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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Silvina
Avalle

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Silvina Nélida Avalle.

Escritora nacida en Capital Federal el 30 de mayo de 1922.


Radicada en Villa Mercedes (San Luis) en 1992.
Cursó estudios en el Colegio del Niño Jesús de Congregación Francesa,
Buenos Aires.

Su obra poética y narrativa integra distintas antologías, y ha sido premiada en


concursos a nivel nacional e internacional.
Ha publicado los siguientes libros de poesía: Ecos del Silencio, (Villa
Mercedes, El Tabaquillo-Ediciones Literarias Villa Mercedes Grande, 2014),
Veinte poemas para gatos, (Villa Mercedes, Rorschach, 2015), y Planta un
árbol en mis hojas, (Rosario, Santa Fe, La Gota Ediciones, 2016)

Miembro Honoraria de la Comisión Directiva de la S.A.D.E. local, Poeta


Fundadora del Museo de la Poesía Manuscrita “Juan Crisóstomo Lafinur”, La
Carolina (San Luis), Miembro Fundadora de los Grupos Literarios: “PRE-
TEXTOS/S”, ARCADIA, y PROTEO. Distinguida por su labor literaria y
cultural por el Complejo Argentino Nativista “Héctor Aubert” y por el
Honorable Concejo Deliberante de Villa Mercedes (en dos oportunidades.)

Falleció en Villa Mercedes el 20 de noviembre de 2018 a los 96 años de edad. -

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A mis hijos Alejandro, Rolando, Claudio y Sergio;


a mis nietos, bisnietos y tataranietos;
y a mis grandes amigos y conocidos,
como expresión de mi humilde, pero sincera imagen.

A manera de Prólogo

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Los yo que me habitan condensa la fuerza expresiva de voces que alternan sus
resonancias en el tiempo y en el espacio. Un memorial de epifánicos estados atraviesa el
campo visual intimista de estos lenguajes que se superponen y experimentan
gradaciones de trascendencia en la palabra poética –por pulsión de intensidad– que las
expone a su-pervivencia.

Es una obra compuesta por cuatro estaciones o puntos cardinales que decantan en una
plurisinfonía literaria. La fase que inaugura las variaciones tonales de su madeja
enunciativa, Esta primera vida, está hilvanada por un vigoroso anecdotario, tamizado
por el caudal de experiencias que su autora supo cosechar en 96 años de existencia.

En estas hojas se condensan verdad y belleza, giros irónicos, poéticos, humorísticos y


también dramáticos, con profusión existencialista. Relatos que se inscriben en la óptica
de un realismo costumbrista y descarnado, pero sin pretensión literaria: lo narrado
describe escenas, paisajes, modismos, personajes de la ciudad como del campo, con
sencillez y sensibilidad características de lo que le “tocó” vivir a su autora.

Y, sin adscribir a tendencia, vanguardia o movimiento alguno –o abrazándolos a


todos–, Silvina supo indagar y percibir la interioridad que trasunta en las circunstancias
del destino humano, con lenguaje sencillo, directo y moderno, trasluciendo a su vez un
remanso de sabiduría en cada uno de los relatos. Y nos hace conocer y ser partícipes de
la geografía de su propio Macondo, Santa Ana, ese lugar no buscado que la encontró
para realizarse y proyectar su existencia sin quejas, pero sí con nostalgia por el paso del
tiempo.

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En otra sección, titulada Borrar lo no escrito, se incluyen microficciones que bogaban
dispersas en el oleaje de cuadernos que dejó escritos a mano su autora, y que
interpelarán con sutileza, humor e inteligencia a cada interlocutor e interlocutora que
vuelvan a recrearlos, cuando naveguen por sus páginas, como quien aborda nubes de un
nuevo sueño y recorre sus distancias.

***
En Horas en el bolsillo –apartado tercero de esta obra póstuma–, el mundo poético de
Silvina ahonda bajo la superficie de las comunes cosas y seres que la circundan, y se
ramifica, expresándose con genuina y significativa inclinación hacia la luz, pese a las
trágicas sombras que nublaron no pocas veces su horizonte, como es de esperarse, bajo
el dictamen mutable del tiempo, ese tiempo que “define, simplifica y sin duda
empobrece las cosas”, como lo expresó Borges.

El virtuosismo de Silvina Avalle radica en darse cuenta, precisamente, de la fugacidad


de nuestro derrotero humano, pero sin patetismo ni derrotismo, sino más bien con fe en
el progreso espiritual del hombre y su trascendencia, más que en lo insustancial y
pasajero.

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La última sección está constituida por acrósticos, haikus, greguerías y frases sueltas.
Su título: En la pupila del sol. Entrar por “la vereda elegante” de estas páginas como
por un “espejo”, parafraseándola, es recorrer el universo de su delicada voz (y todos sus
matices), y abrirnos a las resonancias que refleja en cada historia que relata. El manejo
condensado del lenguaje emana de su espíritu inteligente y jovial.

Silvina nació en Capital Federal el 30 de mayo de 1922. En Villa Mercedes forjó su


obra literaria, por la que recibió varios premios y reconocimientos dentro y fuera del
país. Tuvo una larga sucesión de vidas, y pese a las sombras que oscurecieron muchos
días, fue inmensamente feliz, hasta que el nefasto 20 de noviembre de 2018, ya cansado,
su corazón se detuvo.

Será hasta siempre, eterna compañera, dulce madre-amiga-abuela, querida Silvina.


Que la Poesía nos reúna en el canto de árboles con sus ruiseñores y las raíces perennes
de las flores.

Como homenaje, vuelvo a la lectura de este poema de Pedro Salinas, que tanto nos
gustaba:

¡QUÉ ALEGRÍA, vivir


sintiéndose vivido!
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías
-azogues, almas cortas-, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los hombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy buscando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida -¡qué transporte ya!-, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.

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Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.

(La voz a ti debida)

En este ejercicio de revolver y de renovar la memoria, me encontré con un poema de


nuestra amiga Amelia Arellano, dedicado a Silvina cuando cumplió 88 años. Lo
transcribo como otra marca indeleble que nos acerca a ella:

BESA LAS LETRAS DE TU NOMBRE

Mientras tanto
adentro mío tu mirada vive, muy intensa,
amorosa y cada vez más pura, la beso y me despiertas…

Marta Zabaleta

Si sientes que el mundo te ha mareado.


Y si te sientes rara. O que no cabes en el mundo.
Y que el mundo gira en tus campos desiertos.
Y no cruzan calandrias, ni sauces, ni rebaños.
Y ha partido el jardín y el jardinero.
Si sientes, como Fausto, que viven dos almas en tu pecho,
y una tira hacia el simio y otra al homo sapiens.
Si no puedes contar, y cuentas hasta dos, acaso tres.
Y la pena no es una, ni tres, ni mil, ni cien.
Son infinitas penas, innumerables penas,
cáscaras de cebolla, compleja trama,
ovillos de serpientes, encarnaciones,
mortal angustia, vidrio molido, crucifixión.
Entonces, lirio mío, paloma, ojo de tigre,
Maréate con polen fecundado. Bebe.
Respira en amarillo. Vuelve
a la cigarra, a la hormiga, a la retama.
Sé fogata, limonero en flor, narciso.
Párate en el brillo del puñal del miedo.
Transforma en bermellón la ansiedad de cartas que no llegan.
Deja que te acaricie el aura de tu madera noble.
Piratea la risa, los besos y los soles.
Besa tu nombre.
Besa, una por una, las letras de tu nombre. -

(Amelia Arellano, 30-05-2010)


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“Viececita”, que tu viaje de “Los yo que me habitan” sea el de la semilla que retorna
al seno natal de la tierra, y canten otra vez tus poemas: “Planta un árbol en mis hojas.”

Darío Oliva, Poeta, Gestor Cultural, Corrector de textos,


Villa Mercedes, San Luis, Argentina, otoño de 2019.-

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Sombra de ayer, lejana criatura


que a lo largo del tiempo y su amargura
trata de recobrar lo que ha perdido;

y que hallando en mi ser lo que procura


lo confunde, latido por latido,
con la luz de su forma y su figura.

Francisco Luis Bernárdez,


Sombra de ayer

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Yo no soporto la vida; la disfruto.


Silvina Avalle

PRIMEROS RECUERDOS

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Desde la sala principal, amplia, podían notarse: el ventanal a la calle, su piso de madera
lustrada, la mesa de pino y su juego de sillas, la cama grande y yo en ella, desde donde
jugaba con el sol de la ventana, entrecerrando los ojos, viendo bailar las luces del sol
entre mis pestañas, y cerca mi mamá con su cofia –que tan bien le quedaba–, marcando
el paso del pedal en la máquina de coser.

Silvina Nélida Avalle, de bebé con su mamá, Silvina Carelli

Casa grande con piezas alquiladas a distintas personas solas o a familias. La puerta de
calle era de hierro forjado, estilo español, que me tenía prendada, una galería con
macetas y jardín hasta el fondo lleno de plantas y flores, que yo correteaba (según
contaba mi mamá) cantando “Cuartito Azul”. Y aún veo mi diminuto cuerpo parado
frente a los que comían, mirándome la palma de la mano izquierda, mientras con el
índice de la otra escarbaba buscando algo que no había. Entonces, por la risa que les
provocaba, me convidaban. Ahora me avergüenzo, pero me disculpo pensando que son
cosas de niños.

Lindos recuerdos de un hogar humilde, limpio y soleado con el amor de mis padres,
mamá Silvina y papá José, sobre cuyos hombros –“a cococho”– me llevaba a pasear; y
gozaba del paisaje sin que nada se interpusiera entre nosotros.

También acude a mí la imagen de la cara compungida y la cabeza inclinada, diciendo


“pocita Nelita”, cada vez que me retaban o me ponían en penitencia.

SEGUNDA INFANCIA

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La inocencia, que vive en cada uno de los niños, es como un poncho tibio que nos
abriga de todo lo malo. No tomé a la tremenda lo que sucedía a mi alrededor y a mi
persona.

Todo cambió: José ya no estaba con nosotras. Fui llevada a otro hogar sin mi mamá –
que venía a visitarme cada tanto–, hasta que un día ese nuevo hogar se mudó al campo,
a muchos kilómetros de donde vivía mamá.

Cuatro personas habitábamos aquella casaquinta: mi papá Alejandro, mi madrasta


Melaní, su hijo Fernando –a quien llamábamos “Nando” –, y yo, Nelly… Y a pesar de
todas las palizas que me propinaban, porque me orinaba en la cama, los sabañones y la
ausencia de cariño de mamá, a quien me llevaban a visitarla muy de vez en cuando por
tres días, a esa segunda infancia la sobrellevé bastante bien.

A los 9 años fui internada en una escuela religiosa, Colegio del Niño Jesús, ubicado
en Victoria 2441, del que tengo gratísimos recuerdos. Nando fue internado en el Colegio
San José, que estaba en la calle Azcuénaga, separado del mío por la calle Rivadavia.
Terminados los estudios, volvimos a Santa Ana, la casaquinta que tanto amábamos.

Silvina a los dos años, 1924

Nuestra adolescencia fue corta, desbarrancándose en Nando a sus 18 años: lo mató


un borracho; y a los diez meses, se suicidó mi papá. Quedamos solas las tres mujeres:
Melaní, Elba –una prima de Melaní que trajo del Paraguay, y sólo me llevaba año y
medio de edad–, y yo, de 18. Ahí comencé a saber lo que era vivir o, mejor dicho,
sobrevivir.

PRIMER VIAJE

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Un día mamá me llevó a Entre Ríos, a su pueblo natal de Villaguay. Todavía conservo
en mi mente la entrada del tren en el Ferry que se acunaba en el río y, en la noche, el
reflejo de las luces del puerto rompiéndose en las aguas, las que eran un imán para mis
ojos de nena de tres años, como también las maravillosas –para mí– lomadas de los
campos entrerrianos; hoy sé que son cuchillas que recorríamos en el sulky del abuelo.
Además, recuerdo el chuño que me preparaba una ancianita muy cariñosa, amiga de
mamá, que nunca más volví a degustar, no con ese sabor de lejana infancia.

Cuántos sonidos nuevos acumularon mis oídos desde el “chus-chus” de la máquina del
tren, el murmullo de las aguas del río, el parloteo de las gallinas y el grito del gallo,
hasta las melodías de los pájaros: supe del “mu” de las vacas, del “mee” de las ovejas,
tan llenas de rulos de lana, y de la risa prolongada de los caballos; con esa hermosa
mochila regresamos a Buenos Aires.

Silvina y su madre en Parque Rivadavia, 1928

CAMBIO DE AIRES

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Buenos Aires, otra vez la casa conocida, las plantas, la ventana, el sol en las pestañas y
los juguetes… Pero un día papá y mamá me llevaron a casa de un señor que me recibió
con un beso; se quedaron un buen rato conversando, hasta que José se fue al balcón (era
un tercer piso en Belgrano y Talcahuano), entonces el señor se sentó en el sofá y me
atrajo hacia sí, sonriéndome, y me dijo: –Yo soy tu papito. –No, mi papito es aquél, le
respondí y señalé el balcón. Su voz pronunció otra frase: –Decime papito. Como me
quedé muda, su sonrisa se borró, y casi gritó enojado: –Decime papito, ¡carajo! Quedé
muy asustada, y apenas se me oyó balbucear: –Pa-pi-to.

Silvina a los cuatro años, en Capital Federal

A partir de ahí la vida cambió para todos: papá José se fue y no volvió, mamá quedó
sola, venía a verme poco y, de vez en cuando, mi nuevo papá me llevaba a pasar unos
días con ella (al tercero me iba a buscar), y yo me quedé a vivir con él.

Como ya les relaté, mi nuevo papá no vivía solo, tenía una señora que se llamaba
Melaní, quien a su vez tenía un hijo llamado Fernando, el cual estaba internado en el
Hospital de Niños muy enfermo; le decían “Nando.”

DE TAL PALO…

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Un día estando en el balcón, vi algo abajo que me llamó la atención y le dije a Melaní
que estaba a mi lado: –Mirá, mamita, qué lindo eso. A lo que contestó: –Yo no soy tu
mamita, a mí me tenés que llamar Tita. Fue otra cosa que se gravó en mi mente, pero
que no me dolió.

Una noche, estando sentados a la mesa para cenar Melaní, mi papito y yo –en la sillita
alta–, al parecer yo no comía, por lo tanto, como él insistía en que lo hiciera, y yo
contestaba –Quiero a mi mamita, él volvía a insistir y yo a contestar con lo mismo.
Hasta que se enojó y me gritó: – ¡Coma, carajo! Y golpeó la mesa con el puño cerrado,
y yo repetí: –Quiero a mi mamita, ¡carajo!, y también golpeé la mesa con mi puñito
cerrado; entonces me levantó de los hombros y me llevó a casa de mi mamá, y le dijo: –
Cuando la eduqués mejor, me la llevás. Al día siguiente me fue a buscar.

NANDO Y SU MAMÁ

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Nando, como ya les conté, estaba internado en el Hospital de Niños en muy mal estado.
Le habían diagnosticado pielonefritis y pleuresía. Le sacaron un tubo de ensayo de pus
de un pulmón. Su mamá no se despegaba de su lado, y su sufrimiento iba a la par del de
su hijito, de tan sólo cinco años.

Ella era una paraguaya fuerte y voluntariosa, joven y muy hermosa; hacía poco que
formaba pareja con mi papito.

Un día hubo un gran revuelo en casa: Nando fue dado de baja desahuciado, nada más
se podía hacer; entonces decidieron ir a vivir al campo para que el aire puro, los
alimentos sanos y la paz permitieran recuperar su salud; y así fue, se curó y, con el paso
de los años, se convirtió en un joven fuerte y saludable.

LA MUDANZA

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Viajábamos mientras a ambos lados las casas se iban borrando, y la vista podía recorrer
distancias, con algún que otro montecito que interrumpía la conjunción a lo lejos de
tierra y cielo; eso era la pampa llana, no como aquellas cuchillas entrerrianas que aún
recordaba.

Y allí, en ese contexto, la quinta donde nos instalamos esperando la mudanza que
vendría de Buenos Aires…Y llegó, pero lamentablemente con algunas cosas destruidas,
como aquella lámpara en el rincón donde me ponían en penitencia, formada por un
carro romano tirado por cuatro caballos briosos de vidrio esmerilado, que tenían una
lamparita en la boca. Sólo quedaron crujientes cenizas esmeriladas ante mis ojos
sorprendidos. Y pensar que después del cansancio y de las lágrimas, era un placer
observar la belleza de esos caballos, las crines al viento, las patas nerviosas crispadas en
la furia de la carrera, los músculos tensos; toda una escena maravillosa que ya no vería
más, y que en su tiempo fue el consuelo a mi castigo.

