y decente casa se llama Los Placeres de la Frontera.
—Comprendo, señora. Si yo tuviera una hija haría que se educase
aquí, con usted. Palabra.
—Yo prefiero educar a los padres.
—Pues va la avisaré si quiero tomar clases. ¿Cómo se llama
usted?
—Greta. Y dese prisa. Cada día hay más peticiones y me quedan
ya pocas horas libres.
—Bu... bueno. ¿Qué número de habitación puede darme?
—La dos. Yo tengo la uno.
—A mí lo mismo me da un número que otro —dijo Kendall
intentando salvarse—. Si quiere colocarme en la veinte...
—No, porque allí duermen dos bailarinas y, con franqueza, no le
conviene. Las dos usan peluca. De modo que le situaré en la
mejor habitación de la casa. Vamos, acompáñeme.
Kendall la acompañó.
La mujer subió delante de él, y el federal notó que al movimiento
de sus caderas sólo le faltaba música.
Pero él no había venido allí a pensar en mujeres. La única que le
interesaba ver era a Ann, y por el momento aún no quería
encontrarla. De modo que procuró no mirar a la desconsolada
viuda mientras ésta subía las escaleras delante suyo.
La habitación número dos daba sobre la calle, y ¡oh, casualidad!,
tenía una puertecita que comunicaba con la número dos.
—Es sólo por si necesita algo —aclaró Greta—. Hay quien por las
noches se le ocurre pedí, un vaso de whisky.
—Claro... Hay gente muy caprichosa.
Ella se reclinó en el mullido lecho.
—¿Estará usted cómodo, forastero?
—Mucho. Greta, es usted la primera persona amable que
encuentro desde que entré en esta perdida ciudad. Sólo por tener
mi caballo en una cuadra sé que me cobrarán dos dólares diarios.
Y nada más llegar aquí, ya he tenido que liarme a tiros con tres
hombres.
—Lo sé.
—Caramba, sí que corren las noticias...
—Usted es un federal llamado Kendall.
—¿Co... cómo lo sabe?
—Alguien avisó desde el último sitio donde estuvo usted
durmiendo. Su llegada la esperaba toda la ciudad. Sé que ha
matado a tres hombres, pero usted tampoco vivirá mucho,
Kendall.
—Eso me temo.
—Por tal razón le aconsejo que aproveche el tiempo. Luego le
haré enterrar junto a mi maridito y lloraré por usted como lloro
por él; se lo prometo.
—Pues sí que voy a tener buenos funerales...
Greta se puso en pie. Era una auténtica escultura, y al parecer le
gustaba que los hombres estuvieran de acuerdo en eso.
—¿Conoce a alguien más aquí? —preguntó.
Kendall, dándose cuenta de que todos los secretos eran ya
inútiles, preguntó:
—A una chica llamada Ann. ¿Sabe dónde está?
—¿Ann Bunsen?
—Sí.
Greta se encogió de hombros y luego dijo sin que le cambiase
para nada la voz:
—De modo que Ann Bunsen... Bueno, a ésa ya no la verá. La
enterramos hace dos semanas.
Y añadió con indiferencia, como única oración fúnebre:
—Pobrecilla... Tuvo una indigestión de cuerda.
CAPÍTULO VII
La sepultura lo decía bien claramente, por medio de las letras
grabadas en la lápida: «Ann Bunsen». Nada más. Ni la edad, ni la
fecha y las causas de la muerte.
Kendall sentía una especie de vértigo, como si acabara de
penetrar en un mundo donde nada era verdad. Saber que se
hallaba ante la tumba de Ann, que hubiera debido estar llena de
salud y de vida le parecía tan absurdo que dudaba de la misma
realidad de lo que estaba viendo.
Se sentía dominado por una desorientación que acababa con sus
energías. Era como si a cada momento, cuando pensaba en la
muerte de Ann, le asestaran un golpe en la nuca.
Greta, que estaba a su lado, enfundada en unas ropas muy
ceñidas que hacían aún más esbelta su figura escultural, le señaló
la tumba mientras le miraba a los ojos.
—¿Te convences ahora, Kendall?
—Es..., es increíble.
—Yo misma asistí a su entierro. Fuimos todas las mujeres de la
población, como es costumbre en esta comarca. Te aseguro que
la pobre muchacha daba auténtica pena.
La voz de Kendall sonó ronca sin que él se diese cuenta.
—¿La ahorcaron?
—Sí.
—¿Quién?
—Bueno, en la ciudad tenemos un verdugo... Fue él quien se
encargó de ponerle la soga.
—Pero la orden la dio otro, ¿verdad?
—Sí; el juez y un jurado. Pero el juez es un borracho y el jurado
estaba compuesto por una pandilla de cobardes.
—Hubo alguien que las obligó a emitir un veredicto de
culpabilidad. Sé de sobra lo que ocurre en esos casos. ¿Quién fue
el que dio la orden para que la condenaran?
—Larrigan.
Las mandíbulas de Kendall se encajaron fuertemente, pareciendo
como si formaran un solo bloque de piedra. Sus puños también se
cerraron fuertemente hasta parecer dos mazas de granito. Un
pesado silencio se abatió sobre los dos, en la calma del
cementerio, hasta que al fin él lo rompió para decir:
—¿Qué excusa tuvo Larrigan?
—Dijo que ella había asesinado a uno de sus hombres. Tonterías.
El hombre murió en un tiroteo casual, pero Larrigan aprovechó la
circunstancia para desembarazarse de la chica.
—¿Por qué tanto interés?
—Bueno, sobre esto hay muchas opiniones... —Greta vaciló
mientras ordenaba sus recuerdos—. Lo cierto es que ella estaba
investigando sobre los manejos de Larrigan. Este consideraba
segura la reelección porque por entonces Gable daba muy pocas
muestras de actividad. Pero la muchacha le pareció peligrosa.
Creyó que trabajaba para Gable.
—¿Y era cierto?
—No lo sé.
Kendall se mordió los labios.
—¿Gable no hizo nada por salvarla?
—No.
—¿Por qué?
—Se desinteresó del asunto. Quizá no le dio importancia. ¡Quién
sabe! El caso fue que Ann, cuando las cosas se pusieron feas para
ella, feas de verdad, no encontró a nadie que la apoyase. Al
principio debió parecerle absurdo. ¡Intentar condenarla a ella por
la muerte de un hombre a quien ni siquiera conocía! Pero luego,
de pronto, se encontró con la soga al cuello, y entonces lo absurdo
se transformó en realidad. Nadie movió un dedo por la pobre
muchacha.
Kendall apretó los labios.
Imaginaba la situación, y todo lo que estaba imaginando le sacaba
de quicio. Pensaba en la pobre Ann sometida al veredicto de trece
cobardes. Pensaba en su última noche, cuando aún debió creer
que había para ella esperanzas de salvación. Y en el momento en
que la subieron al patíbulo, cuando vio la cuerda suspendida
sobre su cabeza.
Greta le estaba mirando a los ojos.
—¿Qué te ocurre, Kendall? Estás muy pálido...
—Ann era una buena muchacha... —susurró él con voz ronca—.
No tenía intereses políticos. Era inofensiva, pero quizá sí que
investigó algo sobre las actividades de Larrigan. Su padre es un
alto empleado del Departamento de Justicia de Washington, del
cual dependemos los agentes federales en gran parte. Puede que
ella considerase en cierto modo un deber de fidelidad hacia su
padre informar a éste de lo que veía aquí. Pero no llegó a
informarle, porque yo vi a su padre hace un par de semanas y él
no sabía nada. Es más, estaba seguro de que Ann aún vivía. Era
una muchacha inofensiva a la que Larrigan no debió hacer nunca
daño. ¡Nunca!
Se había alterado. Sus puños habían vuelto a cerrarse y eran
nuevamente como mazas de granito. Su rostro era el que Greta
siempre había visto en los hombres dispuestos a matar.
Luego, el rostro de Kendall cambió. Fue serenándose poco a poco.
—Quizá te haya explicado demasiadas cosas, Greta —susurró.
—No tiene importancia. Sé ser discreta.
—A pesar de tu ligereza en algunas cosas, Greta, tú eres una chica
con sentido común. Espero que quedes al margen de lo que pueda
suceder en esta maldita ciudad, y además no abras los labios
acerca de lo sucedido hoy.
Greta rió.
Tenía una risa un poco provocativa, como todo en ella, pero
agradable y sana.
—No te preocupes; no diré nada, pero de todos modos ya la
ciudad entera sabe en este momento que te he acompañado al
cementerio, que tú conocías a Ann y que eres un federal dispuesto
a hacer justicia. Las cosas no variarán porque yo calle, créeme. En
este momento, Larrigan ya debe haber decidido tu muerte.
—Le costará trabajo.
Ella le puso inesperadamente una mano en el antebrazo. Le miró
con una extraña expresión al fondo de sus ojos.
—A pesar de las bromas que he hecho contigo en el momento de
tu llegada, Kendall, sentiría que a ti te ocurriese lo mismo que a
Ann. Sentiría que te matasen.
—No lo conseguirán.
Caminaban juntos, sin proponérselo, hacia la salida del
cementerio. El silencio, la calma de aquel lugar de reposo
quedaban atrás. Frente a ellos veían añora el polvo de las calles
de Bisbee, aquella ciudad del diablo.
—El que me ha desengañado algo, o mejor dicho bastante, es
Gable —murmuró Kendall.
—¿Por qué?
—Le tenía por un hombre decidido, por un hombre que hubiese
defendido a una chica como Ann.
—No hagas caso. Gable llevaba entonces poco tiempo en la
ciudad. Se mostraba poco en público, costumbre que también
sigue ahora. Tal vez pensó que era arriesgado, políticamente
hablando, el tomar partido por una chica a la que no conocía.
—De todos modos debió...
—Gable es un político, no un federal. Los políticos no se
arriesgan con tanta facilidad como vosotros.
Llegaron frente al hotel. Ella preguntó:
—¿Entras?
—No. Primero quiero hacer unas cuantas cosas.
—¿Visitar a Gable?
—Tal vez.
—Ten cuidado, Kendall.
—¿Por Gable?
—No. Por Larrigan.
El se llevó dos dedos al ala del sombrero, a modo de saludo.
—Gracias, señora.
—Si soy una señora o no, no lo has comprobado todavía.
—Para todo quedará tiempo.
—No me gusta que se enamoren de mí por correspondencia,
Kendall.
—No pienso hacerlo. Pero primero quiero estar seguro de que no
nos estorbarán.
Volvió a hacer un saludo y se alejó.
Sus pasos le llevaron pausadamente hacia la casa donde le
habían dicho que vivía Gable, un viejo edificio de dos pisos cuyas
ventanas estaban cerradas casi siempre.
Nada más entrar en el hotel, Greta se encontró con un tipejo
pequeño y que parecía hecho al revés. Aquel tipejo la estaba
esperando.
Era Mouse, el confidente de Larrigan. El fulano que, para
contárselo luego a su jefe, se enteraba de todo lo que sucedía en
Bisbee.
Mouse la contempló de pies a cabeza.
Su mirada era vidriosa. Le gustaban las mujeres altas e
impresionantes, y Greta resultaba la más alta e impresionante de
toda la línea fronteriza. Quizá por eso sentía Mouse ante ella
tanta rabia, tantos complejos y tanta desesperación. Quizá por
eso se daba cuenta ante ella —solamente ante ella— de que era
un pobre ratón.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó.
—El lo ha contado todo. Efectivamente, es un federal. Conocía a
Ann, y ella era hija de un alto funcionario de Washington. Uno de
esos tipos que administran el Oeste desde la capital, sin haber
tocado un revólver jamás.
—Ya.
—Está rabioso. La muerte de Ann le ha dolido tanto como la de
un familiar muy próximo. Ignoro si conocía a la chica o no, pero
no hay duda de que querrá vengarla.
—Ya.
—¿No sabes decir otra cosa?
—Ante ti se me cortan las palabras, Greta.
—Pues dile a Larrigan que, si no anda con cuidado, a él se le
puede cortar algo más importante: la respiración.
—¿Va a haber pólvora?
—Para incendiar la ciudad entera.
—¿Y qué va a hacer ese tipo ahora?
