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Problematizar los fenómenos del sexo comercial y de la trata de personas con fines
de explotación sexual, implica atender también a una mirada que permita historizarlos. Dar
cuenta de la historia social de aquello que fue socialmente problematizado permite romper
con el sentido común, atender a las prácticas y formulaciones concretas, a las lógicas de los
distintos actores involucrados, y complejizar una temática que periódicamente ocupa un lugar
privilegiado en la agenda pública. Cuando hablamos de prostitución, necesariamente tenemos
que hablar del mercado del sexo –cuestión que abordaremos en las próximas clases- de
capitalismo y mercado del trabajo, de género, clase, raza y sexualidad, entre tantas otras
dimensiones.
Pero también hay que tener en cuenta que se trata de un fenómeno que ha sido
socialmente problematizado de diversas formas, por lo que –para nuestro intereses- es preciso
atender a las distintas elaboraciones feministas respecto de la sexualidad y la prostitución, es
decir, atender a nuestras propias genealogías. No existe un único feminismo sino múltiples
feminismos que convergen en un movimiento dinámico y, en ocasiones, hasta contradictorio.
De aquí que el feminismo sea diverso en su pensamiento y ello incluye, también, las
conceptualizaciones respecto de la sexualidad y la prostitución. Estas posiciones, que ya se
vislumbraban en las discusiones de las sufragistas, son re-actualizadas en lo que se conoció
como las sex wars, una serie de debates y posiciones encontradas entre los feminismos
norteamericanos a partir de los años 70, especialmente entre el movimiento anti-pornografía
y la corriente “pro-sex”, que culminaría en un enfrentamiento público en la Conferencia de
Barnard de 1982.
Las diferentes posiciones feministas respecto de la prostitución son bien variadas pero
el debate se polarizó presentando dos posturas contrarias. De un lado, se presentaba al sexo,
la sexualidad, como la raíz de la opresión y a la prostitución como el caso paradigmático, por
lo que las prostitutas debían verse como víctimas de esa violencia, como objetos sexuales y
pasivos. Del otro lado, se presentaba al sexo como fuente de poder y a la prostituta como
símbolo de la autonomía sexual de las mujeres y amenaza potencial al control patriarcal de
la sexualidad. Ahora bien, estas imágenes deben tomarse, en verdad, como tipos ideales que
habitan la retórica feminista ya que la realidad de las inserciones en el mercado del sexo son
infinitamente más variadas que estas posiciones maniqueas (Piscitelli, 2005). Otras posturas,
piensan en el sexo como terreno de disputa antes que campo fijo de posiciones de género y
poder, por lo que el orden sexista imperante no es enteramente determinante. Por lo mismo,
la posición de la prostituta no puede ser reducida a la de un objeto pasivo subordinado a las
prácticas sexuales masculinas sino que debe leerse como un espacio de agencia donde se
negocia y se hace uso activo del orden sexual existente (Piscitelli, 2005).
Así, es importante conocer las discusiones feministas, y sus distintos matices, ya que
son las que dan, finalmente, el marco para las distintas aproximaciones dentro de los estudios
sobre el mercado del sexo. De este modo, en esta clase importa recuperar cómo los
feminismos de la segunda ola conceptualizaron la prostitución, el género y la sexualidad.
Los años 60 y 70, en Estados Unidos, son años de intensa agitación política y son los
años, también, de la gestación de la segunda ola del feminismo. Con el eslogan “lo personal
es político”, las feministas radicales identificaron como centros de la dominación y sujeción
a determinadas áreas de la vida que, hasta entonces, se consideraban “privadas” o “íntimas”.
Así, centraron la atención en las relaciones de poder que estructuran la familia y la
sexualidad.
En esta época, la sexualidad era un tema muy presente en la literatura feminista, en
1969 Kate Millet publica Sexual Politics, donde afirma que las relaciones entre los sexos son
fundamentalmente políticas; y en 1970 se publica La dialéctica del sexo, de Shulamith
Firestone. Ambas son obras fundamentales del feminismo radical. Durante la segunda ola, es
recurrente la crítica a las formas en que la dominación masculina moldea la sexualidad
femenina a través de prácticas –como la violación- y de creencias- como el orgasmo vaginal.
