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Jacques
Rancière
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Jacques Rancière
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Publicado en “El odio a la democracia”. Colección Nómadas. Amorrortu editores.2007
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En el original, “l´empire du rien”. Así, entrecomillada, la expresión está tomada del libro de Benny Lévy.
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república, donde sirve de referencia para marcar la oposición entre el buen gobierno y
el gobierno democrático.
Platón le hace a la democracia dos reproches que primero parecen
oponerse, pero que sin embargo ser articula estrictamente uno con el otro. Por un
lado, la democracia en el reinado de la ley abstracta, opuesta a la solicitud del médico
o del pastor. La virtud del pastor o del médico se expresa de dos maneras: sus
ciencias respectivas se oponen en primer lugar al apetito del tirano, porque se
ejercen para exclusivo beneficio de aquellos de quienes se ocupan. Pero se oponen
también a las leyes de la ciudad democrática, porque se adaptan al caso presentado
por cada paciente o por cada cordero. En cambio, las leyes de la democracia
pretenden valer para todos los casos. Se asemejan así a las recetas que un médico
que se ha ido de viaje hubiera dejado en bloque, independientemente de la
enfermedad a tratar. Pero esta universalidad de la ley es una apariencia engañosa. Lo
que el hombre democrático valora en la inmutabilidad de la ley no es lo universal de
la idea, sino que sirva de instrumento a su capricho. En lenguaje moderno, diremos
que bajo el ciudadano universal de la constitución democrática tenemos que
reconocer al hombre real, es decir, al individuo egoísta de la sociedad democrática.
Aquí está el punto esencial. Platón es el primero en inventar ese modo de
lectura sociológico que declaramos propio de la Edad Moderna, esa interpretación
que busca, bajo las apariencias de la democracia política, una realidad inversa: la
realidad de un estado de sociedad donde el que gobierna es el hombre privado,
egoísta. Para él, la ley democrática no es sino el capricho del pueblo, expresión de la
libertad de individuos indiferentes a cualquier orden colectivo y cuya única ley son
sus cambios de humor y de gustos. Así pues, la palabra democracia no significa
simplemente una mala forma de gobierno y de vida política. La democracia, nos dice
Platón en el libro VIII de La república, es un régimen político que no es tal. No tiene
una constitución, porque las tiene todas. Es un bazar de constituciones, un traje de
arlequín que encanta a esos hombres cuya gran tarea es el consumo de placeres y
derechos. Pero la democracia no es sólo el reinado de individuos que lo hacen todo
a su antojo. Es propiamente la inversión de todas las relaciones que estructuran a la
sociedad humana: “los gobernantes tienen aire de gobernados, y los gobernados, de
gobernantes; las mujeres son los pares de los hombres; el padre se acostumbra a
tratar a su hijo como un igual; el meteco y el extranjero se hacen pares del
ciudadano; el maestro teme y adula a los alumnos y estos se burlan de él; los jóvenes
se igualan a los viejos y los viejos imitan a los jóvenes; hasta loa animales son libres,
y los caballos y asnos, conscientes de su libertad y su dignidad, atropellan en la calle
a quienes no les ceden el paso”.3
Como se ve, nada falta en el inventario de los males que significó para
nosotros, al iniciarse el tercer milenio, el triunfo de la igualdad democrática: reinado
del bazar y de su abigarrada mercancía, igualdad del maestro y el alumno, dimisión
de la autoridad, culto de la juventud, paridad de hombres y mujeres, derechos de las
minorías, de los niños y de los animales. En la hora de las grandes superficies y de la
telefonía móvil, las reiteradas lamentaciones de los estragos causados por el
individualismo de masas no hacen más que añadir unos cuantos accesorios
modernos a la fábula platónica del indomable asno democrático.
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Platón. “La república”. VIII, 562d-563d.
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Esto divierte, pero más aún asombra. ¿No se recuerda todo el tiempo que
vivimos en la época de la técnica, de los Estados modernos, de las ciudades
tentaculares y del mercado mundial, ajenos ya por completo a aquellas aldeas griegas
que fueron antaño lugares de invención de la democracia? La conclusión que se nos
invita a sacar es que la democracia es una forma política de otro tiempo,
inconveniente ahora para el nuestro, salvo al precio de importantes modificaciones
y, en particular, de resignar seriamente la utopía del poder del pueblo. Más si la
democracia es una cosa del pasado, ¿cómo entender que la descripción de la aldea
democrática efectuada, hace dos mil quinientos años, por un enemigo de la
democracia pueda valer como exacto retrato del hombre democrático en estos
tiempos de consumo de masas y de red planetaria? Se nos dice que la democracia
griega era apropiada para una forma de sociedad que no tiene nada que ver con la
nuestra. Pero acto seguido se nos hace ver que la sociedad para la que era apropiada
tiene exactamente los mismos rasgos que la nuestra. ¿Cómo entender esta paradójica
correspondencia de una diferencia radical y una perfecta similitud? Para explicar,
plantearé la hipótesis siguiente: el retrato siempre apropiado del hombre
democrático es producto de una operación inaugural, y a la vez indefinidamente
renovada, que apunta a conjurar cierta impropiedad inherente al principio mismo de
la política. La divertida sociología, de calles atestadas y de roles sociales invertidos
conjura el presentimiento de un mal más profundo: el de que la innombrable
democracia sea, no la forma de sociedad reacia al buen gobierno y acomodada para
el malo, sino el principio mismo de la política, el principio que instaura a la política
fundando el “buen” gobierno es su propia ausencia de fundamento.
