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FENOMENOLOGÍA

Y FILOSOFÍA EXISTENCIAL
Volumen I
ENCLAVES FUNDAMENTALES

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proyecto editorial

FILOSOFÍA
[thémata]


directores

Manuel Maceiras Fafián


Juan Manuel Navarro Cordón
Ramón Rodríguez García

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FENOMENOLOGÍA
Y FILOSOFÍA EXISTENCIAL
Volumen I
ENCLAVES FUNDAMENTALES

César Moreno

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Diseño de cubierta
esther morcillo • fernando cabrera

© César Moreno

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995819-2-7

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leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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Antinomia del día y de la noche. La norma del día ordena nuestra existencia; exige
claridad, consecuencia, fidelidad; sujeta a la razón y a la idea, a lo uno y a nosotros
mismos; ordena realizar en el mundo, edificar en el tiempo, plenificar la existencia en un
camino infinito. Pero en el límite del día se expresa algo diferente. Haberlo cruzado no
nos tranquiliza. La pasión de la noche traspasa todos los órdenes. Se precipita en el
intemporal abismo de la Nada, que todo lo arrastra en torbellino. Como manifestación
histórica, cualquier construcción en el tiempo le parece una ilusión superficial. Para ella,
la claridad no puede abrirse en nada esencial; o, más bien, olvidándose a sí misma, es la
oscuridad lo que aprehende como tiniebla intemporal de lo auténtico. Por un ser-
necesario inconcebible, que ni siquiera busca la posibilidad de justificarse, se hace
incrédula e infiel con el día. Ni deberes ni fines significan nada para ella; es vértigo y
deseo de arruinarse en el mundo para realizarse en la profundidad de una abolición de
todo el mundo.
Karl Jaspers

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Índice

Introducción

1 Formas de lucidez. De las cosas mismas a la existencia


1.1. Luces y sombras
1.2. Hacia las “cosas mismas” y la tarea de la fenomenología
1.3. Ruptura y radicalismo en una época de vanguardias
1.4. Hacia la existencia
Anexo 1. Mundo de la vida/Mundo de la muerte (nota sobre conciencia y
mortalidad)
Anexo 2. “El pensamiento abstracto encuentra por fin su apoyo carnal.”
El encuentro entre filosofía y literatura

2 El campo de presencia. De la vivencia intencional al mundo de la vida (Husserl)


2.1. En presencia de lo trascendente. La eclosión de la intencionalidad
2.1.1. Intencionalidad y apertura
2.1.2. La soberanía de la vivencia intencional
Anexo 1. Carta de Husserl a Hofmannsthal
2.1.3. Orientación y evidencia (envoltura y jerarquía de la vida de la
conciencia)
2.1.4. El a priori universal de correlación y el análisis intencional
2.1.5. Un mundo “entrecomillado” (nóesis y nóema)
2.1.6. Genética y estática de la apertura intencional
2.1.7. La intencionalidad de horizonte
Anexo 2. Un mundo por leer (de Ingarden a Iser)
2.1.8. La facticidad en juego. Análisis intencional y reducción eidética
2.2. La perspectiva fenomenológica
2.2.1. Epojé y re(con)ducción fenomenológica
Anexo 3. Soberanía de la intencionalidad y “sublimación pura” de la
imagen poética en G. Bachelard
2.2.2. Tránsito a la reducción trascendental
Anexo 4. Realidades múltiples/ámbitos finitos de sentido en A. Schütz
2.2.3. La filosofía como reflexión

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Anexo 5. De la descripción a la “construcción”. Apunte sobre la
fenomenología constructiva en Eugen Fink
2.2.4. La intención comunicativa. Egología e intersubjetividad
2.2.5. Contra la Mera Realidad y el Gran Objeto. El mundo de la vida

3 Ontología existenciaria y pregunta por el Ser. Los confines de la fenomenología


(Heidegger)
3.1. La apropiación de la intimidad del vivir. Hacia la facticidad prerreflexiva
3.2. La recepción crítica de la fenomenología husserliana de la conciencia
3.3. Reducción, construcción, destrucción. El proyecto fenomenológico
3.4. La pregunta por el ser
3.5. La analítica existenciaria
Anexo 1. El aprendizaje de la angustia en la escuela de la posibilidad (S.
Kierkegaard)
3.6. Diferencia ontológica y trascendencia. El dejar-ser lo misterioso
3.7. Hacia otro pensar. Esbozos para una fenomenología de lo que no-aparece (des-
aparece)

4 Límite y trascendencia: de la excepción a la metafísica (Jaspers)


4.1. Una vocación filosófica
4.2. Orientación en el mundo, esclarecimiento de la existencia y metafísica
4.3. De la existencia a la trascendencia. Las situaciones-límite
4.4. De lo abarcador a la trascendencia

5 Participación y existencia. Hacia el misterio (Marcel)


5.1. Un pensamiento comprometido, encarnado
5.2. Existencia y reflexión. Del recogimiento a la trascendencia
5.3. Participación y encarnación
5.4. Problema y misterio
Anexo 1. Filosofía existencial, personalismo, pensamiento dialógico

Bibliografía

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Introducción

Desde que aceptase la invitación para escribir este estudio bajo el rótulo general de
Fenomenología y filosofía existencial, su autor fue intimidado por la consideración de
hasta qué punto el reto asumido desbordaba con creces cualquier posibilidad de un final
feliz o de alcanzar, incluso al cabo de los muchos días de trabajo que se le avecinaban,
una satisfacción sin merma en la perfección de la misión cumplida cara a un lector al
que el autor en ningún momento pudo dejar de imaginar como muy exigente. Al
pretender salir demasiado bien parado de tan atosigante reto, el autor de este estudio
provocó, casi sin percatarse de ello, un agravamiento del mal que justificadamente le
aquejaba, uno de cuyos síntomas más inequívocos fue el de que la empresa que se le
había propuesto adquiriese a sus ojos, velozmente, unas dimensiones en extensión e
intensidad desproporcionadas. Nada de extraño tuvo que pronto hubiera de pensar en
comenzar a recortar y reducir y que, sin que hubiese de quedar mermada por ello la
creatividad en la labor de investigación, a la vez intentase hacer asequible un conjunto de
conceptos y filosofemas de muy difícil acceso comprensivo; en cierto modo, que se
esforzase en mantenerse disciplinadamente en la línea directriz y reprimir innecesarias
expansiones...; exigencias, todas éstas, de un cierto ascetismo textual, en buena medida
insólitas para el autor, posiblemente mal acostumbrado a otras “libertades” textuales.
Pero el texto llegó finalmente a la editorial (el lector puede comprobarlo), con la
pretensión de que el estudio que contenía pudiera hacer los honores debidos a la editorial
anfitriona: Síntesis (nada menos, o nunca mejor dicho).
No sabe el autor de este estudio si el final habrá sido feliz. Lo duda, y no puede
sino dudarlo, y está bien que así sea. Quien se haya embarcado en aventuras intelectuales
y tenga por oficio algo relacionado con la escritura, sea poética, narrativa o conceptual,
sabe que es muy cierto en demasiadas ocasiones, por no decir casi siempre, que, como
dijera Paul Valéry en su breve comentario sobre El cementerio marino, “[...] para esos
hombres deseosos de inquietud y de perfección, una obra no es nunca una cosa acabada
–palabra que para ellos no tiene sentido alguno–, sino abandonada; y este abandono, que
la entrega a las llamas o al público (ya sea por efecto del cansancio o de la obligación de
entregar), es para ellos una especie de accidente comparable a la ruptura de una reflexión
cuando la fatiga, la molestia o alguna sensación la anulan”. Es cierto que toda escritura es
escasa y, a veces, tramposa; que está plagada siempre de heridas y sacrificios, y que lo
que arriba a ella, como superficie, es sólo un recorte, sea por penuria o apremio, de toda
la inmensidad de lo que podríamos haber escrito o pensado. Qué duda cabe, por lo
demás –nunca es en vano recordarlo, aunque en éste como en otros casos deba hablar
ante todo “por mí”–, que el dominio de nuestras ignorancias (quiero decir: de mis

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ignorancias) es infinitamente más vasto que el de nuestros conocimientos (me refiero
sobre todo, claro está, a los míos).
Sobra decir –pero haremos bien en decirlo– que las investigaciones que contiene
este estudio no se dirigen ni a un lector con intereses demasiado generales, ni a
especialistas ni expertos en todo. Al amparo del rótulo aparentemente simple e inofensivo
de Fenomenología y filosofía existencial se acumulan grandes pensadores de nuestro
siglo a los que uno quisiera algo más que dar la mano para de inmediato despedirlos, si se
me permite decirlo así, con un boquiabierto “Encantado de conocerle”. Podrán ser todos
los que están por entre las páginas de este estudio, pero no podrán estar todos los que
son (y ya nos faltaba espacio donde acoger a los escogidos). Por otra parte, quien se
haya aproximado a esas zonas (altiplanicies o grutas) del pensamiento contemporáneo
que son la fenomenología y la filosofía existencial se habrá percatado de cómo la
voluntad descriptiva de la primera, muy incardinada en la segunda, ha producido tan
ricos y prolíficos rendimientos en múltiples zonas de experiencia filosófica y existencial
(libertad, muerte, relación interpersonal, trascendencia, situación, temporalidad, cuerpo...
y un largo etcétera) que para darles pábulo o siquiera somera noticia se nos debería haber
encomendado no un libro, sino toda una enciclopedia. Ante la expectativa de tales
“estrecheces”, el autor decidió concentrarse con especial énfasis, a efectos de
investigación, en la temática básicamente ontológica que subyace a la constelación
conciencia-y-existencia en la fase histórico-filosófica del encuentro entre fenomenología
y filosofía existencial. En ningún momento fue su intención menospreciar o marginar
otras cuestiones de gran importancia aparte de la “ontológica” (pienso en las cuestiones
ética, política, estética...), sino tan sólo, a la vista de los límites a que debía ceñirse, y en
el intento de evitar una dispersión estéril, concentrarse en la medida de sus mejores
posibilidades en una cierta intensidad reflexiva. De aquí que tampoco haya podido
dedicar mayor atención a los contextos histórico-culturales ni a los itinerarios biográfíco-
filosóficos de cada uno de los autores abordados.
Por exigencias de edición, y justo es reconocer que debido principalmente a la (más
que justificada) incontinencia textual del autor, el estudio ha sido dividido en dos
volúmenes, subtitulándose el primero Enclaves fundamentales y el segundo Entusiasmos
y disidencias. Es cierto que tal división tiene algo o mucho de artificial, siendo que el
estudio fue originalmente concebido como una unidad. En cualquier caso, el criterio por
el que se ha optado de común acuerdo con la editorial ha sido el de ubicar en el primer
volumen los autores que consideramos genuinamente “detonantes” de la constelación
fenomenología-y-filosofía-existencial: Husserl, Heidegger, Marcel y Jaspers. En el
segundo se incluirán la primera recepción de la fenomenología “de Múnich a Gotinga”,
Scheler y Ortega, la psiquiatría existencial, a Sartre y Merleau-Ponty, Levinas y Ricoeur.
Apenas habría podido dividirse el estudio de otro modo dadas las características del
mismo, o al menos su autor no ha conseguido encontrar la clave que permitiese una
división “natural” (?) capaz de complacer todas las perspectivas (incluyendo en éstas los
gustos y pareceres). Ni por temas, pues la gama de éstos es, en casi todos los autores,
muy rica y compleja, ni por la época, so pena de que quedase desequilibrada la relación

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en número de páginas de los dos volúmenes, debiendo ser bastante más extenso el
primero –en tanto deberíamos añadir a él, por ejemplo, a Scheler y Ortega, dos
auténticos clásicos–, ni por la presunta ¿nacionalidad del pensamiento? (aunque en este
sentido Francia constituye un excelente polo “atractor”), etc. Subtitular este primer
volumen Enclaves fundamentales no deja, por otra parte, de aportar cierta luz, en tanto
es cierto que esos cuatro pensadores antes citados constituyen en buena medida
referencias esenciales para los que integran el segundo de nuestros volúmenes.
Lo más importante de una lectura es lo que se destila de y con ella, los esfuerzos
que requiere y, por supuesto, todo lo que es capaz de suscitar en esos momentos en los
que el lector, más o menos inspirado, levanta la mirada del texto y recogiéndose, por
decirlo brevemente, “piensa”. Ése es el momento crucial en que puede surgir la
necesidad casi imperiosa de comenzar, como diría Roland Barthes, a escribir la lectura
creando otros textos. En este sentido, el presente estudio clama por ser texto-de-estudio:
no Obra, lo que suena pretencioso, sino sólo Texto, campo de labranza de ideas. Si no
hubiese conseguido esto –a lo que más me debo– pido disculpas al lector por anticipado.
A pesar de haber penetrado muy pronto en nuestro país tanto la filosofía existencial,
gracias a un Unamuno lector adelantado de Soeren Kierkegaard, como la fenomenología,
por obra de José Ortega y Gasset, que aunque practicándola casi sistemáticamente y con
su habitual maestría dijo de ella que la abandonó tan pronto trabó su conocimiento
(declaración que influyó en algunos de sus discípulos más destacados, impidiendo
vislumbrar al Ortega fenomenólogo), ambas tendencias de pensamiento casi desaparecen
del panorama filosófico español de posguerra, dominado por otros intereses ideológicos.
Sólo la labor de algunos pensadores en el exilio (José Gaos o María Zambrano, que
confesaba sentirse más vinculada al ordo amoris scheleriano que al kierkegaardiano
concepto de la angustia) e “independientes” (pienso en Zubiri, en Laín Entralgo, etc.) así
como, posteriormente, de algunos profesores universitarios en los años cincuenta y
sesenta, especialmente en Madrid (Millán Puelles, Sergio Rábade) y Valencia (Fernando
Montero), consiguió que no se perdiera del todo la posibilidad o el germen de una
(aunque fuese futura) “fenomenología española”. He de reconocer que desde octubre de
1989 debo muchos de mis entusiasmos “fenomenológicos”, que de los “existenciales” ya
me cuido yo por otra parte, a la Sociedad Española de Fenomenología, que en estos
años presidieron Fernando Montero, ya fallecido, y Javier San Martín. La gran
dedicación de la Sociedad, el hecho de que haya congregado en torno suyo a
investigadores de toda España, en franca colaboración con fenomenólogos
sudamericanos y europeos, y la fructífera realización de un buen número de actividades a
lo largo de diez años, hacen que el futuro de la fenomenología en nuestro país pueda ser
contemplado hoy, a pesar de todas las dificultades, como prometedor.
Antes de concluir esta nota aclaratoria, se me permitirá que agradezca a la
Universidad de Sevilla la concesión de una licencia septenal durante el curso 1997-1998,
y a mis compañeros de Departamento (Metafísica y corrientes actuales de la Filosofía)
en la Universidad de Sevilla, que se hicieran amistosamente cargo, durante ese curso, de
la docencia que me estaba encomendada.

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Cuando comenzaba a introducirme en la redacción del texto mi padre falleció:
A su memoria, en el abrazo del recuerdo, está dedicado este estudio.

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1
Formas de lucidez. De las cosas mismas a la
existencia

Incluso si los filósofos flaquearan, los demás


estarían ahí para reclamarlos a la filosofía.

Maurice Merleau-Ponty

¿O tal vez no? Casi es necesario, sin embargo, creer que sí en este tiempo,
encabalgadura de siglos, en que la filosofía se cuestiona a sí misma como nunca
anteriormente lo había hecho y experimenta con una desconocida intensidad la tentación
frecuente de tirar la toalla a la vez que, paradójicamente, se diría que “triunfa” por
muchos de sus recovecos y se ve a cierta sensibilidad filosófica cundir por doquier. Es
preciso confiar, en efecto, en que los demás estarán siempre ahí para reclamar a los
filósofos a la filosofía. Ha ocurrido así en otros tiempos, pero en la misma medida en que
en muchas ocasiones ha sido reclamada, la filosofía se ha sentido demasiado deudora de
quien o de aquello que demandaba sus servicios (poco importa que se tratase de la
teología medieval, la ciencia moderna, el arte, la técnica contemporánea, el capitalismo
postmoderno..., o de toda suerte de ideologías políticas cuando no, sin más, del propio
filósofo en su humana conditio, etc.). Por ello aún sigue siendo tan decisivo que la
filosofía aspire a una autonomía óptima. A nuestro juicio, es precisamente a
“movimientos” como la fenomenología y la filosofía existencial a los que, entre otros,
pero especialmente a ellos, se puede agradecer que en tiempos difíciles como pocos (y
sin duda no sólo para el pensamiento) hayan buscado para la reflexión filosófica una
autonomía combativa e inequívoca, cuando de lo que se trataba era de articular en una
trama de conceptos vivos conciencia y existencia, experiencia y mundo de la vida: o de
proponer toda una apasionada y global objeción-de-conciencia frente a un mundo y en
un tiempo que exigían pensar casi en los peores momentos de las “tempestades de
acero” y en demasiadas ocasiones inundados de desánimo, espanto moral y miseria
humana. Ya se tratara del ejercicio fenomenológico de la epojé o de la autenticidad
existencial, se anhelaba una radicalidad al borde de lo incondicional (nada de extraño la
proliferación, en el seno de la reflexión, de situaciones-límite, angustias o náuseas...) de
la que tal vez no estaría mal que la filosofía más contemporánea rescatase –o al menos
no olvidara-su entusiasmo (a pesar de todo).

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Y ello porque seguramente nuestro tiempo no habrá estado a la altura. No “a la
altura”, por ejemplo, de la disciplina que la fenomenología exige al pensar en el trabajo
callado y paciente de la descripción (jamás, por cierto, simple descripción) atenta a la
donación fenómenológica de las cosas mismas en la abigarrada multitud de sus ropajes,
relatividades y más que posibles tergiversaciones. Quizás tampoco habrá estado a la
altura de la profundidad que, arrancando de un mundo que para la fenomenología no era
aún suficientemente absurdo como para desesperar de todo logos, permitió inspirar a la
filosofía existencial un radicalismo que hoy, en nuestra edad de hojalata (Handke), se
suele “pasar por alto”, de soslayo y con disimulo, sin que nadie deba enterarse mucho.
Pareciera que en este fin-de-siglo siempre llueve sobre mojado y que no estamos
dispuestos a aventuras intelectuales ni, menos aún, a profundizar en dramas existenciales
más allá de lo que se nos pueda brindar en el correveidile mediático de sobremesa. Con
razón o sin ella, a cubierto o en el más beckettiano de los desamparos, los derroteros de
nuestro tiempo son, al parecer, otros. De cualquier modo, la combinación entre
fenomenología y filosofía existencial brindó a la filosofía una alianza entre disciplina y
profundidad que sería difícilmente repetible, pues ante todo exigía creer en una filosofía
capaz de cuestionarse a sí misma y el arrojo necesario para enfrentarse con la existencia
como una interrogación sin concesión alguna a una fácil respuesta, verdadera espada de
Damocles del pensamiento. Hoy, por nuestra parte, tendemos más bien, aunque haya
excepciones, a ser disciplinados y escasamente profundos, o profundos pero
escasamente disciplinados. En una época de vanguardias como fue la primera mitad de
nuestro siglo, los atrevimientos de la fenomenología y la filosofía existencial son dignos,
en esta época tan pacata y blandengue, de toda nuestra admiración. Si, como propuso
Husserl, todo filósofo debiera por lo menos una vez en su vida “retraerse sobre sí
mismo” “y tratar de derrocar en su interior todas las ciencias válidas para él hasta
entonces, y de construirlas de nuevo” (Husserl, E., 1931-1: 38), también es cierto que
desde el punto de vista de la filosofía existencial podría afirmarse que todo filósofo
debiera por una vez en la vida dejarse retar por la angustia que todo abismamiento por
el ser provoca (ser que es finitud, tiempo, mortalidad), como una ocasión que sería
necio pasar por alto: la lúcida conciencia de existir, confrontados al drama humano. La
filosofía existencial aspiró a librar a la filosofía de algunas de sus hipocresías y recordarle
que todo ejercicio filosófico debe serlo de una honestidad radical y que, en
consecuencia, el pensamiento no debería dar la espalda a esos “abismamientos” a los que
todos, aunque no se nos haya cursado invitación ni requerimiento para asistir a ellos,
estamos obligados.
Por lo que a la fenomenología se refiere, no se piense que aquella ciencia estricta
que Husserl pretendía pudiera brindar realmente, y por fin, un puerto seguro a la
reflexión, pues si algo constata finalmente la fenomenología es que estamos embarcados
en la experiencia (cfr. Blumenberg, H., 1979), arrojados al mundo, inmersos en la
historia, comprometidos intersubjetivamente... y que, por tanto, en efecto existimos. De
Husserl se da en muchas ocasiones una imagen demasiado estereotipada ad nauseam y,
por supuesto, para uso o malversación de quienes se sienten incapaces de inmergirse en

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sus textos. Es cierto que su formación orientó su pensamiento a favor de una filosofía
como ciencia estricta, pero lo que dicha ciencia dejaba al descubierto no era muchas
veces nada “estricto”: mejor, casi nunca era nada estricto. Ocurrió a Husserl lo que a
Freud, ambos casi perfectos contemporáneos: el primero explorando la conciencia y el
segundo el inconsciente. Grandes “científicos” ambos, sus sondeos pusieron al
descubierto ámbitos de experiencia y “sentido” que estaban lejos de ofrecer la serena y
pacificadora impresión de un “mundo acabado”, en el caso de Husserl, o de un
psiquismo que la mera conciencia podría dominar a sus anchas, en el caso de Freud. El
mismo Husserl que buscaba un pensar estructural sobre la apoyatura de una titánica
desconstrucción (de aquí las exhaustividades de las epojés y reducciones, imposibles de
culminar e ilustrativas por esa impotencia intrínseca) es también el que habría de
reivindicar, hacia el final de su trayectoria intelectual (la semilla fue sembrada, sin
embargo, mucho antes), la desprestigiada doxa del mundo de la vida. Y sin apoyos, sin
más agarraderos que las noticias acerca de sí misma que una conciencia fuera capaz de
ofrecerse. En cuanto intento de revelación del mundo en la apertura de un ser
consciente, la fenomenología buscó fundarse en sí misma (Merleau-Ponty, M., 1945: 20)
entregándose, en esa especie de hybris, a un infinito. Para Merleau-Ponty (1945: 20-21)

lo inacabado de la fenomenología, su aire incoactivo, no son el signo de un fracaso; eran


inevitables porque la fenomenología tiene por tarea el revelar el misterio del mundo y el misterio de la
razón. Si la fenomenología ha sido un movimiento antes de ser una doctrina o un sistema, no es ni
casualidad ni impostura. La fenomenología es laboriosa como la obra de Balzac, la de Proust, la de
Valéry o la de Cézanne: con el mismo género de atención y de asombro, con la misma exigencia de
conciencia, con la misma voluntad de captar el sentido del mundo o de la historia en estado naciente.
Bajo este punto de vista, la fenomenología se confunde con el esfuerzo del pensar moderno.

La crítica de la ideologías, la así llamada escuela de la sospecha y la prudencia


hermenéutica han acabado por ofrecer una imagen del espectador desinteresado como
de un sujeto perfectamente instalado en sí, impertérritamente seguro de sí mismo,
asentado en incólumes evidencias... pero lo cierto es que, enfrentado a las páginas en
blanco de la vida-que-experiencia-mundo, ese espectador apenas tiene a lo que aferrarse
salvo a la lucidez de su conciencia sin garantías ni salvaguardas. Por fin, la conciencia es
entregada a ella misma (tal es el fin de la reducción fenomenológico-trascendental), y en
esa entrega aparecerá de inmediato, tras o junto con la conciencia (Bewußt-sein), la
existencia (Da-sein).

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1.1. Luces y sombras

La fenomenología apenas tuvo tiempo para quedarse sola en sus intentos. Siéndole
casi contemporánea, la filosofía existencial le aportó un complemento tan imprescindible
como, cuando la ocasión lo requería, crítico. No importaría mostrar sólo, así pues, el
“desplazamiento” de la fenomenología hacia la filosofía existencial cuanto también, y
ante todo, la complementariedad de tentativas, propósitos y logros. Estructuralmente,
que no sólo temporal o históricamente, la filosofía existencial estaba a la vuelta de la
esquina tras la fenomenología, casi se diría que se encontraba encriptada en ella como un
fructífero germen.
En efecto, el encuentro entre fenomenología y filosofía existencial fue,
básicamente, el encuentro entre el ser-consciente-de... y el ahí de la mundaneidad de la
apertura que la conciencia lleva a cabo desde Infinitud del existente y que, en el fondo,
ya el propio existir realiza. Se diría, pues: luces (fenomenología) y tinieblas o sombras
(filosofía existencial). Y al punto podría cualquiera estar tentado de creer en esos
paralelismos aparentemente inequívocos pero difíciles de sostener. Una vez más, quien
se adentre en el pensamiento filosófico en el siglo XX no dejará de reconocer que tan
sólo en el claroscuro del concepto, la reflexión y la teoría, en medio de sutiles
ambigüedades, es posible salvaguardar la honestidad frente a la conciencia y la
existencia, entregadas ambas a sí mismas. En el entrelazamiento de la luz (o la “mirada”:
ser-consciente) y la existencia inaprehensible, casi impenetrable, dándose en su cruda
inmediatez, máximamente próxima y, sin embargo, extraña, casi refractaria a la “teoría”
y la “verdad”, es donde se abre un mundo a nuestro alcance o más allá, en una
trascendencia imposible de elucidar objetivamente. Lo que se renueva entre-conciencia-
y-existencia o, en nuestro caso, entre fenomenología y filosofía existencial, es un modo
de filosofar que habrá sabido reconocer tinieblas en la fenomenología, infiltradas en su
lucidez anhelada, y lucidez en las tinieblas del enfrentamiento del existente con la
existencia.
No cabe duda, y en esta introducción no podríamos pasarlo por alto, que hay –y a
veces no sin razón– imágenes demasiado estereotipadas de la fenomenología (cfr., por
ejemplo, Jolivet, R., 1949: 387 y ss.) y de la filosofía existencial o, más popularmente,
del “existencialismo”. Si se toma en consideración un texto de Paul-Louis Landsberg
muy temprano, allí también se observa una imagen de la fenomenología para uso de
críticos que acreditaría el tránsito (histórico-filosóficamente necesario) a la filosofía
existencial. Amén de reconocer que la fenomenología libera el campo de la experiencia,
Landsberg activa en 1939 una imagen de Husserl con ocasión de su comparación con
Scheler. Bien mirado no deja de ser extraña la tesis de Landsberg, que parece fijar la
atención más en los contenidos que en el propio estilo de investigación, según la cual hay
dos tipos de filósofos:

Los unos se esfuerzan por penetrar por una luz limitada los arcanos de la realidad concreta y de la
vida vivida. Los otros, como Husserl, aspiran a la claridad absoluta, a una región espiritual que precede a
o trasciende la humana existencia. Para los unos la conciencia es una producción rara y frágil del ser,

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para los otros el ser debe significar una producción de la conciencia, que es la claridad (Landsberg, P.-
L., 1939: 321).

Sigue diciendo que lo que no quedaría del todo claro, a raíz de la cualificación de la
fenomenología husserliana –y es evidente que no podía quedar nada claro–, sería la
deuda del “existencialismo” frente a la fenomenología, el raro entusiasmo que ésta
suscitó. Más apropiada es la imagen de un buen conocedor de Husserl como Merleau-
Ponty, cuando en Le Monde (enero de 1961) decía que su divorcio con Husserl comenzó
casi desde el comienzo, añadiendo de inmediato: “Por otra parte, ¿se trata de un
divorcio? Husserl ha cambiado mucho”. Por su parte, hacia 1947 Ortega y Gasset había
dicho que su separación de Husserl tuvo lugar desde el momento mismo en que recibió la
fenomenología. Sin negar aquel “divorcio” o esta “separación”, estaremos de acuerdo en
que es más cierta que cualquier declaración la práctica de un estilo reflexivo en el que
tanto el filósofo francés como el español no fueron sólo básica, sino brillantemente,
“fenomenólogos”, y que, a pesar de todas las disidencias provocadas, Husserl siempre
fue y es, sin duda, el gran punto de encuentro.
Por lo que a la filosofía existencial y en especial al “existencialismo” se refiere, es
cierto que recuerda, casi irremediablemente (y no está mal que así sea, siempre y cuando
se deje el lugar central a nociones –mejor que imágenes– más certeras, aunque quizás
menos populares y románticas), a los jóvenes inquietos de las calles y cafés de París, los
rostros de actores franceses deambulando por un París otoñal, acompañada la escena por
las desasosegantes melodías de Dexter Gordon o Miles Davis... Un cierto tipo de
literatura, un cierto tipo de cine, un cierto tipo... Las polémicas con Camus, la relación
ambigua entre Sartre y Simone de Beauvoir, el atrevido y polifacético Boris Vian, los
concursos del Café Tabou, el Café de las Flores... y aun así la náusea sartreana, aquellas
terribles preguntas de Camus en torno al suicidio y el asesinato... Muchos ambientes de
café-y-humo y una mezcla absolutamente insólita entre angustia y frivolidad: no en vano,
al día siguiente de la “liberación”, en 1944 Henri Lefebvre denunciaba el existencialismo
sartreano (El ser y la nada había aparecido en 1943) como una “filosofía de la
diversión”, y hacia 1947 se refería Ortega a “los jóvenes de Montmartre que hoy tocan
de oídas la guitarra del «existencialismo»” (Ortega y Gasset, J., 1947: 273). Sin embargo,
lo que se conoce como “filosofía existencial” es mucho anterior a la moda y el devaneo
parisinos, y arranca principalmente con Gabriel Marcel en Francia (su Journal
métaphysique comienza el 1 de enero de 1914 y termina en 1923) y con Jaspers y
Heidegger en Alemania, en los años veinte. En todo caso, su influjo fue enorme por las
fuerzas culturales que se movilizaron en torno suyo, lo que ocurrió en mucho menor
grado con la fenomenología, más académica y discreta, aunque de influencia lenta y
soterrada, una filosofía en las antípodas del bullicio, a un punto de ser misteriosa, casi
“esotérica”. La verdadera escena del pensamiento filosófico estuvo siempre en otra
parte, que no era precisamente las calles, las poses o las declaraciones más o menos al
uso o altisonantes.
Si, como veremos, en ningún momento de su devenir pudo definirse con meridiana
claridad lo que era la fenomenología, lo cierto es que tampoco pudo determinarse “a

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ciencia cierta” –si exceptuamos algunos escasos rasgos comunes– lo que era la filosofía
de la existencia, la filosofía concreta (expresión e idea de Jean Wahl), la filosofía
existencial, el existencialismo o aquello que Heidegger llamaba en una gran obra que
parecía absolutamente “existencialista” y que luego resultaba no serlo (Ser y tiempo),
analítica existenciaria. En cualquier caso, en la inmensa vorágine de un tiempo
perturbado y perturbador la fenomenología y la filosofía existencial recordaron que
conciencia y existencia irrumpen en el mundo para confrontarse con la facticidad y a la
busca de un sentido que no podría ser perfectamente reductible al mundo-de-hecho al
que, bajo el protectorado de la jaspersiana “ley del día”, múltiples saberes no-filosóficos
escrutan y variopintas prácticas humanas se entregan. Un concepto sirve de clave de
verdadero “desentrañamiento” conceptual: Lebenswelt, mundo de la vida. En la primera
mitad de los años treinta, Lebenswelt no era tan sólo una idea filosófica entre otras, sino
sobre todo una exigencia ineludible. Si la trayectoria husserliana puede caracterizarse
como el camino desde la vivencia intencional al mundo de la vida, éste constituye
estructuralmente, ya desde el pensamiento de Husserl, el eje giratorio o gozne entre-
fenomenología-y-filosofía existencial. La vida husserliana, que es desde muy pronto, y a
pesar de todas las malas interpretaciones de la reducción fenomenológico-trascendental,
vida que experiencia mundo (welterfahrendes Leben), esa vida va a querer tornarse
“clave de un sistema” (en Ortega) y existencia. Y sin duda se repetirá, una vez más, el
rechazo de la especulación conceptual y de la mera pertenencia al mundo. Incluso Hegel
será leído “existencialmente” (cfr. Merleau-Ponty, M., 1948: 109-118). No en vano, la
filosofía busca una salida hacia la inmediatez prerreflexiva en que se existe la
existencia, frente a la que quedarán cuestionadas, confrontadas con un reto imposible de
aplazar por más tiempo, todas las filosofías reflexivas históricamente acontecidas, de las
que la fenomenología habría sido una de las últimas versiones; si no la última, sí al
menos la más sofisticada y consciente de sus propios límites y de sus abismos, así como
la mejor dispuesta a asumir el reto de la proximidad a la vida que experiencia mundo. La
existencia se había ido convirtiendo, poco a poco, en la “gran pretendida” de la filosofía,
en su principal reto, en su más inquietante margen. Tanto la fenomenología como la
filosofía existencial abrirán y profundizarán extraordinariamente la perspectiva de “lo
trascendental” hasta un punto de fuga –la existencia– incapaz de ser retenido o dominado
por “condiciones de posibilidad” que el filósofo pudiese deducir o estipular
magistralmente. Al desafío de inmersión en la experiencia que ya propuso la
fenomenología, en el que hubo de confrontarse consigo misma, donde tuvo que
aventurarse, se sumará, con la filosofía existencial, la exigencia de una inmersión sin
condiciones, pero ya sin el entusiasmo (aún husserliano) de la theoría ni la ilusión por
una estructura subyacente que aportase luz y logos al existir.
Seguramente, decíamos, no habremos estado a la altura. En cualquier caso, ya nada
será como antes. ¿Y entonces? ¿También la fenomenología y la filosofía existencial o el
“existencialismo” deberán pasar a engrosar nuestro ya abundantísimo relicario filosófico,
nuestro santoral de ideas, o nuestra cada día más repleta “papelera de reciclaje”? El
presente estudio quisiera, simplemente, detener por un tiempo ese gesto de desesperación

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o, en otro caso, de desprecio. Es completamente cierto, y debe ser así, que ya nada será
como antes, pero lo que la fenomenología y la filosofía existencial dieron a pensar no
podría agotarse en la ratonera de un momento histórico. Es preciso confiar en que la
potencia filosófica y crítica, y especialmente la significación humana de ambas
tendencias, no hayan caído en saco roto, pues ese saco seríamos al fin y al cabo nosotros
mismos y nuestro tiempo, y que tanta sangre-de-ideas vertida no haya sido, al fin, inútil.
Después de todo, ninguno de los retos que suscitaron esos estilos de pensamiento ha sido
superado –que sepamos–. Tan sólo habrán podido metamorfosearse, eso sí, nuestro
estado de animo, nuestro temperamento o nuestra “idiosincrasia” psicológica. Pero la
filosofía habría debido acostumbrarnos ya a no concederles a estos pormenores tanta
relevancia como, atosigados por nosotros mismos y nuestra actualidad, solemos
concederles.

19
1.2. Hacia las “cosas mismas” y la tarea de la fenomenología

Como decía Lautremont de la poesía, también la fenomenología ha sido y es –y


será– obra de muchos y no sólo, como dijo Ricoeur, convirtiendo la afirmación en
conocido lema, la suma del pensamiento husserliano y de las herejías por él provocadas.
En su texto, tras reconocer que “la fenomenología es un vasto proyecto que no se
encierra en una obra o en un grupo de obras precisas; es, en efecto, menos una doctrina
que un método capaz de múltiples encarnaciones y del que Husserl no ha explotado sino
un pequeño número de posibilidades”, Ricoeur (1967: 9) dice exactamente que “la
fenomenología, en sentido amplio, es [...] también la suma de las variaciones de Husserl
mismo y, en particular, la suma de las descripciones propiamente fenomenológicas y de
las interpretaciones filosóficas por las que Husserl reflexiona y sistematiza el método”. En
efecto, suele asumirse como verdadero sin más, y no es falso, pero tampoco toda la
verdad, que la historia de la fenomenología es la historia de las herejías de los
fenomenólogos respecto a Husserl, cuya filosofía se convertiría por ello,
automáticamente, en “ortodoxa”. También ha sido esta historia, sin duda, pero también,
más afirmativamente y aparte de la enorme evolución interna de Husserl (como
reconocía Merleau-Ponty), obra de muchos, gran cauce o panorama, según se
pretendiera subrayar la irrigación de ideas producida por la irrupción de la
fenomenología o bien el inmenso campo-de-cultivo que ha conseguido roturar en el siglo
XX.
Es a este siglo al que el presente estudio quisiera deberse, pues aunque es en él
cuando con Husserl y sus seguidores experimenta la noción de fenomenología su
eclosión, como noción –incluso muy desarrollada– es mucho más antigua, remontándose
a la segunda mitad del siglo XVIII, si recordamos el Neues Organon de J. H. Lambert
(1764), la cuarta parte de los Principios meta-físicos de la ciencia de la naturaleza de
I. Kant (1786) o, muy especialmente, la propia Fenomenología del espíritu de G. W. E
Hegel (1807). En algunos intentos del siglo XIX, y hasta que Husserl la rescatase, lo que
hubiera de fenomenología in nuce quedó atrapado pronto por el positivismo, el
sensacionalismo o el psicologismo. Por lo que al último cuarto del siglo XX se refiere,
habría incluso una noción “popular” (“periodística”, si se quiere), en la que
“fenomenología” viene a significar la descripción más o menos minuciosa de un conjunto
de fenómenos, experiencias, detalles, matices... Este punto de vista dice sólo desde muy
lejos la verdad y apenas deja entrever las posibilidades de la fenomenología, por más que
no deje de ser cierto, en absoluto, su afán descriptivista y minuciosidad. Es sabido qué a
Husserl le gustaba considerarse un filósofo de “moneda pequeña” (Reinach llamaba la
atención sobre la circunstancia de que Husserl hubiese tematizado en sus Investigaciones
lógicas catorce significaciones distintas del concepto de representación). Pero la
fenomenología no se confunde, en absoluto, con ningún detallismo, a no ser en una
fenomenología debilitada y realmente entregada a una fragmentación brutal del mundo y
de la propia subjetividad. Ferrater Mora (1969: 59), comienza su epígrafe dedicado a la
fenomenología, en su breve obrita La filosofía actual, dando a entender algo así como

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que dicha tendencia se habría consagrado en buena medida al estudio de minucias
intelectuales o filosóficas, abandonando los grandes problemas. Pero opinión semejante
en absoluto hace honor a la verdad. Tan cierto como que “los árboles impiden ver el
bosque” es que quien no sepa desenvolverse y encontrar caminos entre los árboles no
está capacitado para habitar un bosque (filosófico o no). El texto de Ferrater, por lo
demás poco representativo, es de 1969. Veinte años después, Jean Luc Marion (1989: 7)
reconocía que asumiendo el papel mismo de la filosofía después de Nietzsche
(consumación de la metafísica) “la fenomenología ha emprendido, más que ninguna otra
iniciativa teórica, un nuevo comienzo”. A la misma altura del siglo Michel Henry
acometía sin tapujos, por su parte, una reivindicación de la fenomenología como “la”
filosofía de nuestro siglo a fin de, acto seguido, intentar pensar, con Merleau-Ponty, un
desarrollo imprevisto de la fenomenología que ya habría sido consagrada en la galería de
la historia de la filosofía. Para Michel Henry (1990: 5), en efecto,

con el hundimiento de las modas parisinas de los últimos decenios, y en especial del estructuralismo,
que representa la forma más extensiva de tales modas, porque es la más superficial de ellas, con la
reposición en su lugar de las ciencias humanas que pretendían sustituir a la filosofía pero que nunca
ofrecen del hombre sino un aspecto exterior, la fenomenología aparece cada vez más como el principal
movimiento de pensamiento de nuestro tiempo. El “retorno de Husserl” es el de una potencia de
inteligibilidad que afecta a la invención de un método y, desde el principio, el de una pregunta donde se
deja reconocer la esencia de la filosofía. La fenomenología será al siglo XX lo que el idealismo alemán es
al siglo XIX, el empirismo al XVIII, el cartesianismo al XVII, Tomás de Aquino o Duns Scoto a la
escolástica, Platón y Aristóteles a la antigüedad.

Aunque Henry se hubiera dejado guiar por su entusiasmo, es cierto que la


fenomenología ha representado una de las fuentes de reflexión filosófica más poderosas y
genuinamente filosóficas de nuestro siglo, tal vez porque nunca dejó de confiar en la
posibilidad misma de la filosofía y de congregar en torno suyo a los filósofos (Levinas,
E., 1959-1: 111). Que la fenomenología se articule casi siempre académicamente
significa, ante todo, que el pensamiento filosófico no podría sin más “echarse al monte” o
“pulular” por las calles, en las esquinas y en los cafés.
Tratándose del pensamiento husserliano semejante posibilidad habría sido realmente
una rareza. Que en el presente estudio se le haya dedicado un espacio más extenso que a
otras tendencias se puede justificar aduciendo no sólo razones de orden didáctico, pues,
en efecto, Husserl constituye el gran punto de referencia (tanto de disidencia como de
encuentro), sino también de orden estructural respecto a lo que se trata de dar-a-pensar.
Y esto, lo que se da a pensar, apenas se entrega en definición alguna. Husserl
jamás definió la fenomenología, sin que otros, por cierto, tampoco fuesen a enmendar
semejante “defecto”. Por poner un ejemplo, tomemos un texto como Introducción a la
fenomenología, de Adolf Reinach, u otro como Fenomenología y teoría del
conocimiento, de Max Scheler (ambos en torno a 1913-1914). El lector constatará, no
sin cierta sorpresa, cómo en ellos apenas se cita a Husserl y, sobre todo, que ni Reinach
ni Scheler se deciden a precisar qué sea eso de la fenomenología. Reinach (1914: 21-22)
advierte desde el principio que

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no me he propuesto como tarea decirles qué es fenomenología; más bien quisiera intentar pensar
fenomenológicamente con ustedes. Hablar sobre fenomenología es lo más ocioso del mundo si falta lo
único que puede dar a toda comunicación la concreta plenitud y evidencia: la mirada y la actitud
fenomenológicas. Pues éste es el punto esencial: la fenomenología no es un sistema de proposiciones y
verdades filosóficas [...], sino que es un método del filosofar que viene exigido por los problemas de la
filosofía, y que se aparta mucho del modo en que nos desenvolvemos y orientamos en la vida.

Scheler (1913-1914: 61), por su parte, decía que

en todos los campos filosóficos el valor cognoscitivo de las proposiciones obtenidas mediante el
enfoque fenomenológico no depende para nada de la aclaración de la pregunta acerca de la esencia
general de la “fenomenología” y de las aserciones sobre qué es la fenomenología y qué es lo que se
propone. Sólo el tipo de racionalismo contra el cual se dirige la filosofía fenomenológica no puede
imaginar que exista el conocimiento de una materia, valedero y fecundo, sin que le haya precedido una
definición.

Ésta es la “primera salvedad” que deseaba hacer Scheler a la propuesta, a él


dirigida, de escribir un texto sobre la nueva dirección filosófica “cuyos representantes
han encontrado, hace poco, cierta unidad en los Anales de filosofía e Investigación
Fenomenológica”. La segunda salvedad era la de que

no existe una “escuela” fenomenológica que pueda ofrecer conclusiones generalmente reconocidas, sino
sólo un grupo de investigadores que tienen una actitud y orientación comunes frente a los problemas
filosóficos, pero cada uno particularmente acepta la responsabilidad de todo cuanto cree haber
encontrado mediante este enfoque, incluso de la teoría que trata de la naturaleza de semejante “enfoque”
(Scheler, M., 1913-1914: 61-62).

No se ha de olvidar que los textos de Reinach y Scheler datan de un momento de


temblor en el seno del movimiento fenomenológico, provocado en buena medida por la
aparición en 1913 de Ideas I de Husserl, que decepcionará a muchos de los que se
habían congregado en torno a él, desde el propio Reinach hasta, un poco después,
Heidegger. La fecha en que aparecen los escritos de Reinach y Scheler no es, por tanto,
la más adecuada para buscar una definición de fenomenología (Schuhman, K., 1984:
31-68). Trece o catorce años después, hacia 1927, Heidegger reivindicará en Ser y
tiempo su débito frente a Husserl al tiempo que afirmará la fenomenología como
posibilidad. Tras tal caracterización se encontraba la voluntad de conducir la
fenomenología hacia una pregunta (por el Ser) desatendida por Husserl y su
fenomenología “des-ontologizadora”. Pero tampoco Heidegger define propiamente la
fenomenología, siempre más practicada que teoretizada, siempre mucho más una
Arbeitsphilosophie, es decir, una “filosofía de trabajo” que propiamente una “teoría”. Si,
en consecuencia, y como hasta el propio Kundera reconoce en El arte de la novela, la
fenomenología es practicada mucho antes de que se la teorizase en la Academia
(Kundera, M., 1986: 43) o si, como dijese mucho antes Merleau-Ponty, «se deja
practicar y reconocer como manera o como estilo, existe como movimiento, antes de
haber llegado a una conciencia filosófica total» (Merleau-Ponty, M., 1945: 8), o si
representa la secreta aspiración de la filosofía moderna (Husserl), no es raro que se la

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caracterice mucho más como una actitud que como algo de suyo definible en la medida
en que en ella, bajo su flexible protección, el fenomenólogo respira, se mueve y existe
filosóficamente, sin encontrar medio, desde otra tendencia, de definir o acotar la tarea
propia de la fenomenología. Cada uno se torna responsable de sus propios pensamientos
(Scheler). En cualquier caso, y a pesar de la escisión que se produce en 1913, una figura
sigue siendo inmensa e insustituible, la de Husserl, que va a desplegar hasta bien entrada
la década de los treinta, y sin desfallecimiento, no sólo análisis ontológico-
fenomenológicos regionales de gran riqueza, sino también una reflexión progresivamente
compleja en torno a la fenomenología de la propia fenomenología, tarea en la que
finalmente le asistirá Eugen Fink en la Sexta Meditación cartesiana. De 1927, última
fecha señalada, a 1945. Al comienzo de Fenomenología de la percepción, Merleau-
Ponty llamaba la atención sobre el hecho de que después de medio siglo de los primeros
trabajos de Husserl aún se siguiera preguntando qué es la fenomenología. Por su parte, él
se atrevía a aventurar una caracterización general que sigue resultando, a nuestro juicio,
atractiva. Para Merleau-Ponty (1945: 7)

la fenomenología es el estudio de las esencias [...]; pero la fenomenología es asimismo una filosofía que
re-sitúa las esencias dentro de la existencia y no cree que pueda comprenderse al hombre y al mundo
más que a partir de su “facticidad”.

Bástenos por ahora este apunte. Lo que entraña de interesante la propuesta de


Merleau-Ponty es que en ella ya se ha producido el encuentro entre la fenomenología
husserliana y la hermenéutica de la facticidad y analítica existenciaria de Heidegger en
Ser y tiempo.
Desde hace ya un siglo, la fenomenología ha atravesado múltiples fases,
experimentado desviaciones, sufrido críticas y asumido grandes aportaciones... que la
han hecho madurar velozmente. Al final, todo ha contribuido a su enriquecimiento,
habiendo surgido de cada magulladura y de cada herida nuevas posibilidades de un
“trabajo en los fenómenos’ (Waldenfels) del que la fenomenología no ha dejado de dar
abundantísimos frutos. En una de sus obras más recientes, Einführung in die
Phänomenologie (traducida en nuestro país como De Husserl a Derrida. Introducción a
la fenomenología –cfr. Waldenfels, B., 1992–), Waldenfels los mostraba del modo más
condensado posible, casi telegráficamente. El movimiento fenomenológico no lo sería
sólo de sus “herejías” (si siguiésemos a Ricoeur), sino ante todo el de esa ebriedad de
constituciones (ivresse des constitutions), al decir de Jean-Luc Marion, que caracterizó
a dicho movimiento desde sus primeros pasos. Al estudio de Waldenfels que se acaba de
referir le habían precedido otros, de los que uno de los más conocidos fue, sin duda, el
estudio monumental de Herbert Spiegelberg sobre The Phenomenological Movement
(1960). En 1997 se editó una gran Encyclopedia of Phenomenology, a cargo de Lester
Embree, que venía a retomar el empeño por hacer meticuloso recuento de los grandes
frutos de la investigación fenomenológica. Por aproximarnos a la actualidad, en 1998
Dominique Janicaud llamaba la atención sobre la vitalidad y la diversidad del movimiento
fenomenológico fuera de los límites del área francófona, en particular en Alemania, en

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Italia, en Estados Unidos e incluso en Gran Bretaña (Janicaud, D., 1998: n. 11), y en
nuestro país Domingo Blanco (1997: 84), por ejemplo, insistía en cómo la filosofía
fenomenológica se había ido convirtiendo en “una inmensa cantera que moviliza un
trabajo de pensamiento ingente y riguroso, al que se incorporan los jóvenes cada vez
más, y hay que añadir que también en España”. Es en honor a ese futuro por lo que este
estudio quisiera estimular la atención filosófica del lector y convertirse en texto para
labranza de ideas. Tampoco es tan extraño que Jürgen Habermas comentase que casi
resulta casi sospechoso que los fenomenólogos no hayan producido o sufrido una
postfenomenología (Habermas, J., 1988: 13; en esta misma obra [p. 48] equipara la
fenomenología, sin más, con la “abstracción eidetizante” [!]). A diferencia de otras
tendencias, corrientes, movimientos, escuelas, tendencias neo- o post–, o de cualesquier
modalidades de -ismos, para un fenomenólogo resultaría casi imposible, si atendemos al
impulso global de la fenomenología (no sólo la de Husserl), hablar de una post-
fenomenología, pues si bien es cierto que se la puede acotar, mantener en sus límites,
revisar y derivar, heretizar... también lo es que negar-la sin más sería, con toda seguridad,
un inconsciente suicidio del pensamiento.

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1.3. Ruptura y radicalismo en una época de vanguardias

Aunque Husserl se encontrase concentrado en el ambiente de reloj de arena de su


gabinete del Hoher Weg de Gotinga o de la Lorettosstraβe de Friburgo, la filosofía
fenomenológica que gestaba laboriosamente, en buena medida ajena a lo que ocurría en
el ámbito cultural europeo (1900-1913...), estaba preparándose para acoger y expresar, a
su modo, la voluntad de ruptura y al mismo tiempo de fundamento (pero también de
desfundamentación) de los nuevos tiempos. La época en que surge y se despliega la
fenomenología husserliana es una de las más apasionantes y convulsas de la aventura
espiritual de Occidente, a la que claramente se incorporó (insistamos, a su modo). Cierto
es que muy poco había en los fenomenólogos que pudiera parecerse a la “morbosidad”
del descubrimiento de las raíces libidinosas del inconsciente en Freud ni a las promesas
de “liberación” que aparentaba traer. Nada de “transvaloraciones” al modo de un
Nietzsche que comienza a ser descubierto ni, por supuesto, de la resurreción del
positivismo bajo el radicalismo positivista-lógico (en 1921-1922 aparece el Tractatus
logico-philosophicus de Wittgenstein; en 1928 Der logische Aufbau der Welt de Carnap
y de éste mismo, en 1932, su provocativo panfleto sobre “La superación de la metafísica
mediante el análisis lógico del lenguaje”). Pero no sólo eso. En un contexto muy
diferente, hacia 1916 cunden en Zúrich los escándalos dadaístas del Cabaret Voltaire y
en París, ocho años después, Breton publica su primer manifiesto surrealista. ¿Es
necesario proseguir? Entre 1914 y 1919 la primera guerra mundial. Y en 1917 la
Revolución soviética... Desde comienzos de siglo se diría que casi todo dejará de ser
como antes lo fuese en el orden humano, político y social, en los ámbitos científico,
filosófico o artístico...
Desde sus inicios, todo el proyecto del pensamiento fenomenológico se debate,
aunque Husserl no lo tematizase apenas, con un desfondamiento radical en el que es
puesta en cuestión la sacrosanta Mera Realidad elevada a los altares en la ancestral
actitud natural y en la ciencia positiva. En adelante, sin embargo, nada será tan fácil y la
fenomenología habrá contribuido poderosamente a esa gran despedida de la Mera
Realidad con que se abre el primer terció del siglo XX (Fellmann, E, 1982: 34). Todo
comienza a despejarse en torno al comienzo de la segunda década del siglo. En 1910, y
como si él mismo fuese un profundo síntoma, Rilke (1910: 20, 31) confesaba en sus
Cuadernos de Malte Laurids Brigge que “aprendía a ver”, que todo penetraba en su
espíritu con más fuerza que nunca, hasta alcanzar un interior que hasta ese momento
ignoraba. Casualidad o no, pero en la época en que Husserl medita Ideen I, Kandinsky
ronda el principio del valor interior o también de la necesidad interior (innere
Notwendigkeit), en virtud del cual puede decirse que “es bello lo que brota de una
necesidad interior del alma; es bello lo que es interiormente bello” (Kandinsky, W., 1910:
116-117). Esa necesidad interior procedía de una grieta en el alma del hombre
contemporáneo, si hemos de seguir el testimonio del propio Kandinsky (1910: 22)
cuando escribe en 1910 en De lo espiritual en el arte.
Grieta en el alma... y en las palabras. Desde principios de siglo las palabras, por

25
ejemplo, comenzaban a reclamar una profundidad inaudita en la proximidad del silencio
(cfr. Hugo von Hofmannsthal y su conocida Carta de Lord Chandos, de 1901) o al
borde de lo indecible, como en la anécdota de la fascinación por lo infinito en Las
tribulaciones del estudiante Törless (1906) tal como nos la recuerda Claudio Magris
(Musii, R., 1906: 91; Magris, C., 1984: 253-254), que se remite a la distinción
husserliana entre Ausdruck y Anzeichen para aludir a la apertura de la conciencia
mucho más allá de a donde podría haberla conducido el positivismo, un “más allá” que
no podía demorarse en la mimesis tradicional ni en filosofía (de aquí las precauciones en
el modo como Husserl aborda el tema de la representación) ni, por supuesto, en el arte.
Nada de extraño que el campo inmenso de la “abstracción” (y, por supuesto, de lo
surreal) comenzara a abrirse a una mirada expectante y sorprendida para un arte que,
por decirlo con Klee, ya “no devuelve lo visible, sino que hace visible”. Uno de los
pioneros de la abstracción, Malevich, recordaba en 1927 cómo en 1913, en un
desesperado intento por liberar el arte de la rémora de la objetividad, hubo de refugiarse
en la forma cuadrada y exponer una tela que no contenía sino un cuadrado negro sobre
fondo blanco. Sólo con temor y escándalo recibieron los críticos y el público en general
aquella pasión de Malevich por el “desierto” habitado por el espíritu de la sensación no
objetiva, “que lo llena todo” (Malevich, K., 1927: 367). Mientras Husserl edita en 1913
Ideas I, provocando un revuelo considerable y el desánimo en quienes buscaron en las
Investigaciones lógicas un nuevo realismo que dejase atrás, por fin, toda forma de
psicologismo, Malevich hablaba, como acabamos de recordar, de un gegenstandlose
Welt, es decir, de un mundo sin objetos. Qué duda cabe de que el panorama especulativo
husserliano se habría ampliado y enriquecido enormemente si en torno a 1913, cuando
tiene 34 años –una edad relativamente avanzada–, Husserl hubiese asumido los intentos
de “liberar el arte de la remora de la objetividad” emprendidos por Malevich y muchos
otros. Lo decisivo era, en todo caso, la ampliación del campo de experiencia de la
conciencia (de nuevos campos de fenomenalidad, por tanto) o del diafragma de la
subjetividad, que ya desde comienzos de siglo, y no importa si desde el campo
filosófico, artístico o existencial, ha comprendido que el mundo fáctico, cósico,
“positivista” heredado del XIX le resulta completamente insuficiente y asfixiante. Hoy
podemos comprender que lo que en buena medida hicieron muchas de las vanguardias
fue ejemplarizar, sacar a la luz o descubrir, en general, aquella liberación de la
conciencia frente a las meras cosas de la representación y frente a un psiquismo
reducido a sí mismo, cubierto completamente por su propia “nebulosa psíquica”,
oprimido exteriormente por los hechos y atosigado por la facticidad. ¿No era esa
liberación lo que expresaba Rilke, por ejemplo, cuando, al tiempo que reconocía tener un
“interior” que ignoraba, decía que los poemas no son sentimientos, sino experiencias
(Rilke, R. M., 1910: 30)?
Si la fenomenología de Husserl fue explícita y lúcidamente consciente de su
contexto epocal o no, no tiene demasiada importancia cuando tantas son, en un sentido u
otro, las coincidencias en los paralelismos que, por cierto, todo tramo histórico-cultural
entraña en la solidaridad de sus manifestaciones (la expresión es de Ortega). Desde

26
1900 a 1935 la producción de Husserl es contemporánea del cubismo y del futurismo
(qué estruendoso aquel “estás cansado de vivir en la antigüedad griega y romana” en
Zona, de Apollinaire); del expresionismo (cfr. Fellmann, E, 1984) y de la abstracción de
los Mondrian, Doesburg, Delaunay, Kupka o Gabo; del suprematismo de Malevich en
torno a 1913-1914; pero también es contemporánea de la Neue Sachlichkeit (Nueva
objetividad) de la primera posguerra alemana, que en buena medida sustituyó al
expresionismo (Kolb y otros, 1985), y del dadaísmo, y luego del surrealismo...
Obviamente, no podríamos entrar en el detalle de tan compleja época sino tan sólo dejar
constancia de una simultaneidad que sin duda da mucho que pensar, y reconocer la
deuda histórico-especulativa que la filosofía en general, y la fenomenología en concreto,
tienen contraída con los movimientos de vanguardia con que este siglo convulso nos
enseñó, poco a poco, a cambiar nuestro modo de pensar y ver el mundo. Poco importa si
dueña de sí (auto-consciente o libremente) o bien “poseída”, la subjetividad abre mundo,
da sentido, engendra unas formas y de-forma otras... más allá de lo dado. Ya no se
trataba, insistamos en ello, de la mímesis, sino de la creación y la metamorfosis. ¿Acaso
en los minuciosos afanes descriptivo-metodológicos de la fenomenología no se debía
dar luz a toda la potencia constituyente del ser-consciente? No se trataba sólo de
reflexionar sobre un mundo ya acabado, sino de cómo la subjetividad consciente, y de
inmediato la existencia, abren mundo y dan sentido. La filosofía del siglo XX ha
demostrado sobradamente en qué medida el programa de la fenomenología (y hablamos
de “programa” como podríamos hacerlo para referirnos al de la filosofía trascendental
kantiana o al de la filosofía analítica) no cerraba, sino al contrario, abría, y cómo,
caminos. A ese gesto, aún hoy, quisiéramos debernos.

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1.4. Hacia la existencia

Si a alguien se le ocurriese desactivar la fenomenología bajo el reproche/pretexto de


ser una típica filosofía académica a la sombra del logofonocentrismo occidental,
reconozcamos, desde ahora, que pocas estrategias más “adecuadas” para desactivar la
filosofía existencial que vincularla casi necesariamente con una época histórica. El
“existencialismo” europeo es, se dirá, filosofía de guerra y pos-guerra, etc. Y sin que
pueda negarse dicha vinculación, debería reconocerse que a pesar de todo yerra en lo
que constituye lo esencial y la médula vital de la reflexión sobre la existencia. Por las
conmociones existenciales que entraña, un periodo de guerra, entre-guerras o pos-guerra
puede ser, quién lo duda, “ocasión” propicia para cierta orientación de la reflexión, pero
no agota en absoluto la gran aportación que la filosofía existencial representa. En
realidad, dicha filosofía surge con anterioridad a la primera guerra mundial, amén de
tener grandes y venerables “precursores”. Por lo demás, lejos de ser reductible a una
ocurrencia histórica, la filosofía existencial tiene a su favor la insoslayabilidad de sus
temas, que relativamente unas épocas descubren y otras encubren, y que siempre en
todo caso son interpretados de modo diferente, sin que, sin embargo, nunca puedan ser
anulados completa y definitivamente.
Por lo que se refiere a la trama filosófica que el presente estudio quisiera tomar a su
cargo, no cabe duda de que una de las nociones-clave es, como ya se ha indicado, la de
Lebenswelt (mundo de la vida). En ella se imbrican conciencia y existencia,
fenomenología y filosofía existencial; eje de articulación, catalizador del pensamiento,
exigencia programática, tema ontológico, asunto narrativo... Una vez que Husserl libere
el campo de la experiencia, que para él lo era básicamente de la conciencia, todo será
más fácil y se habrá allanado más el camino de descenso a la desprestigiada doxa y su
singular para-logos “ontológico-existencial”. Como ya se ha dicho, Husserl confiaba aún
en una “ciencia estricta” sobre dicha doxa, que habría de descubrir las estructuras
necesarias y universales del mundo de la vida. La filosofía existencial, sin embargo, ya
no va a depositar tanta confianza en el ideal de “ciencia”, lo que no le impedirá producir,
incluso en sus versiones más aparentemente “populares”, obras de muy difícil acceso
filosófico-especulativo y de gran hondura y tentativas cuando menos “parasistemáticas”.
Baste pensar en Ser y tiempo de Heidegger, en Filosofía de Jaspers, en El ser y la nada
de Sartre o en Fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty. El panorama es,
desde luego, impresionante. Con no poca ironía, en su breve texto de 1969 sobre La
filosofía actual Ferrate r Mora citaba, casi à la Carnap, textos de Sartre, Heidegger y
Jaspers para mostrar cómo en el existencialismo no todo era “polvareda” y “barullo
popular” (decía Plessner [1966: 153] que “el mundo habla de Heidegger y Sartre. Que
los dos en sus ideas fundamentales se remiten a Husserl, solamente lo sabe la ciencia”).
Su “éxito”, dice Ferrater (1969: 68), se explicaría por

haber puesto de relieve tribulaciones bien conocidas –angustias, náuseas, ansiedades, ascos, desazones
y neurosis–. Disertar sobre esencias, fenómenos, ciencias eidéticas, egocentrismo trascendental, etc.,
deja indiferentes a muchos. Tronar sobre el pavor, la soledad, la muerte o debatir sobre si los seres

28
humanos son el cielo o el infierno, puede iniciar una reacción emotiva en cadena.

De una neutralización “historicista” (la filosofía existencial como típica “filosofía de


circunstancias”) a otra de tipo “psicologista”, a la que podría añadirse aún otra más, con
tendencias “sociologistas”. Pero no es tan fácil. Si la filosofía existencial aportó
profundidad a la fenomenología, ésta brindó a aquélla una legitimidad filosófica que
habría de mostrar la reflexión sobre la existencia más allá de cualquier reductivismo que
pretendiese neutralizar su fuerza crítica filosófica al considerar, por ejemplo, que el
“existencialismo” fuese une philosophie de la diversión (Lefebvre) o, por ejemplo –lo
recordaba Michel Contat–, una especie de pintoresco movimiento “enfaticalista” al que
sería adepto el personaje interpretado por Audrey Hepburn en Funny Face, de Stanley
Donen (1955). Bobbio (1944), por ejemplo, acusó al existencialismo de ser decadentista
y anos más tarde, en 1962 Emmanuel Mounier (1946: 11-12) criticaba la moda
existencialista (“el último absurdo del siglo”) a favor, sin embargo, de la que sería una de
las filosofías más relevantes de nuestro tiempo.
Si a la fenomenología se le pudo reprochar su academicismo, al existencialismo se
le podría echar en cara su “callejeo”. Las duras palabras de Mounier no eran raras ni
insólitas, sino casi un lugar común en los detractores no ya de la “filosofía existencial” en
su profunda seriedad cuanto del existencialismo como moda de “café” y pose. En el texto
de Mounier al que nos referíamos, el fundador de Esprit seguía diatribando contra el
“sartrismo” para luego, en sucesivos pasos hacia atrás, remontarse hasta Sócrates en la
búsqueda de la gran raigambre de la filosofía de la existencia. Así se abre su Introducción
a los existencialismos. Al comienzo de su pequeña Historia del existencialismo, Jean
Wahl (1947: 7) contaba la siguiente anécdota:

Días pasados, al salir del Café de Flore, tropecé con un grupo de estudiantes. Uno de ellos se
adelantó y dijo: “Seguramente, el señor es existencialista”. Y yo contesté: “No”. ¿Por qué contesté no?
No me había tomado tiempo para reflexionar. Pensé, sin duda, que las palabras terminadas en “ista” o en
“ismo”, no contienen sino vagas generalidades.
Esta cuestión del existencialismo conmueve a Nueva York, de donde vengo, como a París. Sartre ha
escrito un artículo en Vogue; de Mademoiselle, que está dirigido a muchachas de dieciséis años, me ha
contado un amigo que consagró un artículo a la literatura existencialista; por su parte, Marvin Farber ha
escrito en su revista que Heidegger constituye un peligro internacional. El existencialismo se ha
convertido no sólo en un problema europeo, sino en un problema mundial.

