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SECRETOS

DE UN
MUNDO OCULTO


Manuel Hermoso Prada


































































































Segunda Edición: 2019
Imagen de portada: M. Carmen Méndez Bonilla
Registro Propiedad Intelectual: SE-316-13
Depósito Legal: BA-000464-2019
Autor, escritor y editor: Manuel Hermoso Prada
































































A mi familia. En especial, a mis padres, Manuel y Margarita, y a mi
compañera de vida, Mª Carmen.






























































































Nota del autor


Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, lugares, acciones y
descripciones que aparecen en ella han sido fruto de mi imaginación, con el
propósito de entretener y, en ningún momento, con la intención de crear daño
u ofensa alguna.








































Capítulo 1


Era una mañana cualquiera, habitual, sin sobresaltos. Julián, de catorce
años, se encontraba en clase mirando por la ventana mientras la profesora de
Ciencias de la Naturaleza, Conchita, intentaba explicar a la clase el mundo de
los insectos. A través de la ventana más próxima a su silla, el mundo era
soleado, de agradable temperatura, con algunas nubes blancas y un poco de
brisa; vamos, ese típico día que invita al paseo. Y como no, Julián, a través de
la ventana, no se perdía un detalle de qué estaba sucediendo en el patio de su
instituto, pensando en las cosas que iba a hacer cuando terminara la jornada
lectiva.

Julián era un adolescente ni alto ni bajo para su edad. De pelo negro,
despierto, activo, y que le gustaba, entre otras muchas cosas, jugar con sus
amigos. Este grupo de amigos estaba compuesto por Pedro, Juan Antonio y
María, todos ellos estudiantes del mismo instituto y que vivían próximos a su
casa. Pedro, también de catorce años de edad, no era alto, de figura delgada,
de pelo castaño y de muy viva naturaleza. En cambio, Juan Antonio, un año
mayor que ellos, era algo más alto, fuerte, ligeramente pelirrojo y le encantaba
el baloncesto. María, la chica del grupo, era la más joven de la pandilla. Su
estatura era media, como Julián, de pelo largo y rubio, disfrutaba de unas
inquietudes diferentes a las de otras chicas de su edad, pues le encantaba
estudiar y compartir tiempo con este grupo de amigos. No es que no tuviese
amigas; nada de eso: estaba apuntada al club de periodismo del instituto, al
equipo de voleibol femenino, al club de ciencias y no había actividad
extraescolar que le pasara desapercibida. Vamos, que ella era la más integrada
de todos ellos.

Este grupo de amigos estaba tramando irse de camping el próximo fin de
semana. Cosa que no les iba a resultar fácil, pues los padres de Julián no
estaban de acuerdo. Julián vivía con sus padres, Ana y Antonio, y con su
hermana Paula, en una pequeña casa que formaba parte de una urbanización
no muy alejada del instituto. Su hermana, cuatro años mayor que él, una chica
de pelo castaño y muy guapa, ya estaba a punto de comenzar los estudios
universitarios, y disfrutaba de la libertad más propia de su edad. Además,
siendo francos, sus padres confiaban mucho más en ella que en Julián. La casa
en la que ellos vivían no era muy grade. Estaba compuesta por una sola planta;
de tres dormitorios, salón, cocina y la rodeaba un pequeño jardín. En él,
además de estar todos los tiestos con los que Julián jugaba, había un pequeño
trastero que su madre utilizaba para lavar la ropa mientras observaba las
ocurrencias que su hijo inventaba a cada momento.

Tocó el timbre, y como cada día, Julián, que era el primero en salir de
clase, y casi del instituto, esperaba a su grupo de amigos en la puerta del
mismo. El primero en aparecer fue Juan Antonio.

—¿Qué tal, Juan Antonio? —preguntó Julián.

—Bien, normal, ya sabes… como siempre —le respondió éste, sin
mucha efusión.

—¿Has jugado al baloncesto hoy en la clase de educación física? —
volvió a preguntar Julián.
—Pues sí; convencimos a Alberto (su profesor de educación física) para
que nos dejara, al menos, los últimos diez minutos de clase para echarnos una
pachanga — respondió Juan Antonio.

