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Derivas5

La política o el pastor perdido

Jacques

Rancière
1

La política o el pastor perdido1

Jacques Rancière

El crimen democrático contra el orden de la filiación humana es, ante todo,


un crimen político, es decir, simplemente la organización de una comunidad
humana sin vínculos con el Dios padre. Lo que implica y denuncia bajo el nombre de
democracia es la política misma. Ahora bien, esta no nació de la incredulidad
moderna. Antes de los modernos que cortan las cabezas de los reyes para poder
llenar fácilmente sus carros en los supermercados, están los Antiguos, y en primer
lugar, esos griegos que cortaron lazos con el pastor divino e inscribieron, bajo el
doble nombre de la filosofía y de la política, las actas de ese adiós. El “asesinato del
pastor”, nos dice Benny Lévy, se lee a libro abierto en los textos de Platón: en El
político, que evoca la edad en que el pastor divino gobernaba directamente el rebaño
humano; en el cuarto libro de Las leyes, donde se evoca otra vez el dichoso reino del
dios Cronos, quien sabía que ningún hombre puede mandar sobre los otros sin
inflarse de desmesura e injusticia, y había respondido al problema haciendo
acaudillar las tribus humanas por miembros de la raza superior de los daimones. Pero
Platón, contemporáneo a su pesar de estos hombres que pretenden ue el poder
pertenece al pueblo, y que no podía oponerles más que un “cuidado de sí” incapaz de
salvar la distancia de los unos a los todos, habría refrendado el adiós enviando el reino
de Cronos y el pastor divino a la edad de las fábulas, al precio de paliar su ausencia
con una fábula distinta: la de una “república” basada en la “bella mentira” según la cual
el dios, para asegurar el buen orden de la comunidad, habría puesto oro en el alma
de los gobernantes, plata en la de los guerreros y hierro en la de los artesanos.
Reconozcámosle esto al representante de Dios: es verdad que la política se
define por la separación respecto del modelo del pastor que da de comer a su
rebaño. También es verdad que uno puede negarse a la separación, reclamar el
gobierno de su pueblo tanto para el pastor divino como para los pastores humanos
que interpretan su voz. A este precio, la democracia no es, de hecho, más que “el
imperio de la nada”2, figura última de la separación política que, desde el fondo del
desamparo, llama a volverse hacia el pastor olvidado. En este caso, es posible poner
rápido fin a la discusión. Pero también es posible tomar las cosas al revés,
preguntarse por qué la vuelta hacia el pastor perdido viene a imponerse como la
consecuencia última de cierto análisis de la democracia en tanto sociedad de
individuos consumidores. Se indagará, pues, no en lo que la política reprime, sino, a
la inversa, en lo que es reprimido de la política por ese análisis que considera a la
democracia como el estado de desmesura y desamparo del que sólo un dios puede
salvarnos. El texto platónico será tomado, entonces, desde un ángulo diferente: no
como el adiós al pastor pronunciado por Platón en El político, sino, por el contrario,
como su conservación nostálgica, su presencia obstinada en el corazón de La

1
Publicado en “El odio a la democracia”. Colección Nómadas. Amorrortu editores.2007
2
En el original, “l´empire du rien”. Así, entrecomillada, la expresión está tomada del libro de Benny Lévy.
2

