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Parte I: ¿Qué es la codependencia y quiénes la tienen?

Capítulo I

1. La historia de Jessica.

El sol brillaba, y era un bello día cuando lo conocí.

Luego, todo se volvió una locura.

GEORGIANNE, casada con un alcohólico.

Esta es la historia de Jessica. Dejaré que ella la cuente.

Me senté en la cocina, bebiendo café, pensando en mis labores domésticas sin terminar. Los
platos. Sacudir. Ropa por lavar. La lista era interminable y, aun así, no podía comenzar. Era
demasiado para pensar en ello. Hacerlo me parecía imposible. Igual que mi vida, pensé.

La fatiga, una sensación familiar, se apoderó de mí. Me dirigí a mi recámara. Antes un lujo, las
siestas se habían vuelto para mí una necesidad. Casi lo único que podía hacer era dormir. ¿A
dónde había ido mi motivación? Yo solía tener exceso de energía. Ahora era un esfuerzo
peinarme el cabello y aplicarme el maquillaje a diario, un esfuerzo que a menudo no hacía.

Me tendí en mi cama y me dormí profundamente. Cuando desperté, mis primeros


pensamientos y sentimientos eran dolorosos. Esto tampoco era nuevo. No estaba segura de
qué me lastimaba más: si el

agudo dolor que sentía porque tenía la certeza de que mi matrimonio había terminado –se
había escapado el amor, extinguido por las mentiras y por la bebida y por las desilusiones y por
los problemas económicos–; la amarga ira que sentía contra mi esposo –el hombre que había
provocado todo esto–; la desesperación que sentía porque Dios, en quien yo había confiado,
me había traicionado permitiendo que me pasara esto; o la mezcla de miedo, desamparo y
desesperanza que se conjugaba con todas las otras emociones.

Maldición, pensé, ¿por qué tendría él que beber? ¿Por qué no podría haberse puesto sobrio
antes?

¿Por qué tendría que mentir? ¿Por qué no me pudo haber amado tanto como yo a él? ¿Por qué
no dejó de beber y de mentir hace años, cuando todavía me importaba?

Nunca tuve la intención de casarme con un alcohólico. Mi padre lo fue. Traté de elegir
cuidadosamente a mi esposo. ¡Qué gran elección! El problema de Frank con la bebida se hizo
aparente
durante nuestra luna de miel cuando abandonó nuestra habitación en el hotel una tarde y no
regresó hasta las 6:30 de la mañana siguiente. ¿Por qué no me di cuenta entonces? Mirando en
retrospectiva, los síntomas eran claros. ¡Qué tonta había sido! “Oh no, él no es alcohólico. Él
no.” Lo había defendido una y otra vez.

Había creído sus mentiras. Había creído mis propias mentiras. ¿Por qué no lo dejé entonces y
pedí el

divorcio? Por sentimiento de culpa, por miedo, por falta de iniciativa e indecisión. Además, ya
lo había dejado antes. Cuando estuvimos separados, todo lo que hice fue sentirme deprimida,
pensar en él y preocuparme por el dinero. Tonta de mí.

Miré el reloj. Las tres menos cuarto. Los niños pronto regresarían de la escuela. Luego vendría
él, esperando que le sirviera la cena. No hice el quehacer hoy. Nunca hice nada. Y es su culpa,
pensé: ¡ES SU CULPA!

Súbitamente, cambié mis engranes emocionales. ¿Estaba mi esposo realmente en el trabajo?


Quizá

había salido con alguna otra mujer. Quizá estuviera teniendo un affaire. Quizá había salido más
temprano para irse a beber. Quizá estaba en el trabajo, causando problemas allí. Y de todos
modos, ¿cuánto duraría en este trabajo? ¿Otra semana? ¿Un mes más? Luego abandonaría el
empleo o lo despedirían, como siempre.

