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El sismo que viene, o esperando a Godot

Por Gerardo Suárez


Septiembre 19, 2013 | Tags:
 Polifonía
 costa de guerrero
 temblor
 epicentro
 sismos

Muchos sismólogos podrían identificarse con Vladimir y Estragón. En la tragicomedia absurdista de Samuel Beckett,
estos dos personajes esperan inútilmente a un tal Godot que nunca termina por mostrarse; los sismólogos mexicanos –
y tal vez una buena parte de la población del país– aguardan igualmente, con impaciencia e incertidumbre, al ya
mítico futuro gran sismo en la costa de Guerrero.
Las razones para esperar un sismo de gran magnitud en la región costera de Guerrero están bien fundadas. Sabemos
que la superficie de nuestro planeta está pavimentada, por así decirlo, por grandes cascarones a los que llamamos
placas tectónicas. Estas placas se mueven entre sí a velocidades de varios centímetros al año. El movimiento entre
ellas, sin embargo, no es continuo. Por años, la fricción que existe en la superficie que separa a una placa de otra
frena este movimiento relativo. Después de muchos años, el esfuerzo acumulado es mayor que la fricción que existe
entre las placas y se produce un desplazamiento súbito, que en el caso de un gran sismo puede ser de varios metros.
Este desplazamiento, casi instantáneo produce las ondas sísmicas que sentimos segundos más tarde como sismos o
terremotos.

La costa de Guerrero y, de hecho, toda la costa del Pacífico mexicano, es una de estas fronteras entre placas
tectónicas. La placa de Cocos que forma el piso del océano Pacífico se mueve hacia el continente a una velocidad de
aproximadamente 6 centímetros al año. Los movimientos súbitos en segmentos de esta frontera de placas han sido
responsables de los grandes sismos que el sur del país ha experimentado en el pasado reciente. El sismo de 1985, que
tantos daños causó en la ciudad de México, tuvo lugar en la costa de Michoacán. En una amplia región de la costa de
Guerrero no ha habido sismos mayores de magnitud 7.5 desde los albores del siglo pasado. Amantes de la historia
recordarán que cuando Don Francisco I. Madero entró triunfalmente a la ciudad de México el 7 de junio de 1911, se
sintió un fuerte temblor de magnitud 7.7. Decían sus huestes: ¡Cuando Madero entra a la capital, hasta la Tierra
tiembla!

El famoso temblor que hizo caer al Ángel de la Independencia el 28 de julio de 1957, dejó en una larga franja costera
del estado de Guerrero otro vacío donde la energía sísmica parece estarse acumulando desde hace muchas décadas.
Vale la pena recordar que aun un ejército de sismos pequeños, como los que ocurren de manera rutinaria en toda la
costa del Pacífico mexicano, no liberan la energía equivalente a la de un sismo del calibre del temblor maderista o de
magnitud 8.1, como el fatídico terremoto del 19 de septiembre de 1985. El hecho que desde hace muchos años la
mentada placa de Cocos no se haya deslizado es lo que lleva a pensar que en esa zona se producirá un sismo
destructor.

La realidad y la geología, desafortunadamente, son harto más complejas. Quienes en 1985 estábamos atentos a la
sismicidad de México, al sentir los vaivenes de la Tierra que llegaron a la ciudad pasadas las siete de la mañana,
pensamos casi unánimemente que el temblor responsable habría ocurrido en Guerrero –desde entonces se esperaba ya
el inminente arribo de ese Godot guerrerense. Al caer las líneas de teléfono que transmitían los datos de la exigua y
raquítica red de sismógrafos distribuidos entonces en nuestro país, fue el venerable anciano, pero siempre fiel y leal
sismógrafo mecánico de Tacubaya, instalado en 1907, quien nos permitió identificar de manera muy aproximada la
región epicentral del temblor. La magnitud que se dio inicialmente a la prensa, hay que confesarlo, fue una mera
suposición. No había registros para hacer un cálculo apropiado.

