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El 4 de junio de 1923, efectivos del ejército boliviano, al mando del Mayor Ayoroa, abrieron fuego

contra una concentración de mineros y pobladores en Uncía, capital de la provincia Bustillo,


Departamento de Potosí, Bolivia. Reclamaban la libertad de sus dirigentes sindicales detenidos en
la prefectura de la ciudad.

En 1564, el español Juan del Valle llegó hasta una montaña que los lugareños llamaban Orko
Intijaljata (“la montaña del sol poniente”). Sin embargo, sus expectativas se vieron rápidamente
frustradas: no había plata sino estaño, un metal en ese entonces inservible. Muchos años más
tarde, en la segunda década del siglo XX, dos empresas competían en la explotación de las
riquísimas vetas: la Empresa Minera “La Salvadora” de Simón I. Patiño y la Empresa “Estañífera
Llallagua”, de capitales chilenos. Ambas empresas eran manejadas con mano de hierro por sus
respectivos gerentes, Máximo Nava y Emilio Díaz, odiados por mineros, contratistas y pobladores.

Por esos años gobernaba Bolivia el presidente Bautista Saavedra, proveniente del Partido
Republicano, que había accedido al poder en 1920. Este gobierno (1921-1925), marcó un punto de
inflexión en lo concerniente a la preeminencia de Estados Unidos en Bolivia, iniciando el
desplazamiento de la metrópoli inglesa. En 1922 el gobierno contrajo en Estados Unidos un
empréstito con la casa Stifel Nicolaus por 33 millones de dólares, a la tasa del 8 % anual, hasta
entonces el mayor préstamo celebrado por el país. Se constituyó como garantía todos los
impuestos, fondos y rentas del Estado boliviano, y se creó una Comisión Fiscal Permanente,
integrada por tres miembros designados por los banqueros de Nueva York, que pasaron a
controlar la Aduana, la recaudación impositiva y el Banco Central del país. Es en este contexto que
en 1922, la compañía estadounidense Standard Oil de New Jersey, se apoderó mediante
maniobras fraudulentas de la explotación de la mayoría de las áreas petrolíferas otorgadas en
concesión por el gobierno.

Saavedra representaba la versión más plebeya del republicanismo, apoyándose en la clase media y
el artesanado urbano. Fue uno de los primeros en ensayar una política social combinada con una
fuerte represión a los trabajadores. Bajo su mandato se dictaron leyes sobre accidentes de trabajo,
de Ahorro Obligatorio y reglamentarias de las huelgas; y se creó el Instituto de Reformas Sociales.
Pero en cuanto los mineros o los indígenas intentaron movilizarse por sus reivindicaciones fueron
severamente reprimidos, como sucedió con el levantamiento indígena de Jesús de Machaca
(1921).

En Uncía, una de las principales regiones mineras del país, ya desde 1918 se registraron duros
enfrentamientos, cuando el ejército junto con matones organizados por la patronal reprimieron
violentamente a los obreros que reclamaban aumentos salariales y mejoras de las condiciones de
trabajo, ocasionando muertos y heridos. Ya desde entonces circularon tenebrosas versiones según
las cuales los cuerpos de los trabajadores caídos habrían sido incinerados en los hornos de
calcinación de Catavi. Como resultado de estos hechos, se reforzó la guarnición militar y se
redoblaron las persecuciones y los malos tratos a los trabajadores.

El 1° de mayo de 1923, luego de un entusiasta desfile y acto en homenaje a los mártires de


Chicago, fue fundada la Federación Obrera Central de Uncía, que pretendía agrupar a los
trabajadores de ambas empresas mineras y de toda la región. Se estableció que en las dos
compañías se constituirían sub-consejos federales. La primera Mesa Directiva contaba con
Guillermo Gamarra, representante de “La Salvadora” como presidente, Gumersindo Rivera,
representante de los “obreros del pueblo” como primer vicepresidente y Manuel Herrera, de
Llallagua, como segundo vicepresidente, y Julio M. Vargas y Ernesto Fernández (ambos del pueblo)
como tesorero y secretario general, respectivamente.