república, donde sirve de referencia para marcar la oposición entre el buen gobierno y
el gobierno democrático.
Platón le hace a la democracia dos reproches que primero parecen
oponerse, pero que sin embargo ser articula estrictamente uno con el otro. Por un
lado, la democracia en el reinado de la ley abstracta, opuesta a la solicitud del médico
o del pastor. La virtud del pastor o del médico se expresa de dos maneras: sus
ciencias respectivas se oponen en primer lugar al apetito del tirano, porque se
ejercen para exclusivo beneficio de aquellos de quienes se ocupan. Pero se oponen
también a las leyes de la ciudad democrática, porque se adaptan al caso presentado
por cada paciente o por cada cordero. En cambio, las leyes de la democracia
pretenden valer para todos los casos. Se asemejan así a las recetas que un médico
que se ha ido de viaje hubiera dejado en bloque, independientemente de la
enfermedad a tratar. Pero esta universalidad de la ley es una apariencia engañosa. Lo
que el hombre democrático valora en la inmutabilidad de la ley no es lo universal de
la idea, sino que sirva de instrumento a su capricho. En lenguaje moderno, diremos
que bajo el ciudadano universal de la constitución democrática tenemos que
reconocer al hombre real, es decir, al individuo egoísta de la sociedad democrática.
Aquí está el punto esencial. Platón es el primero en inventar ese modo de
lectura sociológico que declaramos propio de la Edad Moderna, esa interpretación
que busca, bajo las apariencias de la democracia política, una realidad inversa: la
realidad de un estado de sociedad donde el que gobierna es el hombre privado,
egoísta. Para él, la ley democrática no es sino el capricho del pueblo, expresión de la
libertad de individuos indiferentes a cualquier orden colectivo y cuya única ley son
sus cambios de humor y de gustos. Así pues, la palabra democracia no significa
simplemente una mala forma de gobierno y de vida política. La democracia, nos dice
Platón en el libro VIII de La república, es un régimen político que no es tal. No tiene
una constitución, porque las tiene todas. Es un bazar de constituciones, un traje de
arlequín que encanta a esos hombres cuya gran tarea es el consumo de placeres y
derechos. Pero la democracia no es sólo el reinado de individuos que lo hacen todo
a su antojo. Es propiamente la inversión de todas las relaciones que estructuran a la
sociedad humana: “los gobernantes tienen aire de gobernados, y los gobernados, de
gobernantes; las mujeres son los pares de los hombres; el padre se acostumbra a
tratar a su hijo como un igual; el meteco y el extranjero se hacen pares del
ciudadano; el maestro teme y adula a los alumnos y estos se burlan de él; los jóvenes
se igualan a los viejos y los viejos imitan a los jóvenes; hasta loa animales son libres,
y los caballos y asnos, conscientes de su libertad y su dignidad, atropellan en la calle
a quienes no les ceden el paso”.3
Como se ve, nada falta en el inventario de los males que significó para
nosotros, al iniciarse el tercer milenio, el triunfo de la igualdad democrática: reinado
del bazar y de su abigarrada mercancía, igualdad del maestro y el alumno, dimisión
de la autoridad, culto de la juventud, paridad de hombres y mujeres, derechos de las
minorías, de los niños y de los animales. En la hora de las grandes superficies y de la
telefonía móvil, las reiteradas lamentaciones de los estragos causados por el
individualismo de masas no hacen más que añadir unos cuantos accesorios
modernos a la fábula platónica del indomable asno democrático.

