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CAPACIDADES HUMANAS Y JUSTICIA SOCIAL

En defensa del esencialismo aristotélico.

Martha Nussbaum.
Se verá cómo en lugar de la riqueza y la pobreza llegan el
ser humano rico y la necesidad humana rica. El ser humano
rico es, a la vez, el ser humano en la necesidad de la
totalidad de las actividades vitales humanas –el hombre en el
cual su propia realización existe como una necesidad interior,
como necesidad. Marx, Manuscritos económico-filosóficos
de 1844.

Svetaketu se abstuvo de comer durante quince días.


Entonces, se llegó a su padre y dijo, “¿Qué debo decir?”. El
padre dijo: “Repite los versos de Rik, Yagus y Saman” Él
replicó: “No consigo acordarme, señor.” El padre dijo… “¡Ve
y come! Entonces entenderás”. Svetaketu comió, luego se
acercó a su padre. Y cualquier cosa que su padre le
preguntara, él la sabía de memoria… Después de eso,
comprendió lo que su padre quería decir cual le dijo: “El
espíritu, hijo mío, viene del alimento, de la respiración y del
agua; el habla, del fuego”. Y entendió lo que dijo, sí que lo
entendió. Kanda, Chandogya-Upanísad, vi Prapathaka, 7.

Cuando amas a un hombre, quieres que viva, y cuando le


odias quieres que muera. Si habiendo querido que viva,
quieres luego que muera, has equivocado el juicio. “Y si no
lo has hecho por las riquezas, lo habrás hecho por afán de
novedad”. Confucio, Anales, Libro 12.10

Conversaciones antiesencialistas.
Empezaré con tres conversaciones sacadas de mi experiencia cuando trabajaba en
Helsinki como asesora de investigación en un instituto internacional afiliado a las Naciones
Unidas, que reúne a gente de las más diversas disciplinas para trabajar sobre problemas
relacionados con la economía del desarrollo. Observo con alarma cómo, de un tiempo para
acá, han hecho una dramática aparición en este campo algunos asaltos contemporáneos al
“esencialismo” y las explicaciones no relativistas del funcionamiento humano, todo ello
con implicaciones potenciales para las políticas públicas. En algún caso, he fundido dos
conversaciones en una; pero, por lo demás las cosas ocurrieron tal como las describo.

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1. En un simposio sobre valores y tecnología, un economista americano, a quien
durante mucho tiempo se había tenido por izquierdista radical, presenta un paper en
favor de la preservación de los modos de vida tradicionales en un área rural de la
India, amenazada actualmente por los valores occidentales. Como prueba de la
excelencia de este modo de vida rural, señala el hecho de que, mientras los
occidentales percibíamos una clara escisión entre los valores dominantes en el lugar
de trabajo y los valores dominantes en casa, allí, en cambio, existe lo que ese
economista llama “el modo integrado de vida”. Su ejemplo era el siguiente:
exactamente igual que, en casa, se piensa en la mujer, durante el período de
menstruación, contamina la cocina no puede poner el pie en ella, del mismo modo,
en el lugar de trabajo, se considera que la mujer con el período contaminaría el telar
y no puede entrar en la habitación donde se hallan los telares. Un economista indio
objeta que el ejemplo es más repulsivo que admirable, pues no hay duda de que
tales prácticas degradan a la mujer y restringen su libertad. La colaboradora del
primer economista, una elegante antropóloga francesa (la que sospecho que se
opondría violentamente a que se realizaran exámenes de pureza a la puerta de la sala
donde se celebra el simposio), se dirige al objetante en tono despectivo. ¿Es que no
se da cuenta de que, en asuntos como éste, no hay una posición privilegiada que
haya que defender? ¿No sabe que está faltando a la radical alteridad de la gente de
esa aldea, al sacar a colación sus valores esencialistas occidentales?
2. Ahora es la misma antropóloga quien presenta su paper. Se lamenta en él de que la
introducción de la vacuna de la viruela en la India por parte de los británicos haya
erradicado el culto de Sittala Devi, diosa a la que solía rezar para ahuyentar la
viruela. He aquí un nuevo ejemplo, dice, de cómo Occidente desatiende la
diferencia. Alguien (puede que yo misma) objeta que, seguramente, es preferible
estar sano a estar enfermo, y vivir a morir. La respuesta es glacial: la esencialista
medicina occidental concibe las cosas en términos de oposiciones binarias: la vida
opuesta a la muerte, la salud a la enfermedad. Pero si desechamos este modo de
mirar a las cosas con anteojeras, comprenderemos la radical alteridad de las
tradiciones indias. En ese momento, Eric Hobsbawm, que ha estado escuchando en

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silencio, cada vez más inquieto, se levanta para lanzar una acerba acusación contra
el tradicionalismo y el relativismo dominantes en el grupo. Presenta una lista de
ejemplos históricos en los que se apelaba a la tradición para defender diversos tipos
de opresión y violencia. Su último ejemplo es el Nacionalsocialismo. En el caos que
sigue, la mayoría de los científicos sociales tradicionalistas (sobre todo los del
extranjero, que desconocen quién es Hobsbawm) exigen que éste salga de la sala. El
economista radical americano, cogido en el apuro de esta prueba de la escisión entre
su relativismo y su filiación izquierdista, consigue convencer a los otros a duras
penas para que Hobsbawm se quede.
3. Pasamos ahora a otro congreso. Un congreso de filosofía organizado por mí y por el
que puso la objeción de la primera historia, el economista indio que se opuso a la
degradación de la mujer en virtud de tabúes de la menstruación. (También mantiene
la simplona idea de que la vida se opone a la muerte.) Su paper contiene un montón
de charla “esencialista” sobre el funcionamiento y las capacidades humanas;
empieza a hablar de la libertad de elección como un bien humano básico. En este
punto, le interrumpe el economista radical, quien señala, con aire entendido, que la
antropología contemporánea ha mostrado que las personas no-occidentales no se
aferran especialmente a la libertad de elección. Su ejemplo: un libro recién
publicado sobre Japón ha mostrado que los hombre japoneses, cuando vuelven a
casa del trabajo, no tienen ningún deseo de elegir que vayan a cenar, la ropa se
vayan a poner, etc. Prefiere que estas decisiones las tome su mujer. Siguió un
encendido debate sobre lo que este ejemplo muestra realmente. Les dejo a su
imaginación reconstruirlo; tuvo sus aspectos cómicos. Pero, al final, la confianza del
economista radical permaneció inalterada: los dos éramos víctimas de un mal
pensamiento esencialista que no consigue reconocer la belleza de la alteridad.

Estos tres ejemplos no son nada insólitos, podría citar muchos más. Y lo que vemos en
casos como estos es, ciertamente, un fenómeno singular. Personas de gran inteligencia,
personas que se hallan profundamente comprometidas con el bien de las mujeres y los
hombres de los países en vías de desarrollo, personas que se consideran a sí mismas

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progresistas, feministas y antirracistas, están tomando posiciones que, como veía
Hobsbawm, convergen con las posiciones de la reacción, la opresión y el sexismo. Bajo las
banderas de su “antiesencialismo” radical y políticamente correcto, marchan antiguos
tabúes religiosos, el lujo del marido consentido, la insalubridad, la ignorancia y la muerte.
(Y, a mi propia manera esencialista, como dije al comienzo, sostengo que la muerte se
opone a la vida en el modo más binario que se pueda imaginar, la esclavitud a la libertad, el
hambre a una alimentación suficiente, la ignorancia al conocimiento).
“Esencialismo” se está convirtiendo en una palabra maldita dentro de la Academia, y en
aquellos ámbitos de la vida humana influenciados por ella. Los oponentes del esencialismo
–al que, para nuestro propósito, definiré como la visión de que la vida humana tiene ciertos
rasgos centrales definitorios –los asocian con la ignorancia de la historia, con insensibilidad
para con la voz de las mujeres y las minorías. Sin darle muchas más vueltas, se lo mete en
el mismo saco que el racismo, el sexismo, el pensamiento “patriarcal” en general, mientras
que el relativismo extremo se considera una receta para el progreso social. En este ensayo,
pongo en cuestión tales asociaciones. Admito que algunas críticas de algunas formas de
esencialismo han sido importantes y fructíferas: han establecido el debate ético acerca de
una fundamentación metafísica más defendible, y han reorientado nuestra mirada, desde
unos supuestos abstractos y sin examinar, hacia el mundo y su historia real. Pero argumento
que quienes echan por la borda toda llamada en favor de una explicación determinada del
ser humano, el funcionamiento humano, y del florecimiento humano, están desechando
mucho más, incluso, y sobre todo, en lo que se refiere a sus propios compasivos fines.
Argumento, en primer lugar, que las críticas legítimas del esencialismo siguen dejando
espacio para un esencialismo de otro tipo: para una consideración, sensible de la historia, de
la mayor parte de las necesidades básicas y funciones humanas. Esbozaré luego dicha
consideración, que ya he desarrollado prolijamente en otro lugar, mostrando cómo se puede
salir al paso de las objeciones legítimas. Argumento después que sin esa consideración,
carecemos de una base suficiente para dar cuenta de la justicia social y de los fines de la
distribución social. Tenemos con ello, por otro lado, una base –que necesitábamos
urgentemente en estos tiempos –para una ética global y una consideración plenamente
internacional de la justicia distributiva. Finalmente, argumento que sin algún tipo de

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esencialismo, quedaremos privados de dos sentimientos morales absolutamente necesarios,
si es que queremos convivir decentemente en este mundo: la compasión y el respeto.

El asalto al esencialismo.
El asalto al esencialismo contemporáneo y a las interpretaciones universales del ser
humano y funcionamiento no siempre va acompañado de argumentos filosóficos claros y
explícitos. Con demasiada frecuencia, como en mis ejemplos, los adversarios del
esencialismo usan la palabra polémicamente, como un término del que se abusa, y con
cierto aire de superioridad, como si estuvieran en conocimiento de algún descubrimiento
nuevo y decisivo que eliminase la necesidad de argumentar. De modo que la primera tarea
de quien tenga ganas de defender una posición en este debate debe ser, me parece a mí,
introducir algo de claridad, clasificando las variedades de argumentaciones antiesencialistas
y describiendo la ilación de pensamientos que ha conducido al tradicionalismo relativista
extremo ejemplificado por esas conversaciones de Helsiki. Creo que los ataques pueden
dividirse en dos grupos: ataques que dependen de un ataque general al realismo metafísico
y ataques independientes del ataque al realismo. Los últimos, por tanto, actúan contra las
versiones del esencialismo que no dependen del realismo.

Ataques contra el esencialismo metafísico-realista.


El realismo metafísico arguye que hay un modo determinado por el cual el mundo
es algo aparte del trabajo interpretativo de las facultades cognitivas de los seres vivos. Una
descripción del mundo será verdadera sólo en el caso de que corresponda a una estructura
que exista independientemente, y faltan en la medida en que no corresponda. A menos que
le realista metafísico sea también escéptico –una combinación tal se encuentra muy
raramente, pues es difícil sostener la confianza en el realismo sin creer que uno pueda
aprehender suficientemente de la realidad-, el realismo va siempre acompañado por alguna
teoría del conocimiento relacionada con él. Se dice que una mente u otra –ya sea la divina
únicamente, o también ciertas mentes humanas –que es capaz de aprehender esta estructura
real tal como es en sí misma; y el conocimiento se define en términos de esta aprehensión.
Al pensar acerca de esta posición, resulta útil considerar el mito del Fedro platónico. Los

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dioses, sin impedimentos internos para comprender, marchan hacia las esferas celestes, y
conforme estas giran, ven pasar delante de ellos las verdaderas formas o estructuras el
mundo, autónomas, eternas e inmutables. Las otras almas, cuya estructura interna es más
turbulenta y conflictiva, son incapaces de mantenerse serenamente en la esfera celeste, y no
llegan, por ello, a conocer toda la realidad. Algunas almas, confirme luchan por llegar
arriba, ven pedacitos o partes de la realidad: son las que, luego, se convertirán en seres
humanos. Otras no aprehenden nada de la verdad, y serán los animales.
Desde esta perspectiva, el modo de ser del ser humano será en esencia una parte del
mobiliario independiente del universo, algo que los dioses pueden ver y estudiar
independientemente de cualquier experiencia de la vida o de la historia humana. Los
modelos que permiten un conocimiento de lo que somos en nuestra naturaleza son
radicalmente independientes de nuestras elecciones reales, de la comprensión que tengamos
de nosotros mismos, de nuestras esperanzas, amores o temores. Están ahí para que los
descubran los expertos –ya sean filosóficos, biológicos o religiosos-, y para que ellos o sus
intermediarios nos los impartan como la explicación correcta del modo de ser de las cosas.
Habitualmente, se entiende que esta explicación posee fuerza normativa: la explicación
celestial de lo que somos restringe lo que legítimamente podemos intentar ser.
La objeción común a este tipo de realismo es que esta clase de verdad metafísica no
es accesible de hecho. A veces se le explica por vía escéptica: puede que exista tal
estructura independiente, pero nosotros no podemos conocerla. Hoy día, es más frecuente
que se planteen dudas acerca de la coherencia de toda la idea realista, según la cual habría
alguna estructura determinada para el modo de ser de las cosas, independientemente de toda
interpretación humana. Es ésta la objeción que los profanos de la filosofía tienden a asociar
con el asalto de Jacques Derrida a la “metafísica de la presencia”, la cual, según él, ha
dominado completamente la tradición filosófica occidental. En realidad, sin embargo, tal
objeción tiene una historia mucho más larga y complicada. En la tradición occidental
comienza, como mínimo, con el asalto kantiano a la metafísica trascendental –y quizá
mucho antes, toda vez que algunos investigadores han encontrado una versión de ella en los
argumentos antiplatónicos de Aristóteles. Sus versiones contemporáneas son muchas y
complejas; y conllevan a menudo discusiones técnicas de filosofía de la ciencia y filosofía

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del lenguaje. Dentro de esta sofisticada literatura –entre cuyos principales autores se
encuentran los filósofos tan relevantes como Ludwing Wittgenstein, W.V.O Quine, Donald
Davidson, Hilary Putman y Nelson Goodman –los argumentos de Derrida representan
contribuciones de importancia relativamente menor, y no llegan a afrontar una buena
cantidad de las cuestiones que más intensamente se discuten.
El ataque al realismo metafísico es demasiado complejo para resumirlo aquí, pero
sus implicaciones para el esencialismo están claras. Si la única imagen disponible (o quizá
incluso coherente) de la realidad es una imagen tal que en las derivaciones que de ella
resultan, las interpretaciones humanas jueguen un papel, si las únicas concepciones
defendibles de la verdad y el conocimiento sostienen que la verdad y el conocimiento
dependen en cierto modo de la actividad cognitiva humana dentro de la historia, entonces la
esperanza de una explicación pura e inmediata de nuestra esencia humana tal como ella es
en sí misma, aparte de la historia e interpretación, no es en absoluto una esperanza, sino una
profunda confusión. Apegarse a ella como la meta a alcanzar es pretender, o fingir, que es
posible que nos digan desde fuera lo que tenemos que ser y lo que tenemos que hacer,
mientras que la realidad es que las únicas respuestas que podemos esperar tienen que venir,
de un modo u otro, de nosotros mismos.