Seguía diciendo Wahl que no podría definirse satisfactoriamente el existencialismo,


pues o bien habría que incluir en él a un detractor de la filosofía como Kierkegaard, y a
dos autores que hablaron contra el existencialismo, como Heidegger y Jaspers, o bien
habría que restringir la noción de “existencialismo” tan sólo a la que denomina Escuela
Filosófica de París (Sartre, Simone de Beauvoir y Merleau-Ponty). En 1948, en su
artículo “La querella del existencialismo”, Merleau-Ponty (1948: 119) llamaba la atención
sobre la circunstancia de una apresurada (malhumorada) recepción del existencialismo y,
en concreto, de El ser y la nada. Defendía a Sartre contra los que anatematizaban su
pensamiento sin conocerlo a fondo y contra quienes consideraban que lo más urgente

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sería establecer un firme cordón sanitario de protección contra la nefasta influencia del
existencialismo.
“Un cordón sanitario.” La expresión sobreentiende que la filosofía existencial sería
la perfecta antítesis de la filosofía como terapia. Más bien se trataría de lo contrario: de
infundir la desolada conciencia de la existencia como enfermedad, drama o callejón sin
salida. Si bien no es del todo correcto considerar que haya forzosamente de vincularse la
filosofía “existencial” con la exigencia de una angustiada conciencia trágica del existir, sí
es cierto que parece casi imposible reivindicar el ser-en-el-mundo como tal sin reconocer
a la vez, si no la tragedia apodictíca o una dogmática del absurdo, sí, ineludiblemente,
la constitutiva conflictividad de existir, la dificultad que entraña la existencia consciente
de la finitud entre esos dos abismos del nacimiento y la muerte que nos recuerdan
nuestra Geworfenheit y constitutiva “contingencia”. Nada de extraño que pueda
localizarse en algunos autores, a veces con cierta facilidad, una especie de rechazo tan
visceral del “existencialismo” que sería susceptible de ser interpretado casi
psicoanalíticamente, aunque seguramente no haría falta descender “tan abajo”. Ese
rechazo delataría el temor profundo a un tipo de filosofar por el que no puede transitarse
sin más, pues deja a su paso preguntas terribles. “Comenzar a pensar –decía Camus– es
comenzar a estar minado.” Cualquier acercamiento honesto a la filosofía existencial no
puede dejar imperturbable –o no se trata de una aproximación realmente filosófica, sino
tan sólo de una curiosidad histórico-cultural digna de ser estudiada con tanta erudición
como escasa pasión.
En todo caso, salvadas las razones, el pensamiento no sólo tiene derecho a
acoplarse con su circunstancia, sino que incluso se debe a ella, lo que no mermaría su
prestigio, sino que lo enriquecería. Es indudable que el referente cultural y humano de
dos guerras mundiales, con sus correspondientes secuelas, tornaba los “asuntos”
existenciales y existencialistas casi un tema al cabo de la calle. Emil Cioran escribe en
1933 En las cimas de la desesperación, y en 1947 Breviario de podredumbre; Eugène
Ionesco se instala en París en 1938-1939 y termina La cantante calva en 1949. Tres
años más tarde, en 1952, el irlandés Beckett presenta Esperando a Godot. Había escrito
Murphy en 1938 y Watt en 1942-1944. ¡Y tantos más, en Europa y América, que sería
pretencioso recordar aquí! Los límites definitorios se diluyen, siendo lo compartido en
todos los casos (formalmente a veces tan diversos) la aproximación al dramatismo del
existir, el reconocimiento de la fuerza desbordante de la existencia o su decadencia y sus
sombras permanentes, las paradojas en que se encuentra enredada... Amén de una
filosofía, sin duda un ambiente, unos barrios, unos personajes, unas cuantas escenas y,
por supuesto, sus propios artistas, músicos, pintores o escultores (Lledó, Elena, 1993:
44-53). Imposible no recordar aquellos tallos de soledad que eran las raras esculturas de
Alberto Giacometti, o a un Dubuffet entusiasmado por el existencialismo pero sin saber
demasiado bien en qué consistía y sobre todo, especialmente –aunque nada tuviese que
ver, en principio, con el existencialismo–, aquellas terribles reinterpretaciones del
conocido retrato de Velázquez del Papa Inocencio X que realizó Francis Baco entre 1949
y 1954. En 1949, a Inocencio X Bacon ya no le hacía posar majestuoso, imponente,

30
serio y sereno, como sabiendo lo que había de pensar o a qué supremos designios
encomendarse; su rostro sereno lo ocupa en Bacon un grito mucho más estruendoso y
desgarrador que aquel otro, sordo y frío, que Eduard Munch pintase en 1893.
Seguramente desde la época más dorada del surrealismo la magullada Europa no conocía
semejante hervidero, ahora en nombre de otra seriedad, arrancando pasión filosófica,
aunque pudiera parecer increíble a algunos, de algo tan aparentemente sereno y sobrio
como la apertura fenomenológica de la conciencia en busca urgente de un camino hacia
la existencia.
Bien visto, el tránsito desde la fenomenología a la filosofía existencial fue modélico.
Como reconoció Ricoeur (cit. por Bello, E., 1979: 25) en 1951, “la fenomenología
«existencial» no era un sector yuxtapuesto a la «fenomenología trascendental», sino esta
fenomenología hecha método y puesta al servicio de una problemática dominante, la
problemática de la existencia”. Y sin embargo, una fenomenología de la existencia
habría de acabar por comprometer (desbordándola) a la propia fenomenología desde el
momento en que –lo diremos del modo más escueto– comenzó a otorgarse prioridad al
sum sobre el cogito, a la existencia sobre la (auto)conciencia. Todo ello ocurre entre
1925 y 1945, aproximadamente. Bien es cierto que el encuentro entre fenomenología y
filosofía existencial no dependió tan sólo de un cierto despliegue interior de la
fenomenología. Fueron necesarios otros factores históricos, culturales y filosóficos para
que, especialmente en Francia, apareciese lo que conocemos como “existencialismo” (cfr.
Bello, E., 1979). Por lo que a la ciencia se refiere, y como bien a reconocido Blumenberg
(1987: 60), “el gran enigma del milenio que concluye es, y quizá seguirá siendo, el
creciente hastío por la ciencia”. Husserl es, en efecto, uno de los primeros en denunciar
el modelo cientificista que ha presidido los afanes filosóficos a lo largo de la
modernidad. Al confundirse un método de aproximación al ser objetivo con la verdad, la
ciencia se apropia del ser verdadero, expulsando a los márgenes de lo meramente
subjetivo-relativo todo lo correspondiente a la subjetividad y, por descontado, a un
existente al que, a cambio, la ciencia comienza abrumadoramente a no satisfacer. Por su
parte, la ruptura filosófica incluía, como sabemos, el repudio del sistema hegeliano –de
todo sistema en general– en la medida en que, como delatara Kierkegaard, oprime al
existente individual menospreciando su irreductible libertad. Y sin embargo (rarezas que
nos reserva la historia de la filosofía), junto con el interes indudable que suscitan Husserl
y Heidegger, renacerá el interés por Hegel. Desde 1929 se asiste en Francia a su
redescubrimiento especialmente gracias a los estudios y comentarios de Alexandre
Kojéve y Jean Hyppolite. La traducción de la Fenomenología del espíritu (1939, 1941)
es decisiva a tal respecto, así como la interpretación “existencial” (antropológica) de
Hegel por Kojéve, quien entre 1933 y 1939 dicta cursos sobre Fenomenología del
espíritu (sus dos últimas conferencias del curso del año 1933-1934 abordan La idea de
la muerte en Hegel y constituyen una introducción/interpretación muy didáctica a la
reivindicación hegeliana de la muerte, para lo que Kojéve comenta el célebre texto de
Fenomenología del espíritu del final del apartado II del Prólogo, sobre la muerte [Hegel,
G. W. E, 1807: 23-25; Kojéve, A., 1933-1934: 42 y ss.]). Como bien recuerda

31
Descombes, cuando en 1930 se le pide a Kojéve que informe sobre el estado de los
estudios hegelianos en Francia, se lamenta de su escasez. Unos años más tarde, la
situación ha cambiado. En 1948 dirá Merleau-Ponty (1948: 109), en un artículo titulado
“El existencialismo de Hegel”, con motivo de una conferencia de Jean Hyppolite en
febrero de 1947, que

Hegel está en el origen de todo lo importante que se ha hecho en filosofía desde hace un siglo [...] e
inaugura la tentativa de exploración de lo irracional y de su incorporación a una razón ensanchada que
sigue siendo la tarea de nuestro siglo. Hegel es el inventor de esta Razón más comprensiva que el
entendimiento [...]. Pero resulta que los sucesores de Hegel han insistido, más que en lo que le debían,
en lo que rehusaban de su herencia.

En su artículo, Merleau-Ponty llamaba la atención sobre cómo Hegel reivindicaba


en su Fenomenología del espíritu la lógica inmanente de la experiencia humana en todos
los sectores, más que el encadenamiento conceptual, y sobre cómo la palabra
experiencia tenía en él la resonancia trágica que posee en el lenguaje común cuando un
hombre habla de “lo que ha vivido”. Ya no se trataba de la experiencia de laboratorio,
sino de la prueba de la vida (Merleau-Ponty, M., 1948: 112). A la busca de su
autocomprensión, la conciencia está lejos de comprenderse clarividentemente a sí misma,
lo que aproxima a Hegel al existencialismo. Merleau-Ponty selecciona el impresionante
texto de la Fenomenología del espíritu en que Hegel (1807: 55-56) afirma que

La conciencia es [...] el ir más allá de lo limitado y, consiguientemente, más allá de sí misma, puesto
que lo limitado le pertenece [...]. Por tanto, la conciencia se ve impuesta por sí misma esta violencia que
echa a perder en ella la satisfacción limitada. En el sentimiento de esta violencia puede ser que la
angustia retroceda ante la verdad, tendiendo a conservar aquello cuya pérdida la amenaza. Y no
encontrará quietud, a menos que quiera mantenerse en un estado de inercia carente de pensamiento...

El importante estudio de Hyppolite sobre Génesis y estructura de la


“Fenomenología del espíritu”testea, sin duda presente en las palabras de Merleau-Ponty
antes citadas. El Hegel sistemático, logológico, especulativo deja paso a un Hegel más
antropológico y existencial, más próximo a “lo concreto” (por cierto, Jean Wahl había
escrito en 1929 un muy significativo artículo sobre “La conciencia infeliz en la filosofía
de Hegel”, y es en este sentido quizás el pionero de la reivindicación del “otro Hegel”).
No se trataba ya de lo que Kierkegaard llamaba el “palacio de las ideas” de la hegeliana
Ciencia de la Lógica., sino del Hegel de la Fenomenología. Wahl no elige como tema el
apogeo de la razón, sino la conciencia desdichada, la experiencia irracional de sí mismo.
Se preparaba de este modo el encuentro entre Hegel y el ser-en-el-mundo heideggeriano.
Por lo demás, el redescubrimiento de Hegel conducirá a Marx, cuyas Obras filosóficas
son publicadas en 1927. Como en el caso de Hegel, es el joven Marx, el de los
Manuscritos de 1844, el que más podía importar a existencialistas y fenomenólogos.
La interferencia entre tendencias diversas encontró todas las ocasiones posibles.
Como bien señala Bello, en el panorama francés irrumpen al mismo tiempo la existencia
de Kierkegaard, el sentido de la existencia y la conciencia de la realidad como mundo

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vivido o Lebenswelt, un sentido de la historia más allá de la disolución de lo histórico en
lo racional al estilo hegeliano, el conflicto entre existencia y estructura, el
redescubrimiento de Hegel, la presencia de Freud, que ayuda a tematizar la opacidad
inconsciente de la existencia... Pero también se renueva la presencia de Descartes,
especialmente en Sartre y Merleau-Ponty. El enemigo común lo será, en buena medida,
el racionalismo de León Brunschvicg, quien a pesar de la gran presencia de Bergson
domina el panorama francés.
Nada de “moda” popular, pues. O al menos no es esa “moda” lo que nos importa.
La filosofía existencial no es en absoluto reductible a la especificidad cultural y pública
del ismo “existencialista”. En 1937 Jaspers decía a Wahl que “el existencialismo es la
muerte de la filosofía de la existencia”. Nueve años después, en 1946 el propio Sartre
reconocerá en El existencialismo es un humanismo que de tanto como se había
extendido, el existencialismo ya no significaba nada. Nada “de moda”, decíamos. Ante
todo, la filosofía existencial representa la tendencia estructural de un pensar que se
cuestiona a sí mismo como nunca antes lo había hecho y en el que, como suele decirse,
“la procesión va por dentro”. No sólo la confianza hegeliana en el concepto, sino
también la fe husserliana en la reflexión van a ser cuestionadas fuertemente frente al
altísimo “tribunal supremo” de la existencia. Sea en el contexto omniabarcativo del
idealismo absoluto, sea en el contexto de la reducción fenomenológico-trascendental, la
auto conciencia va a ser rebajada de su pedestal teorético para pasar a quedar
encarnada, o mundanizada, y con ello entrelazada a los claroscuros de la existencia.
Nada tiene de extraño que, en lo sucesivo, las revelaciones alcancen un prestigio insólito:
intuiciones para las que ningún concepto sería suficiente (lo que Jean-Luc Marion
[1992: 79-128] llama fenómenos saturados), en cuyas estelas deberá el pensamiento
encontrar sus posibles y sus “imposibles”, sus días y sus noches. La filosofía asistirá
asombrada a todo un desfile de “situaciones-límite” (Jaspers), a la mortalidad
unamuniana, a la angustia heideggeriana y batailleana, a la náusea sartreana o al absurdo
de Camus. Tales experiencias/ revelaciones no se dejan “positivar objetivamente” pues
son en sí mismas refractarias a un modelo epistémico de cientificidad, y por ello mismo
reveladoras de “límites” o, quizás mejor, de “fronteras”.
Casi imposible definir la filosofía existencial en toda su complejidad, ni de hecho ni
de derecho. ¿Cómo definir esta “derivación” de la fenomenología que hinca
profundamente sus raíces en prestigiosas aunque algo marginadas tendencias del
pensamiento occidental, y más próximamente en Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche?
Sin duda, la subjetividad consciente (fenomenología), el hombre (antropología filosófica),
el existente (ontología existenciaria, etc.) pasan a primer plano. Pero respecto a ese
existente, tan cierta es su soberanía como todas sus humillaciones. Casi imposible
definir, decíamos, la filosofía existencial. Y, sin embargo, no faltan tanteos ni
aproximaciones. Nos han parecido interesantes dos, una de ellas de Copleston (1956) y
otra, más reciente, de Michel Contat (1994). Podemos apreciar el contraste. El primero
insiste en la idea de participación opuesta a contemplación. A su juicio, el
existencialismo “es un intento de filosofar desde el punto de vista del actor más bien que

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desde el punto de vista del espectador”. El problema considerado por el filósofo se le
presenta emergiendo de su existencia personal y debiéndolo esclarecer. Por otra parte,
ese problema le concierne vitalmente, exigiéndole su personal compromiso (cit. por
Ferrater Mora, J., 1969: 75). Por su parte, Contat insiste en las ideas de contingencia,
responsabilidad, generosidad’ existencia y solidaridad. A la pregunta formulada por
Ewald acerca de cómo definiría el existencialismo, Contat, especialista en Sartre,
responde que el existencialismo significa básicamente contingencia: se existe
gratuitamente, la existencia nos es dada para nada. Pero también significa
responsabilidad, puesto que aceptamos vivir, y en sociedad. Asimismo, el
existencialismo es generosidad, valor este del que dice Contat (1994: 26) que es el
primero del existencialismo: don sin espera de reciprocidad, don que se realiza a través de
la creación, del reír, a través de una parte de juego. Mientras que en su texto Copleston
apela a la autenticidad de la participación del filósofo en su propia existencia, desde
donde filosofa, y a la que el filosofar debe retornar, Contat apela básicamente a la
contingencia, la responsabilidad y el juego. Por su parte, en un texto editado en 1990,
Luc Ferry reivindicaba el existencialismo como pieza clave de un (nuevo) humanismo
postmetafisico (vid. nuestro epílogo, en el vol. II). En cualquier caso, la idea dominante
es la de inmersión en la existencia sin agarraderos de ningún tipo, desde la firme
convicción de que hemos sido lanzados comprometidamente al existir. Estamos
pascalianamente embarcados. El drama de la fenomenología en su desplazamiento hacia
la filosofía existencial depende esencialmente de la humillación que ésta cree hace sufrir a
aquélla precisamente a partir del reconocimiento de esa inmersión del existente en la
existencia, de la que la reflexión no puede, a pesar de todos sus esfuerzos, hacerse
suficiente y felizmente cargo. En efecto, el hipersensible diafragma de la conciencia, que
ya se abrió con increíbles resultados en Husserl, se abre ahora hasta el punto de romper
todos los moldes de lo Objetivo. La situación dramática del existente en su facticidad, la
mundaneidad y la historicidad, el compromiso, etc., penetran tan intensamente en la
analítica filosófica que tendremos la sensación de que el análisis eidético stricto sensu
queda corto frente a la exuberancia y el dramatismo del existir. La gran enseñanza de la
reducción fenomenológica husserliana sería que la reducción completa es imposible
(Merleau-Ponty, M., 1945: 13-14), es decir, que en los diversos órdenes de nuestra
experiencia y, más concretamente, en el existir se da un excedente frente al fenómeno
que obliga a la apertura del logos fenomenológico al para-logos existencial. No sólo se
trata de “límites”, sino también, y especialmente, de todas las ambigüedades que
comienzan a aparecer en aquel horizonte que, tal como lo presenta Husserl en el § 20 de
sus Meditaciones cartesianas, hace que toda conciencia apunte hacia más allá de
donde inmediatamente apunta. La crítica a la fenomenología husserliana no procederá,
ante todo, de las así llamadas “filosofías de la sospecha”, sino, más desde dentro, y por
tanto ya de algún modo asumiendo mucho de lo ya recorrido por la propia
fenomenología: desde la existencia inobjetiva. El caballero de Durero al que Husserl
consagró algunas meditaciones de Ideas I ha caído del caballo y perdido su armadura. A
uno de los ángeles de Wings of Desire/El cielo sobre Berlín de Wenders/Handke le

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ocurre otro tanto (se diría que cae de las alturas, del cielo) cuando, por amor a una joven
trapecista, decide hacerse humano e incorporarse a la corriente del tiempo. El film
terminaba con el Nous sommes embarqués pascaliano.
Claro que, por supuesto, en torno a aquellos años no todo era fenomenología y
filosofía existencial. Para un Lévi-Strauss que hablaba, a mediados de los cincuenta, de
su propia evolución vital y filosófica, todo aquel revuelo no pasaba de ser “metafísica
para modistillas”. Valorando hacia 1955 sus estudios allá por 1920-1930, Lévi-Strauss
dice que la fenomenología le chocaba en la medida en que, decía él, postulaba la
“continuidad entre lo vivido y lo real”. Para alcanzar lo real sería necesario,
primeramente, repudiar lo vivido, aunque para reintegrarlo después en una síntesis
objetiva despojada de todo sentimentalismo. Respecto al existencialismo, renegaba de su
complacencia con “las ilusiones de la subjetividad”. “Esta promoción de las
preocupaciones personales a la dignidad de problemas filosóficos –añadía– corre
demasiado riesgo de llevar a una suerte de metafísica para modistillas, aceptable como
procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si interfiere con esa misión que se asigna a
la filosofía...” (Lévi-Strauss, C., 1955: 61-62). El final apoteósico de Tristes Trópicos es
digno de ser recordado. La reflexión con que el gran etnógrafo cierra su relato
autobiográfico constituye todo un gran punto de referencia de algunas cuestiones e
interrogantes que este estudio sobre Fenomenología y filosofía existencial quisiera
suscitar y que no encontrarán, sin duda, respuesta alguna en él, ni aquí ni ahora. Ese gran
punto de referencia es también, por ahora, lejano.

ANEXO 1
Mundo de la vida/Mundo de la muerte (nota sobre conciencia y mortalidad)

En un pequeño artículo, y con ocasión de comentar El último hombre, de Maurice Blanchot (1957),
Georges Bataille (1957: 457-458) se preguntaba por qué siempre había que hablar de este mundo como del
mundo en que vivimos (en 1954-1955 apareció en la revista Life una serie titulada “The World we live in”) y
no también, o incluso sobre todo, de ese mismo (nuestro) mundo como del mundo en que morimos. Sin duda
tenía razón al formularse esa pregunta tan aparentemente simple y, sin embargo, perturbadora. Si
recordamos aquí a Bataille, tan gran obseso de la muerte como Unamuno (aunque para el francés se trataba,
sobre todo, del vínculo secreto entre muerte y eros), es a fin de mostrar hasta qué punto la tensión generada
entre-fenomenología-y-filosofia existencial va a resultar tan acendrada y profunda que en ella nos será
concedido asistir, y nos parece importante subrayarlo desde el principio, a una tensión increíble entre el
mundo de la vida y el mundo de la muerte, sin la que sería impensable cualquier lucidez existencial, y no
porque hubiera de lanzarse proclama alguna a favor de la muerte, sino sobre todo porque ésta impone un
gran signo de interrogación que nos obliga a enfrentarnos con una existencia más que nunca consciente de
su finitud. Gracias al encuentro entre fenomenología-y-filosofia existencial la conciencia se convierte en una
práctica cuyos efectos de lucidez, bajo la modalidad de sus múltiples objeciones, no se dejan sólo pensar (en
lo que la ilustración fenomenológica desempeña un papel insustituible), sino que ante todo se dejan sentir.
Casi indefectiblemente, por haber optado por el campo fenomenal, o por el horizonte de presencia, la
fenomenología apuesta básicamente por la vida como lo que permite la apertura de ese campo de presencia
(cfr. Moreno, C., 1998-1). Más adelante se tendrá ocasión de comentar el apasionante arco entre la vivencia
intencional y el mundo de la vida que traza la aventura filosófica de Husserl. Como reconociera Derrida, la
filosofía fenomenológica es constitutivamente “vitalista”. Y sin embargo, desde el momento en que deja bien
abierto el diafragma de su “mirada”, la fenomenología deja si no ver, sí al menos entrever, a través de los

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Otros, nuestra finitud. La ilustración se torna, entonces, lucidez extrema cara a cara con lo otro de la vida
inserto entrañablemente, sin embargo, en ésta (obviamente: la muerte –Hegel lo dijo hace mucho–). Si para la
fenomenología ser consciente es estar vivo (incluso también a la inversa), para la filosofía existencial estar-
vivo es ser trágicamente consciente de nuestra mortalidad. Desde ese momento, cada vez más el existir
comenzará a ser irreductible a la (mera) vida por la rara conciencia que el existir alcanza de ese
enfrentamiento ineludible entre vida y muerte condenado de antemano al fracaso perpetuo de la primera.
El heideggeriano sein-zum-Tode (ser relativamente a la muerte, o ser-a-la-muerte), que lanzará a la
analítica existenciaria hacia el “existencialismo” en la primera recepción claramente antropológica de Ser y
tiempo, no agota en absoluto el arco que sería capaz de describir ese sein-zum. Antes y después, Unamuno y
Camus, desde los márgenes del concepto filosófico, hacen que el pensamiento hierva con preguntas sobre un
más allá de la reducción fenómenológica (no podemos imaginarnos muertos), en el caso del pensador
bilbaíno, pretendiendo impotentemente transgredir esa reducción pero, por así decirlo, rompiéndose la cabeza
y el corazón (todo él mismo) contra la inmensa incertidumbre y la herida que deja abiertas, sin remedio
posible, la muerte; y Camus mostrando a todos, casi escandalosamente (otros pensadores existenciales
también lo hicieron, pero más en silencio) las dos grandes preguntas a que obliga la conciencia de nuestra
finitud en este siglo XX: por qué seguir viviendo (la pregunta acerca de si la vida merece la pena) y por qué
no matar. Tal como reconoció Sartre, en Camus el filósofo dejaba paso al “moralista” capaz de convocar, de
entre todos sus posibles lectores (y fueron muchos), a aquellos que no hubiesen despreciado la ocasión de
poder ser, en algún momento de sus vidas, suicidas u homicidas. No cabe duda de que aquí el filosofar toca
fondo fuera de las aulas. El arco desde la descripción a la existencia (expresión con que Levinas [cfr. 1949]
ilustra el tránsito de la fenomenología a la filosofía existencial) se abre a la interrogación ética en nuestro
compromiso con la existencia. Diez años después de que en 1951 apareciese El hombre rebelde, Levinas
comenzará su Totalidad e infinito con la pregunta acerca de si la moral no es una farsa, y diecisiete años
después dedicará De otro modo que ser; o más allá de la esencia “a la memoria de los seres más próximos
entre los seis millones de asesinados por los nacional-socialistas, al lado de los millones y millones de
humanos de todas las confesiones y todas las naciones, víctimas del mismo odio del otro hombre, del mismo
antisemitismo” (Levinas, E., 1974: 7).
La fenomenología allanó el camino para que pudiera presentarse, y la filosofía existencial fue su
embajadora y anfitriona. Nos referimos a la irrupción del “hombre de carne y hueso” y del existir más allá de
la mera vida. El mismo año en que aparece publicada Ideas I se edita Del sentimiento trágico de la vida, lo
que vendría a probar que el “existencialismo” no es sólo un fenómeno de “posguerra”. Enlaza con un
devenir-trágico de la conciencia que disfruta de una historia remota y profunda. Y decir aquí “de la
conciencia” no es un mero modo de hablar. El existir arriba impetuosamente, como una ola procedente del
océano de nuestra experiencia, a la “playa” de la conciencia que Husserl había explorado y preparado
laboriosamente, una playa ya descubierta antes de su esfuerzo, pero muy olvidada, con una orografía y
límites desconocidos a los que habría de transformar, recién descubiertos, aquella inmensa ola.

ANEXO 2
“El pensamiento abstracto encuentra por fin su apoyo carnal.” El encuentro entre
filosofía y literatura

Unamuno y Camus –de éste es la frase que da título al anexo– nos brindaron algunas claves para
comprender esa fusión de géneros que la “postmodernidad” reivindica, brindando a la filosofía no ya la
ocasión de practicar la experiencia literaria cuanto, ante todo, de reflexionar sobre el significado del
encuentro entre filosofía y literatura, al que contribuye poderosamente el que se produce entre
fenomenología y filosofía existencial. No podría negarse, por lo demás, que tal encuentro ya estuviese
trabajado interiormente, por lo que nuestra actualidad no habría hecho en el fondo sino responder a una vieja
exigencia. Por lo que al tema del presente estudio se refiere, la interferencia entre el descriptivismo fenómeno

36
lógico, la genuina profundidad existencial y el mundano-vitalismo, por así decirlo, de la experiencia literaria
han ofrecido voz y forma a un mundo cada día menos claro (“Si el mundo fuese claro no existiría el arte”
[Camus, A., 1942: 131]).
Amén de la gran cantidad de grandes creadores literarios que podríamos considerar “existenciales” (y
aparte de Unamuno y Camus) (cfr. Torre, G. de, 1968), en el entramado generado entre fenomenología y
filosofía existencial han surgido varios valedores del encuentro entre filosofía y literatura. Baste recordar a
Marcel o a Sartre. Ambos encontraron en el teatro y el relato grandes posibilidades, a la par específicamente
literarias y filosóficas, para “descender a la caverna”. No deja de resultar significativo que Husserl (1859-
1938) fuese contemporáneo no sólo de Freud (1856-1939), sino también de Marcel Proust (1871-1922;
comienza A la búsqueda del tiempo perdido entre 1905 y 1910; Por el camino de Swann aparece en 1913) y
James Joyce (1882-1941; Ulyses aparece en 1922). La fuerza fecundante para la fenomenología que
reconocía Husserl a la historia, el arte o la literatura no sólo queda realmente afianzada, sino que pasa a
primer término desde el momento en que la “cosa misma” de la existencia, cada vez más próxima a la
desprestigiada doxa mundano-vital, debe ser relatada, narrada, dramatizada. En los capítulos dedicados a
Marcel y Sartre nos referimos a esta cuestión. No sólo el mundo vital; también la propia experiencia
filosófica aparece como algo que puede ser “narrado” más que sistematizado (de aquí, por ejemplo, el Diario
metafisico de Marcel), e incluso como muy vinculado con revelaciones que a pesar de escapar a todo control
metodológico, y quizás justamente por ello, aportan al esclarecimiento de la existencia (Jaspers) una
“dimensión” imprescindible. El gran acercamiento de Heidegger a la experiencia poética también es un gran
testimonio del “otro pensar” que se gesta en el encuentro entre filosofía y literatura (poesía, en este caso).
En 1947, defendiendo que el pensamiento existencial debe expresarse tanto por ficciones como por
trabajos teóricos, Simone de Beauvoir sostenía, en “Literatura y metafísica”, incluido en Por una moral de la
ambigüedad, que dicho pensamiento existencial

es un esfuerzo por conciliar lo objetivo con lo subjetivo, lo abstracto con lo relativo, lo temporal
con lo histórico; pretende captar el sentido en el corazón de la existencia; y si la descripción de la
esencia corresponde a la filosofía propiamente dicha, sólo la novela permitirá reconstruir en su
verdad completa, singular y temporal el flujo original de la existencia [...]. No se trata de que el
escritor explote, en un plano literario, verdades previamente establecidas en el plano filosófico, sino
de manifestar un aspecto de la experiencia metafísica que no puede expresarse de otro modo: su
carácter subjetivo, singular, dramático, y también su ambigüedad; comoquiera que la realidad no es
aprehensible por la sola inteligencia, ninguna descripción intelectual podría darle expresión adecuada
(cit. en Torre, G. de, 1968: 152).

Un año más tarde Merleau-Ponty (1948: 58-59) decía: “no hemos esperado la introducción en Francia
de la filosofía existencial para definir toda vida como una metafísica latente y toda metafísica como una
explicitación de la vida humana”; añadía, de inmediato, que dicha “filosofía existencial”

es la toma de conciencia de un movimiento más antiguo que ella, cuyo sentido revela y cuya
cadencia acelera. La metafísica clásica ha podido pasar por una especialidad ajena a la literatura
porque siempre ha funcionado sobre un fondo de racionalismo incontestado y porque siempre ha
estado convencida de poder explicar el mundo y la vida humana a través de una organización de
conceptos. Se trataba menos de una explicitación que de una explicación de la vida o de una
reflexión sobre ella [...]. A pesar de los más audaces inicios [...] los filósofos acababan siempre por
representarse su propia existencia, ya sea sobre un teatro trascendente, ya como momento de una
dialéctica, ya a través de conceptos, del mismo modo que los primitivos se la representaban y la
proyectaban en los mitos [...].
Todo cambia cuando una filosofía fenomenológica o existencial se propone no explicar el
mundo o descubrir sus “condiciones de posibilidad”, sino formular una experiencia del mundo, un
contacto con el mundo que precede todo razonamiento sobre el mundo. De ahora en adelante lo que
haya de metafísico en el hombre ya no puede ser referido a ningún más allá de su ser empírico –a
Dios, a la Conciencia-; el hombre es metafísica en su mismo ser, en sus amores, en sus odios, en

37
su historia individual o colectiva, y la metafísica ya no es, como decía Descartes, la ocupación de
algunas horas al mes; la metafísica está presente, como pensaba Pascal, en el más pequeño de los
movimientos del corazón.

Que los textos husserlianos rehuyesen a sabiendas cualquier retórica de esas que usualmente solemos
considerar “literarias” no impedirá, por supuesto, que también el texto literario, como no podía ser menos, se
convierta pronto en tema de exploración fenomenológica, gracias a un análisis intencional que permitiría
valorar adecuadamente la ficcionalidad y los mundos posibles sin merma alguna de su proyección
ontológica. Román Ingarden desempeñó, en este sentido, un importante papel teórico (cfr. en general
Villanueva, D., 1992).
En El arte de la novela, Kundera llamó la atención sobre la circunstancia de que en 1935 Husserl
reclamase para la humanidad europea la interrogación sobre el mundo desde la pasión por el conocimiento
que se alumbra en Grecia. Husserl consideró como una crisis de esa humanidad el reduccionismo
cientificista excluyente del horizonte concreto de la vida, con el que se vincularía el olvido del ser
(Heidegger). Pues bien, Kundera reprocha a ambos filósofos el haber olvidado, en sus diagnósticos de la
crisis, que tan padre de la Modernidad fue René Descartes como Miguel de Cervantes. Para Kundera (1986:
15) –Rorty lo repetirá luego–, Cervantes inaugura un arte que tiene como cometido rescatar el ser de su
olvido. Dice que los grandes temas existenciales de Heidegger fueron revelados mucho antes por la novela, y
concluye que

la novela acompaña constante y fielmente al hombre desde el comienzo de la Edad Moderna. La


“pasión de conocer” (que Husserl considera como la esencia de la espiritualidad europea) se ha
adueñado de ella para que escudriñe la vida concreta del hombre y la proteja contra “el olvido del
ser”; para que mantenga “el mundo de la vida” bajo una iluminación perpetua. En ese sentido
comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía: descubrir lo que sólo una
novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte
hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la
novela (Kundera, M., 1986: 15-16).

A comprenderlo contribuyó la alianza entre fenomenología (un mundo por describir) y la filosofía
existencial (un mundo por existir). En fecha relativamente reciente (1991), y haciéndose cargo de las tesis de
Kundera, Richard Rorty reivindicaba a Dickens frente a Heidegger en el sentido de que la novela significaría,
ya lo hemos dicho, el paraíso de los individuos. Es cierto, pero para afirmarlo no sería necesario negar o
incriminar a la filosofía –tacharla, casi expulsarla del futuro, o al menos arrinconarla–. En todo caso, la
alianza entre fenomenología y filosofía existencial tendría un poco de menos culpa. Por cierto, es obvio que
ni Dickens representa a todos los novelistas ni Heidegger a todos los filósofos (“representaciones”, éstas, ad
hoc y, como ya habrá vislumbrado el lector, ellas mismas inevitablemente ascéticas y, al modo rortyano,
estereotípicas). Lamentable sería, y no poco irrisorio, que la reivindicación del concepto filosófico como tal
hubiera de venir de parte de poetas y novelistas (cfr., por ejemplo, Calvino, L, 1980) porque los filósofos,
descreídos de su propia encomienda, hubiesen tirado la toalla en el combate por desentrañar el ser-en-el-
mundo o hubieran dejado secarse el manantial de ese deseo-de-filosofía en que un día, tal vez muy lejano ya,
creyeron, o creyeron creer.

38
2
El campo de presencia. De la vivencia
intencional al mundo de la vida (Husserl)

Si por un imposible, yo hubiese podido


hacerme cosa, ¿cómo, luego, me reharía conciencia?

Maurice Merleau-Ponty

Y a se trate de lo que Husserl pensó de hecho, de lo que se mantuvo sólo insinuado


en las entrelíneas de sus textos o de lo que pudiera considerarse lo impensado de
su filosofía (Merleau-Ponty, M., 1959-1: 196), en cualquier caso lo que pueda esperarse
de la cosa-misma del pensar husserliano (y del de otros grandes filósofos) jamás estará
“al pie de la letra” ni podrá fijarse en esa cómoda posición, sino en todo caso dentro de
ella y tensado por la trascendencia a que toda escritura –y en especial la husserliana, por
vocación–se debe (Husserl, E., 1910-1: 35 y ss.). Ese adentro tensado que habita la
escritura, en débito perpetuo con el afuera que lo nutre (“No dirigida [la intención del
que habla] en último término a las meras palabras, sino «a través de» las palabras a su
significación” [Husserl, E., 1929: 25]), siempre tendrá no sólo algo parecido a un
“pasado” en la penumbra de su propia génesis, sino también un futuro en cada acto de
leer que actualice la escritura como texto y sea capaz, a su vez, de trascenderse como
pensar velando por los posibles que el texto (des)entraña. Tratándose de Husserl, no se
podría decir que el reto fuese fácil (como no lo es en el caso de ningún gran pensador),
en la medida en que el acceso a su obra requiere tanta intuición como técnica, tanta
inspiración como músculo intelectual y disciplina. Si se exigiese, en tal sentido, encajar en
unas pocas páginas todos los vericuetos, desarrollos o problemáticas de Husserl el
fracaso sería, con toda seguridad, inevitable. Por ello, para esquivar semejante
posibilidad sólo podemos intentar introducir al lector en la atmósfera fenomenológica y,
en concreto, hurgar en las que consideramos algunas de las claves (accesos) esenciales
del pensamiento husserliano. Un pensamiento, por cierto, que aunque no agote lo que
hoy conocemos bajo el rótulo general de fenomenología, sí constituye su centro
focalizador y el punto básico de encuentro de los fenomenólogos. Lo que prueba la
excedencia hasta nuestros días del “movimiento” fenomenológico respecto a su fundador
no es sólo que contemporáneamente a Husserl surgiesen otras tendencias
fenomenológicas sino, ante todo, que lejos de cerrar caminos y acotar definitivamente

39
campos, Husserl realizó una doble operación de síntesis e innovación y, en ésta, de
apertura y ruptura de la filosofía en un momento crucial, otorgándole posibilidades
renovadas en la puesta en franquía de las cosas mismas (zu den Sachen selbst!) y
liberando su fondo inagotable. Desde esta perspectiva, es cierto que en el primer tercio
del siglo el XX el destino de la fenomenología sólo pudo ser el entusiasmo (Bubner, R.,
1981: 24-25) o, en la propia autocomprensión husserliana, un renacimiento de la razón
desde sus cenizas (Husserl, E., 1935: 358). Sólo ello explica la inquietud, el radical mal
asiento que preside el encaminamiento fenomenológico y el que fuese Husserl, en su
propia autocomprensión, el filósofo principiante por excelencia. Por lo demás, Husserl
fue perfectamente consciente, desde muy pronto, de que su fenomenología debía
adentrarse en “selvas sin caminos de un nuevo continente” (Husserl, E., 1913-1931:
388), para desenvolverse en las cuales incluso se carecía (así lo consideraba Husserl ya
desde Investigaciones lógicas) de un lenguaje adecuado a la novedad de la filosofía
buscada (Husserl, E., 1900-1901: 11/499). La intrínseca imposibilidad de clausura del
ejercicio de la descripción fenomenológica, sin saber absoluto en devenir que la
arropase, sin totalización ni circularidad especulativa, se deja traslucir en el perpetuo
carácter “introductorio” de los textos husserlianos. No en vano, en tantas introducciones
e intentos debían aparecer entrelazados por vez primera, para la filosofía, vida y método
en una tensión reflexiva, la de la vida que experiencia mundo (welterfahrendes Leben),
en uno de cuyos extremos se encontraba desde el principio la vivencia intencional
(Investigaciones lógicas), decisiva a todos los efectos, y en el otro el mundo de la vida
(La crisis). De la vivencia intencional al mundo de la vida.
Fue probablemente la incesante preocupación por el problema de un método que
permitiese pensar y realizar la posibilidad de la filosofía lo que animó a Husserl y ha
obligado a que todo el siglo XX se refiera y se deba seguir haciéndolo a su esfuerzo, con
todas sus luces y sombras. Y no se trataba tan sólo –como suele a veces plantearse el
problema, en términos demasiado sofocantes– de proponer la filosofía como strenge
Wissenschaft (ciencia estricta), caracterización ésta que ha intimidado a muchos en la
medida en que precisamente por seguir el ideal de cientificidad Husserl no habría
cumplido la exención de presupuestos exigida para esa misma filosofía (Heidegger).
Decía que no se trataba sólo de la posibilidad de la filosofía como “ciencia estricta”, sino
de la filosofía en todos sus múltiples caminos conducentes a la conversión trascendental
desde una motivación que no podría ser reducida a la positividad natural de la vida y de
la ciencia. Aunque para Husserl la filosofía fuese, en efecto, ciencia de fundamentos
(Husserl, E., 1913-1931: 372), la fenomenología sólo podría, es más: sólo debería ser, y
por una necesidad inmanente, infinita a la vez que estricta, por más paradójica que
pudiera parecernos esta conjunción entre rigor e infinitud que hará hablar a Derrida de
la estructuralidad de la abertura (es decir, de “aquello que se mantiene abierto en la
estructura”) en el caso de una filosofía que ha rechazado el sistema y la clausura
especulativa (Derrida, J., 1959:212).Y si importa más la “práctica” ejercida en la
investigación filosófica que las declaraciones de principios, lo cierto es que,
independientemente de que la fenomenología fuese o no “ciencia estricta”, en el arco que

40
se describe desde la vivencia intencional al mundo de la vida su tarea ha ganado en
extensión y profundidad, obligándola a articular la fenomenología intencional de los
inicios con una ontología del mundo de la vida en torno al que habría sido uno de los
grandes márgenes, por antonomasia, del logos filosófico: la desprestigiada doxa
mundana.
Tras la hipercrítica nietzscheana, que probablemente no podría encontrar más firme
contrincante que la insobornable actitud descriptiva de la fenomenología, y el intento de
decapitación de la filosofía en el positivismo decimonónico (Husserl, E., 1934-1937: 9),
sin duda Husserl llena un vacío inmenso, lo que comprendieron muy pronto filósofos de
su generación, como Dilthey, u otros de la generación siguiente, como Heidegger y, en un
primer momento, todos aquellos que, procedentes de Múnich, y atosigados por el
psicologismo de Lipps, fueron intensamente atraídos por las Investigaciones lógicas o,
en el caso del pensamiento francés, quienes buscaban superar el estrecho racionalismo
que apartaba del mundo y privaba a la conciencia de “estar en los caminos”.
Sin duda, una de las encomiendas que la historia de la filosofía parecía tener
reservada a Husserl fue, amén del descubrimiento y de la exploración efectiva de amplias
zonas de la vida-que-experiencia-mundo en la práctica fenomenológica, el trabajo
desconstructivo de dejar-espacio para que un concepto no positivista de experiencia
pudiera emerger. “Trabajo sucio”, si se nos permite esta expresión, o de “desescombro”
a favor de un campo-de-presencialidad o de fenomenalidad suficientemente amplio y
profundo del que o en el que la subjetividad consciente (incluso mucho antes que
autoconsciente) pudiera vivirse responsable.
Hoy sabemos que el espacio despejado por Husserl ha sido uno de los más
aireados, frecuentados y transitados del siglo, resistiendo (incluso por qué no,
agradeciendo) el paso de múltiples tendencias y desviaciones. En el fondo, y como se
aprecia en casi todos los que profundizan su contenido, los textos husserlianos
constituyen no sólo un espacio de despeje, sino también un campo de pruebas,
experimental.
Como ya dejamos entrever en nuestro primer capítulo, la fenomenología
husserliana colabora poderosamente con el ambiente espiritual de un momento histórico
que busca denodadamente la despedida radical del positivismo y naturalismo del XIX.
Ya la inequívoca reivindicación de la vivencia intencional, la intuición y la evidencia en
las “investigaciones lógicas” que a la postre Husserl considerará más importantes, la
quinta y sexta, comienza a abrir los ojos a un siglo deseoso (y no sólo, por supuesto, en
filosofía) de aprender a ver. Transcurrido el siglo, ese aprendizaje podrá habernos
parecido necesario y casi obvio a nosotros, hombres finiseculares, pero a principios de
siglo había que conquistar a toda costa una mirada nueva cuyos caminos no eran
conocidos ni estaban, en absoluto, trillados. Algunos años más tarde, pero para referirse a
su camino del pensar haste la fecha indicada, Martin Heidegger (1923: 22) confesará en
Ontología que si Lutero fue su compañero de viaje, Aristóteles su modelo y Kierkegaard
su impulsor, fue Husserl quien le puso los ojos (Rodríguez, R., 1993: 88). En todo caso,
no se trataba tan sólo de ver, sino de sondear una profundidad nueva, en el comprender,

41
más allá de los objetos visibles en los que, sin embargo, la fenomenología husserliana se
complacía como el más sobrio punto de partida para esclarecer un pensamiento de suyo
ya difícil y al margen de los caminos consabidos de la actitud natural (lo que a veces no
le favoreció en intérpretes y críticos). No era insignificante, en cualquier caso, que el
punto de arranque del pensar fuese mucho más perceptivo que conceptual: tramas de
perceptos, más que construcciones de conceptos. Para “aprender a ver” lo primero y
decisivo es, sencillamente, abrir y mantener bien abiertos los ojos. La fenomenología
muestra desde el principio a la conciencia volcada “hacia fuera”, dirigida a la alteridad y
participando en un mundo perceptivo al que ni devora ni al que se somete.
Realmente, una de las fechas-clave es 1913, año en que aparece Ideas I. Si Husserl
reorientó la línea trazada en 1900, y si con ello pudo decepcionar a algunos fue porque el
reto de la fenomenología era (iba a ser) mucho más amplio y radical que el de depurar y
sentar una teoría del Objeto o que el de desarrollar una ontología o una mera teoría del
conocimiento. Ese reto también incluía las ciencias del espíritu, como se muestra en
Ideas II, inédito en vida de Husserl. Husserl tuvo que comprender en cierto momento
que en absoluto debía ser arrastrada la subjetividad en la crítica al psicologismo (como si
acaso aquélla se identificase con la psique y sus contenidos). Al fin y a la postre, el
contacto intensificado con las “cosas mismas” en el adentrarse del fenomenólogo en la
experiencia, asociado con la simpatía por la vida que reclamará muy pronto el joven
Heidegger, exigía una conciencia comprometida con la necesidad interior de la
experiencia y vinculada con una subjetividad que ya no podrá conformarse con ser parte
del mundo, la naturaleza o la historia, y que libera a la conciencia desde un sum des-
coordenado fuera de la facticidad y por tanto radicalmente desarraigado, por más que
ónticamente o desde-fuera formase parte del todo del Mundo. Desde ese desarraigo
fundacional, la conciencia, lejos de quedar coartada por el mundo, podía abrirse más allá
de donde la vista, en la actitud natural, pudiera alcanzar. Sin duda, como decíamos, las
ciencias del espíritu estaban perfectamente implicadas en la fenomenología,
exactamente del mismo modo que, como bien habría de reconocer Merleau-Ponty, la
reducción fenomenológica no abría la vía a una filosofía abstracta, sino a la filosofía de
la existencia; y justamente a través del mundo de la vida con el que debía confrontarse
toda la filosofía moderna y, en Husserl, el sentido de un verdadero racionalismo. A su
modo, la fenomenología estuvo en esa misma línea de objeción de conciencia que es
común de un modo u otro, con múltiples matices, al primer tercio del siglo XX y en la
que se decide su libertad en todas sus posibilidades y en todos sus ámbitos frente a la
Mera Realidad y el Gran Objeto.
La crítica al psicologismo debía liberar, por tanto, no sólo el Objeto en su pura
objetividad lógica (“más allá del ser”, decía Meinong), la “realidad” o la correlación pura
noético-noemática, sino también la corriente de vivencias, el tiempo inmanente, la
plenitud de su flujo temporal, el compromiso entre mundo y subjetividad y, en el fondo,
a ésta, pero no hipostasiada como res, sino como ser-consciente (puro), Bewuβt-sein:
justamente la subjetividad (trascendental) como apertura e intencionalidad. Precisamente
por haber criticado a fondo el psicologismo, pero también por no haber cedido ante el

42
radicalismo antipsicologista, es por lo que la fenomenología husserliana pudo
desarrollarse y fructificar en dirección hacia el mundo de la vida y la totalidad de la
experiencia de la welterfahrendes Leben. La intencionalidad (toda conciencia lo es de
algo que no es ella, pero que Se-Le-Da) brindaba el vínculo, el Entre, y la intuición el
acceso más directo y pleno al mundo que se ofrece despejadamente (o, por qué no, en
claroscuro) a la conciencia, o al que la conciencia se abre en la vivencia intencional en el
seno del mundo de-la-vida. Una conciencia liberada del psicologismo ya no podría ser
mero receptáculo de representaciones e imágenes, sino una conciencia que se dispone a
abrirse al mundo y abrir mundo. Lo que va a encontrar (aunque a Husserl pudiera
haberle pasado desapercibido) será un espectáculo sin precedentes ni medida hasta
entonces: las vanguardias artísticas y literarias, así como los desarrollos científicos y
acontecimientos históricos van a demostrarlo. El gran abanico de la “realidad” (o mucho
mejor, de la experiencia) va a desplegarse, y la fenomenología habrá realizado, en
filosofía, una contribución decisiva para que así sea.
La gran continuidad del pensamiento husserliano, a pesar de todos los vaivenes y
recomienzos críticos, depende de un gesto característico de la filosofía de nuestro siglo,
el de abrir espacio, que comienza casi silenciosamente con la elegante y sobria
simplicidad de la intentionale Erlebnis de 1900 y culmina con la rica complejidad del
Lebenswelt en escritos husserlianos de 1934-1937. Hay un nexo, pues, indudable: la vida
y el vivir, la vivencia y el vivenciar que deben correlacionar (se), servir de vínculo entre
sujeto y objeto, subjetividad y mundo, ofreciendo al mismo tiempo la oportunidad de un
“fundamento” a quo y de una “responsabilidad” ad quem. No en vano, se tiene razón al
afirmar que la vitalidad (Lebendigkeit) es el elemento propio de la fenomenología
(Derrida, J., 1967: 47). La reivindicación husserliana de la vitalidad trascendental no era
histórico-filosóficamente contingente, por más que otra vitalidad, más psicológica e
irracional, ya hubiese aparecido en escena en las postrimerías del XIX. La fenomenología
debía preparar el acceso metodológico a esa vitalidad, a su núcleo irreductible, en una
vivencia intencional que pudiera conjurar no sólo el psicologismo, sino también el
historicismo y el naturalismo. Desde la proyección de las Investigaciones lógicas sobre
La filosofía como ciencia estricta (1910) y la conferencia de Viena de 1935 (La crisis
de la humanidad europea y la filosofía), Husserl (1934-1937: 6) no hizo sino
recordarnos que “meras ciencias de hechos engendran hombres de hecho”. Para
recuperar esa vitalidad trascendental y al mismo tiempo poder reconocer en su
legitimidad la donación en cuanto tal hacía falta también, a los ojos de Husserl, la crítica
al historicismo, y ello no sólo (ésta era una de las inquietudes principales de Husserl en su
polémica con el historicismo y con Dilthey) por defender la cientificidad de la filosofía
frente al relativismo, sino sobre todo por recuperar un estrato esencial de la experiencia –
el de la apertura a la “cosa misma”– para el que un historicismo al estilo del siglo XIX
sólo podía permanecer alicorto, tenso siempre entre la tentación del psicologismo y la
impotencia provocada por la distancia histórica. Y aparte de la crítica al psicologismo y el
historicismo, por supuesto la crítica al naturalismo. Hacia 1935, en Viena, a sus 76 años,
Husserl lo criticará nuevamente, para defender una idea de Europa a favor de Grecia y

43
la filosofía y decididamente contra el indogermanismo imperante en Alemania y los tan
patéticos como terribles reduccionismos de la pureza de raza, la sangre aria, el vínculo de
parentesco o las mediciones de cráneos y huesos, siendo que, para Husserl (1935: 330),
no hay zoología de los pueblos.

44
2.1. En presencia de lo trascendente. La eclosión de la intencionalidad

Uno de los mayores esfuerzos de la fenomenología husserliana –y de los más


reconocidos y aplaudidos– se dirige a sacar a la conciencia de su estrechez psicológica y
liberarla de todos los reduccionismos que la tergiversan y oprimen. A la reflexión
filosófica se le encomienda la difícil tarea, que lo es también de orden expresivo, de
mostrar y justificar que la conciencia pueda salir de sí sin, empero, abandonarse. De que
sea comprendida semejante “rareza” depende que podamos siquiera entrever el
acontecimiento de nuestra apertura al mundo y de nuestra comprometida estancia en él.

2.1.1. Intencionalidad y apertura

Intencionalidad [...] no es consigna alguna,


sino el título de un problema central.

Heidegger, en 1928

Si en toda filosofía se da una especie de extraña combinación entre profundidad y


trivialidad, en la husserliana esa combinación se expresa en una idea que sin ser
radicalmente novedosa, pues ya había sido bastante trabajada interiormente por Franz
Brentano (cfr. su Psicología desde un punto de vista empírico), sí adquirió en Husserl
toda su profundidad y alcance, tornándose su significación comprensible muy pronto,
constituyendo uno de los principales motivos rectores de su filosofía. A pesar de todos
los desarrollos husserlianos y posthusserlianos de la intencionalidad, de las inmensas
posibilidades de profundización que lleva consigo el análisis intencional (vid. infra) y de
lo que se le ha ido incorporando, o de todas las enmiendas y revisiones críticas a las que
ha sido sometida, el propósito era (y sigue siendo) extremadamente simple y orientativo:
abrir y esclarecer el campo de la conciencia como tal, en tanto toda conciencia lo es de
algo que no es ella. Sin embargo, no se trataba de llevar a cabo tal apertura y
esclarecimiento desde el empeño por realizar una especie de inventario psicológico,
como si la fenomenología aspirara a convertirse en una especie de enciclopedia de los
fenómenos psíquicos o en una “botánica del espíritu” (Levinas, E., 1949-1: 91), sino
desde el inequívoco empeño por ofrecer a la reflexión filosófica una apoyatura firme y
rescatar a la experiencia de su doble secuestro psicologista y positivista. Nada de extraño
hubo, pues, en que la idea de intencionalidad apareciese

como una liberación. La insólita forma de plantear el acto de apuntar [acte de viser] como esencia del
ser psíquico a la que ningún avatar de este ser podría reducir, la forma audaz de plantear el ser de la
conciencia como decidiéndose [se jouant] fuera de los límites de su ser real y estricto –disipaba la
apariencia obsesiva de un pensamiento que funcionase como rueda de un mecanismo universal y
confirmaba el pensamiento en su vocación de y derecho a no obedecer sino a razones–. El psicologismo
al que se oponía la nueva forma de ver no fue, en suma, sino una de las formas esenciales de la
confusión entre el acto de la conciencia y el objeto al que ese acto apunta, entre la realidad psíquica y lo

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que pretende (meint), confusión por la que el alma se encerraba en sí misma, cualesquiera que pudieran
ser los pensamientos que la agitasen [...]. La intencionalidad aportaba la idea nueva de una salida de sí,
acontecimiento primordial que condicionaba a los otros y que no podía interpretarse por algún otro
movimiento más profundo, pero interno, del alma. Esta trascendencia la llevaba incluso sobre la
conciencia de sí, ineluctable, por tanto, en una descripción fiel. Pero en el primer contacto con Husserl
sólo importaba esa apertura, esta presencia al mundo “en la calle y sobre los caminos” y ese
develamiento del que se iba a hablar inmediatamente (Levinas, E., 1965: 145).

Estas palabras de Levinas ilustran perfectamente lo que supuso la primera fase en la


recepción francesa de Husserl. En un conocido texto de 1939, Sartre habría de criticar la
filosofía alimenticia francesa en la medida en que, a su juicio, se encontraba imbuida de
una concepción centrada en torno a una mente-araña “que arrastra las cosas a su tela, las
cubre con saliva blanca y lentamente las digiere, reduciéndolas a su propia substancia”.
Sartre, en efecto, llamaba la atención sobre el aspecto extático de la conciencia tal como
Husserl concebía la intencionalidad que es su rasgo esencial. “Contra la filosofía
digestiva del empiriocriticismo y el neokantismo, contra todo «psicologismo», Husserl
nunca se cansa de insistir en que las cosas no pueden disolverse en la conciencia.” Con
expresiones como huida de sí de la conciencia, fuga, deslizamiento de uno mismo o
escape de la “húmeda interioridad gástrica”, Sartre se refería enfáticamente, desde su
propia perspectiva, al trascendimiento que la apertura intencional cumple. No en vano,
ese mismo año Landsberg reconocía que la inspiración que pudo vincular al
existencialismo con la fenomenología fue, básicamente, la liberación de la experiencia
frente a la empresa empirista y la destrucción del falso dilema entre un empirismo
mutilado por una hipótesis sensualista y un racionalismo reducido a un pensamiento
desnudo de intuición. Husserl había reabierto las puertas ofreciendo al concepto de
experiencia un dinamismo, un sentido inmediato y una cierta virginidad perdidos en el
siglo XIX (Landsberg, P.-L., 1939: 321-322). Un año después, en 1940, Levinas llamará
la atención críticamente respecto a la extraversión radical de la conciencia defendida por
Sartre en la medida en que, a su juicio, el acontecimiento del sentido y la comprensión
sería imposible sin un “hacia dentro” de la conciencia (Levinas, E., 1940: n. 50). Pero no
es éste el momento de entrar en un tratamiento pormenorizado del tema, por lo demás
apasionante y con enormes repercusiones. A lo largo del presente estudio se encontrará
ocasión, siquiera a base de pinceladas, de abordar algunas de estas cuestiones.
Como sugestiva expresión del entre de lo intencional, el levinasiano “estar en
presencia de lo trascendente” (Levinas, E., 1930: 50) a que se alude en el título de este
epígrafe traduce fielmente la crítica husserliana al psicologismo, en la que se alumbra el
Zu (a, hacia) del Zu den Sachen selbst que tradicionalmente sirve de consigna
fenomenológica. La crítica al psicologismo no significaba sólo, como hemos dicho, la
redención de la idealidad lógica ni la de la “realidad” (qué distantes aquélla y ésta, en
principio, y qué hermanadas por su común enemigo: el psicologismo) sino ante todo, a la
vista del desarrollo de la fenomenología husserliana, la redención de la trascendencia en
su alteridad, de cuyo conocimiento se encarga justamente la teoría trascendental que
desea ser la fenomenología, y el mantenimiento en permanente apertura de un espacio
para una subjetividad abierta a esa trascendencia y capaz de brindarle un sentido.

46
El trabajo emprendido por Husserl para devolver a la conciencia-de su soberanía
frente a todo tipo de reductivismo encuentra una de sus formulaciones más conocidas en
el así llamado por Husserl principio de todos los principios, según el cual “toda
intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de derecho del
conocimiento; que todo lo que se nos brinda originariamente [...] en la «intuición»,
hay que tomarlo simplemente como se da, pero también sólo dentro de los límites en
que se da” (Husserl, E., 1913-1: 58). Dicho principio aporta a la vez firmeza, rigor,
máxima amplitud y flexibilidad al campo fenomenológico si se tiene en cuenta que lo-
que-se-da no es nunca sólo lo que se da aquí y ahora, empírica y fácticamente, sino que
es irremisiblemente un juego infinito de presencias en el horizonte de ausencias en el
horizonte de presencias en el horizonte..., etc. (por más que el fenomenólogo haya de
poner como lo originario la presencia-y-su-intución, no una ausencia diferida
infinitamente hacia una derridaniana archihuella), y de diferencias que no se resuelven
dialécticamente, sino ante todo acumulativamente, por medio de múltiples
Verflechtungen: entrelazamientos, entretejimientos, combinaciones, enlaces, etcétera
(Souche-Gagues, D., 1972: 12). Forzar una versión restrictiva de lo dado en cuanto
dado, con todos sus presupuestos de donación-de-a del fenómeno en cuanto fenómeno
(verdadera reformulación fenomenológica del ens qua ens), supondría una traición sin
parangón al espíritu de la fenomenología husserliana, siendo que su verdadera propuesta
consiste en abrir, mucho más y mejor que en restringir, el campo de la conciencia en
extensión (tomar simplemente TODO lo que se nos brinda originariamente),
rigurosidad (...como se da, pero también DENTRO DE LOS LIMITES en que se da) y
profundidad, ciertamente no hacia el ser de la conciencia (ser-consciente: Bewuβt-sein),
tal como será una de las primeras preocupaciones de Heidegger frente a Husserl, sino
hacia los fondos/proyectos de la subjetividad trascendental “que hace mundo” más acá
del hombre fáctico ya asumido acríticamente por los saberes y la actitud natural
meramente como parte del mundo ya acabado, ya hecho (y por tanto fertig, disponible).
El motivo principal de investigación de la fenomenología husserliana estriba en iluminar
desde la intuición esos fondos/proyectos en una reflexión capaz de recuperar la
autoconciencia en que se desenvuelve ya la apertura intencional o, partiendo de los
objetos, capaz de “remontar” la corriente en que se constituyen (Levinas, E., 1959-1:
115). A diferencia de todo mero mecanismo que simulase la conciencia-de, para Husserl
ser sujeto es ser en la forma de ser consciente de sí mismo. Es gracias a esta
autoconciencia que debe descubrir el fenomenólogo, en la que se da la articulación entre
trascendimiento (“salir fuera...”) en (no de) la conciencia y reflexión primitiva
autoconsciente, como la subjetividad ya no es un simple epifenómeno ni, por otra parte,
la ratonera del mundo “exterior”, sino apertura de mundo (Weltoffenheit) y, de
inmediato, irrupción de la experiencia y el discurso bajo las modalidades del ser-sabido o
del percatarse-de. También podríamos decir, con Levinas (1930: 70-71), que lejos de ser
meramente un medio de aproximación a un objeto, la intencionalidad “constituye la
subjetividad misma del sujeto. Su substancialidad misma consiste en trascenderse”. La
distancia óntica entre el “auto-” (selbst) de la autoconciencia en la intencionalidad y la

47
“mismidad” (Selbstheit) de la cosa-misma (Sache selbst) puede ser radical, como lo es la
distancia entre la idea de centauro y el centauro, o entre la idea de círculo y el círculo-
como-tal, o entre el infinito y la idea que lo tiene como ideatum o, sin ir tan lejos, entre
mi visión del árbol y el árbol mismo, etc., pero lo que la fenomenología intenta mostrar
es que el Selbst de lo dado acontece con sentido: se da y es reconocido por y en el Selbst
de, la (auto)conciencia intencional. Básicamente, ese reconocimiento es ya la
“constitución”. Sólo esta extraña combinación entre extensión de todo lo que se da,
rigurosidad (como se da y dentro de los límites en que se da) y profundidad (en la
correlación que exige a la subjetividad) podría despejar el camino para una nueva
filosofía tal como la concibe Husserl. No olvidemos, sin embargo, que uno de los
problemas del “principio” estriba en la cláusula “dentro-de-los-límites-en-que-se-da”.
Como se verá de inmediato, será imprescindible la intencionalidad de horizonte. Pero
antes de esta “estación” habría aún algunas paradas intermedias.

2.1.2. La soberanía de la vivencia intencional

Ya desde la “quinta investigación lógica”, la crítica husserliana al


representacionismo heredero del retraimiento reflexivo cartesiano hacia el cogitatum
estriba en denunciar la trampa de la representación cuando se la concibe como imagen
interior (en tanto contenido psíquico) de algo exterior, de modo que la conciencia sería
ante todo introvertida conciencia de imagen y su objeto (tan sólo) mentalmente in-
existente o, por así decirlo, existente-sólo-en la mente (Husserl, E., 1900-1901: 11/494-
495): de la psique “para adentro”. En este sentido, Husserl (1900-1901: 11/492-493)
considera que la definición de Brentano según la cual los fenómenos psíquicos son
“aquellos fenómenos que contienen intencionalmente un objeto”es válida, pero que
aquella otra según la cual los fenómenos psíquicos son representaciones o descansan en
representaciones no es asumible sin más, en virtud de la equivocidad de la noción de
representación. La psicología descriptiva indagaba el contenido psíquico ingrediente de
las vivencias, mientras que la atención prestada a la cualidad y materia del acto
intencional dejaba entrever, a todas luces, grandes posibilidades ontológicas. La
conciencia-de intencional no implica un desdoblamiento (y por tanto una escisión) entre
lo que se (auto)da (auto)conscientemente “como real”, por ejemplo, y la conciencia que
de ello se tiene o que realiza su experiencia, no debiéndose, por tanto, escindir lo real-
real y lo real-consciente, base, esta escisión, de la interpretación psicologista de la
conciencia y, correlativamente, del realismo ingenuo. Por decirlo de otro modo, la
correcta comprensión de la vivencia intencional exige no considerar el “mundo” de la
vida-que-experiencia-mundo, ni el objeto intendido en la intencionalidad, ni el cogitatum
del cogito como simulacros de un mundo, objeto o realidad verdaderos, en sí, de modo
que, en un efecto boomerang, el fenómeno se tornase apariencia (semi-fenómeno al que
se habría de adjuntar la correspondiente crítica metafísica). Lo consciente no opera como
una Vertretung– un reemplazo– de “lo real”, sino como la mediación (ineludible) de su
donación o de su presencia experienciada. “El objeto intencional de la representación es

48
el mismo que su objeto real y –dado el caso– que su objeto exterior, y es un
contrasentido distinguir entre ambos. El objeto trascendente no sería el objeto de esta
representación, si no fuese su objeto intencional” (Husserl, E., 1900-1901:11/529-530).
Para Husserl (1900-1901: 11/495-496; cfr. también 592, 530), en uno de los más
emblemáticos textos de sus Investigaciones lógicas,

Si está presente esta vivencia, hállase implícito en su propia esencia, que quede eo ipso verificada la
“referencia intencional a un objeto”, que haya eo ipso un objeto “presente intencionalmente”; pues lo uno
y lo otro quieren decir exactamente lo mismo. Pero naturalmente, dicha vivencia puede existir en la
conciencia con esta su intención, sin que exista el objeto, y aun acaso sin que pueda existir. El objeto es
mentado, esto es, el mentarle es vivencia; pero es meramente mentado; y en verdad no es nada.
Si me represento el dios Júpiter, este dios es un objeto representado, está “presente
inmanentemente” en mi acto, tiene en él una “in-existencia mental” o como quiera que digan las
expresiones –erróneas si se las interpreta en su sentido propio–. Me represento el dios Júpiter quiere
decir que tengo cierta vivencia [...]. El objeto “inmanente”, “mental”, no pertenece [...] al contenido
descriptivo (real) de la vivencia; no es en verdad inmanente ni mental. Pero tampoco existe extra
mentem. No existe, simplemente. Mas esto no impide que exista realmente aquel representarse el dios
Júpiter [...]. Si existe el objeto intencional, nada cambia desde el punto de vista fenomenológico. Lo
dado es para la conciencia exactamente igual, exista el objeto representado, o sea fingido o incluso
contrasentido. No nos representamos a Júpiter de otro modo que a Bismarck, ni la torre de Babel de
otro modo que la catedral de Colonia, ni un polígono regular de mil lados de otro modo que un
poliedro regular de mil caras [...].
Teniendo en cuenta la impropiedad que hay en la expresión “estar contenido” intencionalmente el
objeto en el acto, es innegable que las expresiones paralelas y equivalentes (el objeto es consciente, está
en la conciencia, es inmanente a la conciencia, etc.) padecen de un equívoco muy nocivo.

