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“PENETRAR EN EL ALMA DEL NIÑO ”.

REFLEXIONES SOBRE EL DISCERNIMIENTO DE LOS MENORES DELINCUENTES


(BUENOS AIRES, 1887-1919)

“DIGGING INTO CHILDREN ’S SOULS”


REFLECTING ON THE DISCERNMENT OF JUVENILE CRIMINALS
(BUENOS AIRES, 1887-1919)

RESUMEN. Este trabajo se propone reflexionar sobre una figura legal medular en el
juzgamiento de los menores de edad delincuentes entre fines del siglo XIX y las primeras
dos décadas del siglo XX: el discernimiento. Configurada como tal desde la propia
codificación penal, el discernimiento se irguió en el centro del debate jurídico que aquí
reconstruimos sobre la punición de los menores. También nos detenemos en las críticas
doctrinarias que recibió esta noción por parte de los juristas más renombrados de la época;
y recalamos en las formas que una serie de intelectuales de segunda línea pensaron las
particularidades del castigo de menores de edad en una época en que éste era
indiferenciado del de los delincuentes adultos. Asimismo, nos preocupa encontrar en las
prácticas judiciales las marcas que reponen los usos que los magistrados hacían del
discernimiento a la hora de tomar decisiones que afectaban el destino de niños y jóvenes
infractores.

PALABRAS CLAVE . Menores de edad - Castigo infantil - Discernimiento

ABSTRACT. This paper aims at reflecting on a leading legal entity in juvenile criminals’
trials between the end of the XIX and the first two decades in XX: the discernment. Taken
as such in the very criminal codification, the discernment came into the spotlight in the
legal debate that we reconstruct here related to the punishment of juveniles. We also
examine the scholar opinions about this concept given by the most prominent legal experts
of that time as well as the ways of punishment for juveniles pondered by a group of
intellectuals on the B-list in a period when juvenile punishment was different from the
adult one. Besides, we aim at finding any hints in the legal practices that let us learn how
magistrates make use of the discernment when making decisions influencing the child and
young criminals’ destiny.

KEY WORDS. Juvenile criminals - Child Punishment - Discernment

1
“¿Cómo penar igualmente
al menor de facultades no desarrolladas del todo
y al hombre íntegro en cuanto a su desarrollo?
¿Cómo la pena para uno y para otro ha de ser
de la misma índole y de la misma naturaleza?”

Pedro V. Meléndez, 19001

En los años 1891 y 1892, alrededor de dos mil niños y jovencitos fueron encerrados en la
Cárcel Correccional de Varones. Era una “lóbrega mansión” que “en un espacio
reducidísimo y en las peores condiciones higiénicas” amontonaba a menores delincuentes
encausados y condenados; huérfanos y ‘abandonados’ a disposición de los Defensores de
Menores; ‘vagos’ y ‘viciosos’ levantados en las calles y paseos públicos por la Policía de la
Capital y a los ‘díscolos’ e ‘incorregibles’ enviados en corrección paterna. En estos
términos se describía el panorama al interior de esta primera institución dedicada al castigo
de menores de edad:

“el cuadro que presentan los detenidos horripila. Rostros indescifrables por
la suciedad que los cubre, cabellos largos y enmarañados endurecidos por la
tierra, campo fecundo para la multiplicación de insectos, complementan el
rostro, dando a la fisonomía un aspecto patibulario. No hay uno solo que
tenga camisa, cubiertos con harapos repugnantes, la mayor parte descalzos,
sin una sola manta que los abrigue en la noche contra los rigores de la
estación, forman un conjunto imposible de parangonar con nada de lo
conocido”2.

En el último cuarto del siglo XIX en la Argentina se asiste al proceso de diferenciación –


jurídica, conceptual, metodológica y espacial- del castigo infantil respecto del de los adultos.
Este proceso que aquí pondremos en primer plano y que corrió en paralelo a la
consolidación del Estado Nacional y a la organización de varias instituciones sociales entre
las que se destaca el sistema penitenciario, todavía nos resulta mal conocido.

1 Pedro V. Meléndez: Breve estudio sobre menores delincuentes y escuela correccional, Tesis presentada para optar al
grado de Doctor en Jurisprudencia, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires,
Imp. T. Nettekoven e Hijo, Buenos Aires, 1900, p. 28.

2 “Acta de instalación de la Sociedad Patronato de la Infancia”, Revista de Higiene Infantil, Buenos Aires,
Imprenta de Pablo E. Coni e Hijos, vol. 1, 1892, pp. 232-233 y 581-584.

2
El nacimiento de instituciones de encierro específicas para menores de edad en la
Argentina ocurrió en el contexto de cambios estructurales de fines del siglo XIX. El
estallido demográfico asociado a la inmigración masiva y las concomitantes
transformaciones urbanas, la consolidación del modelo agroexportador, así como el
nacimiento de las primeras formas de solidaridad y organización de la clase obrera –con sus
consecuentes reacciones estatales que las caracterizaron como ‘cuestión social’- fueron
algunos de los procesos que convergieron en la Buenos Aires finisecular para formar el
escenario sobre el cual se montó el proceso que acá buscamos desentrañar.

La modernización de la Argentina no sólo involucró la infraestructura necesaria para que el


modelo agroexportador se afianzara. También incluyó otras áreas de la vida social que,
aunque recibieron una atención diferencial -cuando no tardía-, formaron parte de los
‘progresos’ que la Generación del ’80 se atribuía. La obra pública se concentró en los
sectores directamente comprometidos con el desarrollo de las fuerzas productivas (desde
los ferrocarriles hasta el tendido de una red cloacal y de distribución de agua, desde las
actividades portuarias y los frigoríficos hasta el trazado urbano y la construcción de una red
de hospitales). Sin embargo, otro tipo de obras encaradas por el Estado desempeñaron un
importante rol simbólico y social, constitutivo de la forma de organización social capitalista
moderna.

En confluencia con los estudios que han convenido que la prisión es indisociable del
esquema interpretativo de la modernidad, este trabajo adhiere a las lecturas del castigo
como ámbito en el que se expresan las contradicciones fundamentales de un proceso de
modernización que, sin reemplazar ni transformar de raíz las estructuras y relaciones
sociales tradicionales, ‘importaba’ modelos punitivos foráneos que debían adaptarse a las
condiciones locales, dando por resultado una “modernidad híbrida” (Salvatore & Aguirre,
1996, p. xii)3.

Si bien el sistema penitenciario nacional fue siempre un asunto de segundo orden en la


agenda política, hacia el último cuarto del siglo XIX estuvo sobre el tapete la discusión
sobre los sistemas modernos de punición del crimen, la reforma carcelaria y los métodos
adecuados para la regeneración del delincuente. Con la erección de la Penitenciaría de
Buenos Aires en 1877 –luego nacionalizada-, la Argentina parecía entrar al panteón de
naciones civilizadas que mostraba al resto del mundo los símbolos de modernidad punitiva.

3 Como admiten los propios editores, fue a partir de Vigilar y castigar (1975), de Michel Foucault, que las
vinculaciones entre prisión y modernidad cobraron relevancia.

3
Sin embargo, la situación carcelaria estaba lejos de ser una panacea. Para entonces, en la
ciudad de Buenos Aires, tanto la cárcel pública (también llamada ‘del Cabildo’) como la
cárcel correccional de San Telmo vivían una situación “deplorable para sus alojados y
amenazante para la población” (García Basalo, 1979, p. 161). Entre ambas sumaban
alrededor de 600 personas y las epidemias eran una amenaza constante; el hacinamiento y la
falta de higiene eran la norma. A ello debe sumarse la estrechez, la mala alimentación y la
promiscuidad: hombres y mujeres, niños y adultos poblaban indistintamente las cárceles de
la ciudad4.