—¿Has visto a esta gente? —le preguntó nuevamente Julián.

—¿A quién? ¿A Pedro y a tu novia? —respondió Juan Antonio, con la
intención de hacer rabiar a su amigo.

—Otra vez... que ella no es mi novia. ¡No seas más pesado! —le
respondió Julián, enrabietado.

Juan Antonio, llevaba un tiempo diciéndole a Julián que podía invitar a
María algún día a las fiestas que, en ocasiones, organizaban los alumnos de
último año para recolectar algo de dinero que destinaban al viaje de fin de
curso. Julián, con efusión, aspecto que indicaba que le gustaba ella, siempre se
enfadaba con su amigo cuando éste se lo proponía. Además, siempre le
recordaba que a María le gustaba un chico de su clase; que, por cierto, no le
hacía ni caso.

—A ella le gusta tu vecino. ¿O es que no te has enterado todavía? —le
recordó Julián.

—¿Quién? ¿El creído de Matías? —volvió a responder Juan Antonio.

—Pues claro. No lo sabes ya... —insistió Julián a su amigo.

—¡Anda ya! —le replicó Juan Antonio, alzando su brazo derecho.

—¡Calla! Que ya están ahí —indicó Julián, un poco enfadado.

Bajando las escaleras estaban, entre otros alumnos del centro, Pedro y
María, que eran los únicos que coincidían en clase. Hablaban sobre lo
interesante que había estado la última hora.

—¡Hola, chicos! —saludó María a Juan Antonio y a Julián.

—¡Hola, María! —respondieron éstos.

—¿De qué hablabais? —preguntó Julián a los recién llegados Pedro y
María.

—Pues estábamos hablando sobre la última hora de clase —respondió la
chica.

—¿De qué iba? —preguntó ahora Juan Antonio.

—Sobre las distintas capas interiores de las que está compuesta la tierra
—respondió Pedro a Juan Antonio.

—¿De eso hablabais? —preguntó Julián, sorprendido, elevando los
hombros.

—¡Pues vaya rollo! —volvió a expresar Julián.
—No es un rollo. Es muy interesante. Si prestaras atención en clase, te
gustaría —respondió María a Julián, con tono correctivo.

—Ya está la señorita sabelotodo —dijo Julián en voz alta, con cierta
irritación.

—Bueno, bueno. Vamos a dejarlo estar —dijo Juan Antonio en voz alta
—. Que siempre estáis igual —insistió éste para detener la discusión—.

—Sí, es verdad. Pongámonos de camino a casa que tengo hambre —
replicó Pedro a sus amigos.

—Y tú siempre pensando en lo mismo. En comer, en comer y en comer.
No sé dónde lo echas —volvió a decir Juan Antonio.

—Verdad; es increíble. Siembre con apetito —afirmó también Julián.

—¿Qué queréis que haga? No puedo evitarlo —respondió Pedro.

Éste era uno de los temas que más comentaban los chicos, pues era
extraña la ocasión en la que Pedro no tenía apetito. Sin embargo, era más bien
delgado y bajo para su edad.

—Otra vez lo mismo —dijo María, tomando nuevamente la palabra—.
No sabéis de nada. Pedro, al ser un chico muy activo, quema las calorías con
enorme facilidad y eso le impide engordar —volvió a decir ella, con gran
seguridad.

—Ya está otra vez nuestra profesora particular —se burlaba Julián.

—¿Y cómo explicas lo de su altura? Porque, desde luego, no es que
crezca mucho nuestro amigo Pedro —preguntó ahora Juan Antonio a María.

—Eso es debido a que sus padres no son muy altos y, probablemente,
sus abuelos tampoco lo sean. ¿Es así, Pedro? —justificaba la chica una vez
más.

—Pues… la verdad… es que mis padres no son muy altos, aunque
tampoco se puede decir que sean bajos. Y mis abuelos son ya muy mayores y
están encorvados —le respondió Pedro, sin mucha confianza.