Superado el peligro del representacionismo psicologista y establecida la eficacia


ontoepistemológica de la intencionalidad, pronto se hace cuestión del objetivismo (ser es
ser-objeto) desde el que parecía entender Husserl la intencionalidad. Heidegger fue uno
de los principales artífices de esta razonable orientación crítica. Sin embargo, ya desde el
§ 43 de las Investigaciones lógicas Husserl (1900-1901: 11/700) dejó claro que los
conceptos de percepción y objeto utilizados normalmente eran demasiados estrechos,
siendo necesario ampliar su sentido. Reconocía Husserl, por ejemplo, que el ser no es
nada perceptible (son los objetos lo perceptible) y que “también se habla de percibir, y
principalmente de ver, en un sentido mucho más amplio, el cual abarca la aprehensión de
situaciones objetivas enteras y, en conclusión, hasta la evidencia a priori de leyes (la
«intelección»)”. Añadía Husserl (1900-1901: 11/699-700) que “una significación como la
de la palabra ser no encuentra ningún posible correlato objetivo en la esfera de la
percepción sensible así entendida, ni por consiguiente en la de la intuición sensible en
general”. En todo caso, “será menester [...] que exista un acto que preste a los elementos
categoriales de la significación los mismos servicios que la mera percepción sensible
presta a los materiales” (Husserl, E., 1900-1091: 11/703); Husserl hablaba, en este
sentido, incluso de “percepción suprasensible”. Fue Heidegger, en efecto, el que llamó
más la atención sobre la importancia de la intuición categorial en Investigaciones
lógicas, y a ella se volverá a hacer referencia con ocasión de su reivindicación
heideggeriana en Prolegomena zur Geschichte des Zeitsbegriffs.

49
En efecto, un esfuerzo común preside la introducción de nociones de relevancia
decisiva en el proyecto fenomenológico, tales como percepción, intuición, evidencia,
cumplimiento, objeto, situación objetiva, etc., y la ampliación de la esfera de la
apertura intencional en el sentido de no encontrar ésta su telos únicamente en los
objetos individuales y sensibles como tales, de los que no podrá considerarse que agotan,
en absoluto, el campo de las Sache selbst de la intuición fenomenológica. Husserl
(1939: 70), sin embargo, practicó de hecho en quizás demasiadas ocasiones el punto de
partida con el concepto estricto, no el ampliado, de percepción, básicamente, a nuestro
juicio, por razones propedéuticas o por su simplicidad que finalmente pueden acabar por
eclipsar el “espíritu” más profundo de la fenomenología misma, no tanto falseando su
tema principal cuanto restringiéndolo. Jean-François Courtine (1995: 35) ha llamado la
atención respecto a que más importante que la “referencia objetiva” serían, para Husserl,
los modos de mentar que se dan en toda significación: el Auffassungssinn, es decir, el
sentido noemático (vid. infra). Pero para comprenderlo es preciso un conjunto de
aclaraciones.
Ese sentido al que se acaba de hacer referencia, el noemático, para ser esclarecido
requiere que la intencionalidad encuentre su terreno propicio en el de la “objetidad” a la
que se ha neutralizado su posición natural-existencial. A juicio de Husserl, comprender lo
que significa conciencia requiere, pues tal es una de las virtualidades de la
intencionalidad, aprehender qué significa ser-consciente-de. Si en el caso de la acotación
del campo de la lógica formal, por ejemplo, se exige la epojé (puesta entre paréntesis,
desconexión, mas en ningún caso tachadura) del contenido material de las proposiciones
a analizar y la reducción a la forma en cuanto tal, una reducción que no niega todo lo
que queda fuera de ella, del mismo modo el fenomenólogo se toma la libertad para no
co-ejecutar natural-existencialmente el contenido proposicional o experiencial a fin de
intentar comprender el significado de sus términos y conexiones categoriales desde la
subjetividad que da sentido. De esta forma, la “conciencia-de” y lo “consciente” en
cuanto tal se tornan tema para investigaciones aprióricas (el “mundo” antes de este
mundo), de modo que el “en cuanto tal” libere a la conciencia de cualquier atadura
fáctico-substancial. En Problemas fundamentales de la fenomenología Husserl (1910-1:
62-63) hablará de libertad-de-existencia o frente a la existencia (Daseinsfreiheit) propia
de lo a priori, pero realmente esa libertad pertenece en primer lugar a lo intencionado en
cuanto tal (lo que no quiere decir, por supuesto, que no exista), a su donación “pura”,
más fenomenológicamente primitiva que cualquier decisión secundaria criteriológica
(por ejemplo, respecto a la cordura o la locura, la vigilia o el sueño, la realidad o la
fábula). No resultaría difícil comprender, valga este inciso, hasta qué punto el objeto
puro, y no sólo el estético, del que se hablará en breve, se encuentra comprometido en la
neutralidad existencial del fenómeno (cfr. Millán Puelles, A.: 1990). A pesar de sus
diferencias, y sin entrar aquí en detalles, no cabe duda de que hay puntos de contacto
entre Husserl y Alexius Meinong (1853-1920), quien en el § IV de Über
Gegenstandstheorie de 1904 supeditaba el ser y el no-ser al ser-objetivo y consideraba
que el objeto puro (der reine Gegenstand) está “más allá del ser y el no ser” (Meinong,

50
A.: 1904, 11-12; Velarde Mayol, V., 1987-1988: 175-186). Está en la base de la Annahme
(asunción) (Meinong, A., 1902; Husserl, E., 1913-1: 264 y 1913-1931: 392) que se dirija
a un ser que no necesita ser. En 1913, refiriéndose precisamente a Meinong y a la época
de las Investigaciones lógicas, decía Husserl en una nota que si bien en 1900-1901
prefería hablar de “teoría a priori de los objetos en cuanto tales”, que era lo que Meinong
significaba con su expresión teoría del objeto, resultándole repelente (anstössigen) “por
razones históricas” en aquellas fechas el término ontología, añade Husserl (1913-1: n.
35) que con el cambio de los tiempos pretende “poner en vigor el viejo término
ontología”.
Desde la neutralidad existencial de lo intencionado, la Objekt-Beziehung se
convierte en clave de penetración de la fenomenología, en cuanto método, en el universo
de cualquier discurso posible (aunque lo que se proponga a la discusión sea, en tal caso,
el estatuto del fenómeno y el campo del “principio de todos los principios” en su
formulación husserliana o en un sentido más amplio). A juicio de Husserl (1925: 187-
188),

no puede uno substraerse al conocimiento de que la intencionalidad sería una propiedad fundamental de
la vida psíquica, que sería dada en forma absolutamente inmediata y evidente, antes de toda teoría.
Cuando percibo una casa, las cosas suceden de tal modo que, tal vez me diré por de pronto, lo que aquí
aparece (es), la casa exterior, y en mí una vivencia psíquica del percibir, algo así como una imagen de la
percepción, como lejano efecto de la casa misma en mi subjetividad psicofísica. Pero, comoquiera que
acontezca con esta relación causal y si (hay) algo que decir en contra de ella, se debe empero hacer
evidente que hay en la vivencia misma de la percepción una relación de conciencia, y por cierto a la casa
percibida en sí misma. Puede ser que más tarde llegue yo legítimamente a la convicción de que he sido
víctima de una ilusión. Pero antes he tenido yo, por cierto, puramente la conciencia de la “casa-siendo-
allí” (que) descriptivamente no se distingue en nada de una u otra percepción. Naturalmente si la casa es
una mera alucinación, no se puede hablar de una causalidad psicofísica externa-interna. Pero es claro
que el vivenciar momentáneo en sí mismo no es sólo un vivenciar subjetivo sino justamente un percibir
de esta casa. Por lo tanto, descriptivamente pertenece al vivenciar la relación-objeto [Objekt-
Beziehung], exista o no verdaderamente el objeto. Justamente lo mismo acontece si me imagino un
centauro, el vivenciar mismo de la ficción es fantasía de él y del centauro: en el vivenciar que llamamos
recuerdo hay igualmente en él mismo, la relación al pasado, en el amor mismo la relación a lo amado, en
el odio a lo odiado, en el querer a lo querido, etc.

La Objekt-Beziehung constituye en buena medida, de este modo, la carga de fondo


más operativa de la fenomenología husserliana, aunque como ya dijimos un cierto
objetivismo actuaría como “lastre”, si se nos permite decirlo así, para el despliegue de la
teoría fenomenológica.

ANEXO 1
Carta de Husserl a Hofmannsthal

Tal como la intencionalidad manifiesta su autonomía en la Objekt-Beziehung, ésta podría ser activada
para una reivindicación intensiva, al menos en cierto nivel, de la autonomía de la experiencia estética. Ello se
muestra en la carta que Husserl envía en 1907 a Hofmannsthal. Aunque en principio alejadas, las esferas
experienciales de la lógica pura y de la estética se hermanarían por lo que hemos llamado intencionalidad

51
“soberana”.

Gotinga, 12 de enero de 1907, Hoher Weg 7

¡Muy querido Señor Hofmannsthal!


[...] Los “estados interiores” que su arte describe como puramente estéticos, o que no los
describe propiamente, sino que los eleva a la esfera ideal de la belleza puramente estética, tienen
para mí, en esa objetivación estética, un interés completamente especial: y no meramente para el
amigo del arte que hay en mí, sino también para el filósofo y el “fenomenólogo”. Esfuerzos de
muchos años en torno al sentido claro de los problemas filosóficos fundamentales y, luego, sobre el
método de su solución me ofrecieron como logro permanente el método “fenomenológico”. Dicho
método exige una actitud hacia toda objetividad que se desvía esencialmente de la actitud “natural” y
que se aplica de inmediato a aquellas posición y actitud a las que nos traslada su arte como
puramente estético respecto a los objetos presentados y el completo circunmundo. La intuición de
una obra de arte puramente estética se ejecuta en estricta puesta entre paréntesis de cualquier
actitud existencial del intelecto y de cualquier actitud del sentimiento y de la voluntad que como tal
presuponga una actitud existencial. O mejor: la obra de arte nos traslada (a la vez que nos obliga) al
estado de la intuición puramente estética que excluye aquella actitud [existencial]. Cuanto más es
convocada o vitalmente atraída por el mundo existencial, cuanto más es reclamada la obra de arte a
partir de sí por la actitud existencial (por ejemplo como apariencia de ser naturalística: verdad
natural de la fotografía), menos puramente estética es la obra [...]. La actitud espiritual natural, la de
la vida actual, es enteramente existencial. Las cosas que están sensiblemente ante nosotros, las
cosas de que habla el discurso actual y científico, las ponemos como realidades y sobre estas
posiciones de existencia se fundan actos de sentimiento y voluntad: alegría –de que esto es–, tristeza
–de que aquello no es–, deseo –de que ello pudiera ser–, etc. (= posiciones existenciales del
sentimiento): el contrapolo frente a la actitud espiritual de la intuición puramente estética y de la
situación de sentimiento que le corresponde. Pero no menos el contrapolo frente a la actitud
espiritual puramente fenomenológica, la única en que pueden ser solucionados los problemas
filosóficos. Pues también el método fenomenológico reclama la estricta desconexión de todas las
posiciones existenciales. Ante todo en la crítica del conocimiento.
Tan pronto como la Esfinge del conocimiento ha planteado su pregunta y hemos mirado en el
profundamente abismático problema de la posibilidad de un conocimiento que, sin embargo, sólo se
ejecuta en vivencias subjetivas y comprende a la vez una objetividad existente en sí, sólo entonces
se ha transformado radicalmente nuestra actitud hacia todo conocimiento y ser predados –hacia
toda ciencia y toda realidad pretendida. Todo cuestionado, todo incomprensible, ¡enigmático! El
enigma sólo es solucionable si nos situamos sobre su suelo, si tratamos todo conocimiento como
cuestionable y con ello no aceptamos ninguna existencia como predada. Con ello se tornan toda
ciencia y toda realidad (también la del propio yo) mero “fenómeno”. Lo único que resta, entonces,
es sólo esclarecer en un puro mirar (en un análisis puro y en una abstracción contemplativa) el
sentido que es inmanente a los fenómenos, no sobrepasando nunca y en ninguna parte los meros
fenómenos y, por tanto, sin presuponer ni utilizar ninguna de las existencias trascendentes mentadas
en ellos; clarificar, por tanto, lo que el conocimiento y la objetividad conocida como tales mientan,
y mientan según su esencia inmanente. Así para todos los tipos y formas del “conocimiento”. Si
todo conocimiento es cuestionable, sin embargo, el fenómeno “conocimiento” es justamente la
única donación, y antes de que admita alguna otra donación como válida, contemplo e investigo ésta
mirando puramente (por así decirlo, puramente de modo estético): lo que significa validez en
general, es decir, lo que el conocimiento como tal significa con y en su “conocida objetividad”.
Pero, naturalmente, para investigar el conocimiento “mirando” no puedo atenerme al mero cuasi-
conocimiento verbal (pensamiento simbólico), sino que he de atenerme al conocimiento propio
“evidente”, “que comprende”, aunque también tenga necesidad de aquel conocimiento simbólico en
su relación con el evidente para su analisis esencial fenomenológico.
Por tanto, el mirar fenomenológico es asociado de cerca al mirar estético en el arte “puro”; sólo

52
que, claro está, no es un mirar para gozar estéticamente, sino ante todo para indagar con vistas a
conocer y constituir constataciones científicas de una nueva esfera (la filosófica).
Todavía una cosa más. El artista que “observa” el mundo para alcanzar desde él, para sus fines,
conocimiento de la Naturaleza y del Hombre, se comporta respecto al mundo de forma parecida a
como lo hace el fenomenólogo. Por tanto: no como observador investigador de la Naturaleza y
psicólogo, no como práctico observador del hombre, como si pretendiese informaciones sobre la
Naturaleza y los hombres. Para él, en tanto reflexiona sobre el Mundo, éste se torna fenómeno, su
existencia le es indiferente, precisamente como al filósofo (en la crítica de la razón). Sólo que él no
tiende, como el filósofo, a fundamentar y aprehender en conceptos el “sentido” del fenómeno del
mundo, sino a apropiárselo intuitivamente para abarcar así la plenitud de las configuraciones,
materiales para configuraciones creativas estéticas [...].

Suyo muy afectuoso, E. Husserl

Sólo liberada de la mímesis re-presentativa y de la carga de lo existente-fáctico


puesto por la actitud natural podría la intencionalidad alcanzar una auto-conciencia que le
permitiera descubrirse a sí misma como capaz de abrir mundos y ámbitos de
experiencia más allá de cualquier restricción (perceptiva) mundano/fáctica de la validez
intencional. Desde la intencionalidad eidéticamente interpretada este mundo existente no
aparece sólo como punto de partida, sino como ejemplo, casi “resultado”, “deriva”
fáctica concreta, histórica, contingente del Mundo de la vida-que-experiencia-Mundo. A
tal efecto colaboran no sólo la lógica “pura”, sino también, como se ha apuntado, las
artes plásticas o la experiencia literaria (consúltese, con seguridad de gran provecho,
Villanueva, D., 1992), a cuyo esclarecimiento ha contribuido poderosamente la
fenomenología (cfr. Martínez Bonati, F., 1960). Así, por ejemplo, no deja de resultar
significativo que, según confesión propia, para Roman Ingarden (1931: XII-XIII) su
interés por la obra literaria surgiese a raíz de la búsqueda de un objeto cuya pura
intencionalidad estuviese fuera de duda y en la que pudieran estudiarse las estructuras
esenciales y los modos de ser del objeto puramente intencional, sin caer bajo las
sugestiones que resultan de la consideración de objetividades reales. En gran medida, la
reivindicación sartreana de lo imaginario como algo intrínsecamente constitutivo de la
conciencia (lo que es básico para comprender la experiencia artística y, en especial, la
literaria) se deja guiar por la neutralidad existencial del objeto intencional. En
consecuencia, tal como quedaba acogida y reinterpretada fenomenológicamente, dicha
neutralidad instaura el ámbito ontológico y experiencial donde podrían encontrarse la
lógica, la estética y la literatura, amén de brindar amplia base al ámbito axiológico
gracias a la distinctio phaenomenologica, que sigue manteniendo en riguroso contexto
fenomenológico la diferencia entre el intender y la res extensa (Husserl, E., 1910-1: 77-
78), imprescindible para una filosofía de los valores.
La reivindicación de la fantasía por la fenomenología merece una mención especial
no sólo siquiera como contrapeso a la preeminencia de la percepción, sino especialmente
por la relevancia que posee no sólo en el contexto metodológico husserliano
(especialmente en el ámbito de la “reducción eidética”), sino también por su rendimiento

53
en la dinámica misma de la intencionalidad y porque permite vincular el ámbito artístico y
el eidético. En varias ocasiones Husserl señaló la importancia de la fantasía para la
fenomenología como ciencia de esencias (Ideas I) en la que la relación factum-eidos es
decisiva. Por lo demás,

la tarea completa de la fenomenología constitutiva estriba en el esclarecimiento de toda la


interpenetración de las operaciones de la conciencia, conducente a la constitución de un mundo posible;
de un mundo posible, es decir, se trata de la forma esencial del mundo en general y no de nuestro
mundo fáctico, real (Husserl, E., 1939: 53).

Que el “sentido de la posibilidad” también podía tener su versión “literaria”, y sin


aspiraciones “eidéticas”, sino más bien lúdico-críticas, lo confirma el § 4 de El hombre
sin atributos de Robert Musil. Husserl, sin embargo, buscaba ante todo la trama
estructural que recorriese todos los mundos posibles y no tanto, desde luego, la
construcción de mundos posibles concretos para a través de sus ínfimos detalles
vislumbrar la constitución esencial del hombre como “ser en el mundo” (Kundera).
Husserl llegó a sostener que la fantasía puede brindar a la investigación fenomenológica
mejores intuiciones que la percepción (Husserl, E., 1913-1: 182) y que como punto de
partida de las “variaciones imaginarias” podían adoptarse no sólo intuiciones empíricas,
sino también intuiciones “no experimentativas”, “no aprehensivas de algo existente”
(Husserl, E., 1913-1: 23). ¿No había dicho Husserl (1913-1: 189) en 1913, por lo demás,
que “la vieja doctrina ontológica de que el conocimiento de las «posibilidades» tiene que
preceder al de las realidades, es [...] con tal de que la entienda bien y se la use del justo
modo, una gran verdad”? Y más aún, ¿no había reconocido un poco antes que “la
«fantasía» constituye el elemento vital de la fenomenología, como de toda ciencia
eidética” (Husserl, E., 1913-1: 158; cfr. Moreno, C., 1993)?
En buena medida, la neutralidad existencial del objeto intencional es una de las
claves de penetración en el ámbito de la reducción fenomenológica, que sólo comenzará
a ser tematizada por Husserl a partir de 1907. Si bien garantiza la soberanía de la
intencionalidad, y parece avalada por la fantasía, sin embargo no se debe olvidar que en
Husserl la neutralidad existencial del fenómeno es garantizada a fortiori por la
percepción misma (tal es el éxtasis más “patente” de la conciencia, aunque también el
más pletórico de ambigüedades –cfr. Merleau-Ponty–); por una percepción a la que
ninguna alucinación podría desmentir, sino a la que por el contrario puede confirmar, de
modo que es en el fenómeno alucinatorio donde mejor podría ser esclarecida
fenomenológicamente la percepción. Pero que la neutralidad existencial pueda afirmarse
de lo percibido, ello marca la separación entre lo que sería una mera fenomenología de la
actitud natural (en la que desconectar la existencia en los casos de la fantasía o, vista
desde fuera, de la alucinación no plantearía problema alguno) y una fenomenología
trascendental.

2.1.3. Orientación y evidencia (envoltura y jerarquía de la vida de la conciencia)

54
Para Husserl, Descartes fue siempre un arma de doble filo. El comienzo de la
tercera meditación metafísica muestra la diferencia que separa el camino de la cogitatio
cartesiana, casi en un contexto potencialmente claustrofóbico, y la intencionalidad
husserliana, plenamente abierta a toda donación:

Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de mi
pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, las reputaré
vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir
conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio (Descartes, R., 1642: 31).

Para Husserl la correlación cogitatio-cogitatum no es el “dentro-de”-la-conciencia


de lo que está “fuera-de”-ella, sino ante todo el mostrarse evidente (ni siquiera se podría
decir meramente-indubitable) de aquel Afuera original, que es objetivo mucho antes y
más profundamente de ser existente o inexistente. Lejos de cuestionarse el Afuera, antes
bien se trataría de su evidente noticia. No en vano, Fink sostuvo que la evidencia es el
tema principal de la fenomenología. Se retomaba, pues, de Descartes no los presupuestos
ni las consecuencias ontológicas de la duda metódica, sino, una vez salvado el
rendimiento ontológico de la intencionalidad, su fascinante radicalismo metodológico.
“Todo lo que se da, dentro de los límites en que se da”, rezaba parcialmente el
principio de todos los principios. Y sin embargo, la fenomenología husserliana se
encuentra bien pertrechada contra el indiferentismo que destrozaría interiormente la
apertura de mundo que la intencionalidad debe operar y que de hecho efectúa. El fluir
(heraclíteo) de la conciencia, que Husserl reconoció en muchos momentos y en lugares
diferentes de su producción filosófica, se encuentra “encauzado” y organizado. Es en
este sentido, por haber creído vislumbrar una jerarquía en la vida de la conciencia, y no
sólo porque esa conciencia tuviese una estructura más o menos firme, por lo que Husserl
conjura los fantasmas que acosan a una racionalidad desfondada que hubiese perdido
toda posibilidad de orientarse en la maraña y el devenir de las apariencias. Por esto no es
cierto, en este preciso sentido, que Husserl fuese el “padre del oscurantismo
postmoderno” (Marvin Harris), aunque en otro sentido, bien que no orientado hacia ese
“oscurantismo”, Husserl haya contribuido enormemente a que comencemos a pensar de
otro modo que como “modernos”. En su presencia, la conciencia-de no sólo sale de sí
hacia lo trascendente, reteniéndose consigo (tal es la única condición de aquella
extraversión hacia trascendencias inmanentes), hacia un Mundo que no existe
necesariamente, por más que no dejaría de ser Mundo porque dejase de existir, siempre
y cuando estuviese “cosido” o “enganchado” a la intencionalidad, sino que está
interiormente tensionada según dinámicas teleológicas de plenificación y acuerdo o por
síntesis concordantes que articulan el entrecruzamiento entre conciencia, racionalidad y
“realidad”. Si en su empeño por fijar sus propios límites, toda filosofía despliega sus
peculiares modos de jerarquizar y envolver (tomamos estas dos nociones de Derrida, J.,
1972: 26-27), la envoltura husserliana significa, en primer lugar, la inclusión en la
reducción fenomenológico-trascendental de todo lo que se da y la jerarquía se presenta
en el empeño por organizar interiormente la abigarrada vida de la conciencia a fin de que,

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descubriendo gracias a la descripción fenomenológica sus orientaciones de hecho (con
las posibilidades en ellas implicadas), pudiera mostrarse su intrínseca racionalidad, que
no dependería de instancia exterior alguna, sino de su propia dinámica, sin auxilios ni
recursos heterónomos. Precisamente (ya lo dijimos), uno de los mayores esfuerzos de
Husserl consistió en indagar la conciencia entregada a sí misma, sin hechos consumados
en que ampararse, sin Deus ex machina de ontoteología alguna y sin nada parecido a un
Absoluto que dictase a la conciencia, a sus espaldas, cual marioneta del Espíritu, los
senderos por los que debiera encaminarse.
Básicamente, y por resumir una problemática amplia y compleja, dos son los
pilares, si pudiera decirse así, en que se sustenta la orientación racional de la conciencia:
la intuición y su plenificación en la evidencia, a las que se adjuntan la subjetividad
egológica y la intersubjetividad, marcos subjetuales en que se despliegan aquellas
intuición y evidencia. Éstas, por lo demás, en absoluto designan un asentamiento
psicológico en la plenificación de una mención o en una “certidumbre”, sino la máxima
proximidad posible (siquiera asintóticamente) a las cosas mismas y, a la vez, la
confirmación de su presencia como principio ontológico rector de la vida de la conciencia
y del propio método fenomenológico, que reflexiona dicho principio ontológico.
En los análisis husserlianos la conciencia tiende a superar teleológicamente las
menciones vacías y los signos. Busca, desea consumaciones intuitivas, se dirá. En
buena medida, una de las principales motivaciones de la desconstrucción derridaniana
(cfr. La voz y el fenómeno) es la crítica, a favor del signo como tal, a esa “línea de
flotación” de la fenomenología que podríamos llamar “el deber de los signos”, es decir, el
débito del signo y de las menciones, más o menos vacías, a aquello que brinda
“transparentemente” al significante un significado y a la mera mención una impleción o
“cumplimiento” intencional. Al modo husserliano el signo es un medio, no un fin: no se
demora, pues, ni obliga a la conciencia a demorarse en él, pues no es significante por sí,
sino que pide, por su propia transparencia/referencialidad, abrir el campo del sentido.
Deseo de consumar intuitivamente, decíamos antes: demanda de conversión de
menciones en donaciones hasta donde las menciones lo permitiesen. Puede elegirse
como ejemplo, pongamos por caso, la Venus de Milo: la conciencia tiende, se dirá que
espontáneamente, a “llenar” las ausencias (de aquí que pueda decirse de lo ausente que
“brilla por su ausencia”). Si se tratase de estas tres frases, entresacadas de El libro de mi
madre, de Albert Cohen: “Otro remordimiento es que se me antojaba como lo más
natural el tener una madre viva. No calibraba lo suficiente lo preciosas, lo efímeras que
eran sus idas y venidas por mi piso. No valoraba lo suficiente el que estuviera viva”, la
conciencia tiende a “implementar” la escritura, darle un contenido no en lo real, sino en
lo imaginario, brindarle sentido. O, por ejemplo, si leemos en la Ciencia de la lógica de
Hegel que “el Ser es lo inmediato indeterminable; está libre de la determinación respecto
a la esencia, así como está libre de aquella que puede alcanzar en el interior de sí
mismo”, el pensar tiende a “llenar” semejantes afirmaciones de “contenido”. ¿Se dirá que
tiende a “intuir”? En todo caso, si la respuesta hubiera de ser negativa se reconocerá que
el pensar no podría librarse de tener que combatir con esa tendencia de la conciencia a

56
“llenar” intuitivamente (dar intuiciones a conceptos), de modo que sería feliz y pleno (el
pensar) si hubiese definitivamente vencido para siempre en el combate que debe
mantener con la intuición, es decir, si hubiese consumado especulativamente su
propósito. Más sencillamente, en un ejemplo propuesto por Ortega y Gasset, podrían
nombrarse al menos tres distancias “al objeto”: como presencia (estar ante El Escorial),
como ausencia (tener una fotografía del citado edificio, o recordarlo: Ortega se refiere a
la importancia estética de la conciencia de imagen) y en la pura referencia-al objeto
“entendiéndolo” (si digo “El Escorial” o, en otro posible sentido, más a fortiori, “la
estrella más lejana de la Tierra”). A los actos que dan presencia Ortega (1915: 61-66)
proponía llamarlos percepción o presentación, a aquellos que nos dan algo como ausente
representación o imaginación y a aquellos otros, por último, que nos dan bajo la forma
de alusión y referencia, mención.
En muchos lugares ha subrayado enfáticamente Husserl (cfr., p. ej., 1931-1: 109-
110) en qué medida, en su más amplio sentido, la evidencia designa un fenómeno
originario, universal y fundamental de la vida intencional y cómo la conciencia aparece
volcada teleológicamente en la impleción que realiza formalmente toda evidencia, que
designa el modo de darse específico de cada especie de objetos (Husserl, E., 1939: 20).
Si la evidencia está en las antípodas de la duda es porque mientras ésta al tiempo que
cuestiona al sujeto lo remite a sí mismo, tendiendo a psicologizar la Objekt-Beziehung, la
evidencia designa el trascender que esa relación-objetiva implica, dejando entre
paréntesis su propia validez contingente/mundana. Reforzando la intuición del principio
de todos los principios, ella es la protovalidez sin la cual no es posible validez alguna.
De este modo, la evidencia exige un mínimo de introspección psicológica que obrase a
modo de fuerza centripetante de la conciencia hacia sí en el acto de conocer. Es por su
virtualidad trascendedora, más que por la frágil seguridad psicológica que pueda brindar
respecto a su presunta o ingenua infalibilidad de hecho, por lo que la analítica
fenomenológica la eleva al rango de “medida” de la vida intencional. El mínimo
“cognoscitivo”-psicológico entraña la potencialidad de un máximo ontológico. Evidencia
significa “visibilidad”, auto-donación (Selbstgegebenheit) de lo que se da, un criterio,
pues, del estar-en-presencia-de-lo-trascendente: no sólo ni quizás primordialmente un
modo de dominio o señorío sobre el campo fenomenológico, sino justamente una salida
de sí de la subjetividad a través de aquella cualidad del acto intencional “ante la que
hay que rendirse” (vid. infra).
Por otra parte, que la evidencia sea el telos de la conciencia intencional
(correspondencia entre la intención significativa y el acto intuitivo que da aquello hacia lo
que la intención apunta en grados de vacío) no significa que la evidencia sea puntual e
inmediata, siendo que se da ante todo en un proceso de potencial corrección en el que
una evidencia sólo puede ser corregida por otra (amén de que tiene que darse conciencia
evidente del “error”, por ejemplo). Sólo en ese proceso alcanzamos a comprender que la
evidencia no brinda la “verdad”, sino tan sólo el derecho-para la experiencia de lo
verdadero y lo falso.
Por lo demás, gracias a la evidencia puede accederse comprensivamente a la

57
diversidad intrínseca de la vida de la conciencia, pudiéndose distinguir, evidentemente,
entre recuerdo y proyecto, placer y displacer, amor y odio, etc., en la medida en que
todos los sentidos que acompañan a esas experiencias se constituyen en tanto
necesariamente (no decidiremos aquí si también suficientemente) son atravesadas por
una conciencia intencional que se comprende a sí misma prerreflexivamente. Lo dado,
lo mentado abarcan mucho más, así pues, que lo dado externamente. La angustia es tan
dada, en su nivel propio de donación, y en el sujeto angustiado, como la gaviota
sobrevolando una pequeña cala con el mar embravecido –que yo, por ejemplo, podría
recordar y el lector imaginar–. En este sentido,

en su más amplio sentido, el término de evidencia designa un protofenómeno universal de la vida


intencional (frente a las restantes maneras de tener conciencia de algo, que pueden ser a priori vacías,
presuntivas, indirectas, impropias): el preeminente modo de conciencia de la aparición auténtica, del
representarse a sí misma, del darse a sí misma una cosa, un hecho objetivo, un universal, un valor,
etcétera, en el modo terminal del “aquí está”, dado “directa”, “intuitiva”, “originalmente”. Para el yo
quiere decir: no asumir, presumiéndola confusamente, como en hueco, sino estar con la cosa misma,
ver, contemplar, penetrarse de la cosa misma [...].
Por respecto a objetos cualesquiera, la evidencia sólo es, ciertamente, un suceso ocasional de la vida
de la conciencia, pero que por otra parte representa una posibilidad, y una posibilidad que es meta de
una intención que tiende a realizarse para todo lo presunto y presumible, y por lo tanto un rasgo esencial
y fundamental de la vida intencional. Toda conciencia, o tiene ya en sí misma el carácter de la evidencia,
esto es, da auténticamente su objeto intencional, o tiende por esencia a darlo auténticamente, o sea, a
síntesis de verificación que entra por su esencia en el dominio del “yo puedo” (Husserl, E., 1931-1:
109);

o tiende, en el caso de la experiencia de lo que llamamos “realidad”, a síntesis de


verificación concordante entre lo mentado y lo dado, o entre lo anticipado y lo
presentado (Husserl, E., 1931-1: 111-113), en una posibilidad de verificación en la que
se decide la razón como “estructura esencial y universal de la subjetividad
trascendental” (Husserl, E., 1931-1: 108; cfr. Walton, R., 1985).
En suma, la evidencia no se comprende si no se llevan a cabo al menos cuatro
observaciones importantes.

a) La evidencia se mantiene como criterio jurisdictaminador o legitimador de la


donación de la cosa misma a pesar de las inestabilidades experienciales introducidas
por error o engaño (forzosamente parciales, en la medida en que ya presuponen la
conciencia cierta o verdadera de que son error o engaño); la evidencia no es un hito
aislado, sino la condición de posibilidad del encadenamiento progresivo de la
experiencia, y en este sentido no se puede caer en la tentación de su posible
psicologización; a la evidencia incumbe dar la verdad de derecho (en respuesta a la
pregunta sobre el derecho a decir “Esto es verdadero”, “Aquello es falso”), no de
hecho. Debe ser comprendida la evidencia, así pues, no como hecho vivencial, sino
en referencia “a ciertas potencialidades, fundadas en el yo trascendental y en su
vida; ante todo a las de la infinidad de asunciones, en general, sintéticamente
referidas a uno y el mismo objeto, pero también a las de la verificación de éstas...”

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(Husserl, E., 1931-1: 113). En este mismo sentido, y aunque pueda haber
evidencias apodícticas (Husserl, E., 1931-1: 56), absolutamente indubitables,
Husserl insiste con frecuencia –y ello es muy importante tanto para el método como
para la ontología fenomenológica– en que cada evidencia remite a una infinitud en
la medida en que la experiencia se despliegue en consecutivas o discontinuas
unilateralidades. La evidencia “tan sólo” adecuada se caracteriza porque tiene su
completud probablemente en el infinito y porque en ella, dice Husserl (1931-1: 56),
se da “la contaminación de la experiencia por componentes constituidos de
presunciones y coasunciones no confirmadas”, que dinamizan el campo de la
conciencia y le brindan la ocasión de deslizamientos en profundidad más allá del
ajuste cuasi perfecto entre la conciencia y sus objetos (lo que se le suele reprochar a
las filosofías reflexivas –en unos casos con más razón que en otros, sin duda–). A la
que Husserl denomina “evidencia presuntiva”, que corresponde al mundo, le es
esencial

un multiforme horizonte de anticipaciones no confirmadas, pero menesterosas de confirmación, o sea,


contenidos meramente asumidos que remiten a las respectivas evidencias potenciales. Esta imperfección
de la evidencia se perfecciona en cada tránsito sintético realizado de una evidencia a otra evidencia, pero
de tal manera que no hay síntesis imaginable capaz de concluir en una evidencia adecuada, antes bien,
toda síntesis lleva consigo nuevas presunciones y coasunciones no confirmadas (Husserl, E., 1931-1:
113-114).

b) Del mismo modo que la posibilidad del error de hecho no invalida la evidencia en su
derecho, del mismo modo tampoco queda invalidada por su originaria fundación
egológica, de modo que, por ejemplo, cuando Machado decía aquello de que “en
mi soledad me visto claras muchas cosas que no son verdad”, sólo podría referirse
a una soledad empírica, de la que dista enormemente la egología trascendental
husserliana, pues, en efecto, ¿cómo si no egológicamente puede acontecer la
evidencia en una subjetividad? Por otra parte,
c) del hecho de que en nuestro mundo finisecular, tan massmediatizado, pletórico de
distancias (en el que estamos asistiendo, gracias al teleconocimiento, a una
ampliación global y esplendorosa del concepto empírico de presencia), sean cada
vez más insólitas o raras, de hecho, las evidencias, nada de ello contradice su
legitimidad intrínseca –ni probablemente tampoco la teleología en que ésta se ubica
(cfr. Moreno, C., 1989-2)–. Y finalmente,
d) por más que la ciencia (cfr. La crisis) se haya ido apropiando del “verdadero ser
objetivo”, ello no significa que pueda anular la función experiencial de la evidencia
en el contexto de la doxa mundano-vital ni, por tanto, su soberanía. Es en este
sentido como la fenomenología acomete una crítica del positivismo tradicional. Para
Husserl (1913-1: 52),

si “positivismo” quiere decir tanto como fundamentación, absolutamente exenta de prejuicios, de


todas las ciencias en lo “positivo”, en, pues, lo que se puede aprehender originariamente, entonces
somos nosotros los auténticos positivistas. Nosotros no nos dejamos, en efecto, menoscabar por

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ninguna autoridad el derecho de reconocer en todas las formas de intuición fundamentos de derecho del
conocimiento igualmente valiosos –ni siquiera por la autoridad de la “ciencia moderna”.

Una vez atisbado el campo/solar que ha de labrar la fenomenología trascendental,


¿no es cierto que podría abandonarse el camino tradicional de acceso al fenómeno en
sentido fenomenológico –la duda cartesiana– conservando tanto la espontaneidad de la
evidencia como el esfuerzo del hacer evidente sin dar la impresión, debido al proceso
por el que se ha obtenido la comprensión de la relevancia experiencial de la
intencionalidad y, en concreto, de la evidencia, que la conciencia-de sea algo “interior”
o “inmanente”, con todas las poderosas resonancias psicologistas que esta noción de
“inmanencia” arrastra? Si el acceso cartesiano da la impresión de perseguir algo parecido
a un asentamiento, parece una clara insuficiencia reducir la relevancia intrínseca
(ontológica y epistemológica) de la evidencia a un mero afán de seguridad (línea
interpretativo-crítica frecuente en Heidegger), desatendiendo la importancia –ya
detectable desde la articulación biográfico-filosófica del método cartesiano– de la
existencialización (autentificación) que la intuición/evidencia opera. Si la cosa misma se
da como tal oscuramente, no debe ser encorsetada desde y por un ideal de claridad (cfr.
Levinas, E., 1949-1: 93 y 1959-1: 113; Husserl, E., 1913-1: 186). Nada de extraño tiene
que el existencialismo supiese encontrar en la fenomenología en sentido amplio el camino
para transitar desde las cosas mismas a la existencia misma. En el fondo, la
intuición/evidencia dirigida sobre ésta fomenta la conciencia lúcida de su pre-donación,
de su situación mundana pre-reflexiva, del encontrarse, de la facticidad, etc. Frente a la
asimilación de la evidencia a la primacía de la subjetividad, en que la evidencia parece
un imponerse a las cosas, se tiene toda la razón al afimar, como hace Ramón Rodríguez,
que la evidencia

es un hecho del conocimiento, algo que el análisis encuentra. El principio de todos los principios es una
tesis metodológica que recoge algo que ya está ahí; no sienta, por tanto, la primacía incondicionada del
método ni mucho menos la de la subjetividad. En castellano usamos la magnífica expresión “rendirse a
la evidencia” que ilustra perfectamente el auténtico sentido de esta vivencia: ante lo evidente el sujeto que
vive el acto rinde sus defensas subjetivas, si algunas tiene, y se expone y se abre a lo que no es él. En él
no se vive imposición alguna del sujeto: ¿qué imposición subjetiva hay cuando el sentido del acto de
evidencia es precisamente el aparecer de algo como siendo ello mismo y permaneciendo así, en su
alteridad radical respecto de mí? Si de imposición hay que hablar, fenomenológicamente es más bien lo
evidente quien parece imponérseme, aun en contra, si es el caso, de mis creencias previas [...]. La
evidencia es el más señalado modo de ser-en-el-mundo, la absoluta extroversión a las cosas, un signo
inequívoco de nuestra radical pertenencia al mundo (Rodríguez, R., 1993: 84-85).

Claro que ésta es una consideración fenomenológica (con la que estamos


completamente de acuerdo), aunque el radical detractor de la fenomenología seguiría aún
diciendo que es un acto de la subjetividad (el tener una evidencia) la que da a lo
evidenciado su evidencia. En cualquier caso no se podrá negar, de ningún modo, que es
el acto de la subjetividad gracias al cual ésta queda más trascendida. Como se tendrá
ocasión de comprobar, uno de los retos del movimiento fenomenológico será el de buscar
ese trascendimiento, sea, por ejemplo, sacando al yo de la conciencia (Sartre) o

60
profundizando la apertura perceptiva (Merleau-Ponty).

2.1.4. El a priori universal de correlación y el análisis intencional

Una vez liberada la intencionalidad del psicologismo y el naturalismo/positivismo,


atisbada su soberanía frente a un mundo que estuviese ya acabado (en el que, por tanto,
la subjetividad humana fuese pura minucia) y entrevista la dinámica que conduce a la
conciencia a buscar la plenificación y confirmación de su telos en la intuición/evidencia,
resta aún abrir por completo a la propia conciencia a fin de comprender a fondo el
trascendimiento que opera y las posibilidades del a priori de correlación. Para ello se ha
de ampliar el campo de la experiencia fenomenológica o abrir máximamente su
diafragma. No se trata tan sólo, como ya se ha dejado entrever, de un problema
inmanente a la propia metodología fenomenológica, sino del propio funcionamiento y de
la dinámica de la apertura experiencial de la conciencia. En este sentido, el análisis
intencional se hace cargo del a priori de correlación que en el ámbito de nuestra vida se
da entre conciencia, subjetividad y mundo. El análisis intencional que podemos
considerar, a efectos didácticos, “general” indaga esa correlación que en Ideas I
encuentra una de sus formulaciones más típicas en el vínculo entre nóesis y nóema (con
lo que la correlación parece a muchos críticos encapsulada en un “mentalismo” que
pareciera correr el riesgo de una excesiva proximidad a posiciones esencialistas,
platónicas y sin duda idealistas, etc.), y que en La crisis se traduce, más simplemente,
aunque también con mayor ambigüedad, como mundo-de-la-vida. Por otra parte, el
concepto de análisis intencional que pudiésemos considerar “restringido” se presenta con
total claridad en el muy importante § 20 de Meditaciones cartesianas. Nombrarlo
“restringido” no debe hacer pensar que fuese menos importante que el “general” ni, por
supuesto, que el dinamismo de conciencia del que pretende hacerse cargo tenga una
relevancia secundaria, siendo que lo que indaga dicho análisis es la posibilidad misma
del trascender hacia el Mundo (más allá de sí misma: hacia horizontes) propio de la
intencionalidad, y por tanto la superación del psicologismo. A la mera intencionalidad se
incorpora, pues, la intencionalidad de horizonte, que contribuirá muy eficazmente a
ampliar la donación fenomenológica más allá de cualquier angostura positivista (cfr.
Husserl, E., 1910-1). La intencionalidad de horizonte, por lo demás, no sólo permite
pensar el trascender propio de la conciencia, sino también todo el dinamismo de
entrelazamiento entre menciones y donaciones (cumplimenta-doras, impletivas) esencial
a la racionalidad; es ella la que provoca que toda significación apunte más allá de lo
inmediatamente dado y pueda constituir un horizonte de manifestabilidad, fenomenalidad
o presencialidad (pero también un horizonte eidético). Volveremos sobre ello en breve.
El análisis intencional –se hablará de él primero– se sustenta en lo que Husserl
denomina en La crisis el a priori universal de correlación: subjetividad-mundo. Ya
desde la mera crítica a la actitud natural, entregada al “realismo” ingenuo y amnésica
respecto a la subjetividad donadora de sentido, la fenomenología debe descubrir la
implicación de la subjetividad en la “hechura” consciente del mundo. Tal subjetividad

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sería, pues, la primera y más fundamental “co-mención” que descubre el análisis
intencional. Éste toma como punto de partida la vivencia intencional como unidad, tan
clarividente como compleja, del objeto y la vivencia en que se da y donde recibe un
sentido. Así pues,

tan pronto como en lugar de estar orientados a cosas, a objetos mundano-vitales y a conocerlos como
aquello que son, se comienza a interrogarlos según los modi de sus formas subjetivas de dación, esto es,
según las formas como un objeto (en nuestro ejemplo un objeto perceptivo) se presenta como siendo y
siendo-así, llegamos a un reino de mostraciones sumamente notables y que se enmarañan cada vez más.
Por regla general, no notamos nada de todo lo subjetivo de las formas de representación “de” de las
cosas, pero en la reflexión llegamos a conocer con asombro que aquí existen correlaciones esenciales
que son partes constitutivas de un apriori de más vasto alcance, de un apriori universal. ¡Y qué notables
“implicaciones” se muestran aquí, y, ciertamente, mostrables de una forma descriptiva completamente
inmediata (Husserl, E., 1934-1937: 167).

El a priori universal de correlación operante en la conciencia de la vida-que-


experiencia-mundo avala el análisis intencional propio del método fenomenológico y éste,
por su parte, descubre aquel a priori en toda su riqueza, abriendo el proyecto
fenomenológico en múltiples direcciones. Originalmente, una de esas direcciones fue la
de la correlación noético-noemática.

2.1.5. Un mundo “entrecomillado” (nóesis y nóema)

Si nos situamos en Ideas I podremos comprobar, en efecto, que una de las primeras
formulaciones que recibe ese a priori universal de correlación es la de la estructura
noético-noemática de la intencionalidad, ubicada en el centro mismo de la analítica
fenomenológica. Dicho a priori obliga, en principio, a abordar la experiencia como la
emergencia del Entre insoslayable entre nóema (polo objetivo de la apertura intencional)
y la nóesis (el acto intencional de dirección-con-sentido-hacia), que ampliamente
entendido es un Entre mundo y subjetividad.
Decíamos que tal como es presentado en Ideas I (§§ 87-127), da la impresión de
que Husserl considera la correlación como algo que transcurre entre nóesis y nóema. La
nóesis es la vivencia intencional concretamente íntegra: el “apuntar” como tal a lo dado y
el modo en que tal “apuntar” se realiza o es posible. El análisis descubrirá ingredientes
noéticos de las vivencias (el carácter de fantaseado como tal del centauro, por ejemplo),
pero también componentes de la vivencia que no son, en absoluto, ingredientes de ésta:
el centauro mismo. Claramente, el fantasear es la nóesis y el centauro el nóema. Si en la
proximidad de donde vivo actualmente se tratara, aquí y ahora, del Cine Rialto, por
ejemplo, al que en un futuro muy próximo sustituirá un supermercado, diré que puedo
verlo (aún), recordarlo cuando atraía multitud de espectadores los días de estreno y, sin
duda, el olor a cine-cine que se disfrutaba al pasar junto a la puerta de entrada; puedo
figurarme su interior, ya completamente vacío, desmantelado, e imaginarlo en su
ausencia futura, cuando ya no esté ahí; también puedo convertir siquiera su
fachada/nóema de mi percepción, que ahora sólo recuerdo, en un nóema con soporte

62
fotográfico, que me ayudará a recordarlo cuando de él ya no quede rastro alguno... Y
cuántas “cosas” más puede mi conciencia “hacer” con el “Cine Rialto”, pero qué pocas
operaciones con él mismo, ya desahuciado. Diferentes nóesis apuntan al mismo nóema y,
en éste, a un mismo núcleo noemático “envuelto” por capas. ¿Por qué “Cine Rialto”
como nóema, y no como Cine Rialto de veras, ese que dejará de existir pronto y que
tanto parece interesar al hombre de negocios o al gerente que gestionarán el
supermercado? Pues porque lo que importa subrayar a la fenomenología no es que ese
cine exista de veras (el lector puede dudar perfectamente, por cierto, de la veracidad del
ejemplo), sino la gran trama de la conciencia en que se da o, más formal y eidéticamente,
la estructura del percibir-recordar-fantasear, por ejemplo, en que la conciencia puede
dirigirse al “Cine Rialto”: su ser-consciente por mí o “su” “mi tener conciencia de
él”. En el § 88 de Ideas I Husserl se referirá a la “situación fenomenológica” que debe
ocuparnos: la puramente fenomenológica, en la que, como se comprenderá, el mundo
cotidiano “real” queda en suspenso, pero no negado. Poco importaría que cayésemos en
la locura del alucinado que no “cree” escuchar, sino que “escucha”, o trasladándonos al
universo ficcional de El Quijote, que Alonso Quijano “vea” gigantes donde Sancho “ve”
molinos de viento. Por traducir una de las lúcidas salidas de tono de Dalí, diríamos que la
única diferencia entre Sancho y Don Quijote es que Sancho no está loco. Para Husserl
(1913-1: 215-216), más serenamente, pero no con menor radicalidad,

en nuestra actitud fenomenológica podemos y debemos hacer la pregunta esencial: ¿qué es “lo
percibido en cuanto tal” qué elementos esenciales alberga en sí como nóema de esta percepción?
Obtenemos la respuesta entregándonos puramente a lo dado esencialmente; podemos describir “lo que
aparece en cuanto tal”, fielmente, con una evidencia perfecta. Sólo otra manera de expresar lo mismo es
decir: “describir la percepción en su aspecto noemático” [...].
Es claro que todas estas proposiciones descriptivas, a pesar de que pueden sonar igual que las
proposiciones de realidad, han experimentado una radical modificación de sentido; exactamente igual
que lo descrito mismo, aunque se da como “exactamente lo mismo”, es sin embargo algo radicalmente
distinto, por decirlo así, en virtud de un cambio inverso de signos. “En” la percepción reducida (en la
vivencia fenomenológicamente pura) encontramos, como imborrablemente inherente a su esencia, lo
percibido en cuanto tal, expresabie como “cosa material”, “planta”, “árbol”, “en flor”, etc. Las comillas
son patentemente importantes: expresan aquel cambio de signo, la radical modificación respectiva del
significado de las palabras. El árbol pura y simplemente, la cosa de la naturaleza, es todo menos esto
percibido, el árbol, en cuanto tal, que es inherente como sentido perceptivo a la percepción, y lo es
inseparablemente. El árbol pura y simplemente puede arder, descomponerse en sus elementos químicos,
etc. Pero el sentido –el sentido de esta percepción, algo necesariamente inherente a su esencia– no puede
arder, no tiene elementos químicos, ni fuerzas, ni propiedades reales en sentido estricto.

No tiene por qué existir, pero sabemos perfectamente de ese “árbol” que no es el
árbol pura y simplemente, sabemos de su diferencia y de que, dado el caso, es el mismo
que el nóema “trae” a (nuestra) presencia, o al que el nóema “conduce”. A Husserl le
importaba mucho más lo-que algo sea, que el que ese algo exista. Ya desde las
Investigaciones lógicas había quedado claro. ¿Se puede llamar a semejante posición
“esencialismo”?, ¿“mentalismo” tal vez? No podremos resolver esta cuestión aquí. Para
Husserl, y por entendernos, la existencia no es un predicado real, como decía Kant en su
Crítica de la razón pura (cfr. Musil, R., 1930-1942: 20, cuando recordaba que “todas

63
las posibilidades que implican, por ejemplo, mil marcos están comprendidas en ellos, se
posean o no”). El nóema “árbol” no arde, pero la sabiduría que entraña, gracias a las
implicaciones intencionales que encierra, afirma que el nóema lo es de algo que –si se
tratase de un árbol, por ejemplo– puede arder. Para Husserl, nada esencial hemos
perdido; sencillamente somos conscientes de nuestra conciencia del árbol. Eso sí: lo que
se da en todo caso es la donación más que la existencia de lo que se da, y es indudable
que en un cierto nivel experiencial es mucho más originario ese “lo que” que el que exista
o no, y que incluso tiene más relevancia experiencial en nuestra vida. Es por todo ello
por lo que en alguna ocasión hemos defendido la idea de que sólo desde un punto de
vista fenomenológico se comprenderá de modo filosóficamente adecuado lo que hoy
llamamos (aún muy confusamente) Realidad Virtual La penetración progresiva en dicha
realidad podrá tal vez hacernos conscientes, incluso más que otras prácticas relacionadas
con la ficcionalidad, de la proyección del método fenomenológico y de sus implicaciones
y eficacia ontológicas, siempre y cuando la conciencia mantenga su control en el sistema
de diferencias en que, por ejemplo, aparece lo real/existente/“de veras” en su propio
sentido y lo ficcional/virtual, siendo que algunos de los retos tecnológicos avanzan en
gran medida en el sentido de disimular al máximo la simulación misma que la realidad
virtual pretende. (De cualquier modo, y amén de la búsqueda del existir como tal que
emprenderá la filosofía existencial, más acá de la “escena” noético-noemática, uno de los
problemas decisivos de la fenomenología será el que suscite la “reducción noético-
noemática” [primer paso hacia delante de la reducción fenomenológica] aplicada
reflexivamente sobre el propio sujeto de la experiencia, pues éste no puede escapar a su
existencia forzosa, a la que tendrá que reinterpretar trascendentalmente. La desconexión
fenomenológica entre cogito y res, operada ya por Husserl en su crítica a Descartes, será
profundizada [en Sartre, por ejemplo] en el sentido de vincular conciencia y existencia,
pero una existencia absolutamente lejana a la res y que es ante todo trascendencia
consciente hacia el mundo.)
A pesar de toda su flexibilidad noética y de los modi de la intencionalidad, el núcleo
noemático conserva una autonomía en su significado que constituye todo un
ancla/referente intencional en su donación evidente. El “esto” representado en Ceci n′est
pas une pipe (René Magritte) es, sin duda, una pipa “+” representada (pintada, en este
caso). Independientemente de lo que Magritte haya pretendido querer decir con su
broma, el análisis fenomenológico muestra que lo significado no se colapsa en su
inmediatez de imagen, sino que apunta más allá de ella (busca trascenderse), hacia la
cosa misma mentada: una pipa, en lo que Husserl llamaría su modificación de
neutralidad. De producirse tal colapso, toda nuestra entera experiencia quedaría
arrinconada en el conjunto de nuestras múltiples y variopintas representaciones. El
nóema no deja de apuntar a lo-que apunta por el darse de este “lo-que” en-imagen
(pictórico-visual, en este caso). El análisis intencional muestra que el juego de Magritte se
efectúa entre la significación “pipa” y la materialidad de la imagen que la representa. El
nucleo noemático puede darse en multitud de nóesis, a las que desborda: pipa
representada en imagen: pipa percibida, existente, manipulable, fumable “de hecho”... En

64
todo caso, el fenomenólogo considera que “el retorno a los actos en que se desvela la
presencia intuitiva de las cosas es el verdadero retorno a las cosas” (Levinas, E., 1959-1:
115). Ahora se comprende el vínculo entre la correlación nóesis-nóema y la correlación
mención-donación plenificadora. Si veo una mesa, no es una representación de la mesa-
vista lo que veo (a no ser que sea una positivista-psicologista radical), sino la mesa-
misma. Si no veo, pero escucho “agua cristalina”, mi intención no se dirige a una grafía o
un complejo de sonidos, sino justamente al agua cristalina-misma (en la imaginación
que me lleva a “percibirla”) a no ser que nos conformemos con un vacío sígnico.
Courtine ha señalado precisamente que la significación, y no un objeto existente en
concreto, es el tema básico de la intencionalidad. “La significación [Bedeutung], y sólo
ella –decía Husserl (1894: 336)–, es la determinación interna y esencial de la
representación, mientras que la relación a un objeto [gegenständliche Beziehung]
reenvía a conexiones de verdad en las que se articula la significación.” A juicio de
Courtine (1995: 33), “la significación [Bedeutung] es la essentia, la esencia de la
representación como tal, lo que en el pensar objetivo distingue una representación de
otra”. Estaríamos aquí y ahora, parece, en medio del supuesto “idealismo”
fenomenológico y de su “mundo entrecomillado”. Compréndase que todo lo que ese
“idealismo” se esfuerza en mostrar es la inclusión externa (en expresión de Richir, M.,
1995: 160) del objeto intencional en la intención, su trascendencia en la inmanencia de
la cogitatio, del nóema en la nóesis: presencia del Afuera en la conciencia-de, sin que
este “en” pueda ser, nunca más, meramente psicológico. Como diría Levinas, con una
afirmación de la que en su momento se verá su traducción ética en su propio
pensamiento, “esta manera para el pensamiento de contener idealmente otra cosa que él
constituye la intencionalidad” (Levinas, E., 1940: 22).
Pero esa “contención ideal” ya no se confronta con lo cósico inmediato e inerte de
la actitud objetivante (cosificadora) de la actitud natural, tornándose mero sentido.
También lo-que-llamamos y vivenciamos como “realidad”, por ejemplo, está “contenido
idealmente” (y decirlo de este modo se presta, sin duda, a confusión –se ha de vigilar de
cerca el lenguaje-). La diferencia de lo real frente a lo vivido-como-“real” sólo se da si
se psicologiza lo vivido o se ontifica lo real (= se lo despoja del entrecomillado, lo que
lo haría equivalente a, cómo decirlo, lo real-real, lo real-sin-conciencia, lo real-sin-
discurso, más allá), situaciones ambas que pretende neutralizar la reducción
fenomenológico-trascendental a la búsqueda de la correlación concreta
subjetividad/conciencia-mundo, en la que ni se mundaniza la conciencia ni se reduce el
mundo a la conciencia (tal es la precaución trascendental). Por cierto, sólo después del
esfuerzo husserliano por esclarecer el campo de la conciencia podremos comprender con
más claridad lo que significaría des-entrecomillar el mundo (algo de ello sabría la náusea
sartreana, por ejemplo). Lo entrecomillado no pertenece ni al mundo cósico ni a la
conciencia psicológica. De aquí que Derrida hablase de la anarquía del nóema. Tras
distinguir cuatro polos y una doble correlación (noésis-nóema, forma-hyle) sobre la que
se establece la intencionalidad como estructura originaria, Derrida (1959: 223-224)
sostiene que

65
la nóesis y el nóema, momentos intencionales de la estructura, se distinguen en que el nóema no
pertenece realmente a la consciencia. Hay en la conciencia en general una instancia que no le pertenece
realmente. Es el tema difícil pero decisivo de la inclusión no-real (reell) del nóema. Éste, que es la
objetividad del objeto, el sentido y el “como tal” de la cosa para la conciencia no es ni la propia cosa
determinada, en su existencia salvaje, y cuyo nóema es precisamente su aparecer, ni un momento
propiamente subjetivo, “realmente” subjetivo, puesto que se da indudablemente como objeto para la
conciencia. No es ni del mundo ni de la conciencia, sino el mundo o algo del mundo para la
consciencia. Sin duda sólo puede ser descubierto, de derecho, a partir de la conciencia intencional, pero
no toma de ésta lo que se podría llamar metafóricamente, evitando hacer real a la conciencia, su
“tejido”. Esta no-pertenencia real a una región sea ésta cual sea, ni aunque fuese a la archiregión, esta
anarquía del nóema es la raíz y la posibilidad misma de la objetividad y del sentido.

Es por eso que Derrida llama “anarquía del nóema” por lo que la fenomenología
debe irse tejiendo pacientemente en las posibilidades de experiencia que los diferentes
modi de intencionalidad, las irisaciones de la correlación intencional, los desplazamientos,
las modificaciones, las (re)presentificaciones, las impleciones o las vivencias de
transición (Husserl, E., 1900-1901: 633) despejan. En cierto modo, ese vamos-y-
venimos entre tantas presencias que se abolen y resurgen sin cesar, a que se refiere
Octavio Paz en el § 9 de El mono gramático (de lectura imprescindible), apela a esa
anarquía del nóema, a esa irregionalidad de lo consciente en cuanto tal que es
disimulada, según Derrida (1959: 224), por la reducción trascendental-eidética, que
simula una “región” a la que la fenomenología podría atenerse, y que sería tanto origen
como fracaso de la estructura fenomenológica. Lo que la trascendentalidad cierra lo abre
la hyle real, aunque no intencional (a diferencia del nóema, que es un componente
intencional pero no real). Con esta hyle se vincula el momento de alteridad “material” del
objeto intencional, es decir, de lo que no-es la conciencia que se dirige a él. Es sabido que
Husserl renunció a examinar forma sin materia y materia sin forma, manteniéndose,
como reconoce Derrida (1959: 224), en el análisis estático de la unidad hylemórfica de la
intencionalidad. La hyle como tal tendrá una gran presencia en fenomenólogos como
Levinas y Henry, el primero reivindicando la sensación y la impresión originaria
(Urimpression) (cfr. por ejemplo Levinas, E., 1982: 145-162) para, al fin, reconducir al
Otro la exploración de su fenomenología, y el segundo, Henry (1990), buscando la Vida
como protoafección. Valga una breve nota para indicar que una de las más interesantes
reivindicaciones de la fenomenología de Michel Henry, que él mismo ha estimado
oportuno denominar “fenomenología material” (Henry, M., 1990), estriba en criticar,
apoyándose en la dinámica de la diferencia ontológica heideggeriana, el que el aparecer
del fenómeno en la fenomenología husserliana quede supeditado a la estructura nóesis-
nóema, sin adentrarse en el aparecer mismo del aparecer. En la fenomenología
“material” de Henry, que recibe tal denominación en tanto aspira a recuperar lo hilético
de aquella unidad hilemórfica de la intencionalidad, será fundamental aquello que hace
posible que ese aparecer del aparecer llegue de algún modo a nuestra experiencia. Ello
tiene lugar gracias a la proto-auto-afección originaria de la Vida, por lo que esa
“fenomenología material” es, al mismo tiempo, una “fenomenología de la vida”. En sus
propias palabras, “al despliegue extático del aparecer en el horizonte del mundo se opone

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sin medida su auto-aparecer inextático en la esencia patética de la vida. Dar licencia al ser
no es posible sino fenomenológicamente, es decir, sólo si en ausencia de toda
fenomenalidad extática y a pesar de esta ausencia, algo es aún posible más que nada –
algo, a saber, la Arqui-revelación de la Vida” (Henry, M., 1991-1: 24). En la
radicalización que lleva a cabo Henry, se concede a Heidegger todo lo que puede
concedérsele sin traicionar el aparecer del aparecer, o la fenomenalidad. Resumiendo su
propio pensamiento, Henry sostiene que “la vida hace la experiencia de sí misma en una
suerte de abrazo patético donde aún no hay ni objeto ni mundo, nada de lo que
habitualmente llamamos «el conocimiento». En esta experiencia muda y previa a las
cosas es donde le advienen sus propiedades fundamentales, la fuerza, la potencia, la
corporeidad, la acción, también un saber, mucho más profundo y decisivo que el de la
conciencia o el de la ciencia” (Henry, M., 1991-2: 14. Una sugerente aproximación en
castellano al pensamiento de Henry, aún muy desconocido en nuestro país, se encuentra
en García-Baró, M., 1997).

2.1.6. Genética y estática de la apertura intencional

Tema del análisis intencional es que todo lo que se da lo hace desde una génesis
experiencial y en una estructura específica. Aunque ambas puedan permanecer
encubiertas para la subjetividad experienciante, la génesis se encuentra si cabe más
“sepultada” en los fondos remotos u olvidados de la experiencia. La “arqueología”
fenomenológica tiene, en este sentido, una doble dimensión estructural y genética, de
aquí la propuesta husserliana de distinguir una fenomenología “estática” y otra “genética”
(cfr. San Martín, J., 1986: 252 y ss.; también Bernet, R., 1989: 181-189). Si la primera
busca adentrarse en las estructuras esenciales de la experiencia (por ejemplo, en la del
espectador teatral), a fin de captar su esencia, la fenomenología genética indaga el
surgimiento de esa experiencia, su génesis, en el curso de la cual tuvimos que “aprender a
ser espectadores teatrales” (hábito de cuyo aprendizaje, por ejemplo, podría hacerse una
bella fenomenología). Comoquiera que no estaban habituados a “ver cine”, los primeros
espectadores tendían a apartarse cuando veían, en la pantalla, un tren que se dirigía
velozmente “hacia ellos”; o como, por ejemplo, se muestra en El piano, de Jane
Champion, al no saber ver teatro, los aborígenes se abalanzaban sobre el escenario ante
una “representación” de El castillo de Barba Azul, tratando de defender a una mujer
frente a lo que parecía un asesinato seguro. Sólo una vez que se ha aprendido a asistir al
teatro puede comprenderse una experiencia sofisticada como la del efecto/distancia-
miento o extrañamiento (Verfremdungseffekt) brechtiano, tan importante para acceder al
eidos de la “representación escénica” en cuanto tal (aunque Artaud tuviese sus propias
ideas al respecto). La actitud natural hace olvidar lo que en este caso saca a la luz una
fenomenología estática a la que se incorporase el análisis fenomenológico del “efecto
extrañamiento”. El espectador “en actitud natural”, ese que, por seguir el verso de
Pushkin, “se deshace en lágrimas ante la ficción”, sabe más de lo que sabe, pero lo
olvida o hace como si lo olvidase. Pero toda experiencia, desde la percepción hasta la

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plegaria, desde el diálogo a la caricia, desde la percepción del rostro hasta la práctica
ritual, tiene su “historia” propia, su génesis, que puede ser pasiva o activa según la
presencia y el papel de la subjetividad en esa génesis (a toda génesis activa subyace una
pasiva, cuyo principio es la asociación). Si una fenomenología estática debe aprehender
en su estructura esencial el fenómeno experiencial-lingüístico de la metáfora, por
ejemplo; una fenomenología genética debería indagar (así en Ricoeur, Blumenberg o
Rovatti) el fondo de mundo-de-la-vida desde donde emergen las metáforas (cfr.
Blumenberg, H., 1979, 1987 y Rovatti, P. A., 1988). Y es en esa indagación donde la
intervención de una subjetividad puede ser reconocida en mayor o menor medida, más o
menos egológicamente: desde la infancia del sujeto (cfr. el § 38 de Meditaciones
cartesianas) o bien desde su compromiso pasivo con una tradición y una cultura
concretas (tránsito a la hermenéutica). En el proyecto husserliano, sin embargo, está muy
presente la confianza en que la autoconciencia fenomenológica puede alcanzar la prístina
fundación (en la traducción de Gaos) o la instauración originaria (en traducción de
Presas) [Urstiftung] de la génesis (Husserl, E., 1931-1: 136). Para Husserl (1931-1: 135-
136),

sin retrotraernos al terreno de la pasividad, ni menos hacer uso de la observación externa, psicofísica,
de la psicología, podemos [...] penetrar en el contenido intencional de los fenómenos mismos de la
experiencia [...] y por este medio encontrar indicaciones intencionales que conducen a una historia, o
sea, que dan a conocer en estos fenómenos formas posteriores a otras formas esencialmente anteriores
a ellas.

Por supuesto, las recíprocas interferencias entre fenomenología estática y genética


pueden brindar grandes posibilidades al análisis intencional Un caso muy significativo
de la complementariedad entre análisis genético y estático es aquel, a nuestro juicio, en
que se decide que mientras que en el orden psicológico-genético de la intersubjetividad el
“primer hombre” es el Otro, no yo (Husserl, E., 1931-1: 190), desde el punto de vista del
análisis estático (estructural) el Yo precede al Otro (en el primer caso yo soy otro-
hombre; en el segundo caso el Otro es otro-yo). Otro caso muy importante de
complementariedad entre fenomenologías estática y genética es el que brinda el estudio
fenomenológico de la propia praxis científica. Una de las mayores aportaciones de La
crisis consistió precisamente en remitir-situar la praxis científica teórica en un contexto
ubicado –y allí olvidado– en el “mundo de la vida”. Apuntemos, en fin, que la
fenomenología genética estaría más próxima a la reducción mundano-vital y la estática a
la reducción eidética, de aquí que muchos intérpretes, críticos y seguidores en general
del proyecto husserliano hayan explorado las posibilidades brindadas por la
fenomenología genética.