Como ha demostrado Caimari (2002), la Penitenciaría resultó ser una isla de modernidad en
un océano de atraso y precariedad penal: en su papel de institución ‘estrella’ concentró las
transformaciones y las miradas, dejando a la mayoría de los establecimientos punitivos
“dentro de parámetros prepenitenciarios y preciéntíficos” (p. 164). A un puerto cercano
arribó Salvatore (2010) con la idea de “archipiélago penal bipolar” para referirse a la
organización espacial y funcional del sistema carcelario argentino, el cual combinaba las
técnicas más modernas de castigo en su tiempo (rehabilitación por medio del trabajo,
educación elemental, tratamiento individualizado y sistema de gradación –todo lo cual se
materializaba en la Penitenciaría-) con la anacrónica noción de expiación a través del
sufrimiento (de la que el Penal de Ushuaia era el mejor símbolo). Modernidad y
anacronismo simultáneos llevaron al autor a hablar de una hibridez que fue interpretada
como un residuo colonial5. Así considerada, la anfibológica situación de las instituciones
penitenciarias y de su evolución en el último cuarto del siglo XIX delató que las políticas
penales encaradas por el Estado estuvieron lejos de ser certeras, unívocas y planificadas. En
esta materia (como en tantas otras) el Estado ensayó respuestas contradictorias, haciendo
uso y abuso del método de prueba y error.

4Una descripción detallada del dantesco panorama que se cernía sobre los establecimientos penitenciarios
hacia el último cuarto del siglo XIX puede encontrarse en Tomás Maldonado: Higiene de cárceles y presidios,
Coni, Buenos Aires, 1874.

5 Melina Yangilevich (2014) demostró que la adopción del Código Penal de Tejedor en la provincia de Buenos
Aires en 1877 junto con la inauguración de la Penitenciaría de Buenos Aires (así como también de las cárceles
de San Nicolás, Mercedes y Dolores) coexistió con otras prácticas punitivas mucho menos modernas, como
el confinamiento en Carmen de Patagones y el servicio de armas –por no mencionar la pena de muerte, que
mantuvo vigencia en todo el país hasta la reforma del Código Penal de 1922-. Por su parte, Gisela Sedeillán
(2012) procuró mostrar la amplia escala de matices que caracterizó a la justicia bonaerense a partir de la
codificación penal, atendiendo al funcionamiento de las instituciones judiciales, con el objetivo de “identificar
los rasgos de la cultura jurídica que prevalecieron a fuerza de la tradición y aquellos que mutaron al codificarse
las normas”. También en el plano de la administración de justicia convivieron procedimientos y prácticas
“inquisitoriales” con técnicas y preceptos nacidos de impulsos punitivos modernos.

4
La ambigüedad fue un rasgo característico no sólo del sistema penitenciario sino también
de la codificación penal. El último cuarto del siglo XIX conoció un proceso de
modernización de la justicia criminal, que se manifestó en una serie de transformaciones en
las concepciones sobre el delito, el delincuente y la pena6. ¿Cómo se manifestó esa
ambigüedad (penal y penitenciaria) en torno a los menores? Para responder esta pregunta
creemos imprescindible restituir las marcas del proceso de segmentación social por el cual
niños y jóvenes pasaron a “merecer” un castigo distinto del que recibían los adultos.

Este trabajo se interroga por el derrotero de una figura jurídica central para el juzgamiento
penal de menores de edad: el discernimiento. En la primera parte, se indaga la forma en que
el castigo infantil fue tomando cuerpo en el código penal, teniendo en cuenta el carácter
prescriptivo de la normativa, que se ancla en el ámbito de lo ideal, y las distancias que lo
separan del castigo real. Interesa retomar las discusiones sobre la naturaleza infantil, la
capacidad para delinquir de los menores de edad y las cuestiones del discernimiento y de la
imputabilidad, tal como se plantearon en el proyecto de Código Penal de Carlos Tejedor de
1866/68, en el Código Penal Nacional de 1887 y en el Código de Procedimientos en lo
Criminal de 1888; así como en los debates que desarrollaron quienes propusieron las
sucesivas reformas a esta normativa.

Estas consideraciones generales, propuestas y debatidas por los juristas más influyentes de
la época, contrastan con una serie de reflexiones mucho más específicas acerca del delito y
la corrección de menores de edad producidas por un grupo de intelectuales de segunda
línea de fines del siglo XIX. Así, la segunda parte del trabajo se detiene en sus tesis
universitarias, algunas de ellas de la Facultad de Derecho y otras de la de Medicina de la
Universidad de Buenos Aires, así como en algunos impresos, opúsculos y folletos editados
por entonces. Ellas reflejan una serie de observaciones, impresiones, preceptos, prejuicios y
argumentos acerca del delito cometido por menores de edad, su etiología y sus remedios.
De este modo, desde el ámbito del derecho se dejaron sentadas las bases intelectuales para
un debate acerca de la naturaleza infantil y su proximidad al universo delictivo; así como un
abanico de propuestas sobre los modernos métodos penológicos de reforma y corrección
de los menores infractores que iban desde la educación hasta la prisión. El común
denominador de todas las recetas fue la necesidad imperiosa de generar espacios

6 Dicho proceso no se limitó a nuestro país, sino que fue una tendencia que recorrió toda América Latina. Al
respecto, véase Salvatore & Aguirre (1996); Aguirre & Buffington (2000); Salvatore, Aguirre & Joseph (2001);
Caimari (2004) Y Salvatore (2010).

5
institucionales y metodologías correctivas específicas para la “infancia abandonada y
delincuente”.

EL CASTIGO INFANTIL ANTE LA CODIFICACIÓN

La introducción de un estatuto jurídico diferencial para el menor infractor es previo al


nacimiento de instituciones de castigo específicas para menores de edad y en parte –vale la
pena tenerlo presente- forma parte de la herencia legal de la colonia (Sedeillán, 2010).

En 1863 el presidente Bartolomé Mitre nombró a Carlos Tejedor responsable de la


redacción del Código Penal que habría de adoptar la República Argentina7. Éste entregó la
parte general en 1866 y la especial en 1868, sumando 450 artículos y cientos de notas que
recogían coincidencias y discordancias con antecedentes romanos, castellanos y patrios, así
como con otros códigos penales contemporáneos (entre los que se desatacan el de Baviera,
el peruano, el de Luisiana y el español). El proyecto de Tejedor fue adoptado por varias
provincias, entre ellas la de Buenos Aires en 1877 y por la Capital Federal en 1881. No
obstante, el Congreso Nacional encargó a una Comisión integrada por Sixto Villegas,
Andrés Ugarriza y Juan Agustín García (p) que lo examinara. El Congreso Nacional
terminó aprobando en noviembre de 1886 un código híbrido, que recogía elementos de
ambos trabajos. Este primer Código Penal nacional entró en vigencia el 1° de marzo de
1887 y al año siguiente se sancionó el Código de Procedimientos en lo Criminal (Levaggi,
1978).

El Código Penal nacional de 1887 –al igual que el proyecto elaborado por Carlos Tejedor
en la segunda mitad de la década de 1860- alzó su arquitectura sobre las nociones de
responsabilidad individual y libre albedrío, preceptos centrales de la penología clásica que
en materia de castigo de menores se tradujeron en el establecimiento de sucesivas ‘barreras’
etarias que, en la medida en que se acercaba la mayor edad, habilitaban diferentes
puniciones. Hasta los 10 años establecía la irresponsabilidad absoluta del niño, lo cual
implicaba su completa eximición de pena8. Esta disposición era apuntalada por una

7Carlos Tejedor (1817-1903) se formó como abogado; fue jurisconsulto y político. Fue diputado nacional,
embajador, ministro de Relaciones Exteriores y gobernador de la provincia de Buenos Aires. Desde 1857
hasta que fue convocado para redactar el proyecto de Código Penal, estuvo al frente de la cátedra de Derecho
Penal de la Universidad de Buenos Aires.

8Artículo 81, inc. 2°. Código Penal de la República Argentina, Buenos Aires, Imprenta de Sud América, 1887. El
Código Penal nacional mantuvo, en este aspecto, lo dispuesto por el código elaborado por Carlos Tejedor.