SANTA ANA

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Cuartel Cuarto de Luján, a tres leguas de esa ciudad, y tres de Pilar, casi en el límite de
los dos partidos, y a solo dos leguas de Gral. Martín Rodríguez; esas son las
coordenadas de la Quinta SANTA ANA de mi papá, casaquinta que fue nuestro gran
amor.

Tenía dos entradas: una, frente a la casa propiamente dicha, con un portón entre dos
grandes pilares sobre los que descansaban sendas macetas de cemento con sus plantas.
Los pilares sostenían el nombre de la quinta “SANTA ANA”, hecho con letras de
maderas pintadas de plateado, resistentes a las inclemencias del tiempo. Y a tres cuartas
partes de cuadra, se descubría otra entrada con dos pilares más que remataban con dos
estatuas de indios de mampostería.

La casa en sí estaba compuesta por nueve habitaciones, a saber: dormitorio de mi


papá, escritorio, mi dormitorio, el de Nando, el comedor que formaba una ochava que
daba lugar a una ele y luego el baño, la despensa, la pieza de huéspedes, que a la sazón
ocupaba una casera encargada de los quehaceres, oriunda de Galicia, llamada Consuelo,
y la cocina, todas de cinco metros por cinco menos la mía, de tres por cinco; el comedor
de siete por cinco y la despensa de solo dos por cinco.

En el piso de mi alcoba, una reja de hierro daba paso a un sótano que abarcaba el
escritorio y una parte de mi cuarto. Las habitaciones tenían salida a la galería de tres
metros de ancho, bordeada por un rosal y una glicina. Los pisos, incluida la galería, eran
embaldosados, los techos de cinc sobre tejuelas y cielorrasos de machimbre.

ORGULLO DE IDENTIDAD

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Toda la familia de mi papá era nacida en Sevilla, Andalucía, salvo mi abuelo, que nació
en Gibraltar, Capital; por lo tanto, era ciudadano inglés, así que cuando le preguntaban
por su nacionalidad, decía: “–¡ingré a la juerza!”

EL CICLÓN

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En un hermoso día de verano, algo caluroso debido a un sol pleno, teníamos visitas.
Pasaban unos días amigos de mi papá (a los que él llamaba “los muchachos”, el más
joven, mayor de cincuenta años.)

Estaban disfrutando del paisaje, entre las alamedas de paraísos, cuando papá vio una
nube negra que avanzaba del oeste, y dijo: – ¡Rápido, vayamos adentro, que eso es un
ciclón!, y uno del grupo respondió, en sorna: –Es sólo una nube pasajera.

Y corrimos a la casa a cerrar puertas y ventanas y, gracias a la fuerza que entre todos
opusieron al viento, no pudo voltearlas. Todo se oscureció de golpe y, acompañando al
aullido del viento, se oyeron atronadores ruidos de cosas que caían y golpeaban las
paredes; parecían piedras, tachos, chapas, además de los rayos que hacían no solo
temblar los corazones, sino a la casa entera.

Melaní, mi madrina y mamá de Nando, me tomó de la mano en la oscuridad y, rezando


Aves Marías, recorría las cinco piezas de ida y vuelta llevándome consigo; al darse
cuenta que no era su hijo a quien llevaba, me soltó y dijo: –¡Ah!, eras vos, y quedé
solita en medio de esa batahola. No sé si tuve miedo. Trauma no me quedó, porque
nunca le tuve miedo a las tormentas; es más, me gusta contemplarlas, siempre que esté a
resguardo.

De repente se apagó el viento y se volvió a prender el sol, que exhibió un espectáculo


dantesco: árboles derribados con sus raíces expuestas, un eucaliptus quemado por un
rayo, pero de pie. El piso estaba cubierto por una alfombra de hojas, ramas y pajaritos
con los plumajes de todos colores.

Al asombro que esto nos produjo se sumaron alaridos y gritos de protestas de la


hispánica casera que acaparó la atención de todos. Quería irse, renunciaba al empleo,
horrorizada por lo que le había sucedido. Cuando comenzó el ciclón, mi papá le
aconsejó que se encerrara en su cuarto y que por nada del mundo abriera la puerta, pero
se asustó y la abrió, y el viento desprendió una tejuela que le rozó la cabeza; no hubo
manera de convencerla.

VIDA DE CAMPO

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Nando y yo éramos dos niños que se llevaban diez meses de diferencia; crecíamos
fuertes y lozanos gracias al aire puro y a las verduras de la quinta casera –libre de
abonos contaminantes–, y de la leche natural de vaquitas que llegaron a ser como de la
familia.

Melaní, muñida de un libro de lechería, hacía quesos de musarela, mantecosos y de


rallar, cuajadas, ricotas. En materia de dulces lo primero, el dulce de leche y también de
todas las frutas que había en el monte: ciruelas, remolachas, peras, naranjas,
mandarinas, duraznos y toronjas que tanto me gustaban y que nunca más volví a
disfrutar.

También recuerdo, como al pasar, que mi papá hacía solitarios y tomaba mate amargo
en la mañana.

Nada de todo eso volvió a ser igual, por más etiqueta de fama que les pusieran. Lo que
más extraño es el sabor de aquella manteca casera.

LOS JUEGOS

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En aquel entonces había en casa dos caballos: un colorado, cabos negros, y un alazán
cara blanca, Duque y Nene. El Duque era grandote, su porte era para uncirlo a los
carruajes, y el Nene, más elegante, era nuestro maestro de equitación.

Los dos hijos de la casera, dos niños de cuatro y dos años, lógicamente jugaban con
nosotros durante el tiempo que podíamos. Recuerdo que montábamos los cuatro juntos:
Nando, de seis años, adelante; el chico, de cuatro; el de dos y yo, de cinco, tomada de la
ropa de Nando, protegiendo a los más pequeños. El caballo nos llevaba despacio, lo más
bien, hasta que a Nando se le ocurre bajarse y con su pierna izquierda nos arrea a todos;
yo encontré el piso muy duro, y los chiquitos mi espalda algo mullida. El llanto rodó
por mi cara y la congeló mi papá al gritar: – ¡No llore, carajo! No le gustaba que llorara
o me quejara o mintiera, lo cual me sirvió en la vida para soportar dificultades. (Le
estoy muy agradecida por la educación y su efectiva severidad.)

Además de aprender a cabalgar, jugábamos en un ombú maravilloso que había en la


quinta. No había árbol que se salvara de nuestra invasión, ni techos, por más viejos que
fueran, a los que nos encaramábamos para observar todo lo que nos circundaba.

La casa formaba una ele: la primera lateral que habitábamos, ya la describí; esta otra
estaba constituida por un gran salón que abarcaría, aproximadamente, desde el comedor
hasta la cocina de la parte habitable, y que a la sazón era el Tercer Grado de la Escuela
Nº 17 del Cuartel Cuarto de Luján, cedida por mi papá hasta que pudiera el Concejo
Escolar edificar en su propio terreno. Conformaba también una ele otro salón más
grande que el anterior, en el que funcionaban Primero Superior y Segundo, Salón de
Actos, Costura, Manualidades y Canto; seguían, a continuación, una pieza común en
donde se daba clase de Primero Inferior y, por último, lo que en su época fuera una
cocina, y que permanecía cerrada porque al techo le faltaban muchas tejas.

Pues, para nosotros, ese destartalado techo venía a ser un gran pantano que teníamos
que cruzar en nuestras aventuras. Saltando esas tejas rotas, que nos figurábamos túneles
con sorpresas entre las que caían a nuestro paso, deparándonos pozos con caimanes o
nidos de víboras y monstruos que nos apresaban los pies, casi siempre terminábamos
con nuestra humanidad desparramada por el suelo. Y, como éramos intrépidos
investigadores, el premio consistía en encontrar el diamante más grande del mundo: ¡un
culo de sifón!

También jugábamos a las bolitas, al balero, el trompo y a remontar barriletes. Y,


aunque yo era una niña, no había juego que me dejara aislada del resto. También pasaba
tiempo con mis muñecas y unos malcriados muñecos con cabeza de porcelana que
acompañaban mis sueños, hasta que al quedarme dormida se caían y hacían pedazos, y
los lloraba como si fueran humanos. Un día fui al colegio, bañada en lágrimas y con los
ojitos de mi muñeco en la mano, a buscar consuelo entre mis compañeritas.

“PAMPA”

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Alto y corpulento como un eucaliptus. “Pampa” le llamaban. De rostro recio y a la vez
afable, tenía buen humor, porque jamás lo vimos enojado. Traía las manos rebosantes de
bolitas de colores para Nando, y pequeños muñecos Billiken para mí.

Un aire de recuerdos dulces brota de la infancia junto a la imagen de este buen


hombre.

TORMENTA DE VERANO

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En el verano suelen caer esas tormentas que, como “el caballito criollo”, pasan y se van.
Ese día, casi al anochecer, estábamos en el comedor con la luz encendida, cuando un
viento loco pateó puertas y ventanas, y una nube de pajaritos se agolpó en los vidrios
queriendo entrar; mi papá les abrió, cerrando luego, y nos dijo: –Están asustados, vamos
a traerles agua y comida. Así lo hicimos, y los dejamos solos para que comieran.

Cuando la tormenta pasó, fuimos a verlos y comprobamos que habían comido y


estaban tranquilos. Eran muchos, nos miraban desde las partes altas de los muebles:
jilgueros, benteveos, una calandria, corbatitas, mistos y gorriones… Entonces, mi papá
les abrió la puerta y se fueron.

Pero grande fue la sorpresa cuando al día siguiente, bien de madrugada, despertó a mi
papá el armonioso y dulce canto de la calandria que, posada en el árbol de toronjas,
frente a la puerta del dormitorio, lo desperezaba con semejante serenata; ante lo cual se
levantó y fue a la cocina a cortar en trocitos un poco de carne, como la que le preparó la
noche de la tormenta, y la colocó en una horqueta del árbol desde donde la comió la
calandria.

A partir de allí fue una linda costumbre oír su canto desde tempranito, como
agradeciendo los cuidados que le prodigábamos, hasta que un día no volvió…

EL LEÓN

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León era un perro de policía de color amarillo, muy servicial y fuerte, que le regaló un
amigo a mi papá.

Una vez yo estaba jugando con él, abrazada a su cuello, al lado de mi papá que
discutía con un peón, cuando de repente el perro saltó de entre mis brazos, cerrándose
su boca en la muñeca de este hombre que esgrimía un largo puñal con el que hubiera
matado a mi padre. (El León era un verdadero león.)

León no quería a ningún bicho, los mataba y los dejaba del doble de su largo,
recorriendo a dentelladas, de punta a punta, sus cuerpos hasta quedar bien seguro de su
muerte.

Teníamos, detrás de la casa, una gallina que en un atardecer comenzó a gritar


desesperada porque una comadreja le estaba comiendo los pollitos; nosotros,
angustiados, llamamos al León que estaba en el patio de las gallinas, separado por un
alambrado de dos metros veinte de alto, el que no dudó en saltar limpiamente y, cazando
a la comadreja, la mordisqueó hasta asegurarse de que no se moviera más. Después
tuvimos que buscar a los pollitos que, alertados por los gritos de la madre, se habían
escondido y estaban tan calladitos que se nos dificultaba encontrarlos, pero como la
gallina los llamaba –tal vez calmándolos– aparecieron. Y el héroe otra vez fue el León.

LÍA

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Cuando fuimos a vivir a Santa Ana, había en la casa una perra tipo sabuesa, toda
marrón, parecía hecha de chocolate, pelo corto, orejas grandes que le cubrían los lados
de la cabeza, con un hermoso hocico. De su garganta colgaba la piel de su cuello en
varios pliegues (que, con el paso del tiempo, se están repitiendo hoy en el mío). Se
llamaba Lía; era nuestro chiche, sentíamos la ternura de su dulce y grata compañía.

Un día mi papá trajo un perro de policía de pelo gris, que nos mostraba los dientes
como para que supiéramos a qué atenernos y que, poco a poco, dándole carne, a través
del alambrado, nos fue tomando confianza. Era muy bravo y se hizo amiguísimo de Lía
y ella de él. Tanto es así que no quiso nunca más que la tocara otro perro…

El final de Lía llegó a través de un glaucoma.

OTRO JUEGO

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle
Una vez me propuso Nando: –Vamos a hacer andar el auto; era un Ford T a bigotes que
hacía años estaba abandonado en el fondo. Con una caja de fósforos en mano subimos,
y él me dijo: –Mirá vos por acá, que yo pongo el fósforo aquí (porque el tanque del Ford
tenía dos bocas). Ni bien puso el fósforo prendido –por donde yo estaba mirando– salió
una llamarada que me quemó las lindas pestañas con las que jugaba con el sol cuando
era pequeña, y también el cabello que bordeaba mi frente. Lógicamente lloré a gritos,
por lo que vinieron mi papá y Melaní y retaron a Nando. A mí, lavada la cara, Melaní
me puso crema Hinds para evitar marcas que, por suerte, no me quedaron.

Cosas de niños, siete y seis años. De algún modo andaría esa cosa, ¿no?

Nelly y Nando (1927)

LA PETIZA

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Había tres caballos en casa. Uno era un colorado grandote, apodado Duque; un alazán
dorado, mala cara, con cara noble y tierna, nada de mala, llamado Nene (de quienes ya
les hablé antes); y mi Petiza.

La Petiza era una yegüita zaina de pelo, y también de alma, mañera como ella sola,
tenía todas las mañas de todos los mañeros del mundo entero:1) cabeceaba para que no
le pusieran el freno y nosotros, como chicos, la cacheteábamos hasta que, cuando le
parecía suficiente, aflojaba y se lo dejaba poner; 2) la ensillábamos, y al ponerle la
cincha hinchaba la panza y por más que, para ajustarla, pusiéramos el pie en su barriga y
tiráramos con fuerza, no lo conseguíamos, entonces el peón -que se divertía
mirándonos- nos solucionaba el problema.

La quinta tenía un camino por el que salían los Brek, los sulkis y los animales;
terminaba en un portón sostenido por dos grandes y gruesos pilares que remataban en
dos estatuas de indios de mampostería. Por allí salí montada en ella cierto día hacia el
Pueblo Nuevo al galope, porque a ella le gustaba correr, pero cuando llegaba a la puerta
de la casa, a 500 metros del portón de salida, frenaba y de costado, como para sacarme
de la montura. Mi enojo se trasladaba a las riendas, castigándole el cuello y haciéndola
seguir, pero la muy ladina volvía a hacer lo mismo con la tranquera que a 50 metros era
la entrada de la escuela Nº 17. Allí la castigaba con los talones y la obligaba a continuar,
pero para mi desgracia, cinco cuadras más adelante había un boliche de ramos generales
y despacho de bebidas, lleno de caballos atados a los palenques esperando que sus
dueños los necesitaran para volver a la querencia. (Aún sospecho si no sería alcohólica).
Reanudamos la marcha y ya sin otra entrada donde detenerse, inventó otra de sus
maldades, aflojó la panza y sentí que la montura se ladeaba, entonces no tuve más
remedio que bajarme y tratar de ajustarla lo mejor posible, pero cuando quise subir hizo
mover el cuero como si temblara, lo que me dio miedo, entonces dejé pasar un rato e
intenté nuevamente, pero pasó lo mismo y así me tuvo, hasta que hice de tripas corazón
y de un salto monté.

En otra oportunidad, yo estaba ayudando a una vecina enferma. Al regresar a mi casa,


la Petiza recorrió, a galope tendido y a gran velocidad, 200 a 300 metros que distaban
desde la vivienda de mis amigos hasta la tranquera de entrada a Santa Ana, y tanto fue
su galope que parecía que se había desbocado; los hombres de la casa montaron sus
caballos para venir a auxiliarme, y yo me aferré a las riendas tirando fuertemente sin
aflojarle y asida a las crines por si frenaba de golpe y me sacaba por la cabeza, lo que
intentó, pero no logró su cometido.

Ahora surge de la lejanía su cabezota, y en esos ojos que recuerdo veo ternura, la
misma que le devuelven los míos después de tantos años, mi linda y querida Petiza.

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SANTA ANA: NELLY, ELBA Y NANDO (1935)

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EL NUEVO COLEGIO

Los años fueron pasando y nosotros creciendo.

Como en el colegio del campo solo había instrucción hasta 3º grado, nos pusieron
pupilos: a Nando en el Colegio “San José”, y a mí en el del “Niño Jesús”. El de Nando
quedaba ubicado al lado de la iglesia de Balbanera, y el mío en la intersección de
Rivadavia, al medio de la calle Victoria (hoy Hipólito Irigoyen 2441.)