2.1.7. La intencionalidad de horizonte

Desde el principio, pero muy especialmente en sus Meditaciones cartesianas,


Husserl explora a fondo los rendimientos de un análisis intencional que no se agotase en

68
el estudio de la correlación inmediata subjetividad-mundo noético-noemática, sino que,
como ha señalado Levinas, recordase el desbordamiento, la excedencia que caracteriza a
toda apertura intencional y de la que el movimiento fenomenológico tardará poco tiempo
en extraer sus implicaciones y posibilidades “metafísicas”. Para Husserl, dicho análisis
consiste en

el descubrimiento de las potencialidades implícitas en las actualidades de la conciencia, descubrimiento


por medio del cual se lleva a cabo en el respecto noemático la explicitación, la elucidación y
eventualmente la aclaración de lo mentado por la conciencia, del sentido objetivo. El análisis intencional
está dirigido por el conocimiento fundamental de que todo cogito, en cuanto conciencia, es sin duda, en
el más amplio sentido, mención de lo mentado en él, pero que esto mentado es en todo momento más
(mentado con un plus) de lo que en cada momento se halla como mentado explícitamente. En nuestro
ejemplo, cada fase de la percepción era mero lado del objeto en cuanto mentado perceptivamente. Este
mentar más allá de sí mismo [über-sich-hinaus-meinen] que yace en toda conciencia tiene que
considerarse como un momento esencial de ella (Husserl, E., 1931-2: 93; cfr. también Husserl, E., 1929:
256-257).

Como han mostrado sobradamente muchos estudiosos de Husserl y fenomenólogos


“en ejercicio”, sin ese Über-sich-hinaus-meinen no se comprendería adecuadamente
nada del proyecto husserliano ni de muchos desarrollos posteriores. Desde la remisión de
la perspectiva (en innumerables análisis husserlianos) a aquella plenitud de la que la
perspectiva sólo supone un aspecto o recorte, hasta la apertura de los fondos de donde
surgen o en donde se sumergen las objetividades y situaciones intencionadas, todo ello
está dirigido por ese “mentar más allá” propio de la intencionalidad de horizonte. El logos
del fenómeno debe hacerse cargo de la imbricación infinita entre presencia y ausencia, es
decir, entre mención y co-mención, entre lo dado y lo co-dado, en la medida en que todo
advenimiento implica un presentarse, un modo de darse, pero también un recorte, un
sacrificio de presencia y experiencia posibles y un consiguiente devenir-implícitas de
éstas, a las que “rescata” implicativa-mente la intencionalidad de horizonte. Ésta, por
cierto, no solamente es propia de la dinámica inmanente de la conciencia, sino que afecta
al propio método fenomenológico en todas y cada una de las reducciones que practica.
En este sentido, será el propio método fenomenológico el que descubra lo que
interiormente lo desborda (ello explica tanto su riqueza interior como sus posibilidades de
“desviación”). Desde ese momento, la fenomenología se tornará fenomenología de la
fenomenología.
Ya no se trata, pues, del positivismo de la donación en una concepción restrictiva
de la “inmanencia” fenomenológica, sino del reconocimiento de las menciones que
desbordan a las donaciones. De aquí la importancia no ya sólo de lo dado como
presencia, sino del hacer-presente o del hacerse-presente que operan las
Vergegenwärtigungen (representificaciones, presentificaciones), y no sólo las de la
temporalidad como tal. La vida oculta, presupuesta y/o desbordante de la intencionalidad
operante y la plenitud de lo que en su unidad se ofrece (eclipsada por la inmediatez
positiva de la Gegebenheit), abren la posibilidad para pensar, en lo que adviene a la
presencia, un más allá que siempre deja atrás lo que Levinas llamaría la esclerosis

69
inevitable de la manifestación. Nada de extraño que Levinas (1959-2) hablase, respecto
a esta área de problemas, de ruina de la representación. Ya no es cuestión sólo, así
pues, de aquella superación de la representación que tuvo lugar en las Investigaciones
lógicas y que liberó a la conciencia de su inmanencia psicológica, ni se trata sólo de la
implicación de una génesis en el interior de una estructura estática del a priori de
correlación. Dentro de la inmensa (infinita) extensión abierta, se ha expandido la
conciencia intencional hacia un Más que de ningún modo se agota en la intencionalidad
objetivante ni perceptiva. Dice Husserl (1931-2: 94), en este sentido, que

el fenomenólogo no actúa en una mera entrega ingenua al objeto intencional, puramente como tal; no
lleva a cabo una simple contemplación directa del mismo, una explicitación de sus notas mentadas, de
sus partes y propiedades mentadas. [...] El fenomenólogo, al investigar todo lo objetivo y lo que allí se
encuentra exclusivamente como correlato de la conciencia, no lo observa y describe sólo directamente,
ni tampoco en general simplemente en cuanto referido al correspondiente yo, al ego cogito cuyo
cogitatum es; más bien penetra con la mirada reflexiva en la vida cogitativa anónima, descubriéndola.

De este modo, la fenomenología renovaba la crítica a la (mera) representación a fin


de reintegrarle experiencialmente, tras la reducción fenomenológico-trascendental, su vida
propia a través del mundo como horizonte.
Combate insistente el husserliano, así pues, contra el ocultamiento de los horizontes
de correlación objetivo-subjetiva en que lo dado alcanza su logos, su sentido...; no su
privacidad mental, sino su propia intimidad trascendental-en-el-Mundo, su modo de ser
(el de lo dado) en su modo de aparecer. El objeto intencional se torna, de este modo,
hilo conductor trascendental para la exploración de aquel horizonte de correlación. Del
cogitatum a las cogitationes, no de éstas a aquél. El análisis constitutivo se muestra
desde el principio positivamente orientado, afianzado por la presencia de lo intencionado
(Husserl, E., 1931-1:99).
Como metafísica, la fenomenología husserliana ha optado por situar en el comienzo
la Presencia, de la que la intencionalidad en el plano ontológico y cognoscitivo y la
reducción fenomenológico-trascendental en el plano metódico dan la razón en la strenge
Wissenschaft a la que la fenomenología aspira. Como en innumerables ocasiones, el
análisis husserliano se atiene, en los ejemplos seleccionados, a lo más simple en principio:
en este caso, a la relación entre el objeto y las fases de la percepción. En realidad, el
análisis intencional puede adentrarse en cualquier objetividad y contexto, y no puede
rechazar como irreconciliable con sus propósitos la colaboración con el análisis simbólico,
hermenéutico o genealógico, en buena medida porque en dicho análisis intencional debe
poderse mostrar la concreción y plenitud del acto intencional, pero también todos los
“inacabamientos” que una fenomenología podría detectar, pero no suprimir (cfr., por
ejemplo, el complemento que supone la “simbólica del mal” en Ricoeur a la
fenomenología eidética de lo voluntario e involuntario). Que metodológicamente Husserl
haya potenciado, en honor a la “ciencia estricta”, el objeto intencional como hilo
conductor (en el contexto de lo que para algunos críticos sería el peculiar “objetivismo”
husserliano) es más una peculiaridad de su pensamiento que algo esencial al

70
encaminamiento fenomenológico, que tiene a su potencial disposición innumerables tipos
y modalidades de “hilos conductores” en contextos experienciales a veces pletóricos de
ambigüedad e inobjetividad –tránsito a la filosofía existencial–. Del mismo modo, puede
parecer que el horizonte subjetual que debe descubrir el análisis intencional “restringido”
sólo puede remitir a la “actividad constituyente de la conciencia”. Tal vez es así en la
inmediatez del texto husserliano, apremiado por cuestiones de método, muy veloz a pesar
de sus parsimonias (algunos dirían: demasiado veloz en su tránsito por la actitud natural),
pero propiamente la capacidad des-cubridora del análisis intencional es tal que puede
volcarse sobre su tema (horizonte interno/horizonte externo –cfr. Husserl, E., 1939, §
8–), abriéndolo hacia dimensiones que siguen apelando, a pesar de encontrarse
encubiertos, a actos de “conciencia” que remiten finalmente –he aquí el último Husserl–
a un mundo de la vida como metahorizonte que va tornándose progresivamente la figura
más “densa” y cabal de la “subjetividad” (de aquí que tal mundo de la vida aproxime
mucho la fenomenología a la filosofía existencial y a la hermenéutica).
Decisiva es la intencionalidad de horizonte, en fin, porque hace posible la
verificación y, con ello, la inserción de la intencionalidad en una trama de racionalidad,
a la vez que el propio horizonte introduce indeterminación en esa misma posibilidad de
verificación racional (cfr. Walton, R., 1985). Afecta, en este sentido, a todas las
reducciones (fenomenológica, trascendental y eidética).
En suma, la fidelidad al principio de todos los principios se mantiene siempre y
cuando se introduzca el horizonte en la totalidad radicalmente abierta de lo que se da y se
amplíen los márgenes del “en tanto se da”. Sólo si se juega con una trascendencia
intermedia entre la trascendencia desconectable (la de la cosa en sí) y la trascendencia
inmanente de lo dado como tal en la vivencia intencional, se abre suficientemente el
diafragma fenomenológico. Un diafragma que se abrirá cada vez más, en función de los
múltiples déficit de la intuición y de la falta de luz del mundo-meramente-objetivo, desde
la vida-de-la-conciencia, pasando por la vida-que-experiencia-mundo, hasta el mundo-de-
la-vida. Finalmente se comprende que no se trataba tan sólo de otorgar un privilegio
extraordinario a la intuición (sensible y categorial) y a la evidencia como modos de
donación por antonomasia de las cosas mismas; tampoco se trataba únicamente de
mostrar la transparencia, el traspasar (übergehen) que se da en los signos, en sus
sacrificios por las “cosas mismas” que son sus referencias, sino de la extraordinariamente
abigarrada gama de experiencias en las que podría accederse a la densidad y complejidad
de las “cosas mismas”, y de mostrar, en fin, la espesura de los signos, sus débitos, pero
también, qué duda cabe, sus refracciones, salvaguardando siempre, en el caso de
Husserl, aquel envío esencial, insoslayable, a la trascendencia a que la conciencia se
debe: a la alteridad irreductible de las “cosas mismas” en la apertura intencional.

ANEXO 2
Un mundo por leer (de Ingarden a Iser)

De esas “cosas mismas”, pero “leídas”, tratan en buena medida las investigaciones sobre el acto de

71
leer llevadas a cabo por Román Ingarden, a quien podemos convocar aquí por sus aportaciones al campo de
la fenomenología de la obra de arte y literaria y, en concreto, para ejemplificar en este anexo algunas
posibilidades del análisis intencional tal como de hecho lo ejercita la conciencia (en este caso, lectora).
Aun contando con sus discrepancias con Husserl, pues Ingarden se encuentra más próximo a
posiciones “realistas” (consúltese La disputa sobre la existencia del mundo [Der Streit um die Existenz der
Welt], de 1947-1948, y algunas de las observaciones a las Meditaciones cartesianas de Husserl), sus
aportaciones son decisivas en el campo de la teoría del arte y la literatura. Amén de haber contribuido a
esclarecer los estratos constitutivos de toda obra literaria (el de la raíz material de la obra [palabras-sonidos];
el de las unidades con significado; el de los objetos representados; y el de los aspectos esquematizados por
los que aparecen aquellos objetos), una de las tesis de Ingarden que despertaron más interés, especialmente
en la así llamada estética de la recepción, fue la de que una de las tareas del lector es la de “rellenar” los
espacios de indeterminación que aparecen en la obra literaria, acción que Ingarden denomina concretización,
gracias a la cual se relacionan las vivencias del lector en el acto de leer y las objetividades del texto. En La
obra de arte literaria (1931), especialmente en su § 38, Ingarden desarrollaba prolijamente esta problemática,
que no se puede pasar aquí de sugerir. Si se lee en una novela: “Una mujer desconocida, pobremente vestida
y aparentemente trastornada, increpó al hombre que la había mirado con ojos de extrañeza”, o en un poema:
“Cascada de negros filamentos en que se pierde mi rostro”, no cabe duda de que ya en el propio texto, y
mucho más en su lector, se constituye un conjunto de objetividades con un significado de claridad (o
transparencia) oscilante. Su indeterminación invita a cada lector a que las “llene” o cumplimente
intuitivamente, a su modo. Para Ingarden (1931: 266), el objeto que se presenta o expone literariamente no es
ningún individuo determinado en el auténtico sentido de aclarado por completo y omnilateralmente, que
forma una unidad originaria, sino más bien sólo una formación esquemática con diferentes espacios de
indeterminación. Así pues:

en la lectura y comprensión estética de la obra, el lector va más allá de lo disponible (proyectado en


su caso a través del texto) y completa las objetividades expuestas de diferentes modos, lo que le
permite eliminar al menos algunos de los espacios de indeterminación [...]. En una palabra: se ha de
separar la propia obra literaria de sus ocasionales concretizaciones, y no todo lo que vale respecto a
las concretizaciones de la obra tiene validez también para la obra misma. Pero que de una y la
misma obra literaria sean posibles muchas discrecionales concretizaciones, que tanto se desvían
frecuentemente, en buena medida, de la obra misma, y que también sean muy diferentes entre sí
según el contenido, todo ello tiene su fundamento en la construcción esquemática, que permite los
espacios de indeterminación, del nivel objetivo de la obra literaria (Ingarden, R., 1931: 267-268).

Baste este somero apunte. Más cercana a nuestra actualidad, la fenomenología de la lectura que
Wolfgang Iser (1976: 173 y ss.) –uno de los principales representantes de la llamada Escuela de Constanza,
lo que casi equivale a decir de la estética de la recepción, junto con H. R. Jauss– presenta en El acto de leer,
reivindica las indagaciones llevadas a cabo por el filósofo polaco. Iser (1976: 264 y ss.) comenta
críticamente la posibilidad de “plenificar” los espacios de indeterminación de que habla Ingarden y asigna al
lector (implícito) una mayor libertad y responsabilidad (su respuesta a las “apelaciones” de la obra) en esa
plenificación o “rellenado”, de modo que toda obra se encuentra entre el texto y sus lecturas. También se
preocupa especialmente de la que denomina “síntesis pasiva del proceso de la lectura” (Iser, W., 1976: 217-
251), donde retoma algunas ideas de Georges Poulet demasiado interesantes como para que pudiésemos
conformarnos con reseñarlas aquí con la brevedad que la ocasión requiere. Remitimos al lector, así pues, a
que consulte El acto de leer, de W. Iser y, para especificar más su posición, a un texto tan fundamental
como es El lector implícito (1972).

2.1.8. La facticidad en juego. Análisis intencional y reducción eidética

De la donación a la mención, de la mención a la significación, y de ésta al eidos.

72
Del análisis intencional “general” al “restringido” y de éste a la “contemplación eidética”
en que debe poderse mostrar el eidos como horizonte de manifestabilidad o
presencialidad cabe el entorno eidético en que se sitúa el objeto intencional en cada caso.
Que Husserl se muestre “platónico” en este punto, como en otras ocasiones “cartesiano”,
parece indudable (aunque en ambos casos siempre se preocupase por marcar las
distancias críticas). Remitir al eidos y no al Ser cabe la diferencia ontológica (Heidegger)
o al contexto histórico-cultural (fondo de prejuicios, en la hermenéutica) como horizonte
de manifestación/ocultación indica que Husserl, en efecto, se mantiene fiel al contexto
propiciado por la reducción fenomenológico-trascendental. Intentemos, aunque
brevemente, aproximarnos a su posición filosófica.
Con más claridad en Lógica formal y trascendental que en Meditaciones
cartesianas, después de hablar sobre el análisis intencional Husserl pasa a considerar la
fenomenología eidética, lo cual es sumamente significativo. Dice, en efecto, que

todo análisis intencional y constitutivo que se efectúe sobre datos fácticos, debe considerarse desde
luego, aun cuando no lo comprendamos claramente, como un análisis que parte de ejemplos. Todos sus
resultados, liberados de la facticidad y transportados así al reino de la libre variación de la fantasía, se
convierten en resultados esenciales, en resultados que dominan con evidencia apodictíca un universo de
entidades concebibles (Husserl, E., 1929: 259-260).

Básicamente, lo que vincula la intencionalidad de horizonte con la (co-)presencia


del eidos en la intencionalidad operante, y por lo que se refiere a la reducción eidética
en el contexto metodológico de la fenomenología, es la circunstancia esencial de que el
eidos prescribe el ámbito de posible advenimiento a la donación, en el contexto de la
apertura intencional, de todo lo susceptible de poseer tal o cual significación intencional.
Al dirigir la mirada hacia esta cortina traslúcida que tengo ante mí, la intención apunta
también, se diría que encubierta o subrepticiamente, al eidos como lo-que-cabe-esperar
no sólo de esta “cortina”, sino de cualquiera, lo mismo que, por lo que se refiere al
temor, por ejemplo, mi experiencia incluye en sí, en un extraño y al mismo tiempo
común desplazamiento atencional, el eidos “temor”. El eidos se da al cabo de una
intencionalidad que no se agota en las inmediateces del mundo percibido (es decir, en el
ámbito de los cumplimientos efectivos, concretos, del que el ámbito perceptivo es
prototípico). Que la reducción eidética sea esencial en el programa fenomenológico lo
prueba que uno de sus objetivos últimos sea la elaboración de una ontología de los
mundos posibles “vinculados” a la dinámica intencional-constituyente de la subjetividad
trascendental. Nada de extraño, pues, que Husserl (1913-1931: 375) presentase la
fenomenología trascendental como una

ciencia “a priori” [...] que toma en consideración simplemente como pura posibilidad el campo fáctico
de la experiencia de la subjetividad trascendental con sus vivencias fácticas, equiparándolo a las puras
posibilidades intuitivas que pueden modificarse a toda voluntad y destacando como su “a priori” la
estructura esencial inquebrantable de la subjetividad trascendental que corre a través de todas estas
libres modificaciones. Como la reducción a lo trascendental y a la vez esta otra reducción al eidos es el
método de acceso al campo de trabajo de la nueva ciencia, el resultado es [...] que el verdadero inicio de
la comprensión sistemática de esta ciencia reside en los capítulos que tratan de las indicadas

73
reducciones [Husserl se refiere a Ideas I]. Únicamente desde ellos, y siguiendo las enseñanzas
graduales, puede el lector que íntimamente las siga juzgar si hay aquí un trabajo realmente propio y
nuevo...

A destacar que la contemplación eidética fenomenológica es finalmente intuitiva,


aunque se desarrolle en un proceso que Husserl llama de “variaciones imaginarias” en la
fantasía. Muy brevemente hay que destacar, en primer lugar, que no se trata de acceder
inductivamente al eidos, ni tampoco de “descubrir” el eidos oculto, ni de concebir el
eidos como lo que dicta lo que debe-ser positivamente “algo” intencionado, sino más
bien lo que prescribe lo que no puede faltarle (de aquí la eficacia del proceso vía
fantasía, más que vía percepción). El acceso inductivo al eidos, amén de no aportar
necesidad, no estará nunca a la altura, por la finitud del recorrido que la inducción puede
llevar felizmente a cabo, de la infinitud de “ejemplos” que produce el eidos ni, por
supuesto, de su “necesidad”. El eidos debe mostrar el campo oscilatorio de variabilidad
de donación de lo que se da efectivamente, pero también, en su núcleo irreductible, un
mínimo no-poder-ser-de-otro-modo, es decir, un límite no-traspasable (si se nos permite
una derivación: la zona inquietante del monstruo) (los “celos”, por ejemplo, son sólo
nada más y nada menos que lo que son, más allá de todas sus posiblemente infinitas
oscilaciones culturales, históricas, sociales, subjetivas, etc., etc.). La reducción eidética
no debe ofrecer tanto un conocimiento “nuevo”, cuanto afianzar eidéticamente el
conocimiento poseído, permitiendo reconstruir lo que la empiría ofrece con gran
generosidad, sin duda, pero sólo en facetas, esbozos, escorzos, unilateralidades
sucesivas, imbricaciones que pueden conducir a la confusión, etc. (la polémica eterna
entre lo empírico y lo eidético es que ambos se reprochan recíprocamente sus propias
operaciones de recorte de lo dado, lo real, lo verdadero, etc.). No se trata propiamente de
alcanzar un “nuevo” conocimiento; de ser así, no podría tomarse como punto de partida
de las “variaciones imaginarias” un ejemplo arbitrario..., claro está, de-algo-ya-
conocido. La contemplación eidética busca ante todo, si se nos permite decirlo así, una
“depuración” de (o re[con]ducción-a) mínimos eidéticos cabe una pluralidad infinita de
casos/ejemplos de lo Mismo que el eidos traba.
Husserl explica lo que denomina Wesenschau con bastante detenimiento en
Experiencia y juicio. En su § 87 defiende la que denomina “variación libre como
fundamento de la contemplación de la esencia”. Aunque no se puede entrar aquí en el
detalle, sí es necesario señalar que la propuesta husserliana estriba en considerar que
mediante la libre variación en la fantasía de un ejemplo inicial arbitrariamente adoptado,
la fantasía pasiva o la ficción imaginativa recorre una multitud de posibilidades en la que
va produciéndose una “yuxtaposición”, “acoplamiento”, “recubrimiento” o unidad
(contexto de unanimidad) hasta que, llegado cierto momento intuitivo (Husserl nunca
insistió mucho en especificarlo), se captaría el eidos, es decir, “lo que” algo no puede
dejar de poseer para ser lo que es, y que se encuentra pasivamente preconstituido. Pero
“ser lo que es” no se da nunca, en la reducción eidética, fuera de la apertura intencional.
Por ello Husserl habla más de eidos (intencional-teleológico: aquello a lo que en último
término se apunta) que de “esencia” (subyacente, óntica). Por otra parte, Husserl insiste

74
mucho en que el proceso de variaciones y el propio ejemplo inicial que le sirve de
arranque deben ser “arbitrarios”. En efecto –y éste es un punto muy interesante– sólo la
“arbitrariedad” podría garantizar que el proceso de variaciones sobrepase toda
determinación fáctica y mundana del eidos (meramente ejemplar, vista desde el eidos),
en tanto el eidos al que debe ser re(con)ducida la donación no puede ser confundido con
determinaciones fácticas, mundanas, culturales, etc., de los ejemplos (verbigracia, el
eidos “Rostro humano” no podría quedar supeditado al de una Venus boticelliana, por
ejemplo; excluyendo o menospreciando un rostro asiático o papúa –cfr. Moreno, C.,
1995 y 2000–). Bajo el eidos habita, pues, una arbitrariedad (la de lo fáctico) que sería
sin medida de no ser porque se encontrase eidéticamente encauzada. Al final del proceso
de variaciones eidéticas (de variaciones, decimos, y no de meras “alteraciones”, que lo
son únicamente del mismo individuo y sólo pueden transcurrir en el tiempo –cfr. Husserl,
E., 1939: 384-385–) se destaca la conciencia de un y-así-otras-veces (etc.) que permite
“detener” dicho proceso, que Husserl resume en tres pasos: a) recorrido productivo de la
multiplicidad de las variaciones; b) vinculación unitaria en coincidencia continua; y c)
identificación activa y selectiva de lo congruente frente a las diferencias.
Gracias a la reducción eidética la fenomenología se consagra como aquella “ciencia
de esencias” (Wesenswissenschaft) de que se hablaba en Ideas I, frente a la “ciencia de
hechos” (Tatsachenwissenschaft). Y, en efecto, la fenomenología es en Husserl y en
otros muchos fenomenólogos una “ciencia eidética”, aunque en muchas ocasiones más
implícita que explícitamente, sin que, a nuestro juicio, se hayan extraído todas las
consecuencias y riquezas que implica el método de la variación libre imaginaria, ni
siquiera la interacción, en el contexto de una eidética flexible (Waldenfels, B., 1971), de
la diferencia e imbricación entre factum y eidos.

75
2.2. La perspectiva fenomenológica

El trabajo de descripción de la vida de la conciencia, tal como Husserl lo concibe,


requiere un proceder metodológico que comienza con la crítica a aquella actitud
cognoscitiva que más olvida la co-presencia de la subjetividad (la actitud natural), y se
orienta al descubrimiento de la trascendentalidad en que se constituye el mundo. El punto
de partida se encuentra en el ejercicio en virtud del cual el fenomenólogo “pone entre
paréntesis” no solamente aquella posición de lo real = lo independiente de nuestra
subjetividad consciente (con que se confunde la “trascendencia”), propia de la actitud
natural, sino también todo aquello incorporado al saber y que, sin embargo, no es “dado”
en el sentido de la donación “intuitiva”, según el principio de todos los principios de la
fenomenología.

2.2.1. Epojé y re(con)ducción fenomenológica

Tras la apertura de la conciencia en las Investigaciones lógicas, tuvieron que


parecer algo extrañas la propedéutica fenomenológica de La idea de la fenomenología de
1907 y aquella densísima introducción que era Ideas I, pues en las lecciones de 1907 se
planteaba como un problema el de la trascendencia, como si el propio planteamiento de
la intencionalidad no lo hubiese resuelto, y en Ideas I parecían asumirse, con radicalidad,
ciertos planteamientos propios de una filosofía reflexiva, filocartesiana, que podían dar la
impresión de que se diluían los logros del análisis de la intencionalidad en 1900-1901. Si
Husserl no se percató suficientemente de los problemas que plantearía el “camino
cartesiano” a muchos intérpretes (y a él mismo, en primer lugar) fue tal vez porque ya
desde las Investigaciones lógicas había vencido el corte típicamente cartesiano que
desvinculaba la inmanencia “mental” de la “trascendencia”. Husserl podría haber
proseguido en esa línea, sin más exigencias filosóficas, pero necesitaba conceder a la
intencionalidad el rango ontológico y de autonomía racional de cuya firmeza y
autoconciencia carecía en 1900: separar la fenomenología de la psicología. Dicho rango
sólo podía serle concedido si se desconecta aquello que no es concernido por la
intencionalidad, es decir, lo que en 1907 se llama “trascendencia” en el sentido de la
actitud natural, y se asegura su conexión con el ser-consciente. Por otra parte, de no
orientarse hacia la subjetividad, la fenomenología podría haber conducido fácilmente a un
objetivismo. Los críticos, muy influidos en aquel momento por la necesidad de
ahuyentar el fantasma del “idealismo” y el psicologismo, no tardaron en reaccionar. Años
más tarde, en 1947, por ejemplo, Walter Biemel, prologuista de su edición alemana,
aprovechaba La idea de la fenomenología para mostrar cómo Husserl ya era “idealista”
antes de 1913. Todo parecía contribuir a un retorno a la conciencia “interior”,
“inmanente”, heredera del cogito-cogitatum cartesiano. En efecto, en Ideas I Husserl
hablaba, por ejemplo, de la “indubitabilidad de la percepción inmanente y dubitabilidad
de la trascendente”, o sostenía que

frente a la tesis del mundo, que es una tesis “contingente”, se alza, pues, la tesis de mi yo puro y de la

76
vida de este yo, que es una tesis “necesaria”, absolutamente indubitable. Toda cosa dada en persona
puede no existir; ninguna vivencia dada en persona puede no existir: tal es la ley esencial que define esta
necesidad y aquella contingencia (Husserl, E., 1913-1: 106).

Ya desde 1907, pero con total claridad desde 1913, Husserl había elegido como
punto de partida la crítica a la actitud natural (natürliche Einstellung), que se caracteriza
básicamente por asumir el mundo predado sin cuestionarse la posibilidad del
conocimiento efectivo de su “realidad” (lo que Schütz llamó la epojé propia de la actitud
natural: excluir el cuestionamiento de la posibilidad del conocimiento), y por olvidar, en
sus continuas extraversiones ingenuas hacia eso real, la co-presencia de la subjetividad
en la vida-que-experiencia-mundo, no ya en su mera latencia (subjetividad en sentido
psicológico, que reflexiona continuamente, pero en una prosecución de la actitud natural),
sino en su profundo anonimato (subjetividad en sentido trascendental –cfr., por ejemplo,
San Martín, J., 1997–). Para Husserl, se trataba de no mantener la orientación rectilínea
propia de la actitud natural (Husserl, E., 1913-1: 73), que se caracteriza por que en ella

la “realidad” la encuentro –es lo que quiere decir ya la palabra– como estando ahí delante y la tomo tal
como se me da, también como estando ahí [...]. “El” mundo está siempre ahí como realidad; a lo sumo,
es aquí o ahí “distinto” de lo que presumía yo; tal o cual cosa debe ser borrada de él, por decirlo así, a
título de “apariencia”, “alucinación”, etc., de él, que es siempre –en el sentido de la tesis general– un
mundo que está ahí (Husserl, E., 1913-1: 69).

“Que está ahí” como ignorando la subjetividad, al propio ser-consciente. En el


fondo, el retorno de Husserl al gesto cartesiano está finalmente en función no tanto, a
nuestro juicio, de la búsqueda de indubitabilidades en el contexto de una “ciencia
rigurosa” (lo que sin duda es importante en Husserl) cuanto de la exigencia de
autorresponsabilidad de la vida racional del sujeto, y de hecho, a nuestro entender, va a
prevalecer finalmente mucho más el lema “conexión con la subjetividad” que el de
“indubitabilidad a toda costa”.
Pero volvamos a la percepción inmanente. Frente a múltiples malas comprensiones
de lo que Husserl intenta defender en su legitimidad intrínseca (y filosófica), dicha
percepción inmanente no es una percepción pervertida que invierta “hacia dentro” la
dirección “hacia fuera” de la percepción como tal (en principio, de toda conciencia, en
actitud natural o no), sino que dirige la atención a la percepción misma en cuanto tal, en
la que se da lo que la “percepción trascendente” pone no sólo como trascendente, sino
como siendo independiente, en su sentido, de la propia percepción (y por tanto, como
siendo en-sí). Sólo aparentemente antagónicos, tanto el psicologismo como el realismo
ingenuo presuponen la cosa en sí que se atrinchera en la actitud natural. Por ello es
urgente mostrar el error estratégico consistente en considerar el conocimiento como una
relación real entre cierto proceso psicológico y una existencia real en sentido estricto
(Husserl, E., 1913-1: 82). El acontecimiento ontológico (no meramente cognitivo-
gnoseológico) de la vivencia intencional sólo se realiza en la medida en que se acoplan
fenomenológico-trascendentalmente intencionalidad y mundo en un Entre capaz de
fundar extensa, rigurosa y profundamente el campo fenomenológico.

77
Se acaba de indicar someramente que una de las grandes ambigüedades de la crítica
husserliana a la actitud natural estriba en que se centró demasiado en la posición
inmediata de la trascendencia (realidad. existencia) que lleva a cabo tal actitud, cuando
habría sido más interesante insistir, aunque de hecho Husserl lo hizo sobradamente, sobre
el olvido de la subjetividad que se da en ella. Parecieran dos caras del mismo problema:
a tanta posición de la trascendencia como existencia/realidad ab-stractas, separadas, “en
sí”, etc., tanto olvido de la subjetividad. Husserl busca superar este olvido criticando
aquella posición, sin percatarse de que con ello podía correr el riesgo de dar la espalda,
en principio, a lo que constituye la propia apertura de Mundo, con todo su inmenso
potencial ontológico, que tiene lugar en dicha actitud. Por ello es importante subrayar que
lo más decisivo de la actitud filosófico-fenomenológica no es tanto negar la actitud
natural (cuyas claves de apertura de-mundo se intentan desentrañar) cuanto rescatarla de
los olvidos que la mantienen secuestrada en un presunto mundo acabado. No se trataría
tanto, así pues, de retraer-hacia-la-conciencia desde la actitud natural (como si ésta no
tuviera la conciencia ya en ejercicio pleno), con lo que aparecerían los riesgos del
psicologismo y el idealismo, cuanto de llevar-la-conciencia (más conciencia) a la actitud
natural, es decir, ofrecerle filosóficamente la posibilidad de su propia autoconciencia.
Básicamente, la actitud natural no yerra, tan sólo olvida: implica excesivamente,
podríamos decir, hasta que sepulta o sumerge a gran profundidad la subjetividad
(trascendental-constituyente), dejándola en una zona no ya de mera latencia, sino, como
decíamos, de anonimato. La subjetividad meramente latente presupone el mundo (y es
sacada “a flote” cada vez que decimos, por ejemplo, “a mi juicio...”; la anónima,
radicalmente desconocida por la actitud natural, constituye ese mundo que ésta toma
como ya [meramente] dado).
Por todo ello, la labor de la fenomenología es mucho más de recuerdo que de
tachadura. Para la des-implicación requerida debe retenerse del Mundo su dimensión de
Fenómeno (reducción fenomenológica), y para ello es fundamental hacer a un lado
(epojé) todo aquello que no se da intuitivamente a la conciencia (= no reclama a la
subjetividad) según la demarcación pro-puesta –de aquí la influencia del método– por el
principio de todos los principios. En la argumentación de Husserl, habría que
desconectar desde el átomo al theos (desde la ciencia a la teología), por ejemplo; pero
también mi propio ser fisiológico por debajo de la piel y los sentidos, si se nos permite
decirlo así (es decir, por debajo de mi propio cuerpo “fenomenológico”), del que sé por
los tratados de medicina, mas no porque mi propia experiencia haya podido, por ejemplo,
acceder a las conexiones secretas en que el cerebro se erige en su soporte “físico”. Pero
también habría que desconectar en la medida de lo posible (y en este aspecto habría que
adoptar un punto de vista prudentemente hermenéutico) el conjunto de prejuicios que se
articulan y crecen en torno a nuestra pertenencia al Mundo, no sólo el realismo
ingenuo, sino también todas las pre-comprensiones culturales que parecen cerrar y
coartar las posibilidades de comprensión de la trama experiencial-intuitiva que se
pretendiera desentrañar. Lo que esa desconexión debe liberar no ha de parecerse a “cosa
en sí” alguna, sino que ha de ser sólo el terreno de la “cosa misma” tal como se brinda en

78
la experiencia que tiene acceso intuitivo a ella. El encuentro entre fenomenología,
hermenéutica y genealogía debería producirse contando ineludiblemente con esa
diferencia entre cosa en sí y cosa misma, absolutamente decisiva.
Toda la “firmeza” que persigue disciplinadamente el método fenomenológico es
deudora de una inseguridad ontológica esencial, constitutiva, que después de Husserl
aparecerá sin tapujo alguno en la filosofía existencial bajo las experiencias de la angustia
y la náusea, especialmente. El mundo sé vincula fenomenológicamente a la subjetividad
porque no podría supeditarse a otra instancia trascendente, y esta subjetividad es ante
todo “extraversión” hacia ese mundo que se le da. En todo caso, y a fin de contrarrestar
de algún modo el desfondamiento subjetividad-mundo, en la fenomenología habría al
menos dos polos/agarraderos: los fenómenos consolidados objetivamente y tensados
eidéticamente, y del lado de la conciencia/subjetividad el fondo irreductible, vacío pero
férreo, del “yo puro”. La reducción fenomenológica se explana sobre un Mundo des-
fondado por una epojé que desarraiga experiencialmente cualquier “suelo” estable,
mundano, histórico, cultural... El sum del cogito fenomenológico no tiene avales ni
garantías, ni siquiera un mundo ya acabado en el que al mismo tiempo que hiciera que el
sum se encontrase arrojado en él, también le permitiría, por así decirlo, “reposar la
cabeza”. Podría decirse, en este sentido, que las epojés cortan el cordón umbilical que
nos nutre naturalmente de un “mundo” que pudiera librarnos de la contingencia (en el
mundo) de nuestra necesidad (para-el-fenómeno). Sartre extraerá de esta ambigüedad
radicales conclusiones.
La práctica de la epojé (desconexión/Ausschaltung, o puesta entre
paréntesis/Einklammerung pero también inhibición, desasimiento [Ortega]) y de la
reducción conduce al peligro, por lo demás, de hacer pensar que el ámbito de la
conciencia intencional es un campo acotado o una región, y que la “pureza” de la
conciencia equivale estratégicamente a esa restricción. En ello se oculta un equívoco del
que, tal vez, no se libró del todo Husserl, a falta, a nuestro entender, de un mayor
atrevimiento “metafísico” (falta por la que advendrán algunas críticas de Heidegger, por
ejemplo). Cuando en Sartre la conciencia sea a la vez Todo y Nada se podrá comprender
un poco mejor que la conciencia no es propiamente una “región”.
Básicamente, la epojé se diferencia de la reducción fenomenológica en que mientras
aquélla “hace a un lado”, “desconecta”, “desase”, la reducción viene a significar atenerse
al campo despejado que la epojé ha hecho posible. La epojé es de signo “negativo”, así
pues; mientras que la reducción fenomenológica es de signo positivo:

Podría decirse que la epojé debe “vacíar” todo-menos lo que puede ser
fenomenológicamente reducido, pero ese “menos” se prestaría a confusión (en tanto
remite a lo que resta tras “vaciarlo” todo menos lo dado cabe el “principio de todos los

79
principios”). Debería decirse, mejor, que la reducción asume todo-menos lo
desconectado, donde ese “todo” es una totalidad que equivale a la gran Zona sin límites
de la donación fenomenológica.

ANEXO 3
Soberanía de la intencionalidad y “sublimación pura” de la imagen poética en
G. Bachelard

En su más amplia acepción, la estética ha contraído con la fenomenología una deuda impagable, en
especial por la enorme relevancia que en ésta detenta lo que hemos denominado “soberanía de la
intencionalidad”. Aunque sólo fuese por homenajear del modo más breve posible a Gaston Bachelard, no
debemos pasar por alto, para el lector interesado, la brillante introducción del epistemólogo francés,
ejerciendo como fenomenólogo, a La poética del espacio, de 1957. A la pureza conceptual que defiende en
sus escritos epistemológicos Bachelard hace acompañar, en sus escritos poetológicos, una pureza de la
imagen poética que sólo se comprende bien desde la precomprensión de los rendimientos de la epojé y
reducción fenomenológicas, y ello sin menoscabo de que Bachelard incorpore a la fenomenología de la
imagen poética datos procedentes del psicoanálisis, los sueños o la poética.
A fin de proteger la imagen poética como tal, se trata, en primer lugar, de situarse ante el poema en el
presente de sus imágenes, a cuyo “aislamiento” debe adherirse el poeta o el lector, “y precisamente en el
éxtasis mismo de la novedad de la imagen” (Bachelard, G., 1957: 7). Tras reconocer su relevancia
ontológica, dice Bachelard que el acceso filosófico a la imagen poética requiere una fenomenología de la
imaginación, debiéndose entender por tal “un estudio del fenómeno de la imagen poética cuando la imagen
surge en la conciencia como un producto directo al corazón del alma, del ser del hombre captado en su
actualidad” (Bachelard, G., 1957: 9). Todas las desconexiones deben conducir a reducir la presencia de la
imagen poética al juego de resonancias (de donde surge la imagen) y repercusiones (en el lector) que el poema
provoca. El reto se encuentra precisamente en la independencia de la imagen poética tanto del psicologismo
como del historicismo así como, en general, de cualquier intento de explicar la flor por el fertilizante
(Bachelard, G., 1957: 22) que hurgase en esas “resonancias” de la que el poema parece ser deudor. De aquí
el interés en “abstraer” el poema-como-tal en la poetología fenomenológica bachelardiana.
La repercusión se torna “hilo conductor” para indagar la imbricación entre conciencia, imaginario y
ensoñación de que se nutre toda imagen poética. No le interesa a la fenomenología bachelardiana ni la
objetividad del crítico, ni la “comprensión” psicológica o psicoanalítica, sino la imagen como tal, para
acceder a la cual debe “desconectarse” cualquier “causalidad”, siendo que la imagen siempre es “novedosa”
y apela a la creatividad del hablante. “Novedosa” no debe entenderse aquí, obviamente, en el sentido de que
fuese “original”, sino en el sentido de que “nada hay” previo a la imagen que pudiese dar cuenta de ella como
tal.
Para desmarcarse de las interpretaciones psicoanalíticas, Bachelard busca introducir en su fenomeno-
poeto-logía lo que él llama la sublimación pura, noción que a un psicoanalista, pero no a un fenomenólogo,
podría parecer una contradictio in terminis. Dice Bachelard que “buscar antecedentes a una imagen, cuando
se está en la existencia misma de la imagen, es, para un fenomenólogo, una señal inveterada de
psicologismo”. Por el contrario, se ha de tomar la imagen poética en su ser, que al aparecer sobre el lenguaje,
pero por encima del lenguaje “natural”, absorbe a la conciencia poética. En ese momento aparece la
“novedad” de la imagen poética, cuyo estudio ontológico abandonará el psicoanalista, por ejemplo, a favor de
una excavación en la biografía oculta del poeta. Sin embargo, “el fenomenólogo no va tan lejos. Para él la
imagen está allí, la palabra habla, la palabra del poeta le habla. No es necesario haber vivido los sufrimientos
del poeta para recibir la dicha hablada que ofrece –dicha hablada que domina el drama mismo” (Bachelard,
G., 1957: 21-22).
Citando al crítico Jean Lescure, Bachelard asume que en orden a comprender el estatuto ontológico de
la imagen poética en cuanto tal es necesario nutrirse de un no-saber que “no es una ignorancia, sino un difícil
acto de superación del conocimiento. Sólo a este precio un obra es, a cada instante, esa especie de comienzo

80
puro que hace de su creación un ejercicio de libertad” (Bachelard, G., 1957: 25). Nada de extraño, pues, que,
como en Lo imaginario de Sartre, la fenomenología de Bachelard reivindique la imaginación como una
potencia mayor de la naturaleza humana. Hace suya la afirmación de J. H. van der Berg (The
Phenomenological Approach in Psichology, 1955) de que “los poetas y los pintores son fenomenólogos
natos”, y sostiene él mismo que “si hubiera que crear una «escuela» de fenomenologías es sin duda en el
fenómeno poético donde se encontrarían las lecciones más claras y elementales” (Bachelard, G., 1957: 20).

Des-conectar es el ejercicio de la epojé, y atenerse a lo no-des-conectable el de la


reducción fenomenológica. En esta singular restricción de la negación (lo no-
desconectable), la reducción fenomenólogica abre a la positividad de la donación bajo el
horizonte del Mundo de la vida-que-experiencia-Mundo, lo que explica, en efecto, el
“positivismo” fenomenológico. Eso no-desconectable se le brinda a Husserl en La idea
de la fenomenología y en Ideas I como lo que vence la posibilidad del dudar (“las
cogitationes representan una esfera de datos inmanentes absolutos” [Husserl, E., 1907:
53]). No es un capricho ni artificio alguno, sino un dinamismo de la propia conciencia (la
indubitabilidad de la donación como tal) el que justifica la confianza fenomenológica en la
ciencia estricta. Pero más eficaz tal vez que seguir la dinámica del dudar habría sido,
desde el comienzo, mantenerse en la apertura positiva a la donación. En el desarrollo
ulterior del pensamiento husserliano no se asumirá tanto la duda (que presupone, en
efecto, la donación), o mejor, la perspectiva de lo indubitable, porque la donación
fenomenológica se tornará cada vez más segura de sí. La epojé no funciona sólo ni ante
todo con vistas a una ciencia estricta, sino en honor al aparecer como tal o al campo
fenomenológico. Según ya se dijo, no se trataría sólo de la “ciencia estricta”, sino de
alcanzar el aparecer como tal, ni sólo de lo indubitable, sino de la legitimidad y de la
responsabilidad de la conciencia-de-mundo.
El mejor modo de hacer inteligible que no se pierde nada tras la reducción
fenomenológica es diciendo que ella no tanto reduce el Mundo a Fenómeno (lo que
induce a pensar que queda un Mundo sobrante, y que lo reducido es un resto o
simplemente una “región”), sino que recuerda que el Mundo es Fenómeno (lo
reconduces su ser-fenómeno, a su fenomenalidad).
La fenomenología no quedaría gravemente mermada porque la reducción
fenomenológica fuese siempre forzosamente incompleta (Merleau-Ponty), en la medida
en que la “absolutez” que le atañe y motiva no es tanto la de la Totalidad, cuanto
exclusivamente la de la correlación subjetividad-consciente/Mundo en la solidaridad
entre ambos despejada por la reducción fenomenológica en su propio rendimiento. Si
hay un Resto absoluto allende el fenómeno, la fenomenología husserliana no se siente
incumbida por ello (es cierto que también podría decirse que la Fenomenología se
encuentra incapacitada para ello). Su convencimiento es: una perspectiva de la totalidad
debe al menos poder anunciarse, dejarse entrever en el fenómeno. De aquí la inmensa
importancia, en fenomenologías posteriores a la husserliana, de la ausencia, el vacío o el
enigma cada vez más radicales, del “ser-bruto”... o, en general, de todo lo que solamente
se-deja-entrever inobjetivamente desde la presencia (o desde el que presencia: el testigo)

81
hacia más allá, pero en un inevitable hilvanamiento con la presencia y “su” testigo y sin
que, sin embargo, jamás pueda llegar a la presencia. El dativo de manifestación (el
“a/para quién” de la fenomenalidad del fenómeno) debe devenir dativo de entrevisión.

2.2.2. Tránsito a la reducción trascendental

La reducción fenomenológica crea un Entre autónomo (conciencia-de-/donación


fenomenológica) en cuya “inmanencia” debe aparecer todo, incluida, obviamente, la
“trascendencia”, que extraerá su propio sentido de ser “trascendencia” precisamente
frente a esa “inmanencia” en y para la que se da. Que lo dado exista no significa que
pueda desvincularse de la conciencia que le otorga no la existencia (en absoluto se trata
de ello), sino el sentido de ser “existente”. Por tanto, dirá Husserl (1931-1: 245):

para mí no hay nada que no sea a partir de mi propia operación de conciencia, actual o potencial [...].
Que no sólo considere yo ese objeto como existente, sino que sea para mí efectivamente existente “por
justas razones”, “por razones indudables”, que sea lo que es para mí y lo que aún me deja en franquía:
todo esto designa ciertas operaciones conectadas [...], esbozadas de antemano en la conciencia, que yo
puedo exponer y también ejecutar libremente. Con otras palabras: para mí no hay ningún ser de tal o
cual manera, efectivamente existente o posible, si no es válido para mí [...]. Cualquier objeto que se me
enfrente como existente ha recibido para mí todo su sentido ontológico de mi intencionalidad operante.

O mejor: no tanto “de mi”, sino “contando con mi” intencionalidad operante. La
conciencia llega hasta la existencia, pero no en un sentido eficiente, desde luego, sino
exclusivamente intencional. No deja de resultar significativo que, por ejemplo, para
apoyar Deleuze su tesis de que “la trascendencia es siempre un producto de la
inmanencia” citase al Husserl de Meditaciones cartesianas cuando sostenía que

el ser del mundo es [...] trascendente a la conciencia y sigue siéndolo necesariamente; pero ello no
cambia en nada el hecho de que sea únicamente la vida de la conciencia aquella en la cual todo lo
trascendente se constituye como inseparable de ella y que ella, tomada especialmente como conciencia
del mundo, lleve inseparablemente en sí el sentido mundo e incluso este mundo que realmente existe
(Husserl, E., 1931-2: 112-113; cit. por Deleuze, G., 1995: 6).

Un poco más adelante dirá Husserl (1931-2: 141) que

la trascendencía en todas sus formas es un carácter inmanente del ser que se constituye en el interior
del ego. Todo sentido, todo ser concebible, se llame inmanente o trascendente, cae dentro del ámbito de
la subjetividad trascendental en cuanto aquella que constituye el sentido y el ser. Es absurdo pretender
captar el universo del verdadero ser como algo que está fuera del universo de la conciencia posible, del
conocimiento posible, de la evidencia posible, como si ambos universos se relacionaran entre sí de una
manera puramente exterior en virtud de una ley rígida. Ambos se corresponden recíprocamente de
modo esencial, y esta correspondencia esencial es también concretamente una, una en la única
concreción absoluta de la subjetividad trascendental. Si ésta es el universo del sentido posible, algo
exterior a ella sería justamente un sinsentido.

Pero para despejar el campo a la reducción trascendental la reducción


fenomenológica debe afectar también a la subjetividad empírica, de modo que la

82
subjetividad trascendental (no la del fenomenólogo que practica la reducción
trascendental, sino la propia subjetividad trascendental operante en el “yo humano”) sea
una “subjetividad que es ya anterior a todo conocimiento natural de sí mismo que pueda
tener el «yo, este hombre, existente en el mundo, experimento, pienso, obro»” (Husserl,
E., 1913-1931: 381). Es precisamente dicha subjetividad trascendental la que haría
posible el conocimiento de sí, por más comprometido que se encontrase el sujeto
humano en el mundo. Por ello a Husserl le pareció que centrar la atención en el Dasein,
tal como proponía Heidegger en Ser y tiempo, suponía una recaída en el antropologismo.
Husserl no comprendió con suficiente claridad que del mismo modo que él se centraba
en la subjetividad trascendental reflexionante para acreditar el Mundo como Fenómeno-
con-sentido en un contexto de racionalidad y responsabilidad, para intentar responder a la
“pregunta por el ser” Heidegger tenía que interrogar al existente en-el-mundo. En efecto,
para Husserl

nada se opone a comenzar, de modo totalmente concreto, con nuestro mundo humano de la vida y con
el hombre mismo en cuanto referido por esencia a este mundo en torno, y a investigar de manera
puramente intuitiva el a priori de tal mundo, extraordinariamente rico y nunca sacado a la luz; y a
tomarlo como punto de partida de una exposición sistemática de las estructuras esenciales de la
existencia humana y de los estratos del mundo que se abren correlativamente en ella. Pero lo que aquí se
obtiene directamente, aunque es un sistema del a priori, sólo se vuelve un a priori filosóficamente
inteligible [...] y referido retroactivamente a fuentes últimas de inteligibilidad, precisamente cuando se
inaugura la problemática constitutiva como la del nivel específicamente filosófico, por lo tanto, cuando
el suelo cognoscitivo natural se cambia por el trascendental (Husserl, E., 1931-1: 206).

En el Epílogo a la edición inglesa de Ideas I, Husserl sigue manteniendo el modelo


filosófico propuesto en 1913. Dice allí que en la prosecución de la reducción
fenomenológico-trascendental me percato de que

mi esencia propia, cerrada fenomenológicamente en sí, es susceptible de ser puesta absolutamente,


como el yo que soy, que presta valor de ser [Seinsgeltung] al ser del mundo, del que hablo en cada
caso. Este mundo existe para mí y es lo que es para mí sólo en tanto cobra sentido y valor verificado
por obra de mi propia vida pura y de la vida de los demás que se franquea en la mía. Yo, en cuanto soy
esa esencia propia absolutamente, en cuanto soy el campo infinitamente abierto de los datos
fenomenológicos puros y de la indivisible unidad de estos datos [als das offen endlose Feld der reinen
phänomenologischen Gegebenheiten und ihrer untrennbaren Einheit], soy un “yo trascendental”, la
posición absoluta quiere decir que yo no tengo “dado” de antemano, o con el valor de ser pura y
simplemente el mundo, sino dado exclusivamente (por obra de mi nueva actitud) mi yo puramente como
un yo existente en sí y que en sí tiene experiencia del mundo [mein Ich als das in sich seiende und in
sich welterfahrende] (Husserl, E., 1913-1931: 383).

Texto fundamental este, en el que habría que atender con escrúpulo a su contenido,
especialmente a ese equiparación del yo con “el campo infinitamente abierto de los datos
fenomenológicos puros y de la indivisible unidad de estos datos”. Se ha producido el
tránsito de la reducción fenomenológica a la trascendental, en la que se desvela el ser de
la mónada trascendental García-Baró lo explica cuando recuerda que Husserl parte de
que

83
nóesis y nóema son dos objetos relativamente no-independientes. Si aplicamos los conocimientos
adquiridos [...], resultará que nóesis y nóema son dos partes que se compenetran por su esencia para
formar un todo –respecto del cual son también, pues, no-independientes por esencia–. Este todo es la
vivencia intencional. Añádase la tesis, independiente de las anteriores, que señala que una vivencia
intencional cualquiera es en sí –por su esencia– una parte no-independiente de un todo que es una
corriente de conciencia, e inmediatamente se entenderá el fundamento objetivo que impulsó a Husserl a
llamar mónadas a cada uno de semejantes todos. El sentido del mundo, todo sentido en general, es parte
inseparable, parte no-independiente de la unidad de una conciencia (y, como ese sentido se presenta por
todas partes como “ahí para mí y para cualquiera”, no como cosa privada mía, trae él mismo noticia de
su constitución intersubjetiva –reflejo en mi mónada de toda otra mónada posible en general) (García-
Baró, M., 1993-1:236).

Tras reconocer que el problema del “solipsismo” supuso una dificultad para la
recepción en 1913 de Ideas I, en el epílogo de 1931 Husserl sostiene que lo realmente
importante es retrotraerse al yo existente puramente en y para sí,

a la evidencia de que éste, como supuesto del conocimiento del mundo, no puede ser ni seguir siendo
supuesto como existente en el mundo; a la evidencia de que por tanto es forzoso darle su pureza
trascendental por medio de la epojé aplicada al ser para mí del mundo. Quizá hubiera hecho yo mejor en
dejar abierta la resolución decisiva del idealismo trascendental [...]. Pero no quiero dejar de declarar
expresamente aquí que nada absolutamente tengo que retirar de cuanto se refiere al idealismo
fenomenológico-trascendental, que ahora como antes tengo por un contrasentido en principio toda
forma del habitual realismo filosófico, y no menos todo idealismo al que se opone el realismo en sus
argumentaciones o que el realismo “refuta” (Husserl, E., 1913-1931: 384).

La diferencia entre psicología y fenomenología estriba, básicamente, en que frente a


la psicología que presupone el mundo acabado, de modo que la constitución tendría una
validez restringida –meramente psíquica–, en tanto el sujeto forma parte de ese mundo
y la subjetividad es ya humana (cfr. Husserl, E., 1939: 52), la fenomenología
trascendental considera el mundo, al que el sujeto existente, humano, pertenece a la vez
y ante todo como constituido por la subjetividad de tal sujeto, de modo que la
constitución tendría una validez global, ontológica y gnoseológica, no meramente
psicológica, sin que la constitución niegue la pertenencia, ni ésta a aquélla. Psicología-
y-fenomenología trascendental serían como el anverso y el reverso de la apertura al-y-de
mundo. Por lo que respecta a la subjetividad, no se trata tanto de negar mi humanidad
participante en el mundo cuanto de vislumbrar en qué medida la subjetividad, más o
menos participante y comprometida, le es necesaria al Mundo para que éste, por decirlo
así, acontezca fenomenológicamente. Pero esta subjetividad no equivale al sujeto
mundano-humano, del que sabemos que el Mundo podría prescindir sin cambiar un
ápice. No se trata de aquella subjetividad potencialmente sobrante, ni de este Mundo en
sí, acabado y “eterno”. De aquí que se opere un deslizamiento del ego cogito a la
subjetividad para-el-mundo de la vida: este mundo, pero de la vida. La subjetividad
aparece en el Lebenswelt con toda la eficacia constituyente, pero a la vez “desfondada” y
sin apoyaturas mundanas. La filosofía existencial se encontrará muy próxima a esta
imbricación entre psicología fenomenológica y fenomenología trascendental. Ahora se
comprende, gracias a la reducción fenomenológico-trascendental, que el fenómeno no es

84
sólo remisión del Mundo a la subjetividad, sino también apertura, con sentido, de la
subjetividad al Mundo. Apertura-y-sentido, pues, constituyen el marco de nuestra vida
que experiencia Mundo fenomenológico-trascendentalmente interpretada. En La crisis el
punto de referencia no será tanto la superación de la actitud natural por lo que se refiere
a su olvido de la subjetividad y su presuposición de un mundo acabado y “en sí”, cuanto
más bien, directamente, “lo subjetivo-relativo” (si la actitud natural es vista desde la
reflexión filosófica como “objetivista”, desde la ciencia es considerada como
“subjetivista”).
Así pues, tema de la fenomenología constitutiva será, en Husserl, el
“esclarecimiento de toda la interpenetración de las operaciones de la conciencia, que
conduce a la constitución de un mundo posible –de un mundo posible, es decir, se trata
de la forma esencial del mundo en general y no de nuestro mundo fáctico, real” (Husserl,
E., 1939: 33). (Sin embargo, uno de los problemas con los que deberá enfrentarse dicha
fenomenología constitutiva será, en atención a la génesis de la vida que experiencia
mundo, el de si adoptando también el pertenecer como hilo conductor del análisis
intencional, y no sólo el objeto en su objetividad [cfr. el § 21 de Meditaciones
cartesianas], la fenomenología constitutiva podrá alcanzar todo mundo posible más allá
del mundo existente [éste] pre-dado, dado el caso de que hubiese una estructura unitaria
profunda del mundo de la vida.)
El “oscuro paraje” del hecho primordial de que “el «yo soy» es el fundamento
intencional primordial no sólo de «el» mundo que considero real, sino también de
cualesquier «mundos ideales» válidos para mí” (Husserl, E., 1929: 248), afectaría
incluso, es comprensible, a Dios. Para Husserl (1929: 261),

el a priori subjetivo es lo que precede al ser de Dios y del mundo y de todas y cada una de las cosas que
son para mí, el sujeto pensante. Aun Dios es para mí lo que es, a partir de mi propia operación de
conciencia; ni siquiera este punto puedo pasar por alto por miedo a una pretendida blasfemia: tengo que
ver el problema.

Es preciso pensar a fondo la complicidad entre la epojé y las reducciones


fenomenológica y trascendental para comprender tesis tan –de nuevo– “escandalosas”
como aquella de Ideas I que se refiere a la absolutez de la conciencia: “El ser inmanente
es, pues, ya sin duda, ser absoluto en el sentido de que por principio nulla «re» indiget
ad existendum” (Husserl, E., 1913-1: 113) o, muy poco más adelante, la tesis según la
cual “en nuestro riguroso sentido”, dice Husserl (1913-1: 115), la realidad carece
esencialmente de independencia. A estas alturas, habría que no haber comprendido nada
de la “soberanía de la intencionalidad” para pensar, contra Husserl, que, “obviamente”,
no podría haber conciencia sin cerebro ni mundo ni existente y que, por tanto, la tesis
husserliana es de una necedad sin parangón sólo equiparable, por cierto, a aquella otra
del cogito ergo sum cartesiano. Lo que Husserl quiere decir es, tan sólo (y hay que
respetar escrupulosamente este “tan sólo”), que el orden de la conciencia jamás podrá ser
extraído ni deducido de un orden que no sea el de la conciencia misma: por ejemplo –y
por entendernos lo más rápidamente posible–, de la fisiología del cerebro. A nuestro

85
juicio, esa “autonomía” de la conciencia se vislumbra perfectamente en la hipótesis
planteada por Merleau-Ponty, en el sentido de que “si por un imposible, yo hubiese
podido hacerme cosa, ¿cómo, luego, me reharía conciencia?” (Merleau-Ponty, M., 1945:
442). Ese ser consigo de la conciencia se aprecia claramente, por ejemplo, en la
diferencia propuesta por Husserl en Ideas II entre los órdenes de la causalidad y la
motivación (cfr. Husserl, E., 1913-2: 259 y ss.). Es en este sentido como debe
entenderse que la conciencia remite a la conciencia, el ser consciente al ser
consciente, y no hay nada fuera de ese ser-consciente que pudiese penetrar en él para
aportarle alguna luz/sentido. El dominio de las vivencias será, por tanto, “un dominio
encerrado herméticamente en sí y no obstante sin límites [in sich fest abgeschlossen und
doch ohne Grenzen] que pudieran separarlo de otras regiones, pues lo que pudiera
limitarlo tendría que compartir con él su esencia” (Husserl, E., 1913-1: 117) –en la
medida en que tengamos conciencia de ese límite, cabría añadir–. Tal como dice
Husserl (1929: 244),

la experiencia no es un hueco en un espacio de conciencia, por el que apareciera un mundo existente


antes de toda experiencia; ni es un mero acoger en la conciencia algo ajeno a ella. Pues, ¿cómo podría
racionalmente enunciar ese elemento ajeno sin verlo y, por lo tanto, sin ver lo ajeno a la conciencia como
veo la conciencia, esto es, experimentándolo? ¿Y cómo podría siquiera representármelo como algo
concebible? ¿No sería esto concebir intuitivamente un contrasentido: la experiencia de algo ajeno a la
experiencia? La experiencia es la operación en la cual el ser experimentado “está ahí” para mí, sujeto de
experiencia; y está ahí como lo que es, con todo su contenido y con el modo de ser que le atribuya
justamente la experiencia mediante la operación que efectúa su intencionalidad. Si lo experimentado tiene
el sentido de ser “trascendente”, es la experiencia la que constituye ese sentido; sea por sí misma o con
todo el plexo de motivaciones que le corresponde y que forma parte de su intencionalidad. Si una
experiencia es imperfecta, si hace aparecer el objeto existente en sí solamente por una faceta, sólo en
una perspectiva, etc., es la experiencia misma, en forma de ese particular modo de conciencia, la que
me responde si le pregunto [...]. Por lo demás, también es la experiencia la que dice: estas cosas, este
mundo es de todo a todo trascendente respecto de mí, respecto de mi propio ser. Es un mundo
“objetivo”, experimentable y experimentado también por los demás como el mismo mundo...

Sin rebajar un ápice el dinamismo expansivo de la conciencia (incluso alguien


podría calificarlo como monismo, pero implicaría no atender suficientemente a la
epojé/reducción fenomenológicas), en Meditaciones cartesianas Husserl (1931-1: 152)
sostiene que:

tengo que atenerme imperturbablemente a que todo sentido que tenga y pueda tener para mí cualquier
ser, tanto por lo que hace a su ser como por lo que hace a su existencia real efectiva, es sentido en –o
bien, a partir de– mi vida intencional, a partir de sus síntesis constitutivas, aclarándoseme y
revelándoseme en los sistemas de verificación unánime. Se trata, pues, de crear el suelo desde el que
responder a todas las preguntas imaginables que puedan tener sentido, e incluso de plantearlas y
responderlas paso a paso; de comenzar un desarrollo sistemático de la intencionalidad patente e implícita
en la que se “hace” para mí el ser de los otros y se me expone según su contenido legítimo (o sea,
según su contenido impletivo).

Retengamos, en lo sucesivo, esa especie de irrupción que ha tenido lugar cuando


Husserl retrae la pregunta por la intencionalidad constituyente al nivel en que se

86
constituye para el sujeto el “ser de los otros”. De esa “retroferencia” a la
intersubjetividad dependerá el íntimo vínculo entre subjetividad y objetivividad y, por
tanto, la correcta comprensión de la reducción fenomenológico-trascendental.
Tras “marcar” la Zona fenomenológica se muestra que en ella sólo tiene vigencia lo
que tiene “validez” para mí o nosotros, según concibamos la reducción fenomenológico-
trascendental egológica o intersubjetivamente. Si sé de la finitud de la conciencia, tengo
que ser-consciente de lo que la desborda o al menos de que es desbordada; si sé que mi
existencia no se reduce a mi conciencia, ni a lo que sé de mí, tengo que ser-consciente
del mundo en que existo. Si me sé como persona y filósofo perteneciente a una historia,
una sociedad y una cultura, tengo que ser-consciente de la historia y de la sociedad a la
que pertenezco... Y es en ese saber, del que debe hacerse cargo un ser-consciente para
que tenga vigencia para él, donde radica el exceso de la subjetividad trascendental
sobre la subjetividad psicológica que a su vez excede a la trascendental. Me reconozco
en-: mi “poder” estriba en reconocerlo. Ese exceso sólo puede mostrarlo, como tal, la
reflexión. En cualquier caso, sea que adoptemos la perspectiva del espectador lúcido e
hiperconsciente (filósofo, para más señas) como la del actor ignorante, es el ser-
consciente el que decide la validez en cada caso que detenta nuestra finitud, nuestra
existencia o nuestra pertenencia. Desde el sentido que me hace ser racionalmente
responsable tengo que vigilar el alumbramiento del sentido en la fuente del ser-
consciente-de que en absoluto me hace enseñorearme del mundo, sino rendirme ante la
evidencia de que

la conciencia, considerada en su “pureza”, debe tenerse por un orden del ser encerrado en sí [el texto de
Husserl dice “para sí”: für sich], como un orden de ser absoluto en que nada puede entrar ni del que
nada puede escapar; que no tiene un exterior espacio-temporal ni puede estar dentro de ningún orden
espacio-temporal; que no puede experimentar causalidad por parte de ninguna cosa ni sobre ninguna
cosa puede ejercer causalidad –supuesto que causalidad tenga el sentido normal de causalidad natural o
de una relación de dependencia entre realidades, en sentido estricto.
Por otra parte, es el mundo espacio-temporal entero, en el que figuran el hombre y el yo humano
como realidades en sentido estricto singulares y subordinadas, un mero ser intencional por su sentido o
un ser tal que tiene el mero sentido secundario y relativo de un ser para una conciencia. Es un ser al que
pone la conciencia en sus experiencias, un ser que por principio sólo es intuible y determinable en
cuanto es algo idéntico de multiplicidades motivadas de apariencias –pero que además de esto no es nada
[darüber hinaus aber ein Nichts ist] (Husserl, E., 1913-1: 114).

Todo lo decisivo, sin embargo, y probablemente lo más discutible, estaría en (la


tentación de) ese “además de esto no es nada” que añade Husserl, que transfiere la
potencia del método a la “metafísica” de la presencia sobrepasando la Zona
fenomenológica. En ello se decide la cesión de crédito, por parte de la conciencia, a su
más-allá-de-ella y la culminación, por tanto, no ya sólo de la intencionalidad de horizonte
“pensando” a fondo el excederse continuo de la conciencia, sino también del combate
antipsicologista a favor de una conciencia que aun reconociendo las vastas amplitudes de
todo el campo al que alcanza, no clausura aquel “además de esto”, es decir, aquel
presunto más allá de las “multiplicidades motivadas de apariencias” a que se refiere
Husserl en el texto.