—Sí; es por eso. Y si preguntas a tus padres cuál era la estatura de tus
abuelos cuando ellos eran jóvenes, te dirán que no eran demasiado altos —
volvió a afirmar María, con absoluta confianza.

—¡Es que tiene explicación para todo! —exclamó Julián, con cierta
tirria.

—¡Mmmm! —hizo burlas María a Julián, sacando la lengua.

—Bueno. Ya estamos otra vez… ¿Queréis dejar de discutir y comenzar
con el paseo hasta casa? —se desesperaba Juan Antonio.

Los chicos, aunque no vivían todos en la misma barriada, recorrían
juntos una buena parte del paseo de vuelta a casa. Y en ese trayecto hablaban
sobre sus inquietudes; a veces, sobre anécdotas de clase; a veces, sobre fútbol
(aunque este tema no gustaba nada a María); a veces, sobre exámenes (tema
que odiaba Julián); y sobre otras muchas cosas que les preocupaban. Eso sí,
las conversaciones, por su puesto, siempre acompañadas de constantes
discusiones que, en más de una ocasión, duraban hasta dos y tres días. Aunque
ese día, el tema central durante el camino de vuelta a casa fue el fin de semana
de camping que estaban planeando.

—Julián, ¿has pedido permiso ya a tus padres para irnos de camping este
fin de semana? —le preguntó Juan Antonio con impaciencia.

Al resto de amigos les habían concedido sus padres el permiso para irse
de camping el fin de semana. A Julián, sin embargo, aún no.

—No —respondió Julián a éste, con rotundidad.

—¿Y cuándo piensas hacerlo? —le volvió a preguntar Juan Antonio.

—Pues, la verdad es que no sé cómo preguntárselo. Estoy casi seguro de
que me van a decir que no vaya —respondió Julián al grupo, en general.

—¿Entonces, lo dejamos para más adelante? —preguntó María a Julián
en voz alta.

—De eso nada. Estoy dándole vueltas a la cabeza para ver cómo lo hago.
Pero no se me ocurre nada —respondió Julián a su amiga, dirigiéndose a todos
—. Pero estoy seguro de que algo se me ocurrirá. Sólo necesito tiempo para
pensarlo.

Por lo general, el primero que se despedía de sus amigos, por vivir más
cerca del instituto, era Pedro. Después, María y Juan Antonio, que eran
prácticamente vecinos. Y, finalmente, realizaba el último tramo, sin compañía,
Julián.

—Bueno, chicos. Hasta mañana. ¿Vale? —se despidió Pedro, mientras
se desviaba de camino a su casa.

—Hasta luego. Nos vemos mañana en clase —respondió María a éste.

—Por cierto, Pedro —le volvió a decir María en voz alta—. Cuando
termines de escribir la redacción que ha mandado el profe de Lengua, me la
envías por correo electrónico. ¿Vale? Si quieres, le echaré un vistazo.

—De acuerdo, María. Así lo haré. A ver si en esta ocasión no tengo
tantos errores de expresión. Me cuesta mucho evitarlos —le respondió Pedro,
muy agradecido.

Mientras Pedro se dirigía a su casa, el resto de los chicos seguía adelante
con sus continuas conversaciones:

—¿Tenéis pensado algo para esta tarde? —preguntó Juan Antonio a
María y a Julián.
—Yo intentaré hacer las tareas de clase lo antes posible para que mi
madre me deje salir un rato a la calle —respondió Julián, en primer lugar.

—¿Has quedado esta tarde para jugar algún partido de fútbol? —
preguntó Juan Antonio nuevamente a Julián.

—No; no creo que me de tiempo. Tengo muchos ejercicios de clase que
hacer. Pero sí me gustaría salir a correr un poco por los alrededores. Ya sabes
que me gusta mantenerme en forma —respondió Julián.

—¿Y tú, María? ¿Vas a hacer algo que no sea estudiar esta tarde? —le
preguntó Juan Antonio, con cierta ironía.

—¡Ja, ja! Qué gracioso. Como si yo estuviese todo el tiempo estudiando
—le respondió airosamente María.