Ataques al esencialismo internalista.


Pero uno podría aceptar estas conclusiones y seguir siendo esencialista. Esto es, podría
creer que el más profundo examen de la historia humana y del conocimiento humando
desde dentro todavía revela una explicación más o menos determinada del ser humano, una
explicación tal que divida sus propiedades en esenciales y accidentales. Semejante
explicación diría: quite usted las propiedades X, Y o Z (un bronceado de la piel, digamos, o
el conocimiento del chino, o unos ingresos de 40.000 dólares al año) y seguiremos teniendo
en nuestras manos lo que contamos como ser humano. Por otro lado, quite las propiedades
A, B o C (la capacidad de pensar en el futuro, o la capacidad de responder a las peticiones
de los otros, o la capacidad de elegir y actuar= y no tendremos vida humana alguna.
Separar estos dos grupos de propiedad supone hacer una investigación evaluadora,
pues tendremos que preguntar qué cosas son tan importantes que no consideraríamos una

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vida sin ellas como una vida humana. Semejante investigación evaluadora de lo que es más
profundo y más indispensable en nuestras vidas no presupone necesariamente una
fundamentación metafísica externa. Dicho claramente: puede ser un modo de mirarnos a
nosotros mismos, preguntar qué es lo que mantiene nuestra historia. Más adelante,
propondré una versión de este esencialismo empírico fundado históricamente, al cual
llamaré, dado que está dentro de la experiencia humana, esencialismo “interno”. Tales
concepciones internalistas del ser humano siguen siendo vulnerables a algunas, si no todas,
las acusaciones presentadas contra el esencialismo en general. Así que, aunque la oposición
rara vez haca la distinción entre externalista e internalista, yo sí voy a introducirla,
mencionando tres objeciones a las que, en mi opinión, tiene que dar respuesta cualquier
buena explicación internalista.

1. Descuido de las diferencias históricas y culturales.


La oposición objeta que cualquier intento de seleccionar algunos elementos de la vida
humana como más fundamentales que los otros, incluso sin apelar a una realidad
transhistórica, no puede tener respeto suficiente por las diferencias históricas y culturales
reales. La gente, se dice, entiende la vida humana y la humanidad de modos muy diferentes,
y cualquier intento de elaborar una lista de “propiedades esenciales” acaba necesariamente
por incluir ciertos modos de comprender lo humano y por excluir otros. Habitualmente,
continúa el objetante, la forma en que esto ocurre es que se incluye el modo de entender
propio del grupo dominante a expensas del modo de entender de las minorías. Quien hace
esta objeción sugiere también habitualmente que sólo un acuerdo realmente unánime sería
suficiente para justificar una conclusión esencialista. Pero, en la práctica, tales acuerdos no
están a nuestro alcance, de modo que el esencialismo tiene que consistir en la imposición de
la autoridad de alguien sobre otros.

2. Descuido de la autonomía.
Los oponentes liberales del esencialismo presentan una objeción diferente; tales oponentes,
habitualmente, están dispuestos a ser esencialistas en lo que se refiere a la importancia
central de la libertad y la autonomía humanas. La objeción es que, al determinar de

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antemano qué elementos de la vida humana son lo que tienen más importancia, el
esencialista deja de respetar el derecho de la gente a elegir un plan de vida acorde con sus
propias luces, al determinar lo que es importante y lo que no lo es. Tales elecciones de valor
deben dejársele a cada ciudadano. Y por esta razón, la política debe negarse a sí misma una
teoría determinada del ser humano y el bien humano.

3. Aplicación lastrada por prejuicios.


Si operamos con una concepción determinada del ser humano de la que se supone
que tiene cierto peso normativo en la moral y la política, al aplicarla, tendremos que
preguntar cuáles seres caen bajo de nuestro concepto. Y aquí, nuestro objetante notará que
es muy fácil que quienes carecen de poder queden excluidos. El mismo Aristóteles, se
señala, sostenía que las mujeres y los esclavos no eran seres humanos de pleno derecho; y
dado que su política estaba basada en su esencialismo, la incapacidad (en su opinión) de
estos seres a la hora de mostrar la deseada esencia conduce a su exclusión política y su
opresión. La sugerencia es que renunciando al uso de tal concepción determinada de la
voluntad humana hace más fácil que estas personas puedan ser oídas o tenidas en cuenta.

La caída en el subjetivismo.
Ninguna de estas objeciones carece de fuerza. Más adelante, en este mismo ensayo,
preguntaré cuánta fuerza tiene cada una de ellas, y si hay alguna versión del esencialismo
que pueda sobrevivir a ellas. Pero lo alarmante en el debate actual en varios campos –ya sea
la teoría literaria, algunas partes del derecho, así como gran parte de la teoría económica y
muchos de los estudios sobre desarrollo –es que semejante investigación no haya tenido
lugar. Muy a menudo, como en mis ejemplos de Helsinki, se considera que el colapso del
realismo metafísico no sólo entraña el colapso del esencialismo en lo que se refiere al ser
humano, sino también la retirada hacia un realismo extremos, o incluso un subjetivismo, en
todo lo que a cuestiones evaluativas se refiere.
Habitualmente, la retirada adopta la forma siguiente. Se presenta primera una
demanda imposible de satisfacer, digamos, la presencia inmediata de la realidad tal como es
en sí misma, o un acuerdo universal real en cuestiones de valor. A continuación, se pretende

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que tal demanda no puede ser satisfecha. Y luego, sin darle más vueltas –sin examinar
posiciones realistas internalistas, como las de Charles Taylor y Hilary Putman, y sin
preguntar cuáles otras demandas cognitivas más moderadas poder ser satisfechas –el
teórico concluye que tiene todo el campo libre y que no hay normas que nos puedan guiar
en cuestiones valorativas. Para algunos teóricos, entonces, evaluar se convierte entonces en
una cuestión de poder: el criterio de verdad se derivará de la contingente posición de
autoridad social que uno tenga. Para otros, en cambio, se convierte en una cuestión de
juego y autoafirmación: lo que es bueno es lo que yo (por las razones que sea, según mi
arbitrio o antojo) decida afirmar. Y si se te ocurre preguntar cómo llega el teórico a afirmar
con tal confianza esa teoría normativa de la acción, la respuesta (como en el caso de los
antiguos escépticos griegos) se vuelve sobre sí misma: lo que yo digo es también un
ejercicio de poder, o de actividad lúdica, o maximización de la utilidad, como todo lo
demás. A ver si te dejas influir, o sigues la corriente, o si te unes al juego de ganar
beneficios.
En este ejercicio, las explicaciones del ser humano llevan el mismo camino que todo
lo demás: tú da la explicación que quieras, y ya veremos a quién le gusta (o se deja influir
por ella). De nada se puede decir que sea mejor que otra cosa, salva en el sentido en que los
individuos, al jugar sus juegos, pueden afirmar que esto o aquello es mejor, pero no hay
buenas razones, ni persuasión racional. Además, en un ataque más general a la práctica de
hacer distinciones, se ponen en cuestión todas las “oposiciones binarias” –como si siempre
fuera ilegítimo y, en cierto modo, malo, oponer claramente una cosa a otra, como si tal
práctica de hacer distinciones fuera siempre la preparación para algún tipo de crueldad y
opresión. Siguiendo estos pasos llegamos, en algunos casos, a la completa desaparición de
la lógica –ese fenómeno supuestamente masculino, patriarcal e imperialista.
Dado que estamos hablando del colapso de las distinciones, nada más extraño que el
modo en que posiciones que se consideran a sí mismas diferenciadas en algún aspecto
crucial se unifican en este punto. Quienes proponen estas ideas antiesencialistas extremas
se consideran habitualmente a sí mismos, como ya he dicho, políticamente progresistas y
compasivos, movidos por el pensamiento sobre el bien de las mujeres, las minorías, los
pobres y los marginados de todas partes. Gran parte de la fuerza de su retórica comercia

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con esto, sugiriendo que quien se halle en desacuerdo con ellos está manifestando, en el
mejor de los casos, la insensibilidad, y en el peor, racismo y sexismo. Considérese, sin
embargo, en qué compañía están estos críticos supuestamente tan compasivos. Fish dice
que todo juicio es una cuestión meramente de poder, que no hay buenas o malas razones.
Lo cual implica que uno nunca puede dar una razón moralmente buena o para criticar el
veredicto de la autoridad establecida: cuando lo hace, le interesa, únicamente el poder, y no
es moralmente buena para criticar el veredicto de la autoridad establecida: cuando lo hace,
le interesa únicamente el poder, y no es moralmente mejor, entonces, que su ponente. Y si
en el juego se trata del poder, la debilidad es siempre lo peor. Los pobres son perdedores, y
eso es todo. Un desconstruccionista más frívolo dice que es una pura cuestión de jugar
libremente. Con lo que si yo quiere andar jugando con la tortura y la esclavitud y tú intentas
impedírmelo, no pude decirse nada acerca de tu superioridad moral sobre mí. Tú juegas a tu
manera, y yo a la mía.
Es lo mismo que dicen, usando argumentos muy similares, quienes realmente,
quieren usar la conclusión para denegar las reivindicaciones de justicia. Les insto a leer el
libro de Robert Borks The Tempting of America, junto con otras obras de Fish y de los
desconstruccionistas, pues una parte crucial del argumento de Borks contra la idea de que
los jueces puedan usar principios morales al interpretar la Constitución –y por ende, una
parte crucial de su asalto al derecho a la intimidad –es un asalto en toda regla a la
evaluación ética. Tal asalto tiene la misma estructura que los argumentos supuestamente
progresistas que acabamos de examinar. Borks empieza reclamando un acuerdo universal
como criterio de aceptabilidad de un principio ético. Por supuesto, ningún principio
consigue aprobar el examen. Y sin darle más vueltas ni buscar otro criterio de evaluación,
Borks concluye que cualquier evaluación moral es arbitraria y subjetiva. El que evalúa se
halla “a la deriva en un mar incierto”, “sin modo alguno de hacer las distinciones necesarias
según principios”. En realidad, cualquier intento de persuasión es seducción –y es evidente
que Borks tiene una opinión muy baja de la seducción, a la que no relaciona con el juicio,
las necesidades profundas, o siquiera el buen gusto. Los jueces que intentan fallar en un
caso basándose en principios están simplemente afirmando sus propias “preferencias de
valor”. Borks da entonces un llamativo ejemplo de esta visión subjetivista. No hay, dice,

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modo alguno de distinguir según principios entre dolor de un ser vivo torturado y el dolor
sufrido por un conservador religioso al enterarse de que algunas parejas del estado
Connecticut usan métodos conceptivos. Por lo tanto, no hay tampoco ningún modo de
distinguir moralmente entre la acción de un torturador y la de quien use anticonceptivos.
Así las cosas, tenemos que dejar tales asuntos a una lucha de poder, esto es, al voto de la
mayoría, entendida, tal como Borks entiende el voto, como la agregación de un montón de
preferencias subjetivas. En otras palabras, la tortura debería ser ilegal por la única razón de
que, en este momento de nuestra historia, la mayoría vota por ello. La intimidad sexual, por
otro lado, no debería estar protegida en aquellos estados donde la ley dé pruebas de que una
mayoría sería partidaria de intervenir. Vemos aquí a qué clase de fines puede servir
realmente la retórica del subjetivismo, y está sirviendo de hecho en la vida política
norteamericana. Caveat desconstructor.
Quizá, el caso más claro de derrumbe de lo progresista en lo reaccionario que
conlleva la evaluación substantiva sea el libro de Barbara Herrnstein Smith, Contingencies
of Value (Contingencias del valor). Smith comienza atacando cualquier evaluación
normativa de diversas maneras –sobre todo, sugiriendo que todas las visiones normativas
están comprometidas con el realismo metafísico y con una autoridad religiosa trascendente
que hace de fuente de pretensiones normativas. Su propia visión, por el contrario, la
considera claramente abierta, laica y progresista. ¿Qué es lo que pone, sin embargo, en el
lugar de la evaluación? La idea de mercado, y un modelo de juicio de valor como
maximización de la utilidad. En lo que concierte a la subjetividad de la evaluación, coincide
ampliamente con economistas de las escuelas de Chicago como Gary Becker y George
Stigler (a quienes elogia). La famosa observación de Milton Friedman sobre asuntos de
valor –“lo único que pueden hacer los hombres es luchar” –podría muy bien haber
figurado en su libro, si no fuera por la mayor concisión y claridad expresiva de Friedman.
Además, Smith va todavía más lejos que Friedman: sigue la iniciativa de Gary Becker y
Richard Posner al extender este modelo a ámbitos de la vida humana tales como el
derecho, la familia o la educación infantil, a los que hasta ahora no había llegado a la idea
del mercado. Más tarde hablaré de las críticas de la utilidad dentro de la economía y de los
modos en que el recurso normativo de la utilidad sirve para reforzar el statu quo en los

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países en vía de desarrollo. Por ahora, sólo tengo que señalar la extraña situación a la que
hemos llegado: después de un montón de fanfarria radical, en u montón de promesas para
pensar nuevos pensamientos y deshacer los modos anticuado. ¿En dónde hemos terminado?
En la economía neoclásica, el estilo de Chicago, una visión que no es ni nueva ni
progresista. Libre juego y juegos de poder, al genuino estilo americano.
Estamos ahora en mores condiciones para comprender por qué los supuestos
izquierdistas radicales casi echan de la sala a Erick Hobsbawm. El compromiso de él,
siendo marxista, tiene con una determinada concepción de las necesidades y el
florecimiento humano casa muy mal con el nuevo subjetivismo, que considera a sí mismo
la fuerza verdaderamente compasiva y progresista. A esta gente Hobsbawm y Amartya Sen
(que era, ahora sí lo revelaré, quien planteaba la objeción en mis dos primeros ejemplos y
hablaba en el tercero) les parecían unas autoridades paternalistas pasadas de moda,
insensibles al juego de la diferencia. Por otro lado, Hobsbawm y Sen veían lo que los
subjetivistas no veían quizá tan claramente: que renuncias a todo tipo de valoración y, en
particular, a una explicación normativa del ser humano y su funcionamiento humano era
darla la vuelta al as cosas en favor del libre juego de fuerzas en una situación mundial, en la
que las fuerzas sociales que afectan a las vidas de las mujeres, las minorías y los pobres son
raramente benignas.