A la pregunta frecuente y gastada de si habrá otros temblores como el de 1985 en el futuro, la respuesta de los
sismólogos, cruda pero realista, es: sí, por supuesto que los habrá. ¿Podrán ser de una magnitud tan grande como la
del sismo de 1985? De nuevo, la fría pero certera respuesta es que un próximo gran terremoto podría ser de esa
magnitud y tal vez hasta mayor. Los movimientos entre las placas son inevitables y la placa de Cocos seguirá su
geológico peregrinar, moviéndose lenta pero tercamente hacia el continente.

Una gran cantidad de crónicas de viajeros, informes oficiales, peticiones de fondos para reparar daños en iglesias y
edificios dirigidas a autoridades civiles y eclesiásticas y memorias de acuciosos y observadores ciudadanos, nos dan
fe que en los últimos 500 años nuestro país ha estado sujeto a las consecuencias sísmicas de su caprichosa geología.
Aún más, nuestra historia sísmica evidencia que los terremotos más dañinos no necesariamente ocurren en la siempre
culposas costas de Jalisco, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas. El registro histórico de daños nos enseña que
hay otro tipo de peligrosos temblores en la zona central del país, que si bien son menos frecuentes que los sismos
costeros y generalmente de menor magnitud, el epicentro de estos temblores está en la zona donde se han asentado la
mayor cantidad de mexicanos. Desde nuestro pasado prehispánico, el clima templado y la fértil tierra de la llamada
Faja Volcánica Mexicana son un imán irresistible que históricamente ha atraído a las mayores concentraciones
urbanas de nuestro país.

El siglo pasado, los sismos de Acambay, estado de México (1912) y de Xalapa (1920), causaron grandes pérdidas
humanas y materiales. Es un hecho poco conocido que después del temblor del 19 de septiembre de 1985, el temblor
de Xalapa de 1920 es el que más vidas ha cobrado. Los aludes de lodo y roca que se desprendieron de las barrancas
del río Pescados enterraron pueblos enteros. Se estima, con base en los inciertos censos de aquella época, que las
pérdidas humanas pudieron haber sumado casi 800 personas.

¿Qué hacer frente a este fenómeno inevitable e imbatible? Ciertamente, la respuesta no es adoptar una actitud fatídica
y pesimista. Tampoco soñar con el espejismo lejano e incierto de la predicción sísmica, porque aun si esta fuera
posible, su utilidad real sería muy limitada en nuestras grandes ciudades, toda vez que evacuarlas no es una opción
realista.

Nuestra única defensa es la prevención. Necesitamos saber cómo se comporta el subsuelo, conocer su historia
sísmica, construir con reglamentos antisísmicos adecuados e instrumentar programas de protección civil acordes a las
necesidades de la población y a las condiciones geológicas locales. Estar preparados es nuestra única defensa realista
y efectiva. No hay aquí una solución fácil.
Un desastre más allá del terremoto
Por Gerardo Suárez, Virginia García Acosta y Rogelio Altez

¿Qué sucede cuando un país ignora su propio mapa de riesgos? ¿Podrían haberse atenuado los efectos del
terremoto de haber estado mejor preparada la isla? Un grupo de especialistas responde estas preguntas, a la vez que
describe las causas geológicas del sismo haitiano.

Marzo 2010 | Tags:


 Convivio
 Artículo de opinión

Cientos de edificios colapsados; la infra-estructura del país destruida; un gobierno paralizado ante la tragedia,
totalmente rebasado e incapaz de hacer frente a la emergencia; víctimas atrapadas en los escombros una semana
después del evento; la infraestructura hospitalaria prácticamente obliterada; incapacidad logística para distribuir la
ayuda llegada del extranjero. Para muchos mexicanos, estas dramáticas imágenes que llegan de Haití son un triste
regreso de la memoria a la ciudad de México colapsada hace ya casi veinticinco años, durante el temblor ocurrido
aquel 19 de septiembre.