Silvina a los 9 años

Cada tanto, cuando viajaba a Buenos Aires, iba a visitar mi colegio y a las hermanas
religiosas, compartiendo con ellas una ristra interminable de recuerdos.

Últimamente encontré, para mi sorpresa, que en ese lugar funcionaba la Universidad


del Salvador, pero igual entré a recorrer esos corredores y salones que me traían
anécdotas de aquellos años de aprendizaje.

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Lo primero que relataré será el día de internación. Me llevaron papá y Melaní a pasear
por Buenos Aires, a almorzar, al Parque Japonés a ver los pececitos de colores que me
maravillaron, y al atardecer al Colegio que iba a ser mi hogar por cinco años: era
oscuro, y la lamparita del hall era la encargada de correr las sombras. Nos despedimos y
una hermana de caridad se encargó de conducirme, abrió una puerta y mis ojos vieron
una negra cruz sobre las baldosas de un patio, lo que me impactó acelerando mi corazón
de niña de nueve años; luego me llevaron a un aula donde había varias niñas estudiando,
y me sentaron al lado de una que, según dijeron, era de mi misma edad, lo que después
me granjeó la enemistad de algunas compañeras (era una niña enferma que tenía “malas
costumbres” …)

Silvina en 1933, a los 10 años

Los primeros años venía a buscarnos mi papá y nos llevaba a Santa Ana a pasar sábado
y domingo, y nos reintegrábamos al cole los lunes; pero con el paso de los años,
aprendimos a viajar en micro, así que él nos esperaba en General Rodríguez porque nos
quedaba más cerca de la quinta que Luján, sólo a dos leguas.

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UNA LECCIÓN INOLVIDABLE

De 18 a 20 teníamos las pupilas nuestras horas de estudio; yo no recuerdo porqué a


veces llegaba después de comenzado, lo cierto es que me ponía a estudiar. Tenía por
compañera de banco a una chica de secundario muy buena y a la que quería mucho,
pero muy hincha, y cuando andaba con ganas de divertirse a costillas mías, me hablaba
o me molestaba, y yo le recriminaba que me dejara estudiar porque no me alcanzaban
las dos horas de estudio, y justo a mí me pescaba la celadora hablando con el consabido:
–Nélida, cállese. Y me daba mucho enojo que a mí me retara y no a ella, entonces quería
explicarle… y –Cállese, pero… – ¡CÁLLESE! Entonces la miraba con rabia y le
clavaba la mirada, y la monja también, pero con una sonrisa a lo Mona Lisa, que más
bronca me daba, hasta que antes de parpadear ella primero, me mandaba afuera. Y así
me pasaba muchas veces.

Todos los fines de mes teníamos una reunión en el salón de actos del colegio entre
todas las maestras y celadoras, presididas por la Madre Superiora, donde se juzgaba
conductas y estudios de todas las pupilas.

Ese mes no las tenía todas conmigo por mi comportamiento y porque las chicas me
miraban y se mordían los labios y con las manos me hacían como que me iban a castigar
y se sonreían. La Superiora al frente, con silencioso y leve paso, entró en fila, maestras
y celadoras sentadas alrededor de la mesa desde donde presidía “la Supe”. Gran, pero
gran silencio, no se oía ni el silencio, pero yo sentía un tun-tun-tun-tun alarmante dentro
de mí.

La voz de la Superiora se elevó en medio de la atención y tensión de la sala, y dijo: –


Tengo que poner en conocimiento de todos los presentes, la conducta de una de sus
compañeras (y se oyó un sordo murmullo que emitían mis condiscípulas, y algunas de
reojo me señalaban), y prosiguió: –Hay niñas que adquieren costumbres que merecen
castigo, como hay otras que no (y yo iba arrastrando mi trasero en la silla, tratando de
esconderme detrás de mis compañeritas) mientras la voz de la superiora sentenciaba: –
Esta niña tiene la costumbre de llegar algo retrasada al aula de estudios ( y mil colores
se encendían en mi rostro, y el corazón golpeaba fuerte, queriendo huir de mí); lo cual
puede disculpársele, pero no voy a mantener más la incógnita: esta niña es Nélida, a
quien le pido que se pare (y yo más roja que la sangre, obedecí), y siguió la Superiora: –
Démosle un aplauso porque tiene la buena costumbre, al llegar un poco tarde, de
persignarse y orar antes de comenzar sus estudios, por lo cual la premiaremos con un
libro de aventuras, La isla del tesoro. Yo no podía moverme, y “la Supe” que insistía: –
Venga, Nélida, a retirar su premio. Y mis piernas temblorosas se dignaron caminar a
buscar ese PREMIO que tanto me avergonzaba.

Fue la mejor lección que me dieron en toda mi vida; si me hubieran castigado, tal vez
me parecería una injusticia, y el rencor me habría hecho reincidir.

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LOS OJOS DEL DIABLO

Un domingo, mi mamá y mi padrastro me llevaron a ver una película que se llamaba


“La legión de los hombres sin alma”, cuya música de fondo era “El amor brujo” de
Manuel de Falla, la cual me impactó sobremanera.

A la salida del cine, me reintegraron al colegio, porque en ese entonces estaba pupila
–como recordarán. Antes de acostarnos, íbamos al baño, nos higienizábamos, lavábamos
los dientes, rezábamos nuestras oraciones, y a la camita a dormir.

Bueno, esa noche yo fui al baño, me senté cómodamente a orinar –hasta aquí, todo
bien–, pero se me ocurre mirar al piso, y en una rejilla “desdentada” (es decir, sin la
parrillita de alambres entrecruzados) del desagüe, veo brillar dos lucecitas que se iban
agrandando, iguales a las que refulgían de la mirada del brujo hasta cubrir la pantalla, al
comienzo de la película. Y fue tal el susto, que me apuré y salí despavorida,
atropellando lo que encontraba a mi paso; y supongo que habrá interpretado mi cara de
susto la monja que encontré en un pasillo, porque me dijo: – ¡¿Qué le pasa, Nélida?!
Parece que ha visto al diablo. Y no le pude contestar, porque si se enteraba que había ido
al cine, me hubiera retado.

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CARAMELOS

¿Te acordás, hermano, cuando fuiste a mi colegio, y me llevaste un paquetito de


caramelos surtidos? Bueno, no llegué a probarlos porque la hermana San José, que nos
custodiaba, me los sacó, no recuerdo con qué pretexto, pero el caso es que no pude
degustarlos… aunque puede ser que sí, porque esa monja cada tanto nos daba un
caramelito a cada una de las pupilas; y claro, ¿de dónde las iba a sacar?, ¿comprar?, ni
por broma, así que de ese modo se armaba de golosinas. Piola, ¿no?

Esa misma hermana, San José, flaca y lunga, con perfil de indio pampa, un día me
armó tremendo escándalo porque cuando te llamé a tu colegio por teléfono, ella estaba
en esa sala, y me preguntó a quién llamaba; le dije, a mi hermano del Colegio San José.
Me dio permiso, pero se quedó a mi lado a escuchar. Cuán grande habrá sido su sorpresa
cuando pedí hablar con mi hermano, Carlos Fernando Quintana. ¡¿Cómo?!, si yo era
Avalle. – ¿¡De qué hermano me habla!? Y me cortó la comunicación, tras una filípica y
mi explicación del caso.

Lo bueno es que pude decirte que no pasaras a buscarme porque no iba a salir, ya que
teníamos retiro, y que te fueras solo a Santa Ana, esa casaquinta que albergó nuestra
niñez y que tanto queríamos.

SEXTO GRADO: COLEGIO DEL NIÑO JESÚS

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JORNADA TRAUMÁTICA

Fiesta de fin de año escolar, regreso a casa. Otra vez la vida de familia, el sol sonriendo
en todas partes, el canto de los pájaros, el olor de los caballos, las aves y el aire íntimo
del campo; volver a ocuparme de darles comida y agua a las gallinas y los patos, y no
quiero olvidarme de los gansos que me divertían tanto cuando ellos se peleaban y el
León pasaba a la carrera en medio de los dos, ahora escondiendo su cola entre las patas,
porque la primera vez que los separó se la mordieron, y allí conoció la doble hilera de
puntitas de alfileres que son los duros dientes de los gansos.

Así que ¡manos a la obra¡: fui a ver si la clueca ya había empollado todos los huevos,
y me encontré con el cajón del nido vacío, entonces saqué y tiré la paja y puse el cajón
al sol para que se murieran los piojillos, así podía tenerlo listo cuando fueran a dormir.
Con el paso de las horas me puse a leer y me senté sobre el cajón; tuve que interrumpir
la lectura para ir al baño, y me asusté al ver mis bombachas manchadas con sangre.
¿¡Qué pasó!? Salí preocupada y, pensando, llegué a creer que por sentarme en el cajón
de la clueca los piojillos me habrían lastimado; en eso, mi madrina me llamó para darme
un baño y, como me daba vergüenza que me viera así, le dije que ya lo había hecho
antes de salir del colegio, pero al ponerse cada vez peor mi situación, fui a pedirle que
me bañara; me saqué la ropa, pero me dejé la camisita y Melaní quiso que me la sacara,
a lo que respondí que en el colegio nos decían que debíamos usarla; se rió y me tiró un
baldazo de agua a tiempo que me vio manchada, y acá se produjo la hecatombe: pegó
un alarido con el nombre de mi papá, y salió corriendo del baño hablado a los gritos
hasta su dormitorio, y yo quedé temblado de frío y de miedo; cuando regresó me puso
una toalla doblada entre las piernas, me secó bien y me dio una taza de té caliente
porque yo no paraba de temblar y estaba muy asqueada; vomité, entonces me acostó. A
la hora de almorzar me levanté y me dieron una sopa que también devolví, no me
paraba nada en el estómago, así que me mandaron otra vez a la cama, y allí estaba sola,
asqueada, asustada, porque no sabía qué me pasaba, y aburrida sin poderme dormir;
para colmo Nando se asomó a la puerta de mi cuarto, y yo le reproché que no venía a
jugar conmigo, que cuando él estaba enfermo yo iba a jugar con él; me oyó mi papá, me
retó y dijo que era una mocosa y que no tenía porqué llamar al chico, que me callara la
boca y me durmiera; no entendía nada y me sentía muy mal.

Fue un día traumático. Yo tenía 10 años y la sombra de ese día me persiguió una vez al
mes en mi adolescencia. Eran otros tiempos, había cosas de las que nunca se hablaban, y
menos con niños tan chicos.

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EN EL APURO

Elba, la prima de Melaní, estaba enferma de gravedad y en casa la ansiedad, angustia y


miedo nos confundían a todos, y nosotros, los niños, teníamos que regresar a Buenos
Aires, así que mi papá nos llevó a Luján a tomar el colectivo, porque allí tenía que
comprar los remedios que en el otro pueblo no se conseguían, y nos embarcó en el
primer cole que se nos cruzó, creyendo que era el último.

Nos sentamos separados, Nando adelante y yo detrás y, mirando por la ventanilla y por
el parabrisas, me parecía que éste no era el camino de siempre; se lo hice saber a Nando,
pero no me hizo caso, y yo veía que cada vez se hacía el camino más desconocido, e
insistía seguido, hasta que el señor que estaba a mi lado, al escucharnos, le habló al
chofer, el cual nos tranquilizó, diciéndonos que nos dejaría en el próximo pueblo porque
estábamos yendo hacia Mercedes, todo lo contrario a nuestro destino, y que allí
esperáramos el colectivo a Luján. Si teníamos que pagar ese viaje y el que iba a Luján,
no nos alcanzaría el dinero, por lo que Nando propuso que yo fuera a dormir a la casa de
la señorita Mauriño (mi maestra de la escuelita del campo), y él se iba a refugiar en
algún umbral; aunque lo hablábamos en voz baja, el señor nos volvió a escuchar, le
habló al chofer y, cuando bajamos, no nos cobró el pasaje, y cuando llegamos a Luján
tampoco nos cobró nada (antiguamente, se cobraba al bajar), y además nos puso en el
colectivo correcto; pero, ya en Buenos Aires, nuestros colegios estaban cerrados, ni a
cañonazos les hacían abrir las puertas. ¿Y ahora qué?: MAMÁ...

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FINAL DE LA ODISEA

Estábamos en Plaza Once y mamá vivía en Floresta, de modo que fuimos a la Avenida
Belgrano a tomar el colectivo 26 que iba para aquellos pagos.

Grande fue la sorpresa de mi padrastro al vernos a tan altas horas de la noche, y


también el susto de mi mamá, hasta que las explicaciones pusieron todo en claro, pero,
tarde y con estómagos de niños sanos, teníamos hambre, y ellos ya habían cenado y lo
único que tenían eran huevos y bananas; y bueno, eso comimos. Ahora había que
dormir. Éramos dos mujeres y dos varones, y solo había una cama de matrimonio, así
que pusieron el colchón en el suelo y frazadas sobre el elástico –que en aquel entonces
eran de alambre acerado y enrulados como resortes–, donde durmieron Nando y Luis, y
mamá y yo en la cama.

Al día siguiente, a las ocho, estábamos cada cual en su colegio.

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LA REUNIÓN

En uno de esos atardeceres del campo, cuando el silencio se recuesta a descansar,


porque los pájaros duermen y el sonido se adormece, llegaba a mis oídos un murmullo
de mugidos desacompasados que avivaron mi curiosidad; ese día una de nuestras cinco
vaquitas había parido un ternerito y, al oírlas, se me ocurrió ir a verlas.

Me acerqué despacito y las encontré echadas en semicírculo, en cuyo centro estaba la


mamá con su bebé dormido. Por eso, quedamente conversaban y, tímidamente, traté de
acercarme, pero una de ellas se paró de improviso, y le pedí que me dejara verlo, a lo
que ella, moviendo la cabeza de arriba abajo y mostrándome los cuernos, y con la pata
rascando la tierra, me invitó a que me retirara, lo cual hice bastante asustada.

¡Qué hermosura la sociabilidad de mis vaquitas!

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ROSITA

Una tarde en que el sol, caminando al horizonte, apenas doraba las puntas del trigal,
trajeron a casa una vaca preñada, de pelo overo rosado, que llamaban “Rosa” y que a
pocos días parió una ternera de su mismo pelo, a la que llamamos “Rosita”. Se crió
fuerte y sana, era un hermoso animal a imagen de su madre. A su tiempo tuvo una cría
hembra del mismo pelaje, y la llamamos “Rosilla”; así que teníamos a Rosa, a Rosita y
a Rosilla; después tuvieron dos crías más: hembras, pero de pelo colorado. (A los
terneros los vendíamos.)

Eran muy buenas lecheras, y llegaron a quererse tanto como si fueran de la familia.
Rosita jugaba con nosotros, a su manera, por cierto, y daba la impresión de que
disfrutaba y nosotros también. Nos poníamos delante de ella con los brazos hacia el
frente, entonces Rosita bajaba la cabeza mostrándonos los cuernos, e inclinándola hacia
ambos lados y con un pequeño movimiento con las paletas, como si fuera a avanzar;
entonces nosotros salíamos corriendo a los gritos, como si tuviéramos miedo. Supongo
que ella se reiría de nosotros; así terminaba el juego.

Hoy en esta tarde sin sol, ni trigal, con un oculto horizonte por altas casas de una
ciudad asfaltada, de veredas sin pasto, ni vacas, con automóviles veloces por sus calles,
vienen en bandadas de recuerdos aquellas imágenes de nuestra juventud. Y allí está
Rosita, aquella vaquita querida. Está enferma de aftosa, sufriendo el ardor de su boca
llena de pústulas, con una fiebre que la mantiene echada sin voluntad de levantarse.

Éramos a la sazón tres mujeres solas y no sabíamos cómo curarla, por lo cual pedimos
ayuda a quienes sí sabían. Nos dijeron que debíamos romperle las llagas con sal gruesa.
Tomé coraje y, arrodillada a su frente, con un puñado de sal gruesa, me dispuse a
curarla, y… ¡lo increíble!: abrió su boca para que yo le rompiera las llagas que le dolían,
mientras dos lagrimones, como esos globitos que forma la lluvia cuando es copiosa,
resbalaron dolidos y silenciosos por su carota querida, y en el espejo de sus grandes ojos
vi los míos imitándolos.

A pesar de tanto dolor, no mejoró. Para animarla, me puse delante e hice como cuando
jugábamos, y su amor y valentía me impresionaron al verla mover muy despacito, a
ambos lados la cabeza, respondiendo al juego. Me pareció que tenía una mirada sentida
y tierna de despedida.