Para comprenderlo, revisemos la lista de las alteraciones en que se
manifiesta la desmesura democrática: los gobernantes son como los gobernados, los
jóvenes como los viejos, los esclavos como los amos, los alumnos como los
profesores, los animales como sus dueños. Todo está al revés, ciertamente. Pero este
desorden es tranquilizador. Invertidas todas las relaciones al mismo tiempo, resulta
que todas esas inversiones traducen una misma alteración del orden natural: resulta,
por lo tanto, que este orden existe y que la relación política participa también de su
misma naturaleza. El divertido retrato del desorden del hombre y la sociedad
democráticos viene a ser una manera de volver a poner las cosas en orden: la
democracia, al invertir la relación entre gobernante y gobernado como invierte todas
las otras relaciones, asegura, a contrario, que esa relación es perfectamente
homogénea con las demás, y que entre el gobernante y el gobernado existe un
principio de distinción tan certero como entre el que engendra y el que es
engendrado, entre el que viene antes y el que viene después: un principio que
asegura la continuidad entre el orden de la sociedad y el orden del gobierno, porque
asegura primero la continuidad entre el orden de la convención humana y el de la
naturaleza.
Designemos a este principio arché. Hannah Arendt recordó que esta palabra,
en griego, quiere decir a la vez comienzo y mandato. De lo cual concluye,
lógicamente, que para los griegos significaba la unidad de ambas cosas. El arché es el
mandato de lo que comienza, de lo que viene primero. Es la anticipación del
derecho a mandar en el acto del comienzo y la verificación del poder de comenzar
en el ejercicio del mandato. Así se define el ideal de un gobierno que sea la
realización del principio por el cual comienza el poder de gobernar, de un gobierno
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Lo cual quedó demostrado cuando, bajo uno de los gobiernos socialistas, surgió la idea de sortear a los
miembros de las comisiones universitarias encargadas de los concursos docentes. Ningún argumento
práctico se oponía a esta medida. La población era, en efecto, limitada y estaba compuesta, por
definición, por individuos de similar capacidad científica. Una sola competencia no fue debidamente
considerada: la competencia desigualitaria, la habilidad para maniobrar al servicio de los grupos de
presión. No hace falta decir que el intento no tuvo continuidad.
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en La política: quienes son llamados “mejores” en el Estado son, simplemente los más
ricos, y la aristocracia no es nunca otra cosa que una oligarquía, es decir, un
gobierno de la riqueza. La política, de hecho, comienza cuando se alude al
nacimiento, cuando el poder de los bien nacidos, justificado en algún dios fundador
de una tribu, es declarado como lo que es: el poder de los propietarios. Y esto es
precisamente lo que puso en claro la reforma de Clístenes, instauradora de la
democracia ateniense. Clístenes reorganizó las tribus de Atenas uniendo
artificialmente, a través de un procedimiento contranatural, demos –es decir,
circunscripciones territoriales- separados geográficamente. Al hacerlo, destruyó el
poder indistinto de los aristócratas-propietarios-herederos del dios del lugar. Lo que
la palabra democracia significa, exactamente, es esta disociación. La crítica a las
“inclinaciones criminales” de la democracia tiene razón, pues, en un punto: la
democracia significa una ruptura en el orden de la filiación. Pero el autor olvida que,
justamente, esta ruptura realiza de la manera más literal lo que él reclama: una
heterotopía estructural entre el principio del gobierno y el principio de la sociedad. 7
La democracia no es una “ilimitación” moderna que destruiría la heterotopía necesaria
para la política. Es, al contrario, la potencia fundacional de esta heterotopía, la
limitación primera del poder de las formas de autoridad que rigen el cuerpo social.
Porque suponiendo que los títulos para gobernar sean incontestables, el
problema es saber qué gobierno de la comunidad puede deducirse de ellos. El poder
de los mayores sobre los más jóvenes reina ciertamente en las familias, y hasta es
posible imaginar un gobierno del Estado instituido sobre este mismo modelo. Lo
calificaremos con toda corrección llamándolo gerontocracia. El poder de los sabios
sobre los ignorantes reina con todo derecho en las escuelas, y se puede instaurar, a
su imagen, un poder que llamaremos tecnocracia o epistemocracia. Se establecerá así
una lista de gobiernos fundados en un título para gobernar. Pero en esta lista faltará
uno solo, precisamente el gobierno político. Si la palabra política quiere decir algo,
esto quiere decir algo que se agrega a todos esos gobiernos de la paternidad, la edad,
la riqueza, la fuerza o la ciencia que tienen vigencia en las familias, las tribus, los
talleres o las escuelas, y que proponen sus modelos para la edificación de formas
más amplias y complejas de comunidades humanas. Falta aquí algo más, un poder
que venga del cielo, dice Platón. Peo del cielo nunca vinieron sino dos tipos de
gobiernos: el gobierno de los tiempos míticos, el reinado directo del pastor divino
apacentando el rebaño humano, o de los daimones señalados por Cronos para dirigir
las tribus; y el gobierno del azar divino, el sorteo de los gobernantes, o sea, la
democracia. El filósofo quiere suprimir el desorden democrático para fundar la
verdadera política, pero no puede hacerlo sino sobre la base de este desorden
mismo, que cortó el lazo entre los jefes de las tribus del Estado y los daimones
servidores de Cronos.
Tal es el fondo del problema. Hay un orden natural de las cosas según el
cual los hombres reunidos son gobernados por quienes poseen los títulos para
gobernarlos. La historia conoció dos grandes títulos para gobernar a los hombres:
uno que estriba en la filiación humana o divina, o sea, la superioridad por
nacimiento; otro que estriba en la organización de actividades productivas y
reproductivas de la sociedad, o sea, el poder de la riqueza. Las sociedades son
gobernadas habitualmente por una combinación de estos dos poderes a los que
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Jean-Claude Milner, Les penchants criminels de l´Europe démocratique, op.cit., página 81.
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