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Clase 1 Sex Wars: las “batallas del sexo”.

Posiciones feministas en torno a la


pornografía/prostitución y la sexualidad

Dra. Deborah Daich

Problematizar los fenómenos del sexo comercial y de la trata de personas con fines
de explotación sexual, implica atender también a una mirada que permita historizarlos. Dar
cuenta de la historia social de aquello que fue socialmente problematizado permite romper
con el sentido común, atender a las prácticas y formulaciones concretas, a las lógicas de los
distintos actores involucrados, y complejizar una temática que periódicamente ocupa un lugar
privilegiado en la agenda pública. Cuando hablamos de prostitución, necesariamente tenemos
que hablar del mercado del sexo –cuestión que abordaremos en las próximas clases- de
capitalismo y mercado del trabajo, de género, clase, raza y sexualidad, entre tantas otras
dimensiones.
Pero también hay que tener en cuenta que se trata de un fenómeno que ha sido
socialmente problematizado de diversas formas, por lo que –para nuestro intereses- es preciso
atender a las distintas elaboraciones feministas respecto de la sexualidad y la prostitución, es
decir, atender a nuestras propias genealogías. No existe un único feminismo sino múltiples
feminismos que convergen en un movimiento dinámico y, en ocasiones, hasta contradictorio.
De aquí que el feminismo sea diverso en su pensamiento y ello incluye, también, las
conceptualizaciones respecto de la sexualidad y la prostitución. Estas posiciones, que ya se
vislumbraban en las discusiones de las sufragistas, son re-actualizadas en lo que se conoció
como las sex wars, una serie de debates y posiciones encontradas entre los feminismos
norteamericanos a partir de los años 70, especialmente entre el movimiento anti-pornografía
y la corriente “pro-sex”, que culminaría en un enfrentamiento público en la Conferencia de
Barnard de 1982.
Las diferentes posiciones feministas respecto de la prostitución son bien variadas pero
el debate se polarizó presentando dos posturas contrarias. De un lado, se presentaba al sexo,
la sexualidad, como la raíz de la opresión y a la prostitución como el caso paradigmático, por
lo que las prostitutas debían verse como víctimas de esa violencia, como objetos sexuales y
pasivos. Del otro lado, se presentaba al sexo como fuente de poder y a la prostituta como
símbolo de la autonomía sexual de las mujeres y amenaza potencial al control patriarcal de
la sexualidad. Ahora bien, estas imágenes deben tomarse, en verdad, como tipos ideales que
habitan la retórica feminista ya que la realidad de las inserciones en el mercado del sexo son
infinitamente más variadas que estas posiciones maniqueas (Piscitelli, 2005). Otras posturas,
piensan en el sexo como terreno de disputa antes que campo fijo de posiciones de género y
poder, por lo que el orden sexista imperante no es enteramente determinante. Por lo mismo,
la posición de la prostituta no puede ser reducida a la de un objeto pasivo subordinado a las
prácticas sexuales masculinas sino que debe leerse como un espacio de agencia donde se
negocia y se hace uso activo del orden sexual existente (Piscitelli, 2005).
Así, es importante conocer las discusiones feministas, y sus distintos matices, ya que
son las que dan, finalmente, el marco para las distintas aproximaciones dentro de los estudios
sobre el mercado del sexo. De este modo, en esta clase importa recuperar cómo los
feminismos de la segunda ola conceptualizaron la prostitución, el género y la sexualidad.