—La verdad es que conociéndote… —entró Julián también en la
conversación.

—¡Cómo no! ¡Otro gracioso! —exclamó María, presumiendo.

—A ver, sorpréndenos —insistió Julián.

—Pues tengo que terminar algunos ejercicios que no me ha dado tiempo
de hacer en clase, tengo que preparar unos trabajos, me gustaría buscar alguna
información en Internet sobre el trabajo para subir nota en Mates que quiero
entregar la próxima semana, y…

—Bueno, bueno, bueno… —interrumpió de nuevo Julián.

—No me has dejado terminar —insistía María, molesta por la actitud de
los chicos—. Tengo también entrenamiento de voleibol al final de la tarde.

—Menos mal; así te despejas un poco —dijo Julián, con cierto agobio.

—Bueno, nos vamos. ¿O es que vais a seguir discutiendo un rato más?
— intentaba calmar los ánimos Juan Antonio.

—Sí, porque a éste últimamente no hay quien lo aguante —volvió a
responder María, haciéndose la indiferente.

—¿Yo? ¿Pero si habéis empezado vosotros con el tema? —respondió
Julián en voz alta.

—Bueno; Julián, nos vamos. Nos vemos mañana, ¿vale? —se despidió
Juan Antonio.

—De acuerdo; mañana os cuento —se despidió sonriendo Julián.




















































Capítulo 2


Mientras Julián caminaba sólo de vuelta a casa, su principal
preocupación era la de cómo iba a pedirle a sus padres que le dejaran ir de
camping con sus amigos durante unos días. Él, ya sabía, de antemano, que le
dirían que no. Entre otras cosas, porque había bajado su rendimiento
académico de un tiempo a esta parte. La pasada reunión de sus padres con la
tutora de Julián, no trajo más que problemas a éste.

Él nunca había sido un mal estudiante. Quizás, algo despistado.
Excesivamente inquieto en determinados momentos. Sin constantes
intervenciones en clase. Al fin y al cabo, nada raro en un chico de su edad.
Aunque sí andaba algo desmotivado. Pero también poseía cualidades
positivas. El ingenio y la imaginación eran cualidades de las que podía, sin
duda alguna, presumir. Bueno, y de que en aquel entonces estaba flojeando en
sus estudios; aspecto que disgustaba a sus padres.

Tras unos minutos de camino, Julián llegó a las proximidades de su casa.
En ella, las paredes exteriores eran de color blanco, protegidas por una
cubierta ligeramente inclinada de tejas rojas. Y, desde la calle, como cada día,
por la ventana que da a la cocina, Julián podía ver cómo sus padres estaban
preparando la comida.

—¡Hola! ¡Ya estoy en casa! —gritó Julián.

—¡Hola, hijo! —respondió su padre en voz alta.

—¿Qué tal ha ido el día de clase? —le preguntó su padre, mientras se
secaba las manos con un paño de cocina.

—Bueno; ya sabes. No mal del todo —respondió Julián, sin demasiado
entusiasmo.

—¿Qué tenemos hoy de comer? —preguntó Julián a su madre, a la vez
que la saludaba con un beso en la mejilla.

—Pues hoy vamos a comer pollo al horno con patatas fritas. Uno de tus
platos favoritos —respondió ella.

—¡Oye! ¿Y a mí no me das ningún beso? —le comentó su padre, con
cierta envidia, buscando el saludo.

—Bueeeeeeno. Que pesado te pones. Yo ya no soy un niño, papá —le
dijo Julián bromeando, mientras lo besaba en su mejilla izquierda.

—Y a todo esto, ¿dónde está Paula? ¿Aún no ha llegado? —preguntó
Julián con curiosidad.

—Sí; está en su cuarto. Ve a buscarla y dile que vamos a comer de un
momento a otro. Además, tenéis que poner la mesa —dijo la madre a su hijo.