—De momento, visitar a Gable. Pero supongo que se trata de una
visita sin importancia, sólo para saber qué clase de hombre es
nuestro enemigo político. Y ahora no pierdas más tiempo. Ve en
seguida a avisar a Larrigan.
Los ojillos de Mouse brillaron.
—Tengo algún dinero, Greta...
—Y yo tengo buen gusto. ¡Largo de aquí!
Mouse salió disparado como alma que lleva el diablo.
Greta fue a su habitación, se quitó canturreando el vestido de
calle, para ponerse otro más ligero que casi transparentaba su
ropa interior, y volvió al mostrador de recepción de Los Placeres
de la Frontera.
No era de extrañar que su hotel tuviera público, y que nadie
protestara de las tarifas.
Y es que Greta era lo que se llama una hotelera complaciente. A
veces en sus ratos de aburrimiento, pensaba que las autoridades
debían haberle dado un diploma.
***
Kendall estaba a punto de llegar al porche de la casa donde vivía
Gable, cuando adivinó que las cosas iban a precipitarse.
Aunque llevaba poco tiempo allí, había llegado a conocer un poco
la ciudad. Tenía ya catalogados a los tipos que dormían en las
esquinas y a los que trabajaban en los establecimientos, cerca de
las puertas que daban a la calle. De una sola ojeada podía decir
quiénes eran peligrosos y quiénes no, y por eso le llamaron la
atención aquellos dos tipos a caballo que se acercaban
parsimoniosamente.
Habían doblado una esquina.
Venían por el centro de la calle Principal, sin mirarle al parecer,
pero con las manos cerca de los revólveres.
Kendall, que los vigilaba por el rabillo del ojo, se dijo que muy
pronto aquellos dos tipos pasarían al galope.
Y así fue.
Antes incluso de lo que había calculado, cuando estaban a unos
veinte metros, los dos jinetes picaron espuelas salvajemente y
lanzaron sus caballos sobre él, mientras sacaban sus revólveres
en un solo gesto.
Kendall obró sin nerviosismo, de un modo perfectamente
calculado. De pronto, su figura tranquila y hasta un poco indolente
se estiró como si tuviera un muelle dentro. Cayó sobre el porche
de la casa de Gable, dio una vuelta sobre él y sacó su revólver
mientras las primeras balas de sus enemigos picaban el suelo.
Las primeras balas...
Ya no hubo más.
Kendall disparó cuatro veces, a fulminante velocidad, contra
aquellos blancos fáciles que pasaban al galope ante él. De las
cuatro balas falló una, pero las otras fueron decisivas. Los jinetes
salieron despedidos de sus sillas y quedaron quietos en el suelo,
después de dar una trágica voltereta.
Kendall no se molestó en mirarles.
Eran carne de horca como tantos y tantos a los que había
conocido en su vida. Desgraciadamente, el Oeste estaba lleno de
tipos así.
Guardó su revólver y en ese momento un haz de luz se proyectó
sobre él.
La puerta de la casa de Gable acababa de abrirse, y la luz que
llegaba hasta él procedía del vestíbulo. Una figura humana se
recortaba en el umbral.
Una voz opaca dijo:
—Vaya... Veo que tiene usted puntería señor Kendall.
—¿Me conoce?
—¿Cómo no iba a conocerle? Yo soy Gable.
Kendall se puso en pie.
Estaba asombrado de muchas cosas, pero sobre todo de la rapidez
con que las noticias corrían por aquella maldita ciudad.
—Supongo que debo de estar encantado de conocerle, señor
Gable. Eso es lo que debe decir una persona educada, ¿no?
—Los pistoleros no necesitan ser educados, señor Kendall. Pero
entre, de todos modos. Sea bien venido a mi casa.
Kendall entró, mientras en la calle se formaba un cierto tumulto
en torno a los dos cadáveres. La casa de Gable era grande y lujosa,
pero había en ella poca luz. La lámpara del vestíbulo estaba
situada muy cerca de la puerta, dejando en penumbra grandes
zonas de la habitación. A Gable se le distinguía como a una
sombra más que como a una persona. Durante el día la situación
debía ser parecida, ya que casi todas las ventanas estaban
cerradas.
El mismo Gable era realmente un tipo extraño. De estatura no
demasiado alta, resultaba un hombre más bien débil, aunque muy
bien constituido, y el dueño al parecer de una envidiable juventud.
A pesar de que usaba barba, con la que intentaba parecer mayor,
no se le podían atribuir más allá de veinticinco años.
Vestía con elegancia levita a medida, pantalón gris y botas bien
lustradas.
Por último, tenía una voz opaca y que parecía llegar desde muy
lejos.
—¿Sorprendido de su examen, señor Kendall? —preguntó,
cuando él lo hubo mirado a gusto.
—Sí, en parte sí. Le imaginaba a usted más viejo.
—Tiene razón. Me dejo la barba para parecer mayor, pero sólo
tengo veintiséis años. Temo que la gente piense que soy
demasiado joven para iniciar una carrera política y administrar
una región tan peligrosa como ésta. ¿Quiere pasar?
Le invitó a entrar en un despacho tan oscuro como el vestíbulo,
pero bien amueblado, donde había algo que en seguida hizo
estremecer a Kendall.
Un retrato de Ann.
CAPÍTULO VIII
El médico cerró su maletín mientras dirigía una ojeada a la
habitación en que se encontraba Miriam. Su mirada se detuvo
unos instantes en la ventana, sobre la que habían cerrado ya
definitivamente las sombras de la noche.
—Está haciendo un tiempo de perros —dijo—. Creo que va a
llover otra vez y los caminos se llenarán de torrenteras. Nadie
sabe lo que eso significa para mí. Con los caminos impracticables,
no puedo visitar ni a la mitad de los que me llaman.
Miriam levantó un poco la cabeza de la almohada.
Sus ojos ya no relucían a causa de la fiebre.
Pero estaba muy postrada. Apenas tenía fuerza para moverse. Y
su voz fue muy débil al preguntar:
—Y a mí, doctor, ¿cómo me encuentra?
—Lo peor ya ha pasado, pero de todas formas no puede
abandonar la cama.
—¿Por cuántos días?
—¿Le importa?
—Es simple curiosidad —dijo Miriam con la misma voz débil—.
Quiero saber cuánto tiempo podré permanecer aún en Missel y
cuándo se me llevarán a Bisbee.
El médico cerró un momento los ojos.
Le dolía el trágico panorama de aquella mujer. Le dolía de tal
manera que no acertaba a explicarlo.
—Pongamos una semana —susurró—. Yo lo alargaré todo lo que
pueda.
—Gracias, doctor, pero ya no sé qué es peor. Si mantener las
esperanzas, con lo cual prolongo también esta agonía, o pedir que
me lleven a Bisbee y acabar de una vez.
El médico se encogió de hombros mientras hacía un esfuerzo para
no mirarla.
—Ese no es asunto mío —dijo—. Lo único que yo sé es que no
está en condiciones de reemprender el viaje. Y la sentencia la
condena a morir en la horca, no en un camino cualquiera.
—Me temo que Kendall no le hará caso. En cuanto vuelva me
llevará a Bisbee, esté yo como esté.
—El tal Kendall es bastante bestia, ¿verdad?
—Para él no existe más que la ley, y está dispuesto a hacerla
cumplir a toda costa.
—Hum... pues aparte de eso, tiene cara de piedra —murmuró el
médico—. No me inspira ninguna confianza. Confieso que no
puedo hacer nada para ayudarla a escapar, Miriam, porque a un
tipo así le tengo miedo.
—Lo comprendo, doctor. Ya está haciendo bastante por mí.
Gracias.
El hizo girar el pomo de la puerta, pero mantuvo sus ojos
recelosamente clavados en la ventana negra.
—Le deseo que no tenga pesadillas —dijo—, ¡Uf! Además del mal
tiempo que hace, resulta que ésta es la época de los aparecidos.
—¿Aparecidos? ¿Qué dice?
—Sí... Viejas y estúpidas tradiciones de las ciudades, que se
transmiten de padres a hijos. Creencias contra las que no se puede
luchar. La gente cree que en esta época los muertos vuelven.
Miriam palideció más aún de lo que estaba.
Todo aquello le pareció absurdo y hasta un poco ridículo, pero la
voz tensa del médico produjo en su interior como un ramalazo
inquietante.
El médico fue hasta la ventana y corrió las cortinas.
—¿Por qué lo hace? —susurró Miriam.
—Es una tontería, ya lo sé. Pero no quiero que tenga usted
sobresaltos. No quiero que vea dibujarse sombras en las ventanas.
Había algo de especial, de opaco, de inquietante en aquella voz.
Miriam, no supo por qué, sintió un estremecimiento que empezó
en su piel y terminó en sus huesos.
La puerta se cerró suavemente.
Quedó sola, hundida en un silencio que estaba cargado de oscuros
presagios.
Oyó repiquetear la lluvia en los cristales, más allá de las cortinas.
Y pensó que estaba bien así, al calor de las mantas, mientras la
noche la rodeaba. Pensó que era agradable la sensación de la vida,
el sentir el calor de su propia sangre, mientras el mundo entero se
llenaba de frío, de silencio y de sombras.
Pero, ¿cuánto tiempo duraría eso? ¿Cuánto tiempo circularía aún
la sangre joven, ardiente, por sus venas? ¿Cuántos días, cuántas
horas tal vez iba a durar su vida?
Miriam se dio cuenta ahora de que hay algo mucho peor que la
muerte.
Esperarla.
Verla venir, no poder hacer nada por evitarle, para luchar contra
ella.
Notó que le pesaban los ojos.
La fiebre volvía poco a poco.
Los cerró e intentó dormir. Quizá con el sueño llegaría el olvido. El
olvido... Esto era lo que más necesitaba en el mundo.
Consiguió dormirse, dominada por la fiebre, pero no supo si ese
sueño había durado una hora o sólo diez minutos. Cuando
despertó bruscamente, todo era silencio en torno suyo. La llamita
de la lámpara era algo más débil. Sin duda se estaba terminando
el aceite.
Las sombras de la habitación apenas podían ser disipadas.
Eran espesas y fúnebres. Parecían irse aproximando a la cama en
que yacía Miriam.
Esta tuvo la sensación de que no había despertado por sí sola. La
había despertado algo.
¿Qué?
No hubiera podido decirlo.
Pero de pronto tuvo otra vez la sensación que ya había tenido en
sueños. La sensación de que alguien golpeaba quedamente, muy
quedamente, en el cristal de la ventana.
Pensó al principio que era una pesadilla.
Pero, no. Ahora estaba bien despierta. Y el roce en los cristales,
más allá de las cortinas, se repitió, como si un gato los estuviera
arañando desde fuera.
Miriam se llevó un momento las manos a los ojos.
La fiebre la dominaba, pero no podía seguir así. De nada le servía
ocultarse la verdad, y la verdad era que tenía miedo.
Se destapó poco a poco.
El roce seguía en los cristales. Era lento y monótono. Rac... Rac...
Luego cesaba. Y en seguida otra vez: Rac... Rac...
Temblando de fiebre y excitación, la mujer se acercó.
Las cortinas corridas le producían un efecto espectral. Le parecía
como si detrás de ellas hubiera una tumba.
Casi no se atrevió a tocarlas.
Pero el roce seguía, y eso terminó con el poco equilibrio nervioso
que le quedaba a la joven. Inhaló aire profundamente, mientras
apretaba los labios con un gesto de decisión, y descorrió las
cortinas.
Sus labios se separaron entonces de repente.
Sus labios se separaron en un grito agónico.
Porque detrás de los cristales., mirándola fijamente, estaba una
cara que ella conocía muy bien.
¡Estaba la cara de Louis!
¡La cara del muerto!
CAPÍTULO IX
Kendall dio unos pasos por la habitación y se puso un cigarro en
los labios. Sin la menor consideración para la enferma, que
respiraba con dificultad, lo encendió y exhaló una bocanada de
humo.
Sus facciones seguían siendo tan pétreas y tan impasibles como de
costumbre. No reflejaban la menor humanidad. Daba la sensación
de que no creía una sola palabra de lo que le había dicho Miriam.