El conflicto estalló de inmediato, porque las patronales se negaron a reconocer a la flamante


Federación. Díaz, el gerente de Llallagua, despidió a diez trabajadores por haber concurrido a la
manifestación del Primero de Mayo. La Federación reclamó la restitución a sus trabajos de los
obreros despedidos, pero éstos, cediendo a la presión patronal, aceptaron las liquidaciones y se
retiraron.

Ante la agudización del conflicto, el gobierno envió como delegado al Fiscal de Distrito de Oruro,
Nicanor Fernández, quien arribó a Uncía el 12 de mayo, acompañado por un destacamento del
regimiento “Camacho”. Los obreros, mientras tanto, organizaron el sub-consejo federal de Catavi,
que no duró ni 24 horas, ya que todos sus miembros fueron inmediatamente despedidos por la
empresa, negándose a intervenir el delegado gubernamental.

Como dice Guillermo Lora, el reclamo de los trabajadores de Catavi-Uncía, podía resumirse en
esos momentos en un sólo punto: garantías para el libre desenvolvimiento de la Federación y
respeto a sus integrantes, para que no fuesen despedidos en represalia a sus actividades
sindicales.

El 19 de mayo un grupo de dirigentes de la Federación partió hacia La Paz, con el propósito de


entrevistarse con el Presidente, portando un petitorio donde reclamaban: la expulsión del país del
gerente de Llallagua, Emilio Díaz, de nacionalidad chilena; la destitución de los serenos del ingenio
Catavi por malos tratos al personal; la restitución de los obreros despedidos de Catavi;
reconocimiento de la Federación Obrera, garantías para sus integrantes y libertad de movimientos
para las actividades sindicales.

En paralelo, un nuevo comisionado gubernamental, el ministro de Fomento y Comunicaciones,


Adolfo Díaz, arribó a Uncía. Luego de varias negociaciones en torno del petitorio obrero, los
dirigentes llegaron a un acuerdo de palabra con el comisionado. Se acordó la restitución a sus
puestos de los obreros expulsados, el reconocimiento de la personería de la Federación y la
concesión de amplias garantías a sus asociados. Pero las patronales ignoraron el acuerdo y
recrudecieron las hostilidades contra los trabajadores. Ante ello, la Federación comenzó a
organizar la huelga general, pero el gobierno reaccionó con premura: el 1° de junio decretó el
estado de sitio, y el 2 envió cuatro regimientos -Sucre, Ballivián, Camacho y el Batallón Técnico- a
Uncía.

El 4 de junio, a las 11 horas, Guillermo Gamarra y Gumersindo Rivera, junto con otras personas,
fueron conducidos desde su lugar de trabajo a la Subprefectura, con la excusa de buscar una
solución al conflicto. Pero ya en el lugar, y rodeado de policías se les comunicó que quedaban
presos por orden del gobierno. Mientras esto sucedía en el interior del local, una multitud de
obreros y pobladores se fue concentrando en la plaza Alonso de Ibáñez, situada enfrente de la
Subprefectura, exigiendo a gritos la libertad de sus compañeros. Fue en estas circunstancias que se
produjo la masacre, luego de un frustrado intento de Gamarra y Rivera de calmar a sus
compañeros, el Mayor José Ayoroa ordenó abrir fuego. Según la versión recogida por Lora, los
soldados no obedecieron la orden y dispararon al aire, por lo que el mismo Ayoroa tomó una
ametralladora y disparó varias ráfagas a la multitud. Trifonio Delgado sostiene que los soldados
dispararon “una lluvia de plomo y fuego” sobre las filas obreras.