87
ANEXO 4
Realidades múltiples/ámbitos finitos de sentido en A. Schütz

Sin pretender dar cabida, en este breve anexo, al pensamiento en general de Alfred Schütz (1899-
1959), sin duda muy importante en sus desarrollos en filosofía social y de especial interés para el
esclarecimiento de las estructuras del mundo de la vida, en la medida en que Schütz influyó poderosamente
en Berger y Luckmann, en este anexo se busca tan sólo llamar la atención acerca del encuentro que se
produce en su pensamiento entre el pragmatismo de James y la fenomenología de Husserl. Una de las
diferencias fundamentales entre Husserl y Schütz estriba en que éste ha profundizado una fenomenología de
la actitud natural que en Husserl no habría sido suficientemente desarrollada por su propia ansiedad en
transitar al plano específicamente filosófico. Lo que debe destacarse aquí no es, sin embargo, tal orientación
de la fenomenología de Schütz, sino sobre todo su teoría de las realidades múltiples o de los ámbitos finitos
de sentido, que presenta parcialmente en “Sobre las realidades múltiples”, artículo de 1945 incluido en el
volumen El problema de la realidad social
El problema del que se ocupa Schütz es el de cómo la “realidad” se encuentra bien “repartida” en
diferentes ámbitos, cada uno de los cuales tiene su tipicidad y características propias, siendo el llamado
mundo de la vida cotidiana el que constituye el punto de referencia básico de todas la multiplicidad de
ámbitos. Schütz parte, como decíamos, de William James. Cada uno de los subuniversos

puede ser concebido como una realidad peculiar mientras se atiende a ellos. El mismo James ha
señalado que cada uno de esos subuniversos tiene su estilo de existencia especial y separado; que
con respecto a cada uno de esos subuniversos “todas las proposiciones, tanto atributivas como
existenciales, son creídas por el hecho mismo de ser concebidas, a menos que choquen con otras
proposiciones que son creídas al mismo tiempo, afirmándose que sus términos son los mismos que
los de esas otras proposiciones [...].
A fin de liberar de su encuadre psicologista esta importante idea, preferimos hablar, no de
subuniversos múltiples de la realidad, sino de ámbitos finitos de sentido, en cada uno de los cuales
podemos colocar el acento de realidad. Hablamos de ámbitos finitos de sentido y no de
subuniversos, porque lo que constituye la realidad es el sentido de nuestras experiencias, y no la
estructura ontológica de los objetos. Por consiguiente, denominamos ámbito finito de sentido a un
determinado conjunto de nuestras experiencias si todas ellas muestran un estilo cognoscitivo
específico y son –con respecto a este estilo–, no sólo coherentes en sí mismas, sino también
compatibles unas con otras (Schütz, A., 1945: 215).

Merece destacarse que la puntualización de Schütz es interesante en la medida en que la prudencia de


la reducción fenomenológico-trascendental aconsejase no transferir a un lenguaje, contexto o nivel
ontológicos lo que se muestra como experiencia, de modo que con tan sólo decir “ámbito finito de sentido”
sería suficiente, sin necesidad de utilizar una noción usualmente ontológica como la de “subuniverso”. Es un
buen ejemplo de las precauciones fenomenológicas. Aron Gurwitsch acotó al planteamiento de Schütz, sin
embargo, que en tanto no se pasara de la subjetividad psicológica a la trascendental (y Schütz no manifiesto
interés en tal sentido, pues su pensamiento apuntaba a la “fenomenología constitutiva de la actitud natural” –
Schütz, A., 1959: 150–) se tiene derecho a hablar de “órdenes de la existencia”, en expresión del propio
Gurwitsch mejor que de “ámbitos finitos de sentido” o, como dice Gurwitsch (1953: 456 y ss.), “provincias
de significado”.
Según Schütz, el “ámbito finito de sentido” preeminente es el del mundo de la vida cotidiana, del que
nos desplazamos hacia otros ámbitos (los del sueño, la experiencia artística y científica, etc.) mediante
conmociones. Para Schütz, en efecto, “el mundo del ejecutar cotidiano es el arquetipo de nuestra experiencia
de la realidad, y todos los demás ámbitos de sentido pueden ser considerados como sus modificaciones”
(Schütz, A., 1945: 217). Por supuesto que si no se está de acuerdo en afirmar que fuese prototípico el

88
ámbito del ejecutar cotidiano, con toda su fuerte carga de motivos pragmáticos, debería cuestionarse que en
efecto los ámbitos debiesen serlo “de realidad” (con lo que Schütz estaría concediendo demasiado, se diría, a
la actitud natural), y habría que plantear la posibilidad de una suerte de transversalidad imprescindible para la
comunicación entre ámbitos diversos (a pesar incluso de su heterogeneidad) y, por supuesto, gran auxiliar de
la teoría de una racionalidad en la que tuviese cabida el pluralismo de James/Schütz.

2.2.3. La filosofía como reflexión

En buena medida, la fenomenología posthusserliana ha buscado una salida a lo


ontológico fuera de los marcos de la “filosofía de la reflexión” (a la que Ricoeur dará una
fructífera reorientación hermenéutica: fenomenológico-her-menéutica, más
concretamente). Para Husserl, en cualquier caso, la filosofía no podría dejar de tener
contraída una deuda impagable con la reflexión, pues si ésta tiene límites, éstos sólo
podrían ser detectados filosóficamente por la propia conciencia reflexiva. Si, por
ejemplo, la conciencia del error no niega la evidencia, sino que sustituye una evidencia
por otra (y en ello se reconoce la trascendentalidad del evidenciar) y pide “más
evidencia”, la conciencia de los límites de la reflexión sólo pueden ser vislumbrados
reflexivamente y demandan, en consecuencia, más reflexión, es decir, una
fenomenología de la fenomenología en cuyos detalles no podemos entrar aquí.
“Sólo por una clarificación fundamental, que se sumerja en el hondanar de la
interioridad que opera en el conocimiento y en las teorías, en el hondanar de la
interioridad trascendental” –decía Husserl (1929: 19)– podrá rescatarse al teórico (al
científico, pero también, por ejemplo, al lógico) de su propio auto-olvido. Si la
fenomenología es una “filosofía de la reflexión”, lo es por necesidades intrínsecas al
modo en que Husserl concibe el acceso al nivel específicamente filosófico. Nuestra vida-
que-experiencia-mundo es psicológicamente autoconsciente mucho antes de que la
reflexión “contemplativa” se haga reflexivamente cargo de aquella espontaneidad de la
autoconciencia por la que no simplemente vivimos-mundo, sino que nos sabemos
viviéndolo, y este sabernos-viviendo forma parte consubstancial de nuestra propia
existencia. En efecto, no es que haya que reflexionar para “estar-aburrido”. No se trata,
pues, del distanciamiento teorético del reflexionar, sino de que “estar-aburrido” es sólo
posible para quien fuese capaz de reconocer su propio aburrimiento. La diferencia entre
la célula fotoeléctrica y el ojo estriba en que, siendo ambos puros mecanismos, en el ojo
de un sujeto humano personal el ver se encuentra intrínseca y esencialmente vinculado a
un saber-que-se-ve, mientras que aquella célula no ve, sino que tan sólo mecánicamente
registra los objetos que aparecen en su radio de ope-ratividad (en concreto: transforma
variaciones de intensidad lumínica en variaciones de intensidad de una corriente
eléctrica). Ocurre como con el mensaje que aparecerá en mi ordenador cuando decida
apagarlo antes de cenar: “Ahora puede apagar el equipo”. Sería demasiado infantil
pensar que el ordenador, “él”, “me” está “educadamente dando permiso” con su
lenguaje-sin-conciencia. El ordenador sencillamente no sabe lo que dice. Podría
considerarse por ello que

89
si se trata de explicar la mente humana entonces hay que reconocer como su característica distintiva la
conciencia refleja, esto es, la posesión de estados mentales acerca de estados mentales propios; es una
intencionalidad sobre los estados psicológicos del propio sujeto, por tanto, una intencionalidad de
segundo orden, que podemos llamar metaintencionalidad (Hierro Sánchez-Pescador, J., 1995: 43).

Lo que le esta prometido a la reflexión no es una vida inconsciente, bajo hipnosis o


sonámbula. Para Husserl ente absoluto es

ente en forma de una vida intencional que, tenga lo que tuviere presente a su conciencia, es a la vez
conciencia de sí misma. Justamente por ello [...] puede por esencia en cualquier momento reflexionar
sobre sí mismo [...]. Es inherente a su esencia la posibilidad de “autorreflexión”, autorreflexión que de
las menciones vagas retorna, descubriéndolo, al sujeto original (Husserl, E., 1929: 283).

Lo peculiar del método fenomenológico y de la filosofía husserliana sería haber


confiado excesivamente en la continuidad entre la conciencia auto-consciente pero
irrefleja de la vida-que-experiencia-mundo y la conciencia reflexionante del filósofo. En
cualquier caso, Merleau-Ponty situó muy bien el gran logro que supone la reflexión
fenomenológica cuando sostuvo que

Husserl vuelve a descubrir esta identidad del “entrar en sí” y del “salir de sí” que, para Hegel,
definía el absoluto. Reflexionar [...] es desvelar un irreflexionado que se encuentra a una cierta distancia,
puesto que ya no somos él ingenuamente, y del que no podemos dudar que la reflexión lo alcance, ya
que por ella misma tenemos noción de él. No es pues lo irreflexionado lo que puede discutir la reflexión,
es la reflexión la que se discute a sí misma, porque su esfuerzo de captación, de posesión, de
interiorización o de inmanencia no tiene sentido por definición más que desde el punto de vista de un
término ya dado, y que se oculta en su trascendencia ante la mirada que allí va a buscarlo (Merleau-
Ponty, M., 1939-1: 197-198).

Pero entonces la reflexión debería convertirse, en el propio contexto de la


fenomenología, en una “sobrerreflexión” (Merleau-Ponty hablará de ella en Lo visible y
lo invisible) que brinde a la reflexión la conciencia de la situación no-reflexiva de
partida (Marcel, por su parte, ya había hablado antes de una “reflexión segunda”). Lo
decisivo seguiría siendo insertar la reflexión en el contexto brindado por un análisis
intencional “restringido” que atendiese al horizonte de lo que “precede” a la reflexión, y
que ésta no puede alcanzar por vía de mera autoconciencia, sino en un ejercicio
exhaustivo (“concienzudo”, nunca mejor dicho) de re-inmersión de el ámbito de las pre-
donaciones (tránsito a la perspectiva existencial-hermenéutica). Se trataría, en
consecuencia, de esa re-inmersión, de devolver la conciencia a su situación (éste será un
tema típicamente posthusserliano-existencial) y no sólo, como en los planteamientos
típicamente husserlianos, de “convertir el «sentido intencional» [...], el sentido
«vagamente vacilante» de la intención oscura, en un sentido cumplido, claro; intento, por
lo tanto, de procurarle la evidencia de la posibilidad de claridad [...]. Reflexión es
exposición original del sentido entendida radicalmente” (Husserl, E., 1929: 12-13).
Es necesario, sin embargo, que a la estructura reflexiva se incorpore la
intersubjetividad, en gran medida porque la objetividad al cabo de la apertura intencional,
no psicologísticamente reductible, es intrínsecamente intersubjetiva y exige una

90
“reflexión” entre ego y álter-ego, y asimismo porque la mundaneidad y humanidad de la
subjetividad trascendental requieren el tránsito a través del Otro como Otro-yo.
Ni que decir tiene que una de las grandes cuestiones que suscitará la reflexión en el
contexto de la fenomenología trascendental husserliana será la de hasta qué punto dicha
reflexión, desplegable en el marco global de sus aspiraciones legítimas que le traza el
“principio de todos los principios”, podría agotar el campo de la fenomenología. De aquí
que la idea de una “fenomenología constructiva” sea de gran interés.

ANEXO 5
De la descripción a la construcción. Apunte sobre la fenomenología constructiva
en Eugen Fink

La fenomenología “constructiva” a que se refiere Fink (1932) en su VI Meditación cartesiana guarda


un estrecho vínculo con la necesidad de ampliar metodológicamente el tema fenomenológico más allá del
ser-dado-intuitivamente en torno al cual se articula la “fenomenología regresiva” husserliana (es decir, la que
explora el Entre de subjetividad-y-mundo cabe las posibilidades de la reducción fenomenológico-
trascendental). Y todo ello desde lo que podría ser una teoría trascendental del método fenomenológico en el
preciso contexto de una fenomenología de la fenomenología que habría quedado pendiente en las
Meditaciones cartesianas. En lo esencial, la fenomenología constructiva debe penetrar en las “condiciones de
posibilidad” del campo-de-donación propio de la fenomenología “regresiva”. La fenomenología parte de lo ya
dado, pero debe buscar el medio para pensar la “procedencia” de la donación, que no aparece “en el interior”
del propio campo-de-presencia, sino “fuera” de éste (Fink, 1932: 67). Por ejemplo, el nacimiento y la muerte,
que definen nuestra historicidad, no son susceptibles de tratamiento en la fenomenología “regresiva” (cfr.
Moreno, C., 1998-1). O también, por ejemplo, el fenómeno mismo de la historia. Dice Fink (1932: 67) que
“el tratamiento temático de estos problemas no tiene el estilo de un análisis constitutivo de un fondo
trascendental dado, sino que posee el carácter de la «construcción»”. Así, por ejemplo, refiriéndose a los
problemas del nacimiento y la muerte, se preguntaba Fink (1932: 68-69) si el tiempo trascendental de la
constitución del mundo tiene un “comienzo” correspondiente al nacimiento mundano y un “final”
trascendental correspondiente a la muerte mundana, o si bien “nacimiento” y “muerte” son contenidos de
sentido que se constituyen sólo en la vida trascendental dada reductivamente.
Como bien explica Javier San Martín (1990: 206 y ss.), lo que subyace en el fondo de esta
problemática es, en buena medida, la teoría husserliana de los tres yoes: 1. el yo como ser humano viviente
en el mundo; 2. la subjetividad fenomenologizante (el yo fenomenológico), que reflexiona sobre ese yo-
humano; y 3. el yo de la subjetividad trascendental operante en el mundo. Básicamente, y a nuestro entender,
en el método husserliano se trata de pasar de 2 a 3, pero en Fink, y gracias a la fenomenología
“constructiva”, se trataría de pasar de 2 a 1. Tal es una de las grandes inquietudes de la filosofía existencial.
Parece que el método husserliano sólo podría acceder a 3-en-1, pero no al yo-humano como tal (¿en sí?).
Problema también para la fenomenología regresiva será la primera infancia, a la que no alcanzaría nuestro
recuerdo. “La respuesta trascendental– dice Fink (1932:70)– no puede proceder intuitivamente, lo que
significa que [...] no puede conducir realmente los procesos arcaicos de edificación a una autodonación
presente o rememorativa, tan sólo puede «construirlos»”. Se dejará el problema tan sólo apuntado.
Ajuicio de Fink resultaría difícil proyectar un preconcepto satisfactorio y unitario de la fenomenología
constructiva en la medida en que en ella se han de dilucidar problemas muy diversos. Fink “avanza” la
comunidad filosófica que vincula a la fenomenología constructiva con la dialéctica trascendental kantiana.
En ambas se pregunta por las estructuras de totalidad principalmente no-dadas, pero en Kant se pregunta por
la totalidad de las “apariencias” y en la fenomenología constructiva por la totalidad de la subjetividad
trascendental. En segundo lugar, en ambos casos se trata de las preguntas sobre la “inmortalidad” en una
forma que supera el dogmatismo metafísico, pero mientras que en la fenomenología constructiva se trata de
la pregunta por el recubrimiento existencial (Existenzdeckung) del sujeto trascendental con su

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autoobjetivación mundanizada, en Kant se trata de los “paralogismos de la razón pura”; en tercer lugar, en
esta fenomenología el comprender no es ya “intuitivo”, sino “constructivo”, mientras que en Kant se trata de
un uso sólo “regulativo”. En cualquier caso el problema fundamental sería el de la relación de lo “dado” a lo
“no-dado” (Fink, 1932: 70-71).
Aunque muy insuficientes, estas breves noticias tal vez permitan que el lector se percate de la
importancia de la fenomenología constructiva de la VI Meditación cartesiana de Fink (cfr. San Martín, 1990;
Walton, R., 1997: 56). En el complemento para la fenomenología “regresiva” que podría representar, la
fenomenología “constructiva” supone, a nuestro juicio, una articulación entre las más extremas posibilidades
de la intencionalidad de horizonte y la apertura misma del campo fenomenológico que hace posible el
“principio de todos los principios”, con la preeminencia que otorga a la donación intuitiva. El problema que
resta pendiente es, por supuesto, el de qué deberá seguir significando “fenómeno” en esa fenomenología
constructiva... Pero se trata de un problema apasionante que aquí sólo puede ser sugerido.

2.2.4. La intención comunicativa. Egología e intersubjetividad

Básicamente, el problema de la intersubjetividad y de la “experiencia del Otro” (del


Otro como extraño: Fremderfahrung) viene motivado en el pensamiento husserliano, que
le consagró titánicos esfuerzos (cfr. Zur Phano-menologie der Intersubjektivität en la
edición original de Husserliana, vols. XIII-XV, de los que se ofrece una antología en
Iribarne, J., 1987; cfr. también Moreno, C., 1989-1), en principio por las críticas que se
dirigen a Husserl en el sentido de que su fenomenología no habría conseguido vencer el
solipsismo, en teoría uno de los componentes esenciales del “idealismo fenomenológico”.
Pero el tema de la intersubjetividad es mucho más amplio y profundo que el de ese
supuesto solipsismo, neutralizado por el tránsito de la subjetividad empírico-psicológica a
la subjetividad trascendental, necesariamente abierta a una objetividad
intersubjetivamente laborada y compartida. Ambas (intersubjetividad y objetividad) se
exigen recíprocamente como respectivos hilos conductores de investigaciones
fenomenológicas de muy diversa índole, pudiéndose hablar de una inextricable
contemporaneidad entre ambas. Uno de los problemas que se le plantean a Husserl
estriba en que si la fenomenología es pensada como egología (de la que ya se han
ofrecido algunas pistas significativas), parece que el ego no saliera de sí, no llegase al
Otro, resultándole imposible la comunicación con éste, y siendo incapaz el ego
“solitario”, por tanto, de vencer finalmente el psicologismo. No se trata aquí de deshacer
algunos de los principales malos entendidos a que dio lugar el pensamiento husserliano
(ya nos ocupamos de ello en otro lugar –Moreno, C., 1989-1). Bástenos insistir tan sólo
en que el problema husserliano de la intersubjetividad es trascendental, no psicológico, y
que por tanto “su” problema no es un ego que quiere “comunicar” con Otro (como el
amante, por ejemplo –valga la imagen–, quiere comprender lo que el amado le confiesa
“al oído”). Para Husserl, y un Deleuze influido por Sartre y Merleau-Ponty sabrá
formularlo con gran claridad, el Otro es ante todo una estructura de la experiencia. El
solipsismo está vencido desde el comienzo: el Otro se encuentra “incrustado” en la
subjetividad trascendental, que hace que sólo se pueda hablar impropiamente de “yo”.
Desde el estrato más básico de la apertura a la “cosa misma” propia de la intencionalidad
en general hasta la cúspide del evidenciar, el Otro no es sólo el álter-ego frente al ego y,

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en consecuencia, un cosujeto (Mit-subjekt) intrínseco, sino que es el propio sujeto para
sí mismo, en el curso de su temporalidad. Resta ciertamente como problema el de que la
“estructura ego/álter-ego” dependa básicamente en Husserl del ego, y no del álter. Pero
para Husserl, a partir de su fascinación por la radicalidad cartesiana y, lo que sería más
importante, por la legitimación trascendental-racional, el ego detenta
fenomenológicamente la preeminencia frente al Otro (lo que no podría ser avalado, ni
tendría por qué serlo, por una psicología evolutiva, por ejemplo: Husserl es el primero en
reconocer que el primer hombre es el otro, no yo), del mismo modo que la presencia
tiene clara preeminencia sobre la ausencia. Para Husserl, el Otro es ego como Yo lo soy.
Tal como decía en uno de los pasajes más conocidos de la quinta “meditación
cartesiana”, en la intencionalidad dirigida a algo ajeno

se constituye el sentido nuevo de ser que transciende mi ego monádico en lo propio de él mismo, y se
constituye en ego, no como yo-mismo, sino como reflejándose en mi yo propio, en mi “mónada”. Pero
el segundo ego no está ahí sin más, dado propiamente él mismo, sino que está constituido como álter
ego; en donde el ego aludido como parte por esta expresión (“álter ego”) soy yo mismo en lo mío
propio. El “otro” remite, por su sentido constituido, a mí mismo; el otro es reflejo de mí mismo, y, sin
embargo, no es propiamente reflejo; es un análogo de mí mismo y, de nuevo, no es, sin embargo, un
análogo en el sentido habitual... (Husserl, E., 1931-1: 134).

Esa “transferencia” intencional del ego desde “mí” al Otro es mucho más básica,
desde un punto de vista trascendental, que el que yo fuese el Otro del Otro, detentando
el Otro, en tal caso, el protagonismo de la constitución de lo intersubjetivo, pero sin que
tuviese fondo alguno. Cuando Sartre “extraiga” al ego del campo trascendental de la
conciencia, en cierto modo estará proponiendo la superación de buena parte de los
problemas husserlianos (que, sin embargo, reaparecerán reformulados en Sartre). En
efecto, podría preguntarse si la estructura Ego-Álter, y más en concreto, Ego/Álter-ego es
esencial o no al campo trascendental de la conciencia. Dejamos tan sólo apuntada tan
interesante cuestión (cfr. como interesantes aportaciones actuales, en el sentido de una
reivindicación del ego trascendental husserliano, las de Benoist, J., 1990 y 1995).
En cualquier caso, Husserl ha indagado muy a fondo todas las “conexiones” y
tramas intencionales de una intersubjetividad que se instituye, desde su fondo estructural,
desde que “aparece” en el entorno, por decirlo así, Otro, con las “interferencias” y
“transgresiones” intencionales gracias a las cuales se constituye el mundo objetivo (por
ejemplo, y Schütz [1955-2] supo formularlo con claridad, en la doble “idealización” de la
intercambiabilidad de puntos de vista y de la congruencia de los sistemas de
significatividades). Es muy importante no olvidar que, en el planteamiento husserliano,
esas interferencia y transgresión operan sin necesidad de que la intersubjetividad sea
pensada, ab initio, como interlocución, con los problemas que ello plantea, ni que
dependa de normalidad empines. alguna (tan “desconectada” debe ser la
intersubjetividad de condicionamientos empíricos –de aquí la gran relevancia de la
intersubjetividad fenomenológica en el campo de la psiquiatría y en orden a la
“comprensión” de la experiencia psicopatológica desde ella misma y en el contexto de
intersubjetividad “paciente-psiquiatra”, por ejemplo –vid. infra–).

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Tal como he intentado mostrar en otro lugar (Moreno, C., 1981-1: 206-207 y ss.),
dos ideas son fundamentales para comprender el planteamiento husserliano: la de que “el
universo de las posibilidades de mi ser-de-otro-modo se «recubre» a la vez con el
universo de posibilidades de un Yo en general”; y la de que “a cada posibilidad de otro-
Yo en general, separado de mí, corresponde una posibilidad de mi ser de otro modo.
Cada yo ajeno (extraño) ha de recubrirse con el mío, cada uno tiene su propia
individualidad, pero ambos tienen la misma «esencia»” (cfr. Husserl, E., Zur
Phänomenologie der Intersubjektivität II: 154-155). Estas tesis, decisivas para
comprender la Fremderfahrung, permiten un entrecruzamiento cargado de posibilidades
entre egología e intersubjetividad en el contexto de la tensión entre fáctum, posibilidad y
eidos, hasta el punto de permitir esclarecer grandes zonas de la experiencia literaria, de la
ficcionalidad, de lo que llamamos “poética de la alteridad”, o la posible ampliación de la
intersubjetividad a un campo más amplio y profundo que el de la interhumanidad, etc.
(para algunos desarrollos de esta gran problemática, cfr. Moreno, C., 1989-1, 1991,
1993, 1998-2 y 2000).
En honor a las proporciones a la que debe ajustarse este estudio se abandona aquí
este epígrafe, no sin antes sugerir al lector la necesidad de seguir explorando la
intersubjetividad husserliana (no únicamente en la quinta de las Meditaciones
cartesianas, un texto sin duda importante pero insuficiente), verdadero pozo sin fondo
para investigaciones fenomenológicas, y no sólo en el contexto estrictamente husserliano.
No ha habido prácticamente fenomenólogo en este siglo que no se haya ocupado del
problema de la intersubjetividad. Sin ir más lejos, las indagaciones de Ortega y Gasset en
El hombre y la gente son indudablemente mucho mejor comprendidas cuando se ha
abordado en sus rasgos siquiera básicos la fenomenología husserliana de la
Fremderfahrung. Ni que decir tiene que la intersubjetividad encuentra múltiples
proyecciones y derivaciones, en y más allá de Husserl, en la interhumanidad y la
interpersonalidad, configurando un campo de estudios complejísimo y con enormes
repercusiones para muchos sectores de las “ciencias humanas”, en la medida en que la
fenomenología de la intersubjetividad se proyecta sobre problemas concretos que
abarcan desde los relativos a la autoobjetivación de la subjetividad trascendental hasta lo
intercorporal, desde la génesis pasiva hasta las denominadas por Husserl “personalidades
de orden superior”, desde la intencionalidad “instintiva” hasta los problemas de la
historicidad, etc.

2.2.5. Contra la Mera Realidad y el Gran Objeto. El mundo de la vida

A nuestro juicio, y contra lo que pudiera parecer a primera vista, la teoría


husserliana sobre el Lebenswelt no es tanto clave de comprensión del tránsito de
fenomenología a la filosofía existencial y la hermenéutica cuanto, ante todo, la
aproximación de Husserl, en la dinámica inmanente de su propio devenir intelectual, a
posiciones que coinciden con algunas típicas de dicha filosofía existencial. Las
repercusiones de Husserl sobre ésta son mucho anteriores a la aparición de La crisis

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(segunda mitad de la década de los treinta), circunstancia que no resta valor a esta gran
obra, sino que más bien permite reivindicar las semillas filosóficas sembradas por Husserl
con anterioridad a ella, heredera de la problemática interna en que se desenvuelve todo el
itinerario husserliano. El influjo de la fenomenología sobre la filosofía existencial se
produjo desde el interior más íntimo de la teoría fenomenológica, no únicamente, ni
quizás ante todo, desde una instancia tal como la del mundo de la vida, en la que a
alguien pudiera parecerle (y decimos parecerle, pues no fue del todo así) que Husserl
hubiese “bajado la guardia”. Señalémoslo, por más que no podamos entrar en
pormenores.
En la evolución del pensamiento husserliano, cualquiera que “mida” el proyecto de
Husserl por sus contrincantes, comprobará que el contricante principal de la concepción
fenomenológica no es finalmente la actitud natural (principal contrincante a la altura de
1913), sino la actitud cientificista. A partir de la década de los treinta, Husserl
comprende cada vez con mayor lucidez la necesidad de reivindicar el campo de la
fenomenología trascendental a la luz de una teleología global de la racionalidad al servicio
del “mundo de la vida” y en enfrentamiento crítico con el reduccionismo cientificista del
mundo (que no meramente con la perspectiva científica como tal), que cree poder
reducirlo sin más a lo que de él pudiera encontrar seguro acomodo en alguna retícula
matemática. Galileo habría sido, en este sentido, un gran descubridor, sin duda, pero
también, al menos involuntariamente, un gran encubridor de la doxa que constituye la
substancia interior de la vida-que-experiencia-mundo. Tal como se muestra en La crisis,
nuestro mundo se encuentra “envuelto” por el mundo de la ciencia y sus “ropajes de
ideas”, hasta el punto de que éste se apropia el “ser verdadero” y, como resultado de
ello, expropia a lo subjetivo-relativo su dimensión fenomenológico-ontológica o, si se
prefiere decirlo de otro modo, su “valor de verdad”. Por lo que respecta a las tremendas
repercusiones antropológicas y personalistas de tal expropiación a partir de aquel
reduccionismo, Husserl (1934-1937: 6) dejará bien claro que “meras ciencias de hechos
hacen meros hombres de hecho”.
La teoría explícita sobre el mundo de la vida constituye, sin duda, el legado
filosófico de Husserl. Si bien en dicha teoría se aprecia el influjo del pensamiento de
otros fenomenólogos (entre ellos Heidegger), no cabe duda de que ya desde Ideas II,
hacia 1913, Husserl había explorado el “mundo de la vida” a la luz del mundo espiritual,
propio de las personas; y que quien haya seguido el desarrollo de la fenomenología
husserliana apreciará con facilidad esta arribada al mundo vital. Toda la presentación que
se ha hecho de Husserl se ha dejado orientar (se dijo al principio) por el fastuoso arco
que se describe desde la vivencia intencional al mundo de la vida. Tal como es
presentado en Experiencia y juicio, en su importante introducción (realizada por
Landgrebe), el programa se realiza en dos etapas:

1. Retroceso desde el mundo pre-dado con todas sus sedimentaciones de sentido, con su ciencia y
su determinación científica, hacia el mundo vital originario; 2. En la interrogación que va del mundo vital
hacia las operaciones subjetivas en las que se origina ese mismo mundo (Husserl, E., 1939: 52-33).

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(De aquí, por cierto, que la subjetividad psicológica suponga el mundo ya acabado,
mientras que la subjetividad trascendental ‘lleva dentro de sí y realiza como operaciones
posibles todas estas operaciones a las que este mundo debe su haber devenido” [Husserl,
E., 1939].) Es como si el mundo de la vida se hubiese convertido, de este modo, en la
gran mediación o en el hilo conductor más decisivo y omniabarcador para el proyecto
general de la fenomenología. ¿No es cierto, por lo demás, que sólo frente a dicho
“mundo” la filosofía podría alcanzar una voz propia, sin deber rendir pleitesía a instancia
extraña alguna? En la medida en que se parte de la correlación y no se toma el mundo
como acabado, o sin subjetividad, se puede seguir el camino de la psicología (la
pertenencia de la subjetividad al mundo) sin caer en el psicologismo ni en el naturalismo.
Husserl no parte del olvido de la subjetividad en la actitud natural, sino de ese olvido ante
todo en la ciencia moderna, olvido de la desprestigiada doxa mundano-vital, acallada por
la episteme científica. La actitud natural se “traduce” en lo “subjetivo-relativo” (la actitud
natural puede olvidar la subjetividad, pero ella misma es subjetiva), siendo esto
“subjetivo-relativo” mostrado, diríase que a sensu contrario, por el objetivismo
cientificista. Ello abrió muchas puertas al encuentro entre fenomenología y filosofía
existencial e incluso, para quien deseara leerlo en tal orientación, al Husserl más
“postmoderno”, si pudiera decirse así, aunque no cabe duda de que una de sus más
señeras esperanzas se concentraba en la tematización de la estructura universal del
mundo de la vida. Ya no se tratará sólo de defender la reflexión y la propia filosofía, sino
también algo que a Husserl antes no se le presentaba como amenazada, y ahora sí:
justamente la doxa, es decir –si se nos permite el paralelismo– la vida más acá de donde
la ciencia parece poder ignorarla, una vida, pues, estructuralmente “pre-científica”. En las
propias palabras de Husserl (1934-1937: 164),

deseamos considerar el mundo de vida circundante, y deseamos hacerlo de modo concreto en su


despreciada relatividad y según todas las maneras de relatividad que le pertenecen esencialmente, esto
es, deseamos considerar el mundo en que vivimos intuitivamente, con sus realidades, pero tal y como se
nos dan en primer término en la experiencia lisa y llana, y también en las maneras en las que caen a
menudo en la fluctuación por lo que hace a su validez (en la fluctuación entre ser y apariencia, etc.).
Nuestro tema exclusivo consiste en aprehender precisamente este estilo, precisamente todo este “río
heracliteo” meramente subjetivo, aparentemente inaprehensible. Así pues, no tenemos como tema si y
qué son realmente las cosas, las realidades del mundo (su ser-real y ser-real-así según propiedades,
relaciones, ligazones, etc.), ni tampoco qué es realmente el mundo considerado en su totalidad, ni qué le
corresponde por regla general, por ejemplo, como legalidad estructural apriórica o según “leyes
naturales” fácticas; nada de eso constituye nuestro tema. Así pues, excluimos todos los conocimientos,
todas las constataciones sobre el ser verdadero y las verdades predicativas a propósito de cómo las
utiliza la vida activa para su praxis (las verdades situacionales); pero también excluimos todas las
ciencias, tanto da si se trata de ciencias auténticas o aparentes, las excluimos junto con sus
conocimientos acerca del mundo sobre cómo éste es “en sí”, con “verdad objetiva”. Naturalmente, con
la esfera temática que ahora nos ocupa tampoco participamos en todos aquellos intereses que ponen en
movimiento cualquier praxis humana, toda vez que ésta, por mor de su autoctonismo en el mundo que
ya es, está también constantemente interesada en el ser veraz o no ser de las cosas con las que se
ocupa.

Desde la crítica al psicologismo y el naturalismo de las Investigaciones lógicas,

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pasando por la crítica a la Mera Realidad en Ideas I, hasta la crítica al reduccionismo
cientificista en La crisis, el arco que abarca desde la vivencia intencional hasta el mundo
de la vida se ha cumplido en la medida del gran esfuerzo husserliano. El mundo de la
vida es la última respuesta a lo que más tarde Merleau-Ponty llamará el Gran Objeto, es
decir, la totalidad del ser objetivo, incluyendo lo psíquico, y a excepción de la mente
contempladora del científico, de la que se hará cargo la ciencia. Desde la perspectiva de
ésta,

lo verdadero no es la cosa que veo, ni el otro hombre al que veo también con mis ojos, ni esa unidad
global del mundo sensible, situada en los confines del mundo inteligible [...]. Lo verdadero es lo objetivo,
lo que he logrado determinar con la medida o, de modo más general, mediante las operaciones
autorizadas por las variables o las entidades definidas por mí a propósito de un orden de hechos. Tales
determinaciones no deben nada a nuestro contacto con las cosas: expresan una labor de aproximación
que no tendría sentido aplicada a lo vivido, hay que tomarlo tal cual es, sin que sea posible considerarlo
“en sí mismo”. Así la ciencia ha empezado excluyendo todos los predicados de las cosas que resultan de
nuestro encuentro con ellas. Aunque dicha exclusión es únicamente provisional: lo que al principio
rechazó la ciencia como subjetivo, volverá a introducirlo poco a poco, cuando haya aprendido a
localizarlo; pero lo integrará como caso particular de las relaciones y los objetos que para ella definen el
mundo. Entonces se cerrará el mundo sobre sí mismo y nos convertiremos en partes o momentos del
Gran Objeto, excepto en aquello que en nosotros piensa y hace la ciencia, aquel espectador imparcial
que llevamos dentro (Merleau-Ponty, M., 1959-2: 32).

El hecho de tomar la actitud natural, básicamente “realista” (en el propio sentido de


dicha actitud), como punto de referencia del acto reflexionante predispone la validez
misma de la reflexión. Parece que lo que se ha de superar es justamente el realismo
natural, mientras que no se trata tanto de superar el que realismo natural sea realismo,
cuanto el que sea ingenuo y “natural”, es decir, ignorante de su fontanalidad, sentido y
legitimación trascendentales (por lo que esa ignorancia avala ya el realismo ingenuo, ya el
psicologismo en la medida en que el realismo no cuestiona la presuposición de la cosa-en-
sí). Si en 1913 era necesario combatir en favor de la subjetividad contra la ingenuidad
(en buena medida, un problema filosófico), desde 1935 hay que combatir en favor de la
subjetividad contra la posible aniquilación del sujeto (un problema humanó). La
“arqueología” fenomenológica localiza en el mundo de la vida su verdadero terreno de
exploración. En él podrán encontrarse, por fin, los auténticos cimientos, no ya sólo como
fundamento, sino como solar originario y raíz de la vida que experiencia mundo.
Habrá, pues, que excavar ahí sin descanso. Lo que se encontrase oculto podría no ser un
mundo que fuese ante todo explicado y explicable (como si dijésemos, por los planos de
algún arquitecto), sino un mundo habitado y habitable (recordemos el comienzo de El ojo
y el espíritu, de Merleau-Ponty (1961: 9): “La ciencia manipula las cosas y renuncia a
habitarlas”. Lo que se encontrase podría no ser, en fin, y en el fondo, sino hombres,
existencia.

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3
Ontología existenciaria y pregunta por el Ser.
Los confines de la fenomenología (Heidegger)

[...] en lo que tiene de más íntimo, la fenomenología no es dirección alguna, sino que es la
posibilidad del pensar que, llegados los tiempos, reaparece de nuevo, variada, y que sólo por ello es la
permanente posibilidad del pensar, para corresponder al requerimiento de aquello que hay que pensar.
Cuando la fenomenología viene así experimentada y conservada, puede entonces desaparecer como
rótulo en favor de la Cosa del pensar, cuya revelabilidad sigue siendo un misterio.

Martin Heidegger

N
o tanto en lo personal –que resultó oscura y triste– cuanto en lo intelectual, y
aunque en muchos tramos necesitada de una exploración minuciosa, la relación
entre Husserl y Heidegger constituye uno de los pasajes sin duda más
apasionantes de la filosofía del siglo XX, básicamente en honor a la solidez de las
posiciones filosóficas que ambos representan, en torno a las cuales se han configurado en
buena medida, y aún hoy se distribuyen, muchas opciones filosóficas de nuestro tiempo.
En concreto, no cabe duda de que la filosofía de Martin Heidegger se ha gestado en un
genial encuentro crítico con la tradición metafísica occidental que orienta fuertemente
nuestra actual perspectiva filosófica. Por lo que a la fenomenología de Husserl se refiere,
la crítica heideggeriana fue desde el principio una de las más eficaces y con mayor
proyección, lo que podría suscitar en la actualidad, con la distanda temporal y filosófica
suficiente, la necesidad de valorar la corrección o “impertinencia” de dicha crítica. El
reconocimiento del gran estímulo filosófico que en cualquier caso representa, muy
enriquecedor para la experiencia filosófica, no debería hacer olvidar que la infiltración del
pensamiento heideggeriano en algunas lecturas contemporáneas de la fenomenología de
Husserl obra a modo de “pantalla” que nos hace más difícil de lo que ya es, de suyo, el
acceso a lo que fue y podría haber sido para Husserl el íntimo vínculo entre
fenomenología y ontología (Marion, J.-L., 1989: 211-212). Por lo que se refiere a la
filosofía “existencial”, a la que no es raro ver asignado a Heidegger, es cierto que se ha
de manejar con precaución semejante asignación, no sólo porque ya el propio Heidegger
marcara distancias claramente, en su momento, en especial en su Carta sobre el
humanismo (1946), frente a la “moda” parisina (distancias que, por cierto, no serían
suficientemente relevantes dada la inconsistencia especulativa y como interlocutora de la
“moda”), sino también porque, en efecto, la filosofía en torno a la existencia desborda

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con mucho cualquier cómodo rótulo con que “salir del paso”. Por otra parte, aunque en
su propia autocomprensión Heidegger quisiera desvincularse del “existencialismo” (como
Camus, e incluso Jaspers o Marcel, cada uno a su modo), es cierto que su analítica
existenciaria en el contexto de la ontología fundamental mantiene muchos puntos de
contacto de hecho con la filosofía existencial (esa “analítica” es ya, en buena medida, tal
“filosofía existencial”), uno de cuyos hitos primordiales es, sin duda, el tránsito de la
subjetividad trascendental husserliana al Dasein heideggeriano, cuyo “encontrarse” en la
angustia o el existenciario del sein-zum-Tode (ser relativamente a la muerte, ser a la
muerte), amén de otros rasgos, no es extraño, como decíamos, que fuesen considerados
en estrecho vínculo con el ambiente filosófico del que se nutre y al que nutre la filosofía
existencial, extremadamente sensible a la existencia humana en su insoslayabilidad y
profundidad más radicales, justamente en una línea cuya orientación trazó en buena
medida Soren Kierkegaard (vid. infra).
El “equívoco” de la analítica existenciaria como antropología filosófica y mera
filosofía “existencial” estaría completamente justificado. Esa profundidad de la existencia
a que se acaba de hacer referencia es la de un existente al que puede interrogarse, y que
él mismo se interroga, por el ser en su diferencia del ente en las “grietas” de la Nada-de-
ente que engendra angustia. Mientras que Husserl opera básica e impecablemente con el
esquema “ser consciente/mundo de la vida (Bewußt-sein/Lebens-welt)”, Heidegger
explora en torno a 1927 este otro: “Existente/Ser (Da-sein/Sein)”. El esquema no es, en
principio, demasiado complicado; es más, frente al husserliano aparenta ser más
inmediato y “establecerse” sobre una continuidad más patente, favorecedora de múltiples
mediaciones y, en concreto, de la “circularidad” kantiana entre condiciones de
posibilidad de la experiencia y condiciones de posibilidad de los objetos de la
experiencia si bien, claro está, existencialmente interpretada, más acá del ser-consciente,
en dirección al sum, hacia la existencia. Heidegger, sin embargo, ya no se centra
explícitamente en la legitimidad cognoscitiva/racional en contexto fenomenológico-
trascendental, en el que la conciencia se hace necesaria a un mundo del que, sin
embargo, ya nos dice la actitud natural que prescindiría de nosotros como de una
insignificante minucia, y que sin embargo es necesaria (la conciencia) en tanto ese mundo
se da en la trama de nuestra vida-que-experiencia-mundo y debe encontrar una
legitimidad/sentido en ella. Así pues, tenemos: de lo psíquico a la conciencia. Primera
fase fenomenológica: gran apertura del campo filosófico, deuda impagable para con
Husserl, combate a favor de una conciencia no reductible psicologísticamente a mero
psiquismo y constitutivamente abierta a la Donación, al Mundo. Por otra parte, de la
conciencia a la existencia. Segunda gran fase, al menos en sentido estructural, de la
fenomenología. Incluida en esta fase, otra que la esclarece: del “hombre” (antropología:
hombre como parte del mundo) a la existencia (ontología fundamental: hombre como
apertura de mundo). Para preguntar por el Ser no basta el ser-consciente en tanto
meramente consciente ni el ser humano en tanto meramente humano. Habría que
descender, llegar a una dimensión más básica, en la proximidad del ser, pero no del
ser/essentia, ni del ser que es mero existir contrapuesto a lo simplemente posible, sino en

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la proximidad del ser/existir que hasta Heidegger no habría sido suficientemente
explorado. Sería necesaria, así pues, una mayor “continuidad” entre el que pregunta y
aquello por lo que se pregunta, y tal continuidad sólo puede darse entre el existente (Da-
sein) y el Ser (Sein), mucho más que entre la conciencia (Bewuβt-sein) y el Ser, o
incluso que entre hombre (que no deja de ser un mero ente, como el cangrejo o la llave,
de no ser porque existe) y ser. La conciencia trascendental reflexionante no nombra ni
parece implicar Ahí (Da) alguno. La reivindicación de la fenomenología (los fenómenos
en sentido fenómenológico, no los fenómenos como lo simplemente “aparente” o los
fenómenos que escondiesen la “cosa en sí” [cfr. el § 7 de Ser y tiempo]) guarda relación
con un manifestarse y ocultarse, con lo que seguiría estando justificando el lema “a las
cosas mismas”, pero de modo que lo que se oculta o encubre) en ellos ya no es ante
todo, como en Husserl, la “subjetividad operante”, sino el ser diferente de los entes,
tanto si éstos son “en sí” (independientes de la apertura que opera el Dasein) como si
son asociados a lo objetivo/ante-los-ojos/a-la-mano/útil, etc. Esa tensión enormemente
significativa que implica el des-ocultarse de lo des-oculto es uno de los grandes motivos
de todo el “camino del pensar” heideggeriano, y una tensión que se consagrará pronto
como diferencia ontológica (ente/ser), no como fenómeno/cosa en sí. La epojé
heideggeriana que debe liberar la comprensión exige poner entre paréntesis la conciencia
de la fenomenología en tanto “teoría del conocimiento”. Por otra parte, no es
descabellado pensar que si Heidegger acentuó en su interpretación de Husserl el carácter
no mundano de la subjetividad (el yo del que hablaba Husserl sería “sin-mundo”, un
weltloses Ich), Husserl, por su parte, acentuó las connotaciones antropológicas
heideggerianas en la medida en que, a su juicio, en la analítica de la actitud natural
llevada a cabo, con profundidad y riqueza, por Heidegger no se habría alcanzado un
“suelo” realmente filosófico. Heidegger habría intercambiado conciencia por ser-humano,
erigiendo a éste en lugar de aquélla como hilo conductor fenomenológico. Si el reproche
a Husserl radicaba en que la conciencia lo es de un sum-existente-humano, el reproche a
Heidegger tendría una de sus raíces en que ese Dasein es el humano, si bien más allá o
más acá de sus interpretaciones substancialista, humanista, etc. Para quien
manteniéndose a la altura de 1927 se empeñe en asimilar a Heidegger a la filosofía
existencial, la pregunta por el ser probablemente sería ante todo una excelente excusa
para, y al fin y al cabo un añadido a, la propia analítica existenciaria, hasta el punto de
que podría considerarse que la gran aportación de Ser y tiempo fue esa analítica, mucho
más que el planteamiento de la pregunta por el Seinssinn (sentido del ser), lo que habría
motivado ulteriormente la Kehre de Heidegger no tanto en la orientación de un “sentido”
cuanto de una “historia”: la del Ser (Seinsgeschichte), presentándose el hombre como su
“pastor” cada vez más fuera del marco del pensamiento de corte trascendental (vínculo
entre posibilidad y campo de experiencia), aun preponderante en Ser y tiempo, y por otra
parte dejando paso del Fenómeno al Acontecimiento propicio (Ereignis) y de la
Fenomenalidad a la Luz (Lichtung). Ese “giro” habría de orientar a Heidegger en favor
de un pensar lo más alejado posible no ya sólo de la acusación de “antropologismo” que
le dirige Husserl en la época posterior a Ser y tiempo, por lo que Heidegger tendrá que

100
desmarcarse de las interpretaciones antropologizantes y “existencialistas” de su
pensamiento, sino también de aquel “proyectar” dominante en la comprensión del ser en
Ser y tiempo, acercándose a la libertad como un “dejar-ser” al ser, más que como un
“proyectar”, con lo que la subjetividad, la conciencia y el “poder-ser” quedarán cada vez
más reducidos a su mínima expresión. Tal sería el requerimiento de la apertura al
“misterio” en textos como De la esencia de la verdad, de 1930.
En cierto sentido, y cada uno a su modo, Husserl y Heidegger pensaron a fondo y
críticamente el antropologismo, al tiempo que indagaron en la esencia última del
sujeto/existente que el anthropos entraña. Se diría que Husserl elabora aquella crítica en
nombre de la reflexión y de la filosofía, en nombre de la Conciencia, y Heidegger en
nombre del Ser pero con el fin, en ambos, de recuperar la “humanidad” del hombre en
un nivel más profundo. Ahora bien, no debe desatenderse que en Heidegger no se trata
de cuestionar al hombre-abierto-al-ser, y que abre el ser, sino al hombre de la metafísica
del humanismo, es decir, al hombre del antropocentrismo, con lo que el pensamiento
heideggeriano buscaría una justificación al hombre-existente que “supera” al hombre-ente
de la metafísica. Y sin embargo, no debemos olvidar que el existente existe cabe la
facticidad de su encontrarse arrojado en el mundo y siendo-relativamente-a-la-muerte
(de lo que, por supuesto, habría de darse la correlación en el “segundo” Heidegger, desde
la perspectiva abierta por la Seinsgeschichte).
El camino del pensar heideggeriano es tan complejo que, obviamente, sería vano
intentar dar cuenta de él en su totalidad en este estudio. Se atenderá básicamente, pues, a
la primera fase de la filosofía heideggeriana, la más próxima a la fenomenología en lo que
Ramón Rodríguez ha denominado con acierto la transformación hermenéutica de la
fenomenología, si bien se tendría que realizar alguna breve incursión en el segundo
Heidegger para, finalmente, intentar un somero acercamiento a la pregunta por lo que
podría significar aquella Phänomenologie des Unscheinbares a que se refiere Heidegger
como tarea de la filosofía en uno de sus últimos textos, el del Seminario de Zähringen de
1973.
En el prólogo a un conjunto de ensayos que constituyó en su momento (1984) un
hito en la evolución de los estudios fenomenológicos en Francia (me refiero a
Phénoménologie et métaphysique), Jean-Luc Marion recordó la tesis de Heidegger en
Die Grundprobleme der Phänomenologie (1927) según la cual “no nos preocupamos de
la fenomenología, sino de aquello de lo que la fenomenología se preocupa” (Heidegger,
M., 1927-2: 1). A la altura de 1927, esa fenomenología de la que no quiere ocuparse es
la fenomenología como “movimiento histórico”, a cambio, eso sí, de respetar el díctum
husserliano “a las cosas mismas”. Sólo así se explica que Heidegger (1968: 322) dijese,
en el Seminario de Le Thor, que “el ejercicio fenomenológico es más importante que la
lectura de Hegel”. Como es bien sabido, Heidegger renegó en destacadas ocasiones del
afán metodista de la filosofía moderna, pero en el fondo todo su pensamiento es un
método en el sentido de un encaminamiento en el que es decisiva la pregunta por el
pensar meditante (cfr. Courtine, J.-E, 1984-1: 164 y ss.). Como reconoció en Ser y
tiempo, lo más importante de la fenómenologia era el ser una “posibilidad” (Heidegger,

101
M., 1927-1: 49 –tampoco Heidegger en 1927 se decide a definir la fenomenología–), los
caminos que permitía abrir. Incluir a Heidegger en un estudio general sobre
fenomenología y filosofía existencial es una decisión a la que sería difícil interponer
objeciones, en la medida en que en su amplísimo camino del pensar la fenomenología
juega en fases decisivas del mismo un papel indiscutible (cfr. Courtine, J.-E, 1984-1 y
1984-2). A riesgo, pues, de perder uno de los posiblemente más ricos, polémicos y
significativos hilos conductores de la filosofía heideggeriana, sería comprometido marcar
una diferencia tajante, irreconciliatoria, entre un Heidegger “fenomenólogo”, aunque
pronto disidente de tesis básicas husserlianas, y otro no-fenomenólogo sin más, posterior
al giro. Por el contrario, no es descabellado considerar que toda la filosofía heideggeriana
es una gran interrogación, siempre recursiva, no sólo sobre el Ser “tal cual” o, más
precisamente, sobre la diferencia ontológica, sino sobre la Presencial Ausencia y la
Fenomenalidad, una interrogación de la que depende, sin duda, el sentido original de ese
motivo permanente que es la alézeia y la propia historia del Ser. Es más, como ya ha
sido reconocido por numerosos intérpretes, después del titánico esfuerzo husserliano
Heidegger ha brindado un gran horizonte a la fenomenología, motivando el
desplazamiento desde la afirmatividad del fenómeno a la tensión diferencial de lo
desoculto y a la fenomenalidad, un desplazamiento que comienza con la concepción
fenomenológica del fenómeno tal como Heidegger la presenta, sin culminarla, en 1927, y
del que la última clave probablemente fuese aquella Phänomenologie des Unscheinbaren
de 1973: una fenomenología de lo que no aparece (algunos autores franceses traducen
por “inaparente”), de lo que no puede aparecer (Duque) o incluso de lo que “des-
aparece” o es susceptible de des-aparecer (cfr. Pöggeler, O., 1963: 97, nota de F. Duque
sobre la traducción del término Un-Verborgenheit: des-ocultamiento. Señala allí F.
Duque que el prefijo Un- “indica negatividad activa (un «arrancarse enfrentándose»), y
no mera negación lógica o carencia. El prefijo castellano des-apunta a esta violencia que
se hace al origen (el «ocultarse»)”. Nos parece, pues, interesante traducir Un-schein-
bares como lo que des-aparece [más literal: lo des-aparecible] en lugar de in-aparente
para mantener justamente el sentido de un “arrancarse al aparecer”, lo que significaría:
“devolverle su no aparecer, reparar la violencia de la «fenomenalidad» en el ente”. La
fenomenología debería, pues, transitar desde lo des-oculto a lo des-aparecido. Podríamos
suponer que esta doble tensión constituye la unidad del pensamiento heideggeriano, el
arco que va desde la analítica existenciaria a la historia del ser). Puede considerarse que
con ello se produciría el tránsito desde la des-ocultación de lo des-oculto como presencia
(lo des-oculto es el ser del/de los ente[s] ya en la apertura/trascendencia del Dasein en su
poder-ser hacia el Mundo), a la des-aparición de lo que des-aparece: el Ser dándose y
retirándose del (de los) ente(s), el Ser que se retira del Fenómeno, y ello contando con
que esa “des-aparición” únicamente pueda darse en el espacio despejado de lo que hace
posible el juego de ocultamiento y des-ocultamiento, y viceversa: lo que en un texto tan
representativo como El final de la filosofía y la tarea del pensar, de 1964, llamaba
Heidegger Lichtung, de la que pretendía hacer la “cosa misma” del pensar en la época
justamente del “final de la filosofía”. Frente a la analítica existenciaria del des-

102
ocultamiento, el pensar meditante volcado en la dirección (sin llegar nunca) de lo que
des-aparece (= misterio). A lo des-ocultado no se le opone tanto lo oculto como lo des-
aparecido en cuanto tal, con toda su intrínseca tensión. Diríase, pues, que la conciencia
cede el puesto al pensar (ya no conceptual-aprehensor, acaparador, dominante, por
supuesto, sino meditante), así como la relación sujeto-objeto cede el suyo a la que se da
en ser y pensaren el único “elemento” que permite que se den ambos en su
copertenencia: la alézeia, pero no en el sentido del ente/fenómeno des-oculto cabe el
proyecto-de-Mundo del Dasein, sino en el sentido de lo que permite “caminar hacia la
presencia”: la Luz/ Lichtung (cfr. Heidegger, M., 1964: 113).
En las diferentes fases que atraviesa el inquieto camino heideggeriano, la época de
composición de ¿Qué es metafísica? (es en esta conferencia donde sitúa Pöggeler (1963:
83) la disidencia con la fenomenología husserliana), De la esencia del fundamento y De
la esencia de la verdad (1929-1930) marca la separación progresiva de Heidegger frente
a Husserl. Hasta 1927 (Ser y tiempo), Heidegger despliega un conjunto de reflexiones
(culminantes precisamente en la obra citada) que asumen múltiples posiciones
fenomenológicas, aunque Heidegger siempre se esfuerza en la elaboración de un
pensamiento original, como bien se aprecia en cursos como Prolegómenos a la historia
del concepto de tiempo, de 1925. Si tomamos como referencia dos textos, el de la carta
de Heidegger al padre Richardson del año 1962, y el texto del Zähringen Seminar de
1973, constataremos con facilidad hasta qué punto sólo por simplificar puede decirse que
Heidegger abandonase la “fenomenología”, sin pararse a calibrar la profunda
transformación que opera en su pensamiento el proyecto general del pensamiento
fenomenológico. El texto de la carta que hacia abril de 1962 envió Heidegger (1962-2:
11-18) a William Richardson, responde a la demanda de éste en el sentido de que
aclarase Heidegger dos cuestiones fundamentales: a saber, una de ellas relativa a en qué
consistió la “experiencia inicial de la cuestión del ser en Brentano” y, por otra parte, en el
caso de que hubiese habido una Kehre en su pensamiento, cómo se dio el “giro” y en qué
sentido habría que comprenderlo. Reconoce Heidegger en tal carta que la primera de sus
inquietudes procedía de la lectura del texto de Brentano Sobre la múltiple significación
del ente en Aristóteles, en el que se asumía como principal problema el de que “el ente
se hace manifiesto (a saber: en lo que respecta a su ser) de manera plural”. La pregunta
por el ser estaba de nuevo, así pues, planteada. Heidegger añade que tuvo que
transcurrir una década (1907-1917), con innumerables incursiones en la historia de la
filosofía, para que pudiera alcanzar alguna claridad. Fueron decisivas, en tal sentido, tres
intuiciones: a) la experiencia inmediata del método fenomenológico, en diálogo con
Husserl; b) el estudio de los tratados aristotélicos, en el que la a-lézeia (des-
ocultamiento) aparece como lo más digno de ser pensado, no pudiéndose decir
simplemente que verdad = desocultamiento; c) del no-estar-oculto se pasa al rasgo
principal de la ousía, del ser del ente: el estar-en-presencia, pero problematizado por la
cuestión del tiempo. Y como si la pregunta de Richardson hubiese sido por la presencia
(persistencia) de la fenomenología en Heidegger, más que por la repercusión inicial de la
cuestión retomada por Brentano, Heidegger se ocupa de ofrecer un conjunto de

103
explicaciones que merece toda nuestra atención. Al aclarar el vínculo a-lézeia/ousía dice
Heidegger que se aclaró el alcance del “a las cosas mismas” fenomenológico, con el que
se encontraba familiarizado “no ya solamente por vía literaria sino mediante su ejercicio”.
Surgió la duda de si lo decisivo en el planteamiento (verdaderamente) fenomenológico
era la conciencia intencional y el yo trascendental. Y la respuesta fue, en Heidegger,
claramente negativa, en lo que tiene origen una de sus “desviaciones”. Pero desde esa
primera respuesta hasta 1973 el camino es largo, lento y tortuoso, al tiempo que
apasionado, y abarca desde la reivindicación de la facticidad en una “hermenéutica”
que permitiese acceder a la vida en su radical proximidad hasta el pensar sobre la
Lichtung y la fenomenología de lo que des-aparece, pasando por la vida, el existir y el
existente, el ser (del ente) y el Ser-mismo en sus “acontecimientos propicios”
(Ereignisse) en una “historia del Ser”. Hermenéutica de la facticidad (fenomenología
hermenéutica), ontología fundamental/análisis existenciario (fenomenología
hermenéutico-existencial), diferencia ontológica y esencia de la verdad (1929-1930), ex-
o incursiones en la esencia de la obra de arte y la poesía, reflexión sobre la técnica como
sorprendente (por no teorética) consumación occidental de la metafísica, pensar
meditante... son rótulos, entre otros, inevitablemente precarios que auxilian a quien busca
orientarse en los caminos del pensar heideggeriano, pero que en absoluto libran de
tenerse que enfrentar con los propios textos.
Pero dirijámonos, aunque con la eximiedad requerida, a dicho pensar, una de cuyas
indiscutibles tesis iniciales se encuentra en la aspiración a alcanzar la Vida inmediata,
auténticamente vivida, en estrecha proximidad consigo misma: la Vida que se
autocomprende y para la que es preciso encontrar un acceso filosófico adecuado.

104
3.1. La apropiación de la intimidad del vivir. Hacia la facticidad prerreflexiva

Si la fenomenología de Husserl obró su influjo sobre Heidegger en diversos


sentidos, uno de éstos fue, sin duda, el de que gracias al estilo fenomenológico, con su
llamada a penetrar comprensivamente en el interior de la intencionalidad operante
(vivencia: Erlebnis) en la vida-que-experiencia-mundo, o a desentrañar el contacto vital
implícito en la evidencia, en el contexto del husserliano “principio de todos los
principios”, se brindaba la posibilidad de ganar filosóficamente la cercanía de la vida a sí
misma, un asunto del pensar, éste, que ocupa los primeros empeños de Heidegger en pos
de una hermenéutica de la vida fáctica (época del pensamiento heideggeriano que sólo
desde hace algunos años es accesible en la edición de obras completas –cfr. Segura
Peraita, C., 1999–). Que, en otro sentido, las grandes aportaciones de Husserl quedasen
lastradas por algo que los críticos de esta primera fase de recepción de la fenomenología
consideraban el teoreticismo y objetivismo husserlianos, no va a detrimento del impulso
insuflado por la fenomenología en la irrupción que representan las Investigaciones
lógicas. Debe quedar claro –pues si puede orientarse una cierta comprensión de
Heidegger I desde la filosofía existencial es tomando en consideración estas cuestiones–
que lo que a Heidegger le apasiona, a la edad de 30 años, es la vida en su inmediatez, en
su íntima proximidad a sí misma. Así lo manifestaba con total claridad en una carta (24
de abril de 1919) a la hija de Husserl, Elisabeth:

Me ocurre con frecuencia que pienso en nuestro coloquio sobre la conciencia histórica. Si la fuerza
constitutiva de nuestra vida vive realmente su cometido vital e histórico es que está ensimismada en este
cometido –de eso depende todo–. Mas no de la consideración teorética de esta posibilidad, ni tampoco
de la reflexión sobre ella. El siglo XIX, con su engañoso conceptualismo y su inextirpable manía –que
ha llegado a ser una “forma de vida”– de la intelectualidad [...], la manía de diseccionar y escudriñar
todo y todas las cosas, no ha sido comprendido hasta la fecha, ni aún ni menos experimentado, a partir
de un núcleo originario como una cosa que deba ser superada. La compulsión irrefrenable, de naturaleza
iluminística, de clavar sobre una mesa, de modo regulativo, objetivante y aplanante, la vida y todos los
seres vivos, donde todo resulta controlable, domeñable, definible, relacionable, explicable [...] está aún
ínsita en todos los bullen-tes cuasirrecuerdos de la vida, que hoy se buscan en cualquier esfera de lo
vivido (Ferraris, M., 1990-1991: 31 –extraído de Brief an Elisabeth Husserl–).

Como indica Ferraris (1990-1991: 39), “en la medida en que la intencionalidad es el


gesto viviente de un alma que se vuelca en el mundo, este auténtico positivismo [se
refiere al de la fenomenología husserliana] es también, en un grado similar, vitalismo”.
Con ser imprescindible, asumir la intencionalidad y la evidencia fenomenológicas no sería
suficiente, pues, para Heidegger, Husserl se orienta con fuerza hacia un ideal ilustrado y
reflexivo en la comprensión de la vida-que-experiencia-mundo, mientras que Heidegger
se apresta a una visión más “vitalista” y –así se apreció en principio– “existencial”. El
punto de referencia para Heidegger no es un natürliche Weltbegriff (concepto natural de
mundo) de corte positivista, en cierta línea Mach-Avenarius (que se infiltra, si bien
críticamente, en Husserl), sino la Lebensphilosophie y la intuición hermenéutica de la
vida. Heidegger no sólo se distancia de la fenomenología husserliana porque ésta haya
prescindido de la historicidad sino también porque, por ejemplo –según la exposición de

105
Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo, de 1925–, aun pretendiendo una
absoluta radicalidad, Husserl asume acríticamente el ideal heredado de “ciencia” (lo que
parecía contradecir la exigencia de Voraussetzunglosigkeit: ausencia de presupuestos,
perseguida por la radicalidad fenomenológica). Dicho de otro modo: para Heidegger, la
filosofía ya no podrá alardear de y pretender ser una ciencia estricta (strenge
Wissenschaft) (Courtine, J.-F, 1990: 187-205).

La pregunta primaria de Husserl no es apenas la que pregunta por el carácter de ser de la


conciencia; ante todo le dirige esta consideración: ¿Cómo puede en general la conciencia convertirse en
posible objeto de una ciencia absoluta. Lo primario que le dirige es la idea de una ciencia absoluta. Esta
idea de que la conciencia debe ser región de una ciencia absoluta no es simplemente encontrada, sino
que es la idea que ocupa a la filosofía moderna desde Descartes. La elaboración de la conciencia pura
como campo temático de la fenomenología no es ganada fenomenológicamente en el retomo a las cosas
mismas, sino en el retorno a una idea tradicional de la filosofía (Heidegger, M., 1925: 147).

