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El hecho de que cualquier persona que tenga el número celular de uno se sienta con derecho
a escribirle a cualquier hora para decirle cualquier cosa, o para incluirlo en un grupo que a
usted no le interesa, me resultaba muy molesto. Si a eso se suma la ansiedad que causamos
o que sentimos cuando no hay respuesta inmediata a ese mensaje que ya tiene doble chulo
azul, la situación se vuelve aún más crítica.
Para acabar de completar, la adicción a WhatsApp no solo lo convierte a uno en una persona
menos productiva, sino que puede transformarlo en un perfecto antisocial que no se
relaciona cara a cara con nadie y en un maleducado que nunca levanta la mirada por estar
tecleando frenéticamente con sus pulgares.
Sin embargo, aunque tuve que dar marcha atrás –sobre todo por razones de trabajo– este
breve autoexilio digital me dejó varias enseñanzas. En primer lugar, las semanas que estuve
alejado de WhatsApp me sirvieron para recuperar buena parte de mi tranquilidad cotidiana.
Los valiosos minutos que antes dedicaba a revisar periódicamente el teléfono para ver si me
habían entrado mensajes los pude destinar a otras actividades más gratas o más fructíferas.
También me di cuenta de que en un alto porcentaje los chats, lejos de ser imprescindibles,
terminan convertidos en una perdedera de tiempo. Asuntos que para su trámite requieren
treinta minutos por WhatsApp se pueden resolver en treinta segundos con una simple
llamada.
Además, las cuestiones de veras importantes no llegan por un chat y muchas de las que
llegan por esa vía pierden su intensidad o su verdadero significado. La vida real no está en
las redes sociales, sino en las miradas, en el contacto, en el aliento, en la voz, en las
sonrisas, en los gestos, en los suspiros, en los abrazos o en las lágrimas; no en unas
figuritas amarillas que hoy por hoy se les mandan por igual al compañero de trabajo, a la
familia, a la novia o al señor que cuida el perro.
No es lo mismo decir “te quiero” en persona –o incluso por teléfono– que enviar corazoncitos
o caritas felices por WhatsApp. No nos digamos mentiras: ninguna colección de ‘emojis’ va a
reemplazar jamás el impacto de unos ojos aguados ni la emoción de una voz entrecortada
por la alegría o el dolor.
No puedo negar que WhatsApp es una plataforma muy útil, sobre todo para comunicarse
desde y hacia otro país, pero sería interesante saber qué porcentaje de los 54.000 millones
de mensajes que se envían a diario valen la pena o cuántos de sus más de 800 millones de
usuarios están dejando pasar la vida sin darse cuenta, por estar pegados a la pantalla del
celular.
ANEXO 2
Ciudad de M Mariana Alegre
El segundo eje tiene que ver con la relación entre la escuela y la ciudad. El cómo integrar
al currículo escolar conceptos de identidad y orgullo por sus barrios y distritos así como la
descripción de los roles y oficios que desempeñan los vecinos. Así también, la educación
en deberes y en derechos ciudadanos. Esto debe ir de la mano de alianzas con las
instituciones de la zona: bibliotecas, centros comunitarios, etc.
Se trata, al fin y al cabo, de una apertura de la escuela hacia el barrio. Y es que, aunque
parezca un sueño, por qué no podemos pensar en una escuela sin muros divisorios, en
una escuela que se implante en todo el barrio, en toda la ciudad. En Lima como una
ciudad educadora.
ANEXO 3
ROCÍO SILVA SANTISTEBAN
LA DIOSA CIEGA