Segunda ola feminista, violencia y sexualidad

Los años 60 y 70, en Estados Unidos, son años de intensa agitación política y son los
años, también, de la gestación de la segunda ola del feminismo. Con el eslogan “lo personal
es político”, las feministas radicales identificaron como centros de la dominación y sujeción
a determinadas áreas de la vida que, hasta entonces, se consideraban “privadas” o “íntimas”.
Así, centraron la atención en las relaciones de poder que estructuran la familia y la
sexualidad.
En esta época, la sexualidad era un tema muy presente en la literatura feminista, en
1969 Kate Millet publica Sexual Politics, donde afirma que las relaciones entre los sexos son
fundamentalmente políticas; y en 1970 se publica La dialéctica del sexo, de Shulamith
Firestone. Ambas son obras fundamentales del feminismo radical. Durante la segunda ola, es
recurrente la crítica a las formas en que la dominación masculina moldea la sexualidad
femenina a través de prácticas –como la violación- y de creencias- como el orgasmo vaginal.
Y, también en relación con la crítica a la sexualidad centrada en las definiciones masculinas,
abundan los esfuerzos de las mujeres por definir y explorar sus propias sexualidades
(Freedman y Thorne, 1984). De aquí, por ejemplo, los manuales sobre autoexploración
sexual, masturbación y también, sexualidad lesbiana, tan típicos de la época (Our bodies,
Ourselves, escrito en 1970 por el grupo feminista Boston Women's Health Book Collective
es un claro ejemplo de esto. El manual trataba abiertamente de la sexualidad y del aborto,
entre otras cuestiones, y para la época, fue revolucionario).
A mediados de los años 70 se iba perfilando entre algunas feministas radicales lo que
se convertiría en el “movimiento anti-pornografía” cuya crítica a la sexualidad patriarcal fue
muy particular. En medio de una acción feminista generalizada en contra de la violencia
contra las mujeres y la violación, el movimiento anti-pornografía ofrecerá una lectura de la
pornografía como violencia contra las mujeres. Ello llevó a que otras feministas pusieran en
duda esas definiciones, en tanto aquel movimiento parecía confundir sexualidad con
violencia –o, al menos, heterosexualidad con violencia (Freedman y Thorne, 1984).
Para muchas feministas de la segunda ola, la “revolución sexual” de los años 60 y 70
que prometía la libertad sexual (a través de cambios socialmente aceptados como el sexo
premarital, el sexo casual, el aumento de divorcios y del número de compañeros sexuales
tanto para varones como para mujeres, entre otros) resultó en un promesa fallida, en tanto se
hizo obvio que la “revolución” estaba teniendo lugar en los términos y condiciones de los
varones. Así, por ejemplo, la convivencia no resultó ser más igualitaria que el matrimonio
pero, a diferencia de éste, ofrecía a las mujeres menos protecciones legales. La doble moral
sexual no desapareció, por lo que la mujer que experimentara los mismos derechos sexuales
que los varones, seguía siendo tildada de prostituta o ninfómana. Y para las mujeres que no
querían tener relaciones sexuales, la presión social en un clima que ligaba el sexo a la
revolución, podía enredarlas en relaciones no deseadas. La anticoncepción, con la pastilla
anticonceptiva ampliamente disponible en los años 70, se tornó una responsabilidad
exclusivamente femenina, por lo que –en la práctica- las mujeres debieron hacerse cargo