Confrontando las objeciones.


Déjenme que les diga sin rodeos cuáles es mi posición en lo que se refiere a las objeciones
al esencialismo. Creo que los argumentos contemporáneos kantianos relacionados con Kant
(presentados, particular, por Quine, Davidson, Putman y Goodman) han establecido con
suficiente éxito la insostenibilidad del realismo metafísico. No puedo argumentarlo ahora,
pero espero que, al menos, todo el mundo estuviera de acuerdo en que sería tremendamente
imprudente una propuesta política que confiase en la verdad del realismo metafísico, dada
nuestra actual situación argumentativa. Por otro lado, no me parece que semejante resultado
muestra nada parecido a lo que los objetantes relativistas piensan que muestra. Al
desembarazarnos de la esperanza de un fundamento metafísico trascendente para nuestros
juicios de valor –tanto cerca del ser humano como de todo lo demás -, no nos quedamos

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abandonados en el abismo. Seguimos teniendo lo que hemos tenido siempre: intercambio
de razones y argumentos por parte de seres humanos dentro de la historia; y en ese
intercambio, por razones que son históricas y humanas pero no por ello peores, tenemos
algunas cosas por buenas y otras por malas, algunos argumentos por sensatos y otros por no
sensatos. ¿Por qué, entones, habrían de concluir los relativistas que la ausencia de una base
trascendental para el juicio –una base que, en cualquier caso, según ellos, nunca ha existido
–debe hacernos desesperar de seguir haciendo lo que siempre hemos hecho, distinguimos la
persuasión de la manipulación?
De hecho, me parece, la caída del relativismo o subjetivismo extremos delata un profundo
apega al realismo metafísico mismo. Pues sólo a aquel que ha sujetado todo con el alfiler de
esa esperanza parecerá que su caída entraña el derrumbe de toda valoración –exactamente
igual que sólo a una persona religiosa profundamente creyente, como Nietzsche observará,
la noticia de la muerte de Dios le supone la amenaza del nihilismo. Lo que vemos aquí,
pienso, es una reacción de vergüenza –apartar la vida de nuestra pobre humanidad, cuyo
aspecto es tan miserable y mezquino –en contraste con un sueño de otro tipo. ¿Qué tenemos
aquí, parecen decir estos críticos? ¿Nada más que nuestras pobres conversaciones humanas,
nuestros cuerpos humanos, que tan imperfectamente interpretan las cosas? Pues si eso es
todo lo que hay, no queremos estudiarlo demasiado cerca, contemplar las distinciones que
presenta. Diremos sólo que son semejantes, pues, a decir verdad, se parecen todos bastante
si los comparamos con el estándar celestial que estábamos buscando. Es como el momento
en que, cuenta Aristóteles, unos estudiantes van a visitar a Heráclito, ansioso de ver el gran
sabio y cosmólogo. Y lo encuentran, no lo alto de una colina mirando las estrellas, sino
sentado en su cocina; o puede que en el retrete (¡los filólogos no se ponen de acuerdo en
este punto!) Él vio la decepción de sus rostros, se dio cuenta de que iban a apartar la vista, y
les dijo, “Pasad, no temáis. Aquí también hay dioses”. Aristóteles usa esta historia para
sacudirles a sus reacios estudiantes la vergüenza que les impide mirar demasiado cerca las
partes de los animales. Cuando pierdas la vergüenza, dice, notarás que hay un orden y una
estructura en el mundo animal.
Así, también yo pienso, con el realismo, que no tomarse el interés de estudiar
nuestras prácticas de análisis y razonamiento, como son, humanas e históricas, la

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insistencia en que sólo tendríamos buenos argumentos si viniera del cielo, todo eso, lo que
delata la vergüenza de lo humano. Por otro lado, si realmente pensamos, como debiéramos,
que la esperanza de encontrar un fundamento trascendente del valor es irrelevante y carente
de interés, la noticia de su derrumbe no cambiará nuestro modo de hacer las cosas:
simplemente, nos permitiría continuar con el asunto de razonar en el que estábamos liados.
Y, como argumenta Hilary Putman, el deceso del realismo puede incluso impulsar el
estatuto de la evaluación de la ética. Pues el realista metafísico hacía con frecuencia una
estricta distinción entre hecho y valor, creyendo que la vedad del tipo de la que persigue el
realista podía encontrarse en el dominio de lo científico, pero no en el dominio del valor.
Poner la ciencia dentro de la historia humana hace que lo que ya se creía que pertenecía a
ella tenga mejor aspecto, no peor, porque sus pretensiones habrán dejado de contrastarse
estrictamente con pretensiones que parecen más “duras” y más “fácticas”. Así la polaridad
entre hecho científico y valor ética subjetivo sobre la que descansa gran parte de la
economía neoclásica es puesta en cuestión por el derrumbe del realismo –claro que desde el
lado de la ciencia, pero esto reabre toda la cuestión de la relación entre ética y ciencia y
hace que sea posible argüir, como lo hace Putman, que la ética no se encuentra en peores
condiciones que cualquier ciencia.
En cuanto a las objeciones al esencialismo internalista, todas y cada una de ellas
tiene su fuerza. Muchas concepciones esencialistas han sido insulares de un modo
arrogante, descuidando las diferencias entre culturas y modos de vida. Algunas han
descuidado la elección y la autonomía. Y algunas han sido aplicadas con muchos prejuicios,
a veces incluso por sus propios inventores (como en los casos de Aristóteles y Rousseau).
Pero nada de esto, me parece, muestra que todo esencialismo tenga que fracasar en uno o
más de estos modos. Y si una percibe que hay razones urgentes por las que necesitamos
semejante interpretación del funcionamiento y las capacidades humanas, estará motivado
por intentar construir una interpretación que, de hecho, salga al paso de las objeciones.
Propondré ahora tal interpretación y volveré luego al área de la política del desarrollo,
ofreciendo las razones que tengo para creer que, de hecho, necesitamos urgentemente una
interpretación semejante.

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Una propuesta esencialista: las funciones humanas básicas.
He aquí, entonces un esquema de una propuesta esencialista interna, una explicación
que da cuenta de las unciones más importantes del ser humano, en función de las cuales se
define la vida. La idea es que, una vez identificado un grupo de funciones especialmente
importantes en la vida humana, estaremos en una posición que nos permita interrogar lo
que las instituciones sociales y políticas hacen con ellas. ¿Le están dando a la gente lo que
necesita para ser capaz de funcionar en todos estos modos humanos? ¿Y se lo están dando
de un modo mínimo, o están haciendo posible que los ciudadanos funcionen bien?
Consideraré las implicaciones políticas de esa explicación en la próxima sección; antes
tengo que describir la explicación misma.
Llamaré a esta explicación de las funciones humanas “teoría vaga y gruesa del
bien”. El objeto de esta denominación es insistir, lo primero de todo, en el carácter
normativa de la lista. No pretendemos descubrir unos hechos neutrales respecto al valor,
independientemente de toda evaluación, en lugar de ello, estamos llevando a cabo, a modo
de sondeo, una especie de investigación evaluativa. El nombre se ha elegido también para
contrastar nuestra explicación de la “teoría delgada del bien” propuesta de John Rawls, la
cual insiste en restringir la lista de “bienes primarios”, que han de usar los miembros de la
posición original, a un grupo de medios, supuestamente de aplicación universal, que tiene
un papel en cualquier concepción del bien humano. En contraste con ella, mi concepción
aristotélica se preocupa por los fines y de la figura y contenido general de la forma humana
de vida. Finalmente, la lista es “vaga”, y lo es deliberadamente, en un buen sentido, pues,
como veremos, admite múltiples especificaciones de acuerdo con varias concepciones
personas y locales. La idea es que resulta mejor ser acertar vagamente que errar con
precisión; mi reivindicación es que sin la guía que ofrece semejante lista, lo que solemos
obtener en las políticas públicas son errores precisos.
Esta concepción es enfáticamente no metafísica; no reclama estar derivada de
alguna fuente externa a las autointerpretaciones y autoevaluaciones efectivamente reales de
los seres humanos en la historia. Ni es tampoco propia de alguna tradición metafísica o
religiosa. Su objetivo es ser tan universal como sea posible, y su intuición directriz la lleva,
de hecho, a cruzar abismos religiosos, culturales y metafísicos. Pues empieza con dos

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hechos: primero, que siempre reconocemos a toros como humanos a pesar de las divisiones
de tiempo y lugar. Cualesquiera que sean esas diferencias que encontramos, raramente
tenemos dudas de cuándo estamos tratando con humanos y cuándo no. La interpretación
esencialista intenta describir las bases de tal reconocimiento repasando totalmente la figura
general de la forma humana de vida, aquellos caracteres que hacen que una vida sea human
dondequiera que se dé. El segundo, tenemos un consenso general, ampliamente compartido,
sobre aquellos caracteres cuya ausencia significa el fin de una forma humana de vida. Tanto
en medicina como en mitología tenemos una idea de que algunas transiciones o cambios,
simplemente, no son compatibles con la continuación de la existencia de ese ser como
miembro de la especie humana (y así, en tanto que el mismo individuo, puesto que la
identidad de las especies parece ser necesaria para la identidad personal). Esto es
justamente otro modo de volver a la primera cuestión, de preguntar cuáles son los rasgos
más centrales de nuestra humanidad común, sin los cuales ningún individuo puede ser
considerado (o seguir siendo considerado) humano.
Esta investigación evaluativa procede examinando una amplia variedad de
comprensiones de sí mismos que han tenido los pueblos en muchas épocas y lugares. De
especial valor son los mitos y las historias que sitúan al ser humano de un modo u otro
dentro del universo: entre las bestias, por un lado, y los dioses, por otro; historias que
preguntan qué es vivir como un ser con ciertas habilidades que lo apartan a uno del resto de
los seres vivos en el mundo de la naturaleza, y por otro lado, con ciertos límites que se
derivan de nuestra pertenencia al mundo de la naturaleza. La idea es que, al menos,
compartimos un esquema muy general de tal concepción. Frecuentemente, encontramos
tales ideas elucidadas en historias de seres que tienen aspecto humano, pero que no son
reconocidos como tales. Al preguntarnos “¿Por qué no consideramos humanas a tales
criaturas, si lo parecen?”, estamos aprendiendo algo acerca de nosotros mismos.
Considérese, por ejemplo, las viejas historias que se contaban los griegos antiguos
sobre los dioses olímpicos –seres con aspecto humano, que tenían en gran parte los mismos
deseos y modos de actuar, pero que también eran inmortales y, en cierta manera, ilimitados.
Imaginar su modo de vida nos dice algo acerca del papel de ciertos límites naturales al
hacernos los seres que somos. Considérense, por lo tanto, los cíclopes de la Odisea

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homérica, seres que tienen forma humana, pero viven aislados unos de otros y carecen de
toda sensibilidad hacia las necesidades de los demás, de todo sentido de comunidad o
afiliación. Una vez más, aprendemos algo acerca de la comprensión de nosotros mismos
cuando nos damos cuenta de que nuestras historias tratan a tales monstruos como a
monstruos no humanos. El alto grado de convergencia que se da en todas las culturas para
tales reconocimientos y negativas de reconocimiento proporcionan razones para el
optimismo: si procedemos de esta manera, usando nuestra investigación, tendremos al final
una teoría que no es una mera proyección de nuestras propias costumbres, sino que es
plenamente internacional, y una base para una sintonía transcultural.
La lista de rasgos que obtengamos al reflexionar de este modo es, y debe ser,
abierta. Pues queremos admitir la posibilidad de que aprendamos de nuestros encuentros
con otras sociedades humanas a reconocer cosas acerca de nosotros mismos que no
habíamos visto antes, o incluso para cambiar ciertos modos, acordándole mayor
importancia alago que antes considerábamos más periférico. La lista es una aproximación
intuitiva, cuyo propósito no es cortar con la discusión, sino dirigir la atención hacia ciertos
rasgos de importancia. Además, la lista es heterogénea, ya que contiene a la vez límites
contra los que nos chocamos y capacidades a las que aspiramos. Esto no es sorprendente,
puesto que partimos de la idea de una criatura a la vez capaz y menesterosa. Volveremos
sobre este punto, mostrando cómo afecta al uso político de la lista.
Aquí va, entonces, en una primera aproximación, una historia de los que parece ser
parte de cualquier vida que consideramos una vida humana:

Nivel 1 de la concepción vaga y gruesa: la figura de la forma de humana de la


vida.
Mortalidad. Todos los seres humanos se enfrentan a la muerte y, a partir de una
cierta edad, son conscientes de ellos. Este hecho configura más o menos cualquier otro
elemento de la vida humana. Además, todos los seres humanos sienten rechazo hacia la
muerte. Aunque, en muchas circunstancias, la muerte de un ser quiero, o la perspectiva de
la propia muerte, es ocasión para el dolor y el temor. Si nos encontrásemos en un ser
inmortal y antropomórfico, o con un ser mortal que no mostrase aversión hacia la muerte ni

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tendencia a evitarla, juzgaríamos en ambos casos, que tal forma de vida es tan diferente de
la nuestra que tal ser no podría ser conocido como humana.

El cuerpo humano. Pasamos toda nuestra vida dentro de cuerpos de cierto tipo,
cuyas posibilidades y vulnerabilidades no perteneces, como tales, a una sociedad humana
más que a otra. Estos cuerpos, mucho más similares que disímiles (dada la enorme gama de
posibilidades), son nuestro hogar, por así decirlo: nos abre ciertas opciones y nos deniegan
otras, nos dan ciertas necesidades y también ciertas posibilidades de virtud. El hecho de que
cualquier ser humano dado podría haber vivido en cualquier sitio y podría haber
pertenecido a cualquier cultura es una gran parte de lo que fundamenta nuestro
reconocimiento mutuo; este es el hecho, a la inversa, tiene mucho que ver con la
humanidad general de nuestro cuerpo, su diferencia con respecto a otros cuerpos. Desde
luego, la experiencia del cuerpo está configurada culturalmente, pero el cuerpo mismo,
invariante cultural en sus necesidades nutricionales y otras relacionadas, le pone límites a lo
que puede ser experimentado, asegurando así un alto grado de coincidencia.
Hay una gran discusión, ciertamente, sobre cuánta experiencia humana se halla
arraigada en el cuerpo. Aquí la religión y la metafísica entran en escena de una manera nada
trivial. Por lo tanto, manteniéndome fiel al carácter no metafísico de la lista, incluiré en este
punto sólo aquellos rasgos que incluso los dualistas más recalcitrantes podrían incluir
dentro de lo corporal. Los rasgos más controvertidos, como el pensamiento, la percepción y
las emociones, los discutiré por separado, sin adoptar ninguna postura en la cuestión del
dualismo.