En nuestra desesperación, fuimos en sulky nuevamente al Pueblo Nuevo a ver qué


otra cosa se podía hacer para curarla y, cuando volvimos, encontramos a nuestra
madrina esperándonos en la puerta. Llorando nos dijo: –Rosita murió, y en un apretado
abrazo, lloramos las tres.

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Elba, Rosita y Silvina en SANTA ANA

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JUGANDO A LA MANCHA

Tendría yo en aquel entonces alrededor de quince años, casi una señorita, pero seguía
siendo una niña, a pesar de mi desarrollado cuerpo y, por lo tanto, también me gustaba
jugar a la mancha.

Éramos ocho, entre chicos y chicas, corriendo y esquivando para que no nos
mancharan o manchar, cuando Nando se me acercó y me dijo: –Ñata, no juegues más
porque te saltan las tetas y los chicos se ríen. Me dio tanta vergüenza que al rato me fui
a casa y Nando, despidiéndose de los chicos, me siguió. Su mamá, Melaní, nos estaba
esperando y, cuando pasó a su lado, le dijo: –A ver si le ponés corpiño a la chica, con
una autoridad de hombre grande, y eso que tan sólo me llevaba diez meses.

Silvina con sus quince años

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VESTIDA DE NEGRO

Detrás de las luces del día, detrás de la paz de los campos, detrás de la vida, venía con la
cabeza gacha, envuelta en negros harapos, la tristeza del drama.

Un 19 de mayo luminoso de húmedo calor, Nando había invitado a almorzar a un


amigo al que le daba vergüenza comer en el comedor con toda la familia, por eso le
pidió a mi papá permiso para hacerlo en la cocina. Yo había hecho un puchero, como se
usaba en el campo: carne vacuna, chorizos, panceta, morcillas, choclos, garbanzos,
fariña, papas, batatas, zapallos, zanahorias, cebollas de verdeo, verduritas y repollo.
Después del almuerzo, vino Nando a despedirse porque salía con su amigo; nos dio un
beso a cada uno, y a mí me dijo: –Muy rica tu comida, Ñata, y se fue. Entrada la noche,
dos manos fornidas en hueco sonido llamaron a la puerta: venían a buscar a mi papá
porque a Nando lo habían herido. ¡Cómo cambia la vida en un momento, cómo el
corazón está al acecho, esperando un golpe que sospecha de una realidad cruel y fría,
envuelta en su coraza de acero, irreductible!

El campo estaba en sombras, nosotros también, solo los ojos horadaban las tinieblas,
seguían las luces chicas por la distancia de los faros de automóviles que recorrían el
camino de Gral. Rodríguez a Pueblo Nuevo donde estaba la casa; iban y volvían una y
otra vez. En tanto, Elba y yo nos turnábamos para no dejar sola a Melaní que en su
cuarto rezaba por su hijo, hasta que vino mi papá con la confirmación fatal, pidiéndonos
que no le dijéramos nada a su mamá y la vigiláramos por temor a que le pasara algo
malo; y todos fuimos en el auto de papá a la comisaría del pueblo, en un silencio espeso.
Melaní, después de los rezos, no habló más, ni cuando arrodillada ante su hijo le
limpiaba la cara de sangre y tierra, ni en la vigilia de esa noche, y entonces mi papá me
pidió que la hiciera llorar porque sino podía volverse loca. Y ¿¡cómo!? Ni idea, pero
tenía que hacerlo y lo haría; así que frente a ella le dije: –Nando se murió. Me miraba,
pero creo que no me veía; lo volví a repetir, y no reaccionaba, entonces la tomé por los
hombros y la sacudí, al tiempo que le decía –¡Nando está muerto, está muerto!…
Entonces entendió, y una catarata de dolor e impotencia se volcó de sus ojos en mi
hombro, donde los escondió.

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QUITERIO VIDELA

Alto, cobre de tierra gaucha, la piel curtida por el sol, rectos hombros y ancha espalda,
triángulo enmarcado, fuerte pecho, con fina cintura: escultural estampa de gaucho
surero, así era el peón que tenía conchabado mi papá, no permanente, sino en cortos
períodos, porque en los almuerzos se le servía agua, comía solo en su cuarto, pero de
tanto en tanto mi papá le convidaba un vaso de vino, y esto le traía ansiedad por más
como un sediento. Entonces, con algún pretexto no muy convincente, renunciaba al
trabajo, y mi papá le decía: –Ya se te calentó el pico, viejo. A lo que aquél respondía: –
Dejá, Patrón, no voy a venir más. Me voy a ir. Así que mi papá le pagaba y Quiterio se
iba. Andaba por ahí, y enfilaba para la casa de una mujer que lo esperaba siempre.
Nunca supimos si tenía hijos, pero sí a esa mujer, Doña Mauricia –gorda, como buena
paisana– que nos contaba: –Las empanadas me las como por docenas, las tortas fritas
me las como por docenas. Era su modo de decir que le gustaban mucho. Por eso le
decíamos “La Docena.”

Después de períodos largos, otros más cortos, cuando se quedaba sin plata, y por
temor a que le robaran el caballo, volvía algo tomado y, sin plata, abrazaba a mi papá y
le decía: –Don Alejandro, yo lo quiero mucho a usted, a lo que mi papá le respondía: –
Bueno, viejo, ya lo sé. Pasá. Andá a dormir, andá a dormir la mona. Después la
seguimos. Y así volvía a ser mensual… hasta el próximo vaso de vino.

Tenía un caballo alazán dorado hermoso al que rasqueteaba todos los días, lo
acariciaba y le daba maíz en un morral, y los domingos lo engalanaba con un apero de
plata que era un primor. Él no era menos que el caballo: botas, bombacha y corralera
negra sobre blanca camisa con pañuelo al cuello, sombrero negro también, con el ala
requintada; gallarda pinta de criollo.

Nosotros, los niños, lo queríamos y lo admirábamos mucho. Solíamos preguntarle la


hora, él miraba el sol y, bajando la mirada al suelo, nos decía, por ejemplo: las diez… y
corríamos al comedor a ver la hora, y sí, ésa era; las veces que le pedíamos la hora
siempre acertaba.

Un día pasamos cerca de donde él estaba castrando los terneros, y nos llamó: –
Patroncita, venga que las voy a convidar, y nos acercamos; tenía sobre el asador algo y,
al tiempo que él cortaba un bocado, preguntamos qué era. Nos dijo: –Los cojones de los
terneros, y nosotros repusimos: – ¡Qué asco! –No, patroncita, no las voy a convidar con
algo malo. Pruébenlo…y lo probamos, era exquisito. En las carnicerías se lo conoce
como “criadilla”.

Sea como fuere, un presagio funesto rondaba la casa, un temor de que algo feo iba a
suceder. Y resultó que Melaní le temía a Videla, temía que él lo matara a Nando. Y no sé
qué pasó un día. Nosotros algo le dijimos mal de Videla; ¿qué?, no me acuerdo, pero lo
acusamos de algo, y ella salió en su defensa: – ¡Ah, no, de Videla, no!, porque como
tenía ese temor arraigado en el fondo de su alma, a Videla no había que tocarlo. Y nos
ligamos un reto, que interpretamos injusto, y empezó a caminar en mi mente la canción
“La última noche que soñé contigo.” Y dale con esa canción que me perseguía
constantemente. Cuando la escuchaba por radio, me volvía aquel recuerdo del disgusto
con Videla.

¿Y qué pasó? Con el tiempo, el presentimiento se hizo realidad: a Nando lo mataron


-como ya relaté-, y lo mataron en la casa de una chica a la cual él “le arrastraba el ala”
Todo bien, no pasaba nada, pero el padre de la muchacha era un borracho también, pero
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tenía mala borrachera, era violento. Y ese día en que Nando estaba en la casa de esta
gente jugando a las cartas entre muchos amigos, al padre de la chica se le muere un
conocido, y al conocer la noticia, le dice a Nando: – “¡Naldo!” (porque él le decía
“Naldo” en vez de Nando), ¿vamos al velatorio de fulano? – No, Don Julián, yo no, le
responde, no voy a esas cosas. – ¿¡Cómo que no vas a ir!?, retrucó, y pidió a las hijas el
pañuelo de cuello, de esos que se usaban para salir, y como tenía un mal hablar, las
insultó como si fueran cualquier cosa, unas reas, y les profirió: – ¡Tráiganme el pañuelo!
¡Son todas unas reas, iguales que la madre de Naldo! Cuando Nando escuchó el insulto
hacia su madre, le contestó: – ¡No, Don Julián, con mi madre no! ¡No le falte el respeto!
Y el hombre, envalentonado por el ardor del alcohol, le cruzó estas palabras: – ¡Qué no!
¿¡Quién te creés vos que sos!? Entonces le pide Nando a la piba a la que arrastraba el
ala: – ¡Traeme el saco, que me voy, y no me ves nunca más, no vuelvo nunca más! Le
trajo el saco, y el tipo se fue adentro, a las habitaciones, y salió con un revólver. Cuando
Nando se puso una manga, al poner la otra, levantó el brazo derecho, y sonó un disparo
que le entró por debajo de la axila, atravesó los pulmones y el corazón, y la bala quedó
alojada en el brazo izquierdo. Cuentan los amigos que dio un gran salto, tan alto que
pasó al otro lado del alambrado de un metro -o metro y medio- que tenían como límite
de un jardín, y ahí cayó de boca contra el suelo, y que gritó en el aire: – ¡Virgencita de
Luján! Podre Nando. Y ahí quedó. – Le disparó con un revólver que apuntaba a la
derecha, y salía para la izquierda. Así lo refirió la policía. ¡Qué barbaridad!

Y Melaní quedó muy mal, quedó muda, seria, los ojos fijos, no lloraba. Como ya dije,
como mi papá tenía miedo de que se volviera loca, me dio la dura tarea de hacerla llorar,
y lloró. Entonces pudo hablar, y cuando íbamos al cementerio, Don Videla se acerca a
darle el pésame, y ella le dice: – ¡Ay, Don Videla!, yo creí que usted lo iba a matar. –No,
mi patroncita, yo no, le dijo, todo dolorido, Videla, porque pensaban mal de él. Pobre
hombre, un digno hombre.

Recuerdo el último baile que hicimos en el salón del Club de Santa Ana. En esa fiesta,
bailando con mi novio, en uno de los giros vi a Videla acodado en la reja de la ventana,
y le presenté a mi futuro marido. Me felicitó, deseó ventura, y me pareció que se sintió
halagado por mi deferencia; ¿y por qué no?, lo queríamos todos en la familia.

Videla era un gran asador y muy solicitado, no sé si le pagarían, o sólo lo harían con
vino. La cuestión es que quedó dormido a causa de la bebida a orillas del fuego,
sufriendo graves quemaduras que le provocaron la muerte. Triste fin para un hombre
servicial que apreciábamos mucho.

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DESPUÉS

¿Cómo hace una madre para vivir después de que muere su hijo? Nadie puede
comprenderlo, menos las madres que se lo preguntan constantemente sin hallar
respuesta, y vuelven a sus quehaceres y siguen respirando, y se les vuelven de vidrio los
ojos, reteniendo las lágrimas que a veces se les escapan porfiadas y rebeldes, y se
pregunta mil veces si hay Dios…

La vida continuaba, pero ya no era la misma; ahora había una silla vacía, un cubierto
menos, un nombre menos. Ahora éramos cuatro, pero aún se sonreía entre los flecos de
emoción de la nostalgia, de los recuerdos.

Nando se fue 12 días antes de mi cumpleaños, y no pude decirle –como lo hacía


siempre– “¡Te alcancé!”, y tampoco el 18 de Julio él me diría, “¡Te pasé!”

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10 MESES DESPUÉS

El 7 de marzo por la tarde llegaron a Santa Ana los abogados amigos de mi papá; la
seriedad de sus rostros pregonaba algo desagradable. Mi papá había decidido dejar este
mundo, y a nosotros también. No me tomó de sorpresa: sus amigos me habían dicho que
él tenía esa decisión tomada y que, en cualquier momento, sucedería. Pero, justamente,
por saberlo ese mismo día, antes de que partiera de casa, al abrazarlo disimuladamente,
palpé si llevaba el revólver en la cintura. Nunca imaginé ni pensé en el cianuro…

El dolor fue muy grande, el llanto demasiado salado. La impotencia, la realidad, la


vida otra vez. ¿Cómo subsistir? Vendíamos gallinas, huevos, cerdos, frutas, todos
productos de la quinta; Melaní hacía alfajores, facturas, golosinas, que se vendían en el
colegio, y así iban pasando los días. Otro duro golpe que había que superar.

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PERO HAY QUE SEGUIR LA HUELLA

Remando y remando, recalaba mi barca del puerto de mi mamá al de Santa Ana, la casa
amada de la niñez, vaivén ocasionado por los celos de las dos madres que me tocaron en
esta vida, a las que les estoy más que agradecida y recuerdo siempre con ternura.

Me hice amiga de unas chicas del barrio, vecinas de mi mamá; ellas me invitaron a
los bailes del club “Brisas del Plata”, custodiadas por la madre de una de ellas, solas
¡jamás! (pobres viejas, después de sus charlas y criticas, se aburrían y luchaban contra el
sueño.)

Como yo tenía cierta experiencia para iniciar el baile siempre con algún “petizo”, y
dado que en aquellos tiempos si te negabas a bailar con el primero que venía a sacarte,
no bailabas más en toda la velada (“planchabas toda la noche”; así se decía), les
pregunté cómo eran los hombres que concurrían a ese club. Me dijeron que eran todos
altos, pero a mí me tocó –como de costumbre– un petizo más bajo que yo (y eso que
mido un metro sesenta centímetros.) Mi amiga bailaba con un hombre tan alto como
ella, y me hacía señas para que le soplara la cabeza a mi acompañante; me tenté, a lo
que éste me preguntó, medio “picado”, si me reía de él. –No, de mi amiga que
trastrabilló, fue la respuesta, y pude zafar...

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Y FUNDAMOS UN CLUB

Como ya lo dije antes, vivíamos en el Cuartel Cuarto de Luján, plena pampa bonaerense
salpicada de granjas cerealeras y tamberas, bien alejadas unas de otras.

Nuestra única diversión eran los bailes, por lo tanto, se nos ocurrió formar un club;
así que fuimos a la Municipalidad de Luján mi amiga Marta, Juancito Oderiz y yo. Nos
recibió un señor muy circunspecto, por lo que mis dos acompañantes se tentaron y no
paraban de esconder la risa; yo me ponía cada vez más nerviosa, y me imagino que el
que nos atendía también. Así que le dicté el nombre del ya famoso club, “JUVENTUD
DE SANTA ANA”, como club social. Una vez terminados los requisitos, me los da a
leer, lo que hago en voz alta para que escucharan mis compañeros y, ¡oh!, ¡horror!, el
nombre que el señor había puesto era “JUVENTUD DESATADA”, y estos dos loquillos
largaron la risa contenida. Después de la debida corrección, quedó formado el club y
pusimos manos a la obra. Fueron varios los bailes que hicimos con gran éxito.

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EL ÚLTIMO BAILE

El tiempo camina y camina, y va dejando huellas en la memoria, frescor de primavera


en la semilla que brota, tibieza de un sol que acaricia, soledad silenciosa de una lluvia
que consuela, vida, vida que camina tras sus pasos, pasos que nos van guiando hacia el
fin, como todo principio que irremediablemente lo tiene.

Así llegó el último baile de nuestro club, y había que hacer publicidad “boca a boca”,
por lo que cada socio invitaba a amigos y a conocidos.

Yo tenía a un silencioso admirador, al que invité, pero trató de excusarse, entonces le


pedí que no faltara, porque tenía algo que decirle.

Para esa época yo estaba de novia con quien me casaría y que asistió al baile y,
lógicamente bailó siempre conmigo, así que mi pobre amigo no pudo hablarme, y su
mirada me seguía por todas partes, hasta que en un descuido mío me interpeló y tuve
que decirle que era para presentarle a mi novio.

Hoy reconozco que por ganar un asistente más al baile, herí malamente a un amigo y
no se hace eso, fui mala por torpe y te pido perdón, Tegalde.

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LA VALIJA

Hubo una época en que nuestras gallinas ponían y ponían, cacareando a cogote pelado
la hazaña de expeler huevos a diestra y siniestra; imposible consumirlos todos, por lo
tanto, resolvimos venderlos al mercado de Buenos Aires. Así que viajábamos Elba y yo
desde Gral. Rodríguez, con un valijón lleno de bien acomodados huevos, los días que
teníamos dentista, para aprovechar el gasto del transporte.