Y, también en relación con la crítica a la sexualidad centrada en las definiciones masculinas,
abundan los esfuerzos de las mujeres por definir y explorar sus propias sexualidades
(Freedman y Thorne, 1984). De aquí, por ejemplo, los manuales sobre autoexploración
sexual, masturbación y también, sexualidad lesbiana, tan típicos de la época (Our bodies,
Ourselves, escrito en 1970 por el grupo feminista Boston Women's Health Book Collective
es un claro ejemplo de esto. El manual trataba abiertamente de la sexualidad y del aborto,
entre otras cuestiones, y para la época, fue revolucionario).
A mediados de los años 70 se iba perfilando entre algunas feministas radicales lo que
se convertiría en el “movimiento anti-pornografía” cuya crítica a la sexualidad patriarcal fue
muy particular. En medio de una acción feminista generalizada en contra de la violencia
contra las mujeres y la violación, el movimiento anti-pornografía ofrecerá una lectura de la
pornografía como violencia contra las mujeres. Ello llevó a que otras feministas pusieran en
duda esas definiciones, en tanto aquel movimiento parecía confundir sexualidad con
violencia –o, al menos, heterosexualidad con violencia (Freedman y Thorne, 1984).
Para muchas feministas de la segunda ola, la “revolución sexual” de los años 60 y 70
que prometía la libertad sexual (a través de cambios socialmente aceptados como el sexo
premarital, el sexo casual, el aumento de divorcios y del número de compañeros sexuales
tanto para varones como para mujeres, entre otros) resultó en un promesa fallida, en tanto se
hizo obvio que la “revolución” estaba teniendo lugar en los términos y condiciones de los
varones. Así, por ejemplo, la convivencia no resultó ser más igualitaria que el matrimonio
pero, a diferencia de éste, ofrecía a las mujeres menos protecciones legales. La doble moral
sexual no desapareció, por lo que la mujer que experimentara los mismos derechos sexuales
que los varones, seguía siendo tildada de prostituta o ninfómana. Y para las mujeres que no
querían tener relaciones sexuales, la presión social en un clima que ligaba el sexo a la
revolución, podía enredarlas en relaciones no deseadas. La anticoncepción, con la pastilla
anticonceptiva ampliamente disponible en los años 70, se tornó una responsabilidad
exclusivamente femenina, por lo que –en la práctica- las mujeres debieron hacerse cargo
tanto de las medidas anticonceptivas como de los efectos secundarios, nocivos para la salud,
que las revolucionarias pastillas ofrecían. Para el caso de las parejas casadas, la revolución
traía nuevas exigencias respecto de cómo vivir una supuesta sexualidad libre; la literatura
popular de los años 70 proponía nuevas conductas sexuales para “revitalizar el matrimonio”,
intercambios de parejas, consejos eróticos, etc. Mucha de esta literatura se dirigía
exclusivamente a las mujeres, las hacían responsables de mantener el interés sexual dentro
del matrimonio, o sea, el interés de sus compañeros (Bronstein, 2011).
Así, si bien la “revolución” logró abrir la discusión respecto de las cuestiones sexuales
y ampliar las conductas consideradas socialmente permitidas, dejó al sexismo prácticamente
intacto. De aquí que las feministas de la segunda ola criticaran la revolución sexual que, en
palabras de Anne Koedt, “traía carne fresca al mercado del sexo patriarcal” (Puleo, 1994).
La experiencia de muchas mujeres demostraba que no todos los cambios de la revolución
sexual habían sido positivos; o que, finalmente, aquella transformación había ofrecido más
ventajas para los varones y más presiones para las mujeres.
Es importante recordar estos aspectos porque este es el contexto general del que
surgirá el movimiento anti-pornografía. De hecho, Carolyn Bronstein ha identificado las
críticas a la heterosexualidad y a la violencia masculina, como los grandes desarrollos
teoréticos del feminismo radical que avalaron el crecimiento del movimiento anti-
pornografía.