tanto de las medidas anticonceptivas como de los efectos secundarios, nocivos para la salud,
que las revolucionarias pastillas ofrecían. Para el caso de las parejas casadas, la revolución
traía nuevas exigencias respecto de cómo vivir una supuesta sexualidad libre; la literatura
popular de los años 70 proponía nuevas conductas sexuales para “revitalizar el matrimonio”,
intercambios de parejas, consejos eróticos, etc. Mucha de esta literatura se dirigía
exclusivamente a las mujeres, las hacían responsables de mantener el interés sexual dentro
del matrimonio, o sea, el interés de sus compañeros (Bronstein, 2011).
Así, si bien la “revolución” logró abrir la discusión respecto de las cuestiones sexuales
y ampliar las conductas consideradas socialmente permitidas, dejó al sexismo prácticamente
intacto. De aquí que las feministas de la segunda ola criticaran la revolución sexual que, en
palabras de Anne Koedt, “traía carne fresca al mercado del sexo patriarcal” (Puleo, 1994).
La experiencia de muchas mujeres demostraba que no todos los cambios de la revolución
sexual habían sido positivos; o que, finalmente, aquella transformación había ofrecido más
ventajas para los varones y más presiones para las mujeres.
Es importante recordar estos aspectos porque este es el contexto general del que
surgirá el movimiento anti-pornografía. De hecho, Carolyn Bronstein ha identificado las
críticas a la heterosexualidad y a la violencia masculina, como los grandes desarrollos
teoréticos del feminismo radical que avalaron el crecimiento del movimiento anti-
pornografía.
El feminismo de la segunda ola se ocupó también de realizar una profunda crítica a
la violencia masculina. La experiencia de los grupos de concienciación permitió afirmar la
existencia de un sinnúmero de casos de abuso y violación, de violencia contra las mujeres, y
también de incesto. Así pues, el feminismo radical de los años 70 no sólo llevó adelante
campañas nacionales, refugios y centros de ayuda para las víctimas, sino que también realizó
un análisis de la violencia como herramienta política que, utilizada sólo por algunos, tenía el
efecto de mantener a todas las mujeres en una posición subordinada (Bronstein, 2001). De
este modo, el movimiento denunció la violencia masculina como herramienta cotidiana y
naturalizada que, ejercida sobre algunas mujeres, tenía el efecto de disciplinarlas a todas.
En cuanto a la heterosexualidad, la crítica feminista radical la presentaba como una
institución y una ideología que creaba y mantenía la supremacía masculina; y como la mayor
fuente de opresión de las mujeres. Teniendo en cuenta las experiencias surgidas en los grupos
de concienciación, el feminismo radical analizaba las formas en que los varones hacían uso
de las instituciones organizadas alrededor de las normas heterosexuales (como el matrimonio
y la familia patriarcal) para controlar a las mujeres (Bronstein, 2001).
De estos desarrollos y análisis sobre la heterosexualidad y la violencia masculina,
surgirá también el lesbianismo político, el que proponía a las mujeres dirigir su atención
emocional y erótica a otras mujeres, como un medio de impugnación de los privilegios
masculinos y de poner fin a la dominación patriarcal (Bronstein, 2001). El lesbianismo
comenzó a ser cada vez más visible dentro del movimiento de mujeres (women´s liberation
movement), en primer lugar, a través de los escritos de feministas lesbianas que desafiaron