Lo que en México fue una tragedia en 1985, en Haití adquiere las dimensiones de una hecatombe. Las cifras que
empiezan a emerger, a pesar de su imprecisión y tal vez hasta de su manejo político, hablan elocuentemente de la
magnitud del desastre. En Puerto Príncipe se estima que casi tres cuartas partes de las construcciones fueron
destruidas o están severamente dañadas; y en el poblado vecino de Léogâne, epicentro del terremoto del 12 de enero,
la proporción se acerca al 90%. Los edificios gubernamentales se colapsaron casi en su totalidad, obligando al
presidente a atender sus funciones y la emergencia en una pequeña oficina de la policía. La información del número
de muertes ha oscilado con cada declaración del gobierno haitiano; se habla de al menos 150,000 decesos, aunque
hay organizaciones independientes que afirman que el número podría llegar a 200,000. Expertos más conservadores,
sin embargo, citan cifras menores: entre 40,000 y 50,000 muertos.

Las Naciones Unidas estiman que hay alrededor de 600,000 personas sin hogar en Puerto Príncipe; algunos
organismos no gubernamentales las cifran en más de un millón. Podemos apreciar la magnitud de este desastre
haciendo un ejercicio de comparación: si la ciudad de México hubiera sufrido daños en esta misma proporción
durante el temblor de 1985, el número de decesos habría sido de más de un millón de personas y de casi tres millones
y medio de damnificados.

Las razones geológicas


En una de sus primeras entrevistas a la prensa, el presidente de Haití René Préval declaró que un sismo como este “no
había ocurrido nunca” en la región. Lamentablemente esta afirmación tan socorrida por gobiernos, que frente a graves
desastres tratan de encontrar una respuesta a lo sucedido recurriendo al argumento de la excepcionalidad del
fenómeno, es totalmente falsa. Hace casi un siglo el reverendo J. Scherer publicó la primera cronología de sismos que
han afectado a Haití desde su colonización hasta esa fecha.1 En ella da cuenta de los daños y efectos producidos por
una serie de sismos destructivos ocurridos en la isla de La Española, comenzando por el temblor de 1502. A este
siguieron los de 1562, 1673, 1684, 1701, 1751, 1761, 1770, 1860, 1887, 1904, 1911 y uno más en 1946. Entre ellos,
los sismos más destructores en Haití parecen haber sido el del 18 de octubre de 1751 en Puerto Príncipe, que tenía
poco tiempo de existir, y el del 3 de junio de 1770. Este último, en particular, causó extensos daños en la entonces
pequeña ciudad de Puerto Príncipe. La mayor parte de las construcciones fueron aplanadas y aproximadamente
doscientas personas murieron en ella y cincuenta en Léogâne.2 El número de víctimas pudo ser mayor, de no ser por
un ruido subterráneo sentido algunos segundos antes de la ocurrencia del temblor, lo cual sirvió como una alerta que
permitió que la población saliera corriendo de casas y edificios. En esa ocasión se prohibió en Puerto Príncipe la
reconstrucción con mampostería que no estuviera reforzada con madera; lamentablemente nunca más se tomaron
previsiones similares.

Los sismos en Haití se deben al hecho de que la isla de La Española es una frontera de placas tectónicas. Las placas
tectónicas forman el cascarón externo de la Tierra y se mueven una con respecto a la otra. El movimiento entre las
placas no es continuo sino episódico. La fricción existente en la frontera de placas las frena, hasta que la energía
acumulada rebasa la fuerza de fricción entre ellas. Al vencerla, ocurre un deslizamiento súbito a lo largo de la falla
geológica, provocando un terremoto. Estos deslizamientos ocurren repentinamente con periodos que van desde varias
decenas a centenas de años. La falla geológica de Enriquillo-Plantain Garden, hipocentro del terremoto del 12 de
enero, forma la frontera entre la placa del Caribe y la placa de Norteamérica. La mayor parte de los grandes sismos en
la historia de Haití han ocurrido a lo largo de esta frontera.

Geológicamente, esta falla es similar a la falla de San Andrés, que separa la placa del Pacífico de la placa
Norteamericana y que produjo el famoso temblor de San Francisco en 1906. Ciudades como Tijuana, Los Ángeles y
San Francisco están a lo largo de esta falla. Sin embargo, las velocidades promedio de movimiento relativo entre
estos pares de placas tectónicas son distintas. En el caso de la falla de San Andrés, el movimiento promedio es de seis
centímetros al año; en Haití, el sistema de fallas que forman la frontera geológica se desplaza dos centímetros al año,
aproximadamente.