Oficialmente se reconocieron cinco muertos y numerosos heridos de bala, como saldo de la


refriega. Pero años después, el periódico “Bandera Roja” de La Paz, del 8 de junio de 1926, señala:
“El resto de los muertos, que pasaron de cinco, fueron recogidos en varias carretas de la Empresa
Minera de Uncía y probablemente cremados en los potentes hornos de calcinación de dicha
empresa”.

Cerca de 6.000 obreros de Uncía-Catavi iniciaron una huelga, que se mantuvo desde el 5 al 9 de
junio. Pero sin dirigentes, aislados, y en condiciones muy difíciles de hostigamiento y represión, el
gobierno finalmente impuso un pliego de condiciones totalmente desfavorable a los trabajadores,
quedando totalmente desarticulada la joven Federación Obrera Central de Uncía. Los principales
dirigentes obreros sufrieron confinamiento durante varios meses, mientras otros fueron
encarcelados o debieron emigrar a países vecinos.

La masacre de Uncía no fue ni la primera ni la última sufrida por los trabajadores mineros de
Bolivia, pero la heroica huelga de 1923 constituyó un jalón importantísimo en la dura lucha por la
conquista del derecho de sindicalización del proletariado boliviano.

La masacre de San Juan

El 24 de junio de 1967 se abatió una brutal represión sobre el campamento minero de Catavi-
siglo XX, Bolivia. Fue un jalón sangriento en la heroica resistencia de los trabajadores en de
1965-67 a la dictadura de Barrientos.

La masacre minera de San Juan, acaecida en la madrugada del 24 de junio de 1967, no figura en las
páginas oficiales de la historia nacional, aunque se mantiene viva en la memoria colectiva y se la
transmite a través de la oralidad, de generación en generación, convirtiéndola en algunos casos en
cuentos y leyendas, como sucede con los hechos históricos que se resisten a sucumbir entre las
brumas del olvido. Y si lo cuento aquí y ahora, es porque fui testigo de esa horrenda masacre a los
tres días de haber cumplido nueve años de edad” –relata el escritor Víctor Montoya. “Todo
comenzó cuando las familias mineras se retiraban a dormir después de haber festejado el solsticio
de invierno alrededor de las fogatas, donde se bailó y cantó al ritmo de cuecas y wayños,
acompañados con ponches de alcohol, comidas típicas, coca, cigarrillos, cachorros de dinamita y
cuetillos. Mientras esto sucedía en la población civil de Llallagua y los campamentos de Siglo XX,
las tropas del regimiento Ranger y Camacho, que horas antes habían tendido un cerco al amparo
de la noche, abrieron fuego desde todos los ángulos, dejando un saldo de una veintena de
muertos y setenta heridos entre las punzadas del frío y los silbidos del viento [...]

Detrás de cada masacre, hay una historia de lucha que rescatar. La noche de San Juan de 1967 no
es la excepción. El ensañamiento militar buscaba aplastar la heroica resistencia de los trabajadores
mineros al régimen encabezado por Barrientos.

La contrarrevolución barrientista

El gral. René Barrientos, vicepresidente electo en 1964, había depuesto al presidente Víctor Paz el
4 de noviembre de 1964 en alianza con el jefe del Ejército, Alfredo Ovando.

El MNR logró contener y desviar la revolución obrera y campesina en 1952 al precio de grandes
concesiones como la nacionalización de las minas y la reforma agraria, mientras reconstruía el
Estado burgués y su Ejército y abría las puertas a la penetración del imperialismo estadounidense.
Pero en los años 60 ya estaba en decadencia. Víctor Paz, que enfrentaba una fuerte resistencia
obrera, ya no garantizaba el avance de la reacción. El golpe de noviembre venía a imponer un
régimen capaz de llevar hasta el final esa tarea.

Los años 1964-65, son de contraofensiva imperialista en América Latina, después del enorme
impacto causado por el triunfo de la Revolución Cubana. Estados Unidos impulsa la Alianza para el
Progreso y políticas antisindicales y anticomunistas. El 31 de marzo de 1964 se produce el golpe
militar en Brasil. Le seguirá el de Bolivia. En 1965, los marines invadieron Santo Domingo.