1. Hambre y sed. La necesidad de comida y bebida. Todos los seres humanos


necesitan comer y beber para vivir. Todos tienen requerimientos nutricionales comparables,
aunque varíen. Además, todos los seres humanos tienen apetitos que son indicios de
necesidad. En cierta medida, la experiencia del apetito está configurada culturalmente, pero
no nos sorprende descubrir muchas similitudes y coincidencias. Además, los seres humanos
en general no desean tener hambre o sed (aunque, por su puesto, siempre pueden decidir
ayunar, por una razón y otra). Si descubriéramos a alguien que no tuviera nunca ni hambre

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ni sed, o que teniéndolas, no se preocupase realmente de comer y beber, juzgaríamos que
esa criatura está (en palabras de Aristóteles) “muy lejos de ser un ser humano”.

2. La necesidad de alojamiento. Un tema recurrente en todos los mitos sobre la


humanidad es la desnudez del ser humano, su relativa susceptibilidad al calor, al frío, y las
inclemencias de los elementos. Las historias exploran la diferencia entre nuestras
necesidades y las de aquellas criaturas protegidas por pelos o escamas nos recuerdan hasta
qué punto nuestra vida está constituida por la necesidad de encontrar un refugio frente al
frío, el abrasante calor del sol, la lluvia, el viento, la nieva y las heladas.

3. Apetito sexual. Aunque menos urgente que la necesidad que uno siente de
alimento, bebida y cobijo (en el sentido que puede vivir sin su satisfacción), y las
necesidades y deseos sexuales son los rasgos propios más o menos de toda vida humana.
Es, y lo ha sido siempre, una base importantísima para reconocer a los otros como
diferentes de nosotros mismos en cuanto seres humanos.

4. Movilidad. Como dice la vieja definición, el ser humano es un bípedo implume –


esto es, una criatura cuya forma de vida está constituida en parte por la habilidad de
desplazarse de un lugar a otro de un cierto modo característico, no sólo con la ayuda de
herramientas que hayamos construido, sino con nuestro propio cuerpo. A los seres humanos
les gusta moverse de un lado para otro, y no les gusta verse privados de movilidad. Un ser
antropomórfico que, teniendo esta capacidad, prefiriera no moverse nunca, desde el
nacimiento hasta la muerte, difícilmente sería considerado como humano.

Capacidad de placer y dolor. Las experiencias de dolor y placer son comunes a toda
vida humana (aunque, una vez más, tanto su expresión como, hasta cierto punto, la
experiencia misma pueden estar culturalmente configuradas). Además, en cualquier ser
humano, el rechazo al dolor como un mal fundamental es algo primitivo, y por lo que
parece, no aprendido. Una sociedad en la que todos sus miembros carecieran de este
rechazo sería seguramente juzgada más allá de los límites de lo humano.

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Facultad cognitiva: percepción, imaginación y pensamiento. Todos los seres
humanos tienen el sentido de la percepción, la capacidad de imaginar, de pensar, de hacer
distinciones y “llegar a comprender”, y estas habilidades se consideran de importancia
fundamental. Queda abierta la cuestión de qué clases de accidentes o impedimentos a los
individuos en estas áreas será suficiente para juzgar que la vida en cuestión ya no es
realmente humana. Pero es razonable decir que si imaginamos una tribu cuyos miembros
carecen por completo de sentido de la percepción o de la capacidad de razonar y pensar, no
se tratará de una tribu de seres humanos, independientemente del aspecto que tengan.

Desarrollo infantil temprano. Todos los seres humanos empiezas a ser bebés
hambrientos, conscientes de su desamparo, experimentando cómo alteran la cercanía y la
distancia a aquél, o aquellos, de quienes dependen. Esta estructura común a toda vida
temprana –que está configurada claramente de modos muy diferentes por diferentes
convenciones sociales – da lugar a una gran cantidad de experiencias coincidentes que son
centrales en la formación de deseos y emociones complejas como el dolor, el amor y el
miedo. A cambio, esto es una fuente principal de nuestra habilidad para reconocernos en las
experiencias emocionales de aquellos cuyas vidas, en otros respectos, son muy diferentes
de las nuestras. Si encontráramos una tribu de seres aparentemente humanos y
descubriéramos luego que nunca han sido bebés y que, en consecuencia, nunca han tenido
tales experiencias de dependencia extrema, de necesidad y afecto, tendríamos que concluir,
creo, que su forma de vida es lo bastante diferente de la nuestra como para no ser
considerados parte de la misma especie.

Razón práctica. Todos los seres humanos participan (o lo intentan) en planificar y


dirigir sus propias vidas, haciendo y respondiendo preguntas acerca de lo que es bueno y
cómo debería uno vivir. Además desean realizar sus ideas en sus vidas, ser capaces de
elegir y evaluar y funcionar de acuerdo con ellas. Esta capacidad general tiene muchas
formas concretas y está relacionada, por vías muy complejas, con otras capacidades,

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emocionales, imaginativas e intelectuales. Pero, probablemente, un ser que careciera de
ellas por completo no sería considerado planamente humano en ninguna sociedad.

Sociabilidad con otros seres humanos. Todos los seres humanos reconocen y sienten
algún sentimiento de sociabilidad y preocupación por otros seres humanos. Además,
valoramos la forma de vida que esté constituida por estos reconocimientos y afiliaciones.
Vivimos para y con otros, y consideramos una vida que no sea vivida en sociabilidad con
otros como no digan de vivirse. (La verdad es que aquí me gustaría, junto con Aristóteles, ir
algo más lejos. Nos definimos en términos de, al menos, dos tipos de afiliación: relaciones
íntimas de familia y/o personales, y relaciones sociales o cívicas).

Relación con otras especies y con la naturaleza. Los seres humanos reconocen que
no son los únicos seres vivos en el mundo, que son animales viviendo junto a otros
animales y juntos a plantas en un universo que, como un orden complejo interconectado, a
la vez los limita y los sostiene. Dependemos de ese orden de infinitos modos, y sentimos
también que le debemos a ese orden un respeto y una preocupación, por mucho que
diverjamos en lo que exactamente le debemos, y a quién, y sobre qué base. Una vez más,
una criatura que tratara a los animales como si fueran piedras y a la que no se pudiera
convencer de la diferencia sería, probablemente, considerada como extraña a lo humano.
Como también lo sería una criatura que no respondiera de ningún modo a la belleza y
maravilla de la naturaleza.

Humor y sentido lúdico. Allí donde haya una vida humana, ésta deja espacio para el
recreo y la risa. Las formas que toma el juego varían enormemente; sin embargo, a través
de las barreras culturales, reconocemos a otros seres humanos como animales que ríen. La
risa y el juego están con frecuencia entre los modos más profundos, y también los primeros,
en que nos reconocemos mutuamente. La incapacidad para jugar y reír se considera,
correctamente, un signo de trastorno profundo en un chico; y si resulta permanente,
tendremos dudas de que el chico sea capaz de llevar una vida plenamente humana. Una

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sociedad que careciera por completo de esta capacidad nos parecería a la vez extrañísima y
espantosa.

Separación. Por mucho que vivamos con y para otros, cada uno de nosotros es sólo
“uno”, que camina por una senda individual a través del mundo desde el nacimiento hasta
la muerte. Cada persona siente únicamente su dolor, y no el de otro. Cada persona muere
sin que ellos entrañen de modo lógico la muerte de nadie más. Cuando una persona camina
por el espacio, ninguna otra le sigo de modo automático. Cuando contamos el número de
seres humanos que hay en una habitación, no tenemos dificultades en adivinar dónde
empieza uno y dónde termina otro. Es necesario afirmar estos hechos tan obvios porque
podía haber sido de otro modo. Debemos tenerlos en cuenta cuando oímos hablar de la
ausencia de individualismo en ciertas sociedades. Incluso las formas más intensas de
interacción humana, por ejemplo, la experiencia sexual, son formas de sensibilidad
individual, no de fusión. Si se hace de la fusión una meta, el resultado irá acompañado de
un amargo desengaño.
A causa de esta separación, cada vida humana tiene, por decirlo así, su propio
contexto peculiar y su entorno –objetos, lugares, una historia, amistades particulares,
localizaciones, lazos sexuales- que no son exactamente los mismos que los de nadie más, y
en relación a los cuales la persona se identifica a sí misma en cierta medida. Aunque las
sociedades varían mucho en el grado y tipo de separación fuerte que permiten y nutren, no
se conoce aún ninguna vida a la que (como Platón hubiera deseado) le falten el uso de las
palabras “mío” y “no mío” en un sentido personal y compartido. Lo que uso, toco, amo o
siento, lo toco, uso amo y siento desde mi propia existencia individual. Y, globalmente, los
seres humanos se reconocen unos a otros como seres que desean tener al menos alguna
individualidad separada del contexto, un pequeño espacio por el que moverse, ciertos
elementos amar o usar.
Como ya he dicho, la liste se compone de dos tipos de elementos: límites y
capacidad. En lo que toca a las capacidades, llamarlas parte del carácter humano es hacer
un tipo muy básico de evaluación. Es decir que una vida sin este elemento sería demasiado
insuficiente, estaría demasiado pauperizada para ser una vida humana. Obviamente,

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entonces, no sería una buena vida humana. Así, la lista de las capacidades es el piso bajo, la
concepción mínima del bien. En cuanto a los límites. Las cosas son más complicadas. Pues
hemos dicho que la vida humana, en su forma general, consiste en una lucha contra estos
límites. Los seres humanos no desean pasar hambre, sentir dolor, morir. (La separación es
muy compleja –es a la vez un límite y una capacidad). Sin embargo, no podemos suponer
que la conclusión evaluativa correcta a extraer es que debemos intentar, con todas nuestras
fuerzas, liberarnos del límite. Es característico de la vida humana que prefiera tener hambre
de modo recurrente y comer a una vida sin hambre ni comida, que prefiera el apetito sexual
y su satisfacción a una vida sin deseos ni satisfacción. Incluso en lo que se refiere a la
muerte, el deseo de inmortalidad, que todos los seres humanos parecen tener, es un deseo
peculiar. Pues no está claro que el deseo de perder completamente la propia finitud sea un
deseo que alguien pueda desear coherentemente para sí mismo o para alguien a quien ame.
Parece que ello sería el deseo de una transición a un modo de vida tan diferente, con fines y
valores tan distintos, que no está claro que pudiera reservarse la identidad del individuo.
Con lo que la valoración final tiene que expresarse con mucha más precaución, como es
claro, en lo que se refiere a lo que sería un modo humanamente bueno de hacerse frente a la
limitación.
Las cosas se ponen ahora complicadas, una vez que queremos describir dos
umbrales diferentes: un umbral de capacidad para funciona, por debajo del cual una vida
sería tan pobre que no podría llamarse humana, y un umbral algo más elevado, por debajo
del cual tales funciones características se hallan disponibles de un modo tan reducido que,
aunque podríamos juzgar humana una forma de vida, no pensaríamos que es una buena
vida humana. El último umbral será el que finalmente más os preocupe cuando nos
dirijamos a la política pública, pues no queremos que las sociedades se hagan a sus
ciudadanos capaces sólo del mínimo. En muchas áreas, estos dos umbrales son claramente
diferentes, y requieren distintos niveles de recursos y capacidades. Sin embargo, aquí hay
que ser precavidos. Pues, en muchos casos, el movimiento desde la vida humana a la buena
vida humana debe ser provisto por el propio poder de elección y autodeterminación de los
ciudadanos, de tal modo que, una vez que la sociedad se ha puesto por encima del primer
umbral, ascender al segundo es algo que depende más o menos de ella. Es especialmente

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probable que esto sea así, creo, que en áreas tales como la sociabilidad y el razonamiento
práctica, donde lo que queremos de la sociedad y de las asociaciones dentro de ella, tales
como la familia, es que el infante se desarrolle de tal modo que supere el primer umbral.
Por otro lado, es claro que, en lo que se refiere a la salud corporal y la nutrición, por
ejemplo, hay una diferencia considerable entre los dos umbrales, una diferencia que viene
dada por recursos que los individuos no controlan plenamente. Claramente, hay aquí un
continuo, y siempre será difícil decir dónde hay que situar el umbral superior,
particularmente.
Paso, entonces, como el nivel siguiente de concepción del ser humano, a especificar
algunas capacidades funcionales básicas a las que las sociedades deberían aspirar por el
bien de sus ciudadanos (de acuerdo con la idea política que investigo más detalladamente
en la siguiente sección). En otras palabras, lo que sigue va a ser una explicación del
segundo umbral –aun –que en algunas áreas, me parece, coincide con el primero. De hecho,
introduciré la lista a modo de capacidades relacionadas más que funcionamientos reales,
puesto que voy argüir que la capacidad de funcionar debería ser la meta de la legislación y
la planificación públicas.

Nivel 2 de la concepción gruesa y vaga: capacidades funcionales humanas


básicas.
1. Poder vivir hasta el final de una vida completa, tanto como sea posible; sin morir
prematuramente, o antes de que la vida de uno haya quedado tan reducida que no merezca
la pena ser vivida.
2. Poder tener una buena salud; estar suficientemente alimentado; tener alojamiento
suficiente; tener oportunidades de satisfacción sexual; poder desplazarse de un lugar a otro.
3. Poder evitar el dolor necesario y perjudicial, así como tener experiencias
placenteras.
4. Poder usar los cinco sentidos, imaginar, pensar y razonar.
5. Poder ligarse a personas y cosas fuera de nosotros mismos; amar a quienes nos
aman y se preocupan por nosotros, sentir pena por ausencia; en general, amar padecer,
sentir anhelos y gratitud.

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6. Poder formarse una concepción del bien y comprometerse en una reflexión crítica
acerca de la planificación de la propia vida.
7. Poder vivir y con para otros, reconocer y mostrar preocupación por otros seres
humanos, comprometerse en varias formas de interacción familiar y social.
8. Poder vivir preocupado por los animales, plantas, y el mundo de la naturaleza, y
en relación con ellos.
9. Poder reír, jugar, disfrutar de actividades recreativas.
10. Poder vivir la propia vida y la de nadie más; poder vivir la propia vida en el
propio entorno y contexto.