3
Platón. “La república”. VIII, 562d-563d.
3

Esto divierte, pero más aún asombra. ¿No se recuerda todo el tiempo que
vivimos en la época de la técnica, de los Estados modernos, de las ciudades
tentaculares y del mercado mundial, ajenos ya por completo a aquellas aldeas griegas
que fueron antaño lugares de invención de la democracia? La conclusión que se nos
invita a sacar es que la democracia es una forma política de otro tiempo,
inconveniente ahora para el nuestro, salvo al precio de importantes modificaciones
y, en particular, de resignar seriamente la utopía del poder del pueblo. Más si la
democracia es una cosa del pasado, ¿cómo entender que la descripción de la aldea
democrática efectuada, hace dos mil quinientos años, por un enemigo de la
democracia pueda valer como exacto retrato del hombre democrático en estos
tiempos de consumo de masas y de red planetaria? Se nos dice que la democracia
griega era apropiada para una forma de sociedad que no tiene nada que ver con la
nuestra. Pero acto seguido se nos hace ver que la sociedad para la que era apropiada
tiene exactamente los mismos rasgos que la nuestra. ¿Cómo entender esta paradójica
correspondencia de una diferencia radical y una perfecta similitud? Para explicar,
plantearé la hipótesis siguiente: el retrato siempre apropiado del hombre
democrático es producto de una operación inaugural, y a la vez indefinidamente
renovada, que apunta a conjurar cierta impropiedad inherente al principio mismo de
la política. La divertida sociología, de calles atestadas y de roles sociales invertidos
conjura el presentimiento de un mal más profundo: el de que la innombrable
democracia sea, no la forma de sociedad reacia al buen gobierno y acomodada para
el malo, sino el principio mismo de la política, el principio que instaura a la política
fundando el “buen” gobierno es su propia ausencia de fundamento.
Para comprenderlo, revisemos la lista de las alteraciones en que se
manifiesta la desmesura democrática: los gobernantes son como los gobernados, los
jóvenes como los viejos, los esclavos como los amos, los alumnos como los
profesores, los animales como sus dueños. Todo está al revés, ciertamente. Pero este
desorden es tranquilizador. Invertidas todas las relaciones al mismo tiempo, resulta
que todas esas inversiones traducen una misma alteración del orden natural: resulta,
por lo tanto, que este orden existe y que la relación política participa también de su
misma naturaleza. El divertido retrato del desorden del hombre y la sociedad
democráticos viene a ser una manera de volver a poner las cosas en orden: la
democracia, al invertir la relación entre gobernante y gobernado como invierte todas
las otras relaciones, asegura, a contrario, que esa relación es perfectamente
homogénea con las demás, y que entre el gobernante y el gobernado existe un
principio de distinción tan certero como entre el que engendra y el que es
engendrado, entre el que viene antes y el que viene después: un principio que
asegura la continuidad entre el orden de la sociedad y el orden del gobierno, porque
asegura primero la continuidad entre el orden de la convención humana y el de la
naturaleza.
Designemos a este principio arché. Hannah Arendt recordó que esta palabra,
en griego, quiere decir a la vez comienzo y mandato. De lo cual concluye,
lógicamente, que para los griegos significaba la unidad de ambas cosas. El arché es el
mandato de lo que comienza, de lo que viene primero. Es la anticipación del
derecho a mandar en el acto del comienzo y la verificación del poder de comenzar
en el ejercicio del mandato. Así se define el ideal de un gobierno que sea la
realización del principio por el cual comienza el poder de gobernar, de un gobierno
4

que sea la exhibición en acto de la legitimidad de su principio. Son propios para