El reciente sismo de Haití fue causado por el desplazamiento súbito de un segmento de 40 kilómetros de largo sobre
la falla de Enriquillo-Plantain Garden. El deslizamiento sobre la falla fue de casi cuatro metros y desplazó la parte sur
de la isla, asentada sobre la placa del Caribe, hacia el este con respecto al resto de la isla, que está sobre la placa
Norteamericana. Este movimiento tuvo lugar en unos cuantos segundos, dando origen a las ondas sísmicas que
sacudieron la región.

Catalizadores del desastre

El temblor de Haití no debió haber sido sorpresa para nadie. Los desastres sí avisan es el título de un libro publicado
hace ya varias décadas.3 Desde hace muchos años los especialistas discutían la probabilidad de que un sismo de
magnitud importante ocurriera en la mencionada falla geológica. Los pronósticos ubicaban la magnitud del probable
sismo en 7.2, no muy lejos de los 7.0 grados del temblor de enero pasado en Haití. Esto no constituye una predicción
formal del sismo, sino un pronóstico a largo plazo que debió haber gestado una serie de acciones destinadas a mitigar
y reducir los daños potenciales debidos a un sismo de esta magnitud.
Tristemente, como sucede en muchos países, incluido México, en Haití no se tomó ninguna medida para mitigar un
posible desastre de origen sismológico. Si bien fue la magnitud del temblor, aunada al hecho de que su epicentro se
ubicó muy cerca de la ciudad de Puerto Príncipe, lo que produjo ondas sísmicas de gran amplitud, hay otros factores
que sirvieron como catalizadores de esta tragedia. Resulta evidente que la calidad de las construcciones de esa capital
es muy pobre. Edificaciones como el palacio presidencial, la sede de la misión de paz de las Naciones Unidas, el
Ministerio de Justicia, el de Obras Públicas, y la mayoría de los edificios gubernamentales y privados más
importantes, se desplomaron durante el temblor.

Una de las razones más determinantes de la debilidad estructural de los edificios haitianos es la ausencia de un
reglamento de construcción sismorresistente que tome en cuenta las condiciones sísmicas de Haití, estableciendo una
práctica adecuada de diseño y construcción. El hecho de que una ciudad con más de tres millones de habitantes no
tuviera un reglamento de construcción sismorresistente es obviamente resultado de las condiciones sociales y
económicas de Haití. Sin embargo, es también una muestra de la falta de previsión de muchos países y organismos no
gubernamentales que han ofrecido su ayuda para paliar las necesidades de la población, los cuales no identificaron
esta carencia y las funestas consecuencias que traería consigo.

La deficiente calidad de las construcciones es producto también del crecimiento acelerado y sin control de Puerto
Príncipe debido a la creciente migración rural a la capital. La ciudad se rodeó de barriadas que también sufrieron
fuertemente los efectos del sismo. Por otro lado, Haití no cuenta con un sistema adecuado de protección civil y carece
de recursos materiales y humanos para atender desastres asociados con fenómenos naturales. El país ha sufrido los
embates de ciclones que afectan la región y para ello tampoco existen previsiones, aunque estos fenómenos se
presentan año tras año. Estas carencias, aunadas a un gobierno débil y a instituciones gubernamentales frágiles,
imposibilitan la atención rápida y efectiva en caso de desastres.

Los desastres no son naturales

Las vulnerabilidades acumuladas y los riesgos construidos son particularmente evidentes ante la presencia de
amenazas naturales potencialmente destructoras. “Los desastres no son naturales” reza la frase con la que surgió en
1991 la Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres en América Latina (LA RED), intentando con ello dar
cuenta de que muchos de los desastres son generados por prácticas humanas vinculadas con la degradación ambiental,
el crecimiento y la concentración demográfica, los procesos de urbanización, la gobernanza y la gobernabilidad. 4