6
perspectiva que concebía un desarrollo lento y gradual de la inteligencia humana, por la cual
-se argumentaba- “el niño carece de juicio, de reflexión, de discernimiento” y sus actos no
reúnen “las condiciones morales de la imputabilidad”9.

Sin embargo, la presunción de inocencia que se hallaba absoluta y universal hasta los diez
años, se iba debilitando conforme avanzaba el tiempo y ello ameritaba el examen detenido
de cada caso. En este sentido, el inciso 3° del artículo 81 establecía la capacidad de penar a
los menores de entre diez y quince años que hubieren delinquido sólo si hubieren obrado
con discernimiento. El Código de Tejedor libraba al criterio de los magistrados la
definición de la medida de las penas, de acuerdo a la evaluación de una cantidad de
características de cada menor infractor: naturaleza del delito, edad, inteligencia, educación y
la manifestación de “malas inclinaciones”. Todo esto anticipaba en cierto modo la idea que
encierra la noción de discernimiento, a pesar de que en su obra Tejedor no usaba esta
expresión, sino que se refería a la ‘capacidad de imputabilidad’ de los menores. La noción
de discernimiento estará en el corazón de las disposiciones sobre menores delincuentes que
estableció el Código de Procedimientos que entra en vigor en 1889. En el artículo 261 su
autor, Manuel Obarrio, preveía la comprobación del “criterio del procesado” en función de
“su aptitud o discernimiento para delinquir”, para lo cual habilitaba a estudiar sus
“circunstancias personales”, “el grado de desarrollo de las facultades intelectuales del
procesado, y sobre el estado de su instrucción”10.

En cualquier caso, la minoría de edad del sujeto infractor se constituía como una de las
circunstancias atenuantes del delito (art. 83, inc. 2°) que sería tomada en consideración por
el juez a la hora de castigar al menor delincuente. Gracias a un ejercicio aritmético, los
jueces estaban en condiciones de penar a los reos partiendo de un promedio entre un
máximo y mínimo ya establecido para cada delito de acuerdo a las circunstancias de cada
caso, práctica que constituyó una de las formas que tomó el precepto de la
individualización de la pena en nuestro país. Así, el código habilitó la posibilidad de que los

Tejedor justificaba la elección de los 10 años como corte para la inimputabilidad absoluta de los menores
alineándose con el Código Penal de Austria y el de Luisiana y, al mismo tiempo, amparándose en las Partidas
como antecedente legislativo local inmediato, que establecían que el menor de diez años y medio era “incapaz
de culpa”. En su apoyo citaba a Rossi, quien consideraba que colocar en el banquillo de los acusados “a un
niño que no tiene ocho o nueve años cumplidos es un escándalo, es un acto afligente que nunca tendrá el
asentimiento de la conciencia pública”. Carlos Tejedor: Proyecto de Código Penal para la República Argentina, Vol.
1, Buenos Aires, Comercio del Plata, 1866, p. 177.
9Curso de derecho penal. Lecciones del Dr. Manuel Obarrio en la Universidad de Buenos Aires, tomadas y publicadas por
Mariano Orzabal (estudiante de jurisprudencia y taquígrafo), Lit., Imp. y Enc. La Unión, Buenos Aires, 1884, p. 255.

Código de Procedimientos en lo criminal para la Justicia Federal y Ordinaria en la Capital y Territorios. Ley
10

N° 2372/1888, Art. 261.

7
magistrados disminuyesen la duración de la pena con arreglo a la edad y, a su vez, ‘rebajó’
la penalidad en cuanto a las circunstancias del cumplimiento de la condena11.

Lo que resulta llamativo al confrontar el proyecto de Tejedor con el Código Penal nacional
de 1887 es la ausencia, en este último, de referencia alguna a las condiciones de
cumplimiento de la condena por parte de los menores de edad. En este sentido, Tejedor
había previsto que esas penas deberían ser purgadas separadamente de los demás
condenados adultos “en las cárceles o penitenciarías destinadas a ese objeto”. Además,
disponía que los menores tuvieran un régimen de trabajo moderado, acompañado de
educación religiosa y moral apropiada a sus años12. Sin embargo, al nacionalizarse el Código
Penal, esas consideraciones ‘insuperables’ habían desaparecido de la normativa. Sólo
quedarían en pie las contemplaciones de la edad como criterio diferenciador del castigo que
recibirían adultos y menores por la comisión de delitos13. Las condiciones efectivas del
cumplimiento de la condena, omitidas en el Código de 1887, serán la piedra angular de los
argumentos a favor de la puesta en pie de instituciones de encierro específicas para
menores.

11Ya el Código de Tejedor preveía una serie de disminuciones de la pena siempre que los delincuentes fuesen
menores de edad (Título IV; art. 4°). El artículo 62 del Código Penal de 1887 establecía que la pena de
presidio se cumpliría en penitenciaría siempre que se tratase de individuos considerados en ‘inferioridad de
condiciones’ en relación a los hombres adultos –disposición que alcanzaba a mujeres, hombres débiles,
enfermos, mayores de 60 años y menores de edad. En el mismo sentido, el artículo 59 conmutaba la pena de
muerte por la de penitenciaría por tiempo indeterminado. Justificando la eximición de la pena de muerte para
los menores de edad, Tejedor evocaba a Haus al afirmar que “la vivacidad de las pasiones que animan a la
juventud, la falta en esta edad de una perversidad endurecida, la certidumbre de llegar a la enmienda del
acusado, todo aconseja a la sociedad usar la indulgencia con semejantes culpables y no enviarlos a la muerte”.
C. Tejedor: Proyecto de Código Penal…, op.cit., p. 181.

12 Tejedor halló en el Código de Baviera los fundamentos de la sustitución de las prisiones por casas de
corrección para los menores de edad, a los que encontraba “más ignorantes que pervertidos, más extraviados
que culpables”. Era esa la población que se tenía en mente al planificar el sistema penitenciario, justamente
por su capacidad de enmienda: “a esa edad los hábitos no están arraigados, ni los sentimientos pervertidos”.
C. Tejedor: Proyecto de Código Penal…, op.cit., p. 182. Véase específicamente, el Título III: De las causas que
eximen de pena, artículo 2° y el Título IV: De la atenuación legal de la pena, artículos 2° a 7°. Casi setenta
años más tarde, un prolífico jurisconsulto calificaría a estas consideraciones iniciales respecto de las
condiciones de cumplimiento de las penas en menores de edad como un “régimen penal insuperable”,
resultado de que Tejedor se había adelantado a su época al prestarle al tema de la minoridad “toda la atención
imaginable”. Juan Silva Riestra: Carlos Tejedor: su influencia en la legislación penal argentina, Estudios, Buenos Aires,
1935, p. 23 y 24. Sobre las influencias del Código de Baviera en la codificación penal argentina, véase DUVE
(1999).

13 Para el penitenciarista José Luis Duffy, el Código Penal redactado por Tejedor “era mucho más humano”
que el sancionado en 1887, no sólo porque preveía una fase etaria en que la imputabilidad estaba en discusión,
sino porque establecía que entre los 10 y los 14 años sólo podrían aplicarse castigos “con prisión de dos
meses a un año”. José Luis Duffy: “La infancia culpable. Crueldad y deficiencia de la legislación”, Revista
Penitenciaria, Año II, N°2, octubre de 1907, p. 12.

8
Como ya hemos adelantado, el Código Penal se hacía eco de las nociones ya presentes en la
legislación colonial en relación a la primera infancia como condición de inimputabilidad.
En el mismo sentido, lejos de ser percibido como un rasgo modernizador de la práctica
jurídica, la figura del discernimiento no siempre logró una aceptación unánime. Rodolfo
Rivarola14 fue el principal –aunque no el único- crítico de esta disposición que, a su
entender, era triplemente defectuosa.