gobernar quienes tienen las disposiciones que los hacen aptos para este papel, y
propios para ser gobernados, quienes tienen las disposiciones complementarias de
las primeras.
Es aquí donde la democracia crea lo confuso, o, mejor dicho, es aquí donde
lo revela. Esto aparece claramente en el tercer libro de Las leyes4, en una lista que
hace eco a la delas relaciones naturales alteradas que el retrato del hombre
democrático presentaba en La república. Una vez admitido que en todo Estado hay
gobernantes y gobernados, hombre que ejercen el arché y hombres que obedecen el
poder de estos, el ateniense pasa a enumerar los títulos requeridos para ocupar una
posición o la otra, tanto en los Estados como en las casas. Estos títulos son siete.
Cuatro de ellos se presentan como diferencias vinculadas al nacimiento: mandan
naturalmente aquellos que nacieron antes o de mejor cuna. Por ejemplo, el poder de
los padres sobre los hijos, de los viejos sobre los jóvenes, de los amos sobre los
esclavos o de las personas bien nacidas sobre los insignificantes. Siguen otros dos
principios que también atañen a la naturaleza, cuando no al nacimiento. En primer
lugar, la “ley de la naturaleza” celebrada por Píndaro, el poder de los más fuertes obre
los menos fuertes. Título que se presta sin duda a controversia: ¿cómo definir al más
fuerte? El Gorgias, donde se mostraba la gran indeterminación del término, concluía
que sólo se podía entender bien ese poder si se lo identificaba con la virtud de los
que saben. Este es, precisamente, el sexto título aquí enumerado: el poder que
cumple la ley de naturaleza bien entendida, la autoridad de los sabios sobre los
ignorantes. Todos estos títulos llenan las dos condiciones exigidas. Primeramente,
definen una jerarquía de posiciones; en segundo lugar, la definen en continuidad con
la naturaleza: continuidad por mediación de las relaciones familiares y sociales para
los primeros, continuidad directa para los últimos. Los primeros fundan el orden del
Estado en la ley de filiación. Los segundos demandan un principio superior para este
orden: que gobierne no el que nació antes o el de mejor cuna, sino simplemente el
que es mejor. Aquí es donde empieza efectivamente la política, cuando el principio
del gobierno se separa de la filiación aunque respaldándose todavía en la naturaleza,
cuando invoca una naturaleza que nos e confunda con la simple relación respecto
del padre de la tribu o del padre divino.
Aquí es donde empieza la política. Pero también aquí es donde encuentra,
en el camino que quiere separar su excelencia propia del mero derecho de
nacimiento, un extraño objeto, un séptimo título para ocupar los lugares de superior
e inferior, un título que no es tal y que, sin embargo –dice el ateniense-, es
considerado el más justo: el título de autoridad que lleva el nombre de “amado por los
dioses”, la elección del dios azar, el cual un pueblo de iguales decide la distribución de
lugares.
El escándalo es ese: un escándalo para las personas de bien que no pueden
admitir que su nacimiento, antigüedad o ciencia tengan que inclinarse ante la ley de
la suerte; un escándalo también para los hombres de Dios que quieren sin duda que
seamos demócratas, a condición de que reconozcamos que para ello hemos tenido
que matar a un padre o aun pastor, y seamos, así, infinitamente culpables, deudores
de una deuda inexpiable con respecto a ese padre. Ahora bien, el “séptimo título”
nos muestra que para romper con el poder de la filiación no es necesario ningún
4
Las leyes, III, 690a-690c.
5

sacrifico o sacrilegio. Basta una tirada de dados. El escándalo es simplemente el de


que, entre los títulos para gobernar, hay uno que rompe la cadena, un título que se
refuta a sí mismo: el séptimo título es la ausencia de título. Aquí está la perturbación
más profunda que la palabra democracia entraña. No se trata ahora de gran animal
rugiente, de asno orgulloso o de individuo guiado por su capricho. Claramente se ve
que estas imágenes son maneras de esconder el fondo del problema. La democracia
no es el capricho de los niños, los esclavos o los animales. Es el capricho del dios,
del azar, es decir, de una naturaleza que se derroca a sí misma como principio de
legitimidad. La desmesura democrática no tiene nada que ver con ninguna locura
consumista. Es simplemente la pérdida de la medida según la cual la naturaleza daba
su ley al artificio comunitario, a través de las relaciones de autoridad que estructuran
el cuerpo social. El escándalo es el de un título para gobernar enteramente disociado
de toda analogía con los que ordenan las relaciones sociales, de toda analogía entre
la convención humana y el orden de la naturaleza. Es el de una superioridad que no
se basa en más principio que la ausencia misma de superioridad.
Democracia, quiere decir, ante todo, esto: un “gobierno” arcaico, fundado
nada más que en la inexistencia de título alguno para gobernar. Pero hay varias
maneras de considerar esta paradoja. Podemos excluir simplemente el título
democrático, por cuanto es la contradicción de cualquier título para gobernar.
También podemos negar que el azar sea el principio de la democracia, y separar
democracia de sorteo. Así hacen nuestros modernos, expertos, como hemos visto,
en valerse, según las veces, de la diferencia o similitud de épocas. El sorteo, nos
dicen, era adecuado para aquellos tiempos antiguos y para aquellas pequeñas aldeas
de escaso desarrollo económico. Nuestras sociedades modernas, formadas por
tantos engranajes delicadamente imbricados, ¿podrían ser gobernadas por hombres
elegidos por la suerte, que ignoran la ciencia de estos frágiles equilibrios? Hemos
hallado para la democracia principios y medios más apropiados: la representación
del pueblo soberano por sus elegidos, la simbiosis entre la élite de los elegidos por el
pueblo y la de aquellos a los que nuestras escuelas han formado en el conocimiento
del funcionamiento social.
Pero el fondo del problema no reside en la diferencia de tiempos y escalas. 5
Si el sorteo, para nuestros “demócratas”, se opone a todo principio serio de selección
del gobernante, es porque hemos olvidado, al mismo tiempo, lo que significaba
democracia y el tipo de “naturaleza” que el sorteo pretendía contrariar. A la inversa,
si la cuestión de la importancia que debe concedérsele se mantuvo vigente en la
reflexión acerca de las instituciones republicanas y democráticas desde la época de
Platón hasta la de Montesquieu, si le dieron cabida repúblicas aristocráticas y
pensadores poco preocupados por la igualdad, es porque el sorteo era el remedio
para un mal a la vez mucho más grave y mucho más cercano que el gobierno de los
incompetentes: el gobierno de una competencia específica, la de hombres con
habilidad para tomar el poder mediante artimañas. El sorteo fue luego objeto de un