—De modo que vuelvo de Bisbee —dijo—, y me sales con esa
historia de fantasmas. ¡Como si no tuviera ya bastantes
preocupaciones, maldita sea! ¿Es que piensa que voy a tragarme
eso? ¿Por quién me has tomado? ¿Por unos de esos imbéciles que
creen que los muertos vuelven?
Miriam estaba más abatida que la primera vez.
No tenía fuerzas ni para levantar la cabeza de la almohada. Con
voz que era apenas un soplo, dijo:
—No trato de que me creas. Sólo te digo que vi a Louis.
—Sí, ¿eh? ¿Y cómo le reconociste?
—¿Por qué no había de reconocerlo? Fue mi marido. Lo fue
aunque lo odiara con toda mi alma.
—Pero era de noche. No pudiste ver bien su cara.
—Aunque la vi sólo un instante fue como si la estuviera viendo
durante una eternidad, Y estaba su cicatriz en la frente... Eso no
faltaba.
—Mucha gente tiene cicatrices en la frente.
—Como ésa no. Es una cicatriz en forma de «L» que le causaron de
una puñalada. Y además vi su cara. Su cara la conozco bien. ¿O es
que no me crees en eso tampoco?
Kendall no hizo ningún gesto. No quedó claro si la creía o no. Más
bien dio la sensación de esto último, porque hizo
un gesto despectivo mientras exhalaba otra columnita de humo.
—Patrañas —dijo—. Tú estás en un primer piso. ¿Cómo iba a
subir hasta aquí?
—No lo sé. Un primer piso no es ningún obstáculo. Y además, los
muertos suben a donde quieren.
—Je, je... Y los vivos también.
—No me crees, ¿verdad?
—Ni una palabra.
—Tampoco... tampoco lo necesito. Yo sólo digo lo que vi.
—¿Dónde estaba el alguacil de Missel?
—No lo sé. Supongo que montando guardia en la planta baja como
de costumbre.
—¿Y él no notó nada?
—¿Qué va a notar?
Kendall se volvió de pronto y dirigió hacia el rostro de Miriam una
mirada de desprecio.
—Mira, nena, los condenados a muerte inventan toda clase de
mandangas para retrasar su fin. No creas que a mí me vas a
convencer con eso. Si Louis se te aparece es que no está muerto, y
si no está muerto es que tú no lo asesinaste. Así de sencillo,
¿verdad? ¿Y cuál es el mecanismo de todo eso? Pues el siguiente:
yo me trago la píldora y pido a las autoridades de Bisbee que
inicien una investigación antes de ahorcarte. Inician la
investigación, pierden con eso un mes, que son treinta días, y
mientras tanto tú tienes treinta ocasiones para fugarte. ¿No es eso
lo que pretendes?
Miriam tragó saliva.
Movió la cabeza tenazmente, para negar.
—¡No! —gritó—. ¡No pretendo nada de eso! ¡Y para probártelo te
pido que me lleves a Bisbee de una vez! ¡Estoy harta de pesadillas
y lo único que quiero es acabar! ¡Haz que me cuelguen de una
soga!
Kendall hizo otro gesto despectivo.
Y arrojó el cigarro al suelo, sin preocuparse por el hecho de que
siguiera humeando.
—Yo sé lo que tengo que hacer —dijo—. No necesito los consejos
de una zorra. Te llevaré a Bisbee, pero con las garantías
suficientes. Cumpliré fielmente la ley.
—Me has llamado zorra... ¿Por qué tienes que tratarme así? ¿O es
que la ley también te ordena eso?
Kendall movió la cabeza un momento pesarosamente, como si por
primera vez se arrepintiera de algo que había hecho.
—En eso no te falta la razón —dijo—. No tengo ningún derecho a
insultarte. Pero es que no puede decirse que haya venido de
Bisbee con los nervios muy tranquilos.
—¿Qué ha ocurrido en Bisbee?
—En primer lugar, he tenido que matar a un viejo amigo de tu
marido. A un fulano llamado Tracy...
—Tracy... Claro que sí. Eran uña y carne. ¿Pero eso qué significa,
Kendall? ¿Que tú matas y a ti no te pasa nada?
—Cuidado con lo que dices, preciosa. Yo no lo ahogué estando
indefenso. Yo lo maté en defensa propia, después de que me hubo
preparado una sucia encerrona en compañía de otros dos
compinches. Pero no hemos de discutir eso. La única verdad,
maldita sea, es que lo de Bisbee me ha crispado los nervios.
—¿Por qué? ¿Por lo de Tracy o por algo más?
—Bah... —dijo él con un tono despectivo—. Lo de Tracy ya lo
había olvidado a los diez minutos de ocurrir. Lo que no podré
olvidar tan fácilmente es lo de Ann.
—¿Ann?
—Sí, Ann Bunsen, la hija de un alto funcionario a quien vi en
Washington. La muchacha vivía en Bisbee y conocía muy bien los
secretos de todo el estado. En las instrucciones escritas que me
dieron se me recomendó que atendiera sus indicaciones en caso
de tener dudas. Aparte de eso, su padre también me había
recomendado que acudiera a ella.
—No veo que eso crispe los nervios de nadie.
—El caso es que cuando llegué ya la habían ahorcado —farfulló
Kendall.
Miriam palideció mortalmente.
—¿Ahorcado? —susurró.
Era como si se hubiera visto a sí misma. Como si acabara de ver su
propio cuerpo, joven y lleno de vida aún, en el momento del
primer espasmo, en el momento de empezar a balancearse al
extremo de la cuerda.
Y añadió con voz ronca:
—¿Cómo pudieron hacer eso?
—Fue sencillo, con un juez borracho y un jurado amañado. La
acusaron de un crimen que no había cometido, buscaron testigos
falsos y... ¡zas! No la dejaron ni escribir una última carta a su
padre. El aún debe ignorar que ha muerto.
—Pero eso es..., es espantoso...
—¿Por qué crees que me pinchan los nervios dentro del cuerpo?
—gruñó Kendall—. ¡Claro que es espantoso! ¡Y estoy dispuesto a
que lo de esa muchacha no quede sin venganza!
—¿Has hecho ya algo?
—Lo primero ha sido ir a ver a Gable. Gable es el rival político de
Larrigan, el cerdo que hizo ahorcar a Ann Bunsen.
—¿Y por qué no has ido a ver a Larrigan directamente? ¿Por qué
no lo has matado?
—Porque no puedo hacer eso en época de elecciones sin un
motivo muy grave. Primero necesitaba informarme, y por eso he
ido a ver a Gable. Me extrañaba que éste no hubiera hecho nada
para salvar a Ann.
—¿Y qué te ha dicho?
Kendall dio unos pasos por la habitación, mientras decía
lentamente:
—Gable es un tipo joven, aunque quiere parecer mayor. Me ha
explicado que no se atrevió a intervenir porque el proceso contra
Ann era «legal», aunque en realidad se tratase de una canallada. Y
pensó que ir abiertamente contra la «legalidad» podía costarle las
elecciones.
—Su posición es cobarde, pero justificable —murmuró Miriam—.
Hay muchos políticos así.
—Lo extraño —dijo Kendall— es que tenía en su casa un retrato
de Ann Bunsen.
—¿Quéeee...?
—Sí, lo has oído bien. Un retrato de Ann Bunsen, la muchacha a la
que se negó a salvar. Era una magnífica pintura, y no pude sacarle
demasiadas explicaciones acerca de su origen. Lo único que me
dijo fue que lo había conseguido en la población de Ciudad Juárez,
en México. Pero ni una palabra más.
Miriam cerró los ojos.
Había palidecido más que de costumbre. Había palidecido con tal
intensidad que Kendall hubo de notarlo.
—¿Qué te pasa ahora, condenada? —barbotó.
No podía decirse, desde luego, que la tratara con demasiado
respeto.
Diríase que ya estaba deseando terminar aquello y ver a Miriam
colgando de una cuerda.
Miriam apenas despegó los labios para decir:
—Es extraño...
—¿Extraño? ¿El qué?
—Yo también estuve en Ciudad Juárez.
—¿Tú? ¿Cuándo?
—Hace dos años.
—Yo creí que no te habías movido del rancho en que trabajabas.
Al menos eso me diste a entender cuando me contaste tu
«lastimosa» vida.
—¿Es indispensable que te burles?
—No me burlaré más. Hala, continúa.
—Bueno, pues estuve en Ciudad Juárez muy poco tiempo. El
patrón nos llevó a unos cuantos vaqueros y a mí en un viaje
rápido. Quería comprar sementales y para eso necesitaba a los
vaqueros: para que luego los transportasen. En cuanto a mí, me
necesitaba para preparar la comida a los hombres en las etapas
del viaje.
Kendall, quien por un momento había manifestado un cierto
interés, arrugó luego el ceño bruscamente.
—Bah... —dijo—. Eso no tiene ninguna relación con Ann Bunsen.
—Ya lo sé, pero eso no quita que sea extraño.
—¿Por qué?
—De tantas ciudades como hay en el Oeste, las dos hemos estado
en la misma ciudad: Ciudad Juárez. Y de tantas ciudades como hay
en el Oeste a las dos nos han condenado a muerte en la misma:
Bisbee.
Kendall parpadeó.
Volvió la cabeza de pronto y miró las facciones de la joven.
Estas eran inexpresivas. Miriam había vuelto a cerrar los ojos.
Parecía no querer pensar en nada. Sólo librarse de sus tenebrosas
pesadillas...
—Miriam... —susurró—. A mí me consta que Ann Bunsen era
inocente. ¿Ocurre lo mismo contigo? ¿Hay aquí un complot?
—¿Y por qué había de haberlo? Yo soy una mujer insignificante. Y
si hubiese un complot, ¿a ti qué te importaría?
—Yo tal vez sea un ciego servidor de la ley, pero también sé cuál
es mi deber humano, muñeca. Y si eres inocente te defenderé. Mi
cargo también me obliga a eso.
—No —dijo Miriam con desesperanza—. Me gustaría poder gritar
que soy inocente, pero por desgracia no lo soy. Yo ahogué a mi
marido.
Y volvió a cerrar los ojos, sin fuerzas para hablar más.
Kendall lanzó una imprecación en voz baja y corrió las cortinas
para que ella descansase mejor. Luego salió de la habitación,
cerrando silenciosamente.
Un momento después bajó al vestíbulo, donde tenía que estar
vigilando el alguacil. Pero el alguacil dormía con las dos piernas
sobre la mesa.
CAPÍTULO X
Puesto que Miriam no podía seguir el viaje aún, Kendall decidió
volver a Bisbee, dejándola al cuidado del alguacil de Missel
mientras se reponía. Legalmente, eso era lo único que podía
hacer. No estaba autorizado a transportar una mujer enferma, con
riesgo de que se le muriese por el camino. No podía llegar a
Bisbee entregando sólo un cadáver.
De modo que se largó él solo.
Llegó por la noche.
Y se fue a dormir a pierna suelta al hotel Los Placeres de la
Frontera. Bueno, lo de pierna suelta es un decir. La dueña estuvo
carraspeando y haciendo ruido hasta las dos de la mañana, a ver
si él la oía y se decidía a abrir, pero Kendall tenía otros problemas
en qué pensar. De modo que se hizo el sordo.
El muy idiota...
El muy cafre...
El muy gandul...
Al final la dueña del hotel dio un rabioso puntapié a la puerta
mientras barbotaba:
—Bueno, tú te lo pierdes.
Y también ella se quedó dormida.
Soñando con los angelitos.
Unos angelitos muy especiales que tenían la cara de Kendall.
Este, a la mañana siguiente, no se atrevió a desayunar en el hotel.
La dueña era capaz de meterle cianuro en la leche.
De modo que se dirigió al saloon más cercano y pidió su desayuno
favorito: dos huevos y medio litro de leche con un cuarto litro de
whisky. Un auténtico biberón, vamos. Como para repartirlo de
premio a los niños de las escuelas.
Estaba acabando de beber el último trago cuando dos individuos
se acercaron a él.
Los dos iban armados con revólveres último modelo. Y los dos
tenían una cara de mala baba que tumbaba de espaldas.
Se plantaron ante la mesa de Kendall.
Uno de ellos masculló:
—Oye, tú...