En realidad, no se trata del rechazo de la ciencia sin más, sino de la ciencia al estilo
positivo, por supuesto, y también de la ciencia teorizante que pretende objetivar la vida
fáctica. Desde fecha muy temprana, Heidegger busca en la fenomenología una ciencia
originaria (preteorética) de la vida (Rodríguez, R., 1997: 22) alejada de cualquier
teoreticismo deformador y “desvitalizador”, y de la reflexión que impida la apropiación
del vivir (er-leben), lo que no deja de ser muy importante para comprender las que
podríamos considerar raíces vitalistas de la filosofía existencial (en el caso de Heidegger
se verá luego que en la antesala de la pregunta por el Ser). La fenomenología se le
presenta al joven Heidegger como ciencia originaria de la vida en sí y para sí (cfr.
Rodríguez, R., 1997: 34). A este respecto son importantes las lecciones de 1919 sobre La
idea de filosofía y el problema de la concepción del mundo, en especial su segunda
parte: ‘‘Fenomenología como ciencia originaria preteorética” (Heidegger, M., 1919: 63-
117), que consta de tres capítulos: 1. análisis de la estructura de la vivencia; 2. el
problema de las presuposiciones; y 3. ciencia originaria como ciencia pre-teorética, que
finaliza con la intuición hermenéutica. En efecto, no se trata del vivenciar como un
suceso (Vor-gang) objetivable y del que pudiera cortarse el vínculo que mantiene, en la
vida vivida, con el yo (Heidegger, M., 1919: 74). Ante todo y a todos los efectos el
vivenciar (er-leben) es apropiación del yo viviendo el circunmundo “mundaneado” por
el mundo (Heidegger, M., 1919: 75; cfr. Rodríguez, R., 1997: 26), y de un yo que no es
“puesto”, sino co-dado en íntima consonancia con la vivencia. Por otra parte, lo teorético
que des-vitaliza el compromiso vivencia-yo-mundo parte de que se considere
“distanciadamente” el circunmundo como algo dado. De este modo, Heidegger critica
una de las bases del positivismo fenomenológico: la donación (Gegebenheit) de lo
intencionado o vivido. El gran enemigo tiene nombre propio: Entlebnis, Entlebung:
desvivencia, desvitalización. Heidegger asocia lo teorético a la objetivación
desvitalizadora. La ciencia verdadera debe dar cuenta de la teoría, luego debe ser no-
teorética, sea pre- o supra-teorética (Heidegger, M., 1919: 96). Al no ser teorética, la
ciencia originaria no necesita hacer presuposiciones.
El problema de la fenomenología o de la filosofía como ciencia no sólo estará

106
presente en el comienzo del pensar heideggeriano, en nombre de la vida contra sus des-
vitalizaciones, sino también a todo lo largo del recorrido. Lo que hay de común entre la
primera visión crítica y los desarrollos sucesivos estriba en el cuestionamiento de la
voluntad de objetivación, ontificación y dominio implícita en la “ciencia”, tanto si ésta
pretende atrapar la Vida como si se dirige al Ser. Si en 1925 Heidegger criticaba que
Husserl asumiese sin más que la filosofía es “ciencia”, sin cuestionarse suficientemente
esa dependencia, en 1927 dirá que la fenomenología no es una ciencia filosófica entre
otras ni una ciencia fundamental para las demás. Fenomenología es el nombre del
método de toda filosofía científica. También en 1927, en su curso sobre Problemas
fundamentales de la fenomenología, insistirá Heidegger (1927-2, § 3) en que la filosofía
es ciencia del ser. Y sin embargo, hacia el final de ¿Qué es metafísica? (1929) sostiene
que no hay rigor de ciencia alguna que pueda compararse con la seriedad de la metafísica
y su verdad, en la proximidad de “abismos insondables”. “La filosofía jamás podrá ser
medida –decía entonces– con el patrón proporcionado por la idea de la ciencia”
(Heidegger, M., 1929-1: 56).
De Husserl rechaza Heidegger no sólo su ideal de cientificidad “estricta” sino
también la “reflexión” como método filosófico del que aquélla depende retroactivamente.
Aun habiendo superado el objetivismo propio de la actitud natural, la fenomenología
husserliana cae en él al erigir la autorreflexión en método filosófico. Los objetos son
librados de la objetividad (en el sentido del objetivismo) a cambio de traspasarla al sujeto,
obligado a autoobjetivarse en el acto reflexivo y, de este modo, a perder el contacto
inmediato con la vida y correr el riesgo de falsear reflexivamente la situación original. Y
ello en pro justamente de la ciencia estricta de la vida de la conciencia. Antes bien, para
Heidegger se trata de que la vida fáctica se ofrezca a la intuición y de atender a la
inmediatez del darse de la vida, sin pretender objetivarla. Y aunque Heidegger reconoce
la excepcional importancia de la intencionalidad, no quiere considerarla como un mero
dirigirse-a, sino como vivir, vivenciar. De lo que se trata es, en suma, de la “re-vivencia”,
de la “repetición” (Rodríguez, R., 1997: 75). Si asumimos la crítica heideggeriana a la
reflexión, hemos de aceptar que esa crítica se deja orientar previamente por su haber
relegado a un segundo plano el problema del ser-consciente, de aquí que a Husserl le
pareciese que Heidegger se apartaba de su fenomenología.
El rechazo de la ciencia teorética y de la reflexión en favor de una intuición más
cercana a la vida significa la aproximación no tanto al cogitare cuanto al sum que lo
“sustenta”, no reivindicar tanto el ser-consciente, cuanto el ser-consciente: forzar, en
suma, el tránsito, en honor al vivir-se de la vida en su autenticidad e inmediatez, desde el
soy del cogito ergo sum al siendo del existente ahí: da-seiendes, da-sein. El motivo
crítico de la des-vitalización del primer Heidegger cede el puesto a su nueva formulación,
tema conductor de Ser y tiempo y de hondísima raigambre kierkegaardiana: la existencia
no puede ser entendida como cosa, ser ante los ojos, a la mano, sino únicamente en su
abrirse, ex-sistir, trascenderse en sus posibles, existencia “total” pero abierta en el ser-
relativamente-a-la-muerte propio del Dasein, etc. Uno de los primeros y más claros
reproches que dirigirá Heidegger a Husserl será el de que no se ha ocupado del ser de la

107
conciencia, es decir, justamente del sum, sino más bien de la ciencia de la conciencia. Y,
sin embargo, para Heidegger no es cierto que la vida se autointerprete rectamente sin
más. De aquí que uno de los momentos fundamentales del método fenomenológico tal
como lo concibe Heidegger, el de la Destruktion o desmontaje (Abbau) (vid. infra), sea
guiado por la búsqueda de “autenticidad” de los fenómenos de la vida fáctica, en la
medida en que ésta tiende a ocultarse a sí misma (tesis que Heidegger intenta combinar
con la de la autoconciencia de la vida fáctica por sí misma).

108
3.2. La recepción crítica de la fenomenología husserliana de la conciencia

A pesar de la importancia de la “vida fáctica”, la evolución del pensamiento


heideggeriano tiende a mostrar que el objetivo final no es la vida en su intimidad y
proximidad prerreflexiva (en tal caso dicho pensamiento no habría pasado de ser una
antropología filosófica más o menos sofisticada), sino ante todo el Ser, mejor: la pregunta
por el Ser caída en el olvido. Tal como la concibe Heidegger, la fenomenología debe
abandonar cualesquier menudencias descriptivas y no estrecharse en los proyectos y
desarrollos de meras “ontologías regionales” (el valor, lo lógico, lo afectivo, etc.)
incapaces de acertar en la médula misma del filosofar. Se trata ante todo –y aquí se
aprecia perfectamente el radicalismo de Heidegger– de apuntar a lo que sobrepasa todas
las ontologías regionales y, esto es lo más decisivo, a la conciencia como región ella
misma, que las constituye y legitima trascendentalmente. Eso que sobrepasa
(Überschuss) es el Ser, en esta progresión: ser de la conciencia (Bewußt-sein), ser del
existente, ser-ahí (Da-sein), ser del ente (Da-seiendes)... ¿y el Ser como tal, más allá de
sus de-..., que parecieran subordinarlo? Si la fenomenología siguiera el camino
husserliano, concediendo la primacía a la conciencia, ¿cómo podría accederse al Sein?
No es preguntando al sujeto (auto)consciente, sino al ente existente que se pregunta a sí
mismo por su ser y, en ese mismo preguntar, por el Ser: al existente que, entendámonos,
llamamos humano. Es de este modo –abreviado– como el Dasein va a convertirse en el
eje entre el ser-consciente y el ser del ente que es-siendo, ser, tiempo. En definitiva, y
por decirlo rápidamente, del cogito al sum, y de éste al siendo de la existencia del
existente, y de ese siendo al Ser, pues todo Ser es Siendo: ser temporal, ser histórico,
irreductible a mera Presencia.
Veamos el desarrollo de la crítica heideggeriana a Husserl en unas lecciones del
semestre de verano de 1925 impartidas por Heidegger en Marburgo (Prolegomena zur
Geschichte des Zeitsbegriffs). Tras reconocer brevemente los hitos principales y
peculiaridades de la recepción de las Investigaciones lógicas (Heidegger, M., 1925: 30-
33), Heidegger pasa a examinar con detenimiento “los descubrimientos fundamentales de
la fenomenología” para luego proponer una radikale Besinnung en y a partir de la
fenomenología husserliana y ulteriormente, en el § 11, la conocida crítica inmanente a
Husserl. Brevemente, los descubrimientos principales son:

1. Intencionalidad. Tras criticar algunas defectuosas interpretaciones de la


intencionalidad (Heidegger, M., 1925: 35-36, 39, y especialmente 41-46),
Heidegger se esfuerza por separar el dirigirse-a propio de la intentio de
su acontecimiento psicológico, subrayando la neutralidad o indiferencia
existenciales del objeto intencional. Heidegger destaca su interpretación
en tres epígrafes:

a) Lo percibido del percibir: el ente en sí mismo (cosa del entorno, cosa


natural, coseidad). La referencia a lo percibido como tal, y a lo

109
percibido de la percepción se tornan fundamentales. Tomando como
ejemplo la silla en que imparte clase en un aula de la Universidad de
Marburgo, Heidegger distingue entre cosa del entorno
(circunmundana), cosa natural, y finalmente llama la atención sobre la
coseidad, pero justamente para destacar cómo ésta es intendida en
estructuras (las de la coseidad) que son “vistas” en sí mismas
(extensión, color, materialidad, etc.), en el sentido del más simple
hacer-presente de estructuras que se dejan comprobar en lo dado. Este
desplazamiento del objeto hacia las “estructuras intencionales” es
decisivo para Heidegger.
b) Lo percibido del percibir: el Cómo del ser intendido (la perceptibilidad
del ente, el carácter del en-persona-ahí [Leibhaft-da]).
c) La copertenencia de intentio e intentum.

2. La intuición categorial. Para Heidegger la intuición categorial


husserliana significa, ante todo, una intuición que deja entrever una
categoría o que está dirigida inmediatamente a una categoría. Se
trataría, pues, de considerar lo categorial como dado, con lo que, en
realidad, cuando dicha intuición se dirige al ser libera a éste de ser mera
cópula en el juicio. Después de reivindicar la inmensa importancia de la
husserliana intuición categorial, Heidegger (1973: 378) dirá en el
Zähringenseminar que el acierto de Husserl consistió en

ese hacerse presente del ser que es fenomenalmente presente en la categoría.


Gracias a este logro yo tenía finalmente un suelo: “Ser” no es un mero concepto,
ninguna abstracción pura que se ha probado en el camino de la deducción. Sin
embargo, el punto que Husserl no sobrepasa es: después de que ha ganado el Ser a
la vez como dado, no sigue preguntando al respecto. La pregunta “¿qué significa
ser?” no la desarrolla. Para Husserl no había ahí la sombra de una posible pregunta
porque para él se comprendía de suyo que “ser” significa ser-objeto.

El texto que recoge las sesiones del seminario prosigue diciendo


que la conclusión que cabía extraer era la de que

la objetualidad [die Gegenständlichkeit] es una forma de presencia [Anwesenheit].


Con más precisión: la objetividad es el ser-presente en la dimensión o en el
“espacio” de la subjetividad, tanto si se trata (con Kant) de la subjetividad de un
sujeto finito o (con Hegel) de la subjetividad del sujeto absoluto que en el saberse a
sí mismo ha penetrado justamente tanto el objeto como el sujeto y la relación de
ambos (cfr. también Heidegger, M., 1973: 378; cfr. también 1936-1946: 75-76).

Junto con la intencionalidad en general y la intuición categorial,


Heidegger reivindicará el originario sentido del a priori, así como la
máxima “a las cosas mismas” y el nombre mismo de
“Fenomenología”.

110
Si tal es la herencia “positiva” que recoge Heidegger de Husserl,
sin embargo considera objeto de crítica las cuatro determinaciones de
la conciencia pura, según las cuales ésta es:

a) Ser inmanente.
b) Ser absoluto en el sentido de su donación absoluta.
c) Absoluto ser-dada de la conciencia, en el sentido de que nulla re
indiget ad existendum.
d) Ser puro.

En el capítulo sobre Husserl se tuvo ocasión de abordar, siquiera someramente,


estos rasgos. Heidegger los incluye bajo el epígrafe “crítica inmanente”, es decir, desde
dentro del plan fenomenológico. A nuestro juicio, Heidegger ofrece de las propuestas de
Husserl, especialmente tal como se presentan en 1913, una versión más “cartesianizante”
si cabe que la propia apariencia cartesiana que de por sí ya tienen las meditaciones
husserlianas. Heidegger considera en sus argumentaciones que Husserl siempre olvida el
ser de lo intencionales la medida en que lo intencional siempre es puesto en la mirada y
es comprendido, dado como esencia en actos de constitución e ideación. La
fenomenología husserliana instaura y se mantiene en una región acotada en la que la
pregunta por el ser de la conciencia, de la intencionalidad y de lo intencionado no tiene
cabida. Como ya se comprobó, Heidegger considera que el encaminamiento husserliano
“a las cosas mismas” se ve en realidad alterado por la presuposición subrepticia de un
ideal incuestionado de cientificidad, heredado de la Modernidad (hacia el final de su
trayectoria Husserl se esforzó en mostrar cómo ese ideal se remitía a la fundación griega
del logos filosófico), en virtud del cual las exigencias del método en pro de una “ciencia
estricta” de la vida de la conciencia y del flujo de vivencias remite todo a la reflexión, con
lo que se pierde el ser de las cosas-mismas (Heidegger, M., 1925: 147; cfr. Rodríguez,
R., 1997: 143-145, para una metacrítica a la a veces confusa crítica heideggeriana a
Husserl).
A destacar que, al parecer de Heidegger, los descubrimientos fundamentales de
Husserl proceden casi todos de las Investigaciones lógicas, mientras que la crítica
inmanente toma como punto de referencia sobre todo Ideas I, de 1913, causante, como
ya se ha dicho, de una importante escisión en el movimiento fenomenológico, a la que
vendría a sumarse el propio Heidegger, pero no en la misma dirección que algunos de los
principales representantes de la incipiente disidencia, sino en favor de la pregunta por el
Ser contra la (mejor, una) fenomenología absolutizada en el sentido moderno de la
reflexión y aparentemente escorada hacia la Erkenntnistheorie (teoría del conocimiento).

111
3.3. Reducción, construcción, destrucción. El proyecto fenomenológico

Tal como es presentada la fenomenología como método de la ontología (que recoge


a la filosofía como ciencia del ser) en Problemas fundamentales de la fenomenología, de
1927, tres son los elementos fundamentales del método fenomenológico: reducción y,
formando un par, construcción y destrucción. Decía Heidegger en esas lecciones,
inmediatamente posteriores a la publicación de Ser y tiempo, que lo que caracteriza al
método de la ontología es que no tiene nada en común con los métodos de otras ciencias.
En la línea de Ser y tiempo dice que

el análisis del carácter de verdad del ser se muestra [...] en que el ser, también él, se funda por así
decirlo en un ente determinado, a saber, el Dasein. Ser no hay si no hay comprehensión del ser, es decir,
sólo si el Dasein existe. En consecuencia, en la problemática de la ontología este ente reivindica un
primado insigne que se anuncia a través de todas las discusiones sobre los problemas ontológicos
fundamentales [...]. La ontología tiene por disciplina fundamental la analítica del Dasein. Lo que tiene
como consecuencia, igualmente, que la ontología no se deje fundar de manera puramente ontológica. Se
la hace posible reenviándola a un ente, a algo óntico: el Dasein. La ontología tiene un fundamentum
óntico [...]. La primera tarea de una elucidación del carácter científico de la ontología es, pues, poner
en evidencia su fundamentum óntico y caracterizar esa fundación (Heidegger, M., 1927-2: 26-27).

La reducción fenómenológica consistiría en reducir el ente a su ser, es decir, a su


aparecer. Pero entiéndase que esta reducción no se orienta hacia un fenómeno
trascendentalmente constituido desde una conciencia para la que los objetos se dan en
tramas noético-noemáticas. Antes bien, para Heidegger (1927-2: 29) se trata de la
reconducción del ente a su ser-al-descubierto. Lo importante es que la reducción habla,
por así decirlo, del ente en su ser, no de la conciencia trascendental. Por su parte, la
construcción fenomenológica debe acceder positivamente al ser mismo una vez que se
puede partir del ente descubierto, y a un ser que se vincula a un libre-proyecto del
existente en que se alumbra “desde dentro” lo que la reducción fenomenológica brinda.
Ahora bien, comoquiera que ese “proyecto” se ha realizado históricamente, con lo que el
ser del ente ha sido interpretado de modo diferente en cada época, es necesario un
ejercicio de destrucción fenomenológica que permita “apartar” todas las
precomprensiones heredadas que han encubierto el proyecto del Dasein como clave
última de la construcción fenomenológica. En la medida en que se adopta como punto de
partida el ente, es preciso constatar que la dimensión histórica del Dasein y de la
comprensión viene dada tradicionalmente por el modo en que en cada época es
accesible el ente a partir del ente que es el Dasein.

Porque el Dasein, en su existencia propia, es historial, las posibilidades de acceso al ente mismo, del
mismo modo que las modalidades de su interpretación, son múltiples y varían en función de las
diferentes situaciones históricas [...]. La investigación fenomenológica [...] está también determinada
por su situación histórica y, por ello, incluso por ciertas posibilidades de acceso al ente, así como por la
tradición salida de la filosofía del pasado. La consistencia de los problemas fundamentales salidos de la
tradición filosófica aún guarda hoy una estabilidad y una eficacia tales que no se podría sobreestimar el
efecto de esta tradición. Resulta de ello que toda elucidación filosófica [...] permanece penetrada de
conceptos recibidos en herencia y, en consecuencia, de horizontes y de perspectivas igualmente

112
recibidas; no es del todo cierto que éstas provengan originaria y auténticamente del dominio ontológico y
de la constitución del ser que pretenden concebir. La interpretación conceptual del ser y de sus
estructuras, es decir, la construcción reductora del ser implica pues, necesariamente, una destrucción,
dicho de otro modo, una des-construcción [Abbau] crítica de sus conceptos recibidos, que están de
entrada necesariamente en uso, a fin de remontar a las fuentes de las que han sido extraídos (Heidegger,
M., 1927-2: 30-31).

Sin duda uno de las grandes aportaciones de Heidegger a la filosofía contemporánea


ha sido, entre otras, la de propiciar un punto de encuentro entre fenomenología, filosofía
existencial y hermenéutica. Y en efecto, tales son los tres registros que permiten recorrer
el pensamiento de al menos toda la primera gran fase de su filosofía. La reivindicación
del “existente” tenía que mostrarlo en el mundo, pero no solamente para enfrentarlo con
el dramatismo de las situaciones-límite o en el atolladero de la existencia, sino para
hacerlo participante en un mundo recibido, preinterpretado. La filosofía existencial-
hermenéutica recuerda a la fenomenología husserliana que la epojé requiere una
autoconciencia que debe recorrer nuestro compromiso con la facticidad histórica, y que
la reducción nos proporciona acceso no simplemente a la “cosa misma”, sino, en la
comprensión, a un mundo en el que lo decisivo no sería el conocer desinteresado, sino el
encontrarse arrojado comprendiendo ante todo en el preocuparse-por... A diferencia de
Husserl, buscando estructuras esenciales del ser-consciente-de, Heidegger avanzará
finalmente desde el sentido del Ser a su historia, una vez que se comprende que ser es
ser-tiempo y que la historicidad es como el gran diafragma del Ser y hacia el Ser en su
advenimiento hacia nosotros y en su retirada (des-aparición).
Precisamente es este último elemento del método fenomenológico, el de la
destrucción, el que constituye en buena medida la principal originalidad de Problemas
fundamentales de la fenomenología frente a Ser y tiempo, no porque en 1927 no
estuviese prediseñado el momento “destructivo” (Heidegger ya hablaba de la Destruktion
der Ontologie), sino porque las lecciones de 1927 practican en concreto esa destrucción,
dirigiéndose a cuatro tesis que distorsionan la pregunta por el ser: la tesis kantiana de
que el ser no es un predicado real; la tesis ontológica medieval que afirma la pertenencia
ontológica al ente de la esencia y el ser-presente-subsistente; la tesis de la ontología
moderna, en la que las modalidades fundamentales del ser son el ser de la natura (res
extensa) y el ser del espíritu (res cogitans); y la tesis de la lógica, según la cual todo ente,
cualquiera que sea su modo de ser específico, puede ser abordado y discutido gracias al
“es” (cópula) (Heidegger, M., 1927-2: 33).

113
3.4. La pregunta por el ser

“Considerada en su contenido, la fenomenología es la ciencia del ser del ente –la


ontología–” (Heidegger, M., 1927-1: 48). En efecto, la pregunta por el ser, que en
Husserl es muy secundaria, pasa en Heidegger a primerísimo plano, motivando
íntimamente el análisis existenciario. Como ya se dijo, Heidegger apunta al centro de la
problemática ontológica, esto es, al ser en cuanto ser, y piensa que sólo preguntando al
Dasein puede esclarecerse el sentido del ser, al que debe recoger una fenomenología que
penetre las “desfiguraciones” de los fenómenos inmediatos en dirección al ser de los
entes (cfr. todo el § 7 de Ser y tiempo; y, para calibrar el tema de la desfiguración
Rodríguez, R., 1997, cap. VII). Lo que se oculta tras los entes no es un ente verdadero
(de modo que el que se manifiesta fuese falso), sino el ser. El pensar heideggeriano irá
mostrando que toda la fenomenología no es en el fondo sino un esfuerzo infinito por
mantenerse en la tensión entre el presenciar y el preservar lo que no aparece (des-
aparece), sin caer en una “cosificación” ni del aparecer ni de lo que des-aparece ni, por
supuesto, del Dasein cuyo ser está en juego en esa misma tensión. Pensar, pues, entre
presencia y ausencia, entre ente y ser: mantenerse, en fin, en el filo agudo de la
diferencia ontológica, que no lo es entre un ente y otro (más verdadero, o superior, o
mejor, etc.), sino entre los entes y el ser. La gran pregunta en torno a la cual debe girar la
ontología es ésa: cómo se produce el trascender el dominio del ente hacia el ser que se da
en el ente. Tal es la pregunta por la diferencia ontológica. Heidegger (cfr. 1927-2: 22-
23), en efecto, responderá parcialmente a tan grave cuestión recurriendo al tiempo. Pero
no es difícil comprender que tras lo incompleto del proyecto heideggeriano en torno a
1927 se encerraba una “penuria” de medios para conducir a buen puerto esa diferencia
tan perturbadora. Catorce años después, en un texto de 1941, Conceptos fundamentales,
Heidegger “desarrollará” expresamente tal diferencia ontológica para llegar a la
conclusión de que cuando intentamos profundizarla positivamente llegamos a un
“callejón sin salida”, en tanto el Ser siempre se da entre entes, objetos,
representaciones... y se entrega a un existente condenado a “desecharlo”. En tan
significativo texto, el ser es presentado como lo más vacío y la exuberancia, lo más
común y lo único, lo más comprensible y la ocultación, lo más desgastado y el origen, lo
más fiable y el abismo, lo más dicho y el acallamiento, lo más olvidado y el recuerdo
interiorizante, lo más coactivo y la liberación. Aunque el hombre “deseche” el Ser, en la
medida en que tiende a objetivarlo y ontificarlo, sin embargo, la filosofía heideggeriana,
entregada a su pregunta, no desespera porque reconozca ese callejón sin salida.
Heidegger denuncia el hecho de que se elimine justamente la pregunta a la vista del
“callejón sin salida”, siendo que la experiencia de esta “aporía” es esencial al Ser. De ello
resultaría el “enunciado decisivo sobre el Ser” (Heidegger, M., 1941: 121-122).
Pero mantengámonos, en principio, a la altura de 1927. Para Heidegger, pues, no se
trata ni del Ser tal como se consolida en presencias/substancias (entes: así pues, modelo
aristotélico), ni tan sólo del ser como cópula que se limitase a enlazar sujeto y predicado
en el juicio, siendo que, aun cuando es importante ese enlace, lo decisivo del ser es la

114
manifestabilidad que hace posible (aunque se retenga frente a ella –tal es su
generosidad, o su pudor–). Por otra parte, pues no hay manifestabilidad en el vacío, el
ser se vincula necesariamente a los modos en que el Dasein existe en-el-mundo, y que el
pensar pretende esclarecer preguntándole. El ser se “muestra” como existir “al modo
como” existe el Dasein. De este modo, la vieja dicotomía entre esencia y existencia se
muestra muy insuficiente así como, por supuesto, el considerar que la existencia es algo
así como un añadido accesorio a la esencia, algo que le ocurre a la esencia o al eidos. La
única “ontología regional” válida podría ser la que tomase a su cargo la descripción del
modo de existir el Dasein. Y es éste, en definitiva, el que hace pensar que la existencia
no es un mero encontrarse ahí-dado acabadamente, como esta silla sobre la que estoy
sentado o aquel ficus que diviso. El ser por el que se deja interrogar el Dasein no es
ante-los-ojos (sustancia-presencia). Esto sólo se deja comprender si se toma como
referencia “modélica” el Dasein (humano), cuya esencia está en su existencia, o ese
Dasein que es “el ente al que en su ser le va este mismo” y que “se conduce
relativamente a su ser como a su más peculiar posibilidad” (Heidegger, M., 1927-1: 54).
La apuesta heideggeriana sería en el fondo (permítasenos decirlo tan
primariamente), la de que el ser se “parece” más al existir del Dasein que al ente cósico,
pues sólo aquél puede comprender el sentido del ser, siendo que ese comprender, que es
modo de existir del Dasein, ya pertenece al ser (aunque visto desde fuera pudiera
parecer insignificante o un mero añadido extrínseco al ser: ¿no era ésta una de las
impresiones que podían causar la reducción fenomenológico-trascendental husserliana?).
Ese comprender sería como el reflexionar del Ser sobre sí por medio del preguntarse a
sí mismo del Dasein por el Ser. Es muy importante, de este modo, que el comprender
no sea mero conocer de una subjetividad trascendental reflexionante (tal como la
interpreta Heidegger) que depende de su separación, sino compromiso directo
existencial, pues sólo así se garantiza que el comprender integre el Ser. Que en su ser le
vaya al Dasein su ser significa que su ser no está hecho (“A” es tal o cual cosa, por
ejemplo, con lo que decimos su esencia “desde fuera”), sino que ha de ser “existido”, es
decir, que para él ser sea existir (trascenderse-en-posibilidades-de-existir) mucho más
que poseer una esencia, y que, por tanto, no se confunde con substancia ni idea alguna.
Ser es haber-de-ser, ocuparse-de-ser (Rodríguez, R., 1987: 68). Y para haber-de-ser, el
Dasein tiene forzosamente que “comprender” el ser.
El existir es ya prerreflexiva y, por supuesto, pre-teorética comprensión del ser, de
modo que él mismo es apertura desde y hacia el ser-en-el-mundo que es el Dasein. El
ser-en-el-mundo permite esclarecer el Ser en la medida en que “vehicula” el comprender.
Del mismo modo que existir no es ser-ante-los-ojos substancial ni ser-a-la-mano
instrumental, ser-en-el-mundo no significa forma-parte-del-mundo, sino el existir
desplegándose (trascendiendo) en posibilidades propio del existente. Y la relación
original con el mundo no es el conocimiento sino el cuidarse-por que es el comprender.
La intencionalidad husserliana se “existencia-liza”, pues. Ya no podría pensarse que los
entes como tales son lo “trascendente” o que la protagonista de la trascendencia es, sin
más, la intencionalidad. La que “trasciende” es la existencia, el Dasein. De este modo, la

115
ontología regional (en tanto se ocupaba del existente “humano”) se torna “fundamental”
en la medida en que en ella se compromete el sentido del ser, no la estructura óntica de
ésta o aquella región óntico-objetiva (ni siquiera la “antropología”), sino el sentido del ser
como tal. Y si el ser-en-el-mundo es decisivo es porque designa una estructura previa a
la escisión sujeto-objeto. Respecto a la pregunta por el ser, tanto en el planteamiento
básicamente trascendental de Ser y tiempo como en las últimas obras, Heidegger vincula
el Ser a la pregunta por el Ser, y ésta al Hombre como “pastor del ser”. Pero ya desde
1927 se dice con claridad que

sólo mientras existe el Dasein, es decir, la posibilidad óntica de la comprensión del ser, “hay” ser. Si el
Dasein no existiera, no habría entonces tampoco “independencia” ni “en sí”. Tales cosas no serían
entonces comprensibles ni incomprensibles. Tampoco podrían entonces los entes intramundanos ser
descubiertos ni permanecer ocultos. Tampoco podría entonces decirse que’ los entes son ni que no son.
Pero sí puede decirse ahora, mientras existe una comprensión del ser, y con ella una comprensión de lo
que está ahí dado (Vorhandenheit), que entonces los entes seguirán siendo.
La característica dependencia del ser, no de los entes, respecto de la comprensión del ser, esto es, la
dependencia de la realidad, no de lo real, respecto del cuidado (Sorge) defiende al resto de la analítica del
Dasein de una interpretación acrítica, pero que se impone siempre de nuevo, del Dasein siguiendo el hilo
conductor de la idea de “realidad”. Unicamente el orientarse por la constitución existencial
(Existenzialität), interpretada positivamente y en sentido ontológico, garantiza que en el curso fáctico
del análisis de la “conciencia”, de la “vida”, no se toma como base un sentido cualquiera, aunque sea
indiferente, de realidad.
Que un ente de la forma de ser del Dasein no puede ser concebido partiendo de la realidad ni de la
sustancialidad, es lo que hemos expresado mediante la tesis: la sustancia del hombre es la existencia.
Pero la interpretación de la constitución existencial como cuidado y la delimitación de ésta frente a la
realidad, no significan sin embargo el término de la analítica existencial, sino que se limitan a poner de
relieve más claramente el entrelazamiento de los problemas en la cuestión del ser y sus posibles modos y
del sentido de tales modificaciones (Heidegger, M., 1927-1: 232-233 –en la trad. de Rodríguez, R.,
1987: 204-205. Cfr. su comentario de este texto en ibíd.: 205-211).

Un poco más adelante, en el § 44, que retoma el § 7 (sobre “el método


fenomenológico de la investigación”)? Heidegger recordará que

el “ser ahí” es, en cuanto constituido por el “estado de abierto”, esencialmente en la verdad. El “estado
de abierto” es una esencial forma de ser del “ser ahí”. Verdad sólo la “hay” hasta donde y mientras el
“ser ahí” es. Los entes sólo son descubiertos luego que un “ser ahí” es y sólo son abiertos mientras un
“ser ahí” es (Heidegger, M., 1927-1: 247).

He aquí, pues, el esquema del kantiano “principio supremo de los juicios sintéticos”
perfectamente proyectado en el contexto de una filosofía existencial. O como luego:
“Toda verdad es –con arreglo a su esencial forma de ser; la del «ser ahí»– relativa al
ser del «ser ahí» " y luego: “Ser –no entes– sólo lo «hay» hasta donde la verdad es. Y la
verdad sólo es, hasta donde y mientras el «ser ahí» es. El ser y la verdad «son»
igualmente originales” (Heidegger, M., 1927-1: 248 y 251; cfr. Kant y el problema de la
metafísica, de 1929). El curso ulterior del pensamiento heideggeriano indica en el sentido
del no tener por meta el presentarse... del Ser que se presenta en y se retira de los entes.
Algo esencial habrá sido, tal como se muestra al final de Ser y tiempo, no tomar la

116
conciencia como cosa.

Que la ontología antigua trabaja con “conceptos de cosas”, y que se corre el peligro de “hacer de la
conciencia una cosa”, es punto que se conoce hace mucho. Pero ¿qué significa hacer de algo una cosa?
¿De dónde surge semejante operación? ¿Por qué se “concibe” el ser justo inmediatamente por lo “ante
los ojos”, y no por lo “a la mano”, pese a ser esto aún más inmediato? ¿Por qué se impone una y otra
vez el imperio de este hacer de algo una cosa? ¿Cómo está estructurado positivamente el ser de la
“conciencia” para que resulte incongruente con él el hacer de la conciencia una cosa? [...]
Lo que se dice “ser” es abierto en la comprensión del ser que es inherente como comprender al “ser
ahí” existente. El previo, si bien no conceptual, “estado de abierto” del ser hace posible que el “ser ahí”
pueda, en cuanto existente “ser en el mundo”, conducirse relativamente a entes, así a los que hacen
frente dentro del mundo como a sí mismo. ¿Cómo es un comprender el ser, en el sentido de un
comprender que abre, posible bajo la forma de ser del “ser ahí”? ¿Puede la pregunta lograr su respuesta
retrocediendo a la constitución original del ser del “ser ahí”, que comprende el ser? La constitución
ontológico-existenciaria de la totalidad del “ser ahí” tiene su fundamento en la temporalidad. Por
consiguiente, ha de ser un modo original de temporación de la temporalidad extática lo que haga posible
también la proyección extática del ser en general. ¿Cuál es la exégesis de este modo de temporación de
la temporalidad? ¿Lleva algún camino desde el tiempo original hasta el sentido del ser? ¿Se revela el
tiempo también horizonte del ser? (Heidegger, M., 1927-1: 469-471).

117
3.5. La analítica existenciaria

Ya se dijo anteriormente que es una nueva antropología, próxima a una imagen más
o menos divulgada de la filosofía existencial, lo que puede parecer al primer vistazo Ser y
tiempo al lector que en 1927 asiste, con una mezcla de fascinación y consternación, al
torrente filosófico que Heidegger le brinda. En lo esencial, la trama urdida por Heidegger
gira, en principio, en torno a cuatro nociones fundamentales, tales como ser-ahí
(Dasein), ser-en-el-mundo (in-der-Welt-sein), cuidado o cura (Sorge)y tiempo. Se
apreciará inicialmente que el protagonismo no lo detenta una subjetividad trascendental
consciente-de–, sino un existente que existe-comprendiendo, y más específicamente (en
alemán se deja captar de inmediato), un ser-ahí (Dasein) “arrojado” (geworfen) en el
mundo: ahí, por tanto, en situación, en medio de los entes, y constituyendo ese Ahí no
tanto un mero punto de partida (lo sería si el existir fuese visto desde fuera, mas entonces
no sería comprendido) cuanto diafragma, espa-cío de apertura del mundo. Pero,
además, y a ello apunta la conexión fundamental entre ser y tiempo en el contexto mismo
de la diferencia ontológica, Dasein significa “existente”, es decir, “ser temporal” y, en
concreto, “ser-relativamente-a-la-muerte”. El reto propuesto por Ser y tiempo es, así
pues, el esclarecimiento del ser-del-ente a través del Dasein, salvaguardando la pregunta-
por– y la comprensión-del-ser. Aun manteniéndose el esquema trascendental, la
reivindicación del Ahí supone una crítica al idealismo, pues se parte del ser-en-el mundo,
desde el que puede despejarse el ser de los entes, no desde fuera del Ahí, que, acorde
con la inicial hermenéutica de la facticidad heideggeriana, incluye encontrarse-arrojado
y apertura.
Ser-ahí, –en el mundo, –cuidándose de (los entes) y por (los Otros: Mitsein),
comprendiendo... es así como va articulándose la analítica existenciaria de Heidegger en
Ser y tiempo, que por supuesto no podremos abordar con el detenimiento necesario (cfr.
con gran aprovechamiento Rodríguez, R., 1987 y Peñalver, P, 1989). No es el “ser ante
los ojos”, dándose como “objeto” a una conciencia, el rasgo primordial del ente
intramundano, sino que lo que hace frente se da como siendo “a la mano”, con el rasgo
de ser útil. Lo que Heidegger intentará mostrar es la irreductibilidad del modo de ser del
Dasein al resto de los entes intramundanos. Contra la tentación de olvidar esa
irreductibilidad, hasta tal punto es cotidiana y familiarmente “en el mundo”, se ha de
recordar que el existente no es “a la mano” ni “ante los ojos”: ni útil ni objeto. No se
trata sólo de que “exista” (pues este tintero que tengo ante mí también “existe”) si el
existir se contrapone a la mera “esencia”, sino del abrir y abrirse que es constitutivo del
Dasein. Este no “tiene” propiedades, por ejemplo, sino que “es” sus propiedades. Y
aquel abrirse, que es a la vez abrir-mundo, tiene lugar por el trascender-en-posibilidades
hacia el mundo. La subjetividad pasa a ser existente, Dasein, la intencionalidad pasa a
ser cuidado, Sorge, y el comprender, lejos de ser una actividad básicamente consciente,
es un compromiso práxico (martillear con el martillo, por ejemplo) con el circunmundo
(Umwelt). Se trata, como puede comprobarse, de toda una “conversión ” existenciaria-
hermenéutica de la fenomenología de Husserl. El circunmundo (Ortega diría “campo

118
pragmático”) es comprendido como plexo/“totalidad de conformidad” en que cada ente/
útil alcanza su propia servicialidad en los proyectos del existente, y el mundo, horizonte
de los circunmundos. Pero el “mundo” no es fenómeno al modo del tintero o la flor
marchita. El mundo es “abierto” inobjetivamente (recuérdese la reivindicación
heideggeriana de la intuición categorial husserliana). Existencia, utensilio e inobjetividad
muestran la insuficiencia de la relación sujeto-objeto, que en Heidegger es derivada
respecto al comprender propio del ser-en-el-mundo. Y ni que decir tiene que más
derivada aún es la actitud teorética y la científica, que aísla los objetos extrayéndolos de
su contexto mundano.
Del mismo modo que la familiaridad con los entes intramundanos puede hacer
olvidar la diferencia que introduce el existir del Dasein, también el ser-con-Otros
(Mitsein, Mitdasein) puede hacer olvidar la exigencia ontológico-existenciaria de asumir
(en el sentido de abrirse a) lo posible cada uno en el “en cada caso mía” de la existencia
(así respecto al “Se” impersonal: se dice, se piensa, etc.). La caída es, en este respecto,
perderse a sí mismo cabe los entes o los otros. Tema de raigambre kierkegaardiana, por
más que aquel “yo” del pensador danés sea eludido o, mejor, reinterpretado. Una breve
incursión en Kierkegaard permitirá comprender un poco mejor a Heidegger.

ANEXO 1
El aprendizaje de la angustia en la escuela de la posibilidad (S. Kierkegaard)

Como en fecha temprana (1923) reconociera el propio Heidegger, si en la trayectoria de su


pensamiento Lutero fue compañero de búsqueda y Aristóteles modelo, Husserl “le puso los ojos” y
Kierkegaard “le dio impulso”. Muchos temas de la filosofía existencial en general y del pensamiento
heideggeriano en particular se vinculan en y remiten al “caballero de la fe” que fue Soren Kierkegaard. La
fortísima reivindicación kierkegaardiana del pensador subjetivo, respetuoso con la imposibilidad de una
ciencia de la existencia y conocedor de que la verdad guarda relación no con una “objetividad” especulativa o
abstracta, sino con la subjetividad y la interioridad de la existencia incide en todos los pensadores
“existenciales”. Memorables son las páginas del libro III de La enfermedad mortal consagradas a las formas
de la desesperación. Para Kierkegaard (1849: 59),

El yo es la síntesis consciente de infinitud y finitud, que se relaciona consigo misma, y cuya


tarea consiste en llegar a ser sí misma, cosa que sólo puede verificarse relacionándose uno con
Dios. Ahora bien, llegar a ser sí mismo significa que uno se hace concreto. Pero hacerse concreto
no significa que uno llegue a ser finito o infinito, ya que lo que ha de hacerse concreto es
ciertamente una síntesis. La evolución, pues, consistirá en que uno vaya sin cesar liberándose de sí
mismo en el hacerse infinito del yo, sin que por otra parte deje de retornar incesantemente a sí
mismo en el hacerse finito de aquél. Por el contrario, si el yo no llega a ser sí mismo, entonces lo
tenemos desesperado, sépalo o no lo sepa. En definitiva, un yo siempre está en devenir en todos y
cada uno de los momentos de su existencia, puesto que el yo κατα δυναμιν realmente no existe,
sino que meramente es algo que tiene que hacerse. Por lo tanto, el yo no es sí mismo mientras no
se haga sí mismo, y el no ser sí mismo es cabalmente la desesperación.

Como bien se recordará, la “aplicación” kierkegaardiana de la dialéctica a la tensión entre finitud e


infinitud, por una parte, y entre necesidad y posibilidad, por otra, genera un tipo de reflexión en el que la
desesperación adquiere el rango de genuino “exponente” de la difícil posición existencial del individuo:

119
infinitud contra finitud, finitud contra infinitud: posibilidad contra necesidad, necesidad contra posibilidad.
Por lo demás, cuando el drama de la existencia en el seno de los contrastes dialécticos se reconvierte en la
búsqueda de la autenticidad de uno mismo, el agravamiento llega a hacerse insoportable.
Aprendizaje de la angustia en la escuela de la posibilidad. Ni que decir tiene que el pensamiento
existencial kierkegaardiano se expandió hacia su conocida teoría de los tres estadios: estético (representado
por Don Juan, el seductor), ético (representado por “el marido”) y religioso (del que es prototipo el Abraham
de Temor y temblor), siendo este último por el que indiscutiblemente se inclina el pensador danés,
encontrándose en él el individuo en permanente combate con su propia finitud, que al más mínimo descuido
se convierte de hecho en “pasto del mundo”. Sin duda fue necesaria una “sensibilidad” filosófica y vital
como la kierkegaardiana para que al pensamiento fenomenológico, curtido en la teoría filosófica, le fuese
insuflado un inequívoco tono existencial, motor justamente de lo que llamamos al principio el deslizamiento
“de las cosas mismas a la existencia misma”. Jaspers o Marcel, Heidegger o Sartre, y muchos otros, recogen
de Kierkegaard su reivindicación del existente individual frente al sistema hegeliano, su compromiso con un
“yo” en busca de su propia autenticidad frente a “lo social”, amén de lo que llamaba Kierkegaard la
“comunicación indirecta”, muy valorada por Jaspers (cfr. Kierkegaard, S., 1846: 70 y ss.), pero también,
sobre todo, aquella combinación entre posibilidad, libertad y angustia tan decisiva para comprender lo que
significa existencia en la filosofía “existencial”.
Quince años después de morir Hegel, hacia 1846, y bajo el seudónimo de Johannes Climacus,
Kierkegaard (1846: 67-70) osa reivindicar en su Post-criptum defnitivo y no científico a las Migajas
filosóficas la figura del pensador subjetivo, infinitamente interesado en su propio pensamiento, en el que es
existente. Más adelante nos dirá que

la vía de la reflexión objetiva hace del sujeto cosa contingente, y por ello, de la existencia hace cosa
indiferente que va a desvanecerse. Alejándose del sujeto, la vía se dirige hacia la verdad objetiva;
mientras que sujeto y subjetividad devienen indiferentes, la verdad lo deviene también, y esto
justamente le confiere su valor objetivo, pues el interés, como la decisión, lleva sobre la
subjetividad. La vía de la reflexión objetiva conduce entonces al pensamiento abstracto, a las
matemáticas, al saber histórico [...], aleja sin cesar del sujeto cuyo ser-de-hecho o cuyo no-ser-de-
hecho deviene, de forma completamente correcta para el punto de vista objetivo, completamente
indiferente (Kierkegaard, S., 1846: 180).

Esa tendencia a la objetividad nada tiene de extraño desde cierta perspectiva, pues “existencia, existir y
seguridad objetiva no pueden pensarse conjuntamente”. El punto de arranque es la certidumbre de que puede
haber un sistema lógico, pero no un sistema de la existencia (Kierkegaard, S., 1846: 103): “quien dice
sistema dice mundo cerrado, pero la existencia es justamente lo contrario. Abstractamente, sistema y
existencia no pueden pensarse conjuntamente porque para pensar la existencia el pensamiento sistemático
debe pensarla como suprimida, es decir, de otro modo que como dada de hecho. La existencia separa las
cosas y las mantiene distintas; el sistema las coordina en un todo cerrado” (Kierkegaard, S., 1846: 112). Y un
poco más adelante: “La idea propicia al Sistema es la del sujeto-objeto, la de la unidad del pensamiento y el
ser; la existencia, por el contrario, es justamente lo que los separa. No se sigue de aquí, en modo alguno, que
la existencia sea rebelde al pensamiento, sino que ella ha disociado y disocia el sujeto del objeto, el
pensamiento del ser” (Kierkegaard, S., 1846: 117).
Otra de las ideas primordiales de Kierkegaard es la de la asociación entre posibilidad, libertad y
angustia. Basta leer el capítulo V de El concepto de la angustia para calibrar ese vínculo, decisivo en la
analítica existenciaria de Heidegger y en la ontología fenomenológica de Sartre, que lo exploran si bien sin
introducirlo en confrontación con la infinitud, en la fe religiosa, importante en Kierkegaard, pues representa la
única “salvación” posible y la posibilidad de sublimar la desesperación que lo finito produce. En un texto
memorable, demasiado extenso para ser citado aquí, el pensador danés acomete una especie de apología de la
angustia, en el sentido en que la conoce el hombre educado en una posibilidad que sería una carga mucho
más pesada y terrible que la de la realidad, en tanto comunica al existente la desmesura de su infinitud, frente
a la mera realidad finita, y siendo el hombre como es una difícil síntesis de bestia y ángel, de finito e infinito.
Para Kierkegaard, “...quien haya aprendido a angustiarse de la debida forma, ha alcanzado el saber supremo”.

120
Lo importante de la angustia kierkegaardiana es que no es por algo exterior, sino por el propio ser humano.
Mucho más terrible que aquel “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” de Jesucristo, que
impresionaba a Lutero, es lo que Jesucristo dice a Judas: “Lo que has de hacer, hazlo pronto”. La explicación
de Kierkegaard sobre por qué expresa más angustia esta segunda frase que la primera es porque con la
segunda se designa la relación a un estado todavía inexistente, mientras que la primera designa la situación en
que Cristo se encontraba. “La angustia es la posibilidad de la libertad. Sólo esta angustia, junto con la fe,
resulta absolutamente educadora”, en tanto relativiza todo y nos hace apreciar más lo real (Kierkegaard, S.,
1844: 191-193).
Sartre (1943: 71) llamó especialmente la atención sobre la circunstancia de que la angustia
kierkegaardiana es previa a la culpa (caso de Adán) y lo es originalmente ante la libertad, esto es, ante la
posibilidad, mientras que para Heidegger se trata de la angustia ante la nada (finalmente, en el contexto de la
diferencia ontológica).
Por último, y en atención a la brevedad requerida, recordar que para Kierkegaard es fundamental
“tener un yo” en el sentido más “profundo” de la palabra, lo que se encuentra íntimamente vinculado a una
dimensión de infinitud. De este modo, el pensador danés se sitúa críticamente frente a un mundo y una
sociedad a los que el “yo” en su profundidad no les importa, siendo que lo único relevante de un hombre
sería su vida pública, su no-aparente desesperación interior en la ocupación que mantiene con las cosas
temporales. Uno puede perder el yo y nada parece ocurrir en el mundo, “ninguna pérdida puede acontecer
tan sin ruidos ni ningún lamento”. Y, sin embargo, “carecer de infinitud es desesperada limitación y
estrechez”. Claro que no se trataría de una estrechez “mundana” o, como suele decirse, “económica”, siendo
que, como dice Kierkegaard (1849: 63), bajo el seudónimo de Anti-Climacus, en La enfermedad mortal,

la mundanidad consiste cabalmente en que se atribuya un valor infinito a lo indiferente. La


consideración mundana de las cosas siempre se aferra a las diferencias entre hombre y hombre, no
teniendo –como es obvio, puesto que tenerlo significa espiritualidad– ninguna comprensión para lo
único necesario y, en consecuencia, tampoco la tiene acerca de la limitación y estrechez que
representa el hecho de haberse uno perdido a sí mismo; sólo que ahora esta pérdida no acontece
mediante la evasión hacia lo infinito, sino haciéndose uno completamente finito y, en vez de ser un
yo, haberse convertido en un número, en uno de tantos, en una simple repetición de esa eterna
monotonía.

Para Kierkegaard, la limitación desesperada es carencia de originalidad o despojamiento de la


originalidad primitiva. No sólo debe constatarse la desesperación que es hundimiento en lo finito, sino
también aquella otra “que consiste poco más o menos en que «los demás» le escamoteen a uno su propio
yo”. En sus ocupaciones mundanas, con un desmedido afán por conocer la marcha de las cosas del mundo,
el sujeto se olvida de sí mismo, sin atreverse, dice Kierkegaard (1849: 64), a tener fe en sí mismo,
«encontrando muy arriesgado lo de ser uno sí mismo, e infinitamente mucho más fácil y seguro lo de ser
como los demás, es decir, un mono de imitación, un número en medio de la multitud”. Pero el yo, entre
tanto, se habrá perdido. El hombre desesperado en la finitud puede vivir “a las mil maravillas” y ser todo un
hombre de provecho, pero no será un “sí mismo” y carece de un yo por el que arriesgarlo todo en un
momento dado: carece, dirá Kierkegaard (1849: 65), de un yo-ante-Dios.
No cabe duda de que el descubrimiento francés de Kierkegaard fue decisivo para el surgimiento de la
filosofía existencial. Casi todas sus obras importantes son traducidas al francés en la década de los treinta.
En 1965 se celebró el centenario de su muerte en un congreso organizado por la Unesco bajo el título de
Kierkegaard vivo (cfr. AA. VV., 1966) en el que participaron, entre otros, Sartre (con su conocido texto
sobre El universal singular), Marcel, Jaspers, Hersch, Paci, Goldmann, Beaufret, Heidegger (que envió su
conferencia El final de la filosofía y la tarea del pensar), Wahl y otros. Se diría que contra su voluntad, y a
pesar de su temor a eruditos, académicos y sabios profesores estudiosos de su pensamiento, éste, el
pensamiento del pensador subjetivo, solitario, deseoso de seriedad y sinceridad, habría sido al menos
reconocido. En su caso, más que en ningún otro, es casi con toda seguridad que como decíamos en nuestro
capítulo introductorio, no habremos estado a la altura.

121
Del vínculo entre comprender y ser en el mundo, con la consiguiente relativización
del papel preponderante de la vida cognoscitiva teórica afiliada a la relación sujeto-objeto
y que se dirige al mundo básicamente para conocerlo desde una distancia reflexivo-
teoretizante, Heidegger detecta la importancia del encontrarse afectivo en-el-mundo, en
temples de ánimo, y adjudicará a ese encontrarse un peso específico en el comprender.
No se trata sólo de que mis emociones y afectos me expresen, sino de que expresando mi
ser-en-el-mundo despejan mundo en el seno de la diferencia ontológica. Ello tendrá sus
repercusiones, por ejemplo, en los análisis de Sartre sobre la emoción (vid. Sartre). Lo
que desde una perspectiva estrictamente objetiva puede aparecer como algo meramente
psíquico, sin embargo forma parte del mundo bajo el modo de nuestro encontrarnos en
él. Lo que antes habría pertenecido al “sentimiento interior” es ahora transferido al ser
del ente a través del ser en el mundo. El temple de ánimo es el que transmite la facticidad
del encontrarse. Así pues, del encontrarse-ahí al “cómo me encuentro”. Por ello dirá
Heidegger (1927-1: 152) que “en el «encontrarse» es siempre ya el «ser ahí» colocado
ante sí mismo, se ha encontrado siempre ya, no en el sentido de un encontrarse
perceptivamente ante sí mismo, sino en el de un «encontrarse» afectivamente de alguna
manera”. Siguiendo el hilo conductor de la cotidianidad, se trata de pasar de la pregunta
por el “dónde” al “cómo” del encontrarse: en-el-mundo y en tal o cual “temple” o estado
de ánimo. Y ese cómo precede al ejercicio “aséptico” de toda autoconciencia. Por
ejemplo, mi mera autoconciencia no podría dar cuenta de por qué, dándose el caso de
dos personas que esperen el autobús, para una de ellas, que tiene prisa, y por tanto ansia,
el tiempo pase lento y para otra, que está entretenida, pase “sin darse uno cuenta”. Si el
tiempo se vincula con el existente es, pues, a través de “cómo se encuentra” éste.
Si puedo, comprendo. En las reconversiones llevadas a cabo por Heidegger
tampoco el verstehen (comprender) es propiamente una operación del conocimiento,
como ya hemos dicho, sino práctica apertura a y de posibles. La posibilidad no designa,
como en un planteamiento meramente lógico, lo libre de contradicción, sino un contenido
(mundano) para el proyectar(se) del existente que se explícita cuando el comprender se
torna Auslegung, interpretación de algo en tanto es algo. Si la comprensión se refiere a
(o abre) el marco de referencia, la interpretación apunta a lo dado como tal. Veo una
“papelera”, por ejemplo, y la interpreto como lo que es desde un plexo de referencias
que comprendo previamente. De la interpretación antepredicativa se pasa al enunciado
predicativo que muestra la relevancia del habla (Rede) en nuestro encontrarnos en-el-
mundo comprendiendo. Así pues, tenemos: de la existencia como “realización” de la
esencia (planteamiento tradicional) a la existencia como apertura temporal al mundo; y
de lo posible como lo libre de contradicción al contenido del proyecto del existente
“cabe” tal apertura temporal. Comprender es proyectar, proyectar es comprender. El
proyecto, por otra parte, no es lo previo que puede realizarse o no, sino que el existir
mismo ya es, en tanto temporal, abierto al futuro y, por tanto, proyectivo. Así pues, la
facticidad se acota como existencia a la que no precede esencia, como comprender que
no es voluntad de inteligir, y como proyecto que ya siempre se realiza en tanto existimos.

122
El ser existe, se encuentra, está arrojado, comprende, proyecta... En realidad, habría que
ir rebajando todas las connotaciones psicológicas y antropológicas a fin de ir
“transfiriendo al ser del ente”, si pudiéramos decirlo así, lo que en principio parece
privativo del existente humano (en esta línea, Conrad-Martius), pues de no poderse
realizar tales transferencias la analítica existenciaria no pasaría de ser antropología y la
ontología regional que esta antropología entrañaría no pasaría a ser ontología
fundamental En la evolución heideggeriana se verá, por más que no podamos ocuparnos
suficientemente de tal cuestión, cómo el Da-sein es cada vez más lo que caracteriza al
Seyn, alejándose del existente humano como tal (cfr. Berciano, M., 1991: 288).
Ser-en (-el mundo a través del circunmundo: totalidad de conformidad), en
permanente apertura al cuidado-de entes “ante los ojos” y entes-útiles intramundanos “a
la mano”, preocupado por los Otros en mi ser-con ellos, exponiéndome a “caer” en la
inautenticidad de no saberme vocado por mis posibles de existir, pero también siendo-
uno-mismo..., encontrándome arrojado, proyectando (siendo, en consecuencia, por
delante de mí, pre-siéndo-me), comprendiendo, interpretando, enunciando, hablando...
Esta “cascada” de nociones entrelazadas conforman el tema de la analítica existenciaria
en Ser y tiempo. En buena medida, la “piedra de toque” de todas las experiencias
descritas la constituye una angustia (cfr. ¿Qué es metafísica?) que no es, como el
miedo, ante algo concreto mundano, sino ante la posibilidad misma de existir
auténticamente. Y es que la angustia provoca una suspensión de la familiaridad y de los
plexos de conformidad, el extrañamiento de los posibles, de mi ser-con-los-Otros...,
haciendo como si todo se retirase a un segundo plano y despuntase la Nada, pero Nada
que aproxima íntimamente al Ser (cfr. el comienzo de la Ciencia de la Lógica
hegeliana), pues la Nada lo es de-ente, y una de las primeras operaciones ha sido marcar
la diferencia entre ente/existente, es decir, ente/ser, de modo que la negación del ente no
equivalga a la del Ser. Finalmente, sólo queda el existente... y el tiempo y a través de la
muerte como posibilidad de toda imposibilidad para el existente, una ocasión única –la
más difícil– para “aprehender” el existir en su “totalidad” y “apertura”. En cierto modo,
la angustia implica un momento “reductivo” (suspensión del ente) y otro que podría
llamarse “reflexivo”, en tanto pone al existente frente a sí mismo en la irrevocabilidad de
sus posibles a existir. Pero aún hay otro modo, si se nos permite decirlo así, de que el
existente reflexione (sin contar con la conciencia reflexiva al estilo husserliano).
En efecto –volvamos a la muerte–, la analítica existenciaria quedaría incompleta si
no fuera posible “captar” el existir en su totalidad pero a la vez sin haber quedado
totalizado. Por ello le es necesario al análisis el ser-relativamente-a-la-muerte (o estar-a-
la-muerte, en traducción de F. Duque y R. Rodríguez), pues cuando se “proyecta” el
existente hacia su muerte ésta aparece referida al existir como posibilidad de toda
imposibilidad (Sartre y Levinas dirían: imposibilidad de toda posibilidad), de modo
que, al tiempo que relativiza al ser mundano del existente (colaborando con la angustia),
muestra definitivamente al ser como tiempo confirmándolo como existente. Puedo
“totalizarme” desde dentro de la existencia mientras existo, es decir, mientras estoy
abierto. De este modo, el “dar lo no venido por pasado”, según el poema de Jorge

123
Manrique, relativizaría todo proyecto mundano, aproximándome a mi autenticidad y
fortaleciendo, si puede decirse así, el activismo de lo posible en el “en cada caso mía” de
la existencia. Completamente pertinente, aquí, el verso de Píndaro citado por Camus al
comienzo de El mito de Sísifo: “¡Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota
el campo de lo posible!”. Tras el sein zum Tode heideggeriano no se esconde un
indiferentismo, sino, al menos en cierta perspectiva, un carpe diem singular que no se
alimenta del olvido de nuestra mortalidad, sino que se encuentra atravesado por su
conciencia hiperlúcida. Es preciso un “paso atrás”, hacia Kierkegaard, para captar
realmente toda la radicalidad de esa posibilidad de toda imposibilidad en el “ser-
respecto-a-la-muerte” que confirma la finitud del Dasein. Desvinculada de una caída en
el sentido que le proporcionaba el contexto kierkegaardiano, la culpa es el fruto de la
negatividad finita de la existencia, de la que se torna conciencia del encontrarse arrojado,
precondicionado o, sencillamente, carente de infinitud (diría Kierkegaard). El existente,
sin embargo, está vocado a asumir su existencia o su finitud, una encomienda de la que
tiende a escapar. La tentativa de fuga no lo es de/ante un ente intramundano, sino de sí
mismo: “La caída del «ser ahí» en el «Se dice», «Se piensa», etc., y el «mundo» de que
se cura la llamamos una «fuga» del «ser ahí» ante sí mismo” (Heidegger, M., 1927-1:
205). Y ese sí mismo equivale al ser-en-el-mundo en cuanto tal, en sus abiertas
posibilidades. He aquí, en consecuencia, una de las más finas y significativas aristas
“existenciales”, junto con el tema de la mortalidad, de la analítica heideggeriana. En
tono kierkegaardiano se nos dice que

en el “ante qué” de la angustia se hace patente el “no es nada ni en ninguna parte”. La insistencia del
“nada” y el “en ninguna parte” intramundanos quiere decir fenoménicamente: el “ante qué” de la
angustia es el mundo en cuanto tal. La absoluta insignificancia que se denuncia en el “nada” y el “en
ninguna parte” no significa ausencia del mundo, sino que quiere decir que los entes intramundanos
carecen tan absolutamente en sí mismos de importancia, que únicamente gracias a esta
insignificatividad de lo intramundano se impone el mundo en su mundanidad [...]. La angustia [...] saca
de nuevo al “ser ahí” de su cadente absorberse en el “mundo”. Queda quebrantada hasta las entrañas la
cotidiana familiaridad. El “ser ahí” es singularizado, pero como “ser en el mundo”. El “ser en” pasa al
“modo” existenciario del “no en su casa” (Heidegger, M., 1927-1: 207, 209).

De aquí que aunque la angustia “singularice” extremadamente al existente, el


“solipsismo existenciario” que de tal singularización resulta no aísle al “sujeto” en un
vacío sin mundo (Heidegger, M., 1927-1: 208). Dos años después, en ¿Qué es
metafísica?, Heidegger ontologiza más la angustia en el sentido de que –así comienza su
conferencia– salvo los entes a la ciencia no le importa Nada. Heidegger distingue entre
todo del ente y ente en total’ y apunta que éste se nos “da” en el aburrimiento, o incluso
en la alegría, pero al tiempo que tales temples nos dan el “ente en total” ocultan la Nada,
que se nos da en el temple de ánimo de la angustia, gracias a la cual “se nos escapa el
ente en total”. De este modo, “sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar
suspenso en que no hay nada donde agarrarse” (Heidegger, M., 1927-1: 47). Si el ente en
total se torna caduco nos aproximamos a la nada, nada-de-ente, que hace resplandecer,
en la “noche clara de la angustia”, el Ser más allá del ente en total. Se comprobará que

124
estamos comenzando a desplazarnos desde el planteamiento inmediato de Ser y tiempo
siendo una de las claves la Nada-de-ente. Existir es trascender hacia este Ser que “es”
Nada-de-ente, pues dándose en los entes (¿dónde y cómo si no?) está más allá de ellos.
La angustia lo es tanto por el existir que trasciende más allá de los entes, marcando por
doquier su diferencia respecto a los entes, como por el Ser-Nada a que brinda acceso.
No busquemos el Ser “fuera”, en el todo de los entes. El Ser se abre al existir que
significa ‘‘estar sosteniéndose dentro de la nada’ (Heidegger, M., 1929-1: 49). Aunque
en Heidegger la angustia no tuviese un dramatismo típicamente “existencialista”, su
reivindicación contribuye no sólo a esclarecer el existir –tarea básica de la filosofía
existencial–, sino también a conducir dicho esclarecimiento a cierto dramatismo ya en sí
independiente de la filosofía heideggeriana: la angustia sólo se da fuera del marco teórico:
vivencial, existencialmente. En esta reivindicación de la angustia, como en la de la
relevancia decisiva del ser relativamente a la muerte... Heidegger tiene muchos puntos en
común con un estilo de pensamiento que pretende situar radicalmente al existente ante
una existencia “angustiada”, básica para la diferencia ortológica. Podría decirse, pues,
que si la angustia posibilita tal diferencia (de la que depende que el ser no quede oculto
por los entes) tiene de algún modo una función de “epojé” del ámbito óntico. Introduce
al existente en medio del ente para “arrebatarlo” de él, del mismo modo, salvando las
distancias, que la epojé husserliana introduce la conciencia en medio del mundo-sin-
conciencia para arrebatarla de él. La “epojé”/angustia heideggeriana deja al existente
consigo mismo en medio del mundo, sostenido sobre la Nada, y la husserliana deja la
conciencia consigo misma, también ella sobre Nada (bien es cierto que la epojé
husserliana deja intocado el ego –puro y trascendental–, lo que explica que uno de los
primeros gestos de la fenomenología sartreana sea el de extraer al ego de la conciencia –
vid. infra–) (cfr., en general, sobre el vínculo entre angustia y reducción, Courtine, J.-E,
1984-2).
Ente en tanto existente, radicalmente “privilegiado”, irreductible a la presencia de lo
ante los ojos y a la mano, vocado a existir (diríamos: sin esencia ni definición, “desde
dentro”), el existente es tiempo. No basta, pues, el ser-consciente que remite el orden de
los fenómenos a la presencia del presente-vivo del flujo temporal de la conciencia, y que
de este modo potencia la presencia repartida entre el presente, el presentarse y el propio
ser-consciente. Hay que pensar más a fondo la “procedencia” del pasado (pero no por
arribar a un presente, sino por la facticidad que el pasado implica: no simplemente “yo
he sido”, sino mucho más: “yo soy sido” –en alemán: ich bin gewesen–) y la
vocación/proyectar hacia el futuro. No se trata ni del tiempo vulgar ni de la “conciencia
inmanente del tiempo” husserliana (a instancias de Husserl fue Heidegger el editor, en
1926, de las lecciones de Husserl sobre la Fenomenología de la conciencia interna del
tiempo). Pasado-presente-futuro es el modo de existir del Dasein, como se temporaliza,
y no se trata tanto de reducir el pasado a la conciencia del pasado-presente (memoria) ni
el futuro a la conciencia del futuro-presente (proyecto) en torno al “presente-vivo” de la
subjetividad-consciente, cuanto más bien del des-presentificarse mismo del tiempo en sus
éxtasis desde el pasado y hacia el futuro, de modo que el existir ya no podría

125
interpretarse como una sucesión de “ahoras”. En una muy significativa observación
marginal en su ejemplar de Ser y tiempo, junto con la pregunta heideggeriana acerca de
por qué decimos siempre que “el tiempo se va [vergeht]” y no también “el tiempo
surge” (entsteht), Husserl (1994: 47) anota: “nosotros decimos: el tiempo viene [die Zeit
kommt]”. En el fondo, la analítica existenciaria lleva a cuestionar la temporalidad del
devenir-fenómeno de la fenomenología (de aquí su importancia para la pregunta por el
Ser) con vistas a aprehender correctamente la diferencia entre ser y ente a partir del
modo de ser del Dasein. Lo que está en cuestión en la concepción husserliana de la
temporalidad es la preponderancia del presente-vivo y, en el orden metodológico, la
importancia concedida al presentar que brinda la intuición. Nada de extraño, desde esta
perspectiva, que el pensamiento heideggeriano avance hacia posiciones alejadas del
“intuir”. En una significativa nota de Ser y tiempo indica Heidegger (1927-1: 392-393)
que

la tesis de que todo conocimiento tiene por fin una “intuición”, entraña este sentido temporal: todo
conocer es presentar. Quede aquí indeciso todavía si toda ciencia y más aún si todo conocimiento
filosófico tiene por meta un presentarse. –Husserl emplea para caracterizar la percepción sensible el
término “presentar” [...]. El análisis intencional de la percepción y la intuición en general, no podía
menos de sugerir esta caracterización “temporal” del fenómeno. La sección siguiente mostrará que la
intencionalidad de la “conciencia” se funda en la temporalidad extática del “ser ahí” y cómo se funda en
ella.