El esencialismo aristotélico reivindica que una vida que carece de alguno de estos
puntos es una vida deficiente en humanidad, independientemente de todas las otras cosas
que tenga. De modo que sería razonable considerar estas cosas como un asunto por el que
preocuparse cuando una se pregunta cómo puede una política pública fomentar el bien de
los seres humanos. Se ha hecho expresamente una lista de componentes separados. No
podemos satisfacer la necesidad de uno de ellos proporcionando una mayor cantidad de
otro. Todos ellos son de importancia fundamental, y todos se distinguen cualitativamente.
Ellos limita las compensaciones que será razonable hacer, y con ello, la aplicabilidad de
análisis cuantitativos de costes y beneficios. Al mismo tiempo, los elementos de esta lista se
relacionan entre sí de modos muy complejos. Por ejemplo, la característica de nuestro
modo de alimentación, a diferencia del de las esponjas, es que tenemos que movernos de
acá para allá. Y hacemos todo lo que hacemos como seres separados, recorriendo sendas
diferentes a través del espacio y el tiempo.
Entre todas las capacidades, hay dos –la razón práctica y la sociabilidad –que juegan
un especial papel arquitectónico son las que mantienen unido el conjunto y lo hacen
humano. Todos los animales se alimentan, usan sus sentidos, se mueven, etc., lo que, para
nosotros, es distintivo, y distintivamente evaluable del modo humano de hacer todo esto, es
que todas y cada una de esas funciones son planeadas y organizadas, antes de nada, por la
razón práctica; y, en segundo lugar, todo es hecho por otros y a otros. La nutrición humana
no es como la animal, ni la sexualidad humana es como la sexualidad animal, porque los

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seres humanos pueden decidir, en virtud de su propia razón práctica, si regulan su
alimentación y su actividad sexual; también, porque no lo hacen como solitarios cíclopes
(que se comían cualquier cosa, incluso a sus propios huéspedes), sino como seres ligados a
otros seres humanos por lazos de mutua atención y cuidado.

Respuesta a las objeciones.


Tengo ahora que intentar mostrar en qué modo la teoría vaga y gruesa del bien
puede responder a las objeciones más comunes contra el esencialismo. Lo primero de todo,
debería estar claro a estas alturas que la lista no se deriva de ninguna concepción metafísica
extrahistórica, ni descansa sobre la verdad de cualquier forma de realismo metafísico.
Como ya he dicho, la intuición que la guía es que reconocemos como humanos a gente que
no comparte nuestras ideas metafísicas y religiosas; aspira a llegar a la raíz de tales
reconocimientos. Y lo hace llevando a cabo una investigación que francamente es a la vez
evaluativa e interna a la historia humana. Además, la concepción ni siquiera demanda un
acuerdo real universal entre los seres humanos como el fin de que juegue el papel moral y
político que nosotros esperamos que juegue. He intentado llegar a una lista que pueda
reclamar un consenso muy amplio, y que sea plenamente internacional. Su muy cercano
parecido con otras listas similares elaboradas independientemente el lugares del mundo tan
divergentes como Finlandia y Sri Lanka, permite algunas razones para el optimismo acerca
del consenso. Por otro lado, tampoco se precisa una unanimidad; pues las personas que no
estén dispuestas a comprometerse en el estudio transcultural y en la evaluación de sondeo
que subyace a lista, podría negarse por varias razones. Incluso aquellos que se
comprometan en la investigación pueden tener diferencias de opinión entre ellos. Con
respecto a algunas componentes de la lista, el mismo acto de iniciar un desacuerdo parece
ser un reconocimiento de la importancia del componente: esto parece ser cierto, por
ejemplo, para el razonamiento práctico y la sociabilidad. Pero con respecto a toros, habrá
lugar para un continuo debate y reformulación. El objetivo es, simplemente, lograr un
consenso que funciones lo bastante como para que podamos usar una lista a modo de una
base para la clase de reflexión política que describo en la sección siguiente. (Será útil
comprar en este punto la idea de John Rawls de un “consenso por solapamiento” que se

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político y no metafísico). De modo que las objeciones al esencialismo que suponen su
dependencia del realismo parecen fallar en este caso particular.
En cuanto a las objeciones al esencialismo “internalista” cada una de ellas es, y
debería seguir siéndolo, una de las preocupaciones centras del esencialismo aristotélico.
Pues la lista podrá reclamar la clase de consenso clásico que ella desea sólo si puede
afrontar con éxito estas objeciones.
En lo que se refiera al descuidado de la diferencia histórica y la cultural, el
aristotelismo comenzará por insistir en que la concepción vaga y gruesa es vaga
precisamente por esta razón.
La lista pretende haber identificado, de un modo muy general, componentes que son
fundamentales para cualquier vida humana. Pero ello permite, por su diseño mismo, la
posibilidad de múltiples especificaciones en cada uno de los componentes. Ocurre así de
varios modos diferentes. Primero, las circunstancias que constituyen la vida humana, a la
vez que son ampliamente compartidas, e realizan ellas mismas de formas diferentes en
sociedades diferentes. El miedo a la muerte, el gusto por el juego, las relaciones de amistad
y sociabilidad con los otros, incluso la experiencia de los apetitos corporales –nunca se han
dado en la forma tan general y vaga con la que han sido introducidos aquí, sino siempre en
alguna realización cultural específica e históricamente muy rica, que puede configurar
profundamente no sólo las concepciones que los ciudadanos tengan en estas áreas, sino sus
experiencias mismas. No obstante todo esto, en tales áreas comunes a toda la humanidad
tenemos el grado de coincidencia suficiente como para mantener una conversación
concentrándonos en problemas y perspectivas comunes. A veces, la conversación común
nos permitirá criticar algunas concepciones de las experiencias fundamentales mismas, por
no poder compaginarse con toras cosas que los seres humanos quieren hacer y ser.
Cuando elegimos una concepción del buen funcionamiento respecto a las
circunstancias, podemos esperar que un grado todavía mayor de pluralidad se haga
evidente. Aquí, el esencialismo aristotélico quiere mantener la pluralidad en dos modos
significativamente diferentes: lo que podríamos llamar el modo de la especificación plural,
y el modo de la especificación local.

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La especificación plural significa lo mismo que su nombre implica. La planificación
política, en tanto que usa una concepción determinada del bien en un nivel muy alto de
generalidad, ha de dejar una paleta muy amplia para que los ciudadanos y ciudadanas
especifiquen cada uno de los componentes más concretamente y con mucha variedad, de
acuerdo con las tradiciones locales y los gustos individuales.
En cuanto a las especificaciones locales, el razonamiento práctico aristotélico se
hace siempre, si se hace bien, con una rica sensibilidad hacia el contexto concreto, los
caracteres de los agentes y su situación social. Ello significa que, además del pluralismo
que acabo de describir, este esencialismo necesita considerar un tipo diferente de
especificación plural del bien. Pues, a veces, lo que es un buen modo de fomentar la
educación en una parte del mundo será completamente ineficaz a otra. Las formas de
sociabilidad que florecen en una comunidad pueden resultar imposibles de mantener en
otra. En tales casos, el aristotelismo debe tener como objetivo alguna especificación
concreta de la lista general que se adapte a las condiciones locales y las desarrolle. Lo cual
se hará siempre del modo más razonable, en un diálogo participativo con aquellos que estén
más profundamente inmersos en tales condiciones. Pues aunque el aristotelismo no dude en
criticar la tradición allí donde la tradición perpetre la injusticia y la opresión, no cree que se
pueda decir nada sin tener una información rica y completa, recopilada, no tanto a partir de
un estudio por separado como de las voces de aquellos que viven los modos de vida en
cuestión. Más adelante, cuando describa los esfuerzos que se han hecho en aumentar la
alfabetización femenina en las zonas rurales de Bangladesh, daré un ejemplo concreto de
este tipo de diálogo participativo, y extraeré algunas conclusiones más acerca de este
problema.
Los liberales acusan al aristotelismo de descuidar la autonomía, arguyendo que
cualquier concepción de este tipo les quita a los ciudadanos la posibilidad de tomar sus
propias decisiones acerca de la vida buena. Es este un tema complicado, en el que pueden
acentuarse cuatro puntos. En primer lugar, es una lista de capacidades, no de funciones
reales, precisamente porque la concepción está diseñada de modo que queda espacio para la
elección. El gobierno no se dirige a empujar a los ciudadanos a actuar según ciertas formas
acordes con unos valores; en lugar de ello, se dirige a asegurar que todos los seres humanos

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tengan los recursos y las condiciones necesarias para actuar según esas formas. Deja la
elección en manos de ellos. Una persona que tenga toda la comida que quiera podrá
siempre decidir ayunar, una persona que tenga acceso a una educación universitaria
subvencionada siempre podrá decidir hacer otra cosa. Al hacer que las oportunidades estén
efectivamente disponibles, el gobierno estimula la elección, no la elimina. En segundo
lugar, este respeto por la elección se halla profundamente instalado en la lista misma, por el
papel arquitectónico que le otorga al razonamiento práctico. Una delas capacidades más
centrales promovidas por esta concepción será la capacidad de elegir por sí mismo,
convertida en uno de los elementos fundamentales de la esencia humana. En tercer lugar,
debe hacerse notar que la principal visión liberal en esta área, la visión liberal de John
Rawls, el esencialismo de nuestro tipo interno de justamente en esta área. Rawls insiste en
que las satisfacciones que nos resulten de que las propias decisiones aumenten demasiado
no tienen ningún valor moral, y concibe los “dos poderes morales” (análogos a nuestro
razonamiento práctico) y la sociabilidad construidos dentro de la definición de las partes en
la posición original, y de este modo, como restricciones necesarias a cualquier resultado
que pudiera seleccionar. De este modo, la visión liberal y la visión aristotélica convergen
más de lo que uno pudiera inicialmente suponer. Finalmente, la visión aristotélica insisten
que la elección no es pura espontaneidad, floreciendo independientemente de las
condiciones materias y sociales. Si a alguien le importa la autonomía, tiene que importarle
entonces el resto de las formas de vida que la sostienen y las condiciones materiales que le
capaciten para llevar esa forma de vida. Así, la visión aristotélica reclama que su propio
interés global en el florecimiento en todas las áreas de la vida es un modo mejor de
promover la elección que el interés de la visión liberal, más estrecho, por la espontaneidad
únicamente, el cual, a veces, tolera situaciones en las que a los individuos se les niega, por
otra vías, el uso plenamente humano de sus facultades.
Desde luego, puede ser que la concepción aristotélica se aplica de manera sesgada
por prejuicios. Es posible decir todas las cosas correctas sobre la humanidad y negar luego
que las mujeres, o los negros, o las minorías entren dentro de ese concepto. ¿Cómo debería
la visión esencialista tratar este problema? En primer lugar, debe enfatizarse que el hecho
de que una concepción pueda ser negada por razones de prejuicio o falta de amor no socava

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la concepción misma, sino a la persona que la niega. Uno podría, mirando a la minoría a la
que odia, hablar de ella como de escarabajos y hormigas, y podría llevar su negativa a
considerarlos humanos hasta las esferas de la ley y la acción pública. ¿Socava estos nuestra
idea de que una concepción del ser humano es una buena base para la obligación moral?
Me parece que no lo hace. Tale casos revelan, por el contrario, el gran poderío de la
concepción de lo humano. Reconocer a esta persona como miembro de la misma especie
habría producido un sentido de afiliación y responsabilidad; por eso es por lo que la
estratagema de autoengaño consiste en separar al otro de la propia especie parecía tan
urgente y seductora. Y la estratagema de denegar la humanidad a seres con los que uno
convive en conversación y en algunas formas de interacción humana es un tipo muy frágil
de táctica de autoengaño, vulnerable a una reflexión constante y consistente, así como a
experiencias que revelen las racionalizaciones autoengañosas.
Raul Hilberg, por ejemplo, ha reunido una cantidad impresionante de pruebas
relativas a la psicología de tales denegaciones. Arguye que cada vez que se daban
circunstancias que permitían a los funcionarios nazis, cuyas acciones dependían de denegar
el carácter humano a los judíos, poner entre paréntesis esta denegación en un caso
particular, lo que resultaba era una “ruptura” emocional en la que la acción era sin duda
transformadora, al menos por cierto tiempo. ¿De qué ocasiones se trataba? Sobre todo, de
las veces en que se hacían imposible evitar el hecho de que uno estaba interactuando con un
prisionero judío de un modo humano: ocasiones de conversación personal o de conexión
emocional que escapaban a los mecanismos protectores y vigilantes de la denegación. Así,
alguien podría decir, creo, que concentrarse en la importancia de las funciones humanas
compartidas hace más difícil que tengan lugar las aplicaciones de la concepción lastradas
por prejuicios: si tenemos claro qué es lo que estamos buscando cuando decimos de alguien
que es un ser humano, difícilmente evitaremos tomar cuenta de la medida en la cual
reconocemos tales funciones, implícitamente, al tratar con los otros.
Es posible renunciar a cualquier concepción moral, ya sea por ambición, por odio
por vergüenza. Pero la concepción de ser humano parece mucho más difícil de negar que
cualquier otra de las concepciones que hemos propuesto en la bese de la obligación ética. A
veces, por ejemplo, se ha preferido la noción de “persona” a la noción de ser humano como

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base de la ética fundándose en que es claramente una concepción normativa, cuya conexión
con ciertos tipos de obligación ética es especialmente evidente. He argüido que la
concepción de ser humano es por sí misma, en cierto modo, una concepción normativa, en
tanto que implica seleccionar algunas funciones como más básicas que otras. Y no hay que
darle vueltas al hecho de que la aplicación correcta del concepto implicará responder a
cuestiones evaluativas que a veces será difícil responder: pues una criatura entra dentro de
un concepto solamente si posee alguna capacidad básica, quizá totalmente sin desarrollar,
para realizar las funciones en cuestión. A veces, será muy difícil decir si un paciente con
demencia senil, o un niño extremadamente deficiente, tiene las capacidades básicas
suficientes como para entrar dentro del concepto. Por otro lado, tenemos mucha menos
flexibilidad para aplicar el concepto que en el caso de “persona”, que ha sido aplicada y
negada en la historia de modo harto caprichoso, más o menos, según el legislador decida
favores a un grupo u a otro. En Virginia, en los años 90 del siglo XIX, una mujer a quien se
le había negado el derecho a ejercer como abogado apeló a la corte suprema de los EE.UU.,
aduciendo una ley que contenía la palabra persona. La corte rechazó la apelación,
concluyendo que era asunto del estado “determinar si la palabra persona se restringe a los
varones”. En Massachusetts, en 1932, se declaró que las mujeres no podían ser elegidas
para formar parte del jurado, aunque la ley afirmaba que era elegible “toda persona con
derecho al voto”. La corte suprema del estado escribió que “de la omisión de la palabra
varón no se puede deducir ninguna intención de incluir a las mujeres”. Es perfectamente
claro que si las leyes se hubieran expresado con “ser humano”, habría sido mucho más
difícil escabullirse de esta manera. Utilizando “persona”, la defensora de la igualdad se
apoya en un fundamento mucho más endeble, fundamento que su oponente puede retirarle
en cualquier momento. Utilizando “ser humano”, en cambio, siempre puede decirle a su
oponente: “mira estos seres: no puedes dejar de admitir que usan sus sentidos, piensan
sobre el futuro, participan en conversaciones éticas, tienen necesidad y vulnerabilidades
similares a las tuyas. Si admites esto, tendrás que admitir que son humanos. Si admites que
son humanos, tendrás que admitir que tienen unas necesidades que satisfacer que suponen
un imperativo moral para cualquiera que vaya a denegarlas”. Como ya he dicho, siempre es
posible denegar tal apelación, incluso en la cara de la mujer con la que uno convive y tiene