Julián se dirigió a buscar a su hermana, y cuando estaba próximo a su
dormitorio encontró la puerta cerrada. Justo antes de abrirla, percibió que su
hermana estaba hablando por su teléfono móvil y, con sigilo, pegó su oreja
derecha a la puerta y comenzó a escuchar. No podía oír claramente la
conversación a través de la puerta. Pero oyó lo suficiente; Paula, que salía con
un chico de la universidad (cosa que Julián ya sabía) estaba planeando irse con
él durante todo el fin de semana a una casa de campo. Eso sí, como Paula no
había hablado todavía de su relación a sus padres, ella iba a contarles que
pasaría el fin de semana en casa de Amanda, una amiga suya, que sí tenían ya
el placer de conocer.

De repente, Julián escuchó cómo su madre salió de la cocina. Éste, de
inmediato, llamó a la puerta del dormitorio de su hermana y abrió la puerta no
demasiado de prisa.

—¿Qué quieres, Julián? —le preguntó Paula.

Mientras tanto, ella tapaba el teléfono móvil con su mano izquierda,
sosteniéndolo con la derecha.

—Es que vamos a comer de un momento a otro. Y tenemos que poner la
mesa. Ya sabes como se ponen papá y mamá cuando no lo hacemos... —
respondió Julián, haciéndose el recién llegado a la habitación.

—¿Pero queréis venir ya a poner la mesa de una vez? ¿Tan ocupados
estáis? —gritó su madre, al mismo tiempo que recorría el pasillo hasta llegar
al dormitorio de Paula.

—Ya vamos, mamá —gritó Paula con el teléfono bajo la almohada.

Su madre, se asomó al dormitorio y, una vez más, insistió a los chicos:

—Salid de la habitación y empezad a poner la mesa. Es la última vez
que os lo digo. Si me hacéis venir otra vez no saldréis durante el fin de semana
ni a la puerta de la calle —aclaró con firmeza a sus hijos.

—Vale, mamá; ya salimos. Es que la hermana me estaba enseñando una
cosa —dijo Julián a su madre, con perspicacia.

Ana se giró y se dirigió a la cocina con cara seria.

—Estos niños… cada día están más desobedientes. ¡Es increíble! —se
decía Ana a sí misma, acalorada.

—No puedo hablar ahora. Te llamo después, ¿de acuerdo? —respondió
Paula al teléfono, mientras su hermano Julián la observaba.

—«No puedo hablar ahora. Te llamo después, ¿de acuerdo?» —volvió a
repetir Julián, imitando la voz de su hermana, colocando su mano derecha
junto a la oreja.

—No hagas más el tonto, Julián. Que nos van a castigar por tu culpa —
le dijo su hermana, haciéndose la responsable.
—Sí, claro. Como no; por mi culpa —le respondió Julián.

A pesar de que Paula era mayor que su hermano, la relación entre ellos
era bastante buena. Con las típicas disputas entre hermanos, desde luego. Y
ella, a pesar de que no le gustaba reconocerlo, se preocupaba bastante por
Julián.

Sin duda, el momento de la comida era el momento favorito de Antonio
para interrogar a sus hijos. Habitualmente, Paula respondía a las preguntas,
mientras que Julián las evitaba con más frecuencia. A no ser que Ana, su
madre, que casi siempre hacía de moderadora, le obligara a responder.

Aquel día, a pesar de las múltiples preguntas que su padre les realizó, los
dos hermanos no hablaron demasiado.

—¿Qué tal ha ido el día? —preguntó Antonio a sus hijos, mientras
comían.

Julián evitó la conversación con un simple asentimiento de cabeza.

—A mí me ha ido bastante bien, papá —respondió Paula a su padre—.
¿Tenéis algo que estudiar hoy? —preguntó de nuevo Antonio a sus hijos.

—Yo…lo típico; ya sabes, las tareas de clase —respondió Julián, en su
tónica general.

—Yo, sí tengo que estudiar. Tengo los exámenes dentro de poco y no
quiero que se me haga demasiado tarde —respondió Paula, de manera
responsable.

—¿Os gustaría ir el fin de semana a algún sitio en especial? Había
pensado que podíamos ir a comer al campo. ¿Qué os parece? —propuso
Antonio, mirando a su familia.