Kendall eruptó.
Lo hizo en la cara de aquel tipo.
Con toda la mala educación de que fue capaz.
Luego puso tranquilamente ambos pies sobre la mesa.
—Sólo doy limosnas los domingos por la mañana —dijo—. De
modo que ya podéis poneros a la cola para ese día. Tenéis los
números diecinueve y veinte.
Los dos tipos quedaron lívidos.
Jamás habían esperado una frescura semejante. Pensaron que sus
manos sobre las culatas impresionarían a Kendall.
Pero narices.
Kendall estaba tan tranquilo que hasta hizo dar una vuelta
completa a su cigarro habano antes de ceñirlo con sus labios.
El otro pistolero barbotó:
—¡Eh, tú! ¡Te estamos hablando!
—Y yo os escucho, hermanos. ¿Qué os pasa? ¿Qué puedo hacer
por vosotros, queridos amigos? ¿Escupir en vuestras caras?
¿Romperos una botella de whisky en la cabeza? ¿Afeitaros y de
paso cortaros el cuello? Vosotros diréis.
Los dos pistoleros estaban más amarillos cada vez.
No entendían la sangre fría de aquel buitre.
Kendall encendió el cigarro y exhaló una bocanada de humo.
—Vamos, hijos de perra —exclamó al cabo de unos instantes—,
¿A qué esperáis? ¡Hablad!
Los dos sacaron a la vez sus «Colt».
Pero Kendall tampoco se inmutó.
Siguió fumando tranquilamente.
—Sí, ya veo —dijo—. Vuestros «Colt» son del último modelo. ¿Y
por qué me los enseñáis? ¿Qué pasa? ¿Queréis vendérmelos?
—Vas a acompañarnos —dijo la voz chirriante de uno de los
pistoleros.
—¿Sí? ¿Adónde?
—A ver al jefe.
—¿Qué jefe?
—Nosotros trabajamos para Larrigan.
Kendall exhaló una columnita de humo mientras decía
pensativamente:
—Ah, sí... Ese cerdo que quiere ser gobernador.
Uno de los pistoleros perdió la paciencia.
Alzó el «Colt» para aplastarlo contra la cabeza de Kendall,
mientras el otro apuntaba al federal para mantenerlo quieto.
Pero Kendall sólo estaba quieto cuando a él le daba la gana.
No iba a consentir que aquellos esbirros le tiraran de las narices
como a un muñeco.
De modo que hizo un rapidísimo movimiento de torsión con todo
su cuerpo, una especie de tirabuzón en el aire. Aquel movimiento
fue casi imposible de seguir con la vista. Kendall desapareció de la
silla mientras volcaba la mesa.
Una de las balas atravesó el punto exacto en que había estado su
cabeza hasta un segundo antes.
El otro pistolero descargó el martillazo con la culata del revólver,
sin poder frenar ya.
Kendall, de espaldas en el suelo, había sacado el revólver mientras
caía. Sus dientes chirriaron en el momento en que, apoyado en
uno de sus codos, hacía fuego rabiosamente.
Se oyó un doble alarido.
Los dos sicarios de Larrigan quedaron por un momento como
suspendidos en el aire, en el centro del saloon. Y luego hicieron
ambos a la vez una extraña pirueta.
Uno de ellos pareció querer colgarse de un cuadro y cayó con él
estrepitosamente.
El otro vaciló sobre sus pies y se estrelló contra la barra. Todos los
vasos que había en ésta vacilaron. Una botella saltó por los aires.
Kendall se puso en pie.
Los que acababan de presenciar la rapidísima escena se dieron
cuenta de que no había ni parpadeado.
Luego, el federal se dirigió a la barra.
Apartó al muerto.
El dueño del local le miraba sin poder dominar el temblor de sus
labios.
—Be... be... be... beba lo que quiera —dijo—. La... la. .. la... la casa
invita.
—Ya no tengo más sed. Sólo quiero saber cuánto le debo.
—Na... na... nada, señor. Y vu... vu... vuelva cuando quiera. Todo...,
todo lo tiene pagado.
—Antes quiero saber una cosa. ¿Es verdad que esos buitres
trabajaban para Larrigan?
—Sssss... Sí, señor.
—¿Dónde está Larrigan ahora?
—Debe estar en su oficina, casi enfrente de aquí. Y seguro que si
ha enviado a éstos a buscarle es porque quiere verle.
—Pues me verá —dijo Kendall suavemente—. Por todos los
infiernos, claro que me verá...
Y salió a la calle.
Vio que, efectivamente, la oficina de Larrigan estaba al otro lado
de la calle.
Una oficina donde, en grandes carteles, se proclamaba el slogan
del candidato:
LARRIGAN FOR GOVERNOR!
El joven entró.
Había un fulano en el vestíbulo.
Trató de cortarle el paso.
Kendall le dijo muy amablemente:
—Aparta, guarro.
Y le largó un terrible gancho a la mandíbula.
El otro por poco queda colgado de una lámpara. De pronto
pareció tener la mar de interés en revisar el funcionamiento de las
mechas.
Había una escalera enfrente de Kendall.
Kendall la subió.
Una secretaria la bajaba.
Una secretaria con una falda muy cortita, con unos parachoques
muy, muy, muy parachoques y con unos labios que estaban
haciendo «Smak, Smak».
La secretaria balbució:
—No puede usted subir.
Y Kendall masculló:
—Y tú no puedes bajar, nena.
La sujetó en sus brazos y la besó en la boca. La otra por poco se
marea. No se dio cuenta de que la soltaba, la ponía sobre la
escalera y la hacía patinar por el pasamanos de la barandilla hasta
llegar abajo.
Kendall siguió tan tranquilo.
Llegó al piso superior, donde un dibujo de Larrigan en actitud,
enérgica, reproducido a gran tamaño, llenaba casi toda la pared.
El slogan se repetía allí de una manera obsesionante:
LARRIGAN GARANTIZA EL ORDEN. LARRIGAN ES LA LEY.
¡LARRIGAN PARA GOBERNADOR!
Kendall empujó una puerta con el pie.
Allí estaba Larrigan.
Allí estaba el gran hombre.
Firmaba unos documentos.
No levantó la vista al oír que la puerta se abría.
El federal se plantó ante él y barbotó:
—Hola; soy Kendall.
Larrigan terminó de firmar sin mirarle.
—Gracias, muchachos por haberlo traído —dijo—. Obligadle a
que se siente. Y ojo con que ese cerdo se mueva.
A los labios de Kendall asomó una sonrisa helada y siniestra.
Gruñó:
—Más valdrá que me pague el importe de dos coronas.
—¿Dos coronas para qué?
—¡Para sus hombres, qué cuerno! ¿O es que no va a tener ni
siquiera ese detalle con ellos?
Larrigan alzó de pronto la cabeza.
Su cara se volvió de color marrón.
Había creído tener indefenso a Kendall, traído hasta allí por sus
dos sicarios, y se encontraba con sus ojos helados, con sus puños
de hierro... y con su revólver. Se encontraba en una situación para
él tan increíble que hasta la silla tembló bajo sus posaderas.
—Kendall... —barbotó.
—¿Qué pasa? ¿No quería verme?
—Bueno, yo...
—Hable, hombre... Soy todo oídos.
—Yo quería decirle...
—Siga, hombre, siga... ¿No ve que soy todo oídos... y todo puños?
Y disparó un mazazo con su derecha.
La mitad de la cara de Larrigan pareció volar, mientras que la otra
mitad se quedaba en su sitio.
El cacique por poco se desmorona sobre la mesa. Tendió las
manos y se sostuvo en ella para no desplomarse.
—Habla —exigió Kendall—. ¿Qué querías?
La habitación se llenó con la voz rechinante de Larrigan:
—Pagarás esto, maldito. Te juro que lo pagarás.
—Puede que yo lo pague mañana, hermano, pero tú ya lo estás
pagando ahora. Dime para qué querías verme.
—Quería decirte que..., que tuvieras cuidado con lo que haces. Tú
has matado a Tracy.
—¿Y qué te importaba Tracy a ti?
—Era amigo mío.
—Es estupendo eso de ser buen amigo de los amigos. No sabes la
ilusión que me da. ¿Y qué más?
—Tú has ido a ver a Gable.
—Sí, he ido a verle. ¿Y qué?
—Gable no es amigo mío.
—Lo supongo.
—Gable es mi rival político y al que me está chafando las
elecciones. Quiero saber si la visita que le hiciste fue para darle tu
apoyo.
—Fue para hablar de algo más importante.
—¿Qué?
—La muerte de Ann Bunsen.
Larrigan se estremeció.
Se notó en seguida que aquel tema de conversación le había
cogido de improviso y además no le gustaba ni pizca.
—La muerte de Ann Bunsen... —dijo cuando pudo recobrar el
aliento—. Bueno... Fue un asunto lastimoso, pero legal. ¿Qué
tienes que decir?
—Tú hiciste que la ahorcaran.
—¡La ahorcaron por orden del juez! ¡Y hubo un jurado legalmente
constituido!
—Un juez borracho y un jurado que constituiste tú mismo.
Larrigan alzó un poco las manos, que temblaban ostensiblemente.
—Muchacho, no... no compliques las cosas. Tienes dinero a ganar.
Nadie ha dicho que vayas a salir perjudicado en este asunto.
Kendall le miró con desprecio.
Chascó dos dedos ante la propia cara de Larrigan. Y dijo con voz
que era apenas un soplo:
—No es mal enemigo el que avisa, Larrigan, y yo te aviso. Voy a
averiguar exactamente lo que ocurrió con Ann Bunsen, y si llego a
la conclusión, que ya casi tengo, de que fue un asesinato legal, te
colgaré del árbol más alto que haya en todo Bisbee. No creo que
tarde en ello más de dos días, de modo que ya estás avisado,
querido muchacho, amigo de mi alma. Dos días para que huyas de
aquí si no eres inocente o te dispares una bala en el centro de la
cabeza. Ahora ya sabes lo que va a pasar, maldito buitre. Ya sabes
que cuentas con mi voto.
Sujetó a Larrigan por las solapas de la levita, lo levantó sin
esfuerzo y lo arrojó contra una de las paredes. La pared estaba
ocupada por un gran cartel que, como todos, decía:
LARRIGAN FOR GOVERNOR!
El cacique quedó medio aplastado contra la pared.
En aquel momento entró otra secretaria en el despacho. También
falda muy cortita, también parachoques muy, muy, muy, y
también labios de «Smak, Smak».
Por lo visto aquel cerdo de Larrigan las escogía a todas iguales.
La chica miró con asombro a su jefe caído en el suelo y barbotó:
—Pero, ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué es esto?
—Nada, nena. Que le he dicho a tu jefe que le daría mi voto y le ha
hecho tal impresión que ya ves...
CAPÍTULO XI
Kendall llevaba los años suficientes en aquel cochino oficio para,
no hacerse ilusiones. Sabía demasiado bien que lo que se jugaba
Larrigan era muy importante, tanto que no vacilaría en llegar
hasta donde fuese. Y como ya estaca advertido, mataría sin
dudarlo. En cierto modo, Kendall era un condenado a muerte.
Pero habría que ver quién era el guapo que le ejecutaba.
Mientras avanzaba poco a poco por la calle Principal de Bisbee,
recargó su «Colt» y fue en busca del caballo a la cuadra del hotel.
Volvería de momento a Missel.
Quería seguir vigilando a Miriam, que era una pieza demasiado
importante para él.
Salía ya de la ciudad cuando encontró de nuevo a una ridícula
dama a la que conocía bien. La pobre mujer que cuidaba de llevar
comida al leproso, estaba en el borde del camino recogiendo
hierbas con un gran capazo.
Kendall la saludó llevándose la derecha al ala del sombrero. La
mujer no se dio cuenta de su presencia hasta el último momento,
y entonces sus ojos se iluminaron de alegría.
—¡Oh, buenos días! —dijo—. ¡Qué sorpresa verle de nuevo por
aquí!
—Es posible que nos veamos otras veces —dijo Kendall—. Vendré
con frecuencia a Bisbee.
—No sabe usted cuánto me alegro. Es usted un joven muy
simpático.
—¡Vaya...! La primera persona que me lo dice.