En primer lugar, Rivarola se oponía a la figura del discernimiento por estar en


contradicción con el artículo 54 del Código Civil, que establecía la irresponsabilidad
absoluta de los menores impúberes (esto es, hasta los 14 años).

En segundo término, Rivarola criticaba esta figura por supeditar la ‘inocencia’ de los
menores a una noción tan abstracta como maleable –el discernimiento- que no
necesariamente se adquiría en el natalicio. Apoyando su caracterización, Rivarola citaba la
definición de cinco grandes juristas de la escuela clásica penal que aludían, cada una, a
distintos aspectos de lo que podría denominarse discernimiento, para que abogados, jueces
y médicos-legistas “saquen de ellas en limpio lo que puedan sacar”, con el objetivo de dar
por tierra con el diálogo de sordos que protagonizaban los distintos actores involucrados
en la dificultosa tarea de evaluar al menor que infringió la ley penal: “Es difícil suponer qué
contestarían el juez, el perito, el acusador y el defensor si de pronto fueran interrogados
sobre lo que cada uno de ellos entiende por discernimiento”, sostenía Rivarola
agudamente15.

En tercera instancia, Rivarola ponía en cuestión la figura del discernimiento tal como estaba
prevista en la codificación por librar a la corrección doméstica al menor declarado

14El jurista Rodolfo Rivarola (1857-1942) fue redactor del Código de Procedimientos de la Provincia de
Corrientes. Se desempeñó a su vez como juez del crimen, rector de la Universidad Nacional de La Plata y
fundador de la Revista Argentina de Ciencias Políticas.

15Rodolfo Rivarola: Derecho penal argentino, Hijos de Reus, Buenos Aires, 1910, p. 409. En sentido contrario
opinaba Manuel de Sautu Riestra, quien se oponía a admitir la irresponsabilidad absoluta de los menores de
diez años, con el argumento de que “la sociedad debe tener los medios necesarios para su defensa y para la
seguridad de la convivencia social”. Y si admitía que la ley no podía ser casuística, lo hacía en la medida en
que consideraba que sí podían operar de esa forma los magistrados, a los que había que dotar, entonces, de la
“mayor amplitud de atribuciones, para que estudiando las condiciones y el desarrollo de las facultades del
niño delincuente, deduzca su grado de responsabilidad”, tal como el código prescribía que se hiciera con los
jovencitos de entre diez y quince años. Manuel de Sautu Riestra: Minoridad delincuente, Tesis para optar al grado
de Doctor en Derecho y Jurisprudencia, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Buenos
Aires, Imprenta Nacional, 1901, p. 150.

9
irresponsable por actuar sin discernimiento, cesando toda jurisdicción criminal sobre él 16.
En relación con esto, se preguntaba: “¿con qué juicio, con qué criterio, se devuelven a la
libertad y a los padres indignos o inhabilitados para gobernarlos y educarlos, a los niños
delincuentes?”17. Esta interpelación estaba en absoluta consonancia con los diagnósticos
más generales de las elites morales respecto de la inquietud que generaban no ya los niños
sino sus propias familias, en la medida en que no se las consideraba moralmente capaces de
criar a su prole.

El argumento central de Rivarola descansaba sobre la contradicción que existía entre tomar
la edad y el discernimiento, combinados, como factores que determinaban la
irresponsabilidad (o no) del sujeto en cuestión. Para él,

“o es la razón de la edad, por sí sola e independientemente del discernimiento, la que


decide la irresponsabilidad (…) o es la falta de discernimiento la que excusa el delito,
y entonces hay que atender a ella y no a la edad”18.

Por eso, proponía establecer los 14 años como “divisoria neta de la responsabilidad”, no
porque creyese que antes de entones lo menores no tienen discernimiento, sino porque

“un menor de 14 años, en virtud de sus cualidades personales diversas, de su


desarrollo incompleto, de su escasa fuerza para resistir a las tentaciones, de los
cambios que en él se han de operar necesariamente, y de la serie de datos positivos
que lo diferencian de los mayores de esa edad –aunque comprenda la criminalidad de

16 R. Rivarola: Derecho penal argentino, op.cit., p. 405. Existió cierto consenso alrededor de la desaprobación de
la corrección doméstica como única punición para los menores que habían actuado sin discernimiento, los
que –al igual que ocurría con los de menos de 10 años- eran entregados a sus familias. Al respecto, Zubiaur
entendía que “la corrección doméstica es (…) nula o insuficiente, sino perjudicial porque los menores
criminales no se reclutan en el seno de las familias que pueden educarlos o corregirlos, sino en los lupanares
de la miseria o en los antros del crimen”. José Benjamín Zubiaur: La protección al niño. Estudio de las principales
disposiciones del Código Penal argentino sobre los menores de edad y de los medios de protección y corrección para los mismos,
Tesis presentada para optar al grado de Doctor en Jurisprudencia, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales,
Buenos Aires, Imprenta de Luis Maunier, 1884, p. 32. Otro tanto opinaba Benjamín Dupont: “Puesto que la
sociedad no está autorizada por la Ley para castigar como es debido a los menores delincuentes y [a] los
ladronzuelos, debería darles (…) una educación física y moral para impedir que aquellos malaventurados
niños lleguen a endurecerse en el robo y en el crimen”. Esa educación ‘física y moral’ era identificada con la
educación correccional que, en consonancia con Zubiaur, era reclamada para todos los menores infractores
no punibles. Benjamín Dupont: Patronato y asistencia de la infancia. Consideraciones sobre la necesidad imprescindible de
una ley de protección a la infancia y estudio sociológico sobre la necesidad de reformatorios para los niños moral y materialmente
abandonados, Buenos Aires, Tipo-Lito del Sport, 1894, p. 17.

17 R. Rivarola: Derecho penal argentino, op.cit., p. 413.

18 R. Rivarola: Derecho penal argentino, op.cit., p. 408.

10
un hecho y lo ejecute a designio- no podrá ser equiparado a un adulto para responsabilizarlo
de igual manera y someterlo a la misma penalidad”19.

Los reparos de Rivarola para con “un término tan indefinido y susceptible de dudas” como
el discernimiento tenían fundamentos empíricos: el discernimiento era materia opinable20.
Coincidimos con Ruibal (1996) cuando sugiere que la rigidez del Código Penal contrasta
con la vivacidad del debate intelectual que motorizaba un código que había nacido
desfasado de las nuevas concepciones antropológicas del derecho penal, la medicina legal,
el higienismo, la penología y la criminología. Ese desfasaje entre ideas y leyes; entre
doctrina jurídica y prácticas y procedimiento judiciales fue “fuente de fricción en los
procesos judiciales” (p. 196).

En septiembre de 1918 el caso de Eglantina Estela Acevedo llegó a la Cámara de


Apelaciones: se trataba de una chica de 14 años procesada por hurto. A lo largo del juicio,
el delito se comprobó -ella misma lo confesó- pero no había acuerdo sobre la
responsabilidad penal de la menor. Los fundamentos del fallo de segunda instancia
asentados en una de las más importantes revistas de jurisprudencia de la época habilitan la
problematización del discernimiento como figura jurídica21.

Uno de los camaristas, el Dr. Ricardo Seeber, consideraba que la inteligencia “normal” de la
procesada, que estaba en consonancia con “su edad y medio social en que se ha
desarrollado, medio inferior por cierto”, así como “la forma en que obró la menor después
del hurto y su confesión, revela[ban] la ingenuidad” de la chica. Para Seeber, Eglantina no
era responsable criminalmente puesto que no poseía “un discernimiento superior al que
corresponde normalmente a los menores de esa edad”. Primera interpretación: para poder
penar a la menor, debía tener un discernimiento superior a la media de su edad.