126
3.6. Diferencia ontológica y trascendencia. El dejar-ser lo misterioso

Los años inmediatamente posteriores a Ser y tiempo marcan la aproximación de


Heidegger a posiciones en que se busca un abordaje más directo de la problemática
específica de la diferencia ontológica. Así en ¿Qué es metafísica?, De la esencia del
fundamento y, muy especialmente, en De la esencia de la verdad, texto que data de
1930, aunque fue publicado mucho más tarde, y que según muchos exégetas de
Heidegger marcaría la fecha clave de la Kehre heideggeriana (el propio Heidegger lo
reconoce en su Carta sobre el humanismo, de 1946). Siendo imposible que entremos en
detalles, intentemos al menos señalar los hitos principales.
Una idea decisiva preside De la esencia del fundamento. Este “fundamento” del
que se trata, que es el de la diferencia ontológica, no es otro que lo que Heidegger llama
trascendencia, rasgo constitutivo del existente. El sobrepasar que se mienta en el
trascender (más fundamental que la intencionalidad) sobrepasa todo ente des-oculto,
incluyendo al propio ente que es el existente, y se sobrepasa hacia el mundo gracias al
ascender en posibilidades del existente. El trascender mismo es, de este modo, ser-en-
el-mundo en y hacia posibilidades que despejan el des-ocultamiento del ente. Trascender
es ser por encima de sí desde la facticidad hacia lo posible/el Mundo (Heidegger, M.,
1929-2: 100). En este sentido, el fundamento del trascender, es decir, el fundamento del
fundamento, es la libertad (y la libertad como abismo: Heidegger, M., 1929-2: 106-107),
apertura a lo posible, pero finita, en tanto el mundo se abre efectivamente desde las
posibilidades que se brindan al existente. Este texto expresa bien el tono de la reflexión
heideggeriana:

En el fundamentar que erige, en cuanto proyecto de las posibilidades de sí mismo, reside el que el
Dasein en cada caso esté por encima de sí. El proyecto de las posibilidades es, según su esencia,
siempre más rico que la propiedad que yace en el que proyecta. Pero esto es propio al Dasein, porque en
cuanto proyecta se encuentra en medio del ente. Con eso se sustraen al Dasein otras posibilidades ya
determinadas –y en verdad, únicamente por su propia facticidad–. Pero justamente este sustraer –
incluido en la conquista del ente– ciertas posibilidades de su poder-ser-en-el-mundo, pone frente al
Dasein, como su mundo, las posibilidades “efectivamente” captables del proyecto de mundo [...]. La
trascendencia es a la vez, en correspondencia con los dos modos del fundar, lo que excede y lo que
sustrae. El hecho de que el proyecto de mundo, que respectivamente excede, sólo por el sustraer
adquiera poder y posesión, es al mismo tiempo un documento trascendental de la finitud de la libertad
del Dasein. ¿Y no se manifiesta en esto la esencia finita de la libertad en general? (Heidegger, 1929-2:
100).

Ser por encima de sí. Pero no sólo en posibilidades que despejan mundo, por más
que desde la finitud, sino en una señaladísima “posibilidad” que consiste en el ser por
encima de sí del Dasein en el sentido de dejar-ser al ser, no imponiéndole el proyectar,
sino dejándolo-ser, y en este dejarlo-ser, no ya, obviamente, des-ocultando mundo en el
proyectar en posibilidades, sino preservando lo que no se deja des-ocultar, es decir,
preservando el misterio. ¿Qué modo más elevado que éste de ser del Dasein por encima
de sí? La libertad más original es este librarse del proyectar que abre mundo. En efecto,
un año después de Von Wesen des Grundes, en De la esencia de la verdad Heidegger

127
profundizará el vínculo entre trascender, libertad y verdad, entendida ésta como des-
ocultación que sólo puede acontecer gracias a un Dasein que deja-ser al ente,
permitiendo su “despeje” previo a la verdad del enunciado (verdad como
conformidad/adecuación) y abriendo el vínculo entre facticidad (incluyendo, por
supuesto, la del ser histórico –cfr. Heidegger, M., 1930: 121, 122-) y des-ocultamiento.
Lo patente, la presencia, el ente se abren antes del enunciado. Pero ¿por qué la esencia
de la verdad, en tanto conformidad del enunciado, es la libertad? Se trata de alcanzar un
punto de vista justamente opuesto a aquel en que la libertad aparece como arbitrariedad
de un sujeto. Es ante todo dejar ser al ente, pero al dejar-ser al ente, tal como ello
acontece en la vida cotidiana, se oculta el ente en su totalidad que el trascender como
libertad presupone, de modo que esa no-verdad (lo que se oculta) es propia de la esencia
de la verdad. Se transita del proyectar en que el trascender trasciende hacia el horizonte
del mundo al dejar-ser, que pasa del dejar-ser la verdad previa a la verdad del enunciado
al dejar-ser el horizonte de esa verdad previa: el misterioso “ente en total”. De este modo
el pensar gana una nueva encomienda: dejar-ser no sólo al ente en el libre proyecto del
mundo, sino ante todo dejar-ser el oculta-miento del misterioso ente en total, sin
violentarlo en el afán desmedido de traerlo todo a lo des-oculto, a presencia. Dice
Heidegger (1930: 124) que

en el dejar-ser al ente en su totalidad, que desvela y simultáneamente oculta, ocurre que la ocultación
parece como lo oculto en primer término. El Da-sein, en tanto ex-siste, resguarda el primero y más
amplio no-desvelamiento, la auténtica no-verdad. La auténtica no-esencia de la verdad es el misterio.

“Afincarse en lo corriente es, en sí, el no dejar que impere la ocultación de lo


oculto.” Así pues, hay que dejar que impere la ocultación. Lo importante respecto a lo
oculto no es traerlo a presencia, violando su misterio, sino “recordar” su ocultación como
tal.

En la medida en que el secreto se rehúsa en el olvido y para el olvido, deja estar al hombre histórico
en lo corriente junto a sus hechuras. Dejada así, una humanidad completa su “mundo” a partir de sus
necesidades y propósitos más recientes y lo llena con sus proyectos y planes. De éstos toma el hombre
su medida, olvidando el ente en su totalidad. Persiste en ellos y se procura de continuo nuevas medidas,
sin meditar en el fundamento mismo de este “tomar como medida”, ni en la esencia de lo que da la
medida [...].
A pesar del progreso hacia nuevas medidas y metas, se equivoca el hombre en cuanto a la
autenticidad esencial de sus medidas. Cuanto más exclusivamente se toma a sí mismo, en cuanto sujeto,
como medida para todo ente, más equivoca la medida. Este olvido temerario de la humanidad perdura en
la seguridad de sí misma, por medio de lo corriente que es accesible en cada caso. Este perdurar tiene
su apoyo, incognoscible para él mismo, en la relación,; como tal, el Dasein no sólo ex-siste, sino que
simultáneamente in-siste, es decir, persiste aferrándose a aquello que ofrece, como por sí y en sí, el ente
abierto.
Ex-sistente, el Dasein es insistente. Aún en la existencia insistente impera el misterio, pero como
esencia de la verdad que ha llegado a ser olvidada y de ese modo “inesencial”
Al insistir, el hombre se vuelve a la viabilidad cada vez más próxima del ente. Pero insiste sólo como
ya-existente, en cuanto toma como patrón de medida el ente como tal. En su tomar como medida, la
humanidad se ha apartado del misterio. Aquel vuelco insistente hacia lo corriente y este alejamiento
existente del misterio, se copertenecen [...]. Ese trajinar del hombre que lo aleja del misterio hacia lo

128
corriente, va de una cosa habitual a una más próxima y pasa de largo junto al misterio, es el errar
(Heidegger, M., 1930: 125-126).

La verdad, pues (y he aquí una de las claves de la Kehre heideggeriana), ya no es


ante todo la de lo des-oculto sino, más primordialmente, la de lo oculto, la del misterio,
de modo que tanto en el orden existencial-“biográfico” (del Dasein como “existente
individual”) como en el devenir existencial-histórico (ya en el contexto de una “historia
del ser”), todo es un errar, pasar indefectiblemente de largo junto al misterio. La libertad
nace del imperio del misterio en el error (Heidegger, M., 1930: 127), imperio que es el
estar-en-lo-abierto en que tiene lugar el dejar-ser propio de la esencia de la verdad como
libertad.

129
3.7. Hacia otro pensar. Esbozos para una fenomenología de lo que no-aparece
(des-aparece)

En el Denkweg heideggeriano no se trata sólo de retraer la pregunta por el


fundamento hacia la libertad como dejar-ser y hacia el misterio de lo oculto. También es
importante deshacer los equívocos de la noción de existencia, una tarea que aún en 1946
arrastra Heidegger para que su pensamiento no sea confundido con el “existencialista”. A
ello se consagra en buena medida la Carta sobre el humanismo, que Heidegger envía a
Jean Beaufret en respuesta a El existencialismo es un humanimo de Jean-Paul Sartre,
que con su “existencialismo” se mantendría en un plano “en qué sólo hay hombres”,
mientras que para Heidegger (1946: 87-88) se trataría ante todo de mantenerse en un
plan en el que de lo que se trata eminentemente es del ser. El problema del humanismo
en sus diferentes versiones es su vínculo más o menos declarado con la metafísica, es
decir, con el olvido del ser y, en consecuencia, que no sabe acercarse al ex-sistir propio
de la existencia. No se trata, pues, de que ésta preceda a la esencia (Sartre), tesis que
Heidegger considera una metafísica invertida, sino de pensar de otro modo: que la
esencia de la existencia es el existir, es decir, estar en el “despejo” o “despejamiento”
(Lichtung) del ser, el ex-stático habitar en la cercanía del ser (Heidegger, M., 1946: 76 y
97). La esencia del hombre es su existencia, pero la existencia no debe ser entendida
(Heidegger se ve obligado a insistir en ello –y ya lo hemos dicho–) como la actualización
efectiva de la esencia posible ni en el contexto de la contraposición entre esse essentiae y
esse existentiae. Existencia es “salirse a la verdad del ser” (Heidegger, M., 1946: 79).

Supuesto que en lo futuro el hombre sea capaz de pensar la verdad del ser, entonces piensa desde
su ec-sistencia. Ec-sistiendo está él en el sentido del ser. La ec-sistencia del hombre es, a fuer de ec-
sistencia, histórica, pero no sólo o primeramente porque con el hombre y las cosas humanas acontezcan
toda suerte de ocurrencias en el transcurso del tiempo. Porque importa pensar la ec-sistencia del existir,
por eso es de mucha monta –esencial-para el pensar en Ser y tiempo que la historicidad del existir sea
experimentada– (Heidegger, M., 1946: 90).

En toda su gran trayectoria Heidegger buscó con ahínco caminos hacia el Ser en la
tensión concreta de una diferencia ontológica que pareciera repeler toda concreción, toda
determinación, toda objetividad, todo juicio. En la gran segunda fase de esa trayectoria,
cuando Heidegger busca accesos más directos al Ser, que los rechaza, debió pedir auxilio
no ya sólo a las raíces de las grandes tradiciones del pensamiento occidental y oriental,
sino también, y especialmente, a un selecto grupo de artistas y poetas, cuyas obras y
poemas se convirtieron, bajo la apasionada inteligencia de Heidegger, en tema de
comentario y pensamiento. Los “fragmentos” y lecciones de Heidegger fueron
coaligándose, como si estuviesen imantados, por la única pregunta –la que interroga por
el Ser– que al filósofo de Todtnauberg le parecía decisiva, donde habría de elucidarse
(plantearse, más que encontrar resolución positiva) el destino del hombre en
correspondencia con el Ser, al que el ser envía y al que reclama para que lo “pastoree”.
En 1962, en su conferencia Tiempo y ser reconocía Heidegger que su modo de
proceder era fenomenológico y que conservaba la “auténtica fenomenología” (Heidegger,

130
M., 1962-1: 65; cfr. Rodríguez, R., 1993: 94-95). Pero ¿qué significaría una
fenomenología de lo Unscheinbares, es decir, de “lo que no puede aparecer” (Duque, E,
1986: 375) o de lo no aparente, o no-aparecible o de lo que des-aparece? Ya se insinuó al
comienzo. Si Ser y tiempo, así como la gran trayectoria heideggeriana, se alimenta de la
tensión entre lo des-oculto y lo oculto, es decir, entre lo que adviene a la presencia
(fenomenología/metafísica de fenómenos, objetos, entes, etc.) y el Ser, ¿no se estaría
preparando una “nueva fenomenología”, con una nueva tensión, inversa a aquella otra,
es decir, una fenomenología en la que lo que des-aparece (el Ser en la diferencia
ontológica), se vería tensado esta vez por lo que se entrega al aparecer o al dominio del
Fenómeno? ¿No cobran sentido, en esta perspectiva, los ejercicios de fenomenología y
hermenéutica “aplicadas” a los ámbitos artístico-plástico y poético? Recuérdese, pues, el
despeje del mundo “al cabo” de las botas-de-campesino de Van Gogh en El origen de la
obra de arte (1935), o el puente sobre el riachuelo de Construir; habitar, pensar (1951).
Léanse tales “descripciones” que se tornan “despejes” y se comprenderá a qué se alude
(cfr. Heidegger, M., 1935: 11-74, y 1951: 133 y ss). Por tomar como referencia esas dos
fechas, desde 1935 a 1951 el estilo del preguntar se ha mantenido similar. En 1935: “Un
par de botas de campesino y nada más. Y sin embargo...” (Heidegger, M., 1935: 27), yen
1951:

Se piensa, ciertamente, que el puente, ante todo y en su ser propio, es sin más un puente. Y que
luego, de un modo ocasional, podrá expresar además distintas cosas. Como tal expresión, se dice, se
convierte en símbolo, en ejemplo de todo lo que antes se ha nombrado. Pero el puente, si es un
auténtico puente, no es nunca primero puente sin más y luego un símbolo. Y del mismo modo tampoco
es de antemano sólo un símbolo en el sentido de que exprese algo que, tomado de un modo estricto, no
pertenece a él. Si tomamos el puente en sentido estricto, aquél no se muestra nunca como expresión. El
puente es una cosa y sólo esto. ¿Sólo? En tanto que esta cosa, coliga la Cuaternidad (Heidegger, M.,
1951: 134-135).

“Lo que no puede aparecer”, lo “in-aparente”, o incluso lo que “des-aparece” no se


dejan medir únicamente por una noción restrictiva y positivista de fenómeno, que toda
fenomenología supera con creces, sino que “lo que no puede aparecer” es aquello que se
mantiene oculto en lo que en este texto, por ejemplo, Heidegger nombra como
“símbolo”. Esa Phänomenologie des Unscheinbares se sirve como “medio” de todo lo
que se pone en el despejado camino de lo que “aparece”: puente-“cosa” (“cosa” como lo
que “coliga” la cuaternidad de tierra y cielo, divinos y mortales). Ese medio es huella, y
la fenomenología de lo no aparecible o des-aparecible debe saber mantener la tensión del
misterio y lo oculto a que remite o se debe “lo que aparece” (puente-“cosa”). Su
encomienda no es abstractamente lo que aparece ni lo oculto como lo que simplemente
no-aparece (en presente), sino lo que des-aparece según, en y por el “aparecer” (por
tanto: según, en y por lo des-oculto, pero ya, en el segundo Heidegger, no al cabo del
proyecto del mundo, sino de aquellas “manifestaciones” que mejor dejan-ser al ser o que
más serena, sobria y meditativamente dejan-ser el misterio: la obra de arte y la poesía –el
poetizar como culminación del lenguaje en tanto “morada del ser”– [cfr. Rodríguez, R.,
1993: 94-110; también puede resultar esclarecedor Asensi, M., 1995: 217-240]). Lo que

131
des-aparece se vincula de algún modo de lo que aparece, de aquí que la fenomenología
heideggeriana “busque” por doquier ocasiones de revelación, “detectando” las mejores
huellas y preguntando siempre: una fenomenología, en fin, comprometida con un más
allá del Fenómeno que sigue-requiriendo-al-hombre. La circularidad trascendental
(posibilidad de la experiencia, objetos de la experiencia) se ha abierto hasta vislumbrar en
el hombre, en su co-pertenencia al Ser, su ser requerido por el Ser –al que el hombre no
“constituye”, sino al que se “entrega” cuando libremente lo deja-ser–. Lo importante es
que la descripción/despeje conduzca, sin llegar jamás (nos deja sólo en el camino) a lo
que des-aparece, donde queda en suspenso, por la propia libertad del hombre, la
voluntad de poder. ¿No habría que indagar en esta línea las posibilidades de la
“fenomenología” del segundo Heidegger? ¿No ha tenido lugar en su pensamiento, más
que una despedida de la fenomenología, una reinterpretación a fondo de la misma?
A esta fenomenología no le estaría encomendado ni el aparecer ni lo oculto como
tales, aquél por insuficiente, éste por imposible. Lo que sí podría tener lugar es la tensión
del fenómeno mismo del des-aparecer como tal sin que ningún aparecer previo pudiese
agotar, en absoluto, todo lo que con él des-aparece por efecto del aparecer de lo que
aparece. El des-aparecer sólo puede ser excesivo. En la evolución del pensamiento
heideggeriano –que ni de lejos pretendemos aclarar en estas pocas líneas, en las que será
más que posible, muy probable, alguna tergiversación– no se tratará tan sólo de aquel
entre-Dasein-Mundo-y-sentido del ser de Sein und Zeit; que daba la impresión de
perseguir la autenticidad del Dasein en el “en cada caso mía” de la existencia, sino del
abrirse/cerrarse, aparecer/desaparecer, advenir/retraerse del Ser en su Historia:
Seinsgeschichte, en la que el ser (se) da, y tanto como se da se retira misteriosamente.
Sólo podremos vislumbrar su huella (de aquí que sea tan importante dicha “historia del
ser” y el Andenken: la conmemoración del ser) en sus “acaecimientos propicios”
(Ereignisse) que comprenden ser-y-tiempo. Ya no se trata del existente (Dasein) en cada
caso mío, sino del propio aparecer (mejor: acaecer) histórico del Ser. No habría tarea
más pertinente que la de mostrar el des-aparecer: ¿un pensamiento de la huella, pues?
En ésta se aprecia la correspondencia inversa de envío/destinación y
retirada/desaparición. Pero la huella la deja no este o aquel ente, sino algo sin nombre ni
figura, algo que no es ente ni objeto: el Ser. Habrá Huella, pero sin Modelo. Ello sólo
habrá sido posible cuando en lugar del “sujeto” de una huella de este modo o aquel que
pudiera haber dejado este o aquel ente (un pie, por utilizar un ejemplo trivial), ese
“sujeto” lo fuese de la huella del “ente en total”.
¿No habría sido finalmente el respeto por las “cosas mismas” implícito en el lema
husserliano “a las cosas mismas”, absolutamente más allá del positivismo naturalista y del
psicologismo, el que ha profundizado, hasta unos extremos inauditos, y con unos
desarrollos filosófico-meditativos impresionantes (según la orientación de la pregunta por
el Ser) la “novísima” fenomenología de Martin Heidegger? ¿No ha sido todo su Denkweg
el clarividente abismarse del Logos del aparecer?
No deja de ser interesante –se puede aventurar la hipótesis– que Husserl dejara de
concentrarse en las posibilidades de lo no-dudoso para avanzar hacia la evidencia

132
antepredicativa del mundo de la vida (evidencia dóxica, considerada desde la episteme
cientificista, y una evidencia ante la que el sujeto “ha de rendirse”), y que en el decurso
de su pensamiento Heidegger abandonase la preeminencia del proyectar (línea del
cuidado/comprensión/pre-ser-se/temporalidad de Ser y tiempo) y avanzara hacia la
serenidad. ¿Dos modos de asumir filosóficamente el dejar-ser, dos reivindicaciones de
una paciencia primordial, de una pasión como apertura? Se deja apuntado tan sólo el
problema. En la entrevista que concedió a Der Spiegel Heidegger sugirió la posibilidad de
que con el pensamiento y la poesía el hombre preparase “una disponibilidad para la
aparición del dios o para su ausencia en el ocaso”. ¿Habría sido éste uno de los últimos
designios de todo su inmenso “camino del pensar”? En cualquier caso, y así puede
“concluirse” este capítulo dedicado a Heidegger, éste no pensó a fondo la posibilidad de
la Ética, pero no de esta o aquella ética, ni de los “valores” en una intencionalidad
axiológico-afectiva (Scheler), sino la Ética como “filosofía primera”. En la estela crítica
de Husserl y Heidegger será Emmanuel Levinas el que habrá de pensar hasta el fin el
dejar-ser al Otro (extremado como infinito y “exterioridad radical”) que es a la vez Ética
y Metafísica. Pero en Levinas el hombre ya no será tanto “pastor del ser” cuanto
“guardián del Otro”: su responsable en la que es quizás una de las últimas ocasiones del
“humanismo” después de los humanismos: el humanismo del Otro hombre. Pero ya se
hablará de ello.

133
4
Límite y trascendencia: de la excepción a la
metafísica (Jaspers)

Yo soy la proa de una angustia indeterminada.

Karl Jaspers

S i Husserl llegó al concepto filosófico por un camino que procedía de la episteme


matemática, Jaspers hizo lo propio, pero con un atrevimiento especulativo que
sería inaudito en Husserl, por un sendero algo más oscuro, procedente de la experiencia
clínica psicopatológica. En cualquier caso –he aquí lo que los hermanaba–, ambos no
sólo confiaban en la razón, sino también en la capacidad del logos filosófico para
penetrar en lo que cada uno de ellos consideró lo más digno de ser pensado, que en
Jaspers se acerca a una Existencia de la que ni la vida ni la conciencia, ni tan siquiera el
ser espiritual podrían dar cuenta, tal sería su condición abismática en la apertura a una
Trascendencia insondable que es su verdad última.

134
4.1. Una vocación filosófica

Como reconoció Ricoeur en su estudio conjunto sobre Marcel y Jaspers, el genio de


filosofías existenciales como las representadas por estos dos pensadores estribaba en
conjugar el sentido dialéctico riguroso y un gusto virgen, en cierto modo, por experiencias
a la vez reveladoras e imperfectamente transparentes (cit. por Kremer-Marietti, A.,
1974: 75). En el caso de Jaspers (1883-1969), por su formación y algunas circunstancias
personales que se narran en su autobiografía (Entre el destino y la voluntad), la vocación
del pensar estaba orientada hacia la filosofía de la existencia, de la que es probablemente
uno de sus más inequívocos representantes, como bien atestigua su monumental
Philosophie (1932), cinco años posterior a Sein und Zeit de Heidegger, y otras obras
tales como Psicología de las concepciones del mundo, antecedente en algunas
cuestiones importantes de la gran obra de Heidegger recién citada, Razón y existencia
(1935), Filosofía de la existencia (1937) o De la verdad (1948). Junto con Gabriel
Marcel, Jaspers es usualmente considerado representante por antonomasia de una
filosofía de la existencia abierta a la trascendencia, y no sin razón, en la medida en que
toda la filosofía jaspersiana se encuentra interiormente impulsada por el más allá
inobjetivo en que se ubica la Trascendencia, que sólo podría ser atisbado
metafísicamente (mediante “cifras”). Como es bien sabido, la distinción entre
existencialismo cristiano y existencialismo ateo fue propuesta por Sartre (El
existencialismo es un humanismo) y puede ser asumida o rechazada. Sin dejar de ser del
todo falsa, no se adecua demasiado bien a Jaspers el considerarlo simplemente
“cristiano”. Nadie podrá negar, por lo demás, que su filosofía es una de las más “tensas”
de nuestro siglo, y no sólo por su reivindicación de las Grenzsituationen (situaciones-
límite), sino por su combinación entre el reconocimiento de la existencia como facticidad
(la concepción jaspersiana de la libertad no hace concesión alguna a una libertad
psicológica) y el deseo meta-físico que caracteriza la aspiración/salto a la trascendencia.
Menos explícitamente religioso que Marcel, sin duda, pero manteniendo la Trascendencia
en una ambigüedad menos “pagana” (por utilizar una expresión de Levinas) que el Ser
heideggeriano, el pensamiento de Jaspers busca tanto no dejar en paz como buscar la
paz en la noche oscura de la angustia (así culmina Philosophie). En el fondo, uno de
los rasgos más significativos de la filosofía jaspersiana es su kantismo (cfr. las
interesantes observaciones de Stegmüller, W., 1989: 233 y ss.), hasta el punto de que
podríamos decir que si la analítica existenciaria del primer Heidegger arranca de una
transformación hermenéutica de la fenomenología de Husserl (Ramón Rodríguez), la
filosofía de la existencia de Jaspers surge desde una transformación existencial de la
filosofía trascendental de Kant y, más concretamente, de la dialéctica kantiana, lo que
no resulta sorprendente a la vista del excelente lector de Kierkegaard que fue Jaspers, en
cuyo pensamiento está muy presente lo antinómico y paradójico, así como toda la
tensión generada por la necesidad de “saltar” propia del individuo kierkegaardiano,
solicitado y conminado por una Trascendencia “imposible”, que Jaspers sostiene en una
ambigüedad metafísico-religiosa de tan largo como oscuro alcance.

135
Existencia y trascendencia tienen que estar cada una de ellas, en Jaspers, a la altura
y profundidad de la otra. La posibilidad de su vínculo ha surgido en la zona oscura de la
asistencia a la experiencia de la locura. No deja de resultar significativo que si la reflexión
husserliana pende interrogativamente, en sus inicios, de su formación eminentemente
matemática, Jaspers gesta su Philosophie al lejano amparo de su experiencia clínica (y,
por tanto, sobre un modo específico de ser-en-el-mundo) en el sector de la psiquiatría,
decisivo por sus potenciales repercusiones filosóficas. Filosofía aparece en 1932,
diecinueve años después de Psicopatología general (1913), cuando Jaspers tiene la edad
de 49 años. Nadie podrá negar la diferencia que media, en principio, entre el gabinete
mental matemático y la experiencia cotidiana clínica. Ese desnivel entre, por decirlo así,
el materna puro y la psique patógena es decisivo para comprender las orientaciones de
Husserl y Jaspers. En este último es permanente la confrontación con la “desviación” y el
drama humanos, forzados por una “necesidad” que pertenece al mundo, sin por ello
abandonar el reto de la razón, compartido con Husserl (mucho más que con Heidegger)
como confianza en ella y combate en su favor, pero con la precaución tanto de los
riesgos como de los excesos a los que se encuentra permanentemente expuesta (cfr. en
este sentido La razón y sus enemigos en nuestro tiempo, de 1950). En el caso de
Jaspers, una razón orientada hacia la existencia e impensable sin la sinrazón y lo
irrazonable, como queda claro en Razón y existencia (1935). Para la filosofía será
decisivo el contacto con lo irracional, lo contrarracional y lo suprarracional (Jaspers, K.,
1935: 9-10). No se trata de la contingencia sartreana, ni del abismo heideggeriano, sino
de una pertenencia que escapa a los intentos de una menoscabada razón por dominarla,
y enfrentada irremediablemente a situaciones-límite. De aquí que en 1935 dedicase
Jaspers (1935: 29) gran atención a la influencia ejercida en su pensamiento por dos
grandes proscritos, solitarios, inclasificables y –en su opinión– conocedores de la
fatalidad como Kierkegaard y Nietzsche, en los que la reflexión se torna peligro:
“Víctimas cuyo camino los hace salir del mundo haciendo acopio de experiencias a favor
de otros. Empeñando sin restricciones todo su ser”, ambos pensadores “son como una
versión moderna de los mártires, por más que nieguen serlo. Cumplen su misión por su
ser como excepción”. Ambos abordan indisolublemente pensar y ser-hombre, y como
adversarios decididos del sistema se oponen igualmente a la separación de vida y
pensamiento, traspasando los límites sobreentendidos, Kierkegaard desde el cristianismo
(¿estamos a la altura del Nuevo Testamento?) y Nietzsche desde el nihilismo (Dios ha
muerto). Situados en un punto de viraje, ambos han puesto en tela de juicio la razón
desde la profundidad de la existencia. Para ambos, saber es interpretar sin fin. Maestros
de la “comunicación indirecta”, han dado el salto: Kierkegaard hacia el cristianismo como
absurda paradoja y Nietzsche hacia el eterno retorno y el superhombre.
Sin embargo, la Psicopatología general de 1913 (fecha en que, recuérdese,
aparece Ideen I de Husserl), atestigua hasta qué punto Jaspers podría sentirse atraído por
la fenomenología husserliana como método, pero también hasta qué punto, del mismo
modo, buscaba otro sendero específicamente filosófico más cercano a lo que Jaspers
llamaba existencia y su “esclarecimiento”. Y es que, en efecto, la Erklärung

136
fenomenológica husserliana dista de la Existenzserhellung (esclarecimiento de la
existencia) que constituye el núcleo central del proyecto filosófico jaspersiano y de la
pregunta antropológica. Para Jaspers la fenomenología husserliana puede ser activada
metodológicamente para abordar la perturbada intencionalidad del enfermo mental, pero
resta insuficiente para explorar la profundidad existencial de un Strindberg o un Van
Gogh, a los que Jaspers estudia comparándolos con Swendenborg y Hölderlin. Ya no se
trata solamente de la locura como enfermedad (caso médico), sino del arte y el
pensamiento descendiendo a o ascendiendo desde zonas de la existencia a las que el
pensamiento objetivo y la reflexión sobre los estados de conciencia (para Jaspers, el
método fenomenológico) no podrían acceder. El médico Jaspers ha sido dejado atrás por
el apasionado de las profundidades del espíritu y la existencia. Del caso clínico explorable
desde la “conciencia en general”, aunque en sus desviaciones y perturbaciones, al drama
humano. En el paciente psiquiátrico se patentiza, aunque en claroscuro, una zona de
experiencia irreductible tanto al mecanicismo y al psicologismo como también a lo que
fácilmente entendemos como verdad, razón y libertad. Jaspers llegó a la fenomenología,
como método, tras profundas decepciones en el campo filosófico (en 1901 la filosofía
que enseñan a Jaspers le parece una pseudo-ciencia), pero pronto le decepciona (al
menos, es preciso puntualizarlo, en su concepción de la fenomenología). Jaspers, en
efecto, encontró inicialmente en la fenomenología husserliana un apoyo decisivo para
explorar adecuadamente la conciencia enferma. No en vano, fue uno de los fundadores
de la psiquiatría fenomenológica. Pero en buena medida la fenomenología como teoría
apenas desempeña papel alguno en su filosofía, aunque sí como método con la vista
puesta en una psicología descriptiva. No debería extrañarnos si casi con toda
probabilidad Jaspers no llegó a captar la significación filosófica de la fenomenología. Ello
se aprecia en muchos lugares de su obra. Así, por ejemplo, cuando se refiere en
Filosofía a que “el hecho de no comprender los hombres y las cosas sino observándolos
desde fuera entraña la disolución de la filosofía en fenomenología y en psicología”
(Jaspers, K., 1932: 23). En el postfacio de 1955 a la misma obra, cuenta Jaspers que
preguntando en cierta ocasión a Husserl qué era en el fondo la fenomenología, que le
había causado una fuerte impresión (no como procedimiento filosófico, sino como
psicología descriptiva), y cuál era su proyección filosófica, Husserl le respondió (1913)
que él (Jaspers) practicaba muy bien la fenomenología, incitándole a que continuara en
esa línea, pero que no tenía necesidad de saber lo que era –una cuestión, ésta, difícil en
extremo. Jaspers sigue diciendo que desde hacía tiempo conocía el texto de La filosofía
como ciencia estricta, y que lo había leído –son sus palabras– con repugnancia. Sigue
diciendo: “Una vez más, a pesar del rigor y de la coherencia del pensamiento, la filosofía,
que para mí era lo esencial, se encontraba, me parece, negada” (Jaspers, K., 1955: XVI).
En efecto, como hoy bien sabemos, 1913 no iba a ser un buen año para preguntar a
Husserl qué es la fenomenología. El texto de 1910, por su parte, era en ocasiones de un
radicalismo sin concesiones y, como ya vimos, Husserl se apartaba no sólo de considerar
la filosofía como una “cosmovisión”, sino que también rechazaba cualquier presunta
“profundidad” que se desviase de su propio ideal de filosofía.

137
A pesar de su aportación (en tanto legitima interiormente la experiencia), la
fenomenología sería, pues, insuficiente. Descendiendo peldaños en la experiencia, la
psiquiatría enseña que, a pesar de la enfermedad, no hay existencias falsas ni
perturbadas, que toda existencia entraña una verdad profunda que ningún consenso
acerca de lo normal y patológico podría desmentir ni deslegitimar. Más que desde la
psiquiatría (por ejemplo, en el caso de la crítica psicoanalítica), es desde la naciente
filosofía de la existencia, seis años después de la aparición de Psicopatología general (en
1919: Psicología de las concepciones del mundo), desde donde Jaspers afirma que “el
hombre es siempre más de lo que sabe y puede saber de sí mismo”. En el enfermo, por
otra parte, cuerpo y alma se dan en una unidad englobadora que sirve como índice de
una unidad superior. Al principio de su Psicopatología Jaspers reconocía, en efecto, que
el cuerpo y el alma forman hasta en el más mínimo fenómeno particular una unidad
indisoluble, que se impone mucho más en la psicopatología que en la psicología del
hombre “normal”. No deja de resultar significativo, sin embargo, que a pesar de adoptar
Husserl como punto de partida el matema puro y Jaspers la psique patógena, algo
importante los vincula: lo psicológico, que Husserl trasciende fenomenológico-
trascendentalmente y Jaspers existencialmente en el sentido de un “alma” que Husserl
consideraría “autoobjetivación” de la subjetividad trascendental, mientras que Jaspers
insistirá enormemente no en la autoconciencia (por más que en su filosofía se describe un
arco que va desde la conciencia en general a la “conciencia absoluta” –vid. infra–), sino
en la historicidad, en la pertenencia, en la necesidad que se torna, gracias a la existencia,
libertad, amor fati.
Como en casi todas las filosofías de la existencia, en la jaspersiana se encuentra, en
cada una de sus obras, aunque con diferentes estructuraciones, repertorios muy
completos de problemas relativos a la existencia humana. Pero también en Jaspers se
puede hallar un hilo conductor profundo, un telos unitario, al que acceder siguiendo
varios caminos o adoptando diversas perspectivas. Básicamente, si se parte de la
tripartición Mundo-Existencia-Trascendencia, se descubren tres posibilidades de hacer
filosofía según lo propuesto en Philosophie: orientación en el mundo, esclarecimiento de
la existencia y metafísica. Por otra parte, si se toman como referencia textos como Razón
y existencia (1935) o Filosofía de la existencia (1937), el punto de vista depende de
cómo piensa Jaspers los modos en que el existente supera la escisión original sujeto-
objeto, intentándose acceder a la fuente primigenia previa a la gran escisión. Para ello
recurre Jaspers a la teoría de lo englobante o envolvente (das Umgreifende) y a su
“descomposición” en modos: ser-viviente (Dasein), conciencia en general, espíritu,
existencia (se hablará de ello más adelante). Por otra parte, radicalizando la perspectiva
filosófica, si se tratara de descomponer el todo en “inmanencia” y “trascendencia”,
habría que dar cuenta de las dos mediaciones de tránsito que Jaspers explora más en
profundidad: las situaciones-límite y las “cifras”, que permiten la apertura de su filosofía
existencial a una filosofía del símbolo (lo que también influirá en Ricoeur).
Como gran parte de la filosofía existencial, el pensamiento de Jaspers representa un
inmenso combate contra la objetivización de la existencia y de la trascendencia.

138
Concretamente, su filosofía se esforzó por vislumbrar los tránsitos en que la existencia
inobjetiva debe desplazarse entre la vida empírica, la conciencia, el espíritu y la existencia
como tal, sin posibilidad de acomodo ni adocena-miento. Ni siquiera la conciencia llega a
ser tan inobjetiva como la existencia: un signo, dirá Jaspers, que indica un “más allá de
toda objetividad” (Jaspers, K., 1932: 21-23), y un más allá que se confronta con la
trascendencia.

139
4.2. Orientación en el mundo, esclarecimiento de la existencia y metafísica

Tal como concibe el plan general de su Filosofía, el pensamiento jaspersiano se


articula en tres grandes secciones (podríamos incluso considerarlas fases, pero también
tránsitos, con sus correspondientes “saltos”), que no representan sólo, como indica en el
prólogo, reflexiones, reflejos o proyecciones existenciales sobre las ideas kantianas de
mundo (orientación en el mundo), alma (esclarecimiento de la existencia) y Dios
(metafísica), sino también, a nuestro juicio, de algún modo un homenaje a los saberes
acumulados por Jaspers: ciencias de la naturaleza, psicología/psiquiatría y fenomenología,
por una parte; ciencias del espíritu y filosofía, por otra, y por supuesto en la interferencia
entre ciencia y filosofía, esencial en su pensamiento. Finalmente, metafísica y experiencia
de la trascendencia (arte, mito, religión, mística...).
En la multiplicidad de la existencia se imponen, dice Jaspers (1932: 24), tres
nombres del ser, que no lo designan en tanto dividido o escindido, sino en tanto es el
Todo de lo empíricamente real, lo Original en nosotros mismos y lo Uno como
Trascendencia.

El mundo es lo existente-empírico [Dasein] que acontece ante mí como determinado ser de


objetos, así como el ser que soy en tanto existente empírico; el conocimiento del mundo es objetivo, de
modo que la cosa en cuanto objeto se halla ante nuestros ojos, mientras que el todo del mundo no es ni
un objeto ni una totalidad. Del ser que en sí mismo es inobjetivo tengo solamente un convencimiento que
se esclarece en una objetivación inadecuada. Este ser inobjetivo es la existencia en tanto puede devenir
para mí presente en su propio origen gracias a que yo mismo la soy; se llama trascendencia en tanto es
el ser bajo la figura objetiva de una cifra que sólo la existencia puede aprehender.
Que todo lo existente se torne apariencia por la intervención del concepto-límite del ser en sí y que
la existencia no pueda tomarse por el ser simplemente, sino que, por el contrario, se sepa referida a la
trascendencia, ello es lo que prepara el camino para el impulso a la búsqueda del ser. Por ello, esta
búsqueda tiene tres metas que, por indeterminadas que permanezcan, se engendran entre sí; penetra en
el mundo para orientarse en él, lo sobrepasa en apelación a sí en tanto existencia posible, y se abre a la
trascendencia. De camino por el mundo dicha búsqueda capta lo cognoscible para tomar
inmediatamente sus distancias y devenir orientación filosófica en el mundo; arrancándose a la mera
existencia del “mundo”, suscita la actividad de la autorrealización y la búsqueda se torna, de este modo,
esclarecimiento de la existencia; conjura el ser y deviene metafísica.

En realidad, el resorte dinamizador de la experiencia del pensar en Jaspers no es,


como se puede comprobar, la diferencia ontológica ente-ser, que es irrelevante en tanto
su interés no es por el Ser, sino la diferencia entre Mundo-Existencia-Trascendencia y,
por supuesto, la pregunta por el hombre, que Jaspers no puede escatimar en virtud de su
propia experiencia existencial. Consideremos brevemente esas tres fases (cfr., como
complemento, Stegmüller, W., 1989: 196 y ss.).

A) Orientación en el mundo. El pensamiento que se orienta en el mundo toma éste


como objetivamente cognoscible. Lo conocido se torna objeto, pero siempre
inacabadamente, de modo que el conocimiento del mundo sólo puede ser aproximativo y
el trato cognoscitivo con él tan sólo una “orientación”, diferente del análisis de la realidad

140
empírica. La orientación puede ser científica (en busca de la objetividad) o filosófica.
Esta, lejos de intentar una síntesis de los conocimientos empíricos particulares propios de
la orientación científica, pone en cuestión lo que el entendimiento común da por
sobreentendido: el universo-ahí, o la identificación entre ser y objeto cognoscible, o que
toda validez de ser verdadero proceda de la perdurabilidad en el tiempo.

Estos tres presupuestos del entendimiento son válidos, de hecho, para el saber en la orientación
empírica en el mundo. Si el mundo como ser objeto cognoscible fuera el todo, tales presupuestos
enunciarían las verdades últimas; el mundo sería, entonces, el ser en sí, el ser sería idéntico con el ser
conocido objetivamente válido, y lo que perdura sería lo propiamente existente. Sólo la ruptura de la
clausura del mundo en la orientación filosófica en el mundo hace posible en el retorno a mí mismo que
me abra a la trascendencia (Jaspers, K., 1932: 27).

La orientación filosófica critica toda posible absolutización de los logros concretos


de las ciencias particulares, de modo que en su aspiración trascendente a la unidad del
Mundo y la Ciencia obliga a desplazar el empeño en la yuxtaposición de los saberes
hacia la remisión del saber a su origen, especialmente en distancia crítica frente a las dos
grandes representaciones del mundo que buscan sustituir la unidad y totalidad como idea:
el positivismo y el idealismo.

B) Esclarecimiento de la existencia. Diferente del análisis del sujeto empírico en


la medida en que éste no implica compromiso existencial y es neutro desde el punto de
vista de la comunicación existencial, el esclarecimiento de la existencia constituye el
núcleo de la filosofía existencial de Jaspers. Aunque éste no define la existencia (entre
otras razones porque no puede ser, de suyo, definida), Stegmüller propone una suerte de
caracterización en que existencia es el núcleo individual incondicionado y absoluto que no
puede ser captado en conceptos racionales y, por ello, no es comunicable como tal,
acompañando a la mera vida como una posibilidad que el hombre puede atrapar o
rehusar. Existencia, por tanto, sería el ser propio del hombre que sólo se deja realizar a
través de la decisión libre e incondicionada (Stegmüller, W., 1989: 201-202).
Incondicionalidad y posibilidad son los rasgos esenciales. Aquel análisis del sujeto
empírico al que antes se hizo referencia tendría finalmente menos importancia en sí
mismo que por lo relevante que resulta para marcar la diferencia que lo separa del
esclarecimiento existencia, del que es condición previa (Jaspers, K., 1932: 27). Cuanto
más claro es ese análisis, más le es permitido sentir al existente que, en el límite, la
conciencia, en su inmanencia, me excluye absolutamente a mí mismo, que soy
conciencia de ella. El análisis empírico es, en última instancia, una construcción-límite
(Grenzkonstruktion). El esclarecimiento puede producirse tanto por el pensamiento que
se orienta en el mundo como por la metafísica. Lo decisivo es que “dirigiéndome al
Todo, me pierdo en su abertura infinita [Ungeschlossenheit] y soy rechazado a mí
mismo; en esta caída-en-retorno [Rückwurf] el acento no es puesto sobre el existente
empírico [Dasein] [...], sino sobre mí mismo en mi libertad” (Jaspers, K., 1932: 28).
Para Jaspers, se ha de hablar específicamente de la Existenzerhellung

141
como de un hablar en los signos del origen y de mis propias posibilidades para hacer sensible lo
incondicionado frente a lo relativo, la libertad contra lo meramente general, la infinitud de la existencia
posible contra la finitud de la existencia empírica. Pero la objetividad que así se constituye en el
pensamiento debe, nuevamente, rechazarme lejos de ella, hacia mí mismo. Sin embargo, este rechazo
tiene un carácter diferente del experimentado por el Todo o la trascendencia: allí la existencia se refería a
algo otro, aquí se refiere al pensamiento de su propia posibilidad. El pensamiento que quisiera esclarecer
la existencia se encuentra rechazado fuera de sí mismo; el esclarecimiento de la existencia da vueltas en
torno a sí mismo (Jaspers, K., 1932: 28).

No se trataría, así pues, de que el retorno esclarecedor del existente hacia sí


mismo debiera partir únicamente desde el Mundo en que nos orientamos o desde la
Trascendencia. Ese retorno debe serlo, especialmente, desde el pensamiento del existente
por el que busca autoesclarecerse “objetivamente”. No se trata de conocerse, sino de una
revelación del ser. De este modo, las vías del esclarecimiento de la existencia son la
libertad en la comunicación y la historicidad (Jaspers, K., 1932: 47).
Libertad, en efecto, pero no la libertad del libre-albedrío que una psicología
“científica” pudiera interpretar quizás como reflejo subjetivo de causas mecánicas, sino
libertad existencial inequívoca, libertad inserta en el acto de existir. Libertad, así pues,
que es necesidad, enraizada en el fundamento infinito del ser-sí (mismo).
Comunicación: pero mucho más, y en otro orden, que la mera reciprocidad entre
un sujeto y otro intercambiables en que aparece el mundo objetivo; más bien
comunicación cara a cara entre un existente y otro (incomprensible para un tercero
“exterior”), existencialmente comprometidos como personas insustituibles. Tal
comunicación nace de la libertad, que no vuelve a sí misma sino como existencia con
otras existencias (Jaspers, K., 1932: 48). La comunicación engendra la historicidad
compartida, que cada existente debe mantener con fidelidad. Gracias, de este modo, a
las “vías” que constituyen la libertad existencial, la comunicación y la historicidad, es
posible, en el esclarecimiento de la existencia, captar su incondicionado. Pero para ello
también se hace necesaria –se hablará ella de inmediato– la situación-límite en la medida
en que rompe la existencia empírica, produciéndose entonces el salto hacia la “conciencia
absoluta” en que lo incondicionado es la certidumbre de ser.
Libertad, comunicación, historicidad constituyen una unidad que sólo a efectos de
verbalización y análisis se separan.

C) Metafísica. Tal como es presentada en Philosophie, la reflexión metafísica no


conoce el ser de la trascendencia, pero se compromete en tres direcciones en las que a)
abre un espacio trascendiendo lógicamente con la ayuda de categorías puras; b) llena
dicho espacio por el movimiento de la existencia referida a la trascendencia; y c) se
asegura un lenguaje recurriendo a la vez a la presencia y a la evanescencia de la
objetividad. Lo que significa que trascendiendo en términos lógicos las preguntas
enfrentadas al no-saber (por qué hay algo y no más bien nada, por ejemplo) sólo pueden
ser llenadas por la existencia, y ello a pesar de su carácter formal. La reflexión filosófica
considera la relación a la trascendencia, a la que “presiente”, pudiendo sólo interpretar
las alternancias de caída y de remontada, rebeldía y don de sí, ley del día y de pasión de

142
la noche. La referencia de la existencia a la trascendencia puede ser “contemplada”,
gracias a la lectura de las cifras de la trascendencia, a través de los mitos, el arte o la
poesía. El mundo se manifiesta, de este modo, como mundo de la trascendencia
(Jaspers, K., 1932: 49-50).

143
4.3. De la existencia a la trascendencia. Las situaciones-límite

En su autobiografía filosófica, Jaspers confesó que junto con el esclarecimiento


existencial de la comunicación, la experiencia de las situaciones-límite fueron las dos
direcciones a las que permaneció escrupulosamente fiel a lo largo de su vida. Y sin duda,
la filosofía de Jaspers es una de las más preocupadas en nuestro siglo por el límite y el
trascender que se ofrecen a la existencia, hasta el punto de que no sería descabellado
considerar que hay en su pensamiento sobre la trascendencia una suerte de mística de
difícil expresión, vinculada con lo indefinible, inobjetivable, que ha de acontecer
conmocionalmente en el existente “al cabo”, por así decirlo, de la inmersión en una
situación-límite en que se “capta” la profundidad de la existencia. Si tras el fenómeno
bulle, ignota, la cosa en sí (Jaspers se mantiene muy kantiano en este sentido), tras o
frente a la existencia se encuentra la Trascendencia radicalmente inobjetiva, que sólo en
un pensamiento tan metafísico (en la tensión kantiana más allá del orden categorial
finito-inmanente) como existencial (filosofar cara a las situaciones límites de la
existencia) puede encontrar apoyo. De este modo, la metafísica esclarece para el sujeto
existencial el “lugar” en que –a partir del mundo, en la comunicación– habla la
trascendencia. Por eso es tan importante en Jaspers la analítica de las situaciones-límite.
Todo pensamiento existencial preserva sus propios resortes experienciales, de los que
espera revelaciones a la altura de la profundidad a que el pensamiento aspira (trátese de
la angustia en Heidegger o de la náusea en Sartre, por poner sólo dos ejemplos muy
conocidos), revelaciones que “infundan” o inspiren el saber de algún raro no-saber. En el
caso de Jaspers, las revelaciones proceden, en buena medida, de lo que llama
“situaciones-límite”.
Reconociendo, en general, que el existir es siempre en-situación (realidad de interés
vital, plena de sentido en tanto realidad concreta que significa para mi vida), yendo de
una situación a otra, bien en situaciones generales o únicas, históricamente determinadas,
el existente se ve enfrentado a, confrontado con y conminado por situaciones que le es
imposible eludir: la inevitabilidad de la situación (es decir, el encontrarse siempre en
alguna situación determinada), el no poder vivir sin combatir ni sufrir, el asumir
inevitablemente culpabilidades, el hecho del encaminamiento hacia la muerte... Tales
situaciones no varían salvo en sus manifestaciones particulares; son opacas a nuestra
“mirada” y lo único que realmente “podemos hacer” con ellas es reconocerlas. Se dan,
en fin, con la propia vida, constituyendo algo así como los “desfiladeros” conducentes,
desde la mera orientación en el mundo, y en pleno esfuerzo de esclarecimiento de la
existencia, a la metafísica. Se trata aquí, ante todo, de la tensión de un límite que
significa: “hay otra cosa, pero al mismo tiempo: esta «otra cosa» no es accesible a la
conciencia en la existencia empírica” (Jaspers, K., 1932: 469). Mientras que las
situaciones en general tienen vigencia cognitiva para la conciencia en general, las
situaciones-límite sólo tienen relevancia existencial. Ahora se comprende que la
conciencia de que habla Jaspers es “conciencia en general” a fin de que pueda destacarse
la conciencia “existencial” y, luego, la “conciencia absoluta”. Las situaciones-límite

144
pertenecen sólo a la existencia, en ellas de nada sirven los cálculos y planes, de modo que
otorgan validez final y radicalmente al devenir de la existencia posible en nosotros.
Jaspers llegará a decir que “experienciar las situaciones-límite y existir son lo mismo”
(Jaspers, K., 1932: 469). El gran dinamismo que introducen, bajo la forma de
conmociones, se debe básicamente a que cuestionan y relativizan los modos de lo
englobante que son la vida empírica, la conciencia en general y el espíritu. Por lo que al
mundo se refiere, las situaciones-límite me extraen de sus tramas, por lo que gracias a
ellas puedo situarme frente a toda cosa, y concretamente frente a mi propia vida empírica
como si fuese algo extraño. Las situaciones-límites entregan a una soledad en la que todo
se torna problemático: en ellas, fuera del mundo, estoy frente a mí mismo. Sólo cuento
con un saber excepcional (Jaspers, K., 1932: 470) que, sin embargo, no es suficiente a
pesar de su universalidad, en tanto no es definitiva la soledad que brinda. Es preciso que
la vida, vista desde el saber como extraña, sea apropiada. Para ello es necesario un
compromiso que coincida con la no-transparencia de la situación, más allá del saber.
Aunque las situaciones-límite se dan objetivamente, sólo son “límite” por un proceso del
que Jaspers dice que se produce “en el corazón de la vida”, concerniendo a la totalidad
de la existencia y se diría que incitándola a tomarse un interés infinito en ellas. De este
modo, la existencia posible deviene existencia en acto. Las situaciones-límite hacen
pasar de la existencia empírica a la existencia en sentido genuinamente existencial: mi
existencia es más que mi ser-ahí. Es entonces cuando decir “yo-mismo” cobra un sentido
radicalmente nuevo (Jaspers, K., 1932: 471-472). Primer salto, así pues, de la vida
empírica al saber sobre la situación-límite, es decir, desde la realidad empírica del
mundo a la soledad del que participa en la ciencia universal; segundo salto: del saber
al compromiso; es decir, de la reflexión al esclarecimiento de la existencia posible; y
tercer salto: de la vida empírica en tanto que existencia posible a la existencia en acto en
las situaciones-límite.
Una de las aportaciones más significativas de la jaspersiana filosofía de la existencia
estriba en la propuesta de una sistemática de las situaciones-límite contenida en
Filosofía. En lo esencial, Jaspers se refiere a una situación-límite que podríamos
denominar global, consistente en el hecho mismo de estar siempre en situación, y a
situaciones-límites más concretas tales como la muerte, el sufrimiento, el combate o la
culpa. Jaspers dedica especial atención a la situacionalidad general del existente, a su
historicidad, así como a la problematicidad de lo real. La situación es decisiva en la
medida en que sitúa al existente en un aquí y ahora de “destinación”. La primera
situación-límite es que en tanto existente empírico me encuentro siempre en una
situación determinada: en esta época histórica, en esta situación sociológica, soy
hombre o mujer, joven o viejo, soy conducido por la ocasión y los azares... Se trata de
mí, de cada uno de nosotros, no del “hombre en general” con toda la plenitud de su
posible futuro. En este sentido, lo inquietante estriba en que lo que decido es aún
porvenir, implicando mi libertad para asumir lo que es dado apropiándomelo como si lo
hubiese querido (Jaspers, K., 1932: 474). Esta “primera” situación-límite abre el paso,
por así decirlo, a las otras. Aunque Jaspers insiste mucho en la determinación histórica

145
de la existencia como situación-límite, que afecta a una libertad que se pretendiera
ilimitada, su empeño se dirige más bien a captar en esa determinación no ya el obstáculo
y limitación que representa, sino la profundidad del acto mismo de existir
manifestándose entre los fenómenos. Ninguna mirada “objetiva” y mundana dirigida a
dicha determinación descubriría su dimensión existencial. La verdad de la existencia
depende de ese vínculo situacional, de esa determinación de donde emerge la libertad.
Para Jaspers (1932: 478),

soy libre en el sentido trascendente de la historicidad original de mi existencia [Existenz] en mi


existencia empírica [Dasein]: como sujeto autónomo estoy en la inquietud de mi libertad de elección
para la certidumbre posible de una verdad que, más allá de toda claridad y de toda justificación, reside
en esta única situación y sólo en ella.

Verdad y libertad se apegan a la existencia y a su trascender desde lo posible al acto.


Sólo podría haber una “rectitud” de la existencia, y es en tal sentido como Jaspers
introduce la existencia auténtica. De esta asunción de la profundidad existencial de la
determinación situacional procederá, en Jaspers, su concepción de la libertad (Abbagnano
[1982: 322-323] la critica con bastante contundencia; vid. también, por ejemplo,
Blackham, H. S., 1967: 54 y ss.). La libertad pende de la abolición de la escisión entre el
yo y las circunstancias exteriores. “Frente a la finitud y a la exterioridad de las situaciones
de ocasión, la situación-límite se esclarece verdaderamente tan sólo si interiorizo los
azares con vistas a abolir esa escisión. Yo y las circunstancias se corresponden [Ich und
die Umstände gehören zusammen]”(Jaspers, K., 1932: 482). Ser uno con las
circunstancias. Ortega (vid.) lo había reconocido con gran claridad desde sus
Meditaciones del Quijote (1914). Todo sería, todo es, verdad en la existencia (no hay
existencias falsas), pero hay existencias “auténticas” y existencias “inauténticas” según el
existente no se traicione o se traicione a sí mismo. En su Filosofía Jaspers se refiere, en
efecto, al amor fati: se trata de asumir la determinación histórica como destino, no como
algo extraño. Ser lo que se es. Las palabras de Jaspers (1932: 482) son suficientemente
ilustrativas:

Yo me sumergo en mi determinación histórica, en la que digo sí a mi existencia empírica [Dasein]


como es, no a ella en tanto que sólo empírica sino en tanto que objetividad existencialmente impregnada.
Se torna absurdo querer ser otro en otro mundo; pero en la determinación histórica ni yo soy ni ésta es
definitiva, sino de modo que yo devengo temporalmente el que soy eternamente. En esta inmersión
capto el destino no como algo puramente exterior sino como mío en el amor fati. Lo amo como me
amo.

Más que de alguna forma de conservadurismo existencial, se trata más bien de una
lúcida conciencia romántica y trágica, combinada con la idea acerca de una autenticidad
profunda. La abismática libertad del para-sí sartreano se orientará en otro sentido (vid.
Sartre).
De entre las situaciones-límite analizadas por Jaspers destaca la de la muerte. Amén
del esclarecimiento existencial al que debe contribuir, ¿qué tiene de significativo la

146
muerte en la atracción de tal esclarecimiento existencial por la metafísica? A Jaspers le
importa sobre todo que la muerte confirma la existencia y, escribe, «reduce la vida
empírica a su relatividad», lo que viene a significar que la muerte de un modo u otro nos
hace entrar en contacto con el absoluto: la existencia, la trascendencia. Ya no se trata,
pues, de arribar a la existencia desde la orientación en el mundo, sino a la inversa. Es por
ello por lo que sólo puede accederse a la metafísica desde el contacto con sus raíces
existenciales (Jaspers, K., 1932: 28). No hay respuesta unívoca mundana a las preguntas
que no suscita la conciencia en general. Sin embargo, cuando la existencia se comprende
históricamente volviéndose hacia el ser, percibe, dice Jaspers, “respuestas”.

147
4.4. De lo abarcador a la trascendencia

La pregunta metafísica por lo abarcador surge ante la insuficiencia de las


determinaciones concretas del ser. “Ningún ser conocido es el ser” (Jaspers, K., 1937:
43). La operación filosófica fundamental (Jaspers, K., 1937: 45) consiste, en este
sentido, en pensar el desbordamiento de todos los horizontes por el Ser/lo Abarcador.
Palabra de significado (aparentemente) accesible y, sin embargo, de difícil expresión
conceptual en el intento de traducirla al castellano, das Umgreifende ha sido vertido
como “lo comprehensivo”, “lo circunvalante”, “lo englobante”, “lo envolvente” o “lo
abarcador”... Tal vez esta última traducción sea la más certera para designar el horizonte
de todos los horizontes en la metafísica jaspersiana (Jaspers, K., 1935: 44). Como se
dice en Filosofía de la existencia,

vivimos continuamente en un horizonte de nuestro saber. Sin embargo, vamos más allá,
abarcando la perspectiva que hay detrás del horizonte y que se nos rehúsa. Pero no logramos ningún
punto de vista en el que acabe el horizonte limitador y desde el cual podamos abarcar el todo sin
horizonte y cerrado, que por tanto ya no seguiría señalando hacia otra cosa [...]. El ser queda para
nosotros sin cerrar; nos arrastra por todos lados hacia lo ilimitado. Y, no obstante, queda siempre como
un ser determinado que nos viene al encuentro.
Así es el proceso de nuestro progresivo conocer. Mientras reflexionamos sobre este proceso nos
preguntamos por el ser mismo, que, sin embargo, parece retroceder siempre ante nosotros con el
manifestarse de todas las apariencias que nos vienen al encuentro. A este ser llamamos lo abarcador;
pero no es el horizonte en el que reside nuestro saber particular, sino lo que jamás se hace visible ni
siquiera como horizonte; más bien es aquello de lo que surge todo nuevo horizonte.
Lo abarcador es lo que siempre se anuncia –en los objetos presentes y en el horizonte–, pero que
nunca deviene objeto. Es lo que nunca se presenta en sí mismo, mas a la vez aquello por lo que todas
las cosas no son sólo lo que parecen inmediatamente, sino por lo que quedan transparentes.
Con este primer pensamiento realizamos una operación filosófica fundamental. Deseamos
liberarnos con él del lazo (que siempre se reproduce en otra forma) entre nuestra conciencia del ser y un
saber. Es un pensamiento sencillo, pero de tal linaje que, a la vez que abre ante nosotros una gran
perspectiva, parece irrealizable (Jaspers, K., 1937: 44-45).

Pues bien, el acto mediante el cual el pensar se dirige a lo abarcador debe ser
superado por lo abarcador mismo. Los modos de lo abarcador son determinados por esos
actos, desde los que se entreve la trascendencia y lo abarcador desde el trascender
mismo. No puede desvincularse lo abarcador de nuestro propio ser. Si bien en
Philosophie no aparece con claridad este concepto (aunque Jaspers se extiende mucho
sobre la Trascendencia), en Razón y existencia y en Filosofía de la existencia (1935 y
1937) aparece abundantemente reflexionado. Ante todo, se trata de penetrar en la mayor
amplitud de lo Posible (Jaspers, K., 1935: 44, y 1937: 46, donde Jaspers se refiere al
vastísimo espacio de lo posible). En realidad, la semilla de lo abarcador se encontraba
en la diferencia entre la existencia (Existenz) y la mera facticidad del ser-ahí inmediato
(Dasein), que ahora es metafísicamente consagrada, siendo que lo Abarcador media
entre la existencia posible libre y la Trascendencia a través de lo Posible. No se trata sólo
del, por así decirlo, fondo de procedencia (fondo de ser, Jaspers, K., 1935: 44) de todo
lo que se nos da objetivamente (recordemos que Jaspers al tiempo que considera la

148
dualidad sujeto-objeto como constitutiva, estima que debe ser metafísicamente
superada), sino de las posibilidades mismas de la existencia en su trascender, siempre
distraída, sin embargo, por la multiplicidad de las solicitaciones mundanas. Lo abarcador
ya no puede ser entendido al modo tradicional (naturaleza, mundo, dios), sino
trascendentalmente, al modo kantiano: lo abarcador que somos nosotros.
Se distinguen, pues, cuatro modos de lo abarcador. En Filosofía de la existencia
hablará Jaspers de existencia empírica (Dasein), conciencia en general (Bewuβtsein),
espíritu (Geist) y existencia (Existenz). Básicamente, das Umgreifende significa
“perspectivaciones globales de la totalidad”. Es decir, se trata de modos de lo que lo
engloba todo, pudiendo ser lo englobante el existir como facticidad vital (todo puede ser
considerado desde la perspectiva de los intereses del viviente), la conciencia en general
(en efecto, todo puede darse desde la perspectiva del ser consciente-de), el espíritu o la
existencia. Lo abarcador más ambiguo, aunque no por ello menos importante, es el
espíritu, que se diferencia de la conciencia en general en que no aspira a una “validez”
atemporal, sino que asume la intrahistoricidad.
En tres pasos se avistan los modos de lo abarcador en que se divide lo abarcador en
su unidad. El primero es comprender, a partir de Kant, mundo y conciencia en general: el
compendio inapresable de la objetividad y la conciencia pensante que esa objetividad
requiere. El existente empírico forma parte del mundo, y por tanto puede ser objeto de
estudio como ente entre los entes; pero ningún conocimiento más o menos exhaustivo de
la pluralidad nos brinda como conocimiento “el Mundo”. El segundo paso hace que se
desborde lo que soy como conciencia en general. “Todo lo que es para nosotros tiene
que darse como consciente: ser-objeto” (Jaspers, K., 1935: 48). Semejante
desbordamiento conduce al existente (portador de la conciencia).

El retorno a la realidad [desde el mundo como idea y desde la conciencia en general] cumple el paso
de la mera conciencia al existente real, al existente que tiene principio y fin, que en su ambiente se fatiga
y lucha, se cansa y cede, goza y sufre, tiene esperanza y angustia. Y además yo no soy sólo existente,
sino que soy real como espíritu, en cuya totalidad ideal puede acogerse todo lo que es pensado por la
conciencia y lo que es real como existente (Jaspers, K., 1937: 47-48).

Sin embargo, el ser-consciente nos lleva al Límite de lo no-conocido ni cognoscible


objetivamente. Tal como Jaspers la entiende, en tanto abarcadores como seres vivientes
con “conciencia en general” no tenemos una conciencia particular cada uno de nosotros,
parecidas entre sí, sino una “conciencia absoluta”.

Entre la variedad de las maneras subjetivas de conciencia y esta validez general de la verdadera
conciencia que sólo puede ser una, media un salto. En cuanto conciencia del ser-ahí viviente quedamos
encerrados en la pluralidad de lo real infinitamente particular, en la estrechez de la individualización, o
sea, no abarcador; como conciencia absoluta, en cambio, participamos de algo irreal, la verdad
generalmente válida, y somos, en cambio tal conciencia, algo ilimitadamente abarcador (Jaspers, K.,
1935:48-49).

¿En qué consiste el “espíritu” que media entre existencia-conciencia y existencia-


trascendencia? Tal como lo presenta Razón y existencia, “el espíritu es, por el origen de

149
su ser, la totalidad del pensar, obrar y sentir inteligibles, que no se hace un objeto en sí
concluso para mi saber, sino que permanece «idea»”. Según Jaspers, a diferencia de la
abstracción de la “conciencia en general” extratemporal, el espíritu “vuelve a ser un
acontecer temporal”, diferenciándose del Dasein en que aquél está en movimiento en
virtud de la reflexión del saber, en lugar de ser un mero acontecer biopsíquico (Jaspers,
K., 1935: 50). Si en cuanto Dasein estamos ligados inconscientemente a la materia, la
vida y el alma, en cuanto espíritu estamos referidos conscientemente a todo lo que nos es
inteligible...
Los tres modos de lo abarcador que son la existencia empírica, la conciencia en
general y el espíritu no son realmente separables. La conciencia no se apoya en sí, sino
que remite al existente y al espíritu “del que debe dejarse dominar, si quiere tener sentido
y totalidad” (Jaspers, K., 1935: 51). Y ello porque lo abarcador que somos es traspasado
cuando preguntamos si el todo es, en cada caso, el ser mismo. “Lo abarcador que somos
no es el ser mismo, sino aparición (no apariencia), en lo abarcador, del ser mismo”
(Jaspers, K., 1935: 51). Lo abarcador que somos nosotros como existentes es el Mundo;
lo abarcador que somos en tanto conciencia en general es el Ser-Objeto. Por su parte, lo
abarcador que somos en tanto existentes existencialmente comprometidos es la
Existencia, que corona y al mismo relativiza los otros modos de lo abarcador en tanto es
Poder-ser (Kierkegaard al fondo). Tal Existencia no es mía en propiedad, sino que es
Comunicación. Llegados a este punto, Jaspers sitúa al lector ante el reto de asumir un
conjunto de resoluciones al par existenciales y metafísicas: resolución para liberarse de
todo saber determinado del ser; para escuchar lo que me habla en un espacio ilimitado,
infinito, que abarca todos los horizontes; para cerciorarme en mí de los reflejos del ser;
para resistir “hasta que encuentre, en el fundamento de la existencia posible que soy, la
base segura para la trascendencia que me soporta” (Jaspers, K., 1937: 55). Se trata, en
fin, de la resolución para “en vez de obtener un límite engañoso en una doctrina del ser,
llegar a ser yo mismo, como fenómeno histórico, junto con el otro “mismo”, en lo
siempre abierto abarcador” (Jaspers, K., 1937: 55).
Correspondiendo a los modos de lo abarcador, surgen modos de la verdad, a los
que Jaspers dedica la segunda parte de Filosofía de la existencia y, once años más tarde,
en 1948, su gran estudio De la verdad. Básicamente, la verdad del existente (Dasein) es
pragmática, y está en función de su autoconservación y engrandecimiento. En tal verdad
habla una vida interesada (la comunicación es lucha o identidad de intereses). Por su
parte, la verdad de la conciencia en generales la rectitud concluyente del conocimiento,
pudiéndose acreditar en la evidencia (en esta verdad se expresa el mero pensar, y la
comunicación transcurre vía argumentación). La verdad del espíritu es la convicción
respecto a las ideas que coaligan al existente y su pensamiento. Lo que en tal verdad se
expresa es una totalidad concreta histórica. En fin, la verdad de la existencia estriba, dice
Jaspers, en la fe:

Donde no me es dado ningún efecto verificable de una verdad pragmática, ninguna certeza
experimentable de la conciencia intelectual, ninguna oculta totalidad del espíritu, allí llego a la verdad en
cuanto franqueo toda inmanencia del mundo, para volver de nuevo al mundo después de la experiencia

150
de la trascendencia, bien al mundo exterior, bien a mí mismo (Jaspers, K., 1937: 71).