Los estudios históricos y los análisis antropológicos sobre sismos en varios países de América Latina durante los
últimos quinientos años han demostrado el papel que el incremento de la vulnerabilidad y la creciente construcción
social de riesgos juegan en la ocurrencia de desastres.
Uno de tantos ejemplos proviene de comparar dos terremotos ocurridos en México, el de 1845 y el de 1985, ambos
con magnitud similar, pero con efectos e impactos muy diferentes: el del 7 de abril de 1845, con una magnitud
estimada de 8.1, la misma que 140 años después tendría el devastador sismo del 19 de septiembre, provocó daños
severos en la capital del país; no obstante, en 1845 se registraron 17 personas lastimadas o muertas, mientras que en
el ocurrido en el siglo XX las cifras oficiales hicieron referencia a alrededor de 6,500 fallecidos.5 Como ha dicho el
sismólogo mexicano Cinna Lomnitz: ¿qué es lo que mata: los sismos o los edificios?

Eternas confusiones

Como vimos antes, los centros de población con mayor desarrollo y crecimiento se encuentran en una relación
exponencialmente peligrosa: el aumento de la población ha sido directamente proporcional al aumento de su
vulnerabilidad. Cada vez que una amenaza se materializa, los desastres provocan daños, cuyo impacto se mide por el
número de muertes, y no por el costo material de la destrucción. El reciente terremoto de Haití da cuenta con creces
de estas circunstancias.

La falta de recursos para atender muertes masivas ha conducido a respuestas que continúan repitiéndose desde hace
siglos y en casi todas las sociedades: piras funerarias, fosas comunes sin ninguna sistematización, o bien el entierro
apresurado de los cuerpos sin el protocolo de su identificación. No existen protocolos convencionales que cuenten
con recursos formales y sistemáticos para estimar el número de fallecidos en casos de “desastres de muertes
masivas”, y que permitan, asimismo, determinar sus impactos y alcances. La instrumentación de una herramienta tal
choca con tres variables: a) la inmediatez con que las autoridades en turno estiman el número de decesos; b) el
aprovechamiento por parte de los medios de comunicación de elevadas cantidades de víctimas para captar
consumidores de noticias; c) la conveniencia que representa un alto número de fallecidos como indicador de la
magnitud del desastre para atraer ayuda internacional.

Un ejemplo es la tragedia del estado Vargas, en Venezuela, ocurrida en 1999. Las estimaciones sobre el número de
fallecidos oscilaron entre 10,000 y 50,000. Esas diferencias en decenas de miles no sólo resultan irrespetuosas, sino
confusas e ineficientes. Investigaciones académicas realizadas en los archivos de las morgues y los cementerios
señalan que el número de fallecidos en aquel desastre no supera las 700 personas, cosa que revela la falta de
escrúpulos en el manejo de las cifras por parte de las autoridades.6 Ante semejante diferencia, corresponde
preguntarse sobre la falibilidad de las estimaciones en situaciones similares, y el ejemplo de Haití, donde los cálculos
han fluctuado significativamente, vuelve a llamar la atención al respecto.

La metodología más eficaz ante las muertes masivas producto de un desastre fue presentada por un equipo de
médicos forenses luego del tsunami de 2004.7 Esta estrategia supone el entierro en fosas comunes de los cuerpos
rescatados, parcelando la fosa e identificando el lugar de entierro del mismo modo que los arqueólogos dividen sus
excavaciones. Esto permite que los familiares de las víctimas puedan acudir a las listas de protocolos, reconocer a sus
posibles allegados y acudir al lugar de entierro para que, luego de una exhumación cuidadosa, sean identificados los
cadáveres hallados. Para esto las autoridades han de contar con equipos de refrigeración previamente dispuestos, así
como con cuerpos de forenses entrenados a tal fin. La experiencia en estos países resultó ejemplar.

El nebuloso futuro de Haití

El temblor de Haití del 12 de enero de 2010 evidencia claramente la ausencia de políticas adecuadas y de largo plazo
para mitigar los desastres. Puerto Príncipe es una de tantas ciudades latinoamericanas ubicadas a lo largo de fronteras
de placas, en las cuales se replican muchas de las razones que provocaron esta tragedia: incremento masivo de la
vulnerabilidad física por la construcción irregular y de baja calidad, ausencia de reglamentos de construcción o su
aplicación inadecuada, falta de una cultura de protección civil, carencia de recursos y personal necesario para atender
de manera exitosa y oportuna la emergencia y, particularmente, condiciones históricas de miseria y descomposición
que se han manifestado claramente en una mínima cohesión social.

