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Informe de lectura Veritatis Splendor

Por: Jesús Orlando Bedoya González


Materia: Moral Fundamental
Profesor: Víctor Manuel Zuluaga
Fecha: 06 de noviembre de 2018
Universidad Católica Luis Amigó
Medellín

La lectura de la Carta Encíclica Veritatis Splendor (VS) de Juan Pablo II sobre algunas cuestiones
fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia y el aporte del docente en las clases, me
han brindado las herramientas para comprender mejor la reflexión de la Iglesia sobre la
doctrina de la moral. Este documento eclesial tiene como objetivo hacer énfasis en algunas
cuestiones que son fundamentales para la enseñanza moral de la Iglesia, pero para esto,
recomienda necesariamente hacer un discernimiento profundo sobre algunos aspectos que
aún hoy son cuestionados por los estudiosos de la ética y de la teología moral. Dicha reflexión
no se puede realizar sin la base concreta de los textos Sagrados y la Tradición de la Iglesia.

En este sentido, el llamado que hace Juan Pablo II responde a la situación que la sociedad
actual vive: una crisis de la moral; por lo que todo creyente debe hacer vida lo que está escrito.
Esto implica emprender una lucha constante a través de la cual se pueda alcanzar la gracia de
Dios, pues solo con la fuerza humana el sujeto no va lejos de sus intenciones; es solamente
“Cristo la única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano” (VS 7).

Por lo tanto, la vida moral debe ser una respuesta de amor en la que cada ser humano pueda
manifestarlo, siguiendo el ejemplo de Jesús, quien para dar cumplimiento a la Voluntad del
Padre, lo practicó en grado heroico, llegando incluso a dar su vida, porque no hay amor más
grande que el que da la vida, un que se hace oblación y que está direccionado siempre al
prójimo, ya que como lo expresa Juan Pablo II “el amor al prójimo brota de un corazón que
ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias” (VS 15).

De otro lado, los mandamientos no deben ser asumidos desde un cumplimiento mínimo, sino
que pueden verse como un camino abierto a todos para vivir moral y espiritualmente la
perfección. En Jesús tenemos un ejemplo vivo del cumplimiento de la ley, pues su vida siempre
fue el cumplimiento de la voluntad del Padre, por lo que seguir a Cristo es el fundamento
esencial y original de la moral cristiana. “Amar como Jesús amó, soñar como Jesús soñó, pensar
como Jesús pensó, vivir como Jesús vivió, sentir lo que Jesús sentía, sonreír como Jesús sonreía”,
esta imitación de Jesús constituye la regla moral de la vida de cada cristiano.

En esta medida, al tener tal experiencia de Cristo, cada ser humano debería configurarse con
Él, asemejar a Él, como fruto de la gracia recibida por el Espíritu, para llegar a cumplir lo que
la VS indica en el numeral 22: “Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre
con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido”.

Ya había mencionado anteriormente que el amor es la piedra, por así decirlo, fundamental de
la moral. El amor es a lo que todo ser humano debería aspirar, para que sus decisiones y
acciones no sean direccionadas a una libertad apresurada, sino que lo lleve a la verdadera
libertad. Dios llama a un bien absoluto y este llamado es tan fuerte que somos atraídos hacia
a Él, de tal forma que el ser humano haga buen uso de sus facultades para comprender que la
vida moral es la respuesta a las proyecciones del amor de Dios, en otras palabras, lo que espera
Él es la actuación del ser humano movido por el amor.
La carta nos presenta que Dios mismo ya grabó en el corazón de cada hombre su ley, que es
la ley del amor, ley natural. Aun hoy como ayer, de la misma manera como lo hizo con sus
discípulos, Jesús continúa pidiéndonos nosotros, que amemos al prójimo, de tal manera que
expresemos con todo corazón la dignidad de cada persona.