En la existencia el hombre se expresa “tal cual es”, siendo la comunicación “lucha


amorosa”. Valga este apretadísimo resumen.
Una de las ideas más interesantes contenidas en Filosofía de la existencia es la
dualidad implícita entre excepción y autoridad, aquélla extrayendo al existente de la
generalidad y ésta insertándolo en la historicidad. Para la verdad ambas son importantes
en la medida en que la verdad no se encuentra ni en lo general (de aquí la relevancia de
lo excepcional) ni en una forma única (lo que, por tanto, concede importancia a la
autoridad). La excepción se abre, sin embargo, a la universalidad, y por otra parte se
vincula a la autoridad (historicidad), adquiriendo de este modo un “suelo”. Para Jaspers
(1937: 81),

la excepción no es sólo un raro acontecimiento llevado al límite –así en las figuras excepcionales e
impresionantes, como Sócrates–, sino lo que está presente en toda existencia posible. Pues la
historicidad como tal incluye en sí lo excepcional, que está indisolublemente unido a lo universal. La
verdad de la existencia tiene el carácter de ser también siempre excepción mediante la forma de todos
los modos de lo universal.

Si excepción y autoridad son lo abarcador insondable en última instancia, la razón,


y especialmente la razón filosófica, se encarga de mostrarlas en y conducirlas a su unidad
(Jaspers, K., 1937: 91 y ss.), por lo que ella misma es comunicación.
Si la meditación sobre los modos de lo abarcador preparan la reflexión para su
encaminamiento hacia la trascendencia, no cabe duda de que las meditaciones de Jaspers
sobre la función que desempeñan las “cifras” especialmente en el esclarecimiento de la
existencia y en la metafísica suponen un adentra-miento en ese camino hacia la
trascendencia. Ello guarda íntima relación con la crítica/dinamización del fenómeno en la
fenomenología y en la filosofía existencial. En el caso concreto de Jaspers, frente al
Fenómeno se sitúa la Cifra (Chiffre) (sería interesante comparar la cifra jaspersiana con
el fenómeno saturado al que se refiere Jean-Luc Marion [1992]). Si tuviese sentido
hablar de alguna suerte de “misticismo” en Jaspers, sería precisamente por lo que
podríamos considerar el carácter “visionario” de esa Cifra que puede ser cualquier cosa,
siempre y cuando permita a la existencia trascender. La razón que justifica hablar de una
filosofía mística de la existencia en Karl Jaspers es, en buena medida, el empeño
metafísico que constituye el ir más allá del mundo, pero en absoluto podría aquella
“mística” pretender una comunicación directa con la Trascendencia. El “entreme no
sabiendo, toda ciencia trascendiendo” de san Juan de la Cruz es perfectamente válido
para la orientación en la existencia que busca “ascender” a lo absoluto sobrepasando el
mundo (yendo más allá de las categorías kantianas), o por la relación íntima entre
existencia y trascendencia; o bien por la “lectura” de las “cifras” de la trascendencia (cfr.,
en general, Jolivet, R., 1949: 316 y ss.). En ninguno de estos tres caminos se puede fijar
ni absolutizar nada, ni encontrar acomodo.
Como modo de relación del existente con la trascendencia, la Cifra permite el
“salto” al último modo de lo Abarcador. Es como el “lenguaje” de éste, su modo de

151
aproximarse al existente, y no es propiamente simbólico (donde se separan el símbolo y
lo simbolizado), aunque se mantiene en su proximidad, concediendo gran vigencia a la
imaginación. Lo realmente relevante en la Cifra no es lo que de ella y por ella pudiera
conocerse, sino lo que en ella repercute, resuena, desde la más profunda dimensión de lo
Inobjetivo-sin-medida. Del mismo modo que las situaciones-límite sólo lo son para la
existencia, así sucede con las cifras, cuyo peso “objetivo” es realmente insignificante. Se
trata de intuiciones llenas de vida concreta e historicidad; no es preciso entenderlas, sino
tan sólo vivirlas. No tienen código ni clave ni pueden ser reconocidas “de suyo”.
Dependen de la existencia como interpretación, pero no como “interpretación” que se
lleva a cabo en una hermenéutica metódicamente orientada y reglada, sino como una
interpretación que ya es la existencia misma. En estas cuestiones, los pensamientos de
Jaspers y Heidegger se encuentran, a nuestro parecer, en una similar sintonía (para
similitudes y divergencias, cfr. Stegmüller, W., 1989: 204-207). Las cifras se encuentran
en la Naturaleza, en la Historia y en el Hombre, y las transmite especialmente el arte,
“lenguaje sacado de la lectura de la escritura cifrada” (Jaspers, K., 1932: 840). Y no sólo
el arte: también los mitos o la religión despliegan ante nosotros las cifras que nos
permiten aproximarnos a una trascendencia que se da ante todo en la cifra como tal (cfr.,
en sentido muy crítico, pero a veces bastante superficial, Bobbio, N., 1944: 40-41), tarea
esta en la que han desempeñado un papel extraordinario los “grandes filósofos”: grandes
buscadores confrontados permanente con lo imposible de alcanzar, y por tanto con la
frustración o el fracaso. Este, como si de la médula de la existencia se tratara, es una
cifra decisiva. Según las últimas palabras de Filosofía,

la genuina proximidad al mundo surgió allí donde fue leída la cifra de la extinción [Untergehen]. La
apertura de mundo [Weltoffenheit] de la existencia estuvo sólo completamente dispuesta cuando la
transparencia de todo aceptó consigo también su fracaso. El ojo se clareó, vio e indagó ilimitadamente,
en la orientación del mundo, en lo que es y era; era como si se levantase el velo de las cosas. Ahora
puede el amor a la existencia realizar sin descanso y el mundo se torna indeciblemente bello por su
riqueza trascendentemente fundada, pero también se mantiene luego, en su carácter terrible, como una
pregunta que en el tiempo existente nunca tendrá una última respuesta para todos y para siempre, ni
siquiera cuando el existente singular pueda soportar lúcidamente y encuentre su paz [...].
No es soñando la plenificación, sino en el camino del sufrir con la mirada puesta en el inexorable
rostro de la existencia del mundo y en la incondicionalidad de su ser propio en comunicación como
puede conseguir la existencia posible alcanzar lo que no se puede planear y que como algo deseable es
absurdo: experienciar el ser en el fracasar (Jaspers, K., 1932: 878-879).

152
5
Participación y existencia. Hacia el misterio
(Marcel)

Cuanto más nos aproximamos a la intelección


propiamente dicha, más metáforas centradas en el acto
de apoderarse de algo se vuelven inutilizables.

Gabriel Marcel

153
5.1. Un pensamiento comprometido, encarnado

Para Gabriel Marcel, a quien cabe el honor de haber introducido en la filosofía


contemporánea la distinción clave problema/misterio y ser uno de los primeros en
denunciar el colapso tecnológico de lo real y los muchos escollos para el humanismo
personalista en nuestro tiempo, así como de reivindicar para la reflexión filosófica el duro
esfuerzo de aproximarse al vínculo entre existencia e inobjetividad, para Gabriel
Marcel, decíamos, existir era más que simplemente vivir, y él, como confiesa, optó por
existir (Marcel, G., 1935: 112). Para comprender el porqué de semejante distinción, que
desde cierta perspectiva pudiera parecer superflua, es necesario hurgar un poco en los
entresijos fragmentarios del pensamiento de Marcel y adentrarse en ciertas zonas del
existir que favorecen justamente dicha diferencia. Tal vez fuese éste un modo adecuado
de penetrar en la filosofía “itinerante” del que fue sin duda uno de los protofundadores
de la filosofía existencial, conocido por el atrevimiento que supuso en su momento la
propia idea de un diario metafisico. En Marcel se hace realidad el tópico de la
irreconciliabilidad entre la reflexión existencial y el pensamiento con voluntad de
sistematicidad, lo que se detecta con claridad cuando, verbigracia, recurre en su diario a
revelaciones inconexas (“me ha venido un pensamiento...”, por ejemplo el 11 y el 23 de
marzo de 1929) capaces de desarticular cualquier pretensión de configurar la filosofía
como mathesis y ciencia estricta, y que Marcel “confiesa” tener y concederles gran
crédito por la imbricación entre cotidianidad, reflexión y revelación existencial que
suponen. No cabe duda, en este sentido, de que una de las grandes aportaciones del
pensamiento existencial (en general, no sólo el del siglo XX) ha sido justamente la de
reivindicar para la reflexión la revelación, del mismo modo que el paciente trabajo
descriptivo es tópicamente característico de la fenomenología stricto sensu. La gran
velocidad de las intuiciones en tanto “revelaciones” se presta, en efecto, a colaborar
felizmente con la inmersión existencial del pensamiento. Por lo demás, en el caso de
Marcel no solamente se trataba de “revelaciones” como tentativas y aproximaciones al
“misterio del ser”, sino de la significación concedida a la experiencia literaria, de cuya
relación con la filosofía ya tuvimos ocasión de hablar en la introducción general de este
estudio. Marcel (también entusiasta defensor de la profundidad a que la experiencia
musical proporciona acceso) otorgó gran importancia al drama como vehículo expresivo
y a su juicio incluso más eficaz y clarividente que sus propios textos filosóficos. No se
trataba ante todo, sin embargo, de una decisión retórica o de estilo. A su juicio, fue
gracias a la expresión dramática (al menos desde 1910) como su pensamiento pudo
acceder a lo existencial no sin antes tenerse que liberar de la sujeción idealista que le
amenazaba con aprisionarlo (Marcel, G., 1969: 172). Es en y por el drama como el
pensamiento metafísico se entiende a sí mismo (Marcel, G., 1933: 50).
Diario metafisico, intuición, revelación, drama... Desde muy pronto, Marcel busca
denodadamente al existente concreto en márgenes de experiencia a los que el
pensamiento abstracto no podría encontrar acceso o frente a los que podría ser
indiferente. En cualquier caso, el objetivo a cumplir sería básicamente el mismo:

154
alcanzar, siquiera “sinuosamente”, la irreductibilidad y profundidad del ser personal Por
lo demás, aunque el pensador existencial no tuviera por qué empeñarse forzosamente en
un pathos trágico, lo cierto es que la inmersión en el existir que se asigna a la filosofía
se apresta a vislumbrar al ser personal en el dramatismo de su situación encarnada.
Marcel (1933: 50-51) se refirió en cierta ocasión a quienes desprecian la aproximación
entre el filosofar existencial-mente comprometido y aquel pathos dramático o incluso
trágico.

Jacques Maritain, en una conferencia pronunciada hace uno o dos años en Lovaina sobre el
Problema de la Filosofía Cristiana, dijo: “Nada más fácil para una filosofía que ser trágica; no tiene más
que abandonarse a su peso humano”, alusión sin duda a las especulaciones de Heidegger. Yo creo, al
contrario, que la tendencia natural de la filosofía la inclina hacia regiones en que parece que lo trágico
hubiera desaparecido pura y simplemente, se hubiera volatilizado al contacto con el pensamiento
abstracto. Y eso es lo que observamos en muchos idealismos contemporáneos. Porque ignoran la
persona, y la sacrifican a no sé qué verdad ideal, a no sé qué principio anónimo de interioridad pura, y se
revelan incapaces de abrazar esos datos trágicos de la vida humana [...]; los expulsan junto con la
enfermedad y todo cuanto ésta implica, hacia no sé qué arrabales de mala fama en que el filósofo digno
de este nombre desdeña aventurarse.

Y sin embargo, Marcel habría sido acusado en más de una ocasión por no ser
suficiente “trágico” ni haber enaltecido la angustia, que a algunos pudiera parecerles
consubstancial a toda filosofía existencial que se precie (así Green, M., 1955). Pero la
aproximación dramática al existir procede de muchos frentes. En el caso de Marcel, ese
frente es el de un personalismo que busca a toda costa para el ser personal una
profundidad difícil de alcanzar en un mundo tecnifícado que opta claramente por el tener
frente al ser y que entroniza la función que instrumentaliza a las personas,
convirtiéndolas en meras piezas de recambio casi numeradas y, por supuesto, anónimas,
de la maquinaria socio-cultural. Para Marcel (1933: 27-28), sin embargo,

en un mundo centrado en la idea de función, la vida está expuesta a la desesperación, desemboca en la


desesperación, porque en realidad este mundo está vacío, porque suena a hueco; si la vida resiste a la
desesperación, es únicamente en la medida en que actúan, en el seno de esta existencia y en su favor,
ciertos poderes secretos que la vida no está en condiciones de pensar, ni de reconocer.

Si en Marcel no se reivindica la angustia con tanta intensidad como en otros


pensadores, sin que ello signifique que hubiese rebajado la tensión existencial específica
de su pensamiento, ello se debe a que tensiona la facticidad con un conjunto de
posibilidades en las que el existir apela a un trascender que, en Marcel, se vincula a su
compromiso con el cristianismo (de aquí que Sartre hablase, respecto a su filosofía, de
“existencialismo cristiano”). Aunque tal vez el calificarlo de “personalista” resulte más
flexible que de “cristiano”, demasiado supeditado a la dicotomía propuesta por Sartre,
Marcel nunca eludió el vínculo entre su itineario espiritual/filosófico y el cristianismo,
justificado por su reivindicación para la reflexión filosófica, con tendencia a la
“desconexión” y la “pureza”, de la exigencia de enraizarse en el compromiso humano y
asumir la situación “encarnada”del existente. A Marcel (1933: 119) la filosofía se le

155
presentaba como la preparación del camino para una revelación “que por otra parte, ella
[la filosofía] no sabría, ni exigir, ni presuponer, ni integrar, ni siquiera absolutamente
hablando comprender, pero cuya aceptación puede en cierto modo preparar”. Proseguía
diciendo que,

a decir verdad, es posible que esta ontología no pueda desarrollarse de hecho, sino sobre un terreno
previamente preparado por la revelación. Pero si se reflexiona no hay nada ahí que deba sorprender ni a
fortiori escandalizar; el crecimiento de una metafísica no puede producirse sino en el seno de cierta
situación que la suscita; así, la existencia del dato cristiano constituye un factor esencial de esta
situación que es la nuestra. Sin duda, conviene renunciar de una vez para siempre a la idea ingenuamente
racionalista de un sistema de afirmación valedero para el pensamiento en general para la conciencia sea
la que fuere. Dicho pensamiento es el sujeto del conocimiento científico, un sujeto que es una idea y
nada más que una idea. Mientras que el orden ontológico sólo puede ser reconocido personalmente por
la totalidad de un ser comprometido en un drama que es el suyo, aunque desbordándolo infinitamente en
todo sentido –un ser al que ha sido impartido el singular poder de afirmarse o de negarse, según que
afirme el ser y se abra a él– o que lo niegue y, por eso mismo, se cierre, pues en este dilema es donde
reside la misma esencia de su libertad (Marcel, G., 1935: 119-120).

Aprovechar este reconocimiento marceliano para neutralizar la radicalidad de su


pensamiento estrictamente existencial sería como neutralizar el existencialismo por su
circunscripción histórica o desprestigiar a Heidegger por su compromiso coyuntural con
el nazismo (en este sentido, ni siquiera el existencialismo podría pretender eludir ni
desestimar el “orden de razones” que planea “sobre” la autenticidad más o menos
biográfica del compromiso filosófico). En cualquier caso, es completamente cierta y
efectiva (no una mera posibilidad) la solidaridad entre las preocupaciones existenciales,
personalistas y cristianas en Marcel. En Muerte e inmortalidad recordaba Sciacca la
polémica suscitada entre Marcel y Brunschvicg en el Congrés Descartes de 1937.
Mientras que para Marcel el esclarecimiento de situaciones como la de la muerte sería
tarea fundamental e ineludible de la filosofía, Brunschvicg respondió: “Puede ser que la
muerte de Gabriel Marcel interese a Gabriel Marcel, pero es cierto que la muerte de León
Brunschvicg no interesa a León Brunschvicg”. Tal es el comentario de Sciacca (1962:
14):

Posición existencial contra posición conceptual. Evidentemente esta oposición no está dictada por
sentimientos o situaciones de hecho (que pueden concurrir en ella), sino por dos distintas concepciones
filosóficas: la existencial y la idealista. Para quien, como Marcel, está convencido de que la filosofía es
sólo experiencia existencial y por consiguiente “diario” o autobiografía, la muerte tiene una importancia
decisiva. Para quien, en cambio, como Brunschvicg está convencido de que la filosofía es racionalidad y
por tanto relación de conceptos o ideas, la muerte propia o de otros es un problema secundario, mejor,
no-filosófico: eterna es la Idea en la vida verdadera del Espíritu impersonal...

Para Marcel (1935: 21), en efecto, “el idealismo tiende inevitablemente a eliminar
toda consideración existencial en razón de la ininteligibilidad radical de la existencia”.
Situación, encarnación, ser personal... En buena medida la filosofía de Marcel representa
un gran y primerizo esfuerzo por “pensar” (casi mejor “tantear”) la Inobjetividad en el
contexto de una crítica sin cuartel de la idea filosófica de sistema. Tal como declara al

156
comienzo del apéndice sobre “Existencia y objetividad” a su Diario metafísico,

sorprende advertir hasta qué punto los filósofos idealistas convienen en general en reducir al mínimum el
papel de la existencia, del índice existencial, en la economía general del conocimiento, y eso en aras de
determinaciones racionales de toda índole –algunos dirían valores- que confieran al pensamiento un
contenido inteligible. La existencia aparece así como algo en que el pensamiento se apoya quizá, pero
que sin duda y por la misma razón tiende a perder de vista cada vez más completamente [...]. Lo que
más importa hacer observar ante todo es que cuanto más se ponga el acento en el objeto como tal, en
los caracteres que lo constituyen como objeto, y en la inteligibilidad de que debe estar provisto, tanto
más nos veremos inducidos, por el contrario, a dejar en la sombra su aspecto [...] existencial (Marcel,
G., 1913: 309).

No sólo es importante enfrentar la existencia al sistema (Hegel, sobre todo), sino


también, más hacia atrás, al cogito tal como nos lo ha legado la venerable tradición de
filosofía idealista en sus diferentes versiones. Desde junio de 1929, en el que el yo pienso
no es considerado como fuente, sino más bien como un obturador (una tesis significativa
de una época en que Marcel [1935: 36] aspiraba a romper “con todo idealismo de
cualquier especie que sea”), hasta noviembre de 1932 (Ser ytener), Marcel (1935: 105)
llega a preguntarse

si el cogito, cuya irremediable ambigüedad nunca se pondrá suficientemente de manifiesto, no significa


en el fondo: “Al pensar tomo cierta distancia con relación a mí mismo; me suscito a mí mismo en tanto
que un otro y aparezco, por tanto, como existente”. Tal concepción se opone radicalmente a un
idealismo que define el yo a través de la conciencia de sí. ¿Sería absurdo decir que el yo como
conciencia de sí no es más que subsistente! No existe sino en tanto que se trata a sí mismo como siendo
para otro; como estando en relación con otro; por lo tanto, en la medida en que reconoce que se escapa
a sí mismo.

Frente a la tradición de la Modernidad, para el Marcel (1933: 33) más radicalmente


anticartesiano el cogito en Descartes es “autotransparente” y, por tanto, no existencial,
concerniendo básicamente “sólo al sujeto epistemológico como órgano de un
conocimiento objetivo”. Esa pretendida auto transparencia del cogito tendría su
justificación, por lo demás, en el erróneo dualismo entre res cogitans y res extensa
asumido por Descartes, absolutamente pernicioso para comprender el hecho metafísico
fundamental de la encarnación, que se presta a graves incomprensiones, cuando a no ser
completamente ignorada, si se acepta ese dualismo que hace ser al sujeto de la
experiencia y a su cuerpo recíproca y radicalmente extrínsecos.
Ni aquel rechazo de lo que considera la “autotrasparencia” del cogito ni la
recusación del ideal de la filosofía como “ciencia estricta” impidieron a Marcel, sin
embargo, asumir una fenomenología como “demanda a lo real” y que no estaría centrada
en aquellos “datos” del “verdadero positivismo fenomenológico” de Husserl (Ideas I).
Como muchos otros, Marcel (1951: 51-52) se sumó pronto al descubrimiento de la
apertura intencional, experimentando la urgencia de liberarla de todas las connotaciones
de “aprehender” o “captar”. Ello guarda fuerte relación con la supra- o
hiperfenomenología marceliana, en la que el ego cogito o el Ich denke cede, como
reconoce en su segundo diario metafísico (Ser ytener), ante un es denkt mir que Marcel

157
considera una fórmula mucho más apropiada para eludir los riesgos del subjetivismo. No
sólo se trata de rebajar aquella “autotrasparencia” sin la cual la filosofía al modo
cartesiano se hundiría en la ciénaga de una sempiterna duda, sino también de olvidar el
ideal de una filosofía descomprometida, como si el verdadero filósofo hubiera de ser –lo
diremos con un término querido a Husserl– un espectador desinteresado. Marcel (1935:
28) creía más bien lo contrario, en el sentido de que “cuanto más tratemos el mundo
como un espectáculo necesariamente más debe llegar a sernos metafísicamente
ininteligible; y esto porque la relación misma que se establece entonces entre nosotros y
él es intrínsecamente absurda De aquí, pues, la reivindicación marceliana del homo
particeps frente al homo spectans, aunque a este respecto el propio Marcel (1951: 104-
107) reconoció que, a diferencia de lo que pensaba en un principio, sería necesario
recuperar el verdadero sentido de la contemplación, que ninguna relación guarda con el
“espectáculo” de nuestras sociedades, sino con la conciencia de la participación y el
compromiso. El espectador no tiene por qué ser aséptico y “distante”. Incluso podría
decirse que no hay verdadera contemplación sin recogimiento (Marcel, G., 1951: 107).

158
5.2. Existencia y reflexión. Del recogimiento a la trascendencia

En último término, y por lo que se refiere al “método” filosófico, para Marcel lo


decisivo estriba en articular participación y distancia, en aunar compromiso y
contemplación. Por ello su filosofía se encuentra tensada por un proceder “metódico”, si
cabe hablar en estos términos, que busca la profundizarán en cierta situación metafísica
fundamental de la que no basta decir que es mía, puesto que consiste esencialmente en
ser yo (Marcel, G., 1935: 29) y que indica el radicalismo de la “autenticidad” al que
convoca el compromiso del existente con su existencia. Existimo es simplemente vivir,
justamente porque el reto primordial estriba, para el existente, en esa “autenticidad” del
saberse inmerso en situaciones “comprometedoras” en las que, sin embargo, debe poder
encontrar una ocasión privilegiada de trascendencia.
En la exigencia de asumir la inmersión en la experiencia, la fenomenología se torna
en Marcel hiperfenomenología en la medida en que ha de mantenerse en la proximidad
de la inmediatez de la existencia. Ello sólo es posible, si es que sigue manteniéndose la
diferencia entre “vivir” y “existir”, en la medida en que el acto reflexivo se reparta, por
así decirlo, entre una reflexión primera que “saca” de la inmediatez del vivir y una
reflexión segunda encargada de descubrirnos en el compromiso previo a la reflexión
primera por el que ésta, a pesar de sus esfuerzos de distanciamiento contemplativo, se
reconoce desbordada, excedida, siendo tal reconocimiento la clave de acceso justamente
a nuestra encarnación.
En efecto, a pesar de su inequívoco rechazo del teoreticismo y de todo
intelectualismo, la filosofía de Marcel siempre apostó por la reflexión, pero una reflexión
que ante todo se pretende integradora de la complejidad del ser humano. En El misterio
del ser se dice que

si me imagino la experiencia como un registro pasivo de todas las impresiones, no puedo llegar a
comprender cómo puede agregársele la reflexión. Por el contrario, si la consideramos en su
complejidad, en lo que tiene de activo y aun de dialéctico, comprenderemos que no puede dejar de
convertirse en reflexión y que tenemos el derecho de decir que es más reflexión en cuanto es más
plenamente experiencia. Pero es necesario dar un paso más y comprender que la reflexión misma puede
presentarse en diferentes niveles: hay una reflexión primaria y otra que llamaré segunda (Marcel, G.,
1951:76).

Sería un planteamiento erróneo, en consecuencia, separar la existencia de la


reflexión. La reflexión segunda constituye el instrumento por excelencia del pensamiento
filosófico (Marcel, G., 1951: 77), caracterizándose por recuperar el existir que queda
como “desplazado de su inmediatez” en la reflexión primaria o primera, que si bien nos
ofrece el “dato psicológico” de nuestro compromiso mundano, no nos brinda el “dato
existencial” como tal. Sólo en la reflexión segunda puede aparecer la ambigüedad, la no-
transparencia, la existencia, en suma. Toda la quinta lección de El misterio del ser se
consagra a la diferencia entre ambos niveles de reflexión. Uno de los ejemplos de Marcel
sería éste: un amigo me decepciona y reflexiono al respecto (reflexión primaria); luego,
me acuerdo de mí mismo en algo parecido a lo que ha causado mi decepción. Esta

159
reflexión segunda me devuelve a mi condición de existente, siendo por ello por lo que, en
el fondo de lo que permite vislumbrar, produce inquietud. Marcel (1951: 74-75) dirá que
me angustia en tanto me cuestiona, poniéndome en amplia y profunda comunicación
comigo mismo y en íntima comunicación con el Otro. En otro ejemplo, la reflexión
segunda se siente conminada a recomponer lo que la reflexión primaria descompone,
por ejemplo, respecto a la distinción entre cuerpo y alma (se comprenderá la importancia,
en tal ejemplo, del cuerpo propio). Mientras que la reflexión primaria me permite poseer
reflexivamente el mundo y a mí mismo, la reflexión segunda me hace participan pues
me recuerda, por ejemplo, que no tengo un cuerpo/cosa que poseo o tengo, sino un
cuerpo propio que soy. Tomemos un ejemplo más: si se analiza tan sólo desde la
reflexión primaria el problema de la sensación, resulta que ésta sólo será comprendida al
modo empirista tradicional (la sensación depende de algo exterior “que me llega”, etc.,
como si de un “mensaje” se tratara). Pero la reflexión segunda muestra la sensación
como modo de existir, como participación, en tanto la existencia transcurre unitaria o
“indivisamente”, “comprendiendo” el cuerpo propio lo que la mera reflexión primaria
sobreentiende en su inmediata y mera “exterioridad”. Como bien ha reconocido
Gallagher (1968: 220), “es imposible asilarnos como participantes de aquello en que
participamos, ya que en cada nivel es la participación la que nos constituye corno
sujetos. La realidad es participación. Mi ser actual coexiste con un mundo en el que está
encarnado y con una comunión espiritual fuera de la cual es una mera abstracción o una
posibilidad”.
La duplicidad de reflexión primaria/segunda muestra hasta qué punto la intuición es
en cualquier caso imprescindible pero insuficiente. Sólo gracias a la reflexión –y no
propiamente por la mera intuición “directa”– se muestra el hecho existencial fundamental
de la participación pues, en efecto, ¿cómo podría ser recuperada la dimensión
existencial por un yo que no se considerase comprometido en ella? Se comprende, de
este modo, que el cogito no pueda extraer de sí la dimensión existencial, por más que sí
permita en cierto modo preparar su propia salida hacia dicha dimensión. Nada de extraño
que temas como los de la ambigüedad, el compromiso, la respuesta, se hayan transferido
con fuerza desde Marcel, cuya filosofía está plagada de chemins sinueux (caminos
sinuosos), a pensadores como Merleau-Ponty, Levinas o Paul Ricoeur (vid.).
En Aproximación al misterio del ser dirá Marcel (1933: 48) que la reflexión
“segunda” es aquella “en virtud de la cual me pregunto cómo, a partir de qué origen,
fueron posibles los pasos de una reflexión inicial que postulaba lo ontológico sin saberlo.
Esta reflexión segunda, en la medida en que es capaz de pensarse a sí misma, es el
recogimiento”; un recogimiento que constituye una ansiosa búsqueda de las relaciones
entre yo y mi vida, implicando, por tanto, una reflexión sobre el ser en situación (Marcel,
G., 1931: 110). Tal es otra de las razones que avalan que el existente no es –mejor, no se
reduce a– su vida. Conversión existencial en Marcel, por tanto, de aquella distancia
reflexiva que en Husserl realiza, siendo por ello confirmada, la subjetividad
trascendental (que la filosofía existencial considera, en general, desvitalizada). El
recogimiento se torna esencial en Marcel desde el momento mismo en que permite

160
acceder al misterio ontológico (vid. infra). En efecto, en Aproximación al misterio del
ser se dice que

no podemos elevarnos a lo meta-problemático o al misterio sino por una operación que nos desprenda o
nos separe de la experiencia. Desprendimiento real: separación real, y no abstracción, es decir, ficción
reconocida como tal.
Y aquí nos hallamos frente al recogimiento, pues es en el recogimiento y sólo en él donde tal
desprendimiento se cumple [...]. No hay ontología posible, es decir, aprehensión del misterio ontológico,
de ningún grado, sino para un ser capaz de recogerse y de testimoniar que no es un puro y simple ser
vivo, una criatura entregada a su vida y sin dominio sobre ella [...].
En el seno del recogimiento tomo posición [...] ante mi vida; me distancio de ella en cierta manera,
pero no como el sujeto puro del conocimiento: en esta distanciación [sic] me llevo conmigo lo que soy y
lo que quizá mi vida no es. Aquí aparece el intervalo entre mi ser y mi vida. Yo no soy mi vida; y si me
hallo en estado de juzgarla –y no puedo negar esto sin inclinarme hacia un escepticismo radical que no
es sino desesperación– es a condición de poder primero reunirme en el recogimiento más allá de todo
juicio posible, y más allá de toda representación (Marcel, G., 1933: 44-46).

Y un poco más adelante, que “el ser y la vida no coinciden; mi vida, y por
refracción toda vida, puede parecer definitivamente inadecuada a algo que llevo en mí,
que en rigor yo soy, pero que sin embargo la realidad rechaza y excluye” (Marcel, G.,
1933: 49). Y sin embargo, como observará Marcel (1935: 76), al que da (entrega) su vida
le parece, y con razón, que lo da todo. La confusión es consubstancial al drama humano
y le otorga grandeza. Si por el compromiso parece que mi existencia pudiera “separarse”
de mi vida (circunstancial, situada, vinculada al aquí y ahora), y por el sacrificio parece
que me identifico con mi vida, al tiempo que el suicidio implica una diferencia entre mi
existencia y mi vida (vid. infra), Marcel hace desembocar en esa misma diferencia
esencial y ambigua la pregunta por lo que soy. Mi vida es algo que puedo evaluar
(ibídem: 110). Es como preguntarse por el derecho a la pregunta por el ser que se arroga
un existente (Marcel, G., 1935: 111). El recogimiento se vincula al misterio del ser
(Marcel, G., 1935: 113). Frente a un problema no se “recoge” el existente, sino sólo ante
o en lo metaproblemático. Más adelante insiste Marcel (1935: 118) en que

el recogimiento, cuya posibilidad efectiva puede ser considerada como el índice ontológico más
revelador de que disponemos, constituye el medio real en cuyo seno esta recuperación es susceptible de
cumplirse.
El “problema del ser” no será, pues, sino la traducción en un lenguaje inadecuado de un misterio que
no puede ser dado más que a un ser capaz de recogimiento, a un ser cuya característica central consiste
acaso en no coincidir pura y simplemente con su vida. Nosotros encontramos la prueba o confirmación
de esta no coincidencia en el hecho de que evalúo mi vida de modo más o menos explícito, de que está
en mi poder no sólo el condenarla con un veredicto abstracto, sino también el poner un término
efectivo, si no ya a esta vida considerada en sus profundidades últimas que quizá escapen a mis manos,
sí al menos a la expresión finita y material a la que soy libre de creer que esta vida se reduce. El hecho
de que el suicidio sea posible constituye, en este sentido, un punto de partida esencial para cualquier
pensamiento metafísico auténtico. No solamente el suicidio: la desesperación bajo todas sus formas, la
traición bajo todos sus aspectos, en tanto se presentan como negaciones efectivas del ser, que el alma
que desespera se cierra a sí misma a la seguridad misteriosa y central en que hemos creído encontrar el
principio de toda positividad.

161
5.3. Participación y encarnación

Muchas de las ambigüedades abordadas por Marcel dependen de la diferencia entre


existencia y vida, ya puesta de relieve, en la medida en que aquélla posee una
reflexividad existencial (de segundo grado, dirá Marcel en ocasiones) que impide la
identificación, al tiempo que pone en marcha toda la tensión de la existencia. Esa tensión
hace legítimo poder hablar del drama humano (Marcel, G., 1935: 76). Se trata de un no-
ajuste, de una espesura en el seno del existir. Ello guarda un vínculo profundo con el
hecho y experiencia primordiales de la participación, que puede ser, en Marcel (1933: 36
–cita de Cañas Fernández-), encarnación (experiencia de “mi cuerpo” desde la
encarnación), comunión (con los Otros, o intersubjetividad) y experiencia de la
trascendencia (cfr. Marcel, G., 1951: 48), sin que en ningún caso la participación pueda
ser asimilada reflexivamente ni, por tanto, objetivada. La participación es, en tal sentido,
“metaproblemática”, en tanto revaloriza el ser sobre el conocimiento (Marcel, G., 1933:
37) en honor al ser personal. Decir que “soy mi cuerpo” significa el reconocimiento de
un tipo de realidad esencialmente misterioso que no se deja reducir a las determinaciones
que presenta como objeto, por completas que sean (Marcel, G., 1951: 91).
Marcel primero, y luego Merleau-Ponty (vid.), ambos con sus respectivas
reivindicaciones del ser encarnado en homenaje al ser personal el primero y a la apertura
perceptiva al mundo el segundo, ¿no habrían mostrado la incompletitud de la analítica
existenciaria del ser-en-el-mundo propuesta por Heidegger? El encontrarse arrojado del
existente acontece originalmente por medio de nuestro ser corporal, pero este “ser” no se
deja confundir con nada objetivo en tercera persona (también en las antípodas de aquella
“ejecutividad” del yo que tanto le gustaba subrayar a Ortega –vid.–), que justificase el
dualismo cuerpo/alma, sino que es ante todo el cuerpo-propio, el husserliano Leib, el
orteguiano intracuerpo, es decir, el cuerpo del que no podría decir que simplemente “lo
tengo” ni que por tanto podría ser reductible a las funciones que pudiese desempeñar en
un contexto instrumental. Precisamente la reivindicación del cuerpo propio motiva en
Marcel, en cierto momento de su trayectoria metafísica, una filosofía de la sensación
(precedente, en buena medida, de Merleau-Ponty), en la que la sensación ya no podría
ser comprendida desde los pobres esquemas del empirismo o del racionalismo, en los que
se intentaría captar como posesión (sensación que tenemos de algo) lo que en Marcel es
verdaderamente, como se dijo antes, un modo de existir: participación inmediata en el
ser, actualización de mi encarnación en el mundo.
La encarnación muestra nuestra participación, nuestra situación en el mundo. En
efecto, Marcel es una de las primeras voces que con más fuerza reivindican la situación
como encarnación (o la encarnación como situación): gran fuente eterna de las
paradojas y ambigüedades del existir. Encarnación en el sentido literal del término, y en
sentido figurado, metafórico. No se trata, en absoluto, de la “mala caída” en el mundo de
un ser humano destinado a alguna condición angélica (de aquí lo injusto de críticas como,
por ejemplo, la de M. Green (1955; cfr., en sentido de crítica a Green, Gallagher, K. T.,
1968: 225 y ss.). La personal inversión del platonismo y la superación del cartesianismo

162
se conectan, en el pensamiento existencial de Marcel, gracias al reconocimiento del
drama de la encarnación, en primer lugar, del yo existo como “dato central de la
metafísica” (cfr. Marcel, G., 1935, 1939). Ya en Ser y tener había escrito Marcel (1935:
22):

La encarnación –dato central de la metafísica–. La encarnación, situación de un ser que aparece


como ligado a un cuerpo. Dato no transparente a sí mismo: oposición al cogito. De este cuerpo yo no
puedo decir siquiera que es yo, ni que no es yo, ni que es para mí (objeto). De entrada, la oposición
entre sujeto y objeto se halla trascendida. Inversamenne, si parto de tal oposición tomada como
fundamental, no habrá malabarismo lógico alguno que me permita recuperar esta experiencia; ésta será
inevitablemente eludida, o rechazada, que viene a ser lo mismo. Es inútil objetar que esta experiencia
presenta un carácter contingente, en realidad toda investigación metafísica exige un punto de partida de
este género. No puede partir sino de una situación sobre la que se reflexiona sin que se pueda
comprender.
Examinar si la encarnación es un hecho. No me lo parece, es el dato a partir del cual es posible un
hecho (cosa que no es verdad respecto del cogito).
Situación fundamental y que, en rigor no puede ser dominada, sometida, analizada. Esta es
precisamente la imposibilidad que se afirma cuando declaro, confusamente, que yo soy mi cuerpo, es
decir: yo no puedo tratarme en absoluto como un término distinto de mi cuerpo [...].

La apertura fenómeno lógica se enraíza, se encarna. Muchos superficiales, cuando


no falsos, debates sobre el“existencialismo” quedarían obsoletos si se localizaran
adecuadamente los problemas genuinamente filosóficos. Hacia 1927-1928 sostenía
Marcel (1935: 20) en su diario que

cuando afirmo que una cosa existe es que considero tal cosa como vinculada a mi cuerpo, como
susceptible de entrar en contacto con él, por indirectamente que sea. Unicamente es preciso tener muy
en cuenta que esta prioridad, que de esta manera atribuyo a mi cuerpo, se debe al hecho de que éste me
es dado de modo no exclusivamente objetivo, al hecho de que es mi cuerpo [...].
Esto viene a significar que realmente no se puede disociar:
Existencia,
Conciencia de sí como existente,
Conciencia de sí como ligado a un cuerpo, como encarnado.
De esto parecen derivarse varias consecuencias importantes:
l.° En primer lugar, la visión existencial de la realidad no parece poder ser otra que la de una
personalidad encarnada; en la medida en que podemos imaginar un entendimiento puro, no hay para éste
posibilidad ninguna de considerar las cosas como existentes o no existentes.

Frente a la eficacia experiencial de las “revelaciones” heideggeriana (angustia),


sartreana (náusea) o frente a las situaciones-límite jaspersianas, Marcel ha explorado
fenomenológicamente situaciones tales como la fidelidad creadora, el amor y la
esperanza, no porque su pensamiento se pretenda “piadoso”. Basta detenerse en los
análisis de Marcel sobre la persona para comprobar hasta qué punto su filosofía se
encuentra atravesada por poderosas tensiones, procedentes de la tensión primordial que
se produce entre nuestra condición humana situada, participante, encarnada, y los
requerimientos que suscitan en nosotros experiencias decisivas como las señaladas hace
un momento. Tanto la fidelidad como la esperanza muestran al existente existiendo entre

163
dos ámbitos. La esperanza lo es siempre, y más en el ambiente “existencialista”
(contrástese en un estudio más detenido las posiciones al respecto de Heidegger/Sartre
con la de Marcel) a pesar de todo (Marcel, G., 1935: 79), lo que exige al ser personal
trascender más allá de lo dado. Del mismo modo que la angustia heideggeriana pone en
cuestión el ente en total, la esperanza marceliana afecta una totalidad que pareciera por
momentos sucumbir abismáticamente. Por otra parte, si como dijera hacia 1951 Albert
Camus en El mito de Sísifo, “no hay más que un problema verdaderamente serio: el
suicidio”, ya desde la década de los treinta, en la filosofía de Marcel el suicidio significa
una especie de hendidura o discontinuidad entre vida y existencia (vid. supra). Muchas
de las experiencias/situaciones abordadas por Marcel anuncian un más allá del mero
vivir, inevitablemente vinculado a situaciones mundanas, que introducen una relatividad
insoslayable en lo que se pretendiese absoluto. De este modo, el existir muestra que el
vivir “no da para tanto” como el existir exige al existente “auténtico”, siendo por ello
mucho más arriesgado. De ese sobrepujar el existir sobre el mero vivir depende la
experiencia marceliana del ser personal. Por ejemplo, para Marcel (1935: 50) “no hay
compromiso posible sino para un ser que no se confunda con su situación del momento y
que reconozca esta diferencia entre sí y su situación, que se sitúe por consiguiente como
trascendente, en cierto modo, a su propio devenir, que responda de sí”. El problema
existencial depende de la articulación entre el compromiso y la fidelidad (fidelidad al
compromiso). No únicamente es preciso reconocer un más allá de la estricta inmediatez
del aquí/ahora, sino que ¿no podría constituir una especie de traición a la fluencia de la
vida el jurar fidelidad (a Otro, por ejemplo), más allá de toda circunstancia? (Marcel, G.,
1935: 50-51).

Y a pesar de ello, si, dejando de lado aquello de que tuve conciencia en aquel instante fugitivo, busco
lo que significa mi promesa como acto, estoy obligado a reconocer que encierra un decreto cuya
audacia ahora me sorprende. Reservando la posibilidad de circunstancias exteriores susceptibles de
poner fuera de mi alcance la realización de mi promesa, he admitido, aunque sea implícitamente, que mi
disposición interior sin duda no era inalterable, pero al mismo tiempo he decidido que esta alteración
eventual no será tenida en cuenta. Entre quien se atreve a decir yo y quien se atribuye el poder de
obligara (de obligarme a mí mismo) y el mundo ilimitado de los efectos y de las causas que escapa, a la
vez, a la jurisdicción del yo y a toda visión racional, existe, pues, una zona intermedia en la que se
desarrollan acontecimientos que no son conforme ni a mis deseos ni siquiera a mi expectativa, pero de
los cuales reivindico, sin embargo, el derecho y el poder hacer abstracción en mis actos. Este poder de
abstracción real se sitúa en el corazón mismo de mi promesa, confiriéndole su densidad propia y su
precio. Quiero concentrar mi atención sobre este dato central y resistir al vértigo que amenaza
adueñarse de mí cuando percibo el abismo que se abre a mis pies: ¿qué es, en efecto, este cuerpo, del
que soy a la vez dueño y esclavo? ¿Puedo, sin engaño ni absurdo, exiliarlo al inmenso imperio exterior
que escapa a mis influencias? Pero menos aún puedo comprenderlo perfectamente en esta esfera
subyugada que he declarado sometida a mi poder de abstracción. Me parece igualmente verosímil que
soy responsable de estas vicisitudes corporales y que no lo soy; ambas afirmaciones me parecen
exactas y absurdas. No quiero reflexionar más sobre este punto; me basta con haber conocido que al
obligarme con una promesa he introducido en mí una jerarquía interior entre un principio soberano y
cierta vida cuyo detalle deviene imprevisible, pero que dicho principio subordina a sí mismo o más
exactamente aún, se compromete a mantener bajo su yugo (Marcel, G., 1935: 56-57).

164
El texto es tremendamente significativo y ejemplar de las meditaciones marcelianas,
y muestra en qué medida la fenomenología se ve tensionada, y en ocasiones tal vez
desbordada, por una hiperfenomenología que recompone la original situación
comprometida, encarnada.

165
5.4. Problema y misterio

El 16 de marzo de 1933 Marcel (1935: 138) anota en su diario (Ser ytener), citando
a R. P. Jouve, que “los misterios no son verdades que están por encima de nosotros, sino
verdades que nos abarcan”. Ya el 22 de octubre del año anterior (1932) había anotado:
“Planteamiento del misterio ontológico; sus aproximaciones concretas [...]. La expresión
misterio del ser, misterio ontológico, en vez de problema del ser, problema ontológico,
me ha venido bruscamente estos días. Me ha iluminado. El pensamiento metafísico como
reflexión concentrada sobre un misterio” (Marcel, G., 1935: 101). Más adelante, en
enero de 1933, y especialmente en Aproximación al misterio del ser, Marcel ha ofrecido
un importante conjunto de pistas para distinguir problema y misterio.

Entre un problema y un misterio hay una diferencia esencial, la de que un problema es algo con lo
que me enfrento, algo que encuentro por entero ante mí, que por lo mismo puedo cercar y reducir; en
tanto que un misterio es algo en lo que yo mismo estoy comprometido y que, en consecuencia, no es
pensable sino como una esfera en la que la distinción del en mí y del ante mí pierde su significado y su
valor inicial. Mientras un problema auténtico puede ser sometido a cierta técnica apropiada en función
de la cual se define, un misterio trasciende por definición toda técnica concebible. Sin duda, siempre es
posible [...] degradar un misterio para convertirlo en problema; pero tal procedimiento es profundamente
vicioso y su origen debería ser buscado tal vez en una especie de corrupción de la inteligencia [...].
Toda confusión entre el misterio y lo incognoscible debe ser cuidadosamente evitada: lo
incognoscible no es, en efecto, más que un límite de lo problemático que no puede ser actualizado sin
contradicción. Por el contrario, el reconocimiento del misterio es un acto esencialmente positivo del
espíritu, el acto positivo por excelencia y en función del cual quizás se defina rigurosamente toda
positividad. Todo parece ocurrir aquí como si yo disfrutara de una intuición que poseo sin saber
inmediatamente que la poseo, una intuición que no podría ser propiamente hablando, para sí, pero que
no se aprehende a sí misma sino a través de los modos de experiencia sobre los cuales se refleja y que
ella misma ilumina mediante dicha reflexión. La labor metafísica esencial consistiría entonces en una
reflexión sobre esta reflexión, en una reflexión a la segunda potencia, por la cual el pensamiento tiende a
la recuperación de una intuición que por el contrario se pierde, en cierto modo, en la medida en que se
ejerce (Marcel, G., 1935: 117-118).

En esta importante reflexión del 22 de octubre prosigue Marcel diciendo que, por
ejemplo, se tiende a considerar el mal más como un problema (accidente sobrevenido a
una máquina que no me afecta, que no se integra en mi cosmovisión, etc.) que como un
misterio. Pero ¿cómo acceder al misterio? Y prosigue:

Pero ¿qué acceso puedo tener a lo ontológico como tal? La misma noción de acceso resulta aquí
evidentemente inaplicable. Sólo tiene sentido en el contexto de una problemática. Habiendo descubierto
un determinado lugar, ¿cómo puedo tener acceso a él? Imposibilidad de tratar el ser de este modo [...].
De la definición del pensamiento metafísico como reflexión centrada sobre un misterio resulta que
un progreso en este pensamiento no es realmente concebible. Sólo hay progreso en la problemática.
Por otra parte, lo propio de los problemas es el poder detallarse. El misterio, en cambio, es aquello
que no se detalla (Marcel, G., 1935: 102).

De este modo, la filosofía se presenta en Marcel (1935: 104) como meta-crítica


orientada hacia una metaproblemática. Si, como ha señalado Gallagher, uno de los
grandes temas de Marcel es el de cómo sea posible el conocimiento en el ámbito del

166
misterio ontológico, a estas alturas ya sabemos que las “aproximaciones” al misterio (que
en realidad son verdaderas “inmersiones”, participación pura) sólo pueden ser
existenciales, que no se accede al ser desde el concepto y que es necesaria la posibilidad
de un “recogimiento” que sólo puede acontecer gracias a una reflexión segunda en la
medida en que “lo concreto” que tan exhaustivamente persigue el pensamiento de Marcel
(y que da título a una de sus obras más conocidas) sólo puede ser aprehendido por un yo
cuyas facultades no están disociadas (Gallagher, K.T., 1968: 205).
El ser, por ejemplo, que sería lo absolutamente indefinible, es para Marcel (1933:
30) “aquello que se resiste [...] a un análisis exhaustivo sobre los datos de la experiencia
y que tratara de reducirlos progresivamente a elementos cada vez más desprovistos de
valor intrínseco o significativo”. Como el Tú, que es irreductible a El y del que no puede
hablarse, por tanto, en tercera persona. Ni que decir tiene que, por lo demás, la crítica de
Marcel al “funcionalismo” despersonalizante se deja sólo comprender realmente desde la
fructífera proyección de la crítica al problematicismo a favor de la trascendencia del
Misterio (ontológico), o al objetivismo a favor de la creativa inobjetividad de la
existencia. Retomando tesis procedentes del apéndice del Diario metafísico sobre
“Existencia y objetividad”, en 1933 Marcel (1933: 69-70) sostiene, contraponiendo
presencia a objeto, que,

cuando digo que un ser me es dado como presencia o como ser (equivale a lo mismo, pues no hay un
ser para mí si no es una presencia), ello significa que no puedo tratarlo como si estuviera simplemente
puesto ante mí; entre él y yo se anuda una relación que en cierto sentido desborda la conciencia que yo
pudiera tener de él; tal ser no está solamente ante mí, está también en mí; o, más exactamente, estas
categorías quedan superadas, pierden su sentido. La palabra influjo traduce, aunque de una manera
excesivamente espacial, demasiado física, la especie de aportación interior, de aportación desde dentro,
que se realiza desde el momento en que la presencia es efectiva. Grande por cierto, casi invencible, será
la tentación de pensar que esta presencia efectiva no puede ser más que la presencia de un objeto; pero
con ello volvemos a caer más acá del misterio, en el plano de lo problemático; y entonces se hace oír
esta protesta de la fidelidad absoluta.

Sin grandes estridencias, el pensamiento de Gabriel Marcel fue uno de los primeros
en marcar el punto de partida de lo que debe ser considerado propiamente “filosofía
existencial” y uno de los pensadores que más influencia han ejercido en la fenomenología
especialmente francesa (Merleau-Ponty, Levinas, Ricoeur...). Es cierto que, como en el
caso de Jaspers, para algunos críticos empeñados en identificar el “existencialismo” con
una suerte de pensamiento abismado en la angustia o la náusea, la filosofía de Marcel
pierde radicalidad (más bien habría que decir “morbosidad”) por su compromiso
cristiano. Pero no tiene por qué ser así en la medida en que se crea (como es el caso del
autor de este estudio) que el reconocimiento del drama existencial humano es previo a
decisiones de tipo ideológico o religioso en la medida misma, desmesurada, de la gran
“objetividad” (en nuestro país López Quintás ha hablado de “superobjetividad”) que el
drama existencial entraña, que no debe ser eclipsado por aquellas decisiones en tanto
éstas se sostienen por su vocación de respuestas más que de preguntas.

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ANEXO 1
Filosofía existencial, personalismo, pensamiento dialógico

Por el estilo de su pensamiento y por las áreas de investigación de su filosofía existencial, Marcel se
encuentra muy próximo al personalismo, representado esencialmente por Emmanuel Mounier, y que incluiría
de un modo u otro, y en una amplia perspectiva, a autores tales como Jacques Maritain, Paul-Louis
Landsberg, Jean Lacroix, Maurice Nédoncelle y otros (cfr. Díaz, C. y Maceiras, M.: 1975), así como al
llamado pensamiento dialógico (dialogisches Denken) (Coll, J., 1990), cuyo principal representante fue sin
duda Martin Buber, autor de Yo y Tú (1923), claro exponente de una sui géneris “fenomenología” de lo
interpersonal en un sentido y con unos intereses muy diversos frente a la fenomenología husserliana de la
Fremderfahrung. Si se vincula con el personalismo por su compromiso social y político y su reivindicación
del ser personal, la filosofía existencial apunta al pensamiento dialógico por su búsqueda, más espiritual que
propiamente filosófica, de una experiencia profunda del ser personal en la proximidad de una inmediatez
prerreflexiva inserta en ámbitos de relacionalidad participativa profunda (López Quintás). En concreto, es
fundamental la relevancia del Tú que en el pensamiento buberiano alcanza el Otro, en las antípodas del ser
objetivo o del Él/Ello. Ya Gabriel Marcel había llamado poderosamente la atención al respecto, y en fecha
muy temprana. El pensamiento dialógico profundiza el encuentro interhumano desde la necesidad de transitar
desde el Otro del contexto de-Objetividad al Tú de la palabra primordial Yo-Tú (Buber) opuesta, en un
mundo funcionalizado, a la palabra primordial Yo-Ello. Decisiva es en este Yo-Tú, que la objetividad no
mediatiza, la arriesgada radicalidad del cara-a-cara en su gran potencia de exclusividad, que abre a la
trascendencia del Tú absoluto. Mientras que en la teoría husserliana de la intersubjetividad la intermediación
de la objetividad es imprescindible, en el pensamiento dialógico tal objetividad pasa a un muy segundo plano,
pues el encuentro queda desvinculado de cualquier afán epistemológico. El pensamiento de Buber no es
propiamente existencial(ista) ni fenomenológico, pero mantiene un vínculo indudable con ambos estilos de
pensamiento, de lo queda buena constancia en su ¿Qué es el hombre? (1942), texto repleto de hondas
preocupaciones filosófico-antropológicas en la línea de una asimilación y crítica de las posiciones de
Heidegger y Scheler. Buber, en concreto, reconoce a Husserl como uno de los precursores de la
problemática filosófico-antropológica, especialmente a partir de La crisis de las ciencias europeas y la
fenomenología trascendental obra de la que Buber (1942: 79-80) retiene especialmente los temas de la
humanidad en pugna por su propia comprensión, el cuestionamiento del hombre como ser racional y el
advenimiento del ser humano en entidades vinculadas generativa y socialmente. Respecto a Kierkegaard,
Buber (1942: 79-80) le reconoce el gran mérito de haber situado en el centro de la inquietud filosófica al
hombre concreto

no como ser aislado sino en la problemática de su relación con lo Absoluto. No es el yo absoluto del
idealismo alemán quien se convierte en objeto del pensar filosófico, ese yo que se crea un mundo
mientras lo piensa, sino la persona humana real, pero en la conexión de la relación óntica que la
vincula a lo Absoluto. Esta relación es, para Kierkegaard, una relación recíproca real de persona a
persona, es decir, que también lo Absoluto entra en esta relación como persona.

Por otra parte, la crítica a Heidegger está fuertemente tensionada por la propia dialógica de Buber y en
el sentido de que el autor de Ser y tiempo habría restado relevancia al encuentro con el Otro. Para Buber
(1942: 113) en el pensamiento de Heidegger el hombre da un paso decisivo “en dirección al abismo, donde ya
no asoma nada”. En las “conclusiones” de ¿Qué es el hombre? se defiende una concepción relacional del ser
personal humano que se desmarca tanto frente al individualismo como frente al colectivismo (uno de los
temas preferidos, sin duda, por el personalismo mounieriano). La tesis básica en su propuesta (“No queda
más remedio que la rebelión de la persona por la causa de la libertad de la relación” [Buber, M., 1942: 145])
es que

el hecho fundamental de la existencia humana no es ni el individuo en cuanto tal ni la colectividad en


cuanto tal. Ambas cosas, consideradas en sí mismas, no pasan de ser formidables abstracciones

168
[...]. El hecho fundamental de la existencia humana es el hombre con el hombre. Lo que singulariza
al mundo humano es, por encima de todo, que en él ocurre entre ser y ser algo que no encuentra
par en ningún otro rincón de la naturaleza. El lenguaje no es más que su signo y su medio, toda obra
espiritual ha sido provocada por ese algo. Es lo que hace del hombre un hombre; pero, siguiendo su
camino, el hombre no sólo se despliega sino que también se encoge y degenera. Sus raíces se hallan
en que un ser busca a otro ser, como este otro ser concreto, para comunicar con él en una esfera
común a los dos pero que sobrepasa el campo propio de cada uno. Esta esfera, que ya está plantada
con la existencia del hombre como hombre pero que todavía no ha sido conceptualmente dibujada,
la denomino esfera del “entre”. Constituye una protocategoría de la realidad humana, aunque es
verdad que se realiza en grados muy diferentes (Buber, M., 1942:146-147).

Se recordará fácilmente, en este sentido, que para Feuerbach (a quien Buber reconoce, junto con
Jacobi y otros, como fundador lejano del dialogisches Denken), en sus Principios de la filosofía del
porvenir de 1843,

el hombre singular para sí no tiene en sí ni como ser moral ni como ser pensante, la esencia del
hombre. La esencia el hombre está contenida sólo en la comunidad, en la unidad del hombre con el
hombre; mas una unidad que se basa en la realidad de la diferencia entre el yo y el tú. La verdadera
dialéctica no es ningún monólogo del pensador aislado consigo mismo; es un diálogo entre el yo y el
tú (Feuerbach, L., 1843: 169).

El vínculo entre filosofía existencial, pensamiento dialógico y personalismo depende esencialmente de


una reivindicación y defensa a ultranza de la persona para la que la fenomenología husserliana fue, si bien no
suficiente (véanse, sin embargo, las reflexiones de Husserl en Ideas II), sí absolutamente necesaria en la
medida en que consiguió resituar y restituir adecuadamente una zona de experiencia (y conciencia)
fundamental. También uno de los rasgos comunes sería la orientación (para otros deriva) de la experiencia
filosófica hacia el compromiso religioso, ya sea cristiano (católico o no) o judaico (en el caso de Buber y
Levinas), más o menos social, místico, etc. Levinas, por ejemplo, reconocerá explícitamente, en varios
escritos, su gran deuda respecto a Marcel y Buber, amén de con otro gran representante del “pensamiento
dialógico”: Franz Rosenzweig. También Ferdinand Ebner contribuyó decisivamente a la propuesta
personalista/dia-lógica con su obra La palabra y las realidades espirituales.
Influidos por el espiritualismo francés, el “mesianismo” ruso y la fenomenología, amén de Marcel es
necesario recordar a Blondel (1861-1949), a Maritain (1881-1973) y al anteriormente mencionado Emmanuel
Mounier (1905-1930), que conocerá la obra de Scheler (y Heidegger) gracias a Alexandre Marc y
Landsberg, siendo este último, junto con Mounier, uno de los grandes teóricos del personalismo comunitario.
Mounier escribe en 1945 una Introducción a los existencialismos en la que ajusta las cuentas, positiva y
negativamente, entre personalismo y existencialismo. Se asiste, en efecto, a una reivindicación total de la
persona liberándola de cargas heredadas del substancialismo y reflexionándola sobre todo en el contexto de la
comunidad: “Nosotros estamos en contra de la filosofía del Yo, y a favor de la filosofía del Nosotros” había
escrito Mounier en el primer número de Esprit (octubre de 1932), órgano de expresión por antonomasia del
personalismo (representado en España, desde hace años, por el Instituto Emmanuel Mounier y,
especialmente, por Carlos Díaz).
En la línea de un posible “existencialismo ruso” no debe dejarse de mencionar a dos de los más
grandes anti-filósofos sui géneris, o quizás sería mejor decir filósofos-místicos, de nuestro siglo: Leo Chestov
y Nicolai Berdiaev, ambos de Kiev y pensadores en buena medida al amparo del “místico” moscovita
Vladimir Soloviev (1853-1900), un gran detractor de la filosofía en su doble dirección racionalista y
empirista. Chestov y Berdiaev compartieron un radical antiobjetivismo, en el primero imbricado con un
ataque frontal al racionalismo en defensa de la fe religiosa, y del que Georges Nivat (1994: 32) habla en
términos de “un pensador completamente extraordinario, infatigable Don Quijote que toda su vida luchó
contra la Razón y el Dios creador, contra el Dios Gran Relojero, el Dios de Spinoza y otros abogados de la
necesidad”. La fe que defiende Chestov no es la del Dios no ya sólo de la filosofía “perenne”, sino incluso de
aquel Yahvé que “vio que el mundo era bueno”. Chestov reivindica un “Dios del absurdo”, una fe “que mueve

169
montañas” sin ser, por tanto, “razonable”. Como dice Nivat, hizo profesión de fe contra la evidencia, lo que
se muestra en un artículo de Chestov sobre “La lucha contra las evidencias” (1940), en el que vinculando a
Husserl y Kierkegaard en torno al lema Entweder-Oder (O esto o lo otro), afirma su inmensa deuda con
Husserl (a sus ojos el más grande filósofo de “nuestro tiempo”), al tiempo que reconoce combatir contra lo
que Husserl le enseñó: justamente el poder de la evidencia.
No tan radical como Chestov, Berdiaev, con su concepto de la libertad increada, que precedería a
Dios, consideraba que la escisión sujeto-objeto es producto de la caída y que el esfuerzo máximo del
existencialismo debería encaminarse a recuperar la comunión con la divinidad, debiendo el hombre “deificar”
el mundo. Por otra parte, como Marcel y Jaspers, Berdiaev se esforzó en esclarecer la raíz existencial del
encuentro interhumano (así, por ejemplo, en sus Cinco meditaciones sobre la existencia, de 1948),
concediendo gran importancia a la comunicación yo-tú. La tragedia del conocer por parte de un existente
“caído” como el humano, sólo puede encontrar salida por el amor, que habrá de culminar, en la cosmogonía
de Berdiaev, en una especie de Comunidad mística silenciosa y plena.

170
Bibliografía

Salvo error u omisión, el presente repertorio bibliográfico incluye las obras


utilizadas y mencionadas en el texto, excepto en casos muy concretos, en los que al autor
le ha parecido conveniente ofrecer información bibliográfica adicional. De ningún modo
pretende ser exhaustivo ni recoger la gran cantidad de bibliografía (incluso la nacional, en
muchos casos de gran calidad) que sobre los temas y autores objeto de estudio podría
encontrar el lector interesado.
En las referencias bibliográficas con dos años de edición: el primero lo es de la
edición príncipe de la obra; el segundo, de la manejada por el autor. Los números de
página de las citas bibliográficas que aparecen a lo largo del texto siempre remiten a la
segunda de estas ediciones.

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181
HERMENEIA

El porvenir de la razón en la era digital


José Luis González Quirós

Debate en torno a la posmodernidad


Modesto Berciano Villalibre

La tentación pitagórica.
Ambición filosófica y anclaje matemático
Víctor Gómez Pin

El problema de la religión
Jesús Avelino de la Pienda

El enigma de la representación
Alejandro Llano

El tiempo cosmológico
Carmen Mataix Loma

Teoría de la Cultura
Javier San Martín Sala

Introducción a la teoría de la verdad


Miguel García Baró

El retorno del mito


José M.a Mardones

Ética y decisión racional


Gilberto Gutiérrez

182
Índice
Título de la Página 4
Derechos de Autor Página 5
Índice 7
Introducción 9
1 Formas de lucidez. De las cosas mismas a la existencia 13
1.1. Luces y sombras 16
1.2. Hacia las “cosas mismas” y la tarea de la fenomenología 20
1.3. Ruptura y radicalismo en una época de vanguardias 25
1.4. Hacia la existencia 28
Anexo 1. Mundo de la vida/Mundo de la muerte (nota sobre conciencia y
35
mortalidad)
Anexo 2. “El pensamiento abstracto encuentra por fin su apoyo carnal.” El
36
encuentro entre filosofía y literatura
2 El campo de presencia. De la vivencia intencional al mundo de la
39
vida (Husserl)
2.1. En presencia de lo trascendente. La eclosión de la intencionalidad 45
2.1.1. Intencionalidad y apertura 45
2.1.2. La soberanía de la vivencia intencional 48
Anexo 1. Carta de Husserl a Hofmannsthal 51
2.1.3. Orientación y evidencia (envoltura y jerarquía de la vida de la conciencia) 54
2.1.4. El a priori universal de correlación y el análisis intencional 61
2.1.5. Un mundo “entrecomillado” (nóesis y nóema) 62
2.1.6. Genética y estática de la apertura intencional 67
2.1.7. La intencionalidad de horizonte 68
Anexo 2. Un mundo por leer (de Ingarden a Iser) 71
2.1.8. La facticidad en juego. Análisis intencional y reducción eidética 72
2.2. La perspectiva fenomenológica 76
2.2.1. Epojé y re(con)ducción fenomenológica 76
Anexo 3. Soberanía de la intencionalidad y “sublimación pura” de la imagen
80
poética en G. Bachelard
2.2.2. Tránsito a la reducción trascendental 82
Anexo 4. Realidades múltiples/ámbitos finitos de sentido en A. Schütz 88

183
2.2.3. La filosofía como reflexión 89
Anexo 5. De la descripción a la “construcción”. Apunte sobre la fenomenología
91
constructiva en Eugen Fink
2.2.4. La intención comunicativa. Egología e intersubjetividad 92
2.2.5. Contra la Mera Realidad y el Gran Objeto. El mundo de la vida 94
3 Ontología existenciaria y pregunta por el Ser. Los confines de la
98
fenomenología (Heidegger)
3.1. La apropiación de la intimidad del vivir. Hacia la facticidad prerreflexiva 105
3.2. La recepción crítica de la fenomenología husserliana de la conciencia 109
3.3. Reducción, construcción, destrucción. El proyecto fenomenológico 112
3.4. La pregunta por el ser 114
3.5. La analítica existenciaria 118
Anexo 1. El aprendizaje de la angustia en la escuela de la posibilidad (S.
119
Kierkegaard)
3.6. Diferencia ontológica y trascendencia. El dejar-ser lo misterioso 127
3.7. Hacia otro pensar. Esbozos para una fenomenología de lo que no-aparece
130
(des-aparece)
4 Límite y trascendencia: de la excepción a la metafísica (Jaspers) 134
4.1. Una vocación filosófica 135
4.2. Orientación en el mundo, esclarecimiento de la existencia y metafísica 140
4.3. De la existencia a la trascendencia. Las situaciones-límite 144
4.4. De lo abarcador a la trascendencia 148
5 Participación y existencia. Hacia el misterio (Marcel) 153
5.1. Un pensamiento comprometido, encarnado 154
5.2. Existencia y reflexión. Del recogimiento a la trascendencia 159
5.3. Participación y encarnación 162
5.4. Problema y misterio 166
Anexo 1. Filosofía existencial, personalismo, pensamiento dialógico 168
Bibliografía 171

184

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