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Buenas tardes.

En este día conmemoramos el fallecimiento de Manuel Belgrano, uno de nuestros máximos


próceres, creador del Símbolo que nos representa ante el mundo y el que nos permite, junto
al Himno Nacional y nuestro Escudo, sentirnos inmediatamente identificados al observarlo
en cualquier lugar del planeta. Por supuesto nos referimos a nuestra querida Bandera celeste
y blanca.

Es bueno que esta fecha sirva una vez más para reflexionar sobre nosotros mismos, sobre
nuestra realidad, y sobre los hombres y mujeres que forjaron nuestra Historia.

Para lograr esto último es preciso eliminar por completo las barreras que la Historia Oficial
ha creado al colocar a esos hombres y mujeres (pero fundamentalmente hombres, porque
las mujeres han sido mayoritariamente pasadas por alto) sobre un pedestal, elevándolos a
una condición de semidioses que nos impide sentirnos identificados con esos seres cuasi
místicos.

Es importante recordar que tras el mármol y el bronce hubo hombres y mujeres de carne y
hueso, con aciertos y errores, tal como cualquiera de nosotros.

En el caso de Manuel Belgrano, tenemos a un abogado y periodista, con una gran


formación académica y una importante posición económica, quien por servir a una causa en
la que creía fervientemente comandó ejércitos a pesar de su escasa formación militar y
terminó muriendo en la absoluta miseria, ya que su fortuna desapareció por haber sido
puesta enteramente a favor de la causa patriota.

Si tal sacrificio nos parece hoy inconcebible no es porque Belgrano, San Martín o Juana
Azurduy fueran personas extraordinarias. Nos parece hoy tan lejano su sacrificio porque
hemos perdido el idealismo. Porque se ha dejado de creer en la utopía. Porque nos hemos
resignado a que el mundo es como es y no se puede cambiar.

Aquellos hombres y mujeres comprendieron desde el primer momento que la causa que
defendían era mucho más importante que ellos mismos y así vivieron y murieron, dejándolo
todo por la Patria: su salud, su dinero y sus propias vidas.

Hoy estamos prácticamente en las antípodas de ese pensamiento. Hoy vivimos en un


individualismo extremo, que nos impide pensar en algo más que en el propio beneficio
económico o social, lo que en primera instancia no estaría mal, pero que se vuelve un
despropósito cuando se lo considera un fin que justifica todo tipo de medio para ser
alcanzado.

Mucho se habla hoy de la corrupción, un mal que aqueja a nuestros países casi desde el
comienzo de nuestra Historia independiente y es indudable que esto es una realidad, pero
no debemos caer en la trampa de pensar que la corrupción afecta sólo a la clase política.
Entenderlo de esa manera es simplemente una forma de hipocresía, consciente o no, pero
hipocresía al fin. Es la doble moral de creer que no es corrupción que un empresario
explote a sus trabajadores pagándoles menos de lo que la ley exige. Que no es corrupción la
evasión fiscal, los barrios privados que se cuelgan del suministro eléctrico, los productores
rurales que tienen peones casi esclavizados, la connivencia de las Fuerzas de Seguridad con
toda clase de delitos, los abusos sexuales en instituciones religiosas, el robo de suministros
de los hospitales por parte del propio personal de dichas instituciones o el cobro de coimas
a diestra y siniestra, aún en una ciudad tan pequeña como la nuestra.

Hasta que no seamos plenamente conscientes de que toda búsqueda de ventaja, de eludir las
normas apelando a una supuesta viveza característica de nuestra idiosincrasia constituye un
acto de corrupción, no podremos empezar a salir de la acusación facilista que nos pretende
excluir de toda culpa.

Otra de las enseñanzas que podemos extraer de la vida y la gesta de aquellos hombres y
mujeres de la primera generación de revolucionarios, y que podemos extrapolar a ejemplos
más cercanos en el tiempo, es que ninguno de ellos, ni siquiera Belgrano con su
extraordinaria entrega, ni San Martín con su enorme capacidad de estratega habrían logrado
nada si no hubiesen tenido el apoyo de muchísima otra gente que acompañó y brindó su
apoyo hasta las últimas circunstancias.

¿Qué habría sido de nuestro país, y de medio continente, como dice la Marcha, sin el
sacrificio de Cabral? ¿Podemos atribuir ese acto heroico de un soldado raso simplemente a
la disciplina militar? Lo dudo. Tal como el general Mitre dudaba de que quisieran
asesinarlo sus propios soldados en la Guerra del Paraguay, para lo cual recomendaba enviar
a los argentinos al frente para que fueran exterminados lo antes posible.

El discurso del mérito no es más que otra forma de aislarnos. De hacernos creer que la vida
es una eterna competencia en la cual todo tipo de artilugio es válido mientras nos permita
llegar antes a la meta.

Los méritos individuales siempre están ligados a las circunstancias, al entorno y –aunque
muchos quieran negarlo- a la suerte. Sólo cuando se da la conjunción entre todos esos
factores podemos llegar a las metas deseadas. ¿Existe otro camino? Los hechos demuestran
que sí. ¿O no nos hemos preguntado con estupefacción ante determinadas situaciones ‘¿y
este cómo hizo para llegar donde está?’? Existe otro camino, pero es el camino del
amiguismo, del ventajismo y de esa viveza que nos hace creer que siempre el delincuente es
el otro.

En fin. Quizá todo lo expresado no sea más que una muestra de ingenuidad, y pido las
disculpas del caso, pero lamentablemente no puedo evitar expresar una mirada crítica y
autocrítica por las actitudes que a diario cometemos, y de las que aquella primera
generación de patriotas revolucionarios como a quien hoy recordamos, sin duda alguna
renegaría.

Ojalá podamos recuperar la integridad que hemos perdido hace tiempo. Todos los próceres
de nuestra Independencia se lo merecen.

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