Sin embargo, esta última pregunta consiguió atraer realmente la atención
tanto de Paula como de Julián.

—A mí me gustaría quedarme en casa de mi amiga Amanda este fin de
semana—respondió una vez más Paula a su padre.

Julián, como lince que acecha a su presa, escuchaba atentamente la
conversación, esperando sigilosamente para intervenir.

—¿Y por qué razón quieres quedarte? —preguntó a Paula de nuevo su
padre.

—Tenemos que hacer juntas un trabajo de clase y, de camino, saldremos
por su pueblo el sábado por la noche. ¿Qué os parece la idea? —respondió
Paula, dirigiéndose a sus padres.

Mientras tanto, Julián seguía observando con todo detalle lo que
acontecía en la mesa. Se hizo un breve silencio en la habitación durante el
cual, Ana y Antonio, con aspecto de no saber muy bien qué responder, se
miraron a los ojos durante un instante. Durante ese pequeño periodo de
tiempo, sólo se escuchó el ruido de los cubiertos sobre los platos. Finalmente,
Antonio, el padre de los chicos, respondió:

—Ya veremos mañana. Lo hablaré con tu madre.

—Gracias, papá. Pero necesito saberlo mañana, como muy tarde —
recalcó Paula a su padre.

—Bueno, ya veremos. Ahora, terminad de comer y poneos con los
deberes cada uno en vuestro cuarto. Ya lo hablaremos mamá y yo—respondió
Antonio, con voz rotunda, como queriendo zanjar del todo la conversación.

A partir de ese momento, y a punto de comenzar con el postre, ya no se
habló más del tema. Aunque Julián seguía pensando en su plan. Él estiró su
brazo para alcanzar un apetitoso racimo de uvas, y, uva a uva, se terminó el
racimo y se levantó, junto a su familia, para retirar la mesa. Instantes después,
tanto él como su hermana se fueron a sus respectivos dormitorios.
































Capítulo 3


El dormitorio de Julián no era demasiado grande. Su cama se encontraba
a un lado de la habitación, pegada a una de las cuatro paredes. Exactamente, la
pared que quedaba a la derecha entrando en la misma. Y frente a la puerta de
entrada había una pequeña ventana en la que, justo debajo, se encontraba su
escritorio. Las paredes de su cuarto eran de tono celeste y, sobre ellas, se
reflejaban perfectamente sus gustos: una enorme foto de la selección española
de fútbol y otra de un precioso paisaje, adornaban la habitación.

Julián empezó, en primer lugar, con los ejercicios que tenía que hacer de
Lengua. Después, terminó a disgusto los de Inglés. Y, finalmente, se puso con
los de Matemáticas. Esta asignatura, curiosamente, era la que más le gustaba.
Aunque, quizás, siendo más preciso, la que menos le disgustaba. Tras realizar
varios ejercicios mecánicos, ésos de ejecución directa de las reglas de cálculo,
llegó a un pequeño problema que empezó a hacerle pensar un poco. El
problema decía así:

Halla dos números impares consecutivos sabiendo que la diferencia de
sus cuadrados es 24.

Julián, a pesar de no gustarle demasiado estudiar, era un chico
inteligente, y mostraba su destreza en este tipo de actividades. Tras leer
atentamente el enunciado, empezó a tantear el problema:

—Como los números tienen que ser impares, no pueden ser divisibles
entre el número dos. Y como, además, tienen que ser consecutivos, la
diferencia entre ellos debe valer dos—pensaba en voz baja Julián.

—Por lo tanto, se me ocurre, que los números puedan ser siete y nueve,
puesto que éstos no pueden ser números demasiado altos por ser la diferencia
entre ellos veinticuatro—volvió a decirse Julián a sí mismo.

—Voy a probar, entonces—incorporándose hacia su cuaderno para
comenzar a escribir con la mano derecha.