—¡Es que hay por aquí cada tipo! ¡Cada sheriff, cada pistolero y
cada federal...! Usted no será ninguna de las tres cosa, claro.
Kendall tragó saliva.
—Pues no, no... —dijo—. ¿Cómo iba a ser yo un federal? ¡Qué
cosas se le ocurren! ¿Tengo yo pinta de eso?
—Pues no sé... Bien mirado...
Kendall desvió en seguida la conversación.
—¿Qué hay? —preguntó—. ¿Compró usted el pastel para su buen
amigo, el leproso Jonathan?
—Sí que se lo compré, pero no parecía tener muy buen apetito.
Esta mañana he ido y aún estaba intacto.
—Oiga..., ¿no le habrá pasado algo a Jonathan?
—¿Quiere decir que... si habrá muerto?
—Sí, eso. La gente no suele dejar los pasteles. Y usted dijo que a él
le gustaban mucho.
—Quizá se siente mal... Pero el caso es que el resto de la comida sí
que lo había retirado. Es terrible esto, no se lo puede imaginar. ¡La
da tanta vergüenza que le vean!
Kendall fue a llevar la mano al bolsillo.
—¿Quiere más dinero para él? —preguntó.
—Está bien, pero no me dé dos dólares como el otro día, porque
sería demasiado. Deme sólo uno.
Kendall se inclinó, le puso un dólar en la mano y luego siguió su
viaje.
Llegó a Missel al atardecer.
La primera persona a la que encontró fue el médico, quien por lo
visto aquel día también había girado visita en la zona.
—Buenas tardes, doctor.
—Buenas tardes, verdugo.
—No me tiene demasiada simpatía, ¿eh?
—Sólo quiero saber qué garantías va a tener esa pobre mujer a la
que llevará a Bisbee.
—¿Garantías? Ya las ha tenido todas. Ha sido juzgada legalmente
en rebeldía y condenada. Lo único que hace falta ahora es que la
ejecuten.
—¡Y se queda usted tan fresco...!
Kendall se encogió de hombros.
—¿Qué quiere? —preguntó—. ¿Que eso me quite el sueño?
Arreglado estaría, yo cumpliré con mi deber y la llevaré a Bisbee
cuando pueda montar a caballo. Por cierto, ¿cómo se encuentra?
—Me gustaría que estuviese enferma seis meses.
—Pero no lo está, ¿eh? Je, je...
—¿De qué sirve negarlo? En las últimas horas ha tenido una
evolución muy favorable.
—Pues seguramente me la llevaré mañana.
—¡Oiga, eso es una imprudencia! ¡Puede recaer!
—Eso soy yo quien lo decide.
Y Kendall desmontó del caballo para dirigirse al saloon, en una de
cuyas habitaciones estaba la enferma.
Tuvo una buena sorpresa al encontrarla levantada.
Miriam aún estaba muy pálida, pero al menos se tenía en pie. Y
aquella palidez, aquella sensación de debilidad, aún la hacía más
deseable y más hermosa. Había en ella como un aura, como un
encanto especial que quizá venía de lo cerca que estaba de la
muerte.
Miriam musitó:
—No creí que vinieras tan pronto, Kendall.
—Parece que te encuentras mejor, ¿eh?
—Bastante mejor.
—¿Sabes que eso te perjudica? Cuanto antes estés disponible,
antes iremos a Bisbee.
—¿Disponible para qué? ¿Para la horca?
—Disponible para lo que sea.
Ella se encogió de hombros con resignación, con infinita tristeza.
—De nada serviría mentir —dijo—. Tú notarías en seguida que ya
estoy mejor.
—Por supuesto que lo notaría. Y puede que te lleve a Bisbee
mañana mismo.
—Mejor. Así terminaremos de una vez con esta pesadilla.
—Pero antes quiero hacer una prueba.
—¿Qué prueba?
—Saber si puedes montar a caballo. ¿Crees que esta tarde podrías
hacer tres millas de ida y tres de vuelta?
—Supongo que sí. Pero, ¿por qué justamente esa distancia?
—Hum... Porque hay unas tres millas desde aquí a la casa en que
tu marido tenía sus malditas antigüedades.
Miriam palideció aún más. Palideció tanto, que por un momento
Kendall incluso llegó a alarmarse.
—Bueno —preguntó—, ¿qué te pasa ahora, cuernos?
—Nada, excepto que... Yo no quiero volver allí.
—¿Estuviste alguna vez?
—Sí, y no me gusta. Tengo malos recuerdos de todos los sitios en
que viví con Louis. Y aquél, además, es siniestro.
—¿Qué guardaba?
—Antigüedades, máscaras, trastos... Era un coleccionista muy
extraño. Le gustaban las cosa fúnebres más que las otras.
—Pero también le gustaban las mujeres bonitas...
Y la miró significativamente. Miriam enrojeció por primera vez en
mucho tiempo, pero no fue precisamente de placer. No, ni mucho
menos.
—No tienes ningún derecho a opinar sobre lo que yo te parezco
—susurró.
—Claro, claro... Bueno, ¿puedes montar a caballo o no? Haré la
prueba de todos modos. Si no quieres ir a ese sitio, iremos a otro.
Miriam se puso en pie. Un pensamiento loco acababa de atravesar
por su cerebro.
¿Y si aquel hombre quisiera ayudarle «legalmente»? ¿Y si quisiera
darle oportunidad para una caída de caballo, con la cual era muy
fácil que se rompiese una pierna?
Y una pierna rota tarda en curar mes y medio.
Y, según la ley, a una mujer que está en cama no pueden
ahorcarla.
¿Era eso lo que quería Kendall?
La mujer pensó que sí, y por eso accedió a vestirse y a montar a
caballo. Pero apenas se había instalado sobre la silla cuando
Kendall masculló:
—Iremos despacio, condenada. No quiero tener disgustos. No
quiero que te caigas y te rompas una pierna...
***
Se notaba que la casa llevaba largo tiempo abandonada. La hierba
había crecido en el sendero que conducía hasta ella, y el viento
fuerte que silbaba entre las montañas había empezado a
desvencijar el tejado. Tenía aquella casa un «no sé qué» de
misterioso y hermético. Un par de grandes árboles le daban
sombra. Eran árboles siniestros que parecían hechos ex profeso
para colgar de ellos a la gente.
Miriam se sentía intranquila.
Cuanto más se acercaban allí, más temblaban sus labios y más
errabunda estaba su mirada.
Kendall murmuró:
—No te gusta, ¿eh?
—No me gusta nada.
—De todos modos, veo que te sostienes muy bien a caballo. La
prueba ha resultado mejor de lo que creía.
—Pues si ya hemos hecho la prueba, ¿por qué no volvemos? ¿Qué
necesidad tenemos de entrar ahí?
Kendall se encogió de hombros.
—No entres si no quieres. Yo sólo voy a echar un vistazo por
simple curiosidad. Tengo ganas de saber cómo era el tal Louis.
—Ya te lo he dicho: un tipo despreciable.
—De acuerdo, pero me gustaría ver sus antigüedades. Es sólo un
momento. ¿Qué vas a hacer tú?
Miriam dirigió sus ojos hacia el vacío con un gesto de resignación.
—Me quedaré aquí. Pero, ¿no tienes miedo de que huya mientras
tú estás en la casa?
—No irías muy lejos si trataras de huir —dijo Kendall con una
mirada burlona—. Ya me he preocupado de que tu caballo sea
bastante peor que el mío. Además, ¿crees que voy a dejarte
demasiado tiempo sola?
Y avanzó hacia el edificio.
Este era de buena calidad.
Resultaba bastante recargado en sus detalles y se adivinaba que lo
había hecho construir un hombre algo maniático, uno de esos
tipos que se pasan la vida amontonando las cosas que les gustan,
aunque no sean de utilidad.
Miriam descendió también del caballo y se quedó quieta
contemplando el edificio, mientras Kendall se alejaba.
Los ojos de la mujer estaban turbios.
¡Había pasado tantas angustias allí! ¡Había sido tan desdichada
desde el maldito día en que las circunstancias la obligaron a
unirse con Louis!
No quería pensar en eso.
Louis ya estaba muerto.
Ella lo había ahogado con sus propias manos. Había cometido un
crimen, era verdad, pero estaba dispuesta a pagar por él.
Mientras tanto, Kendall forcejeaba en la puerta. Pudo abrirla y
entrar al cabo de unos instantes. Cinco minutos después volvía a
salir.
Miriam había estado dominando su impaciencia.
Cinco minutos eran para ella una eternidad. Sentía los nervios tan
a flor de piel que se hubiera puesto a chillar.
Suspiró con alivio al ver de nuevo a Kendall.
Aunque Kendall no era lo que se dice una buena compañía, le
parecía mejor que sentirse sola.
Pero el federal no se acercó.
Llevaba en las manos una pequeña máscara de madera. También
llevaba un pedazo de piedra, que mostró a distancia a Miriam.
Esta gritó:
—¿Qué pasa? ¿No vienes?
—He encontrado algo interesante.
—¿Esa máscara? ¡Bah! Supongo que en la casa hay docenas de la
misma clase. Son máscaras indias. Louis tenía la manía de
coleccionarlas.
—Me ha llamado la atención, pero lo interesante no es eso.
—Pues ¿qué es?
—El mineral que ves aquí.
Miriam no podía distinguirlo bien a causa de la distancia, pues ella
estaba a unas veinte yardas de la casa. Pero le pareció que el
material era perfectamente vulgar, aunque tenía un brillo notable.
Se encogió de hombros.
—Bueno, ¿y qué? —preguntó.
—O mucho me equivoco o aquí puede haber oro incrustado —dijo
Kendall—. Por lo tanto, quiero saber si procede de esas colinas
que hay ahí detrás.
Miriam emitió una risa amarga, una risa con la que se hirió ella
misma.
—Estaría bueno que encima descubrieras un yacimiento —dijo—.
Estaría bueno que el llevarme a mí a la horca te sirviera aún para
convertirte en un hombre rico.
—No hay para tanto — dijo Kendall—, pero al menos quiero
averiguar de qué se trata. Espérame.
Y desapareció a pie, dando la vuelta a una colina, mientras dejaba
que su caballo ramoneara por allí cerca.
Miriam sintió un sudor helado en sus sienes. Sintió que los
nervios le pinchaban en la piel.
¿Le estaba dando Kendall una oportunidad para que huyese? ¿Se
lo estaba poniendo en bandeja para que ella aprovechara la
ocasión?
Tal vez no. Tal vez lo que ocurría era que Kendall se sentía muy
seguro de sí mismo y se confiaba demasiado. Pero, de un modo u
otro, acababa de cometer una grave, una terrible imprudencia.
Había dejado su caballo al alcance de Miriam...
Miriam sintió que se le secaba la boca.
Si ella conseguía matar el caballo de Kendall, éste ya no podría
perseguirla en bastante tiempo. Y para entonces Miriam ya habría
vuelto a perderse en el Oeste. Tendría una nueva oportunidad
para salvar su piel.
Los labios de la mujer temblaron ostensiblemente.
Era repulsivo matar un caballo. Pero no le quedaba más remedio
que hacerlo si quería escapar de la horca.
Claro que ella no tenía armas, pero dentro de la casa encontraría
lo que necesitaba. Allí había viejos sables con los que poder causar
al menos una herida en una pata del corcel de Kendall. Y con un
caballo cojo nadie persigue a nadie.
De modo que se acercó a la casa y entró.
No había estado allí desde que visitó aquel lugar con Louis. No
había vuelto a ver aquello desde que su marido aún vivía.
Y le pareció que todo estaba igual. No había cambiado ni el aire.
Aquel aire espeso, casi irrespirable, que se desprendía de los
viejos objetos, de las máscaras indias, de los antiguos arcones, de
los vestidos deshilachados.
Louis había sido de esos tipos que lo guardan todo, con tal de que
tenga un cierto interés histórico. Incluso había colgados viejos
hábitos de los primeros monjes que establecieron allí las misiones
católicas. En largas hileras, colgados de las perchas, se alineaban
vestidos indios de ceremonia. Las paredes estaban llenas de
máscaras y hasta había, apoyados en ellas, antiguos ataúdes de los
que emplearon, los primeros colonizadores del Oeste, ataúdes que
estaban hechos con las tablas de sus mismas carretas.
