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Historia Social IV
La obra poética de Charles Baudelaire (1821-1867) se caracteriza por la búsqueda del sentido de
lo bello en lo que para los cánones convencionales en su tiempo constituía lo “feo”, es decir, en
aquello que circunda en las márgenes del sistema social: los muertos, los pobres, los enfermos, la
gente que vive en la calle, las prostitutas, la oscuridad de la noche en los suburbios. La encuentra,
además, en aquellas formas corporales que no responden a los cánones estéticos tradicionales, y
es así como aparece la voluptuosidad, la desproporción, lo estéticamente anormal, como símbolo.
A su vez, también busca la belleza en la tristeza y la melancolía, en la pasión y el desencanto, en
suma, en el conjunto de las sensaciones por las que atraviesa el poeta hundido en lo terrenal.
Finalmente, la búsqueda en lo espiritual, representado en el deseo de elevarse y evadirse de la
realidad mundana en busca de una realidad mejor, se integra en esta concepción.
“Lo bello sólo tiene un tipo, lo feo tiene mil. Lo que llamamos feo, es un detalle de un gran
conjunto que se nos escapa, y que armoniza, no con el hombre, sino con toda la creación.” En
esta afirmación, Baudelaire resume su propio pensamiento sobre la estética: explorar en lo
miserable y lo profano, en lo vulgar y lo raro, buscando el encanto que en lo preestablecido como
“bello” no se halla. En su obra cumbre, Las flores del mal, hace un extenso desarrollo de esa
concepción de la belleza asociada con “el mal”, a través de distintos tópicos o temas. Es así que
aparecen entre los poemas de esta obra la noche, la mujer amada, los amantes, el vino, el cielo,
el infierno y la muerte.
En el poema inicial, “Al lector”, Baudelaire busca la comprensión de su lector para con el lado
oscuro de la vida. Lo hace partícipe, utilizando el nosotros inclusivo, del gusto hallado en lo
inmoral y del reconocimiento de la existencia del Hades: “¡El diablo es quien maneja los hilos que
nos mueven! / A las cosas inmundas encontramos encantos; / y sin horror, en medio de tinieblas
hediondas, / cada día al Infierno descendemos un paso.” La expiación de los sentimientos y las
sensaciones irracionales es un recurso mediante el cual busca establecer un contrato con el
lector. En “Epígrafe para un libro condenado” le advierte al receptor de su obra: “Lector apacible y
bucólico, / hombre de bien ingenuo y sano, / tira este libro saturniano, / que es orgiástico y
melancólico. (…) Mas si su hechizo no te inmuta, / y el abismo tu mente escruta, / léeme y sabrás
amarme, amigo.”
En la obra de este autor entran en juego lo pavoroso y lo demente, Dios y el Diablo. La dualidad
entre la claridad y la perdición es recurrente en la poesía baudeleriana. El ser humano se
encuentra ante el dilema de debatirse entre el bien y el mal. Busca respuestas en la fe. Pero se
trata de una fe desprovista de dogmas religiosos. En el poema “Bendición”, invoca a “la custodia
invisible de un Ángel”, que representa la redención para el poeta, figura incomprendida y
maldecida en el mundo terrenal en el que le tocó nacer. El poeta es construido como “el rey de un
país neblinoso” (tal cual reza uno de los poemas que cierra el segmento de “Spleen e ideal”),
elevado a otra dimensión, alejada de la realidad de lo terrenal, a la que ubica en los cielos. Se
siente amo y señor en ese reino, pero no deja de ser parte de lo mundano, y allí se muestra torpe
e impotente. En “El albatros”, el ave marina (“A menudo, por divertirse, los hombres de la
tripulación / cazan albatros, los vastos pájaros de los mares”) es comparada en su predominio en
los cielos y en su mala suerte en lo terrenal con el poeta (“El poeta es como ese príncipe del
nublado / que puede huir de las flechas y el rayo frecuentar; / en el suelo, entre ataques y mofas
desterrado, / sus alas de gigante le impiden caminar”).
En la muerte también el poeta encuentra un atractivo especial. La muerte es el instante que alivia
al ser de sus aflicciones, y lo transporta a una dimensión en donde sentirse mejor. Es a su vez
igualadora: la muerte no conoce de clases sociales, y dignifica del mismo modo al rico que al
pobre. A esto remite Baudelaire en “La muerte de los pobres” (“Es la muerte la que nos condena y
nos hace vivir; / es el fin de la vida y la única esperanza / que como un elixir, nos exalta y nos
embriaga / y anima al corazón para ir hacia la tarde.”), o en “La muerte de los artistas”
(“Complicaremos nuestras almas en sutiles conjuros / y derribaremos las pesadas armaduras /
antes de contemplar la gran criatura / cuyo infernal deseo de tantas lágrimas nos colma”). En “El
viaje”, poema final de Las flores del mal, la voz poética se dirige en tono de petición a la muerte,
manifestando el deseo de que lleve al ser hacia la otra dimensión (“Vierte tu veneno para que nos
reconforte, / deseamos con ese fuego que arde en las sienes, / arrojarnos al fondo del abismo
(Cielo o Infierno, ¿qué importa?), / al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo.”).
También, y asociado con la muerte, aparece el placer en lo necrológico: en el poema “XXV”,
aparece un cadáver como objeto que remite a una sensación de placer (“Me dispongo al ataque y
acometo el asalto / como tras un cadáver un coro de gusanos. / Y me enloquece, ¡oh, fiera
implacable y cruel! / Hasta esa frialdad que te vuelve aún más bella”)