19 “Proyecto de Código Penal de 1891”, citado en R. Rivarola: Derecho penal argentino, op.cit, p. 406, destacado
mío. Es interesante poner de relieve que recién con la redacción del Proyecto de Código Penal de 1891,
Rivarola y sus co-redactores (Piñero y Matienzo) reaccionaron contra el discernimiento como llave que
habilitaba la punición de menores entre 10 y 15 años. En su trabajo del año anterior, Rivarola no se detenía en
esta figura más que de pasada: “¿Qué es el discernimiento del que habla la ley? ¿Cómo puede comprobarse?
Tener discernimiento de una acción es conocer claramente lo que se ejecuta y hallarse en estado de apreciar
las consecuencias del hecho”. Rodolfo Rivarola: Exposición y crítica del Código Penal de la República Argentina, Ed.
Félix Lajouane, Buenos Aires, 1890, vol. 1, p. 114. Así, en este texto no ahondó en las implicancias que la
adopción del discernimiento tenía en el procesamiento y condena de menores de edad, lo cual -a juzgar por la
postura adoptada en el proyecto de Código Penal del año siguiente- no significa que la aceptase sin reservas.

20 R. Rivarola: Derecho penal argentino, op.cit., p. 405.

21Cámara Criminal y Correccional de la Capital de la República. Discernimiento – Hurto – Menores de 15


años. Jurisprudencia Argentina, Tomo 1, 1918, pp. 496-498. Todas las expresiones entrecomilladas de los
párrafos que siguen pertenecen a esta fuente, salvo que se indique lo contrario.

11
Téngase presente que en primera instancia se había fallado a favor de la acusada, en la
medida en que no se había comprobado que hubiese obrado con discernimiento. Sin
embargo, la querella había apelado la resolución del juez aduciendo que “la Acevedo es una
ladrona vulgar y reincidente” (aunque no tuviese antecedentes penales).

Otro de los comentaristas, el Dr. Frías, tampoco creía que Eglantina hubiese actuado con
discernimiento. Para Frías, el discernimiento iba más allá de la comprensión del hecho
delictuoso y de la diferenciación moral entre lo bueno y lo malo, lo permitido y lo
prohibido. Según el camarista, se hacía necesario

“que el juez tome como base, además de la inteligencia ordinaria del menor, el
conocimiento que éste tenga de las cosas y del mundo, ese adelanto de malicia, esa
comprensión de las consecuencias del acto que realiza y del resultado de sus
consecuencias. La menor ha podido saber que el acto que realizaba era malo, pero
por ello no se puede establecer que haya obrado con discernimiento”.

Segunda interpretación: el discernimiento implica una serie de cuestiones entre las que se
destaca la capacidad de comprender lo equivocado de la acción y medir sus consecuencias.

Eglantina fue absuelta de culpa y cargo. Sin embargo, hubo quien opinó en minoría,
argumentando que Eglantina Acevedo había obrado con discernimiento. Para el camarista
González Roura, la comprobación del discernimiento en los menores delincuentes de entre
10 y 15 años consistía en verificar “si a esa altura de la vida se encuentra aún en
condiciones mentales deficientes”. Dado que Eglantina no sufría de patologías que
afectasen su desarrollo mental, González Roura aceptaba como válidos los argumentos de
la querella (expresados –a su juicio- con “veracidad y recto criterio”) y sostenía que “la reo
(sic) obró con el discernimiento suficiente para conocer lo inmoral e ilegítimo de la acción
que cometía”. Tercera interpretación: el sujeto de entre 10 y 15 años es punible si no
presenta ‘retrasos’ o síntomas de ‘anormalidades’ en su desarrollo intelectual22.

Tres altas autoridades judiciales con tres criterios diferentes para juzgar un mismo caso.
Tres funcionarios encargados de la administración de justicia que tenían ante sí el mismo
expediente y la misma imputada no apreciaban lo mismo al examinar si la muchacha había
obrado (o no) con discernimiento al momento de llevarse lo que no era suyo.

22Sobre las confluencias de la medicina legal y el derecho penal en torno a lo patológico, cfr. Beatriz Ruibal
(1996).

12
Si la introducción de la figura del discernimiento como clave para definir la imputabilidad
de los menores de entre 10 y 15 años no constituyó una innovación –sino más bien un
lastre del régimen legal de la colonia-, la práctica punitiva diferencial para adultos y menores
(plasmada en distintos espacios de reclusión y -al menos retóricamente- en diferentes
sistemas correccionales) sí constituyó un rasgo de modernización penal, aunque hubiese
que esperar a los últimos años del siglo para verla materializarse.

LA PENA IMAGINADA

A fines del siglo XIX las preocupaciones por la infancia estaban íntimamente vinculadas a
su potencial: eran el “capital humano de la Nación” (Colángelo, 2011, p. 102). Así, la
constitución de ciertos campos de saber en torno a la niñez fue inseparable de los debates
políticos que la concebían como problema social: la mortalidad, el abandono, la vagancia, el
trabajo y la delincuencia infantiles fueron parte nodal del repertorio de ansiedades que
desvelaron a políticos, funcionarios y hombres de ciencia.

La medicina y el derecho fueron los saberes que más tempranamente manifestaron interés
en eso que se dio en llamar “infancia abandonada y delincuente”, formulando diagnósticos
y proyectando modos particulares de intervención23. En este sentido, las tesis doctorales de
una serie de intelectuales de segunda línea constituyen una interesante cantera de imágenes
e ideas acerca de la “naturaleza infantil”, los motivos de su desviación hacia la “mala vida”
y los modos de su regeneración24.

Si bien tenían intereses rectores disímiles, médicos y abogados coincidieron en una matriz
interpretativa común acerca del niño. Sus definiciones fueron gestadas en oposición al
adulto, identificado con el individuo moderno. Incapaz, irracional, irreflexivo,
irresponsable, inmaduro, asocial, asexual, incompleto: el niño era un cúmulo de
negatividades y carencias.

23 Recién en los primeros años del siglo XX la psicología, la pedagogía y la criminología –así como los
primeros penitenciaristas- se ocuparán del niño “no normal” en un proceso que corrió paralelo a su
constitución como saberes científicos. Sobre la conformación de la pediatría y la puericultura como saberes
expertos, véase Billorou (2006); Talak (2008) y Colángelo (2012).

24Sobre las tesis para optar por el grado de Doctor en Jurisprudencia de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Buenos Aires, véase Gonzalez Alvo & Riva (2016).

13
Desde la medicina legal, un emplazamiento bisagra entre ambos campos del saber,
Alejandro Murguiondo procuró articular tempranamente las particularidades de la
criminalidad infantil como expresiones patológicas de trastornos psico-orgánicos con las
disposiciones legales que preveían su pena25.

La capacidad para reconocer “la importancia legal de un acto (discernimiento) y para


decidirse a cometerlo o no (libre albedrío)” era la piedra angular de un moderno derecho
criminal que distinguía entre el desarrollo completo de las facultades morales y de la
responsabilidad jurídica que le competía a un individuo adulto, de la evolución incompleta
del menor, que reducía su capacidad para comprender la distinción entre el bien y el mal, lo
justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido26.

Sin embargo, estas consideraciones, tan propias de la escuela clásica acerca de la


penalización del menor de edad, no distaban mucho de otras más cercanas a la criminología
positivista27. El propio Rivarola encontraba que un “acto dañino” ejecutado antes de los
diez años era imposible de reputar como “hijo de la maldad o de la falta de
discernimiento”, ya que en él “no se encontraría sino la obra del instinto: es más el animal
que el hombre el que vive en la primera edad”28. Esta idea que enlazaba irreflexión,
animalidad e infancia se emparentaba con la que sostenía Murguiondo, quien parafraseando
a Lombroso entendía que “los gérmenes de la locura moral y del crimen” se encontraban

25Alejandro Murguiondo estudió medicina en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos


Aires, defendiendo su tesis doctoral en 1887, apadrinado por el mismísimo titular de Medicina Legal y
Toxicología (por entonces también Ministro del Interior), Eduardo Wilde. En su tesis procuró dejar sentada
su experiencia como médico en la Cárcel Penitenciaria e incluyó un capítulo estadístico con los resultados
recogidos de los exámenes llevados a cabo en ese establecimiento y la Cárcel Correccional. Alejandro
Murguiondo: La infancia y la vejez ante la medicina legal. Tesis para optar al grado de Doctor en Medicina y
Cirugía, Facultad de Ciencias Médicas, Universidad de Buenos Aires, Tipografía La Capital, 1887.