ideas establecidas acerca de la sexualidad heterosexual, como el orgasmo vaginal. Para
autoras como Anne Koedt o Adrienne Rich, el mito del orgasmo vaginal era una herramienta
que los varones utilizaban para asegurar la heterosexualidad obligatoria, y el descubrimiento
del orgasmo clitoriano amenazaba dicha institución.
Las políticas feministas lesbianas de los años 70 plantearon al lesbianismo como
una opción política que cualquier mujer, comprometida con la liberación de las mujeres,
podía adoptar. El problema al que el lesbianismo podía darle solución era la institución de la
heterosexualidad; Andrea Dworkin, por ejemplo, planteaba que no había mayor expresión de
dominación y control que la relación heterosexual convencional. Este lesbianismo político
recibió críticas del mismo movimiento de mujeres: las feministas socialistas subrayaron que
no sólo la sexualidad hacía parte de la opresión, sino también la clase y la raza; las mujeres
negras se rehusaron a considerar a los varones negros en el mismo nivel de opresores que los
varones blancos, algunas feministas radicales criticaron que ese lesbianismo político
despreciaba y desestimaba a las mujeres heterosexuales feministas, y muchas lesbianas
criticaron que se validara el lesbianismo como un acto político antes que como un derecho
sexual (Bronstein, 2001). Algunas de las feministas lesbianas extremaron luego su posición
y plantearon el separatismo lesbiano, un movimiento que centró aún más el foco de atención
en la heterosexualidad como la base de la opresión femenina, y que no sólo criticó las
instituciones patriarcales sino que se rehusó a vincularse con feministas heterosexuales- a
quienes consideraba, al decir de Rita Mae Brown por ejemplo, como traidoras.
A mediados de los años 70, algunas feministas radicales comienzan a plantear lo que
luego se conocería como feminismo cultural. Si el feminismo radical planteaba que las
diferencias entre varones y mujeres eran sociales y no biológicas; el feminismo cultural
alentó una visión fija de las diferencias entre varones y mujeres, y sostuvo explicaciones
cuasi-biológicas de las diferencias de género1. El feminismo cultural sostuvo que había un
estilo de vida femenino que era bueno y positivo por naturaleza, y que se oponía a una forma
masculina agresiva y violenta (Bronstein, 2001). Las conceptualizaciones de género, dentro
de esta perspectiva, se volvieron esencialistas. Así, mientras que el feminismo radical había
planteado la violencia masculina como una herramienta política, el feminismo cultural la
acercaba a una supuesta biología masculina. A pesar de las críticas feministas a estas
visiones, algunas de ellas se tornaron populares y, como sugiere Bronstein, fueron
funcionales a las explicaciones del movimiento anti-pornografía que trataban cada
representación del deseo sexual masculino como violencia contra las mujeres. De hecho,
muchas referentes del movimiento anti-pornografía eran feministas radicales devenidas
culturales. El feminismo cultural, según Alice Echols, equipara la liberación de la mujer al
desarrollo de una contracultura femenina capaz de reemplazar a la cultura dominante. El
feminismo cultural conlleva cierto elogio e idealización de la feminidad, cuando no una
esencialización. Así, por ejemplo, Robin Morgan afirmaba la existencia de una sexualidad
femenina opuesta a la masculina, caracterizada por la afectividad:

“Cada mujer de las que estamos aquí siente en las tripas la diferencia que hay entre
su sexualidad y la de cualquier hombre educado en la sociedad patriarcal (…) y siente
que el énfasis sobre la sexualidad genital, la cosificación, la promiscuidad, la falta de
compromiso emocional y la dura invulnerabilidad eran el estilo masculino y que
nosotras, como mujeres, valoramos más el amor, la sensualidad, el humor, la ternura,
la entrega” (en Echols, 1989:97)

Al decir de Echols, las feministas culturales (que lograron cierta hegemonía dentro
del movimiento anti-pornografía) construyeron una sexualidad femenina pasiva, difusa,
orientada hacia lo interpersonal y benigna vs. una sexualidad masculina compulsiva,
irresponsable, orientada hacia lo genital y letal en potencia. Según Andrea Dworkin, la
sexualidad masculina es “la materia prima del asesinato, no del amor”, por lo que la

1
No todas las representantes del feminismo cultural estaban a favor del determinismo biológico.
Como todo movimiento, no era monolítico.
sexualidad y la violencia están íntimamente ligadas y encuentran su expresión cultural en la
pornografía (Echols, 1989).
Según Alice Echols, las feministas radicales adoptaron una aproximación dualista a
la sexualidad que reconocía tanto el placer como el peligro, combinaban la proclama por la
autoexploración sexual y los manuales feministas de sexualidad, con las acciones del
movimiento anti-violación sin que uno socavara la efectividad del otro. En cambio, en el
análisis del feminismo cultural “el peligro sexual define de tal manera la vida de las mujeres
que excluye toda consideración del placer. Al contrario que las feministas radicales, que, en
general, situaban el origen de la opresión de las mujeres en la familia nuclear, las feministas
culturales están de acuerdo con Andrea Dworkin en que “el núcleo de la opresión sexual es
la utilización de las mujeres como pornografía, la pornografía como lo que son las mujeres”
(1989:95).