Tomábamos el tren hasta Miserere, y luego el subterráneo hasta Estación Congreso


para ir al consultorio del odontólogo, y otra vez el subte hasta el mercado.

Uno de esos días en que las cosas se trastocan, no nos dimos cuenta (por charlar), que
teníamos que bajar y, antes que cerraran las puertas del vagón, nos largamos y la inercia
nos siguió llevando hasta que la abnegada valija, estrellándose en la columna de hierro,
salvó a Elba de un doloroso trance; pero, ¿cuántos huevos sucumbieron?... Había que
seguir. Al llegar al consultorio, colocamos la mercancía detrás de las sillas, contra la
pared de la limpia y coqueta salita del dentista, y esperamos nuestro turno, correcta y
modosamente como dos jóvenes circunspectas. Una vez atendidas, había que seguir, así
que levantamos con cierto esfuerzo la maleta que estaba semipegada al piso, y
terminamos la misión cobrando por los huevos que estaban sanos, lo cual era bastante
menos de lo calculado.

Hoy, pasados los años, no recuerdo si dijimos la verdad o inventamos una historia;
¿ustedes qué creen?

Nélida, Melaní y Elba. SANTA ANA

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SE BUSCA TRABAJO

Solía ir a casa de mamá por un tiempito; ella me reprochaba: –Ya estás hablando como
Melaní. Pasados unos días, regresaba a Santa Ana, y Melaní me recibía con un –Ya
venís con los ojos pintados como tu madre.

Y así iba y venía de un punto al otro, hasta que fui a buscar trabajo a Buenos Aires.
Fue la peor etapa de mi vida. Era difícil conseguirlo –casi tanto como ahora–, y si algo
se lograba, teníamos que lidiar con la mala paga, muchas exigencias, malos tratos, y
otras yerbas, por lo que había que cambiar de aire; pero Buenos Aires sin plata te
consume, y llegué a desnutrirme por comer barato un solo plato por día en “La
Vascongada”, todo a base de comida con leche; nada de carne ni frutas.

Tenía algunas alhajas –regalos de papá–; las empeñé y con el dinero alquilé una pieza
en 1º de Mayo, al lado del Hotel Castelar. Para esa época, hacía trabajos de costura para
poder tener algo de dinero con qué vivir al día. La dueña de la casa sufría una
enfermedad del corazón, y fue muy buena conmigo: como el esposo le habrá contado –
supongo– que yo bordaba con la escasa luz que llegaba a la puerta de mi cuarto, me
invitó al suyo, diciéndome “así me acompaña a tomar el té.”

Tuve suerte. Conocí a esta buena gente, y me procuré un buen lugar para bordar. Y,
como el dinero era poco, no tuve más remedio que volver a casa de mamá.

Silvina a los 21 años (foto de su Libreta Cívica)

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CREER O…

¡Qué tiempo aquel! La estaba pasando mal, trabajaba en una casa de costura y entre las
prendas que teníamos que coser, y a mano, había que colocarle la puntilla a una cola de
manto de novia, y ninguna de mis compañeras querían hacerlo porque decían que traía
mala suerte y, como yo les decía que eso era superstición, dijeron que no se querían
morir, que hasta ahí llegaba la malaria que eso traía y yo porfiada me puse a coser; no
recuerdo si terminé el trabajo.

Al mismo tiempo tenía que conseguir que una de esas amigas, en las que uno cree, me
pagara una deuda que tenía conmigo, lo que hacía más de un mes que no lograba que
hiciera, así que fui a su casa, muy alejada de la mía, a pie y no la encontré, o se hizo
negar y regresé a la habitación donde vivía, entristecida porque al día siguiente debía
viajar a Luján y el dinero que tenía era poco.

Antes de irme a dormir, fui a cenar un café con leche completo que venía acompañado
de un sánguche de jamón y queso; lo sentí un tanto amargo, pero igual lo comí. Al día
siguiente, una descomunal descompostura no me dejaba salir del baño, así que los
demás inquilinos querían echar la puerta abajo; cuando lo logré, inicié el viaje a Santa
Ana en el coche del abogado que haría la entrega de mis cosas que allí estaban. Devolví
durante todo el camino y terminé en casa de una amiga, que al verme tan mal me llevó
al médico amigo de mi familia y, como sabía que mi papá se había envenenado, quería a
toda costa que le dijera si yo había hecho lo mismo, lo cual estaba muy lejos de mis
intenciones. Terminé internada en el hospital de Luján durante dos largos meses y
veintisiete días, luchando por mi vida. Según los médicos, había sido envenenada con
veneno para ratas (lo amargo del sánguche), y querían la dirección del bar donde tomé
el café con leche, para denunciarlos y evitar que mataran a alguien, lo que no supe
darles porque nunca me he fijado en la numeración, ni en los nombres de los negocios.
Así que ahora trato de no pasar por debajo de ninguna escalera, y cosas así… Tal vez,
puede ser… Una nunca sabe…

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GÉNEALOGÍA

Mi madre, Silvina Carelli, nació el 12 de septiembre de 1900. Falleció a los 88 años por
vejez. Había quedado ciega. Fue empleada doméstica de mi papá Alejandro.

Silvina Carelli

Mi padre, Alejandro Peralta, nació el 7 de marzo de 19… (no recuerdo la fecha


precisa.) Fue un abogado prestigioso. Se suicidó con cianuro al perder un importante
juicio…

De Europa vinieron los abuelos ya casados: los Peralta de Sevilla, España, y los
Isidori de Recanati, Italia.

Los Peralta –y un grupo de criollos– fundaron en la Provincia de Buenos Aires un


pueblo que llamaron General Rodríguez, a 13 kilómetros de Luján, y tuvieron varios
hijos: Esteban, Ana, Teresita…

Los Isidori se quedaron en el Departamento del Tigre, pusieron una carpintería y


tuvieron 4 hijos: Rolando, Norma, Osvaldo y Beatriz.

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QUEVEDO: INGENIOSO POETA SATIRICÓN

Según contaba mi padre, había muchas anécdotas atribuidas a Quevedo; muy pocas han
quedado en mi memoria. Éstas son algunas:

I. La enemistad entre el Duque de Olivares y Quevedo, ponía de relieve el ingenio


satírico del poeta.
En una ocasión, el Duque mandó a su bufón a defecar en la alfombra de la casa
de Quevedo. Cuando éste vio al servidor bajarse los pantalones, iracundo le
preguntó: – ¿Qué haces? El otro dijo que lo enviaba el Duque para que hiciera en
su alfombra. – ¡Bien!, dijo Quevedo, poniendo un trabuco sobre la mesa: –Caga,
pero como eches una gota de pis, te mato. Por lo tanto, no pudo el bufón cumplir
con el mandado.

II. Viajando en tren por territorio italiano, Quevedo sintió urgentes deseos de pasar
al baño, pero para su desgracia, lo halló ocupado. En su desesperación, y ante el
apuro, decidió bajarse los pantalones, sacar el traste por la ventanilla, justo
cuando el tren llegaba a una estación. Desde el andén, una mujer gritó: – ¡¿Qué
vedo?! y él dijo: – ¡La puta! ¡Hasta por el culo me conocen!

III.Quevedo era asiduo visitante de alcobas ajenas; hacía tiempo que concurría a la
de la mujer del herrero, el cual, al enterarse, decidió darle un escarmiento. Así
que como la alcoba estaba en el piso superior a la fragua, serruchó el suelo, al
pie de la cama donde se pararía, disimulándolo. Cuando Quevedo, ya desnudo,
fue a la cama, cayó en la trampa, justo al lado de la fragua, y sin inmutarse,
tomándose el miembro, le dijo al herrero: –Vengo a ver si en esta fragua son
capaces de forjar uno como éste, que forjó Vulcano.
Lo que le respondió el herrero, lo hizo versificado, pero no lo recuerdo.

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MUERTE NO DEVELADA

¡Qué día aquel! Verano impiadoso, sol recalcitrante.

Una polla caprichosa y terca, que siempre se escapaba del gallinero y hacía estragos
en la quinta y el jardín, me encontró con los querandíes alterados ese día, la apresé, la
até de una pata dentro del gallinero, para que no se escapara más, y fui a cocinar.

Como me hacía falta un huevo, voy al gallinero a buscar y, ¡oh, sorpresa!, la pollita
estaba muerta, se había insolado. No me di cuenta que el sol seguía su camino y estaba
tan cruel que la mató.

Mi esposo regresó de las compras del día y, al ver la gallina ya pelada por mí,
preguntó: – ¿Y eso? Le dije que se había muerto una gallina. Nunca supo que era una de
las pollitas de ese año, y ponedora para colmo, ni cómo murió tampoco.

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EL PODER DEL DESEO

Teníamos una patita criolla muy prolija, todas sus plumitas ordenadas, blancas desde el
bajo pico, buche, panza y cola y, sobre el lomo y cabeza, las consabidas plumas negras
como todos los de su raza, con reflejos azulados, pero estaba muy sola, no tenía
compañía, era la única de su especie.

En la casa vecina había varios patos, y parece que mi patita le había echado el ojo a
un machito joven como ella; la cuestión es que cada tanto emprendía vuelo y aterrizaba
en el gallinero vecino y le coqueteaba, estirando y recogiendo el cogote y como echando
aire por el pico, al tiempo que hacen ¡jooo! - ¡jooo! - ¡jooo!, que es el idioma de los
patos criollos, los únicos patos que no hacen cuá-cuá, y cuando él accedía a sus
requiebros, volvía contenta a casa.

Apenado mi esposo, decidió comprar un pato macho, pero desgraciadamente no


sabía nada de campo y menos conocía si eran animales jóvenes o viejos, así que los
pícaros del campo le vendieron un pato grandote y más antiguo que Matusalén.

Un día veo a mi patita debajo del peso pesado del pato carcamal, con el cogote en el
piso y el pico abierto (la estaba matando); lo espanté y conseguí que la dejara libre, pero
la seguía persiguiendo, hasta que encontré un palo y se le arrojé, con tanta puntería que
le di en la cabeza, pero el palo no cayó, se quedó clavado en su testa; asustada, se lo
saqué y vi que el palo tenía un clavo en la punta. ¡Cómo sería de viejo y duro, que no se
murió!

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EL BAUTISMO

Aquel viaje en avión era la euforia para mí, la primera vez que volaría, llenándome de
expectativas. ¡No llegaba nunca la hora de partir! Entre tanto, los preparativos me
mantenían ocupada, hasta que al fin… llegó el día. Subí como estrenándolo todo: los
ojos paseando por el ambiente, las cálidas y cómodas butacas, la atención de las
azafatas, el saludo cortés del Comandante, la explicación de cómo usar el cinturón de
seguridad y la bolsa que colgaba del techo –por posibles vómitos–, todo lo absorbía mi
curiosidad.

Sonó la orden de ajustarse los cinturones, y comenzó el carreteo. Me había


comentado gente amiga que, al despegar, se sentía en el estómago un cosquilleo raro,
pero yo no lo sentí, sí una inquietante sensación cuando, inclinándome hacia la
izquierda, el avión dobló para tomar su ruta. La ventanilla me atraía y me mostraba
campos sembrados como tableros de ajedrez y, de tanto en tanto, pueblos liliputienses
con personas pequeñitas como hormigas, y la sombra, la sombra del pájaro metálico
caminando la tierra…

Y, como todo principio tiene fin, llegamos a destino, y tras otro carreteo, se detuvo
ese gigante de acero, marcando el final de mi bautismo de vuelo. (Sepan disculpar la
rima involuntaria.)

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COSAS DE NIÑOS

Estábamos en San Lorenzo, Provincia de Santa Fe, pasando unos días en casa de unos
amigos con mi segundo hijo de cuatro años que, con el niño de los dueños de casa, y de
su misma edad, jugaban alborotando y alegrándonos a todos.

El día amaneció hermoso. Los amigos nos agasajaban con un cerdo que estaban
faenando. Uno de los niños, que estaban cerca y escucharon los gritos del animal,
(nunca supe cuál), dijo: – ¡Mirá cómo ladra!, y el otro: – ¡Y cómo le sacan las plumas!

¡La inocente ignorancia de los niños!

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MI COMPAÑERO

Así suceden las cosas: los hijos forman familia nueva y…y allá van. Mi esposo, cansado
de este mundo, decidió irse a ese otro al que todos iremos y del que nadie vuelve, de
modo que quedamos solas mi mamá y yo.

La casa que alquilábamos nos la pedía la dueña para regalo de casamiento de una
nieta, por lo que también había que mudarse. La morada que conseguimos era chica, así
que no había lugar para mi querido compañero, lo cual nos entristecía, porque ya no lo
escucharíamos cantar con su voz de tenor, empecinado en alargar el calderón final.
Pensamos, si lo damos tal vez no lo traten bien y ni de comer le den, así que con todo el
dolor del alma decidimos sacrificarlo y comerlo. ¡Nuestro lindo, querido y gallardo
gallo colorado!, el que todas las madrugadas nos despertaba con su potente ¡Comm-paa-
ñee-roooo! (y si el cogote fuera más largo, habría agregado más oes.)

¡Era un hermoso gallo, y como se ve, peronista!

Escribí, no hace mucho, este poema a su memoria:

Amaneció emponchado el día


por un sol remolón y soñoliento;
el gallo peronista, atento,
emitió su diana a todo cuello:
¡Comm-paa- ñee-roooo!

Alborotos de pollos y gallinas,


bajaban de posaderos
a escarbar la tierra
en busca de su alimento.

Renacía lo que ayer


tumbara el sueño;
desentendidas, allá arriba,
grises sombras
y tenue luz que luchaba
por abrazar la tierra…

Un violento viento
puso fin a la revuelta
con molestos rayos y rezongos
que obligaron a las nubes
a soltar su llanto…

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EL VIAJE

Viernes por la tarde, todos atareados en los preparativos para el viaje. El Citroën, al
taller para supervisar los últimos detalles: lavarlo y cepillarlo para mejorar su aspecto
algo descascarado con pequeñas abolladuras; el motor andaba bien, intacto, de primera.

Los chicos, cavando en el fondo, juntando lombrices. En la cocina, mi esposo


preparando la pasta, haciendo bolitas para las bogas. Dejó el piso y la mesada
pegoteados con harina de maíz, queso más otras yerbas, tocándome la limpieza y el
orden, además de las cosas que íbamos a necesitar: carne, sánguches, sal fina y
parrillera, pava, mate, yerba, azúcar, scones que preparé, ropa para toda la familia, mis
objetos personales; ¡que no faltara nada!

En la madrugada del sábado cargamos el auto. Con un carraspear sonoro, arrancó el


Citroën rumbo al Paraná de las Palmas, previa pregunta de mi esposo: – ¿No te olvidás
nada? No, creo que no, fue la respuesta, partiendo raudamente.

Disfrutábamos del amanecer; vimos al sol, con el rubor del sueño todavía, asomarse
lentamente, e inundar los cielos y la tierra de refulgente luz, templando la fresca palidez
que dejó la noche.

Habríamos recorrido casi un kilómetro, cuando repasando mentalmente lo traído, una


duda se instaló en mi sobresaltado corazón: –Chicos, fíjense en el bolso azul si está el
mate. Ante este pedido, la voz de mi esposo, severa, altisonante, estalló en un – ¡Cómo!
Al no encontrar el mate, comenzó una retahíla de reproches, y con un furibundo bufido
retomó lo andado… Sólo el Paraná borró enojos en el cabestrear de sus ondas.

Al regreso, el Citroën se desprendió de un guardabarros y se sacó de encima el capot,


buscando refrescarse, así que los cargamos atrás, teniendo los chicos que contraer las
piernas, llegando a casa contracturados, con un pato algo desplumado. ¡Al fin en casa!
Así terminó el viaje.

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EL QUIQUI

Llegó a nuestra casa como un regalo del cielo, apenas cubierto por tenue pelusita,
exponiendo ante los ojos curiosos su candidez, extenuado, hambriento y asustado por el
mal trato de seres inhumanos que no conformes con destruir su casita (gomera de por
medio) mataron a sus hermanos; a él lo salvó el corazón piadoso de mis hijos, que me lo
confiaron.