El gral. Barrientos dio un discurso populista de derecha, paternalista hacia el campesinado


(sellando el llamado Pacto militar-campesino con la burocracia sindical del sector). Aunque el
poder real lo concentraba el Ejército, mantuvo formas parlamentarias –elecciones, Congreso,
incluso la elaboración de la Constitución Política del Estado de 1967, que rigió por 40 años hasta
2008–. Por su contenido, fue un régimen bonapartista contrarrevolucionario cuyos objetivos eran
favorecer un salto en la penetración económica, política y militar estadounidense y liquidar lo que
quedara vivo de la revolución de 1952.

Esto significaba, ante todo destruir los remanentes del “poder sindical” en las minas, vestigios del
poder dual de 1952, encarnado en los sindicatos y sus milicias que todavía subsistían en los
principales centros mineros. El plan para COMIBOL (la minería nacionalizada) que venía a aplicar
no era sólo una “racionalización económica” a costa de los trabajadores, sino que tenía un
propósito político de importancia estratégica: acabar con esa anomalía.

Ofensiva antiobrera de mayo y resistencia

En mayo de 1965 el gobierno de Barrientos se siente lo bastante fuerte como para lanzarse contra
el movimiento obrero. Lechín y la dirección de la COB no se habían preparado para este escenario.
Por el contrario, en noviembre habían abierto expectativas sobre el golpe y todavía confiaban en
poder negociar con el nuevo poder.
Se inician las medidas de “austeridad” contra los trabajadores mineros y la intervención en los
sindicatos. Lechín es exiliado al Paraguay. Se declara la huelga general indefinida y el gobierno
responde con la militarización de los campamentos mineros y la represión. Escribe Mariano
Baptista G. en su Historia Contemporánea de Bolivia (CFE, México, 1996. p. 260) que “la
intervención militar produjo encuentros y bajas. El fragor del ingreso de las tropas a Milluni se
transmitió por la radio obrera de esa localidad, “Huayna Potosí”, hasta que fue silenciada, lo que
determinó un vuelco inusitado de la huelga, ya que los barrios obreeros de La Paz se
insurreccionaron sin dirección alguna, movimineto al que se sumaron los campesinos próximos a El
Alto. El ejército utilizó sus armas y la aviación para despejar las barricadas en El Alto y las villas
obreras, donde la resistencia popular fue desesperada”. La huelga fue derrotada y el gobierno
logró imponer un brutal ataque contra los trabajadores. La COB fue intervenida y los sindicatos
descabezados. Unos 150 dirigentes sindicales y de la izquierda son expulsados a Argentina. En
COMIBOL se impuso una brutal rebaja general de salarios, se congelaron las remuneraciones por
un año y se aumentaron los precios de los víveres que proporcionaban las “pulperías” en cada
campamento. La represión se ensaña con los sindicalistas y activistas mineros. Muchos son
despedidos y deben pasar a la clandestinidad. El 29 de julio uno de los más reconocidos dirigentes
de Siglo XX, César Lora –trotskista y militante del POR– es detenido y asesinado por agentes del
siniestro DIC (Departamento de Investigación Criminal).

Pese a los duros golpes recibidos, los mineros se reorganizan poniendo en pie sindicatos
clandestinos y reuniéndose en lo profundo de los socavones, a salvo de la policía política. La
tensión en los campamentos era enorme. En septiembre del 65 vuelve a estallar la lucha en Catavi-
Siglo XX. S. Sandor John (autor de Bolivia’s radical tradition. Permanent Revolution in the Andes.
U. of Arizona press, USA 2001, p.188) cita el testimonio de Elio Vázquez antiguo militante del POR
en Siglo XX. Isaac Camacho, dirigente trotskista en la mina, y otros trabajadores fueron apresados
por el Ejército. “Así que los trabajadores llamaron a asamblea general, pero el ejército vino y
comenzó a disparar, tatatatá, y silenció la sirena que estaba sonando la alarma. Los trabajadores
fueron a la mina a tomar dinamita y atacaron la estación de policía tratando de liberar a Isaac y a
los otros”. El gobierno envió refuerzos militares y declaró el estado de sitio. Los enfrentamientos
se prolongaron por tres días, antes de que las fuerzas gubernamentales pudieran imponerse con
decenas de muertos y heridos, detenciones y confinamientos.