El teléfono sonó, interrumpiendo mi ansiedad. Era una vecina, una amiga mía. Hablamos y le
platiqué del día que había tenido. “Mañana voy a ir a Al-Anón”, me dijo. “¿No quieres venir?”
Yo había oído hablar de Al-Anón. Era un grupo de personas casadas con borrachos. Me vinieron
a la mente imágenes de las “mujercitas” que acudían en tropel a esas reuniones, aceptando la
manera de beber de sus maridos, perdonándolos y pensando en pequeñas formas de
ayudarlos. “Ya veremos”, le mentí. “Tengo mucho que hacer”, le expliqué, y no estaba
mintiendo. La ira se apoderó de mí, y escasamente escuché el resto de nuestra conversación.
Desde luego que yo no quería ir a Al-Anón. Yo ya lo había ayudado una y otra vez. ¿Qué no
había hecho ya suficiente por él? Me sentía furiosa ante la sugerencia de que hiciera más y de
que siguiera dando a este saco sin fondo de necesidades insatisfechas que llamamos
matrimonio. Estaba harta de cargar con todo el peso y de sentirme responsable por el éxito o
fracaso de nuestra relación. Es su problema, murmuré en silencio. Que encuentre él la solución.
Déjenme fuera de esto. No me pidan una sola cosa más. Que tan sólo mejore él, y yo me sentiré
mejor. Después de colgar el teléfono, me metí a la cocina a preparar la cena. De cualquier
modo, no soy yo quien necesita ayuda, pensé. Yo no he bebido, ni he usado drogas, ni he
perdido empleos, ni he mentido para engañar a mis seres queridos. He mantenido unida a esta
familia a toda costa. He pagado cuentas, he administrado un hogar con un presupuesto
raquítico, he estado ahí en cualquier emergencia (y, casada con un alcohólico, ha habido
muchas emergencias), he pasado la mayoría de las malas épocas sola, y me he preocupado
hasta enfermarme. No, he decidido que no soy yo la irresponsable. Al contrario, he sido
responsable de todo y por todos. Yo no estoy mal. Sólo necesito empezar, empezar con mis
labores cotidianas. No necesito reuniones para hacerlo. Simplemente me sentiría culpable si
saliera cuanto tengo tanto quehacer atrasado en casa. Dios sabe que no necesito más
sentimientos de culpa. Mañana me levantaré y me mantendré ocupada. Las cosas mejorarán
mañana.

Cuando llegaron los niños, me encontré gritándoles. Eso no les sorprendió a ellos ni a mí. Mi
esposo era buena onda, el bueno del cuento. Yo era la bruja. Traté de ser complaciente, pero
me costaba mucho trabajo. La ira siempre se encontraba bajo la superficie. Durante tanto
tiempo había tolerado tanto… Ya no era capaz ni estaba dispuesta a tolerar nada. Siempre
estaba a la defensiva, y me sentía como si de alguna manera estuviera luchando por mi vida.
Después sabría que así era. Para cuando mi esposo llegó a casa, había hecho un esfuerzo sin
interés en preparar la cena. Comimos casi sin hablar.

“Tuve un buen día”, dijo Frank. ¿Qué significa eso?, pensé. ¿Qué es lo que hiciste en realidad?
¿De veras llegaste siquiera al trabajo? Y lo que es más, ¿a quién le importa? “Qué bueno”, le
contesté. “¿Cómo te fue a ti?”, me preguntó. ¿Cómo demonios crees que me fue?, murmuré en
silencio. Después de todo lo que me has hecho, ¿cómo esperas que me vaya? Le eché una
mirada de pistola, forcé una sonrisa y le dije, “me fue bien. Gracias por preguntarme”.