El cariño y la atención permanente que le brindé, hicieron que reaccionara y reviviera


para alegría de nuestro hogar. Le puse por nombre Quiqui. Los primeros días mi
inexperiencia me llevó a darle de mi boca saliva como si fuera agua; él, aferrándose a la
vida, bebía con fruición. A medida que pasaban los días fui agregando semillitas de mijo
masticadas, y así se puso fuerte y empezó a caminar. Lo crié suelto, de modo que iba y
venía a la par de mis pasos y, cuando pudo usar sus alitas, voló a mis hombros; eran sus
primeras experiencias que nos hacían vibrar de alegría. Comencé a darle bichitos bolita
que recogía con el dedo índice. Él, gran observador, vigilaba mis movimientos, hasta
que usó su piquito, imitándome, y al darse cuenta que podía comer solo, soltó las
campanitas alborotadas de su grito de triunfo. ¡Al fin podía alimentarse por sí mismo!
Ya no me necesitaba para eso, sí para ejercer su capacidad de cariño que era inagotable;
aún siento en mi piel la suave caricia de su piquito recorriéndome el rostro mientras
decía “Quequec-quequec”, era como un “te quiero-te quiero.”

Recuerdo la mezcla de sorpresa y de alegría que nos causó ver cómo aprendió, por
casualidad, a bañarse. Era el seguidor incansablemente conversador de mi esposo, quien
iba y venía, regadera en mano, acarreando agua a los surcos que bordeaban los ajíes de
su quinta casera. En uno de esos pasos elegantes, propios de caballeros de galera y
bastón, fue a quedar en medio del agua que se juntaba entre los surcos; entonces soltó
una estridente cascada de gorjeos y, mirándonos a uno y otro y al agua, comenzó a hacer
flexiones mojándose las plumitas; su euforia iba en aumento hasta llegar al paroxismo,
cuando, batiendo las alas, logró un baño de expertos. Ya había entrado en la
adolescencia, comía solo, andaba por toda la casa y se bañaba.

La hora de la siesta para mí era sagrada y para él también, ya que dormía en mi


almohada, cerca de mi rostro, no sin antes recorrerlo con su quequec-quequec.

Una tarde en la que disfrutábamos de la paz reinante, una bandada de horneritos vino a
querer llevarse entre chillidos y aleteos al nuestro; nosotros, entre gritos y revoleando
bolsas, tratábamos de alejarlos, cosa que logramos, se fueron, pero él no estaba ni
respondía a nuestro llamado de “qui-quí”, ya nos estaba ganando la tristeza, cuando un
raudo vuelo se detuvo en mi hombro y ahora era él que con su quequec-quequec nos
consolaba.

¿Qué había sucedido? En la casa de al lado había una planta de grandes hojas conocida
como cucaracha, en el revoloteo de bolsas, chillidos y gritos, él se escondió bajo su
amparo y no salió a pesar de nuestros desesperados llamados, hasta no estar seguro de
que los pájaros no estaban.

Llegó diciembre con sus infaltables fiestas y como todos los años viajábamos a Haedo
a pasarlas con la familia, pero como hacer con qui-qui, llevarlo suelto como vivía en
casa imposible, enjaularlo pensábamos que no se adaptaría. ¡Qué dilema! Optamos por
dejarlo encerrado en la cocina donde tendría agua, luz y comida en varios comederos y
espacio allí estaría seguro. Regresamos el 26 temprano, nos recibió alborozado con su
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cascada de gorjeos y sus infaltables besos. A la siesta se acomodó en mi almohada y no
se casaba de parlotear por lo que le dije: callate y dormí es de no creer, pero se acomodó
y cerró los ojitos lo mismo que yo, quise saber si seguía dormido y parece mentira, que
no lo es, trataba de dormir con ojo cerrado y el otro abierto ¿por miedo a que lo volviera
a dejar solo? Tal vez, fueron los últimos disfrutes de su compañía; por la noche llegó
una familia amiga con su niña de cabellos negros por los que quiqui tenía una rara
preferencia le gustaba posarse en ellos, así que ni bien entraron él voló a su cabeza y la
niña dio un grito y un manotazo y quiqui asustado por el golpe salió por la puerta que
aún estaba abierta y desapareció en la oscuridad por mas que lo llamé no volvió. Yo
sabía que cuado llegara a adulto se iría a buscar pareja y soñaba con que formaría su
casita de barro y mas tarde me vendría a mostrar su familia, pero no pudo ser… No sé lo
que pasó con él. Al menos, no lo vi morir.

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CACHITO

Era un gato peludo, atigrado gris; se sentía el león de los gatos, parsimonioso y ágil.
Solía subir a los árboles en busca de pajaritos y el León, nuestro perro guardián, daba
grandes saltos para poder agarrarlo. Un día mi papá lo vio y lo retó, entonces León, muy
obediente, se sentó al pie del árbol: el muy pícaro sabía que así el gato no podría bajar.

Otra vez Cachito cruzaba el jardín e iba maullando MAGARRAU, MAGARRAU, y


mi papá le preguntó - ¿Quién te agarró Cachito?

Un día lo descubrí echado, jugando con una lauchita. se hacía el dormido y la


lauchita, despacito, trataba de escaparse, entonces él de un manotazo la volvía a retener
y de una mano a la otra la tenía mareada. Me llamó la atención ver al roedor sentado en
sus cuartos traseros y con las patitas delanteras juntas, como quien pide perdón al
tiempo que decía ic ic, pero Cachito, como el gato maula del tango, cansado de jugar, de
un mordisco le comió la cabeza.

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MATETE

Era un día de lluvia que me obligó a refugiarme en un zaguán, pero no estaba sola:
expectante y con mirada desconfiada, me observaba atentamente un perro de raza
“mestiza”, de color indefinido, que para mi modo de ver se me ocurrió verde ya que se
entremezclaban pelos negros y beige.

Pasado el chubasco, regresé a mi casa y tras mis pasos las cuatro patitas verdes de
puntas beige me seguían. Traté de alejarlo, pero no me obedeció, así que se introdujo
conmigo en la casa, entonces resolví adoptarlo. Por nombre le puse Matete, pero
después mis hijos le adjudicaron varios alias.

Matete por suerte es muy cariñoso y alegre; le gusta (o al menos eso creo) jugar con
los chicos, y les permite todo lo que ellos le hagan. Tiene una gran paciencia, y su
fidelidad llega a emocionarme. Además, cuando le hablo, me da la impresión de que me
comprende. Por las mañanas, cuando tomo mate, él se asoma por la cortina de la cocina,
y es cuando lo llamo “monjita” (porque esa cortina cae como un manto sobre su cabeza)
y le doy algunas galletitas.

Recuerdo que cuando tuve que viajar a San Luis, lo dejé con mi hijo mayor. Cuando
regresé, lo encontré enflaquecido, y me dijeron que estuvo muy triste, que se negaba a
comer; para que lo comprobara, le trajeron comida y ni la olió. Entonces tomé el
recipiente, y acariciando su cabeza, lo insté con tono persuasivo lleno de ternura a
comer, y comió.

(Para no ser desleal o descortés, hago un listado de los perros que acompañaron
nuestra vida familiar, y nombro a: Pipiolo, Lía, Boby, Jazmín, León, Pampero, Cacique,
Lobo, Rabito, Cuco, Yunka, Fidel, Negrita, Pumber, Yumbo, Yum, Matete… A cada uno
de esos seres maravillosos, mi eterno agradecimiento por brindarnos su amor y amistad
sincera.)

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TEATRALIZACIÓN

Recuerdo haber visto representada la primera estrofa del tango “Trago amargo”, cuya
letra pertenece a Julio Plácido Navarrine, y la música a Rafael Iriarte, más conocido
como Rafael Yorio. Para más datos, fue grabado por la orquesta de Julián D´Arienzo,
con la voz de Alberto Echagüe.

La estrofa citada dice así:

Arrímese al fogón, viejita, aquí a mi lado


Y ensille un cimarrón para que dure largo,
Atráquele esa astilla, que el fuego se ha apagado,
Revuelva aquellas brasas y cebe bien amargo.
Alcance esa guitarra de cuerdas empolvadas
Que tantas veces ella besó su diapasón,
Y arránquele esa cinta, donde la desalmada
Bordó, con sus engaños, mi gaucho corazón.

Imagínense la situación en el escenario: el cafirulo exigiéndole a su madre que prenda


el fuego, cebe mate, avive ese fuego, cebe otra vez mate, y le alcance la guitarra, a lo
que la mujer debe realizar cada acción con la mayor diligencia posible, quedando
exhausta al final, gracias a los muchos requerimientos del hijo. Cuánta carcajada suma
ese recuerdo a mi memoria.

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“SIRENA VARADA”

¡¿Quién no ha soñado alguna vez con vivir despreocupada y feliz?!

Recuerdo un paseo en que mi rústico bote acariciaba las olas del Paraná, cuando de
repente encalló entre las piedras, y tuve que mojarme hasta el caracú…

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TU RECUERDO, MADRECITA

Tu recuerdo, madrecita, anida en el nombre que me diste: Silvina, como el tuyo, suave
silbido de un suspiro y un golpecito de martillo. Nélida, el segundo. En el apellido
resuenan castañuelas de España, y en la rúbrica, el moño que le pongo al itálico apellido
de tu padre.

También está en la tibia lágrima del poema que te dediqué en mis Ecos del silencio:

Mamá

¿Qué fue lo que vivimos:

un continuo desencuentro,

un abrazo, un frío acercamiento?

La misma sangre, el mismo aliento

éramos tú y yo;

los demás y el destino

se empeñaron en separarnos.

Siempre había algo

que nos impedía el regreso.

Sin embargo, fueron tus ojos,

heridos por las sombras,

los que nos cobijaron en el punto

final del poema,

mientras en mi puerta

se ahogaba el eco de tu adiós. -

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LUCES Y SOMBRAS

La vida tiene esas cosas. Hoy brilla el sol, la esperanza, la alegría y, al momento, las
nubes opacan sus destellos amenazando tormentas; en nuestras vidas hubo varias,
algunas tristes, otras definitivas.

Mi esposo dejó este mundo un 28 de diciembre, trágica broma del Día de Los Santos
Inocentes. Mi madrecita, ciega, acompañó mi viudez por cuatro años.

Tuve cuatro hijos varones hermosos (como todo hijo de madre), pero una mañana
nefasta, mi segundo niño, Rolando, “Rolo” le decíamos, se contorsionó de una manera
rara y lo tomé en los brazos, lo saqué afuera y desesperada llamé a mi vecina pidiéndole
ayuda, la que al verlo a su vez llamó a un enfermero con el que lo trasladamos al
hospital; allí nos dijeron que era epilepsia. A partir de eso, consultamos muchos médicos
y hospitales, hasta que mejoró. Volvieron los tiempos buenos, pero un mal día este
mismo hijo, que trabajaba en un taller de frenos de colectivos, se lesionó la espalda, así
que el médico nos dijo que había que operar. ¡Qué terribles son las horas de espera!, y
además tuvimos en contra a un señor del barrio que nos agredía de palabra porque no
quería que lo hiciéramos operar, porque decía que iba a quedar mal, y quedó bien hasta
el fin de sus días, acaecido en Villa Mercedes de San Luis, tras dos meses y días
luchando contra un cáncer de pulmón.

Y se sigue viviendo…y como un consuelo nos complace recordarlo en sus bromas,


aciertos y ternura. Es como sentirlo entre nosotros, como si aún estuviera vivo.

El tiempo siguió su curso, los nietos crecieron y el más chiquito, Josecito, me dijo un
día, muy compungido: -Abuelita, me estoy olvidando la cara de papá. Fue como si se
me hubiera clavado una espina en el corazón; me quedé sin voz, y lo envolví en un
apretado abrazo.

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LOS HIJOS, LOS NIETOS

Los niños traen, de donde vienen, un idioma que nadie entiende, hasta que comienzan a
desenrollar la lengua y hacen unos engendros más difíciles, por ejemplo: decir, mánica
por máquina, bingo por vengo, esquilósquero por helicóptero.

Uno de mis nietos le decía Panigiénico, al papel higiénico…

Retrato a lápiz de Silvina por Alejandra Etcheverry

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Dejo algunos listados de estas diabluras idiomáticas. Comenzaré por mis hijos
Alejandro, Rolando, Claudio y Sergio; y seguiré con mis nietos Marcelo, Ariel, Lorena,
Matías:

Ale

tengo una didea x idea


guegüenza x vergüenza
mánica x máquina
bingo x voy o vine
la paragua x enagua
gigata x guitarra
bobiqué x equivoqué
relampalango x relámpago

Rolo

Comenzó a hablar casi a los 3 años:

manito x hermanito
pata x plata

Definió que, si saca fotos, se llama “tonche, fotera.”

casimón x camisón
casimeta x camiseta
somero x sombrero
Perro x Pedro
verrones x verdones
verre x verde

Claudio

Se tocaba la orejita, y preguntaba “¿qué tetoche?”

fificito x bifecito
filili x fideo
hipio o apio x hipo

(Hago notar que usaba con propiedad el adverbio “además”.)

Sergio

Sejús x Jesús
licotero x helicóptero
mánica x máquina
pajé x café
pacana x campana

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Marcelo

azucarará x azúcar
cascarará x cáscara

Ariel

esquilósquero x helicóptero
muser x mujer
basá x bajá
coneso x conejo
abaso x abajo
elasquiticó x elástico
cascarará x cáscara
plastiquiló x plástico

Lorena

tampalón x pantalón
usilio x auxilio

Matías

Cristo va al Colón x Cristóbal Colón


abiba x arriba
coliejo x colegio
palón x pantalón
cabaio x caballo
zapaio x zapallo
me lele x me duele
venie x vine
tornario x destornillador
pan higiénico x papel higiénico

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Silvina y su hijo Alejandro (1947)

Silvina y su hijo Sergio en Sierra de la Ventana (1971)

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Silvina y Naomi, su nietecita (hija de Claudio)

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Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios.

Adolfo Bioy Casares,


“En memoria de Paulina”

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Diálogo

La yegüita, llamada Petiza, porque era petiza, salió a recorrer el campo y se encontró
con un león. Para congraciarse le dijo:

–Hola, don León, ¿qué hace aquí, tan solo?

–Descanso, amiga yegua.

–Claro, dijo Petiza. Ha de ser muy cansador ser Rey.

-Imagínese, tantos súbditos pidiendo cosas, –replicó el león, limándose las uñas.

A la Petiza le recorrió por el cuerpo un escalofrío.

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La cita

En la esquina de Concordia y Laferrere, la cité a las cinco de la tarde, y aquí estoy,


hace ya como… Miro el reloj y compruebo que han pasado cinco minutos. Me
pregunto, ¿vendrá? Espero que sí. Me pareció sincera cuando aceptó. Además, el
corazón me lo asegura en cada latido. Es tanto el deseo de verla, que no quiero creer lo
contrario.

¡Largas las cuadras!, vacía la calle, y desde la esquina, de la que no quiero moverme,
no veo caminar sus veredas a ninguna persona. ¿Vendrá?...

¡Al fin! A lo lejos veo su silueta, y el corazón acelerado golpea mi pecho. ¡Qué lindo
camina!

Ya está acá, con su perfume, su calidez y su sonrisa; es como el abrazo que no nos
damos, pero que íntimamente sentimos, y le digo:

–Cinco minutos más, y no me encuentra.

– ¿Tan poco valgo, que no merezco ni cinco minutos de espera?

–No quise decir eso; lo que pasa es que soy muy estricto con la puntualidad. No me
atrevería a lastimarla de ningún modo; la aprecio demasiado. Acepte mis disculpas.

–Acepto, y me agrada su aprecio.

– ¡Veo abrirse el cielo entre las nubes!

– ¿Y a quién ve ahí?

–A usted, radiante y bonita como siempre.

Después de aquel encuentro (en aquella esquina añorada), nos casamos en diciembre y
vivimos 39 años de amor.

Hoy, que los años me han envejecido, digo, parodiando la canción de Fabio: “Ella ya
no está, y yo… yo la recuerdo ahora.”

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Los números

Los números me caen simpáticos, y hasta risueños.

Imagino al 1 como un poste clavado en la tranquera que daba paso a quien viniera a
casa. Al 2, como los patitos que, en la laguna cercana, nadaban a sus anchas ante el
alboroto de la gallina que los empolló. El 3 es una ene parada; no le gusta decir no, y
por eso se paró. El 4 es remedo de la sillita enana de mi nona. El 5 es una guarda
incaica, igual a la que adorna mi poncho. El 6 se asemeja a la cola en ristre de Toby, el
perrito de mi nieto Darío, o bien a la colita de un chancho, elefante, o algún otro bicho
grandote de rabo corto. El 7 es un soldado con quepí y espada al cinto. El 8, una gorda
cabezona muy oronda. El 9, un globo prendido a un palito, para deleite de los niños. El
10, un 1 agrandado que se siente importante por estar delante de los ceros.