1967, el año sombrío

A comienzos de 1967, el régimen se sentía consolidado, pero el movimiento obrero daba


nuevamente signos de recomposición. Aumentaba el descontento obrero y los sindicatos
clandestinos levantaban cabeza, sobre todo en las grandes minas. Además, un nuevo factor
entraba en escena: la formación del foco guerrillero en el Sudeste, hecho público desde marzo,
aunque aún no se conocía que era dirigido por el Che. Con la intervención directa de militares
norteamericanos y de la CIA, el gobierno moviliza al Ejército para cercarlo y destruirlo al tiempo
que endurece el dispositivo de represión a nivel nacional.
Según Guillermo Lora (en El baño de sangre de San Juan) “En las asambleas generales habidas el
19 de abril y realizadas en el distrito de SigloXX-Catavi, se aprobó la convocatoria a un Ampliado
nacional minero en el que debían estar presentes otros sectores laborales (fabriles, constructores,
etc.), y también los universitarios […] La Asamblea general de Huanuni del 6 de junio, a la que
concurrieron delegados de Catavi, Siglo XX, Santa Fe, Morococala y San José” acordó un programa
de demandas, convocó a marchar en la ciudad de Ouro el día 8 y fijó la realización del ampliado
para el 24 y 25 de junio en Catavi-Siglo XX. Al día siguiente, estas propuestas fueron ratificadas en
las asambleas generales de ese distrito. El gobierno declaró el Estado de sitio el mismo 6 de junio,
con el argumento de que estaba en marcha un “proceso subversivo” cuya evidencia era el foco
guerrillero. Un fuerte despliegue militar impidió que los mineros se desplazaran a Oruro el día 8.

El gobierno militar justificaría la nueva masacre argumentando que en las minas estaba en marcha
un proceso subversivo ligado a “la guerrilla extranjera”. Circulaba entre los mineros la idea de
votar una “mita” para adquirir alimentos y medicinas para solidarizarse con la guerrilla. El
gobierno la utilizó como prueba de sus afirmaciones. En realidad eran muestras de simpatía pero
no había ninguna conexión orgánica con el lejano intento guerrillero. La concepción foquista era
completamente ajena a las formas de organización y los métodos de movilización y de lucha de los
trabajadores, con sus sindicatos, asambleas y milicias. La incorporación de algunos militantes de
origen minero provenientes del estalinista PCB (que se oponía a los planes de Che), era un hecho
aislado. La lejanía –no sólo geográfica– se refleja en las anotaciones del propio Che en su Diario
ante las noticias de las minas que propalaba la radio.

Huelga y Masacre, 1954. Mural de Miguel Alandia Pantoja en la Federación Sindical de


Trabajadores Mineros-La Paz

La masacre

El gobierno apelaba no quería permitir un Ampliado que inicie un nuevo proceso de agitación
social. El plan para asestar un golpe decisivo al corazón de la resistencia minera fue
cuidadosamente preparado y ejecutado. Víctor Montoya continúa así su relato:

«Se estima que los soldados y oficiales, que ingresaron por la zona norte entre las nueve y once de
la noche, partieron en trenes desde la ciudad de Oruro la tarde del 23 de junio. El sereno de la
tranca, que los vio llegar armados dentro de los vagones, intentó informar a los dirigentes del
sindicato y las radioemisoras, pero fue intimidado por los oficiales que prosiguieron su marcha.
Así, alrededor de las cinco de la mañana, comenzó la balacera para victimar a hombres, mujeres y
niños. En un principio, ante el ataque sorpresivo, algunos confundieron las ráfagas de las
ametralladoras con los cuetillos y el estampido de los morteros con la explosión de las dinamitas.