Otro punto que no quisiera pasar desapercibido de este documento es la referencia que hace
a algunas corrientes del pensamiento moderno, que presentan la libertad como un absoluto
y como la fuente de la que brotan los valores, llegando a hacer creer que a través de esta se
podría superar la crisis de valores y llegando incluso a rechazar la idea de una verdad universal
sobre el bien. Esto no es más que una ética individualista, donde solamente pesa el punto de
vista de cada uno, sobreponiéndola a la verdad universal e imponiéndola frente a los demás.
Al respecto, el documento nos lleva a comprender que el individualismo llevado a los
extremos, remite a la negación de la naturaleza humana. Lo interesante es que al mismo
tiempo en esta libertad se presentan actitudes y acciones que están fuera de cualquier
comprensión y que pone en duda la fundamentación que de ella se hace.

Por su parte, el numeral 34 refiere que “quiso Dios dejar el hombre en manos de su propia
conciencia” (Cf. Si 15,14), sabiendo que esta es el mejor juez que puede tener. Ella es la que
le guía y le dicta en su interior la certeza de los actos y la bondad de estos, llevándole a
comprender sus propias limitaciones y conduciéndolo a buscar la ayuda necesaria para un
buen discernimiento. Esta búsqueda de la verdad es ciertamente una obligación moral que
hace al hombre responder con prontitud al llamado inicial que Dios le hizo. Al respecto,
algunos han caído en el error de olvidar que la razón humana es dependiente de la Sabiduría
divina y que esta razón es débil y sufre muchas caídas; por lo cual es necesario guardar una
armonía constante entre ambas, de tal forma que no se actúe solo con las fuerzas humanas
de la razón, sino que se busque también la instrucción divina, ya depositada en el interior del
hombre, de donde llega el verdadero conocimiento moral. El problema con quienes han
aceptado esta división actualmente es que corren el riesgo de teorizar la completa autonomía
de la razón, lo cual llevaría a una moral exclusivamente humana, es decir, que el mismo
hombre por libre albedrío se da a sí mismo las normas de comportamiento, siendo estas,
originadas autónomamente por la razón humana.

Así, en la unidad de la ley natural, divina y positiva, la razón humana encuentra su verdad y
autonomía, pues ninguna de ellas se contradice, sino que por el contrario, una complementa
a la otra, permitiendo que el hombre genere en su interior una reflexión moral más acertada
a los fines, contemplando además el objeto y las circunstancias del acto. En esta comprensión,
el hombre está llamado a comprender que la razón natural no es una construcción particular
de su propia condición, sino que ella proviene de la Sabiduría divina, pues “la ley natural, como
se ha visto, no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios” (VS
40).

El documento también hace énfasis en la dignidad del hombre; nos lleva a entender que para
que el hombre pueda actuar según una elección libre y consciente es necesario que sea
movido desde su interior, siendo sumiso a algunos impulsos que brotan desde allí. Esta
dignidad es alcanzable, pero éste debe luchar contra todas las pasiones que lo esclavizan. Por
lo cual se espera que el hombre pueda hacer el bien y evitar el mal, que pueda diferenciar
entre lo que es bueno y lo que es malo, lo cual se puede lograr bajo la luz de la razón natural,
pues en ella está implícita la ley eterna de Dios y el ser humano está sometido a dicha ley.

No obstante, la conciencia es el único testigo del hombre frente a sus acciones, de su fidelidad
o infidelidad al cumplimiento de la ley. De hecho, todo lo que sucede en al interior del ser
humano puede pasar desapercibido a los ojos de los demás, pero no a la luz de la conciencia,
pues ella hace que él vuelque su mirada hacia el interior, conociendo la “voz” de su propia
conciencia que le hace caer en cuenta del error cometido o de la rectitud de sus actos, por lo
que la encíclica en el numeral 58 nos dice “que la conciencia da testimonio de la rectitud o
maldad del hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya la
voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre”.

Podría decirse entonces que el hombre ha dejado de buscar la verdad y el bien, debido a que
se deja llevar por la inclinación al pecado, lo cual hace que se aferre a sus pasiones cegando la
luz de la conciencia. Al respecto debemos tener en cuenta lo que escribe San Pablo, pidiendo
la constante vigilancia, pues la conciencia puede tender al error ya que no es un juez infalible.

Resalta el papa que la llamada de Jesús al joven rico, marca en sí la exaltación máxima de la
libertad del hombre, pues la invitación a su seguimiento no se hace de forma impositiva, sino
que se abre la posibilidad de la elección voluntaria, es decir, que en ella juega un papel
relevante la libertad. De hecho, el seguimiento de Jesús implica una opción fundamental,
totalmente enmarcada en el deseo supremo de hacer el bien y evitar el mal.