26 Alejandro Murguiondo: La infancia y la vejez ante la medicina legal…, op. cit., p. 62.

27Sedeillán (2010) ha llamado acertadamente la atención acerca de la necesidad de matizar la idea que sostiene
divisiones tajantes entre ambas escuelas y ha sugerido la labilidad de las fronteras entre el pensamiento de
unos y otros.

28 R. Rivarola: Exposición y crítica del Código Penal…, op. cit., p. 113. Los paralelismos trazados entre niños y
animales –muy extendidos en la época- no se limitaron al intento de graficar la primacía del instinto en los
primeros años de la vida humana, sino que fueron parte de la argumentación que se esgrimió, por ejemplo,
desde el Patronato de la Infancia para reclamar al Congreso Nacional la sanción de una ley de protección de la
niñez. En este sentido puede leerse el párrafo en el que, haciendo referencia a la ley de protección de animales
sancionada el 3/08/1891, Francisco de Uriburu exhortaba, en 1895, a los senadores a expedirse en el mismo
sentido: “si los actos de crueldad con los animales no podían tolerarse y debían desaparecer para honor del
país y de su civilización, ¿cómo no se fundará y justificará la ley para amparar a los niños?”. “Patronato de la
Infancia. Segunda Petición al Senado Nacional” en Faustino Jorge & Alberto Meyer Arana: Protección a la
infancia. Antecedentes para el estudio de una ley, tomo I, Buenos Aires, Imprenta de Coni y Hermanos, 1908, p. 20.
Similares argumentos que parangonaban a niños y animales como sujetos necesitados de protección formal y
real pueden encontrarse en Anales del Patronato de la Infancia, vol. 1, 1892, p. 619 y vol. 3, 1894, pp. 654-655.

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“no como una excepción sino de una manera casi normal en los primeros años del
hombre”29. Así, en ambas concepciones subyacía la idea de que el delito infantil era la
representación de tendencias innatas, más heredadas que adquiridas. Pero lo que en
Murguiondo servía como justificación de su tesis acerca de los ‘criminales de nacimiento’,
en Rivarola era la base de su defensa de la educación “como único medio de reforma que
puede emplearse en el niño”30.

Esta idea de la educación y la corrección por sobre el castigo liso y llano constituía el
ingrediente fundamental del recetario de la penología moderna, no sólo en la Argentina,
sino también a nivel internacional. El Congreso Penitenciario Internacional reunido en
Estocolmo en 1878 ya había votado una resolución en la que se reconocía explícitamente
que “no se trata de ejecutar una pena o imponer un castigo, sino dar una educación que
tenga como objetivo llevar a los discípulos a un estado que les permita ganarse la vida
honestamente y ser útiles a la sociedad”31. Aunque con matices, muchos fueron los que se
encolumnaron detrás de esta máxima.

El abogado y educacionista José Benjamín Zubiaur fue uno de los primeros en destacar el
lugar que la educación debía jugar en el proceso de regeneración de la niñez “abandonada,

29 A. Murguiondo: La infancia y la vejez ante la medicina legal…, op. cit., p. 28. Estas nociones pueden ser
asociadas a todo un clima de ideas que, en distintas vertientes, eran deudoras de la teoría de la recapitulación
de Haeckel, según la cual, “cada individuo atraviesa una serie de estadios que corresponden, en el orden
correcto, a las diferentes formas adultas de sus antepasados”. El propio Lombroso incluyó al niño en su teoría
sobre el hombre delincuente, reproduciendo el argumento de la recapitulación por el cual en la infancia se
manifestaban “las más sádicas tendencias del criminal”, de modo que el niño es “como un antepasado adulto,
un primitivo viviente”, por lo que detectar tempranamente los estigmas de criminalidad en niños y jóvenes
como medida preventiva se convirtió en uno de sus objetivos (Gould, 2009, pp. 180 y 198). Como señala
Talak (2008) el paradigma de la reemergencia del pasado encontró diferentes seguidores en la Argentina,
llegando a ser un lugar común en diferentes contextos disciplinares al punto de haber moldeado varios
conceptos que resultaron centrales para la criminología local (como atavismo, degeneración y regresión).
Entre los regeneracionistas locales se destaca el educacionista Rodolfo Senet, que fue tal vez quien mejor
desarrolló esta idea de las inclinaciones atávicas de los niños en sus Elementos de Psicología Infantil (1911). Para
un desarrollo pormenorizado de las distintas vertientes de la reemergencia del pasado, véase Talak (2008,
especialmente el capítulo 2). Sobre los usos y abusos de la teoría de la recapitulación y sus vinculaciones con
la antropología criminal, véase Gould (2009, especialmente el capítulo 4).

30 En la argumentación de Murguiondo, la extendida tendencia al crimen durante los primeros años de vida y
la idea del criminal nato se pretendían evidencia de la relación entre las anomalías morales y las desviaciones
orgánicas, que se manifestarían en estigmas físicos capaces de ser advertidos a partir de exámenes médicos,
sobre todo, de la cabeza de los sujetos –cosa que Murguindo practicó sobre 82 menores de edad recluidos en
la Penitenciaría y en la Cárcel Correccional. A. Murguiondo: La infancia y la vejez ante la medicina legal…, op. cit.,
pp. 67 y ss.

31Louis Guillaume (ed.): Le Congrès Pénitentiaire International de Stockholm, 15-26 août 1878, Tome 1: Comptes-
rendus des séances, Stockholm, Bureau de la Commission Pénitentiaire Internationale, 1879, p. 582.

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viciosa y delincuente”32. Zubiaur defendía el carácter civilizatorio de un sistema punitivo
que colocase a los “cuarteles correccionales, las colonias penitenciarias, las casas de refugio
y corrección y las escuelas de artes y oficios o agronómicas” tras el objetivo educativo, de
modo que fuesen “una desmembración de la ESCUELA que todos suponen” 33. Una de sus
críticas al Código Penal vigente, era que el mismo establecía “penas inaceptables” para
menores que “no debe[n] ser castigado[s] sino corregido[s]”34. Claro que no siempre eran
claras las diferencias entre castigo y corrección. Pedro V. Meléndez, sostenía que “castigar
educando” era el desiderátum de la penalidad moderna en lo que concernía a menores 35.
Pero en su receta acentuaba la severidad, la disciplina y el rigor, que se materializarían en la
erección de dos establecimientos: uno de carácter preventivo, la escuela correccional, y otro
represivo, la cárcel para menores. En su proyecto, ambas instituciones se asentaban sobre
el mismo modelo: “régimen interno regular, metódico y severísimo, penas muy rigurosas
(…) El gran programa (…) es: trabajo continuo, régimen militar, enseñanza de un oficio
tendiendo a la regeneración moral del delincuente”36.