El feminismo de la segunda ola se ocupó también de realizar una profunda crítica a
la violencia masculina. La experiencia de los grupos de concienciación permitió afirmar la
existencia de un sinnúmero de casos de abuso y violación, de violencia contra las mujeres, y
también de incesto. Así pues, el feminismo radical de los años 70 no sólo llevó adelante
campañas nacionales, refugios y centros de ayuda para las víctimas, sino que también realizó
un análisis de la violencia como herramienta política que, utilizada sólo por algunos, tenía el
efecto de mantener a todas las mujeres en una posición subordinada (Bronstein, 2001). De
este modo, el movimiento denunció la violencia masculina como herramienta cotidiana y
naturalizada que, ejercida sobre algunas mujeres, tenía el efecto de disciplinarlas a todas.
En cuanto a la heterosexualidad, la crítica feminista radical la presentaba como una
institución y una ideología que creaba y mantenía la supremacía masculina; y como la mayor
fuente de opresión de las mujeres. Teniendo en cuenta las experiencias surgidas en los grupos
de concienciación, el feminismo radical analizaba las formas en que los varones hacían uso
de las instituciones organizadas alrededor de las normas heterosexuales (como el matrimonio
y la familia patriarcal) para controlar a las mujeres (Bronstein, 2001).
De estos desarrollos y análisis sobre la heterosexualidad y la violencia masculina,
surgirá también el lesbianismo político, el que proponía a las mujeres dirigir su atención
emocional y erótica a otras mujeres, como un medio de impugnación de los privilegios
masculinos y de poner fin a la dominación patriarcal (Bronstein, 2001). El lesbianismo
comenzó a ser cada vez más visible dentro del movimiento de mujeres (women´s liberation
movement), en primer lugar, a través de los escritos de feministas lesbianas que desafiaron
ideas establecidas acerca de la sexualidad heterosexual, como el orgasmo vaginal. Para
autoras como Anne Koedt o Adrienne Rich, el mito del orgasmo vaginal era una herramienta
que los varones utilizaban para asegurar la heterosexualidad obligatoria, y el descubrimiento
del orgasmo clitoriano amenazaba dicha institución.
Las políticas feministas lesbianas de los años 70 plantearon al lesbianismo como
una opción política que cualquier mujer, comprometida con la liberación de las mujeres,
podía adoptar. El problema al que el lesbianismo podía darle solución era la institución de la
heterosexualidad; Andrea Dworkin, por ejemplo, planteaba que no había mayor expresión de
dominación y control que la relación heterosexual convencional. Este lesbianismo político
recibió críticas del mismo movimiento de mujeres: las feministas socialistas subrayaron que
no sólo la sexualidad hacía parte de la opresión, sino también la clase y la raza; las mujeres
negras se rehusaron a considerar a los varones negros en el mismo nivel de opresores que los
varones blancos, algunas feministas radicales criticaron que ese lesbianismo político
despreciaba y desestimaba a las mujeres heterosexuales feministas, y muchas lesbianas
criticaron que se validara el lesbianismo como un acto político antes que como un derecho
sexual (Bronstein, 2001). Algunas de las feministas lesbianas extremaron luego su posición
y plantearon el separatismo lesbiano, un movimiento que centró aún más el foco de atención
en la heterosexualidad como la base de la opresión femenina, y que no sólo criticó las
instituciones patriarcales sino que se rehusó a vincularse con feministas heterosexuales- a
quienes consideraba, al decir de Rita Mae Brown por ejemplo, como traidoras.