Todo aquello hacía estremecer a Miriam.
Era como un mundo eternamente desconocido en el que le daba
angustia entrar.
Sobre todo los ataúdes.
Aquellos ataúdes cerrados en los que palpitaba el misterio.
Dio un par de vueltas confusas por allí.
No recordaba bien dónde estaban las armas, es decir las viejas
espadas y los puñales con interés histórico.
Cuando entró allí con Louis —había entrado una sola vez— no se
fijó demasiado bien en los detalles. Recordaba que Louis, en una
de sus clásicas crisis de nervios, empezó a maltratarla. Louis era
una especie de monstruo que sólo disfrutaba cuando la veía sufrir.
Antes de darle un beso, la abofeteaba con toda su rabia.
Por eso Miriam no recordaba muy bien la distribución de las
cosas.
Pero tenía que darse prisa, porque en cualquier momento Kendall
podía volver.
Abrió alguno de los arcones.
No encontró en ellos más que viejas telas carcomidas por la
polilla.
Fue hacia el otro lado de la casa.
Quizá las armas estuvieran allí.
Se movía febrilmente, ansiosamente.
Pero de pronto se detuvo en seco.
Se detuvo como esos perros de cazador que se quedan «de
muestra», incluso con la pata alzada y la boca abierta, en la misma
posición en que han visto a la pieza. Ella se quedó con una pierna
extendida, con un brazo levemente alzado y con los labios
entreabiertos, mientras contenía la respiración.
Como si algo se abriese.
¡Como si se estuviera abriendo, por ejemplo, la tapa de uno de los
ataúdes...!
CAPÍTULO XII
Miriam ya había entrado allí con miedo, pero lo que ahora sintió
estuvo por encima de eso. Ahora sintió que su cuerpo dejaba de
pertenecerle. Le pareció que su sangre había dejado de circular
por las venas.
¡Porque aquel sonido acababa de repetirse!
¡Y no en el lado de la puerta! ¡No era que alguien tratase de entrar!
¡El sonido se había producido en el lado de los ataúdes!
Ññññeeeec....
Había llegado hasta ella con tanta claridad que la mujer estuvo a
punto de caer desvanecida.
Recordaba el rostro que había visto entre las sombras aquella
noche. Recordaba el rostro de Louis, que había vuelto de la tumba.
¡Recordaba su mirada al otro lado de los cristales, viniendo del
Más Allá!
Y éste era su reino.
La casa en que ahora se encontraba había sido el lugar favorito de
Louis. Si en algún sitio del mundo su espíritu permanecía vivo,
tenía que ser allí.
Miriam giró poco a poco sobre sus tacones.
Y, más poco a poco aún, se llevó las manos a la garganta. Le estaba
fallando la respiración. Había instantes en que tenía la sensación
de estar ahogándose.
Sus ojos se dilataron de horror.
Estaba segura de haberlo visto.
En las largas hileras de vestidos colgados... ¡se había movido algo!
No supo qué fuerza misteriosa la empujaba hacia allí.
Era como la atracción del horror, la atracción de lo inexplicable.
Hay momentos en que el miedo nos hipnotiza tanto que no somos
dueños de nuestra voluntad.
Sus manos se movieron bruscamente.
Apartó los viejos ropajes que se habían movido. ¡Y entonces allí,
entre las sombras, vio otra vez la cara de Louis! ¡Vio su cicatriz en
forma de «L»! ¡Vio sus ojos que la miraban diabólicamente!
El grito lacerante de Miriam tuvo que oírse en toda la casa y hasta
más allá de las colinas. Fue un grito en el que su garganta pareció
romperse y quedar sin fuerzas. Bruscamente cayó de rodillas y se
puso a gemir, sabiendo que estaba perdida.
No tenía ninguna duda de que Louis querría matarla.
Se vengaría de ella atrozmente.
Pero nada sucedió, quizá por la sencilla razón de que los muertos
no hacen daño a nadie. De pronto Miriam sintió que la ahogaba el
silencio. Levantó la cabeza y no vio a nadie. Los ropajes estaban
inmóviles. La cara que había visto de Louis parecía no haber
existido jamás.
¡Pero ella sabía que existía! ¡Ella sabía que no había sufrido
ninguna alucinación!
¡Louis aún tenía que estar allí!
Su propio miedo la hizo saltar hacia la puerta. Salid gritando,
gimiendo, llevándose las manos a la cara desesperadamente.
—¡Noooo! ¡Noooo! ¡Noooo...!
Estaba como enloquecida.
Tropezó con la puerta al salir huyendo.
Y hubiera caído a tierra hecha un ovillo de no haberla sujetado en
el aire los férreos brazos de una persona que no figuraba
precisamente entre sus amistades, pero que al menos significaba
para ella la salvación. De no haberla sujetado en el aire los brazos
hercúleos del propio Kendall.
CAPÍTULO XIII
Este la había dejado tendida en el suelo, con mucho cuidado,
mientras se dirigía hacia su caballo. Volvió de él trayendo en sus
manos una pequeña cantimplora que contenía aguardiente.
Lo dio a beber a Miriam.
Esta tosió. Y los golpecitos que Kendall le dio en la espalda para
animarla parecieron ir a romperle las costillas.
Por fin la mujer estuvo en situación de hablar, pero no lo hizo. En
lugar de eso, rompió a llorar mansamente.
Kendall musitó:
—Bueno, ¿qué ha sido esta vez, muñeca? ¿Por qué has entrado en
la casa?
—Quería..., quería encontrar algún arma para herir a tu caballo y
poder escapar yo... ¡Esa es la verdad! ¡Sólo quería huir!
—Me parece un deseo muy razonable —dijo Kendall—, Y en todo
caso la culpa hubiera sido mía por confiarme demasiado. ¿Pero
por qué te has puesto a chillar de esa manera?
—Era..., ¡era Louis!
Kendall hundió en ella unos ojos cargados de incredulidad.
—Bueno, muñeca —dijo—. Ya está bien, ¿no?
—¡Te juro que lo era! ¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡Casi he
podido tocarlo con mis manos!
—Yo he estado allí un poco antes que tú y no había nadie —
murmuró Kendall—, Y no creas que no tengo ojos, nena. Yo
también me fijo bien en las cosas.
—¡Te juro que digo la verdad! ¿Por qué iba a inventármelo? Si no
llego a ver a Louis, ¿no hubiera aprovechado para huir?
Kendall cabeceó.
—En eso tienes razón —dijo.
—Louis estaba ahí... Tenía que estar en uno de los ataúdes... ¡Tenía
que estar!
—Bueno, más vale que no te excites.
Le dio de beber otro poco de licor y luego bebió él también.
Se pasó pensativamente el dorso de la mano por la boca.
—Miriam, quiero hacerte una pregunta —dijo.
—¿Cuál?
—Reflexiona bien antes de contestar: ¿estás segura de que
mataste a tu marido?
—¿Crees que no me gustaría proclamar mi inocencia? —bisbiseó
ella, mientras temblaban hasta las puntas de sus dedos—. ¿Crees
que no me gustaría decir que no lo maté? Pero yo misma vi su
cadáver y lo toqué con mis manos. Yo soy una experta nadadora y
sé que un hombre no puede resistir en el agua tanto tiempo.
¡Louis está muerto, ésa es una terrible verdad que ya no puede
moverse! Además, en el tribunal tuvieron pruebas, ¿no? Sin
tenerlas, ¿cómo me hubiesen condenado?
—Eso es verdad. Por lo menos hubieron de tener la seguridad de
que Louis había muerto.
Kendall se puso un cigarro entre los labios, pero no lo encendió.
Miró a la mujer con unos ojos inquisitivos y crueles, con unos ojos
que casi la atravesaban.
—Miriam —dijo—, por un lado estoy convencido de que eso de
las apariciones es una mandanga que te inventas para evitar que
te ejecuten. Pero por otro lado no sacas partido de eso, porque
repites una y otra vez que sí mataste a tu marido. Entonces,
¿quién te entiende? ¿Adónde quieres ir a parar?
—No quiero ir a parar a ninguna parte, Kendall —dijo ella,
desfallecida—. Ni siquiera soy dueña de mis pensamientos. Sólo
digo lo que he visto.
—En ese caso me queda una duda razonable de que Louis pueda
estar vivo.
—No digas tonterías.
—De acuerdo, pero no te entregaré al verdugo sin estar
convencido de eso. Quiero que se abra el proceso de nuevo y que
se inicie una investigación.
Ella le miró con una fugaz lucecita de esperanza en sus ojos, pero
aquella lucecita se desvaneció en seguida.
—No alarguemos más este suplicio, Kendall —pidió—. Dejemos
las cosas como están. Haz que me ahorquen de una maldita vez.
—El resultado final será el mismo —dijo Kendall
tranquilamente—. Te ahorcarán. Pero yo tendré al menos la
sensación de que he cumplido con mi deber hasta el fin.
Miriam clavó sus ojos en él. Y brilló en el fondo de sus pupilas una
lucecita triste.
—No lo haces por mí, ¿verdad? —susurró.
—¡Claro que no! Lo hago sólo por cumplir con mi deber. ¿Pero de
qué tonterías estás hablando?
—Perdona. Ya sé que es una tontería. Pero por un momento he
tenido la ridícula sensación de que... de que todo esto lo hacías
por mí.
Los ojos de Kendall chispearon divertidos, burlones.
E hizo con la derecha un gesto de hastío, como si espantara una
mosca, mientras decía:
—Nunca he oído una ridiculez como ésa. ¿Es que aún no te has
dado cuenta de que te desprecio?
—Tú nunca has querido a nadie, Kendall.
—Es verdad, a nadie. Pero no sabes lo bien que se vive así.
—Lo peor es que en eso somos dos almas gemelas.
—¿Tú y yo? Je, je...
—No te rías, Kendall. Yo tampoco he querido a nadie jamás. No he
amado a nadie porque no me han dejado. Los vaqueros del rancho
en que trabajé sólo me querían para una cosa muy concreta y que
tiene un nombre muy claro. ¿Piensas que iba a enamorarme de
alguno de ellos? En el fondo se me hacían despreciables. Cuando
fui a Ciudad Juárez conocí, además, a un tipo que se dedicaba a
explotar mujeres y a traficar con drogas. Me hizo proposiciones, y
mi indiferencia por los hombres, cuando no mi asco, aumentó.
Luego las circunstancias me obligaron a casarme con Louis y..., y
ya ves. ¿Piensas que he podido llegar a amar a algún hombre?
—Tus historias sentimentales no me interesan, nena. Sólo me
interesa tu cuello para que vaya a la horca.
—Eres una bestia, Kendall, ¿pero por qué quieres parecerlo aún
más? ¿Por qué quieres borrar a la fuerza el poco de humanidad
que todavía queda en ti?
—No me interesan tus ideas, Miriam. No me interesa tampoco
hablar contigo.
—Lo comprendo muy bien, y por tanto dejaremos de seguir
hablando. Pero quiero que sepas una cosa, Kendall, una sola cosa
que no te volveré a repetir: Eres el único hombre de verdad que
he conocido. El único que me ha hecho sentir una cosa distinta,
que hasta ahora no había sentido jamás. Lo siento, Kendall. Siento
haberte dicho esto cuando eres el peor enemigo que tengo.
Y acercó su cara a él.
Fue un momento.
Un instante delicioso y a la vez diabólico, uno de esos
relampagueos que en la vida no se repiten jamás.
Puso sus labios calientes en los labios fríos de Kendall.
Un beso breve, un chasquido fugitivo que se perdió en el aire...
Pero aquello bastó para que todos los sentidos de Kendall
sufrieran una crispación. Bastó para que sintiera un terrible deseo
de corresponder a aquel beso, de abrazar a la muchacha, quizá de
herirla... Un salvaje deseo del bien y del mal.
Quizá jamás en su vida había hecho un esfuerzo tan grande para
contenerse.
Pero lo logró.
Mientras la ayudaba a incorporarse, pues estaban los dos
sentados en la hierba, frunció los labios y murmuró:
—Hala, basta de sentimentalismos, nena. Arreando.