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hijos. Por otro lado, es imposible hacerlo si se realiza una reflexión exhaustiva, honesta y
consistente, es decir, al final de un proceso deliberativo plenamente humano.
Hasta aquí, me he concentrado en las capacidades humanas (desarrolladas) al nivel
más alto, que hace que una vida sea una buena vida humana; pero me he explayado sobre la
base empírica de la aplicación del concepto de “ser humano” a una criatura que tenemos
delante. Por supuesto, esta base no puede ser la presencia de las capacidades de nivel
superior de mi lista, ya que uno de los principales motivos de ella es permitirnos decir de
algún ser que tengamos delante que podría muy bien llegar a tener estas capacidades de
nivel superior, pero no las tiene ahora. Es esta distancia entre la humanidad básica
(potencial) y su realización lo que plantea una pretensión a la sociedad y al gobierno. ¿Cuál
ha de ser, entonces, la base para una determinación de que este ser es un ser humano, uno
de esos seres cuyo funcionamiento nos concierne? Reivindico que es la presencia de una
capacidad de bajo nivel (no desarrollada) para realizar las funciones en cuestión, tales que,
si se da el apoyo adecuado y la educación, ese ser será capaz de elegir estas funciones.
Hay, por supuesto, un enorme potencial para el abuso al determinar quién tiene las
capacidades básicas. La historia de los test de inteligencia es sólo un capítulo de una
ignominiosa saga de exámenes de capacidad llenos de prejuicios que se remonta, cuando
menos, hasta le Nobel Mentira de la República de Platón. Creo, por lo tanto, que
deberíamos proceder como si toda la descendencia de dos padres humanos tuviera las
capacidades básicas, menos que, y en tanto que la de una larga experiencia con el individuo
nos haya mostrado que el daño que padece el individuo es tan grande que nunca, de
ninguna manera, por mayores que sean los recursos empleados, podrá alcanzar el nivel de
capacidad superior. (Entrarían dentro de esta categoría algunos pacientes con demencia
senil o una condición vegetativa permanente, así como algunos niños con lesiones
absolutamente serias. Sería ya una discusión moral de otro tipo decidir qué tratamiento
debemos darle a tales individuos, incapaces de alcanzar nunca las capacidades superiores
para funcionar humanamente. Ciertamente, no se sigue de ellos que tengamos licencia para
tratar al individuo de un modo cruel; simplemente, no podríamos asistir a hacerles
plenamente capaces de algunas de las funciones de nuestra lista).

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En lo que se refiere a los individuos que pueden sacar provecho de la educación, el
cuidado y los recursos –y quiero enfatizar que, en la práctica, debe considerarse que se
incluye como tal a todos los individuos, con las muy raras excepciones que acabo de
mencionar-, la visión aristotélica observa que estas capacidades humanas básicas plantean a
la sociedad una reclamación que deber ser desarrollada. Los seres humanos son unas
criaturas tales que, si se les provee el apoyo educativo y material adecuado, pueden llegar a
ser capaces de las más importantes funciones humanas. Cuando sus capacidades básicas
quedan privadas del alimento nutricional que las transformaría en las capacidades de nivel
superior que figuran en la lista, quedan estériles, mutilados, una simple sombre de sí
mismas. Son como actores que nunca llegan a subir a un escenario, o como una partitura
musical que nunca ha sido interpretada. La mera existencia de estas capacidades básicas
hace referencia al funcionamiento; así, si el funcionamiento nunca llega a salir a escena, no
son apenas ni siquiera lo que son. La intuición básica que subyace a las recomendaciones
que la visión aristotélica haría en lo que se refiere a la acción pública es ésta: algunas
facultades humanas básicas y centrales tienen una pretensión de ser desarrolladas, y la
plantearán a los otros –especialmente, tal como sostenía Aristóteles, al gobierno.

Nuestra necesidad de esencialismo en políticas públicas.


He dicho que necesitamos urgentemente una versión del esencialismo en la vida
pública. Al rechazarla estamos rechazando una guía que es crucial si hemos de construir
una explicación suficiente del a justicia distributiva para guiar la política pública en muchas
áreas. Ha llegado el momento de substanciar estas reclamaciones. Me concentraré en el
área con la que empecé: la evaluación de “la calidad de vida” de los países en desarrollo,
con una visión para formular las políticas, tanto dentro de cada país por separado como
entre un país y otro. La orientación general de mi argumentación debería estar ya clara: no
podemos decir qué tal le va a un país a menos que sepamos hasta qué punto la gente que
vive en él es capaz de funcionar en los modos humanos centrales. Y sin una explicación,
por vaga que sea, que dé cuenta del bien que consideramos que debe ser compartido¸
carecemos de una base adecuada para decir qué es lo que falta de las vidas de los pobres,

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los marginados o los excluidos, carecemos de un modo suficiente de justificar la pretensión
de que cualquier tradición profundamente arraigadas que encontremos es injusta.
Con frecuencia, los análisis de política pública de la calidad de vida en los países en
desarrollo utilizan unas medidas extremadamente toscas. Todavía resulta común encontrar
países clasificados según PNB per cápita, por más que esta medida no tenga nada que ver
con la distribución de los recursos, y permita ponerle buenas notas a un país en donde las
desigualdades son enromes. Este modo de enfocar las cosas, además, no considera todos los
otros bienes humanos que no tiene una correlación fiable con la presencia de recursos: la
mortalidad infantil, por ejemplo, o el acceso a la educación, o la calidad de las relaciones
entre razas y géneros, o la presencia o ausencia de libertades políticas. Este modo de
enfocar las cosas podría no despertar las iras de los antiesencialistas, dado que parece no
tomar postura en cuestiones de valor. Sin embargo, en primer lugar, sí que la toma, aunque
muy perversa, que supone que la presencia de más dinero y recursos es el único
determinante importante de la calidad de vida. Y en segundo lugar, en la medida en que no
toma postura respecto a otros componentes del bien humano, tales como la libertad, la
salud, la educación, no consigue ofrecer una guía útil para el científico social preocupado
por comprender cómo le va a los países, o para el político planificador preocupado por que
las cosas vayan mejor.
Un paso adelante en el nivel de sofisticación es un enfoque que mida la calidad de
vida en término de utilidad. Esto podría hacerse, por ejemplo, por medio de encuestas que
preguntasen a la gente si está satisfecha con su estado de salud actual o con su nivel de
educación actual. Este enfoque tiene al menos el mérito de concentrarse en la gente y
considerar recursos como valiosos en virtud de lo que hacen en la vida humana. Pero
concentrarse muy estrechamente en las expresiones subjetivas de satisfacción conlleva una
serie de problemas graves. Primeramente, los deseos y las satisfacciones son muy
maleables. Las personas ricas y mimadas se acostumbran a sus lujos fácilmente y
contemplan con dolor y frustración una vida en la que son tratadas igual que todo el mundo.
Los pobres y los infelices suelen ajustar a sus expectativas y aspiraciones el bajo nivel de
vida que han conocido; y así, el que dejen de expresar insatisfacción pueden ser muchas
veces signo de que tienen realmente todo lo suficiente. Esto es tanto más cierto cuando las

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privaciones en cuestión incluyen la privación de educación y otras informaciones sobre
modos de vida alternativos. Las circunstancias limitan la imaginación.
De este modo, si confiamos en la utilidad como nuestra medida de la calidad de
vida, obtendremos muy a menudo resultado que apoyan el statu quo y se oponen a un
cambio radical. Una encuesta entre viudas y viudos en la India mostró que los viudos tenían
montones de quejas sobre su estado de salud; las viudas, en cambio, consideraban que su
estada de salud era “bueno”. Por otro lado, un examen médico mostró que las viudas
padecían realmente, mucho más que los hombres, de enfermedades relacionadas con
carencias nutritivas. La clave era que se habían pasado toda la vida en la suposición de que
las mujeres comen menos, con lo que el debilitado estado de salud resultante era como una
segunda naturaleza para ellas. El estudio se repitió unos años más tarde, después de un
período de “concienciación” política. La utilidad de las mujeres había disminuido, en el
sentido de que expresaban mayor insatisfacción con su salud. (Su situación médica objetiva
había permanecido inalterada). Para la visión aristotélica, por otro lado, esto es progreso,
ya que sus deseos y expectativas sintonizan mucho más con la información acerca de lo que
podría ser una vida floreciente. Saben qué función es la que les falta. En la esfera educativa
se obtienen resultados similares –donde, una vez más, las encuestas entre mujeres indias
sobre su grado de satisfacción con su nivel educativo suelen producir resultados
afirmativos; tan profundas son las fuerzas culturales que militan contra cualquier cambio en
este ámbito, y tan poco es la información relativa a cómo la educación ha transformado, y
puede transformar, la vida de las mujeres.
Incluso si se eliminara este problema y el teórico de la utilidad fuese capaz de
operar con una sofisticada visión de preferencias corregidas, la visión aristotélica tendría
aun una serie de graves cuestiones por plantear acerca de la idea global de la utilidad como
una base de la política pública. Si se entiende la utilidad como una cosa aislada, tal y como
suele entenderse en un sentido vago, la teoría está entonces implícitamente comprometida
con la conmensurabilidad de los valores y la idea de que, para cualesquiera dos fines
distintos, siempre podemos imaginar transacciones en términos puramente cuantitativos. La
perspectiva aristotélica se opone profundamente a esta idea. La explicación que da ella de
las funciones humanas básicas muestra una rica pluralidad de elementos distintos, cuada

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uno de los cuales debe estar representado en una vida plenamente humana. No puede pagar
la ausencia de una función utilizando la moneda de otra.
Además, la pretensión usual del utilitarismo económica –que todo esto puede
moldearse ligando un valor monetario a los funcionamientos humanos relevantes –resulta
especialmente repugnante para la visión aristotélica. Ésta sostiene que le dinero solo es una
herramienta dentro del funcionamiento humano y tiene valor sólo en la medida en que
favorezca tales funcionamientos. Más no significa siempre mejor; y, en general, es la
cantidad correcta lo que permite le funcionamiento óptimo. Tratar las funciones mismas
como mercancías con un valor en metálico es tratarlas como algo sustituible, alienable de la
identidad a cambio de un precio; ello niega implícitamente lo que la visión aristotélica
afirma: que nos definimos a nosotros mismos en términos de tales funciones, y que no hay
una identidad sin ellas. Tratar las partes más profundas de nuestra identidad como
mercancías alienables supone violentar la concepción de sí mismo que tenemos realmente,
así como la textura del mundo de la práctica y la interacción humana revelada a través de
esta concepción. Como decía Marx, “si supones que el ser humano es realmente un humano
y que su relación con el mundo es una relación humana, entonces sólo podrás cambiar amor
por amor, confianza por confianza, etc.”.
Finalmente, el utilitarismo, descuidado como descuida la inalienabilidad de ciertos
elementos de la identidad, descuida también el relieve ética de los límites entre las
personas. En tanto que teoría de la medida pública, el utilitarismo está comprometido con la
suma de satisfacciones. Trata a los individuos como centro de placer y dolor, de
satisfacción e insatisfacción, y su teoría, que procede por mera adición, no le da un peso
especial al hecho de que estén separados unos de otros. Pero, en el mundo que habitamos
realmente, resulta un hecho altamente relevante que mi dolor no sea tuyo, ni el tuyo el mío.
Si las transacciones entre funciones resultan problemáticas cuando se trata de una vida sola,
lo son mucho más cuando cruzan los límites de las vidas, de modo que una persona alcance
su satisfacción al precio de la miseria de otra. Es fácil ver qué consecuencias puede tener
esto para la política que se siga. Pues, con mucha frecuencia, el utilitarismo está dispuesto a
tolerar enormes desigualdades por mor de una suma superior, ya sea media o total. En
contraste a ello, el compromiso fundamental de la visión aristotélica consiste en que todas y

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cada una de las personas crucen el umbral que lleva a la capacidad para el buen
funcionamiento. Esto significa dedicar recursos para que cada uno lo cruce antes de que se
dé algo más a aquellos que son ya capaces de funcionar a un nivel básico. Si no todos
pueden cruzar el umbral, la política pública no habrá cumplido sus fines, al menos en esta
medida.
La tradición local que el relativismo respalda en los ejemplos de Helsinki que he
expuesto reivindica su diferencia frente a las visiones dominantes del utilitarismo
económico, basándose en la estrecha atención que presta a la estructura de la vida diaria en
las sociedades tradicionales. En realidad, sin embargo, comparte muchos de los defectos del
utilitarismo económico, ya que rehúsa someter las preferencias, tal como se hallan
formadas en las sociedades tradicionales, a ningún tipo de examen crítico. Parece aceptar
que toda crítica debe ser una forma de imperialismo, la imposición de un poder externo
sobre las costumbres locales. Ni tampoco pretende simplemente (como hace los
economistas utilitaristas) evitar por completo los juicios normativos, ya que, realmente,
ratifica las normas formadas localmente como buenas, e incluso las mitifica en un pequeño
grado. Ello confiere un falso aire de legitimidad a estas preferencias, profundamente
“integradas”, al negarse a someterlas a un examen ético. Hasta donde alcanzan mis otras
objeciones al utilitarismo, éste no intenta realmente evitarlas tampoco, pues si alguna
tradición local desea tratar todos los valores como si fueran conmensurables, o acomodar
partes de la identidad (o incluso, como frecuentemente ocurre, de toda la mujer), la visión
“integrada” (asociada a escritores como S.A y F.A Marglin) tiene que aceptar este resultado,
y aceptarlo como bueno. Las consecuencias concretas de esto emergen claramente a partir
de las conclusiones de su libro, pues terminan por rechazar casi todo lo que habitualmente
se llama “desarrollo” –esto es, casi todo cambio agrícola, tecnológico, y económico, así
como todo cambio educativo –y por apoyar como buenos modos de vida en los cuales es
improbable que ellos mismos estuvieran dispuestos a permanecer por algo más que un
breve período de tiempo, especialmente como mujeres. Uno puede simpatizar como
algunas de las metas de los Marglin –en lo que se refiere a la diversidad, el deseo de
proteger de la explotación unos modos de vida que parecen ser ricos en valor artístico y