No obstante, las condiciones de pobreza y atraso económico de Haití no deben constituir una explicación fácil y
expedita para justificar los daños y el enorme número de víctimas. La trágica situación haitiana debe ser un llamado
de atención para muchas ciudades latinoamericanas ubicadas en fallas geológicas activas. El suponer que un desastre
de esta naturaleza se debe únicamente a las carencias sociales y económicas de Haití sería atender sólo una parte del
problema. Baste mencionar los daños ocasionados por el paso del huracán Katrina en la ciudad de Nueva Orleans, en
2005, para demostrar que si bien la riqueza de un país o su grado de desarrollo pueden ser determinantes en la
capacidad de respuesta y recuperación de la población dañada, no son de suyo garantías para evitar las catástrofes.

La ausencia de recursos en uno y otro casos conduce al advenimiento de otro tipo de víctima en situaciones similares:
los desaparecidos. En muchos casos, cuando no existen instrumentos eficientes al respecto, los desaparecidos
sobrevienen como un resultado inevitable, pues buena parte de los cuerpos que nunca llegan a ser identificados
encierra a muchos de los denunciados como desaparecidos. Igualmente, cuando el caos generalizado se apodera de la
emergencia, el tráfico de personas (especialmente niños y adolescentes) se asoma dramáticamente, como ha ocurrido
después del terremoto del 12 de enero.
El drama que nos arropa con esta nueva tragedia conduce a preguntas indefectibles. ¿Cómo reconstruir Haití? ¿Cómo
devolverle sus edificios públicos y religiosos, sus viviendas, sus vías de comunicación, su vida cotidiana? La falta de
institucionalidad, la pobreza, la violencia, el deterioro social y económico se presentan como un entramado
insoslayable antepuesto a cualquier esfuerzo por entregarle una nueva vida, una salida digna, un camino seguro.
¿Cómo reconstruir Haití, entonces, sin volver a construir, con todo ello, nuevos riesgos que conducirán a nuevos y
mayores desastres? Hoy estas interrogantes aún se encuentran muy lejos de tener respuestas claras y satisfactorias. ~

______________________________

1. Bulletin Semestriel de l’Observatoire Météorologique du Séminaire-Collège St. Martial (1911) y Boletín de la Sociedad Sismológica de América (1912).

2. José Grases, Terremotos destructores del Caribe: 1502-1990, Montevideo, UNESCO-RELACIS, 1990; Stephen Taber, “Jamaica earthquakes and the Bartlett Trough”,

Bulletin of the Seismological Society of America, vol. 10, núm. 2, pp. 55-89, 1920; Stephen Taber, “The seismic belt in the Greater Antilles”, Bulletin of the Seismological

Society of America, vol. 12, núm. 4, pp. 199-219, 1922.

3. Andrew Maskrey, Los desastres sí avisan, Lima, ITDG, 1991.

4. Riesgo y pobreza en un clima cambiante / Invertir hoy para un mañana más seguro / Informe de evaluación global sobre la reducción del riesgo de desastres 2009, Ginebra,

Naciones Unidas, 2009.

5. Virginia García Acosta y Gerardo Suárez Reynoso, Los sismos en la historia de México, vol. 1, México, UNAM/CIESAS/Fondo de Cultura Económica, 1996.

6. Rogelio Altez, “Muertes bajo sospecha: investigación sobre el número de fallecidos en el desastre del estado Vargas, Venezuela, en 1999”, Cuadernos de Medicina Forense,

vol. 13, núm. 50, pp. 255-268, 2007.

7. Un equipo compuesto por médicos de Tailandia, Sri Lanka, Indonesia, Inglaterra, la OMS y la OPS, publicó sus resultados en la revista PLoS Medicine bajo el título “Mass

Fatality Management following the South Asian Tsunami Disaster: Case Studies in Thailand, Indonesia, and Sri Lanka”, en el volumen del 6 de junio de 2006.

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