La empresa, en complicidad con los masacradores, cortó la luz eléctrica aquella madrugada, para
que las radios no pudiesen transmitir ninguna alarma a los pobladores; en tanto los soldados, que
estaban apostados en el cerro San Miguel, cercano de Canañiri, La Salvadora y el Río Seco, bajaron
como recuas de asnos por la escarpada ladera y ocuparon a fuego los campamentos, la Plaza del
Minero, la sede del sindicato y la radio La Voz del Minero, donde fue asesinado el dirigente
Rosendo García Maisman, quien, parapetado detrás de una ventana, defendió la radio con un viejo
fusil en la mano.

La matanza duró varias horas bajo el sol del 24 de junio. Los muertos se desangraban junto a las
cenizas de las fogatas y los heridos acudían al hospital, mientras las madres, aterradas por los
disparos y los gritos, intentaban calmar el miedo y el llanto de sus hijos. En medio del caos y el
espanto, no faltaron los hombres que, en un intento desesperado por defenderse, se armaron de
dinamitas y capturaron a algunos soldados, a quienes les despojaron de sus uniformes y les
quitaron sus armas. Pero todo hacía suponer que era ya demasiado tarde para preparar una
resistencia organizada. En la Plaza del Minero se llenaron los soldados y la jurisdicción de la
provincia Bustillo fue declarada zona militar».

A pesar de todo, lo mineros aún intentan resistir. Según Lora, el 26 se declaró la huelga general en
el nivel 411 del interior de la mina. Al día siguiente, se hace allí una asamblea a la que consiguen
llegar algunos dirigentes importantes, como Simon Reyes, del PCB e Isaac Camacho, con los que se
intenta recomponer la dirección de la Federación minera. Se aprueba un pliego de reclamos que
entre otros puntos exige el retiro del ejército, la devolución del local sindical y de la radio, la
libertad de los apresados y confinados. Pero ese mismo día 26 las tropas ocupan Huanuni,
asesinando a un trabajador y dejando varios heridos, desmantelan la radio y capturan unos 40
detenidos. El 27, los estudiantes de la Universidad de La Paz se solidarizan con los mineros y hay
algunas otras manifestaciones de protesta.

La situación ya es insostenible. El 30, en Catavi-SigloXX una comisión acuerda la suspensión de la


huelga sin obtener nada de las autoridades. Por largo tiempo, la orgullosa fortaleza minera queda
convertida en un virtual campo de concentración bajo régimen militar. El 29 de julio Isaac
Camacho es detenido y desaparecido, tras ser torturado y asesinado por el DIC. El movimiento
obrero ha sufrido una nueva derrota y esta etapa de la heroica resistencia minera se cierra.

De la contrarrevolución a un nuevo ascenso revolucionario El gobierno se anotará otro lúgubre


triunfo: el 8 de octubre es asesinado el Che, asestando el golpe final al foco guerrillero. La
contrarrevolución parece enseñorearse de Bolivia, pero la situación política volvería a girar
dramáticamente a izquierda menos de dos años después. Barrientos fallece en un sospechoso
accidente de helicóptero el 27 de abril de 1969. Lo sucederá brevemente su vice, el abogado Siles
Salinas, antes de que tome el poder el gral. Ovando, que ensaya un nuevo curso nacionalista,
presentándose como “amigo del pueblo” para buscar, sin suerte, equilibrar el régimen militar. Es
que ha comenzado a desarrollarse un nuevo gran ascenso de la lucha de clases, el mayor desde el
52. Será el “trienio revolucionario” de 1969-71, bajo el signo, una vez más, de la pujante
vanguardia minera y de la COB que, con la fugaz formación de la Asamblea Popular, esbozará la
posibilidad del poder obrero. Pero, ésta, ya es otra página de la historia.

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