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espiritual-, sin por ello estar de acuerdo en que el relativismo extremo del tipo de ellos
defienden es el mejor modo de articular y perseguir tales metas.
Debe considerarse ahora otro enfoque antiesencialista a las cuestiones de justicia
distributiva. Es, con mucho, la alternativa más potente del enfoque aristotélico, y las
diferencias que le separan de él son sutiles y complejas. Se trata de la idea liberal,
defendida de modos diversos por John Rawls y Ronald Dworkin, de que la distribución
debe ser como objetivo una asignación igual de ciertos recursos básicos (o bien, en el caso
de Rawls, sólo debe tolerar desigualdades cuando ello suponga una mejora para los peor
situados).
El liberalismo rawlsiano insiste en distribuir los recursos humanos básicos sin
adoptar una postura acerca del bien humano, ni siquiera en el modo tan vago en que lo hace
la “teoría vaga y gruesa”. El objetivo es dejar a cada ciudadano y ciudadana que elija la
concepción del bien con la que quiera vivir. Como ya hemos dicho, Rawls adopta una
postura respecto a algunos de los componentes de nuestra concepción. Pues la sociabilidad
y la razón práctica son tratadas como esenciales a cualquier concepción del florecimiento
humano que pueda mantenerse; la libertad está en la lista de los “bienes primarios”, al igual
que “las condiciones sociales de respeto de sí mismo”; y, argumentando contra el
utilitarismo, Rawls se compromete a fondo con la centralidad de la separación de las
personas. Por otro lado, como hemos visto, la concepción aristotélica insiste ella misma en
el papel fundamental de la elección y la autonomía. Y sin embargo, sigue habiendo
significativas diferencias entre las dos concepciones, ya que la visión rawlsiana trata a los
ingresos y la riqueza como “bienes primarios”, de los cuales siempre es mejor tener más,
independientemente de la concepción concreta que uno tenga del bien. Y define a los
“mejores situados” y los “peor situados” en función de la cantidad de estos recursos básico,
no tanto de funcionamiento o capacidad.
La visión aristotélica tiene tres réplicas para esto. La primera es, como hemos dicho,
que la riqueza y los ingresos no son bienes por derecho propio; son bienes tan sólo en la
medida en que promueven el funcionamiento humano. La visión de Rawls, que parece
tratarlos como si tuvieran un significado autónomo, obscurece el papel que juegan
realmente en la vida humana.

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En segundo lugar, las necesidades de recursos que tienen los seres humanos son
muy variadas, y cualquier definición suficiente de mejor y peor situado debe reflejar este
hecho. Una mujer embarazada tendrá unas necesidades alimenticias diferentes de otra que
no lo esté, y una niña las tendrá diferentes de las de una adulta. Una niña que tenga
exactamente la misma cantidad de proteínas de su dieta que una mujer adulta está peor
situada, dadas sus mayores necesidades. Una persona con menor movilidad necesitará
muchos más recursos que otra con una movilidad normal, a fin de alcanzar el mismo nivel
de capacidad de movimiento. Todo esto no son sólo excepciones; son hechos omnipresentes
en la vida. Así, el fracaso de la teoría liberal para dar cuenta de ellos es un defecto serio. Y,
sin embargo, para dar cuenta de ellos necesitamos una concepción general de qué funciones
estamos tratando de apoyar.
En tercer lugar, el liberal, al definir si uno está mejor o peor situado en función sólo
de la posesión, nunca llega demasiado hondo al imaginar los obstáculos al funcionamiento
realmente presentes en muchas vidas humanas. Marx, por ejemplo, argüía que los
trabajadores carecen de control sobre su propia actividad y sus productos no llevan una vida
plenamente humana, incluso si reciben salarios suficientes. En general, la estructura de las
relaciones laborales, las relaciones de clase, de raza o de género dentro de una sociedad
pueden alienar sus miembros de un uso plenamente humano de sus facultades, incluso si
tienen cubiertas sus necesidades materiales. Puede afirmarse que una mimada ama de casa
de clase media está bien situada, a pesar de las barreras que le impiden expresarse a sí
misma plenamente en el empleo y la educación. Lo que no está nada claro es si Rawls –que
incluso decide posponer las consideraciones sobre estructuras de poder dentro del hogar –
consentiría quedar situados en esta posición, dado su compromiso con la realización de los
dos poderes morales para cada ciudadano. Hay, como mínimo, una tensión interna esta
versión, que sólo puede ser disipada con una consideración más explícita de la relación
entre los poderes morales y otras varias funciones humanas y sus necesarias condiciones
materiales e institucionales. Con la libertad política, Rawls agarra planamente este
problema; por lo tanto, coloca la libertad entre los bienes primarios. Mi afirmación es que
él necesita dar un paso más en esta dirección, no haciendo de la lista de los bienes primarios
una lista de recursos y mercancías, sino una lista de las capacidades básicas de la persona.

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La alternativa política y económica a estas diversas visiones antiesencialistas existe
y está en uso en varias áreas. En economía del desarrollo, el filósofo y economista Amartya
Sen ha elaborada una posición sorprendentemente similar a la aristotélica. Arguyendo que
el análisis del desarrollo debía concentrarse en las capacidades humanas más que en la
riqueza, la utilidad o lo recursos, ha propuesto modos de evaluar la calidad de vida de los
países en desarrollo, empezando por una lista de capacidades interrelacionadas. Sus
argumentos en favor de este enfoque y en contra de ellos se hallan estrechamente
emparentados con los de este ensayo. Y otros enfoques parecidos se pueden encontrar
elaborados en científicos sociales escandinavos, médicos que miden la calidad de vida de
los pacientes, en profesores que trabajan en sociedades convulsionadas y están interesados
en proponer los fundamentos para una solución pacífica del conflicto.
Vuelvo ahora a las historias antiesencialistas con las que comencé, para mostrar
cómo las manejaría la visión aristotélica. El caso de la vacuna de la viruela está
relativamente bien definido. Ésta, sin desear injerirse en la capacidad de los ciudadanos y
ciudadanas para usar su imaginación y sus sentidos con el propósito de la expresión
religiosa, si es que así lo decidieran, haría de la salud corporal una prioridad máxima, y no
se dejaría disuadir de un programa de vacunación de la viruela por la probabilidad de que
fuera a erradicar el culto de Sittala Devi. La visión aristotélica presentaría un plan de
vacunación, y dejaría luego a los ciudadanos y ciudadanas que decidieran si deseaban
continuar su relación esa diosa. Nada les impediría hacerlo, pero si dejaran de observar los
ritos una vez que le mal ha sido erradicado, ésta no lloraría lágrimas de nostalgia.
En lo que se refiere a la libertad y el marido japonés, la visión aristotélica
simplemente recordaría al objetante lo que ella entiende por libertad, a saber, el poder de
formarse una concepción del bien, y elegir la acción que conduce a su realización. Señalaría
que, tomada la libertad en este sentido, el marido japonés del ejemplo tiene libertad (y, sin
duda, alguna, la volara); su libertad, por cierto, está aumentada por el hecho de tener a
alguien que se ocupe de los detalles aburridos de la vida. Pero si la libertad de una persona
requiere empujar a otra por debajo del umbral de capacidad para ejercer la razón práctica,
esta visión llamará a esto injusticia o explotación, y no cejará hasta que una investigación,

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de las relaciones de género en este caso, haya mostrado en qué medida las capacidades de
las mujeres están siendo rebajadas en nombre del ocio masculino.
En lo que se refiere a los tabúes de la menstruación, parecen una clara restricción
del poder de las mujeres para ejecutar un plan de vida que hayan elegido. Esto es así
incluso cuando, como a veces se pretende, semejantes tabúes terminan dándole a la mujer
más descanso y un poco más de gusta del que tendrían si hubiera estado trabajando; pues
las transacciones que disminuyen el poder de elección, incluso cuando resultan en un mayor
confort, no están apoyadas por la visión aristotélica.
Para concluir esta parte de mi argumentación, me gustaría examinar ahora un caso
más complejo y problemático que los que acabo de tratar brevemente. Este caso hará más
intensa la diferencia entre el enfoque aristotélico y sus rivales en la esfera del desarrollo, e
indicará también cómo la visión aristotélica propone equilibrar la sensibilidad hacia las
tradiciones locales y su compromiso con una teoría del desarrollo humano. Se trata de una
campaña de alfabetización de mujeres en Bangladesh rural. Está descrito en el excelente
libro de Marty Chen, A Quiet Revlution: Women in Transition in Rural Bangladesh.
Las mujeres del pueblo en el que trabajó Chen tenían un estatus muy bajo en todas
las áreas, por lo que respecta al funcionamiento humano. Estaban peor alimentadas que los
hombres, tenían menos educación, menos libertad, eran menos respetadas. Consideremos
ahora su situación respecto a una sola cuestión: la de la alfabetización. Como he dicho, las
encuestas basadas en la idea de utilidad muestran típicamente, en este caso y otros
parecidos, que las mujeres no tienen ningún deseo de alcanzar un mayor grado de
alfabetización. Se hace una encuesta, las mujeres expresan lo satisfechas que están; y no se
emprende ninguna acción. Lo cual, por supuesto, no es sorprendente, dado el peso de las
fuerzas culturales que empujan a estas mujeres a no demandar que les den más educación
(y, también, a no sentir que la quieran); y dada, también, la ausencia en sus vidas diarias de
modelos de lo que la educación podría hacer y ser en vidas similares a las suyas.
La agencia de desarrollo con la que Chen trabaja llegó al pueblo con la firme
convicción de que alfabetización era un bien humano básico e importante. Al principio,
intentaron el método liberal, basado en la distribución de los recursos: en colaboración con
el gobierno local, entregaron a las mujeres del pueblo abundante material para aprender a

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leer, sin adoptar ninguna postura sobre si decidirían usarlo. (Nótese que ya este enfoque no
es realmente liberal, en tanto que no adopta una postura sobre la importancia de la
educación, dándoles a estas mujeres el material para aprender a leer, en lugar de dinero en
metálico. Tampoco es un enfoque puramente liberal porque se dirige exclusivamente a las
mujeres del pueblo, reconociendo los impedimentos particulares para su funcionamiento, y
concediéndoles un derecho mayor sobre los recursos.) La distribución tuvo escaso impacto
en el funcionamiento de las mujeres. Fue así porque la gente de ayuda al desarrollo no hizo
el menor intento en percibir las vidas de las mujeres de un modo más amplio y profundo, ni
se preguntó qué papel podía jugar el saber leer en esas vidas, o en qué estrategias de
educación serían las más apropiadas para su caso particular. Y lo que quizá es más
importante, no les pidieron a las mujeres que contaran su historia.
El proyecto liberal había fracasado. Y sin embargo, las trabajadoras de ayuda al
desarrollo no desecharon sin más su concepción general del bien, concluyendo que las
tradiciones locales debían ser en cada caso el árbitro del valor y que las creencias, por sí
mismas, no tenían más remedio que ser paternalistas. En lugar de ello, cambiaron a un
enfoque más aristotélico. Durante un período de varios años, establecieron cooperativas de
mujeres en las que los miembros de la agencia del desarrollo se unían a las mujeres locales
en busca de un diálogo participativo sobre el modo general de vida en el pueblo.
Discutieron con las mujeres el papel que saber leer tenía actualmente en las vidas de otras
mujeres en otros sitios, enseñándoles ejemplos concretos de transformaciones hacía una
mayor autonomía y respeto de sí mismas. Las mujeres, por su parte, contaron su propia
historia de los impedimentos especiales para la educación que había en sus tradiciones. Con
el tiempo, el resultado fue una transformación gradual, pero profunda, en toda la
configuración de la vida de las mujeres. Una vez que percibieron que saber leer no era una
cosa muy genera, separada de las demás, sino una habilidad que podía desplegarse de modo
particular en su particular contexto, empezaron a tener un enorme interés en aprender, lo
que condujo a muchos cambios en sus vidas. Por ejemplo, las mujeres pudieron hacerse
cargo de la industria textil del pueblo, así como de otras funciones similares. Empezaron,
de este modo, a ganar un salario fuera de casa, circunstancia que ha mostrado dar a las
mujeres mayores pretensiones de alimentos y recursos médicos cuando los recursos son

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escasos. Por otro lado, ninguna de estas transformaciones concretas podría haber ocurrido si
las mujeres de la agencia de desarrollo no se hubieran aferrado firmemente a su concepción
general, enseñando a las mujeres muchas otras realizaciones concretas, y procediendo con
la confianza de que ellos encontraría alguna realización concreta en esas vidas. El
esencialismo y la percepción de lo particular no están opuestos: eran aspectos
complementarios de un solo proceso de deliberación. Si no se hubiera visto a las mujeres
como seres humanos que compartían una humanidad común con otros seres humanos, las
mujeres, locales no habrían podido contar su historia del modo que lo hicieron, ni las
trabajadoras de ayuda al desarrollo habrían podido llevar sus propias experiencias
feministas al diálogo participativo como si tuviera alguna relevancia para las mujeres
locales. La misma estructura del diálogo presuponía el reconocimiento de una humanidad
común, y fue sólo sobre esta base, establecida ya sólidamente, como pudieron explorar
fructíferamente las circunstancias concretas en las cuales estaban intentado, en un caso
vivir, y en el otro, promover el florecimiento de las vidas humanas.