—Lo único que quiero —dijo Miriam con voz vacilante—, es que
me lleves lejos de aquí..., de esta maldita casa...
—Te voy a llevar a un sitio peor que una casa —dijo él
bruscamente—. Pero todo se andará. Puede que pasen tres o
cuatro días antes de que te entregue a Su Señoría el verdugo...
Y Miriam hubiese jurado que él decía aquello con satisfacción.
Como si también tuviera ganas de acabar de una maldita vez.
CAPÍTULO XIV
Larrigan estaba en el porche. Sus ojillos de buey se abrieron y
cerraron un par de veces al ver acercarse a Kendall por el centro
de la calle Principal de Bisbee.
Kendall montaba un buen caballo.
Tenía la derecha cerca de la culata.
Y su clásica mirada de perro rabioso que espera una oportunidad
para saltar.
Su mirada de asesino...
Larrigan balbució:
—Maldito buitre... Le desharía con mis manos.
Aún le dolía todo el cuerpo a causa de los sopapos que tan
amablemente le había dedicado Kendall.
Y Larrigan esperaba poder vengarse en su momento. Esperaba
poder matar al federal. Pero por el momento aún le convenía
aguantar. Tendría que seguir tragando bilis hasta después de las
elecciones.
Se aproximó a Kendall.
Larrigan tenía en los labios una sonrisa amable.
Y hasta hizo un saludo con su sombrero.
—Señor Kendall... —dijo.
—Vaya... ¡Señor y todo!
—He de hablar con usted.
—Ya está hablando, Larrigan.
—Al principio las cosas no estaban muy claras para mí, pero
ahora he sabido que usted es el federal encargado de traer a
Bisbee a esa zorra llamada Miriam, para que sea debidamente
ejecutada..
—Pues sí: Yo soy el encargado de traer a Bisbee a esa zorra para
que sea debidamente ejecutada. ¿Y qué?
—¿Dónde está la zorra en cuestión?
Kendall hizo un gesto de disgusto.
Tanto lenguaje zorruno ya le estaba cargando.
Sobre todo si venía de la lengua viperina de Larrigan.
Pero por el momento también le convenía aguantarse, de modo
que dijo con indiferencia:
—Esa mujer aún no ha venido a Bisbee porque está en un lugar
que yo sé. Me hago responsable de ella, pero la traeré en el
momento oportuno.
—¿Y por qué no ahora?
—He dicho que en el momento oportuno.
Larrigan dejó que rechinaran sus dientes.
—Ha sido condenada legalmente —dijo.
—Ujú.
—Por lo tanto debe ser ahorcada.
—Ujú.
—No parece tener usted muchas ganas de hablar, Kendall, pero yo
estoy en mi perfecto derecho al preguntarle.
—Pues hágalo.
—Quiero saber cuándo traerá a esa mujer aquí para ser ejecutada
con arreglo a la ley. ¡Se lo exijo!
—Cuando no tenga la menor duda acerca de su culpabilidad —
dijo tranquilamente Kendall.
—¿Dudas? ¿Qué dudas? ¡Ha sido condenada legalmente!
—Pienso pedir que se abra el proceso de nuevo.
Larrigan palideció.
—¿Abrir el proceso otra vez? ¿Y para qué? ¡Eso es absurdo!
—A todo juicio en el que haya habido una condena en rebeldía, es
decir sin estar el acusado presente, pueden traerse nuevas
pruebas. Y yo, en uso de lo que dice la ley quiero que se hagan
ciertas investigaciones.
—¡Está loco, Kendall!
—Eso no es usted quien debe decirlo, Larrigan.
—¡Lo haré encerrar! ¡Soy lo bastante poderoso en esta ciudad
para hacer lo que me dé la gana!
—¿Puede hacerlo todo?
—¡Todo!
—Pues entonces haga dos cosas: una de ellas tocarse las narices
con dos dedos. ¡Y la otra apartarse de aquí! ¡Está usted
molestando a mi caballo, Larrigan! ¡A mi caballo no le gusta tener
cucarachas cerca de las patas!
Larrigan, ciego de ira, hizo lo único que no le convenía hacer.
Echó mano al revólver, a pesar de que no era tan rápido como
Kendall. Dio a éste una magnífica oportunidad para que le matase.
Pero Kendall no la aprovechó. Se limitó a sacar un pie del estribo y
a propinar con él un golpe al pecho de Larrigan.
Este por poco cae sobre el barro.
Retrocedió a la fuerza y quedó como empotrado en la baranda del
porche. Desde allí miró a Kendall con ira difícil de contener.
—¡Maldito! —barbotó—, ¡Cien veces maldito! ¡Haré que pagues
esto!
Pero Kendall ya no la oía.
Estaba oyendo la voz de una de las bailarinas del saloon, que
ensayaba ante una ventana.
¡Eso sí que era una voz!
Especialmente porque la chica ensayaba sin haber acabado de
vestirse por completo.
Pero no hay que pensar mal de Kendall. El entendía bastante de
música.
Y es que ya se sabe que en música una voz sola no lo es todo.
Necesita «acompañamiento».
CAPÍTULO XV
El tipo que ayudó a Larrigan a subir de nuevo al porche era un
nombre que llevaba dos revólveres con las fundas muy bajas. Era
un hombre de mirada oblicua y atravesada, facciones delgadas y
un cierto aspecto de norteafricano. Y, en efecto, lo era. Aquel tipo
no tenía de yanqui más que las ropas. Era un argelino que llevaba
diez años allí y que había pasado por diez presidios distintos.
Se le tenía por un cobarde asesino de mujeres. Y también por un
experto asesino de hombres si le pagaban bien y el riesgo valía la
pena.
—Señor Larrigan —dijo.
Larrigan le conocía bien.
—¿Qué haces aún aquí, Ben? Imaginaba que estabas en Oklahoma.
—Me echaron de allí, señor Larrigan. Al salir de presidio me
dijeron que no pusiera nunca más los pies en aquella tierra.
—Y te has venido hasta Bisbee, ¿eh? ¿Qué quieres?
—Me he dado cuenta de que ese hombre es un peligro para usted,
señor Larrigan. Y no le ha tratado con la cortesía que usted
merece.
—¡Eso, eso! —a Larrigan le gustaba aquel lenguaje—. ¡Yo merezco
cortesía y él no la ha tenido! ¡Yo soy un señor! ¡Lo que acaba de
hacerme lo pagará con su sangre!
—Y usted puede pagarlo con su dinero, señor Larrigan.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo le va a costar mil dólares matar a ese tipo. Tengo a tres de
mis hombres aquí. Puedo hacer el trabajo en menos de media
hora.
—Mil dólares... No es mala suma.
Ben sonrió, mostrando su dentadura carcomida.
—En cuando al otro trabajo, le costará dos mil, señor Larrigan.
—¿Qué otro trabajo?
—Matar a la mujer.
Larrigan parpadeó.
—¿Qué mujer?
—Parece mentira que lo pregunte, señor Larrigan. La «mujer» en
este caso no puede ser sino Miriam, la viuda de Louis. Ella debe
morir.
—Por supuesto que sí. Está condenada a muerte y el verdugo hará
un buen trabajo con ella.
Ben volvió a sonreír. Su sonrisa era cada vez más ancha, más
burlona y más insolente.
—No se arriesgue, señor Larrigan —aconsejó.
—¿Arriesgarme? ¿Qué quieres decir?
—Usted la hizo condenar, lo mismo que a Ann Bunsen, porque
ambas le conocían de Ciudad Juárez. Ambas sabían que usted se
dedicaba allí a la trata de mujeres y al tráfico de drogas. Pero de
pronto usted aparece aquí, en Bisbee, con el dinero que ha
reunido, dispuesto a convertirse en un gran político, en un
hombre admirado y famoso... No me haga reír, señor Larrigan.
Todos sabemos que no es tan fácil romper con lo que se deja
atrás. Usted necesitaba librarse de Ann Bunsen antes de que ella
hablara y le hundiera las elecciones. Incluso ella ya había hablado
algo con Gable el otro candidato, y le había dado un retrato que le
pintaron en Ciudad Juárez, como prueba de que en efecto estuvo
allí. Usted podía matarla de un balazo por la espalda antes de que
hablara demasiado, pero en lugar de eso fue más inteligente. La
hizo condenar a muerte con rapidez meteórica, tras acusarla de
un crimen que no había cometido. Ella no habló porque estaba
demasiado aturdida para eso y porque reservó sus pruebas para
el final, creyendo que se libraría... Pero el final fue trágico para
Ann Bunsen, ¿verdad, señor Larrigan? Y así silenció también a
Gable, porque lo poco que éste sabe lo sabe por una condenada a
muerte, y eso no hace prueba contra un hombre honorable como
usted. ¿Qué? ¿Digo la verdad, señor Larrigan?
Larrigan estaba lívido.
Se daba cuenta de que aquel tipo había hecho sus averiguaciones
antes de hablar. Era tan peligroso como Kendall.
Lo que pasaba era que a éste se le podía silenciar con dinero, y a
Kendall no.
—Sigue —dijo con voz vacilante—. Nadie nos oye.
—Lo que hizo con Miriam no está demasiado claro para mí —
continuó el argelino—, porque aún no he podido hacer
demasiadas averiguaciones, pero supongo que la historia es la
misma, porque he sabido que la chica estuvo anteriormente en
Ciudad Juárez. Y sé que ahora está en Missel, sin ninguna clase de
custodia. Puedo matarla como usted trató de hacerlo en el camino,
Larrigan. Aquella emboscada entre las colinas que Kendall hizo
fallar... Tiene prisa por verla muerta, ¿verdad? ¡Pues pague! ¡Yo
haré el trabajo y además lo haré bien! ¡No se arriesgue a traerla
hasta la horca!
Larrigan tragó saliva dificultosamente.
Aquel canalla tenía razón. Ann Bunsen murió sin hablar, pero con
Miriam podía no ocurrir lo mismo. Si estaba en Missel, convenía
que no saliera viva de allí.
—De acuerdo —dijo—. Cobrarás lo que has pedido, pero primero
mata a Kendall.
—Okey —dijo Ben—. Rece por su alma.
Y se alejó, haciendo una seña a tres pistoleros más, que se
despegaron de la pared como sombras.
Larrigan volvió a tragar saliva.
Sabía que estaba en manos de aquel tipo, y que Ben le pediría
dinero continuamente.
Pero ya habría tiempo para ocuparse de él. Ahora el más
importante era Kendall. Era aquel gigante de los ojos de acero...
¡Menudo ataúd necesitaría...!
CAPÍTULO XVI
Puesto que Kendall había ido al saloon, los cuatro hombres que
estaban encargados de matarle se dirigieron también allí. Pero no
entraron en bloque a por él, lo que hubiera sido suicida a pesar de
la proporción de cuatro contra uno. Ben y uno de sus hombres
entraron en la puerta principal. Los otros dos se dirigieron hacia
la trasera.
Cazarían a Kendall entre cuatro revólveres y dos fuegos.
No iba a tener salvación.
Kendall, además, estaba de espaldas a la barra muy tranquilo,
sosteniendo en la izquierda un pequeño vaso de whisky. No
miraba a ninguna parte. Ni siquiera pareció darse cuenta de que
dos hombres, uno de ellos el famoso asesino Ben, entraban por la
puerta principal.
Ben miraba a otro sitio.
Tenía la precaución de no mirarle ni siquiera a él.
De no hacer ningún gesto sospechoso.
Como si fuera a ocupar una mesa, se dirigió al centro del saloon. Y
cuando estuvo a la distancia ideal para el tiro..., ¡«sacó»!
Fue a lanzar un grito de triunfo, porque estaba seguro de
encontrar desprevenido a su adversario.
Y de pronto aquel grito de triunfo se transformó en un alarido de
horror.
Kendall, girando bruscamente, girando con una rapidez
meteórica, le había lanzado a la cara el vaso de whisky. Con eso
distrajo su atención unas décimas de segundo, las indispensables
para sacar su «Colt» con la otra mano.
Tiró rabiosamente.
Quizá nunca había tirado con tanta rabia como entonces. Con
tanta rapidez. Con tantos deseos de acabar por la vía rápida».
Ben se tambaleó.