32 José Benjamín Zubiaur (1856-1921) nació en la Provincia de Entre Ríos. Fue celador y bibliotecario del
Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, donde estudió becado recibiéndose de bachiller en 1878. Un
año antes había fundado junto a Berrotaeña la asociación educacional La Fraternidad y la Escuela Franklin,
que preparaba alumnos para su ingreso al Colegio Nacional. En 1884 se doctoró en jurisprudencia por la
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires con su tesis La protección al niño.
Estudio de las principales disposiciones del Código Penal argentino sobre los menores de edad y de los medios de protección y
corrección para los mismos (Imprenta de Luis Maunier, 1884); también publicada fragmentariamente bajo el título
La prevención del crimen por medio de la educación y corrección de la infancia (Imprenta del Estudiante, 1884). Inició su
carrera dentro del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública (MJCeIP) como escribiente y pronto
comenzó a ascender en la jerarquía administrativa y docente. En 1886 fundó la Asociación Nacional de
Profesorado junto a Carlos Vergara y Manuel Sársfield Escobar, entidad que editó la revista La Educación
hasta 1898. Enseño y dirigió el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay entre 1892 y 1899, abriendo la
inscripción al género femenino. Fue vocal del Consejo Nacional de Educación, inspector de Enseñanza
Secundaria y director de Instrucción Pública del MJCeIP. También dictó clases en la Escuela Normal de
Profesorado Mariano Acosta y en el Liceo Nacional de Señoritas. En 1904 fundó la Sociedad Protectora de
Niños, Pájaros y Plantas. Realizó estadías en el exterior para estudiar sus instituciones de enseñanza (en
Europa en 1889 y en Estados Unidos en 1900). Actuó como convencional constituyente a propósito de la
reforma constitucional de la Provincia de Entre Ríos en 1903. Cfr. Cutolo (1985).

33 J. B. Zubiaur: La protección al niño…, op. cit., p. 111, mayúsculas en el original.

34Véase la reseña del trabajo de Zubiaur: “La prevención del crimen por medio de la educación” en El
Monitor de la Educación Común, Año V, N° 73, Enero de 1885, p. 386.

35Pedro V. Meléndez, sobrino del famoso alienista Lucio Meléndez, se doctoró en jurisprudencia por la
Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires con su tesis Breve estudio sobre
menores delincuentes y escuela correccional (Imp. T. Nettekoven e Hijo, 1900). Nuestro conocimiento sobre su
posterior desarrollo personal y profesional es difuso: sabemos que hacia 1918 intervenía en el Consejo
Escolar 7° de la Capital, institución que presidiría al año siguiente; y que a inicios de la década del treinta se
desempeñará como camarista en lo comercial.

36 P.V. Meléndez: Breve estudio sobre menores delincuentes…, op. cit., p. 36. Meléndez proponía instruir
militarmente a los que presentasen un carácter más acentuado y dotes de mando entre “los más morales”
dentro de la escuela correccional. “Mi objeto es formar clases para el ejército sobre la amplia base de la

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Meléndez no era el único que asociaba el castigo infantil (ya sea en su versión más opresiva
o en aquella más instructiva) al paso de los menores por los diferentes cuerpos de las
fuerzas represivas del Estado. El mismo Zubiaur, mucho más volcado a la tendencia
educativa, saludaba la labor correctiva que se desarrollaba en los batallones de línea y los
buques de la Armada, que en la década de ‘1880 constituían “las únicas escuelas de
corrección para menores delincuentes”. Esto justificaba -a su entender- que los defensores
de menores les enviasen a sus pupilos, “pues es cien veces preferible a la suerte que les
espera en nuestras cárceles o a la que les espera si quedan abandonados en el seno de la
sociedad”37. En cambio, otro abogado, Manuel de Sautu Riestra, desacreditaba tanto la
cárcel y el presidio para la corrección de niños y jóvenes, como su colocación en frentes
militares o navales, porque cuestionaba su capacidad de regenerar su conducta y su moral38.

Más allá de las particularidades en las concepciones de la criminalidad infantil y de la


respuesta de cada una de estos intelectuales al problema, lo que da cuerpo a un clima de
época es la identificación del menor como un ser reformable. Así era expresado en los
diarios, en cuyas páginas había ganado consenso la oposición a “dejar en las calles a los
menores que merecen una represión” porque

“estos seres viciosos son todavía capaces de buenos sentimientos y la sociedad tiene
el deber de auxiliarles en su vida moral. Tienen malas costumbres porque han sido
entregados a sí mismos y nadie les ha enseñado la obligación que existe para el
hombre de dominar sus apetitos desordenados y vencer sus malas inclinaciones. Hay

regeneración moral, darle un soldado pundonoroso y aprovechado. De la escuela correccional (…) serán
pasados a las compañías disciplinarias de las cárceles en los territorios nacionales con el grado de sargento o
cabo y de allí, si así lo deseare, al ejército ordinario o dado de baja. De tal manera que así la pena es dividida
en dos partes: la reclusión y la libertad restringida” (p. 34). Paralelamente, la cárcel estaría reservada para los
menores de 14 a 18 años, los que no tengan esa edad pero sean perversos y de malas costumbres (pasados de
la escuela correccional por faltas graves), los penados por homicidio alevoso o delitos graves cometidos en
gavillas y los reincidentes.

37 J. B. Zubiaur: La protección al niño…, op.cit., p. 42.

38 M. de Sautu Riestra: Minoridad delincuente, op. cit. Véase especialmente el capítulo XII: “Medios de
represión”. Manuel de Sautu Riestra se doctoró en derecho y jurisprudencia por la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, siendo su padrino de tesis el Dr. Ángel Pizarro, titular de
derecho civil de esa casa de estudios. Poco sabemos de este personaje, cuyas opiniones acerca de la naturaleza
infantil fueran citadas unos años después de la publicación de su tesis a propósito de un debate acerca de la
“natural” bondad o maldad de los niños. Cfr. “El problema de la vagancia infantil”, El monitor de la Educación
Común, Año XXIV, t. XIX, N° 372, 31/01/1904, p. 713 y ss.

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que proporcionarles, pues, su regeneración por medio de la educación y del
trabajo”39.

El cruce entre medicina y derecho en torno al menor infractor (o aquel que estaba en vías
de serlo) se produce en una concepción de la naturaleza infantil que se manifiesta en esa
capacidad tan suya de crecer y desarrollarse, “su condición de ser en transición hacia su
estado pleno” (Colángelo, 2011, p. 112). El niño –esa “blanda masa” en palabras del
reconocido pediatra Gregorio Aráoz Alfaro- era concebido de manera tal que posibilitaba
no sólo la idea de crianza y educación de todos los infantes (tal como se predicaba en todos
los libros de puericultura de la época) sino, asimismo, las nociones de reeducación y
corrección para aquellos que habían fracasado en el primer intento40. Como sostiene
Colángelo (2011), “la tensión entre naturaleza y civilización, entre instintos y
comportamientos aprendidos, es el eje que atraviesa y da sentido a las distintas imágenes,
definiciones y explicaciones de las características del niño y del proceso de crianza que lo
tiene como objeto” (p. 117). La misma tensión entre naturaleza y cultura traspasa los
límites de la crianza familiar para alcanzar a los menores vagos, abandonados, rebeldes y
delincuentes.

Desde la criminología se abonó la idea de la reformabilidad de los menores de edad. Sus


discursos estuvieron entre los más indagados por las ciencias sociales y gracias a ellos hoy
sabemos que las versiones locales de la criminología positivista más dura y los
representantes nativos de la antropología criminal rápidamente tomaron cierta distancia de
las propuestas de Lombroso y ensayaron interpretaciones criminológicas en las que el
ambiente –en comparación con la herencia- cobraron mayor relevancia explicativa41. En
este sentido, existió un claro consenso entre los estudiosos de fines del siglo XIX y
principios del XX en cuanto al enorme peso con que cargaba el entorno social del
delincuente a la hora de explicar su conducta. Si esto fue así en relación a las

39 “Casa correccional de menores”, La Prensa, 26/11/1897.

40Gregorio Aráoz Alfaro: El libro de las madres. Manual práctico de higiene del niño, con indicaciones sobre el embarazo,
parto y tratamiento de accidentes, Buenos Aires, Agustín Etchepareborda, 1899, p. 1.

41Entre la frondosa bibliografía sobre la criminología argentina de entresiglos, cfr. Del Olmo (1981), Vezetti
(1985), Terán (1986, 1987, 2000), Salessi (1995), Zimmermann (1995), Ruibal (1996), Scarzanella (1999),
Salvatore (2000, 2001, 2013), Marteau (2003), Cesano (2006), Cesano & Muñoz (2010).