A mediados de los años 70, algunas feministas radicales comienzan a plantear lo que
luego se conocería como feminismo cultural. Si el feminismo radical planteaba que las
diferencias entre varones y mujeres eran sociales y no biológicas; el feminismo cultural
alentó una visión fija de las diferencias entre varones y mujeres, y sostuvo explicaciones
cuasi-biológicas de las diferencias de género1. El feminismo cultural sostuvo que había un
estilo de vida femenino que era bueno y positivo por naturaleza, y que se oponía a una forma
masculina agresiva y violenta (Bronstein, 2001). Las conceptualizaciones de género, dentro
de esta perspectiva, se volvieron esencialistas. Así, mientras que el feminismo radical había
planteado la violencia masculina como una herramienta política, el feminismo cultural la
acercaba a una supuesta biología masculina. A pesar de las críticas feministas a estas
visiones, algunas de ellas se tornaron populares y, como sugiere Bronstein, fueron
funcionales a las explicaciones del movimiento anti-pornografía que trataban cada
representación del deseo sexual masculino como violencia contra las mujeres. De hecho,
muchas referentes del movimiento anti-pornografía eran feministas radicales devenidas
culturales. El feminismo cultural, según Alice Echols, equipara la liberación de la mujer al
desarrollo de una contracultura femenina capaz de reemplazar a la cultura dominante. El
feminismo cultural conlleva cierto elogio e idealización de la feminidad, cuando no una
esencialización. Así, por ejemplo, Robin Morgan afirmaba la existencia de una sexualidad
femenina opuesta a la masculina, caracterizada por la afectividad:
“Cada mujer de las que estamos aquí siente en las tripas la diferencia que hay entre
su sexualidad y la de cualquier hombre educado en la sociedad patriarcal (…) y siente
que el énfasis sobre la sexualidad genital, la cosificación, la promiscuidad, la falta de
compromiso emocional y la dura invulnerabilidad eran el estilo masculino y que
nosotras, como mujeres, valoramos más el amor, la sensualidad, el humor, la ternura,
la entrega” (en Echols, 1989:97)
Al decir de Echols, las feministas culturales (que lograron cierta hegemonía dentro
del movimiento anti-pornografía) construyeron una sexualidad femenina pasiva, difusa,
orientada hacia lo interpersonal y benigna vs. una sexualidad masculina compulsiva,
irresponsable, orientada hacia lo genital y letal en potencia. Según Andrea Dworkin, la
sexualidad masculina es “la materia prima del asesinato, no del amor”, por lo que la
1
No todas las representantes del feminismo cultural estaban a favor del determinismo biológico.
Como todo movimiento, no era monolítico.
sexualidad y la violencia están íntimamente ligadas y encuentran su expresión cultural en la
pornografía (Echols, 1989).
Según Alice Echols, las feministas radicales adoptaron una aproximación dualista a
la sexualidad que reconocía tanto el placer como el peligro, combinaban la proclama por la
autoexploración sexual y los manuales feministas de sexualidad, con las acciones del
movimiento anti-violación sin que uno socavara la efectividad del otro. En cambio, en el
análisis del feminismo cultural “el peligro sexual define de tal manera la vida de las mujeres
que excluye toda consideración del placer. Al contrario que las feministas radicales, que, en
general, situaban el origen de la opresión de las mujeres en la familia nuclear, las feministas
culturales están de acuerdo con Andrea Dworkin en que “el núcleo de la opresión sexual es
la utilización de las mujeres como pornografía, la pornografía como lo que son las mujeres”
(1989:95).
Movimiento anti-pornografía
Bibliografía utilizada
2
De aquí la alianza posible con las derechas puesto que el backlash pro-familia se apoyó justamente
en el discurso del peligro para atacar las conquistas feministas e intentar restaurar un imaginario de
“relaciones sexuales tradicionales” donde sexualidad se liga a reproducción.
Freedman, Estelle y Thorne, Barrie. 1984. Introduction to "The Feminist Sexuality
Debates" Signs, Vol. 10, No. 1
Piscitelli, Adriana. 2005. Apresentação: gênero no mercado do sexo. Cadernos Pagu 25.
Puleo, Alicia. 1994. El feminismo radical de los setenta: Kate Millet. En Celia Amorós,
(Coord.) Historia de la teoría feminista. Madrid, Universidad Complutense-Dirección
General de la Mujer.
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