Había recibido la bala en la frente. Su compañero le sujetó y trató
de protegerse en él mientras disparaba.
Pero Kendall giró el «Colt» con rapidez de pesadilla. Le envió una
bala al estómago y otra a la cara. E instantáneamente se arrojó al
suelo, mientras daba una vuelta sobre sí mismo para enfilar con
su revólver la otra puerta del local.
Los dos pistoleros que ya le apuntaban desde allí tuvieron un
mismo movimiento de retroceso. Su instinto les impulsó a huir.
Tenían una leve ventaja y la despreciaron. Su momento de
vacilación otorgó aquella ventaja a Kendall.
Y éste sí que supo aprovecharla bien. Este sí que envió sus dos
balas como abejorros de plomo.
Los dos sicarios cayeron casi en la misma postura, rompiendo con
sus espaldas la puerta.
A Kendall le quedaban dos balas en el cilindro. Giró el revólver
por si había algún enemigo más.
Y en ese momento se oyeron unos pasos rápidos que llegaban
desde el porche. Se oyó la voz de Larrigan:
—¿Lo has matado, Ben? ¡Te pagaré dos mil en lugar de mil! ¡Te los
pagaré ahora mismo!
Y empujó la puerta.
La empujó para encontrarse con la sonrisa helada de Kendall. Con
sus ojos de acero. Con el brillo maléfico de su revólver.
—Eso de los dos mil te lo podías haber ahorrado —dijo el joven
suavemente—. Me has dado la prueba que necesitaba contra ti.
Acabas de decir a todo el mundo que has pagado por el asesinato
de un federal. Eso se paga con la muerte.
Y disparó.
Disparó fríamente.
Dos veces.
No pudo apretar el gatillo de nuevo porque ya no tenía más balas,
pero tampoco hicieron falta.
Larrigan se acababa de llevar las manos a la frente, de la cual
brotaba un hilo de sangre.
Cayó pesadamente.
Cayó para no levantarse más junto al cadáver de Ben, mientras se
hacía en el saloon un silencio espantoso.
Kendall rompió aquel silencio para decir:
—Hum... ¡Y pensar que hubiera ganado las elecciones! Es una
lástima que se haya retirado tan pronto...
CAPÍTULO XVII
Miriam sentía de nuevo el agobio, la presencia obsesiva de la
noche.
La noche la cercaba, la ahogaba. Era como un sudario que la
impedía moverse.
Cada vez que daba un paso por la habitación cerrada, tenía miedo
de tropezar con las sombras.
¡Había tan poca luz allí!
¡Y la sensación de soledad resultaba tan angustiosa!
Miriam se retorcía los dedos nerviosamente.
El tiempo pasaba para ella con una lentitud exasperante. Con tal
de acabar con aquella pesadilla, hubiera preferido verse de una
vez en la horca.
¿Por qué Kendall la había dejado otra vez en Missel? ¿Y dónde
había ido él? ¿Qué buscaba?
Miriam tenía la sensación de su espantosa soledad.
Ahora el saloon estaba cerrado y el alguacil había salido para una
misión urgente. Nadie vigilaba.
Para ella, pues, era teóricamente fácil huir, pero sabía que no
llegaría lejos. Y se sentía tan desmoralizada, tan hundida que le
faltaban hasta las fuerzas para defender su piel.
De pronto oyó aquel crujido en la escalera.
Un crujido lento, suave...
Respiró con alivio.
Kendall volvía.
Parecía mentira que a ella le aliviase la llegada del hombre que
había de conducirla a la horca, pero era así. Junto a él, cosa
extraña, se sentía protegida. De modo que fue hacia la puerta y la
abrió.
Tuvo como una sensación de frío en la cara.
Una cosa extraña, inexplicable.
¿Quién había abierto la ventana del pasillo? ¿Y quién había
apagado las dos luces que habían en él?
Pestañeó.
Vio las tinieblas ante ella, unas tinieblas calientes, espesas, llenas
de roces furtivos...
Y de pronto aquellas tinieblas se concretaron el algo. Un rostro
que avanzaba.
Que venía hacia ella...
¡El rostro del muerto! ¡El rostro de Louis...!
***
La mujer se llevó las manos a la garganta porque en ésta parecía
haberse producido un chasquido. No era capaz ni de gritar.
Retrocedió poco a poco, sintiendo que se ahogaba, notando que
todo daba lentas vueltas en torno a ella.
Louis avanzó poco a poco.
Ahora no era sólo su cara.
Antes Miriam había visto sólo su cara, una vez tras los cristales y
otra entre los vestidos colgados, pero ahora veía plenamente todo
su cuerpo. ¡Con las mismas ropas que llevaba cuando se ahogó!
¡Como si acabara de resucitar!
Louis cerró la puerta a sus espaldas.
Su mirada turbia, viscosa, se clavó en la espléndida figura de
Miriam.
Sus ojos de reptil envolvieron sus curvas, sus labios, su expresión
ansiosa...
Ella ya no podía ni tenerse en pie.
Había caído de rodillas. Y lloraba silenciosamente, de sorpresa y
de miedo, ofreciendo su cuello al tajo del cuchillo que había
aparecido en una de las manos de Louis.
—Hasta ahora pensabas que me habías matado, ¿verdad? —
bisbiseó éste—. Creías que sólo tú sabías nadar... Pero yo tengo
más resistencia bajo el agua que cualquier otro hombre,
estúpida... Soy uno de los mejores nadadores que existen... Y todo
estuvo bien preparado... El fingir que me ahogaba, los testigos que
llegaron a tiempo...
Todo el cuerpo de Miriam se estremeció. Nunca como ahora la
había importado tan poco su vida. Con voz que era apenas un
soplo balbució:
—Pero... ¿por qué...?
—Para poder condenarte a muerte. Fue mi acuerdo con Larrigan,
a cambio de convertirme en un hombre poderoso cuando ganara
las elecciones. No creas que yo tenía demasiado dinero. Los
negocios con Tracy habían ido mal... Larrigan era mi ancla de
salvación. ¡Y además al plan resultaba tan agradable para mí!
¡Combinarlo todo para que tuvieras que casarte conmigo,
poseerte., maltratarte, hacer que me odiaras...! ¡Vivir contigo una
demoníaca luna de miel! ¡Eso me gusta! Y luego montar bien la
escenografía del crimen. Tenías que morir sin haber visto a
Larrigan de nuevo. Porque tú le conociste en Ciudad Juárez. Le
conociste cuando no era más que un rufián...
—Entonces Ann Bunsen... murió por lo mismo...
—Sí.
—Las condenadas a muerte no tienen fuerzas para hablar. Y si
hablan nadie las cree, ¿verdad?
—¡Nadie! Ese era el plan de Larrigan, un plan perfecto si no llega a
estropearlo el maldito de Kendall. Porque Kendall ha matado a
Larrigan, ¿sabes? Eso lo cambia todo. Por eso tengo que precipitar
los acontecimientos y exterminarte también a ti...
Avanzó un poco más con el cuchillo.
Sólo un poco más...
Acarició con él el cuello sumiso de Miriam.
El silencio era agobiante, espantoso.
Y sólo lo rompió en parte la voz de la joven para susurrar:
—¿Por qué no hiciste esto mismo cuando me viste por primera
vez? ¿Por qué no me mataste ya la primera noche? ¿O en la casa
donde guardas tus colecciones?
La derecha de Louis tembló.
Su voz sonó alterada, extrañada, al preguntar:
—¿Cuándo te he visto yo antes? ¿Otras dos veces dices? ¿En la
casa? ¿Y..., y aquí...?
Parecía no entenderlo.
Parecía como si de pronto también él, el monstruo, se enfrentara a
un mundo sin sentido.
Pero menos sentido tuvo aún el mundo para él cuando oyó aquel
ruido a su espalda. Cuando se volvió y pudo distinguir en la puerta
a... ¡al mismísimo Kendall!
—¿Te sorprende? —barbotó el federal con voz helada—, ¿Crees
que es tan difícil para un hombre como yo dibujarse una cicatriz y
maquillarse un poco, empleando también una peluca, para que su
rostro lo vean sólo unos segundos y en la penumbra? Tenía un
retrato tuyo y eso me sirvió de guía. Me caracterizo hábilmente y
en un tiempo récord, de modo que no fue tan difícil. La primera
vez subí hasta esta ventana, y la segunda dije a Miriam que quería
hacer una revisión en las colinas para hacerla sentir la tentación
de entrar en la casa. Y todo porque sospechaba... Porque me
extrañaba que alguien hubiera querido matar a Miriam en el
camino... Porque me inquietaron dos condenas a muerte... ¡y
contra dos mujeres hermosas! Porque supe que había un leproso
cerca de Bisbee. ¡Un leproso a quien le gustaban los pasteles, pero
tú no probaste el que te dejaron allí, porque a ti no te gustan! Por
todo eso recelé y monté también mi tramoya. Tú mataste a aquel
pobre Jonathan, ¿verdad? Y tú ocupaste su lugar en aquel sitio a
cubierto de miradas, hasta que sonara la hora de tu
«resurrección», cuando Miriam extuviese muerta... ¿No es eso,
Louis? Pues si ya estás muerto, ¿quién te va a echar en falta? Si
hacemos desaparecer tu cadáver, ¿quién te buscará? ¿No combinó
bien Larrigan en el juicio las declaraciones falsas para demostrar
que estabas muerto? Pues si lo estás, ¿de qué te quejas?
Louis lanzó un grito espasmódico, un grito de sorpresa y de
horror.
Se daba cuenta de lo que aquello significaba. Se daba cuenta de
que estaba perdido. ¡De que iba a ser un muerto de verdad!
Con un alarido, lanzó el cuchillo, que Kendall pudo esquivar
fácilmente, y se arrojó por la ventana que había a su derecha. Los
cristales saltaron hechos añicos. El marco se convirtió en virutas.
El impacto había sido brutal, tanto que la cara de Louis se cubrió
de sangre. Pero Kendall no vaciló tampoco. Saltó tras él y cayeron
los dos al suelo. Cayeron los dos junto al abrevadero de los
caballos.
A Louis la desesperación le daba fuerzas. Saltó al cuello de su
enemigo mientras lanzaba un rugido de fiera acosada.
Kendall no se dejó sorprender.
Le obsequió con un terrible gancho que lo envió hacia atrás.
Luego con un cruzado al pómulo. Y con otro gancho...
Y con un zurriagazo de través que lo envió de cabeza contra el
abrevadero...
Su cabeza se hundió en el agua.
Gorgoteó. Fue a sacarla.
¡Pero ya no pudo!
¡Kendall le sujetaba por la nuca! ¡Le apretaba salvajemente hacia
abajo! ¡Lo estaba ahogando como a una rata!
El gorgoteo se transformó en una especie de alarido salvaje.
Pero Kendall no cejó. Al contrario, hizo más dura e implacable su
presa.
Louis pateaba, gemía... Se ahogaba. ¡Esta vez se estaba ahogando
de verdad!
Kendall no supo cuánto había durado aquello. Sólo cuando su
enemigo dejó de moverse lo soltó. Y él sí que se convenció bien. El
sí que sabía reconocer a un muerto...
Ahora sólo le quedaban por hacer dos cosas fáciles.
Una, enterrar al difunto en un lugar secreto.
Dos, elevar a sus jefes un informe explicándolo todo y pidiendo
también que no fuera aceptada la candidatura de Gable, por su
cobardía.
Y..., y...
Bueno, también le quedaba otra cosa por hacer.
¿Fácil? ¿Difícil?
Kendall subió poco a poco las escaleras.
Vio que Miriam seguía de rodillas. Vio que Miriam seguía llorando.
Kendall tragó saliva.
«¡Pensar que esto me pone en un apuro! —se dijo—. ¡Vaya! ¿Pero
qué clase de tipo soy? ¡A ver si tendrán que darme lecciones para
atreverme con una mujer!»
Y levantó entre sus brazos poderosos a Miriam.
Y la sostuvo muy cerca de sí.
Y leyó otra vez la llamita de la vida en el fondo de sus ojos.
Y Kendall no necesitó lecciones, qué demonios.
Porque practicaba poco, pero el muy buitre sabía besar en la
boca...
FIN

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