Movimiento anti-pornografía

En sus inicios, el movimiento anti-pornografía estaba dirigido contra las imágenes de


violencia sexual presentes en los medios hegemónicos, en especial en lo que hacía a la
publicidad. Luego, se centraría en la pornografía, incluso en la que no era explícitamente
violenta, y quizás su faceta más conocida tenga que ver con los intentos de Catharine
MacKinnon y Andrea Dworkin, a mediados de los años 80, de introducir leyes anti-
pornografía.
Los grupos más resonantes dentro de este movimiento fueron Women Against
Violence Against Women (WAVAW), Women Against Violence in Pornography and Media
(WAVPM) y Women Against Pornography (WAP), los cuales surgieron entre los años 1976
y 1979 en Los Angeles, San Francisco y Nueva York, respectivamente. Sus principales
acciones tuvieron que ver con presionar a las corporaciones para que retiraran las campañas
publicitarias que celebraban la violencia sexual y también aquellas que reforzaban los
estereotipos de género. Como organizaciones autónomas, compartían ideales en contra de la
violación, la violencia, el acoso sexual y otras formas de violencia sexual. Asimismo, sus
posiciones respecto de la pornografía eran disímiles. Entre las integrantes de WAVPM se
encontraban Diana Russell, Kathleen Barry y Susan Griffin, entre otras. Esta agrupación es
la primera en organizar una serie de protestas en San Francisco, en las que señalaban que las
películas y libros porno eran centrales a la opresión de las mujeres, por cuanto creaban un
clima hostil que enseñaba a los varones a ver a las mujeres como meros objetos sexuales.
También realizaban protestas en los clubs de strippers y en bares y salones donde se
realizaban performances sadomasoquistas. En palabras de Andrea Dworkin, la pornografía
enseñaba a los varones a odiar, usar y lastimar a las mujeres (Bronstein, 2001). En 1979, se
formaba WAP a partir de la reunión de reconocidas feministas radicales como Susan
Brownmiller, Robin Morgan y Gloria Steinem. Con WAP –que más adelante, junto con otros
grupos, se re convertirá en la Coalition Against Trafficking in Women (CATW)- comenzó
una verdadera cruzada en contra de la pornografía y casi toda imagen sexual. Sus integrantes
sostenían que la pornografía reforzaba la idea de que el acceso sexual a los cuerpos de las
mujeres era el derecho de todo hombre. Y sostenían también un vínculo entre consumo de
pornografía y aumento de violencia hacia las mujeres que nunca pudo ser empíricamente
demostrado.
Estas organizaciones emprendieron campañas varias en contra de la pornografía,
entendiéndola como violencia contra las mujeres (“la pornografía es la teoría, la violación es
la práctica”, al decir de Robin Morgan) y, a través de Catharine Mackinnon y Andrea
Dworkin impulsaron ordenanzas que prohibían la pornografía. Si bien estas últimas no
tuvieron éxito (porque violaban la 1º enmienda norteamericana, la libertad de expresión)
dieron cuenta de una alianza muy particular: habían sido sostenidas por asociaciones
vecinales, republicanos conservadores, fundamentalistas de derecha y miembros de la
coalición norteamericana Mayoría Moral. En su crítica a la pornografía y la prostitución,
MacKinnon terminó confundiendo sexualidad y género, “piensa la sexualidad como una
forma de poder, corporizada por género”, por lo que “la heterosexualidad institucionalizaría
la dominación sexual masculina y la sumisión femenina” (Piscitelli, 2005).
Como muestran Lisa Duggan y Nan Hunter, el movimiento anti-pornografía preparó
el terreno para iniciativas conservadoras de todo tipo. Entre ellas, iniciativas para eliminar
subsidios al arte erótico, por ejemplo, cuando en el año 1989 el Corcoran (el museo de arte
de Washington) suspendió la muestra de Robert Mapplethorpe. O vale citar, como otro
ejemplo, cuando en el año 1990 el director del museo de arte contemporáneo de Cincinnati
tuvo que enfrentar cargos “por uso de material obsceno” debido a una exhibición de fotos del
mismo artista. Sobre este punto hay hasta una película, Dirty Pictures, con James Wood.
Como bien sugieren Carole Vance y Ann Barr Snitow, el movimiento anti-
pornografía se caracterizó por una confusión de categorías y una dificultad para establecer
distinciones entre pornografía violenta y pornografía, entre pornografía y sexo, y entre sexo
y violencia. Justamente la segunda ola feminista se había resistido a tales confusiones
conceptuales, por ejemplo, el movimiento anti-violación había asumido que las causas de la
violencia contra las mujeres eran complejas y no podían reducirse a una única causa; y fue
particularmente atento a separar conceptualmente el sexo de la violencia en sus elaboraciones
respecto de la violación.
Una cuestión que resulta bien problemática es la afirmación de que el análisis de la
pornografía describe la situación sexual de las mujeres. El análisis propuesto por el
movimiento anti-pornografía, aun si es correcto, ofrece una descripción de un pequeño
segmento de la sexualidad. Y arrastra, también, algunas confusiones entre género y
sexualidad.
¿Es el sexo la raíz principal de la opresión de las mujeres o es la opresión sexual una
de tantas expresiones de la inequidad de género? Se preguntan Carole Vance y Ann Snitow.
Sin duda, el movimiento anti-pornografía considera al sexo central en la opresión de las
mujeres, privilegiando al sexo como causa de todo el sistema de género. De aquí que,
sostienen las autoras, se cree la falsa expectativa respecto de que cambios en la ideología
sexual podrían desmantelar todo el sistema de género.
En cambio, los estudios feministas con perspectivas construccionistas dieron cuenta
del género y la sexualidad como dominios separados, que pueden superponerse y que
mantienen múltiples relaciones (situacionales y no universalizables), por lo que no puede
considerarse a la sexualidad como una subcategoría de género o una categoría residual
(Vance y Snitow, 1984; Rubin, 1989).