—A ver, siete al cuadrado es cuarenta y nueve. Y nueve al cuadrado es
ochenta y uno. La diferencia entre ellos es menos treinta y dos—escribía
Julián sobre el papel— ¡Pues no me sale veinticuatro! Además, me sale un
número negativo. Aunque…pensándolo bien…el número sí está próximo a
veinticuatro en valor absoluto.

Mientras estaba inmerso en el problema de matemáticas, Julián volvió a
escuchar a su hermana, que se encontraba justo en la habitación de al lado
hablando de nuevo por el móvil. El muchacho pegó su oreja a la pared para
poder escuchar más claramente la conversación y guardó completo silencio.

—¡Hola! Perdona que te colgara antes. Me pillaste en mal momento —
susurraba su hermana en voz baja y acaramelada.

—Mis padres aún no me han dado permiso para ir. Les he dicho que me
quedaba en casa de Amanda. A ver qué me dicen… —volvía a susurrar Paula.

—Entonces, tomo el autobús de las cinco y me recoges en la parada
siguiente a la del Bosque Encantado. Como hicimos la vez anterior. Con
suerte, el mismo viernes por la noche podremos estar paseando juntos —decía
Paula, en voz baja y cariñosa.

—¡El Bosque Encantado! —repitió Julián, sonriente.

—¡Es justo dónde queremos ir de camping! —susurró Julián, a la vez
que se tendía boca arriba sobre su cama, vestida por una colcha azul marino y
roja.

El Bosque Encantado era un enorme bosque, a unos ciento cincuenta
kilómetros de su casa, muy conocido en la región debido a las habladurías de
las personas mayores que habían vivido en el lugar. Contaban los ancianos y
ancianas de la zona que en más de una ocasión, en ese bosque, habían sido
vistas unas criaturas pequeñas y extrañas correteando y saltando por los
árboles, aunque nadie podía describirlas con certeza: salvo la enorme
velocidad y agilidad con la que se movían, características que les permitían
hacer pasar casi inadvertidas.

No todo el mundo creía estas leyendas, pues eran muy pocas las
personas que decían haber visto a aquellos seres. Y en más de una ocasión, la
gente del vecindario, cuyo fuerte no era precisamente la imaginación,
tomaban a estas personas por locas.

Por lo demás, el Bosque Encantado era un bosque corriente. Contenía
varias montañas de alturas considerables; repletas de pinos, alcornoques,
castaños y algún que otro roble. Y también de arbustos y matas como la
zarzamora, el romero y la jara. Esta flora proporcionaba al bosque bonitos
tonos verdes y marrones en verano, más apagados y amarillentos en otoño, y,
con mucha suerte, cubierto de una ligera capa blanca en invierno. Entre las
montañas se podía disfrutar durante todo el año de un bonito y cristalino lago,
conocido como el lago del Bosque Encantado; que destacaba, sobre todo en
época de lluvias, por su gran tamaño.

De repente, Julián, dejó de escuchar a su hermana y escuchó cómo ella
salía de su dormitorio.

Paula, su hermana, era una chica muy responsable; más que Julián,
desde luego. Siempre había sacado buenas notas. De hecho, estudiaba
medicina. Y, hasta el momento, llevaba su carrera bastante bien. En muchas
ocasiones, ella había hablado con sus padres sobre el poco interés que tenía su
hermano por los estudios. A pesar de ser un chico muy inteligente, según
defendía ella.

Era habitual que Paula se acercara por las tardes al cuarto de su
hermano, cuando se suponía que estaba estudiando, para comprobar si, en
efecto, lo estaba haciendo.

—Julián, ¿estás ahí? —gritó Paula, tras llamar a la puerta en un par de
ocasiones.

—Estás muy callado —dijo de nuevo la chica, antes de abrir la puerta
del dormitorio de Julián.

Julián se había sentado rápidamente en su escritorio y hacía como el que
estaba estudiando.

—Estoy estudiando, Paula. ¿Qué quieres? —preguntó Julián, como el
que no quiere ser molestado.

Su hermana se acercó a él para comprobar lo que estaba haciendo.
Observó cómo su hermano intentaba resolver el problema de matemáticas de
los números impares consecutivos.