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Soliloquio de la mosca

Uy, ¿dónde me posé? Es liso y duro. ¿Pista de patinaje?... Y me veo, ¿ésa soy yo? Sí,
¡qué hermosos ojos grandes tengo!, y patitas… ¡cuántas! En mi infancia sólo podía
arrastrarme…Y eso transparente y etéreo en el lomo son alas; con ellas puedo volar y
me divierto. (De ellos aprendí esas palabras). Suelen decir: “¡cómo vuelan las moscas!,
“¡qué asco!”, o “caen como moscas” cuando se matan entre sí.

Así que soy mosca y vuelo. Hago cabriolas en el aire y me burlo, cuando con lo que
llaman palmeta quieren aplastarme. He visto como lo han hecho con otras. Los espero…
me miran con esos ojitos insignificantes. Y cuando bajan la palmeta escapo de costado y
me poso en esa maraña a la que dicen pelo o cabello, y me río a mis anchas porque se
enojan al no poderme matar con sus manos sonoras que se estrellan en fortísimos
aplausos.

Se ponen furiosos si chupeteo sus alimentos, o acaricio la cara de sus niños. Son
peligrosos… ¡cuidado!, han inventado un gas que…c…qc…ajjsss…

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Carta urgente

Querida amiga:

Esta carta –que tal vez te mande hoy–, tendría que haber llegado ayer,
pero recién ahora se me ocurre escribirla; ayer la pensé, hoy la escribo. Espero que no
aumente la pila de cartas que en el cajón aguardan a que las envíe, porque es urgente
que sepas lo mucho que necesito hablar con vos para comentar lo que te digo: quiero
tener la aprobación –o no– de lo que escribo.

Ahora, recibí un beso, y chau… hasta ahora.

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Dalinesco

Lo hice, y me siento como se habrá sentido Dalí ante su primer dibujo. Estoy orgullosa
de él.

Parece una señora gorda, piernas cortas, con un sombrero chato. Y se sonríe, es muy
servicial y cálida. Admite, sin retaceos, la ardorosa pasión que la consume noche tras
noche, y se deja llevar donde pueda ser útil.

Aunque a veces dudo. Observándola bien, sigue siendo una señora gorda mirándose
las tetas grandes y largas hasta el dobladillo; ¿o acaso es una rueda con dos limones y
tres patas?

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Pomponcito

Esa ovejita era un pompón blanco, llena de rulitos enrollados que mostraba
contenta y orgullosa, mientras brincaba feliz alrededor de su mamá, jugando con otras
pequeñas como ella en los campos de La Patagonia, bajo el sol del otoño.

Pero vino el invierno, y el frío trajo al viento y a las nubes que descargaban
pompones blancos, que no eran enrulados sino fríos y tantos que todo el campo
desapareció y el pasto también.

Mamá oveja le dijo a Pomponcito que se quedara cerca de ella; tenía miedo de
perderla, pero había que comer, sino no podría darle la teta a su hija. Así que, buscando
la comida bajo la nieve (que eso era lo que caía del cielo), se había alejado de la
manada, y con su voz de oveja llamaba a sus compañeras: ¡meee-meee-meeeeeeeee!, y
vinieron dos.

Como ya oscurecía, se juntaron las tres alrededor de Pomponcito para darle calor,
y así las encontró el pastor que salió a buscarlas con dos ayudantes y dos perros,
regresándolas al corral.

Y una vez seguras todas juntas, aprendieron la lección: a no separarse nunca de la


majada, y a respetar al Señor Invierno.

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Gelatín

En un lugar donde los árboles hablaban entre ellos y hamacaban sus hojas en
columpios de hilos de aire, susurrando cuentos y poemas, guardados en la memoria de
las raíces; a orillas de una laguna de aguas claras, como la luz de la luna; con un lecho
bordado de guijarros, que lucía orgullosa como lucen las princesas sus alhajas y
collares, había un bichito habitando entre las piedras, con el cuerpito desnudo y tiritando
de nombre Gelatín. Al verlo tan desamparado la laguna ordenó a sus aguas le dejaran un
poco del nácar de las ostras para que se abrigara y como él tenía una gran inteligencia
almacenada en dos cuernitos que sobresalían de su cabeza, con ese nácar se hizo una
casa un tanto rara, de forma nunca vista, con una sola entrada y tan liviana que la
llevaba sobre su lomo a donde fuera.

Los árboles, la laguna, la luna y demás vecinos del lugar lo veían ir y venir, trepar y
bajar seguro de sí mismo y marcando en el piso su paso con una cinta brillante,
orgulloso y cortés arrastrando su casa rodante con la cara al sol y los nenes del lugar en
su media lengua decían “ahí va caracol” “adiós caracol”, “ahí viene caracol” y por
siempre por nombre “CARACOL” le quedó.

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Mi musa

Si tengo una musa ha de ser muda, porque no la oigo, y me angustio llamándola, lo cual
quiere decir que también es sorda, y tanto la necesito que me postraría para que se apiadara de
mi orfandad y, aunque sea un poco, se dignara a ocuparse de mí, porque sé que hay muchas
palabras, ideas y sensaciones que me esquivan el bulto y no puedo atrapar y quisiera y me
esfuerzo y transpiro, pero a ella no le importo, me mira con lástima, me deja y se va.

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Circunstancias

Caminando hacia mi casa, tuve que detenerme ante unos zapatos arrojados desde una
alta ventana y anonadada vi caer sucesivamente, una radio, banquitos, un bandoneón
almohadas, colchones, sillas y mesa…

Colijo que se mudaban.

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Intolerancia

En un rincón de la casa, el plumero y la escoba se miraban de reojo. La escoba


arrastra al caminar su pollera amarilla, y levanta polvareda. El plumero ofuscado, le
dice:

– ¿No ve que contamina todas las cosas con el polvo que levanta?

–Lo veo, pero no me preocupa, -responde displicente-. Yo cumplo con mi trabajo. En


lugar de recriminarme, cumpla usted con el suyo.

– ¡¿Así que engreída?! Claro, se cree famosa por la canción que nombra la pollera
amarilla, –dijo en tono zumbón el plumero–. Pero aquella continuó: –Es limpia, la que
usted tan orgulloso usa tiene el dobladillo sucio de cuanta porquería hay en el piso–,
gesticuló frunciendo el ceño. Tocada en lo más íntimo, revoleó la escoba su falda,
arrojándole tierra a las plumas, que sacudió con furor el plumero, con lo cual quedó el
rincón sumido en tinieblas.

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Instrucciones para pelar una naranja

Con cuchillo filoso –y cuide de no rebanarse un dedo– recorra el obeso cuerpo de la


naranja, tratando de no profundizar sus entrañas. Si tuvo suerte, mano hábil y llega al
final sin que se corte la cinta, habrá conseguido un lindo rulo para colgar en su cocina y
tenerlo a mano cuando el mate lo requiera.

Ahora contemple la desnudez de ese fruto descendente de azahar, tan lleno de tetitas,
lacrimosamente brillantes, y reviéntelas en su boca.

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La pared

Se sentía la reina del barrio. No sabía que había muchas como ella. Se enojaba con los
gatos y los perros porque la orinaban o emitían gritos a altas horas de la madrugada, sin
dejarla pegar un ojo.

Se sentía fuerte y poderosa, hasta que un buen día un enorme camión la derribó, y sólo
pudo gritar al verse desparramada en un montículo informe.

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Objetos cotidianos

A mi memoria vienen los objetos cotidianos, esos que están en mi cocina –de la que no
puedo librarme–, las cacerolas y el licorcito que los dos saboreábamos, y tu pipa.

Si estoy en el baño, veo los cepillos de dientes, y recuerdo que hacíamos carreras para
limpiarlos y nos divertíamos, y la lámpara tan linda que me regalaste, porque yo nunca
prendía la luz en el dormitorio.

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Poesías

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El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me


arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el
tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.

Jorge Luis Borges,


“Nueva refutación del tiempo”,
Otras inquisiciones (1952)

Escribir poesía es un intento entre el


encuentro y la pérdida,
entre lo que se va y lo que perdura;

cada poema es parte de otro y, al fin,


todo poeta escribe un solo poema
interminable.

Hector Berenguer
(de su página de Facebook)

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Escribir

Escribir ahora
como un grito
que llegue más lejos
que la fotografía del ojo.

Escribir
por si el ayer no entra
en el futuro del poema.

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Mamita

¿Te acordás, mamita,


cuando en tu cama grande
jugaba con la luz del sol?,

¿o cuando correteaba el patio


cantando “Cuartito azul”?...

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Miedo

El viento aullaba
como lobo herido

casi se me escapa
el corazón entre los huesos

un terremoto me habitó las carnes

y en el siglo de un minuto
hallé refugio en el regazo
de mi madre...

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Tus manos, madrecita

Tus manos, madrecita,


que un día
en tu pecho crucé,
con toda su tibieza
las siento entre las mías.

Abejitas dinámicas,
curaron mis nanas,
calmaron mi frente,
secaron las lágrimas
del último adiós;

todavía, mamita,
las siento vivas
en mí.

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La mecedora

Descansás mis recuerdos,


me hablás de otro tiempo;

en vos mi madre soñaba su pasado


cuando tremolaban tus hojas
en el viento.

Estática, seca,
aún se mece tu savia
en plácido vaivén.

Ya nadie nos precisa.

Tristes,
en silencio,
nos miramos.

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Infancia

Un relincho habita mis oídos,


sonido que refleja el ayer lejano.

La voz de mi yegüita trae el recuerdo


de cuando compartíamos
el sol y el campo abierto.

Hoy llega mi Petiza


montada en la nostalgia
de un tiempo que pasó.

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Gaty

Gato de humilde prosapia,


apareció en casa en una noche fría;
lo trajo el viento,
y amenazaba tormenta
bramándole los talones.

Negros de miedo sus ojos


pedían asilo en los míos,
y opté porque se quedara.

Cambió mi vida al momento:


la soledad huyó espantada,
alguien maullaba a mi lado,
tenía con quién hablar
aunque no respondiera
(al menos no con el lenguaje
vulgar de los humanos)

Por nombre le puse “Gaty”,


y menos mal, porque un buen día
me dio cinco gatitos,
y el apodo no desentonaba.

Sé que mañana,
traspuesto el umbral
de esta primera vida,
volveremos a unirnos
en el atigrado maullido
de miradas que se buscan.

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A Villa Mosquito

Penumbras con velos de encaje


perfilan un nuevo lenguaje
bajo tu lengua de villa grela;
quietas horas preceden al amanecer,
y cubren tu inmensa fronda.

Hasta los bichitos andan despacio


bajo los párpados de tus ventanas
(¿qué se dirán las luciérnagas
entre el sombrío arqueo de esas pestañas?)

Entré al silencio de tu silencio,


soñé tus sueños,
y como otra pared
reflejé la luna en un grafiti
con su luz insomne.

Voy a volver mañana


para silbar o maullar en tu puerta
otras preguntas. Dejá que tus flores me abran…

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Imaginarias sombras

Papeles mutilados
danzan por el piso
como melancólicas hierbas,
brotan de las sombras;

y a mis ojos, otro ojo


mira con húmedo sentido
olor a pálidos musgos.

Papeles flotan
como plumas en el aire.

Encuentro, además, entre las formas


una porción de torta
y unos libros que le dan otro cariz
a esos despojos.

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Un sueño sin adjetivos

Ruido de almanaque
muerde la lluvia en el techo.

Contra la pared, de pena,


duerme semilla en la almohada,
un brazo le roza los labios,
sueña cascabeles de vidrio
y resbala en nubes
con nombre de abecedario.

Cierra camino el pie de calle.

Apaga llamas el llanto


en la voz del viento.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Poema

El poema no llega,
viajero de lluvia;

va de esquina a esquina
por otras calles,
otros rumbos;

esquiva la voluntad del tiempo,


anida en calendarios
de libros abiertos,
duerme en sábanas de tinta,
y abraza lágrimas que quedan
y las que van con él en fuga…

o sólo se demora
en una esquina del mundo.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Proteo

Cambiante imagen:
fuego,
coral,
roca;

en el agua te disolvés,
y recreás en la sal y la arena,
en el viento y la sombra.

Como el tiempo,
simbolizás lo eterno de la rosa.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Preguntas que vos te harías

¿Qué es el sonido?
La voz de las cosas.

¿Qué es el vino?
Agradable somnífero.

¿Qué es el abismo?
Fondo con ojos oscuros.

¿Tiene voz de vino


el sonido del abismo?

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Leyenda de la luciérnaga

Miraba la luna con nacarado celo


al gris bichito encaramado a una verde hoja;
tenía la mirada gris de gris tristeza.

Un hombre –huracán de vuelos–


de un manotazo la arrojó a lo oscuro,
y se quedó quietecita porque no veía
dónde quedó tendida.

La luna, con alfiler muy blanco,


le pinchó la cola, y una luz selenita
la convirtió en luciérnaga,
y sembró la noche
de inquietas, atigradas estrellas.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Mis Mundo

Tenía la nariz tan sin sal


como una tilde solitaria,
ojos oblicuos, cejas hirsutas,
y dos abanicos a ambos lados
de la rubicunda cara;

estatura baja,
piernas combadas,
y en los tobillos dos alitas
como el dios Mercurio
que para nada le servían;

a pesar de todo,
aún soñaba.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Azul

Azul
como la sombra del frío,
se retuercen las entrañas
de quien no tiene comida.

Azul
como la indiferencia
del que todo lo tiene y lo mezquina.

Silencio de la muerte
que se siente segura.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

La lucha de la lombriz

De ambos extremos
principio sin fin:

quiere ir hacia adelante


y atrás también;

inmóvil resistencia tensa


en línea recta

es dos cabezas siamesas,


una afloja y,
arrastrada por la otra,
va
donde no quiere ir.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Definiciones

Alumbrada, alborada, aborrecida,


estrecha, enojada, empedernida,
insípida, irónica, iridiscente,
orlada, orgullosa, oropelada,
universal, umbralicosa, única;

decirte más me seca de vocales,


poesía consonante.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Visiones

Las sombras despiertas


no dejan alumbrar el día;
en lucha continua me muestran
paisajes de siniestras visiones.

Encuentro en la alcoba
un armazón de fierros,
imagen humanoide
a la que llaman robot;
me tiende la cama,
lo cual no me sorprende
ni enoja.

Afuera el sol
es un punto negro que llora.

Todo esto me hace pensar


si no soy yo
la loca.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Cortinas

Vestidas de silencio, soledad


y mansedumbre,
las miro y me miran
sin decirme nada;
no fueron hechas para hablar.

Si las requiero,
ocultan o despejan ansiedades
de ojos con curiosas intenciones.

Lo que todos vemos,


no lo vemos
como todos.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Río

Raudo río
de rumoroso ruido
rozas risueño
las riberas
ribeteadas de racimos
rosados de rocío.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Residual miseria

Líquidos cristales se desflecan en el aire.

Niebla deformante cubre


la difusa noche
y muestra del mar
la ensombrecida imagen.

Es tanta la residual miseria


del hombre prepotente que lo hiere.

Muere la vida en su seno.

Ya ni sus lágrimas purificarla pueden.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Reflejo

Estabas solo, erguido,


con la cabellera desplegada
a las caricias de la brisa,
solo, hasta el confín del horizonte,
plantado en medio del piélago verde,
alfombra tendida a tus pies
que no caminan.

Tus ojos seguían ansiosos


la despareja línea de alas
apuradas a encontrar la esperanza.

Miro tu soledad,
y algo golpea en mí:
se parece a la mía.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

La pena

La pena empaña y desvela,


se encierra dentro,
carcome;

ojo escrutador
no baja los párpados,
hostiga sin olvido.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Quiero escribir…

Quiero escribir, pero…


no encuentro palabras,
y es arduo el esfuerzo que provocan;

el blanco de la página
me mira socarrón,
cursis garabatos pulsa el lápiz,
y aumenta la vergüenza que me agobia.

No será hoy,
tal vez mañana
logre enlazarlas
en un poema.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Lectura

Transpiraba el árbol
sombras de verano,

aguerrido sol
incendiaba caminos
del tronco añoso,

y un libro leía la frescura


en ojos
y raíces de los sueños.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

La rosa

¿Quién rechazó el presente?

¿Qué mano la arrojó


sobre el cristal de la playa?

Huérfana de afectos
yace olvidada
con el rubor acentuado
en la seda de su piel;

aroma el suspiro
le completa el ser.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

De qué hablar

En un momento roto,
¿cómo encontrar palabras
que reflejen lo que siento,
si el lápiz me mira de reojo,
y la mano exagera el movimiento,
y yo persisto en escribir
como si fuera posible
el intento?

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Estocada

El sueño se fue de paseo,


no quiso dormir en mi almohada.