Compasión y respeto.
Una nueva dimensión de nuestro problema emerge si nos preguntamos qué
sentimientos morales nos anima y nos permite tener el subjetivismo antiesencialista, por un
lado, y el esencialismo aristotélico, por otro. Argumentaré ahora que dos sentimientos
morales que consideramos particularmente importantes en la comunidad humana sólo
pueden tener un lugar dentro de una visión que reconozca una determinada concepción del
ser humano. Las visiones relativistas y subjetivistas sólo las incorporan en la medida en que
son ya parcial y tácitamente esencialistas. Los dos sentimientos son la compasión y el
respeto.
Eleos, la pena o la compasión, es, según los antiguos análisis griegos, aún
insuperados, una emoción dolora sentida hacia el dolor o el sufrimiento de otra persona.
Tiene tres requisitos cognitivos: en primer lugar, la creencia en que el sufrimiento no es
algo trivial, sino serio; en segundo, la creencia en que la persona que está sufriendo no
produjo el sufrimiento por un error deliberado; y el tercero, la creencia en que las
posibilidades de uno mismo son similares a las de la persona que está sufriendo. Ello,

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implica, entonces, por su propia estructura, el mandato de reconocer unos límites y una
vulnerabilidad humanas comunes; y la reclamación más plausible es que la persona que no
se reconoce a sí misma compartiendo una humanidad común con lo que sufren, reaccionará
al sufrimiento con dureza arrogante, más que con compasión. Esta estructura se halla dentro
de muchas situaciones literarias e históricas en las que la gente apela a la compasión de los
otros; y en tales situaciones vemos que la respuesta que reconoce sus posibilidades
compartidas es una respuesta humana, estrechamente conectada con la acción benefactora.
Consideren dos casos arquetípicos de Homero. Príamo se dirige a Aquiles para
pedirle que le devuelva el cadáver de su hijo. Sabe que, para mover la compasión de
Aquiles, tiene primero que mover su sentimiento de ser alguien semejante. Ello no es fácil
de conseguir, ya que Aquiles, siendo griego, está acostumbrado a sentirse distinto y
separado, en su imaginación, los troyanos; y siendo un héroe, está acostumbrado a sentirse
distinto y separado de gentes vulnerables y sufrientes, de cualquier ralea. La estrategia de
Príamo consiste en pedirle a Aquiles que piense en su propio padre, quien, probablemente,
está pasando, de algún modo, los mismos sufrimientos que Príamo. Aquiles, que no habría
podido ceder tan fácilmente si se le recordara su propia vulnerabilidad personal, sí que cede
ante el pensamiento de su propio padre:

Así habló, y le infundió el deseo de llorar por su padre.


Le tocó la mano y retiró con suavidad al anciano.
El recuerdo hacía llorar a ambos: el uno al homicida de Héctor lloraba sin
pausa, postrado ante los pies de Aquiles; y Aquiles lloraba también por su
propio padres y a veces también por Patroclo; y los gemidos se elevaban en la
estancia. (XXIV, 507-512, traducción de Emilio Crespo, ed. Gredos.)

Por la innovación de Príamo, Aquiles alcanza una nueva comprensión de las


vulnerabilidades que todos los seres humanos comparten, y llega a ser capaz de pensar que
su enemigo como un ser humano igual a sí mismo. Sólo esto hace posible (es, por cierto, lo
que la constituye) su emoción o compasión, que produce finalmente la devolución del
cadáver, la tregua, la dignidad del funeral público.
En la Odisea, las cosas ocurren de otro modo. Ulises aparece en su propia ciudad,
disfrazado de mendigo. Pone a prueba el carácter de los pretendientes viendo si se muestran

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compasivos con su petición, y le dan comida de su mesa. Recuerda a Antínoo que todos los
seres humanos afrontan posibilidades en la ida: el que era rico puede verse de pronto
convertido en pobre. A la luz de esto, dice, deberías ser sensible a mi ruego y darme algo.
“Y Antínoo dejándose oír contestaba: ¿Qué deidad esta peste nos trajo a amargar el
banquete? Apartadlo en mitad de la sala y que deje mi mesa”. (XVII, 445-447, trad. de José
Manuel Pabón, ed. Gredos)
Para Antínoo, el mendigo es sólo un extraño, un “dolor” inútil. Se niega a reconocer
en él un conjunto común de poderes y vulnerabilidades humanas. El resultado es que no
consigue realizar la compasión ni la justicia.
Este vínculo entre la compasión y el reconocimiento de lo común llega a ser el
punto de partida central de la explicación que ofrece Rousseau de la moralidad social en el
Emilio. Basándose en su tradición clásica, argumenta que Emilio sólo será ciudadano
bueno y justo si, desde una edad temprana, aprende a comprender la posibilidad del
sufrimiento, y entiende que es una posibilidad que comparte con todos los seres humanos.
La compasión requiere el reconocimiento de una humanidad compartida; sin la compasión
(pitié), no tenemos ninguna razón para no ser duros ni tiránicos con aquellos que sean
débiles.

¿Por qué los reyes no tienen piedad de sus súbditos? Porque nunca se han
considerado humanos ¿Por qué son los ricos tan duros con los pobres? Porque no
tienen miedo de volverse pobres. ¿Por qué desprecia el nombre al campesino?
Porque nunca será un campesino. Es la debilidad del ser humano lo que lo que lo
hace sociable, son nuestros sufrimientos comunes lo que lleva a nuestros
corazones a la humanidad. No le deberíamos nada sino fuéramos humanos.

En consecuencia, el joven Emilio, que aún no se identifica con el dolor de los otros,
debe recibir lecciones de humanidad común. “Hazle entender claramente”, le dicen al
profesor, “que el destino de los desgraciados puede ser también el suyo, que lleva todos sus
males bajo sus pies, que un millar de sucesos imprevistos e inevitables puede arrojarle a
tales males en cualquier momento.”
Sostengo que la tradición griega antigua y Rousseau tienen razón: la compasión
requiere la creencia de una humanidad común. No captaremos el significado del

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sufrimiento, o de la escasez, o del impedimento, a menos que –y hasta que no –la
pongamos en el contexto de una visión de lo que significa florecer para un ser humano. Y
no responderemos con compasión a la brecha que existe entre norma y cumplimiento a
menos que pensemos que ésta es una posibilidad en la que también tenemos parte. La
compasión nos exige decir: por muy lejos que estas gentes queden de nosotros en fortuna o
clase, en raza o en género, esas diferencias son moralmente arbitrarias y podrían haberme
caído en suerte a mí también. Y si no estamos en posición de decir eso, no está nada claro
con qué fundamento pueden persuadirnos de darle algo a esa gente. Como a Antínoo –que
no es capaz de sentir el sufrimiento del mendigo, y lo ve como una intrusión ajena –nos
faltará el marco necesario para sentir el dolor de los otros y ser movidos y aliviarlos.
Hay toda una tradición moral que dic que no hace falta la compasión, ya que
podemos estar suficientemente motivados a acciones que tomen a los otros en
consideración sólo por el respeto de la dignidad humana. Esta tradición, ejemplifica en el
pensamiento de los antiguos estoicos, Spinoza, Kant, y, de un modo diferente, Nietzsche,
sigue siendo un uno central de la nación de humanidad común, pues el respeto no es
arbitrario ni carece de fundamento. Lo tiene: el reconocimiento en el objeto de ciertos
poderes y capacidades. Usualmente, se considera que son poderes específicamente
humanos –aunque uno podría motivar el respeto de una noción más amplia de animal o,
por otro lado, de las naciones de ser racional o de persona que podría ser más estrecha en
su aplicación. Para Kant, el respeto se debe a la humanidad; un principio moral básico es
tratar a la humanidad, allí donde se encuentre, como un fin en sí mismo. De modo similar,
para los antiguos estoicos, el respeto se debe a lo que es reconocido como un ser humano
que tiene ciertos poderes y capacidades. Uno necesita tener una explicación de lo que tales
poderes y capacidades son, y sería mejor tener una explicación que vincularse muchos
tiempos o lugares. De otro modo, no tendremos ningún motivo moral para actuar tomando
en consideración a los otros, cuando se trata de gente muy lejana o de gente de otras razas
y géneros.
He sugerido que, sin la noción de un funcionamiento humano común, tendremos
que arreglárnoslas sin la compasión y sin una noción vigorosa de respeto. ¿Cuáles son, por
el contrario, los sentimientos morales del relativismo extremo? Aquí hay que decir, creo,

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que la mayoría de los relativistas no son plenamente consecuentes. En la medida en que,
por todas partes, muestran por la vida humana una preocupación que no muestra por la
piedras o por las rocas, o incluso, del mismo modo, por todos los animales, están
comerciando tácitamente con creencias y sentimientos ligados a ellas que no están
permitidas a su visión oficial. Algunos utilitaristas, especialmente aquellos más
fuertemente preocupados con los derechos animales, están realmente dispuestos a tirar por
la borda los límites entre las especies en favor de una noción genérica más amplia de
preocupación todas las criaturas capaces de experimentar placer o dolor; y algunos
persiguen esta menta con razonable consistencia. Pero hay que decir, creo, que incluso
semejante visión obtiene la coherencia y poder que tiene porque es esencialista en el nivel
genérico. Ciertamente, está muy lejos de ser una visión subjetivista. Y a diferencia de estos
pensadores, la mayor parte de los supuestos subjetivistas engañan. Ponen por las nubes su
teoría basándose en la compasión, diciendo que ayudará a los excluidos, las minorías y las
mujeres. Sin embargo, el aparto teórico que luego introducen resulta insuficiente para darle
sentido a la compasión misma. Permite sólo unos sentimientos muy estrechos, de
consideración hacía sí mismo, y una actitud, relativamente distanciada, de curiosidad hacia
los otros.
Incluso cuando el o la relativista se modera en un relativismo de tradiciones locales,
tal como ocurre en los ejemplos de mis conversaciones de Helsinki, su gama de
sentimientos morales, parece, sin duda, muy estrecha. ¡Qué originales parecen estos
teóricos, qué curioso! No parecen ser capaces de ahondar demasiado en las vidas en
cuestión, e imaginarse para sí mismo lo que debe ser realmente que te digan que no puedes
trabajar cuando tienes la menstruación, o que tienes que rezar a una terrorífica diosa a fin
de evitar una enfermedad mortal. Hay a la vez distancia y una cierta coincidencia en su
negativa a imaginar y reconocer. Pero cualquier otra cosa requeriría la admisión de que es
relevante preguntarles a ellos mismos cómo se sentirían ellos en esa situación. Y esto es
algo que su teoría les prohíbe hacer. Ese período de menstruación y ese trabajo tienen que
tratarlo como algo diferente en su clase (o al menos no de la misma clase) de elementos
comparables de sus propias vidas. No es sorprendente, entonces, que no piensen en el dolor
de la exclusión como algo que podría ser su propio dolor, o que vean su significado en y

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para una vida que podría ser la suya. Los sentimientos morales de este tipo de relativismo,
afirmo, son los sentimientos del turista: admiración, curiosidad, y un interés divertido. Pero
el dolor del extraño sólo es visto como dolor si su significado es comprendido como dolor:
esto es, como similar al dolor que conocemos. Y sólo a la luz de este reconocimiento la
admiración se transforma en pesar, la curiosidad en determinación práctica, y le interés
divertido en compasión.
En la obra de Marty Chen, por el contrario, vemos la compasión operando en un
nivel muy básico, motivando la elección de métodos y procedimientos; la compasión es
guiada aquí por una concepción general, no dogmática, del florecimiento humano. vemos
que tal identificación compasiva no tiene por qué ignorar las diferencias locales; de hecho,
en el mejor de los casos, demanda una investigación de las diferencias a fin de que el bien
general sea realizado de modo apropiado en el nuevo caso concreto. Pero el aprendizaje
sobre y de los otros está motivado como en los estudios que el propio Aristóteles hacía de
otras culturas: por la convicción de que el otro es uno de nosotros.
***
En alguna parte, en los vastos dominios del espacio teórico-literario, hay un planeta
al que se conoce con el nombre de Textualité. Sus habitantes se parecen mucho a los
humanos, salvo que son muy numerosos, y cada uno de ellos tiene un solo ojo. Cuenta su
mitología que son descendientes de algunos inmigrantes llegados a la tierra, huyendo de
este planeta en busca de un hogar donde pudieran escapar a la autoridad patriarcal y el
pensamiento binario, para gozar de las delicias del juego libre de la diferencia, la utilidad y
el poder.
Hay muchas naciones en Textualité. Algunas son ricas y otras muy pobres. En la
mayoría de las naciones hay también grandes desigualdades cuyos efectos son perceptibles
en la salud, la movilidad y el nivel educativo de sus habitantes. Sin embargo, la gente de
Textualité no ve tales cosas del modo en que nosotros las vemos. Pues han descartado
realmente –y no sólo en teoría, sino también en el tejido de sus sueños diarios –las
tendencias terrenales de pensamiento que vinculan la percepción del dolor del vecino de
uno a la memoria del dolor propio, y la percepción del dolor de un extraño a la experiencia
del dolor de un vecino; todo esto, en virtud de la idea general del ser humano y el

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florecimiento humano. Para esta gente, los extraños simplemente tienen un aspecto muy
extraño. Los ven como otras formas de vida, sin nada en común con sus propias vidas.
Ocasionalmente, comparten percepciones e ideas con otros pocos seres en comunidades
vinculadas localmente, que establecen normas de grupo. Otra veces, cada uno o cada una
sale en busca de su propia utilidad o poder, tratando a cualquier otro ser como extranjero.
¿Siente dolor la gente de Textualité cuando ve un extraño hambriento, o enfermo, o
torturado? No les gusta, desde luego, la visión de esas cosas tan desagradables. Pero no
sienten el dolor del sentimiento de un semejante, ya que algo así ha sido declarado en el
pensamiento terrenal, pasado de moda ¿Cómo podríamos saber, dicen, que este ser está
sufriendo por falta de alimentos? ¡Pero si una forma de vida diferente a la nuestra, ya
nosotros nos han educado para apreciar el juego de la diferencia! Diciendo esto, siguen con
su juego y miran hacia otra parte. ¿Construye la gente de Textualité programas de gobierno
para mejorar el nivel de alfabetización, la sanidad, o la agricultura en sus regiones pobres y
distantes de su planeta? ¿Y por qué habían de hacerlo? Es muy improbable que hacer algo
así vaya a maximizar la propia utilidad que ellos esperan, y no pueden obligarse a sí
mismos a hacer ningún juicio sobre la forma de vida en algún extraño lugar del globo,
sobre gentes con las que nunca podrían entrar en conversación. ¡Mira que si esos
habitantes están pasándoselo en grande con ese modo integrado de vida!, hacen observar
en sus congresos. ¿Sienten algún amor mutuo las gentes de Textualité? ¿O no es el amor de
los humanos semejantes uno de esos ideales esencialistas deslucidos que habían dejado
atrás en la tierra?
En este preciso momento, no estamos viviendo en el planeta de Textualité. En este
preciso momento, el nuevo subjetivismo –ya sea en economía o en teoría literaria –es falso,
para nuestras experiencias y respuestas. Pero podemos elegir si dejamos que esta teoría
entre en nuestras visas, concentrándonos en nuestras diferencias mutuas y negándonos a
reconocer lo que es común a todos. Y entonces, quizá, algún día, la textura del mundo
humano se percibirá de modo diferente, percibida a través del juego de la diferencia y la
alteridad. Y entonces, creo, habremos dejado de ser humanos.

Traducción de Antonio Gómez Ramos.

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