18
interpretaciones de la delincuencia en general, mucho más marcado fue el énfasis de los
criminólogos respecto del ambiente en que se ha desarrollado el niño criminal42.

Paradójicamente, la particular naturaleza infantil era lo que eximía a niños y jovencitos de


responsabilidad penal en el plano prescriptivo de la ley y aquello que los hacía pasibles de
reforma. La plasticidad de su carácter, la adaptabilidad de su conducta al medio en el que se
desenvolvían, la ductilidad del ‘alma’ del menor: todo eso era lo que los volvía maleables y
moralizables, cultivables y salvables. La paradoja reside en que, exentos de responsabilidad,
los menores delincuentes tendían a escapar al encierro en las instituciones de reforma
porque el Código Penal no preveía sanciones correccionales para menores declarados
inimputables ni para aquellos que resultaban absueltos por haber actuado sin
discernimiento; lo cual no pasó desapercibido para los contemporáneos. Como ya hemos
apuntado, Rivarola y Zubiaur fueron quienes criticaron más duramente este aspecto de la
codificación y, sin embargo, obviaron referirse a la extendida práctica del encierro
extrajudicial y sobre las condiciones reales de esos encierros43.

Lo cierto es que cuando orientamos la mirada a la práctica judicial y a la puesta en acto de


la figura del discernimiento vemos que muchas veces la deplorable situación de los
establecimientos de encierro incidieron en la resolución de los casos en los que los menores
de edad infringían la ley penal.

Mientras no existieron establecimientos de encierro específicos para menores de edad


(situación que en el caso de la ciudad de Buenos Aires se prolongó hasta 1898, cuando se
inauguró el primer reformatorio nacional, la Casa de Corrección de Menores Varones), los
argumentos sobre las consecuencias nefastas de la convivencia entre niños y adultos, la
promiscuidad de la vida carcelaria y la idea de la prisión como “escuela del delito”
funcionaron como acicate en los discursos de las elites morales que estaban encolumnadas

42La trascendencia del factor socio-ambiental fue más allá de la cátedra y se instaló cómodamente en otros
ámbitos: desde el gabinete de observación médico-legal hasta las notas pintoresquistas de la gran prensa, la
preocupación por las influencias familiares, de vecindad y de amistad; por la sociabilidad y el entorno
próximo en que se desenvolvía la vida cotidiana de los menores ‘abandonados y delincuentes’ fue notoria.
Acerca la relevancia que adquieren las condiciones sociales de existencia de la infancia porteña, cfr. Gabriela
Coni: “El barrio de las ranas” y “La Quema de las basuras”, La Prensa, 7 y 8/2/1902. Juan Antonio Argerich:
“Carne de cañón”, Revista de Policía, Año IV, N°129, 1°/10/1902.

43Sobre distintos aspectos del encierro extrajudicial de menores de edad, véase FREIDENRAIJ (2015-a,
2016)

19
tras las banderas de la protección del niño y que reclamaban la urgente apertura de
instituciones de corrección específicas para ellos (Freidenraij 2015-b)44.

No obstante, aún en las primeras décadas del siglo XX –cuando asilos, reformatorios, casas
de corrección y escuelas de artes y oficios que funcionaban como internados ya se habían
instalado- las decisiones de los magistrados en los casos en que los procesados eran
menores de edad no sólo estuvieron informados por la letra de la ley y el criterio
doctrinario, sino también por elementos subjetivos que, según la casuística, incorporaban
argumentos relativos a los antecedentes del menor y su familia, la perspectiva de
encauzamiento de la conducta del reo y la evaluación del juez de cómo podría afectar al
niño en cuestión su paso por la cárcel.

Así, el caso de Juan Francisco, de 14 años, transcurrió en el Territorio Nacional de


Neuquén, donde fue procesado por hurto de dinero con el que compró “una escopeta,
pólvora, municiones, fósforos, cigarrillos, conservas, dos flautas, un sombrero, pañuelos y
medias: es decir objetos de diversión, comida y vestidos”45. La confesión del reo no alcanzó
para condenarlo, aún cuando el dictamen médico al que se lo sometió indicase que “se da
cuenta que el acto que se le imputa es punible”, lo cual traslucía la presunción de
discernimiento. Para el juez, había dudas respecto del castigo que le merecía la conducta de
Juan Francisco: “¿es posible saber si este menor que invierte el dinero hurtado en paseos,
juguetes y comida es un predispuesto al delito que merezca la cárcel como castigo o es
simplemente un delincuente ocasional, fácilmente susceptible de reforma positiva y eficaz?
(…) No puede asegurarse con exactitud que su reclusión en la cárcel sea el medio más
adecuado para su castigo y corrección. Tal vez fuese más lógico suponer que fuera ello
contraproducente y que le despertará ideas e inclinaciones delictuosas ante el ejemplo vivo
de recibido en el establecimiento carcelario” (ibídem). Por este motivo, el juez absolvió de
culpa y cargo a Juan Francisco y lo puso a disposición del Defensor de Menores, para que
lo educase y lo colocase convenientemente, “como lo haría un buen padre de familia”
(ibídem).

44 Abundan las fuentes en este sentido. Por citar sólo un ejemplo: Dupont, Benjamín: Patronato y asistencia de la
Infancia. Consideraciones sobre la necesidad imprescindible de una ley de protección a la infancia y estudio sociológico sobre la
necesidad de reformatorios para los niños moral y materialmente abandonados, Buenos Aires, Tipo-Lito del Sport, 1894 .

45“Documentos judiciales. La delincuencia infantil y su penalidad. Sentencia del Juez Letrado del Territorio
Nacional de Neuquén, Dr. Enrique Zinny”, Revista de Criminología, Psiquiatría y Medicina Legal, Año II, 1915, pp.
485-487. Todas las citas relativas a este caso pertenecen a esta fuente, salvo que se indique lo contrario.

20
CONSIDERACIONES FINALES

Si el juez Zinny, que firmó la sentencia absolutoria de Juan Francisco, pudo fallar en ese
sentido aún cuando el menor había admitido su falta y las pericias indicaban presunción de
discernimiento, fue justamente porque esa figura legal poseía una plasticidad tal que
permitía a cada magistrado ajustarla a las condiciones particulares de cada caso. “Penetrar
en el alma del niño” parecía ser el desiderátum de la tarea del juez y el discernimiento fue la
llave maestra que permitía a cada magistrado absolver o condenar, según su criterio46.

Así, el discernimiento se constituyó como una pieza clave del entramado legal que recaía
sobre la forma de juzgar a los menores de edad y que, al menos hasta 1919 cuando se
sancionó la Ley de Patronato de Menores, estuvo en el centro de la argumentación judicial.

La inmadurez y el carácter ‘incompleto’ de los menores eran, al mismo tiempo, condición


de enmienda y de irresponsabilidad penal. Precisamente aquello que los hacía diferentes de
los adultos (su capacidad de reforma, la ligereza de sus tendencias, que no se encontraban
arraigadas profundamente aún) era lo que habilitaba un castigo distinto: no era la cárcel el
lugar indicado para enderezar a los menores abandonados, vagos, díscolos y delincuentes,
sino que se proyectaron diversas instituciones que –idealmente- resolverían el problema. A
la cárcel de niños y la escuela correccional de los que hablamos, se sumaron colonias
agrícola-industriales, escuelas de artes y oficios, reformatorios y asilos de distinta naturaleza.
Un amplio arco institucional dedicado a la infancia infractora se fue abriendo paso a
medida que avanzaba el siglo XX, apuntalando la creencia de que niños y adultos
desafiaban la ley por motivos diferentes y, por lo tanto, su punición ameritaban espacios y
métodos distintos. En el centro de las decisiones de quienes estuvieron en condición de
juzgarlos y ordenar su castigo y corrección encontramos que la figura del discernimiento
ocupó un espacio medular gracias a la flexibilidad con que los magistrados la usaban en sus
fallos.

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