5
Lo cual quedó demostrado cuando, bajo uno de los gobiernos socialistas, surgió la idea de sortear a los
miembros de las comisiones universitarias encargadas de los concursos docentes. Ningún argumento
práctico se oponía a esta medida. La población era, en efecto, limitada y estaba compuesta, por
definición, por individuos de similar capacidad científica. Una sola competencia no fue debidamente
considerada: la competencia desigualitaria, la habilidad para maniobrar al servicio de los grupos de
presión. No hace falta decir que el intento no tuvo continuidad.
6

formidable trabajo de olvido.6 Oponemos con la mayor naturalidad la justicia de la


representación y la competencia de los mortales de la incompetencia. Pero el sorteo
jamás favoreció a los incompetentes más que a los competentes. Si se volvió
impensable para nosotros, es porque estamos habituados a considerar natural una
idea que ciertamente no lo era para Platón, y que tampoco lo era para los
constituyentes franceses o norteamericanos de hace dos siglos: la de que el primer
título para seleccionar a quienes son dignos de ocupar el poder es el hecho de que
desean ejercerlo.
Platón sabe que la suerte nos e deja desechar tan fácilmente. Utiliza, sin
duda, toda la ironía deseable para evocar ese principio considerado en Atenas como
amado por los dioses y supremamente justo. Pero conserva en su lista ese título que
no es tal, y no sólo porque quien se aboca al inventario es un ateniense y no puede
excluir de dicho inventario el principio rector de la organización de su Estado.
Existen dos razones más profundas que esta. La primera es que el procedimiento
democrático del sorteo concuerda con el principio del poder de los sabios en un
aspecto esencial: el buen gobierno es el gobierno de aquellos que no desean
gobernar. Si existe una categoría que se debe excluir de la lista de los aptos para
gobernar es, en todo caso, la de los que quieren obtener el poder mediante
artimañas. Sabemos además por el Gorgias que, a los ojos de ellos, el filósofo tiene
exactamente los mismos vicios que atribuye a los demócratas. Él también encarna la
inversión de todas las relaciones naturales de autoridad; es el anciano que juega a ser
niño y enseña a los jóvenes a despreciar a padres y de educadores, el hombre que
rompe con todas las tradiciones que las personas bien nacidas del Estado, y llamadas
por esto a dirigirlo, se transmiten de generación en generación. El filósofo rey tiene
al menos un punto común con el pueblo rey: es preciso que algún azar divino lo
haga rey sin que él lo haya querido.
No hay gobierno justo sin participación del azar, es decir, sin participación
de aquello que contradice la identificación del ejercicio del gobierno con el un poder
deseado y conquistado. Este es el principio paradójico que se presenta cuando el
principio del gobierno se separa del de las diferencias naturales y sociales, es decir:
cuando hay política. Y esto es lo que se juega en la discusión platónica sobre el
“gobierno del más fuerte”. ¿Cómo pensar la política si esta no puede ser ni la
continuación de las diferencias, es decir, de las desigualdades naturales y sociales, ni
el espacio a tomar por los profesionales de la intriga? Pero cuando el filósofo se
hace la pregunta, para que se la haga es preciso que la democracia, sin tener que
matar a ningún rey ni a ningún pastor, haya propuesto ya la más lógica y más
intolerable de las respuestas: la condición para que un gobierno sea político es que
esté fundado en la ausencia de título para gobernar.
Esta es la segunda razón por la que Platón no puede eliminar el sorteo de su
lista. El “título que no es tal” produce un efecto de retorno sobre los otros, una duda
sobre el tipo de legitimidad que establecen. Seguramente son verdaderos títulos para
gobernar porque definen una jerarquía natural entre gobernantes y gobernados.
Queda por saber qué gobierno fundan, exactamente. No hay problema en admitir
que los bien nacidos se diferencian de los nacidos mal, y se acepta llamar a su
gobierno “aristocracia”. Pero Platón sabe perfectamente lo que Aristóteles enunciará
6
Sobre este punto, véase Bernard Manin, Principes du gouvernement représentatif, París: Flammarion,
1996.
7