Frank me miró. Había escuchado lo que yo no había dicho, más de lo que sí había dicho. Sabía
que no debía decir nada más; yo también. Siempre estábamos a un paso de una violenta
discusión, a un recuento de ofensas pasadas y a gritos amenazadores de divorcio. Solíamos
embarcarnos en discusiones, pero nos llegaron a hartar. De modo que ahora reñíamos en
silencio. Los niños interrumpieron nuestro hostil silencio. Nuestro hijo dijo que quería ir a un
parque que se encontraba a varias calles de distancia. Le dije que no, que no quería que fuera
sin su padre o sin mí. Empezó a sollozar y a decir que quería ir, que iría, que yo nunca lo dejaba
hacer nada. Le grité que no iba y punto. Me gritaba suplicándome: “déjame ir, a todos los otros
chicos los dejan ir”. Como siempre, me retracté. Muy bien, ve, pero ten cuidado, le advertí. Me
sentí como si hubiera perdido. Siempre sentía que perdía con mis hijos y con mi esposo. Nadie
me escuchaba; nadie me tomaba en serio. Yo no me tomaba en serio. Después de cenar, me
puse a lavar los platos mientras mi esposo miraba la televisión. Como siempre, yo trabajo y tú
te diviertes. Yo me preocupo y tú descansas. A mí me importa lo que pasa y a ti no. Tú te
sientes bien; yo sufro. Maldito seas. Caminé por la sala varias veces, bloqueando a propósito la
imagen de la televisión y enviándole secretamente miradas de odio. Me ignoraba. Cansada de
esto, desfilé hacia la sala, suspiré y dije que saldría a podar el pasto. En realidad eso es tarea de
hombres, le dije, pero creo que lo tendré que hacer yo. Él dijo que lo haría más tarde. Le dije
que nunca llegaba ese más tarde, que no podía esperar, que ya me daba vergüenza ese pasto,
olvídalo, ya estoy acostumbrada a hacerlo todo, y haré eso también. Él dijo está bien, lo
olvidaré. Me salí en un arrebato y caminé por el pasto. Cansada como estaba, me retiré
temprano a la cama. Dormir a un lado de mi esposo se había vuelto tan incómodo como
nuestra vida durante la vigilia. Podíamos, o bien permanecer callados, cada uno enroscándose
en una orilla de la cama para estar lo más separados posible, o bien él intentando –como si
todo estuviera bien– hacer el amor conmigo. Cualquiera de las dos cosas me causaba tensión. Si
nos dábamos la espalda uno al otro, yo permanecía ahí confundida, desesperada. Si trataba de
tocarme, me helaba. ¿Cómo podía esperar que quisiera hacer el amor con él? Generalmente lo
apartaba de mí con un cortante “no, estoy muy cansada”. A veces accedía. De vez en cuando lo
hacía porque se me antojaba. Pero, por regla general, si tenía vida sexual con él era porque me
sentía obligada a hacerme cargo de sus necesidades sexuales y me sentía culpable si no lo
hacía. De cualquier manera, el sexo era insatisfactorio tanto emocional como psicológicamente
para mí. Pero, me decía a mi misma, no me importa. De veras, no me interesa. Ya hacía mucho
tiempo que había dado carpetazo a mis deseos sexuales. Hacía mucho tiempo que había
reprimido mi necesidad de dar y de recibir amor. Había congelado esa parte de mí misma que
sentía. Lo había tenido que hacer para sobrevivir. ¡Había esperado tanto de este matrimonio!
¡Tenía tantos sueños para nosotros dos! Ninguno de ellos se había vuelto realidad. Había sido
engañada, traicionada. Mi hogar y mi familia –el lugar y las personas que debían haber sido
cálidos, un refugio, un consuelo, un abrigo de amor– se habían vuelto una trampa. Y no podía
encontrar la salida. Tal vez, me decía constantemente a mí misma, esto se mejorará. Después
de todo, él tiene la culpa de los problemas. Es un alcohólico. Cuando se alivie, nuestro
matrimonio mejorará. Pero, estaba yo empezando a elucubrar: ha estado sobrio y accediendo a
las juntas de Alcohólicos Anónimos durante seis meses. Estaba mejorando. Yo no. ¿Era
realmente suficiente su recuperación para hacerme feliz? Hasta ahora, su sobriedad no parecía
estar provocando ningún cambio en la manera como yo me sentía, que era, a los 32 años,
totalmente seca, usada y quebradiza. ¿Qué le había pasado a nuestro amor? ¿Qué me había
pasado a mí? Un mes después comencé a sospechar lo que pronto sabría que era la verdad.
Para entonces, el único cambio que se había dado era que yo me sentía peor. Mi vida estaba
varada, quería que se acabara. No tenía esperanzas de que las cosas mejoraran; ni siquiera
sabía qué era lo que estaba mal. Mi vida no tenía ningún propósito, salvo el de cuidar de otras
personas, y eso tampoco lo estaba haciendo bien. Estaba anclada en el pasado y aterrorizada
del futuro. Dios parecía haberme abandonado. Me sentía culpable todo el tiempo y pensaba si
no estaría volviéndome loca. Algo espantoso, algo que no podía explicar había ocurrido.

Algo que había arruinado mi vida. De alguna manera, yo había sido afectada por su forma de
beber, y las maneras en las que yo había sido afectada se habían vuelto mis problemas. Ya no
importaba de quién era la culpa. Yo había perdido el control.
Conocí a Jessica en esta etapa de su vida. Ella estaba a punto de aprender tres ideas
fundamentales:

1) Que no estaba loca: era codependiente. El alcoholismo y otros trastornos compulsivos son
verdaderas enfermedades familiares. La manera en que la enfermedad afecta a otros miembros
de la familia se llama codependencia.

2) Que una vez que han sido afectados –una vez que está se asienta– la codependencia cobra
vida propia. Es similar a pescar pulmonía o a tomar algún hábito destructivo. Una vez que te
hiciste de él, ya lo hiciste.

3) Si deseas deshacerte de ella, eres tú quien tiene que hacer algo para lograr que se vaya. No
importa de quién sea la culpa. Tu codependencia se convierte en un problema tuyo y resolver
tus problemas es tu responsabilidad.

Si eres codependiente, necesitas encontrar tu propio proceso curativo o de recuperación. Para


empezar esa recuperación, es útil comprender qué es la codependencia y ciertas actitudes,
sentimientos y conductas para entender qué podemos esperar mientras se están dando estos
cambios. Este libro buscará ese entendimiento y alentará dichos cambios. Me alegra decir que
la historia de

Jessica tuvo un final feliz y un nuevo principio. Se mejoró. Empezó a vivir su propia vida. Espero
que tú también lo hagas.

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