No podría entenderse este seguimiento sin una plena libertad, aunque esta siempre este
insidiada por la esclavitud. Sin embargo, la opción fundamental por Jesús y su proyecto, hace
que el hombre sea capaz de orientar su vida a la llamada de Dios, actuando desde las
elecciones libres y conscientes que nacen de su corazón. Por el contrario, cuando no se tiene
consciencia o libertad de las decisiones tomadas, fácilmente puede caerse en un error, donde
se practiquen acciones que causen daño. De esta manera los actos humanos pueden
comprenderse como actos morales, porque en ellos se percibe la bondad o la maldad del
hombre, por lo que se espera que el comportamiento de cada sujeto sea recto y tienda a
potencializar el bien, cesando los actos moralmente errados.

Esta actitud moral debe alcanzar todas las dinámicas de la vida y los diferentes escenarios en
los que el hombre actúa, por lo que no pueden ser ajenas las graves formas de injusticia social,
económica, la corrupción en el ambiente político, que lleva a muchas personas a cuestionar la
maldad evidente y el daño irremediable que causa la actitud poco moral del ser humano,
haciéndose urgente que la sociedad, la Iglesia y demás instituciones que garantizan los
derechos de las personas, propongan e incluso desarrollen un cambio profundo en la
conciencia de cada individuo, a través de normas propicias que cobijen a todos y no a unos
cuantos.

San Pablo en la carta a los romanos hace evidente la constante batalla que libra el ser humano
en su interior por realizar lo que califica como el bien. Esta acción se ve ligada sin lugar a dudas
a la vida del hombre y a su propio deseo de obrar de determinada manera frente a los hechos
que conforman la cotidianidad misma de la vida de todo ser; esta posición, según lo manifiesta
Pablo, no nace de la naturalidad humana sino que está dada por algo externo a la persona:
“en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo”(Rm 7, 18) y es que en
palabras de Juan Pablo II “los hombres llegan a ser luz en el Señor”(VE 1). Es esta luz la que
ilumina la actuación del ser humano y lo mueve a caminar en las obras de la luz.

Pero aunque exista de forma constante esta liberada batalla en el interior del hombre, este
no actúa sólo frente a las fuerzas que tienden a dominar su propia voluntad y su conciencia,
sino que en cooperación con otros actores de la realidad terrena, que se ponen al servicio de
cada hombre y de todo el mundo (VE 3) se generan lazos de cooperación para responder a lo
que atañe a la vida misma de la persona.

Por tanto las normas de conducta que ya el mismo hombre lleva grabadas en su corazón, son
fuentes profundas que iluminan las opciones cotidianas de cada persona, tal como lo advierte
la Veritatis Splendor en su numeral cuatro. Dicha ley pese a ser asequible a todo ser humano,
es instruida e iluminada por múltiples contenidos de la tradición y de la vida elaborada de la
comunidad creyente, dejando entre ver en medio de tal enseñanza la necesidad profunda que
debe sentir la persona de buscar lo que es bueno, no sólo para sí misma, sino también para
los demás, aquellos con quienes se comparte de forma directa o indirecta el mundo, el hábitat,
nuestra casa común.

De allí que exista siempre la necesidad constante del hombre por cuestionar su propio modo
de actuar y la respuesta que da a determinada situación, porque en ella –en su respuesta–, es
donde puede vislumbrarse más claramente la práctica de la virtud a la que él tiende. Tal es el
caso del joven que entabla diálogo con Jesús en el Evangelio de Mateo (Mt 19, 16 ss): ¿qué
debo hacer?, respuesta que claramente no se queda anquilosada en meras prácticas de
piedad, sino que trascienden incluso las concepciones mismas de la bondad, del bien, que no
se practica por la aprehensión de normas o rituales, sino que es dada por un poder mayor al
mismo hombre, pero que en él se revela, es el mismo Dios.

REFERENCIA

JUAN PABLO II. Carta Encíclica: Veritatis Splendor. Vaticano, 1993.

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