Sex Wars: Placer y peligro

Barnard es un reconocido centro de Estudios de las Mujeres que funciona en el ámbito


de la Universidad de Columbia. En 1982 fue el escenario de la IX Conferencia The Scholar
and the Feminist, que estuvo dedicada al tema de la sexualidad. Con este encuentro, se afirmó
lo que se llamó las Feminist Sex Wars o Sex Wars a secas, que no es más que la expresión
pública de una serie de tensiones y debates respecto de la sexualidad al interior del
movimiento feminista. El contexto era el de la hegemonía del movimiento anti-pornografía,
el que paradójicamente contaba con apoyos como el de Mayoría Moral y también del
backlash anti-feminista y pro-familia (Wilson, 1983). Este movimiento se opuso al encuentro
y lo boicoteó, quizás porque no había representantes de sus miembros entre las feministas
que lo organizaron (aunque sí participaron de los grupos de trabajo). Los grupos que se
manifestaron en contra de la reunión de Barnard, entre ellos WAP, clamaban por una
“sexualidad feminista” y “en contra del sadomasoquismo” y acusaron a las organizadoras de
apoyar “formas patriarcales” y “anti-feministas” de sexualidad tales como el
sadomasoquismo o la pedofilia (Wilson, 1983). Con esas afirmaciones, intentaban clausurar
las discusiones respecto de la sexualidad y también atacar a quienes no formaban parte del
movimiento anti-pornografía. Para el caso de las acusaciones de sadomasoquismo, por
ejemplo, se dirigían en parte a la antropóloga Gayle Rubin, que formaba parte de Samois, un
grupo feminista lésbico BDSM.
Algunas autoras han planteado que el debate se construyó en torno a la tensión placer-
peligro implicada en la sexualidad de las mujeres. Mientras que un sector del feminismo
insistió en el peligro y denunció la sexualidad masculina como la fuente primaria de opresión
(y la necesidad de defenderse de ese deseo sexual masculino intrínseco, incontrolable y
fácilmente excitable); otras feministas insistieron en el placer y en la importancia de la libre
sexualidad para la liberación de las mujeres. Pero como bien sugiere Carole Vance (una de
las organizadoras de la conferencia de Barnard), la sexualidad es simultáneamente campo de
limitaciones, represión y peligro, a la vez que de exploración, placer y actuación humana.
Este doble enfoque, afirma, es importante porque hablar sólo de placer es ignorar la estructura
patriarcal en que vivimos y porque hablar sólo de peligro, violencia y opresión es ignorar la
experiencia de las mujeres como agentes de sexualidad con opciones sexuales.
Si tuviésemos que tomar la tensión propuesta por Carole Vance, podríamos decir que
el movimiento anti-pornografía enfatizó el peligro2 mientras que las representantes de lo que
se llamó movimiento “pro-sex” enfatizaron la vertiente del placer. Entre las primeras, ya
hemos mencionado a Catharine MacKinnon, Andrea Dworkin, Robin Morgan, Susan
Brownmiller y Kathleen Barry, entre otras. Entre las segundas, se encuentran Gayle Rubin,
Carole Vance, Ellen Wilis, Alice Echols, Pat Califia, y otras.
Así, y como hemos visto, las feministas radicales de los años 70, en Estados Unidos,
enfatizaron el derecho de las mujeres al placer y las vivencias plenas y libres de la sexualidad,
el derecho al aborto y anticoncepción. Pero hacia fines de la década, comenzaron a enfatizar
la violencia y el peligro de las instituciones heterosexuales como la pornografía y la
prostitución. Así se fueron constituyendo dos campos que Ann Ferguson identifica como el
de las “feministas radicales” (asociadas al movimiento anti-pornografía) y el de las
“feministas libertarias” (asociadas a lo “pro-sex”).

Bibliografía utilizada

Bronstein, Carolyn.2001.Battling pornography. The American feminist anti-pornography


movement 1976-1986. Cambridge University Press
Duggan, Lisa y Nan Hunter. (2006). Sex Wars: sex dissent and political culture. New York,
Routledge.
Echols, Alice. 1989. El ello domado: la política sexual feminista entre 1968-83. En: Vance,
Carole S. (comp.): Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina. Madrid,
Revolución.
Ferguson, Ann. 1984. Sex War: The debate between Radical and Libertarian Feminists.
Signs. Vol. 10 Nº1

2
De aquí la alianza posible con las derechas puesto que el backlash pro-familia se apoyó justamente
en el discurso del peligro para atacar las conquistas feministas e intentar restaurar un imaginario de
“relaciones sexuales tradicionales” donde sexualidad se liga a reproducción.
Freedman, Estelle y Thorne, Barrie. 1984. Introduction to "The Feminist Sexuality
Debates" Signs, Vol. 10, No. 1
Piscitelli, Adriana. 2005. Apresentação: gênero no mercado do sexo. Cadernos Pagu 25.
Puleo, Alicia. 1994. El feminismo radical de los setenta: Kate Millet. En Celia Amorós,
(Coord.) Historia de la teoría feminista. Madrid, Universidad Complutense-Dirección
General de la Mujer.
Rubin, Gayle. 1989. Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la
sexualidad En: Vance, Carole S. (comp.): Placer y peligro. Explorando la sexualidad
femenina. Madrid, Revolución Vance, Carole. 1989. El placer y el peligro: hacia una política
de la sexualidad. En: Vance, Carole S. (comp.): Placer y peligro. Explorando la sexualidad
femenina. Madrid, Revolución.
Vance, Carole y Ann Barr Snitow. 1984.Toward a conversation about sex in feminism: a
modest proposal. Signs 10
Wilson, Elisabeth. 1983. The context of “between pleasure and danger”: the Barnard
conference on sexuality. Feminist Review 13.

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