en La política: quienes son llamados “mejores” en el Estado son, simplemente los más
ricos, y la aristocracia no es nunca otra cosa que una oligarquía, es decir, un
gobierno de la riqueza. La política, de hecho, comienza cuando se alude al
nacimiento, cuando el poder de los bien nacidos, justificado en algún dios fundador
de una tribu, es declarado como lo que es: el poder de los propietarios. Y esto es
precisamente lo que puso en claro la reforma de Clístenes, instauradora de la
democracia ateniense. Clístenes reorganizó las tribus de Atenas uniendo
artificialmente, a través de un procedimiento contranatural, demos –es decir,
circunscripciones territoriales- separados geográficamente. Al hacerlo, destruyó el
poder indistinto de los aristócratas-propietarios-herederos del dios del lugar. Lo que
la palabra democracia significa, exactamente, es esta disociación. La crítica a las
“inclinaciones criminales” de la democracia tiene razón, pues, en un punto: la
democracia significa una ruptura en el orden de la filiación. Pero el autor olvida que,
justamente, esta ruptura realiza de la manera más literal lo que él reclama: una
heterotopía estructural entre el principio del gobierno y el principio de la sociedad. 7
La democracia no es una “ilimitación” moderna que destruiría la heterotopía necesaria
para la política. Es, al contrario, la potencia fundacional de esta heterotopía, la
limitación primera del poder de las formas de autoridad que rigen el cuerpo social.
Porque suponiendo que los títulos para gobernar sean incontestables, el
problema es saber qué gobierno de la comunidad puede deducirse de ellos. El poder
de los mayores sobre los más jóvenes reina ciertamente en las familias, y hasta es
posible imaginar un gobierno del Estado instituido sobre este mismo modelo. Lo
calificaremos con toda corrección llamándolo gerontocracia. El poder de los sabios
sobre los ignorantes reina con todo derecho en las escuelas, y se puede instaurar, a
su imagen, un poder que llamaremos tecnocracia o epistemocracia. Se establecerá así
una lista de gobiernos fundados en un título para gobernar. Pero en esta lista faltará
uno solo, precisamente el gobierno político. Si la palabra política quiere decir algo,
esto quiere decir algo que se agrega a todos esos gobiernos de la paternidad, la edad,
la riqueza, la fuerza o la ciencia que tienen vigencia en las familias, las tribus, los
talleres o las escuelas, y que proponen sus modelos para la edificación de formas
más amplias y complejas de comunidades humanas. Falta aquí algo más, un poder
que venga del cielo, dice Platón. Peo del cielo nunca vinieron sino dos tipos de
gobiernos: el gobierno de los tiempos míticos, el reinado directo del pastor divino
apacentando el rebaño humano, o de los daimones señalados por Cronos para dirigir
las tribus; y el gobierno del azar divino, el sorteo de los gobernantes, o sea, la
democracia. El filósofo quiere suprimir el desorden democrático para fundar la
verdadera política, pero no puede hacerlo sino sobre la base de este desorden
mismo, que cortó el lazo entre los jefes de las tribus del Estado y los daimones
servidores de Cronos.
Tal es el fondo del problema. Hay un orden natural de las cosas según el
cual los hombres reunidos son gobernados por quienes poseen los títulos para
gobernarlos. La historia conoció dos grandes títulos para gobernar a los hombres:
uno que estriba en la filiación humana o divina, o sea, la superioridad por
nacimiento; otro que estriba en la organización de actividades productivas y
reproductivas de la sociedad, o sea, el poder de la riqueza. Las sociedades son
gobernadas habitualmente por una combinación de estos dos poderes a los que
7
Jean-Claude Milner, Les penchants criminels de l´Europe démocratique, op.cit., página 81.
8

