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UNIVERSIDAD DE ECATEPEC

CARRERA: DERECHO

MATERIA: DEOTOLOGÍA JURÍDICA

ALUMNOS:

RIVERA SOTO ELESBAAN

SERRANO RAMIREZ EDUARDO

PROYECTO: PRINCIPIOS DE LA ÉTICA PROFESIONAL O CRITERIOS DE


ACTUACIÓN DEL ABOGADO
DESINTERÉS Y VERACIDAD
“La verdad es incontrovertible; la malicia puede atacarla, la ignorancia puede
burlarse, pero al final está ahí”
-Winston Churchill
“En una controversia, en el instante en el que sentimos ira ya hemos dejado de
luchar por la verdad, y hemos comenzado a luchar por nosotros mismos.
Verdad y mentira son dos conceptos básicos para entender la realidad. Una
afirmación puede ser verdadera o falsa y para saberlo se ponen en marcha criterios,
pruebas o datos que lo demuestren. En principio, la verdad exista cuando hay una
correspondencia entre lo que se afirma y los hechos mencionados. Y la veracidad
es todo aquello que tiende hacia la verdad.
El ser humano busca la verdad de las cosas, quiere saber qué son, cómo funcionan
o para qué pueden servir. Por lo tanto, tenemos una actitud natural que nos empuja
a comprender la realidad. Se podría decir que deseamos la verdad, no por una
cuestión moral sino por estricta necesidad. Al conocer un elemento, podremos
beneficiarnos de él. Esta actitud que tenemos en relación con la verdad es
precisamente el elemento esencial de la veracidad.
Hay situaciones en las que la veracidad tiene un valor específico. Un contrato legal
parte de la noción de que las cláusulas son ciertas y que el propósito de lo que se
establece en ellas es veraz y no hay razones ocultas de ningún tipo. Algo similar
ocurre cuando alguien nos dice algo, pues normalmente le otorgamos credibilidad,
confiamos en lo que nos trasmite, lo cual significa que creemos en la buena fe de
sus palabras, en la veracidad de las mismas.
La veracidad, según Jean Paul Sartre, sería la concordancia de lo que el hombre
piensa o dice de sí con lo que realmente es. Esta definición tiene cierto parecido
con la formulación clásica de la verdad (correspondencia del pensamiento con la
cosa); pero sus presupuestos son distintos.
El postulado más básico de Sartre está en su obra El ser y la nada, donde afirma
que el hombre es incapaz de veracidad, porque su estado original es de mala fe
(mauvaise foi). De modo que, si intentara la veracidad, ello sería un signo
inequívoco de mala fe. Para aclarar esa extraña tesis, Sartre dice que el hombre no
tiene un “ser fijo” y permanente con propiedades concretas. El hombre no es un ser
“fijo”, sino una “tarea” de hacerse a sí mismo libremente. La tarea de existir no es,
pues, cómoda ni se apoya en una naturaleza previa y consistente; por lo tanto, la
vida de cada cual exige un doble esfuerzo: el valor de no caer en un ser fijo, y el
coraje de inventarse continuamente. La gran tentación que el hombre sufriría es la
de gravitar plácidamente en un ser suyo ya dado; y si acepta esa tentación queda
atrapado en una existencia falsa e inauténtica. Si el hombre es un quehacer, una
tarea de existir, pero acepta a la vez que hay en él una propiedad concreta y firme
(y por tanto “estacionaria”, inamovible), está operando de mala fe, pues se “cosifica”
en vez de captarse a sí mismo en su ágil y móvil libertad. La pretendida veracidad
(decir algo real y permanente) ocultaría el auténtico existir (fluido, inestable,
discontinuo).
La veracidad, en cambio, es asunto de voluntad y, por tanto, de talante, de carácter,
de personalidad: significa la fuerza volitiva impresa en una afirmación que se dirige
a decir la verdad. “Veracidad” implica amor a la verdad y voluntad de que se
reconozca y acepte la verdad. Es la actitud firme por la que alguien dice la verdad
y, según esto, por ella decimos que uno es «veraz». Tal veracidad es
necesariamente una actitud volitiva firme y permanente; y el mismo hecho de decir
verdad es un acto bueno. La veracidad hace bueno a quien la tiene y también hace
buenas sus obras.
También la verdad obliga, porque es algo incondicionado y supremo. Y al ser
incondicionada no me puedo rebajar a decirla cuando me es agradable, o a
silenciarla cuando me es desagradable. La verdad que pienso y siento he de ponerla
en palabras, a pesar del daño o peligro que pueda causarme el decirla. Debo decirla
en absoluto, sin abreviarla ni deformarla. Puedo callarla cuando la situación
recomienda un prudente silencio. Eso es también bueno.
Pero lo “bueno” implica un orden. Ahora bien: hay un orden especial por el que
nuestros actos externos, palabras u obras, guardan la debida relación con otras
cosas: por ejemplo, el signo o la palabra con lo significado. Y para esto se dispone
voluntariamente el hombre mediante la veracidad; una actitud radical muy especial.
Por tanto, la veracidad no es una simple actitud mental arraigada en la inteligencia,
sino más profundamente está radicada en la voluntad, en el ánimo. Vista así, la
veracidad es uno de los fundamentos integradores de la personalidad; y actúa no
por instantes evanescentes, sino con la fuerza de lo permanente. La veracidad exige
que se diga siempre la verdad, una y mil veces: decirla como brote de una actitud
permanente interior.
La veracidad coincide en parte con la justicia y en parte no llega a la esencia misma
de la justicia. La veracidad coincide con la justicia en dos notas: una, en lo de
referirse a otro, en la alteridad: y en efecto, manifestar es acto de la veracidad
dirigido a otro en cuanto que un hombre expone a otro lo que piensa y siente. La
segunda, en cuanto que la justicia establece cierta igualdad entre las cosas, que es
lo mismo que hace la veracidad al establecer una igualdad y equilibrio entre las
palabras y la realidad (Santo Tomás, STh II-II, q. 109, a. 3).

En cambio, la veracidad no implica un débito en sentido estricto, como el que implica


la justicia. Pues lo que implica la veracidad no es el débito legal, objeto de la justicia,
sino más bien el débito moral, según el cual un hombre está obligado a decirle la
verdad a otro, por integridad moral. La presencia insobornable de este débito moral
hace que un hombre, por ser social –un ser de convivencia– le deba a otro
naturalmente todo aquello sin lo cual sería imposible la conservación de la sociedad.
Ahora bien: la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los
otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad. En este sentido, la
veracidad implica de algún modo una especie de débito.
También nuestra existencia entera reposa en la verdad. Las relaciones de las
personas entre sí, las formas de la sociedad, la ordenación del Estado, la educación,
la política, o sea, la obra humana en sus múltiples formas, todo ello descansa en
que la verdad conserve validez, no solamente en sí misma, sino también en nuestra
voluntad de mantener esa verdad.
La vida personal no está constituida por una sola actitud interior: es más bien una
integración solidaria de varias actitudes fundamentales. No hay en ella un sonido
aislado: siempre hay acordes. De la misma manera, tampoco puede existir la “pura”
veracidad: sería dura y ella misma sería inhumana. Lo que existe es la veracidad
viva, en la que influyen los demás elementos del bien: la comprensión, el amor y el
cuidado que debemos a la persona.

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