La noche se puso pesada.

En vueltas y revueltas
las horas se clavaron en los ojos
como el torero
clava en el toro la espada.

Inútil esperar que vuelva.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Búsqueda

No sé si podré
encontrar lo que busco.

Escarbo en mi interior
y le pregunto;

mudo y terco
deja que me revuelque
en la duda
(impenetrable bosque
de misterio.)

Escondido y custodiado
el yo que me habita,
no logro descubrir quién soy,
y me abisma tanto secreto.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Naturaleza del poema

Él traducía libros;
yo traducía pájaros.
Antonio Esteban Agüero

Yo veía en derredor
un mundo nublado de rencores,
quería encontrar al sol
adormecido entre licor de flores,
y di con un libro
enhebrado a mis ojos y mis manos;
su canto me mostró la vida de otro modo:

en silencio escuché
el gorjeo del agua entre las piedras,
arrullo de pájaros,
trinar de estrellas,
y la presencia arrolladora del árbol;

y comprendí al poeta
que traducía pájaros.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Floricidio

Rosa niña
prendida
a un talle cimbreante.

Luces de lluvia
la hicieron brillar
en escenarios.

Solitario su canto enmudeció


en un grito con los años.

Nadie la esperaba
a la vuelta del crepúsculo…

Ató una cuerda a su cuello


bajo un cielo de calidoscopio
y se deshojó.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Grafiti

Lo encontré ocupando
todo el muro
con letras que temían
no ser vistas;

se clavó en mi pecho
el canto de su voz,
y me sentí desnuda
como él.

Un grito acalambrado
galvanizó mi corazón.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Espejo del terruño

El tiempo se ha llevado palabras


ante el asombro de árboles y pájaros.

Brillo de sol acaricia las aguas


donde bañan los sauces sus melenas.

Tal vez el alma enmudeció,


anonadada por tanto sortilegio.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Belleza

La modista
me pinchó sin retaceos
al probarme el atuendo
encargado,
hizo oídos sordos
a mis lamentos y,
terminada su labor,
busqué consuelo en casa
para mis lágrimas de aguja.

Cada tanto la piel


me recordaba
lo que hay que soportar
para estar bella.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Fuga

Tras la sombra
de sus pasos que partían,
la nostalgia estranguló
hilos de voz en los pasillos.

Con un dejo salado


entre los labios,
ni el nombre
de su hombre
pronunció.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

El tiempo

El tiempo,
zapato andariego,
demolida suela en guijarros
de caminos secos.

Llevó ansias dentro de su hueco,


supo del miedo en huidas locas,
mojó sus ropas en sudores fétidos.

Arrinconado,
reblandecido y sin brillo,
lo cubrió el olvido.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Cuenco de semillas

Nace el alba
del útero terroso
para irradiar su luz
en la mañana.

Así fuiste creada, mujer,


flor de rocío,
cuenco de semillas,
memoria de la vida.

No serás
ciego muro a la caricia
ni cicatriz de olvido.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Desafío

Dormía la luna serena,


envuelta en un manto de nubes;
el viento besaba su frente,
las estrellas estaban celosas,
en el aire flotaba el misterio,
y en la danza de sombras furtivas
se incrustó el reflejo siniestro
de dagas cruzadas en celo
que dejaron dos cuerpos tendidos.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Granizo

Entre reflejos de tinieblas


se desbocó el viento,
en un relincho acatarrado
trisó la huella en fríos guijarros
disueltos en llanto de lluvia,
y huyó perseguido por el pataleo
y vociferantes retos del trueno.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Quisiera…

Quisiera escapar de mí misma,


ser otro ser
como el delfín del cuadro
que navega la pared,
jugar desprejuiciada con las olas
que salpican la esperanza,
sin esta pesada mochila
que ahoga sueños,
anula ansias,
y mastica mis días.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Extraviada

No sé si soy yo quien está conmigo


o es una extraña que me mira de reojo.

A veces creo ser como la piedra


por la tierra abortada,
suelo pensar que el extravío
se burla de mí hasta en el sueño,
y busco un refugio que me ampare
de mi propio desvarío,
para no parecerme a una vana figura
tras el marco simétrico de un cuadro.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Caballero de humo

Caballero engreído y poderoso,


con humos de suficiencia,
amo y señor
capaz de imponerse a todos,
carcelero y represor,
brasa de infernal tormento.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

No

Ya no contemplarán
sus ojos
amaneceres y ocasos,

ni sus manos
bailarán sobre el teclado…

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Decepción

Vi la luna rielando las ondas


de aquel río manso
que se despedía,

y eché a navegar
la última lágrima
de adiós
que tenía.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Nube

Errante,
en la pupila del sol
clavás tus puñales,
y desahogás
el peso de tus huesos
en la piel del viento.

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Excursión

Amaneció el cielo con gris sudario;


amenazaba diluirse en llanto,
pero fue tal el entusiasmo
que decidimos iniciar el viaje.

Íbamos tras las huellas de ranqueles,


a conocer sus rastrilladas,
cicatrices marcadas en el tiempo,
por los adustos cascos de sus potros.

Dejamos nuestras huellas en sus huellas,


sintiendo martillar el pecho.
La pampa curvaba su planicie
por arenas bravas,
mientras cruzaban y pastaban
ñandúes y guanacos
a la vera del camino
entre manchones verdes de caldenes y chañares,
también dueños de la tierra y sus sudores.

Y era de ver, en esa soledad de campo,


lo que quedó de la antigua pulpería
de Doña Esterofinda. Hoy, sólo una morera,
desde su hueco, testimonia su lejana historia,
resguardada por los médanos…

Altos médanos como montañas


invitan a trepar sus crestas,
a pesar del viento
armado con cuchillos de frío,
y, desde sus cimas, flamean
nuestras manos y brazos.

Al fin del viaje llegamos


a la Laguna del Padre Marcos…

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Equívoco

Renacía la luna
de su reflejo,
y se detuvo el sol
hundido en el azul
de unos ojos.

Equivocaron el camino
cuando dijiste adiós.

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Silencio amigo

Se me colgó el corazón
en la telaraña del miedo.

¿Cómo presentar lo acontecido


sin recibir reproches?;

¿cómo soportar la vergüenza


y no encontrar palabras que la borren?

Temblorosa me asaltó el silencio,


silencio amigo que no pregunta
ni precisa respuesta.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Amanecer

Grito de un canto enmudecido,


secreto,
enredadas raíces,
manantial de luz,
niebla de verano,
orígenes de otras mañanas,
relámpagos de auroras
amanecidas en gorjeos.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Caleidoscopio

Cambiaba el cielo colores


plomizos a sepia,
inundado de tristeza.

Llanto susurraba
húmedo caleidoscopio
de niebla y de poemas:

entrecortado brillo de lluvia,


aromas vistiendo el viento.

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Visión del viento

Cabalga olas bravías


y ondas de manso río,
desliza, silencioso, suspiros
de guitarra y vino,

besa
hilos invisibles
en labios de muchachas.

Lúdico, maquiavélico,
goza la caída
de hojas secas,

Tiende grotescas formas:


pelea con la lluvia,
empuja tormentas;

y cuando la calma lo arrebata,


sueña no estar solo,
y que el dios de los vientos
lo humaniza.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Deshojado

No hay sueños
que memorice el viento;

palabras vanas
hilvana
la nostalgia;

el ayer se deshoja…

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Final de otro comienzo

Me interno en corredor de bruma,


y encuentro letras desenredándose.

Descongelado el viento
arranca en su corrida
suspiros de hojas y alas,
y en mis ojos lee el crepúsculo
el final de otro comienzo
que se parece al mismo sueño.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Nostalgia

Perfume de sol
que ya no brilla.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Todavía

Juguetes en brazos del olvido,


llamas apagadas,
rescoldo de sueños,
dormido amor en el pasado,
estampas reviven recuerdos
mordidos por silencios,
soledad, vacío;

quedan las palabras.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

¿Qué es la muerte?

Sombra
que nos sigue los pasos,

olvido de encontrarnos
donde no
nos buscamos;

¿final
o
principio?

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Turbulencia

Turbulenta
rompe su boca
esta última página

como la memoria
desnuda.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Si mi corazón fuera…

Si mi corazón fuera mariposa,


latiría en otro cuerpo,
sin soportar el peso
de paredes que se cierran,
sin el lastre de huesos
ni sogas de prejuicios;

llevaría alas
como llaves
para abrir las flores,
y sentir la vida
libre.

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Ocaso de otoño

Está sola.
Le enseñó la calle
a vivir por sí misma.

Agoniza la risa
que fue suya,
no de los otros.

La verán caer,
pisarán sus lágrimas
como a un charco cualquiera;

y dirán sus ojos:


la aplastó el olvido
como a una hoja
desprendida del otoño.

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Abril

Danza el sol en el rocío,


se desliza sigiloso
del estival abrazo,
y despiertan, abril, tus mañanas
en la fresca estela de la brisa.

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Invierno

Palabra de piedra en el muro


mató al camino;

voz de sombra
aullaba en el viento;

la muerte lloraba el río…

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Antítesis

Miro sin ver lo que estoy mirando


cuando por momentos pienso
sin pensar en nada
ausente de mí misma
como si quedara en blanco
y el olvido me habitara

y cuando vuelvo
no sé donde estuve
cuando no pensaba en nada.

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Sombras

¿Qué son las sombras entre sí?,

¿sombras entrelazadas,
conjunto de fantasmas
unidas para el susto?,

¿seriales formas
detrás de nuestros pasos,
a veces precediéndonos,
en otras de la mano,
o simples dibujantes
de las cosas?

Fatalmente la luz
que las apaña
las desvanecerá
en un instante.

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Clamor

Señales
dibujan
sombras,
sombras
de alas siniestras,
señales
montadas en vientos,
en barro pegajoso,
en temblores internos:

gritos de socorro,
aullidos de miedo
vomitando magma

desatada en llanto
la naturaleza
agónica,

y después
la nada…

sólo la muerte
oirá
sus propias
carcajadas.

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Obsesión

Triste, pensativo
no se da cuenta

entre sus dedos


consume el cigarrillo

filtra el espíritu
en columnas temblorosas

el café tirita
en la taza que lo contiene
aburrida de olvido

sólo una idea mastica


el hombre taciturno:

la mujer
que habita en su cabeza.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Sol de enero

Ramas sombrías crujen


bajo fuego filoso que hiere
a un viento
prisionero
que sangra.

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Carrera

Agujas hirientes
de un cuadrante atónito,
cruel, entrometido, burlón,
derrite tiempo en olvido.

¿Quién dijo que está estático


si corre horas en el bolsillo?

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Vigilia

Sueño
entrecerrando los ojos
en las pestañas de la luna.

Se alarga el silencio
en vana espera.

Se quiebran las pupilas


dibujando un nombre.

Crece en el pecho
un corazón rebelde.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

A mi cerebro

No te apagués antes que yo,


no abandonés mis neuronas.

No me dejés sin luz,


sin tu voz.

De hacerlo,
yaciente, me secaré
como árbol por el rayo,
y mis palabras, oscuras,
arrebatas por violento viento,
no volverán a mí;

y habré muerto.

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Enredadera

Suelo flotar
como enredadera
en un libro abierto.

Repasa la memoria
el diario de mis días,
mecida entre la bruma
del recuerdo.

¿Qué aventuras
detrás de esas páginas
me reserva el olvido?

Volveré a ser semilla


cuando el espejo extrañe,
copie y repita
las huellas de luz y sombra
que me dieron vida. -

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

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La luz pinta el aire


de amarillos y están cerradas
las viejas puertas.

María Teresa Andruetto,


“Instante”,
PAVESE/KODAK

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Acrósticos

Lamenté siempre la pérdida del prendedor.


Amaba ese lagarto de oro que me regaló papá.

Por tonta, ese día me lo colgué del dedo como un anillo.


Una vez que arranqué el auto, olvidé que lo tenía.
Era el atardecer, y la sequía había hecho un colchón de tierra.
Rocé mi dedo al hacer un cambio, y cayó ese lagartito con mis lágrimas.
Traté de recuperarlo, pero el polvo se lo había tragado.
Ahora sufro su ausencia, como el reflejo de mi padre en el pecho. -

En la tranquila luminiscencia de la tarde


Los recuerdos se agolpan.

Penetra el sol en los huesos


Rencorosos del olvido.
Empieza por escribirme el llanto.
No quiero, pero me apura el paso lento de ese pasado.
Daños irreparables quedan
En la sombra de campana del viento.
Desearía que aquel
prendedOr
Reapareciera. -

Eladio Mendieta,
Ladrón, asesino,

Pasó como
Un
aÑo
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A la sombra,
La gayola. -

Prisma de Greguerías

I. El trigal se peina con trencitas.

II. Árboles: paraguas de la tierra.

III. Tilde: puñal de las vocales.

IV. Balbuceo: infancia de las palabras.

V. El error es el horror de la erre.

VI. Número: alcahuete de la cantidad.

VII. Cartas: mensajeras de la memoria.

VIII. Piedrecitas: bebés de las piedras.

IX. Ripio: sarpullido de la tierra.

X. Ojos: fotógrafos del cerebro.

XI. Su nombre en los labios es un suspiro.

XII. Era tan acalorada la discusión, que tuvieron que prender el aire.

XIII. Es mejor no creerse, que creerse cuando no se es.

XIV. Escribo porque el lápiz grafica y el papel espeja.

XV. La circunferencia del sol, los rulos de las nubes, las fases de la luna:
curvas femeninas.

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Baldosas de Haikus

Ojos que miran Bella flor muerta:


desde el feliz pasado marchítanse sus pétalos;
suman recuerdos. ángeles lloran.

Llora la nube: Repiquetea


suicidio del ocaso chaparrón de verano
al irte vos. en el alero.

Viento veloz, Alguien esquila


indómito centauro, algodón de los cielos.
sed de distancias. Está nevando.

Roja hoguera Rincón vacío:


que quema mi locura; solitaria la silla.
cenizas quedan. Hoy te recuerdo.

Calle con humo. Claros de luna:


La llameante hoguera el océano riela
besa su foto. febril festejo.

Verdes espadas Frío amanece:


entre oscuras flores. esfuma el tren la niebla.
Sola mi alma. Espero sola.

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Frases:

1. A veces se escapan las verdades.

2. El ventilador me vuela las palabras.

3. Casi no se ve con tanta luz.

4. Busco algo para borrar lo no escrito.

5. Resentimiento: veneno que nos amarga, y nos aferra a un tiempo muerto.

6. El arte imita a la vida, pero ella nunca esperó ser retratada.

7. En política las mismas palabras no dicen lo mismo; llevan dentro la duda, la sorna
de la mentira y su sadismo.

8. Tal vez sólo valga la intensidad con que hemos amado.

9. No fue olvido, sólo enmienda.

10. Calló la voz del silencio.

11. Se hicieron raíces las manos.

12. Se deslizaba lánguida, silenciosa, la lluvia de enero en el jardín.

13. Metáfora: realidad disfrazada.

14. Caen fotos del equipaje del recuerdo.

15. Palabras nombran su cosecha de incertezas en el corazón del hombre.

16. Prisionera en un laberinto, me consuela saber que alguien prometió venir a


buscarme.

17. Memoria: gato al acecho.

18. Mis latidos de hiedra, enredadera, sobre un muro indiferente y frío.

19. Espinosas olas arañan la frente del mar.

20. El tiempo es un viento que regresa.


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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

21. Sola y en silencio, escucho sonidos que antes no oía.

22. El mar por la mañana: suena a saludo la voz del oleaje.

23. Desperté. Alguien me estaba mirando, y se borró.

24. La luz envejece en cada sofoco del sol.

Agradecimientos:

A la Secretaría de Cultura y Turismo de la Municipalidad de Villa Mercedes, Lic.

Silvana Merlo, por la edición de esta obra;

a la artista plástica, Paula Maciorowski, por el diseño de contratapa;

a la artista plástica, Ajejandra Etcheverry, por su retrato a lápiz de Abu Silvina;

a Angélica Lucero, por su amistad y amor incondicional dedicado a Abu, y por su apoyo

y cooperación inestimables en el armado del libro;

a los familiares y amigos de Silvina que aportaron sus conocimientos y anécdotas en

este trabajo. En especial, a Noelia Isidori, su nieta;

a Camila Pérez Lucero por su trabajo en la edición del dibujo de Abu.

Y a la vida, que nos reunió en un tiempo y un espacio soñados. -

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Los yo que me habitan Prosa y Poesía Silvina Nélida Avalle

Silvina Avalle y Darío Oliva, en Villa Dolores (Córdoba)


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