fuerza y ciencia aportan, en diversas proporciones, su refuerzo. Pero si los ancianos


deben gobernar nos solamente a los ignorantes, sino a los ricos y a los pobres; si
deben hacerse obedecer por los poseedores de la fuerza y hacerse comprender por
los ignorantes, aquí falta algo más, un título suplementario, común a los que poseen
todos estos títulos pero también común a quieren los poseen y quienes no lo
poseen. Pues bien, el único que queda es el título anárquico, el título propio de
aquellos que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados.
Esto es lo primero que quiere decir democracia. La democracia no es ni un
tipo de constitución ni una forma de sociedad. El poder del pueblo es el de la
población reunida, el de su mayoría o el de las clases trabajadoras. Es simplemente el
poder propio de los que no tienen más título para gobernar que para ser
gobernados. De este poder no es posible desembarazarse denunciando la tiranía de
las mayorías, la estupidez del gran animal o la frivolidad de los individuos
consumidores. Porque entonces de lo que hay que desembarazarse es de la política
misma. Esta no existe más que si hay un título suplementario de los que funcionan
corrientemente en las relaciones sociales. El escándalo de la democracia, y el sorteo,
que es su esencia, es revelar que ese título no puede ser sino la ausencia de título;
que, en última instancia, el gobierno de las sociedades no puede descansar más que
en su propia contingencia. Hay hombres que gobiernan porque son los más
ancianos, los de mejor cuna, los más ricos o los más sabios. Hay modelos de
gobierno y de prácticas de autoridad basados en tal o cual distribución de lugares y
competencias. Esta es la lógica que, por mi parte, he propuesto pensar bajo el
término policía.8 Pero si el poder de los ancianos ha de ser más que una
gerontocracia, y el de los ricos, más que una plutocracia; si los ignorantes deben
comprender la necesidad de obedecer las órdenes de los sabios, el poder de unos y
otros debe descansar sobre un título suplementario: el poder de los que no tienen
ninguna propiedad que los predisponga más para gobernar que para ser gobernados.
Debe convertirse en un poder político. Y un poder político significa, en última
instancia, el de quienes no tienen razón natural para ser gobernados. En definitiva, el
poder de los mejores se legitima sólo por el poder de los iguales.
Esta es la paradoja que Platón encuentra en el gobierno del azar y que, en
su recusación furiosa o complaciente de la democracia, debe tomar sin embargo en
cuenta haciendo del gobernante un hombre sin propiedad al que sólo un venturoso
azar convocó a ese lugar. La misma paradoja que Hobbes, Rousseau y todos los
pensadores modernos del contrato y de la soberanía encuentran, a su vez, en los
temas del consentimiento y la legitimidad. La igualdad no es una ficción. Al
contrario, todo superior la experimenta como la más banal de las realidades. No hay
amo que no se quede dormido, arriesgándose así a que su esclavo emprenda la fuga;
no hay hombre que nos sea capaz de matar a otro; no hay fuerza que se interponga
sin tener que legitimarse, es decir, sin tener que reconocer una igualdad irreductible
para que la desigualdad pueda funcionar. Desde el momento en que la obediencia
debe pasar por un principio de legitimidad; desde el momento que tiene que haber
leyes que se impongan como leyes, e instituciones que encarnen lo común de la
comunidad, el mandato debe suponer una igualdad entre el que manda y el que es
mandado. Los que se creen astutos y realistas pueden siempre decir que la igualdad
8
Véase J. Rancière, La mésentente. Politique et philosophie, París: Galilée, 1995, y Aux bords du
politique, París: Gallimard, col. Folio, 2004.
9

no es sino el dulce sueño angélico de los imbéciles y de los blandos.


Desgraciadamente para ellos, es una realidad que se confirma todo el tiempo y en
todas partes. No hay servicio que se preste, no hay saber que se transmita, no hay
autoridad que se establezca, sin que el amo tenga que hablar, por menos que sea, “de
igual a igual” con aquel a quien él manda o instruye. La sociedad desigualitaria no
puede funcionar sino gracias a una multitud de relaciones igualitarias. El escándalo
democrático viene a poner de manifestó esta intrincación de la igualdad en la
desigualdad y la convierte en el fundamento del poder común. No es solamente,
como suele decirse, que la igualdad de la ley esté destinada a corregir o atenuar la
desigualdad natural, sino que la “naturaleza” misma se desdobla, y la desigualdad
natural no se ejerce más que presuponiendo una igualdad natural que la secunda y la
contradice; de otro modo es imposible que los alumnos comprendan a los maestros
y que los ignorantes obedezcan al gobierno de los sabios. Se dirá que para eso están
los soldados y los policías. Pero además es preciso que estos comprendan las
órdenes de los sabios y la importancia de obedecerlas, y así sucesivamente.
Esto es lo que la política requiere y lo que la democracia le aporta. Para que
haya política se necesita un título de excepción, un título que se agregue a aquellos
por los cuales se rigen “normalmente” las sociedades pequeñas y grandes y que se
reducen, en última instancia, al nacimiento y a la riqueza. La riqueza apunta a su
incremento indefinido, pero no tiene el poder de excederse a sí misma. El
nacimiento pretende hacerlo, pero no puede, salvo al precio de saltar de la filiación
humana a la filiación divina. Funda entonces el gobernó de los pastores, que
resuelve el problema, pero a costa de suprimir la política. Resta la excepción
ordinaria, el poder del pueblo, que no es el de la población en su mayoría, sino el
poder de cualquiera, con independencia de su capacidad para ocupar las posiciones
de gobernante y de gobernado. El gobierno político tiene, por lo tanto, un
fundamento. Pero este fundamento da lugar también a una contradicción: la política
es el fundamento del poder de gobernar en ausencia de fundamento. El gobierno de
los Estados es legítimo sólo por ser político. Y no es político más que descansando
en su propia ausencia de fundamento. Esto es lo que quiere decir la democracia
entendida exactamente como “ley de la suerte”. Las tan corrientes quejas sobre la
ingobernabilidad de la democracia remiten, en última instancia, a esto: la democracia
no es ni una sociedad por gobernar ni un gobierno de la sociedad. Es, propiamente,
esa ingobernabilidad sobre la cual todo gobierno debe, en definitiva, descubrirse
fundado.

***

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