—Estás con Mates, ¿verdad? —le preguntó Paula de nuevo.

—Sí —respondió Julián, de manera concisa.

—Veo que no te termina de salir el problema —comentó ella.

—Ya casi lo tengo —respondió Julián.

—Cambiando de tema —tomó la iniciativa, el astuto de Julián—: Vas a
salir con tu novio este fin de semana, ¿verdad? Mentiste a papá durante la
comida.

Julián, mientras había estado tumbado en la cama mirando al techo,
había ideado pedirle a su hermana que le ayudara a llevar a cabo el plan de ir
de camping con sus amigos durante el fin de semana. Pero sabía que ella se
negaría; a no ser que la presionara con contárselo todo a sus padres, pues, a
saber, la que se hubiera liado en la casa si sus padres hubieran descubierto la
verdadera historia.

La verdad es que el plan fue perfecto. Su hermana no se pudo negar;
salvo que hubiese prescindido de salir con su novio el fin de semana.

—¡Me has estado escuchando! —gritó Paula a su hermano, mientras se
tapaba ella misma la boca con sus manos para que no se enteraran sus padres
de lo que estaba ocurriendo.

—¡Te odio! —volvió a exclamar Paula, con rabia, pero en voz baja.

—Es justo, Paula. Tú quieres salir con tu novio y yo quiero salir con mis
amigos. Nos podrás vigilar tanto en el viaje de ida como en el de vuelta, pues
vamos a ir en el mismo autobús. Y le dirás a mamá que, junto con tu amiga
Amanda, vendréis a visitarnos al camping para comprobar que estamos bien.
Estoy seguro de que así papá y mamá me dejaran ir. Y nadie se enterará de
nada —razonó Julián a su hermana, de manera inteligente, y, siempre,
hablando en voz baja.

—Bueno, ¿y con quién vas a ir? —indagó Paula, algo más calmada,
aceptando la situación.

—Con Juan Antonio, Pedro y María. Nosotros cuatro —respondió
Julián.
—¿María? Ten cuidado con esa chica. Tú le gustas —dijo Paula.

—¡Tú también con esas! —replicó Julián, malhumorado.

—Soy una chica, Julián. Y esas cosas se notan. No te quita ojo de
encima — insistió Paula.

—Tonterías... Además, a mi no me gusta. Y a ella le gusta un chico de su
clase —dijo de nuevo Julián a su hermana.

—Sí, sí… Ya me dirás… —comentó Paula, queriendo enrabietar otra
vez a su hermano.

—Bueno; se acabó el tema. ¿Aceptas o no aceptas el trato? —preguntó
Julián a Paula, con firmeza.

—De acuerdo; será nuestro secreto, ¿vale? Pero… a cambio de algo —
propuso ella.

Finalmente, a Paula no le pareció mal del todo el plan, pues, a pesar de
que no le iba a contar la verdad a sus padres, ella podría salir con su novio y su
hermano podría ir de camping. Además, tal y como le había dicho antes Julián,
ella no estaría lejos de él en ningún momento. Salvo en el camping, cosa que
no le preocupaba tanto pues él iba acompañado de sus amigos y ese camping
tenía buenos monitores. El camping del Bosque Encantado era muy conocido
porque organizaba muchas actividades para los menores de edad que
acampaban en él, y disponía de buena seguridad. Era habitual encontrar
monitores recorriendo el camping a pie cerciorándose de que no surgiera
ningún problema. En especial, con los grupos de menores de dieciocho años
que se alojaban sin la compañía de adultos.

—¿A cambio de qué? —preguntó con curiosidad Julián a su hermana, al
mismo tiempo que ella, desprevenida, pensaba en la situación.

—A cambio de que me dejes ayudarte a resolver ese problema de
matemáticas —dijo Paula a Julián, de manera repentina.

—Vale. Si es sólo eso… —respondió Julián, sonriente, y contento de
haber elaborado el plan.

—Aunque, antes, nos tienen que dejar papá y mamá. Tú se lo dices —
dijo de nuevo Julián, tras pensar en lo acontecido durante aquellos segundos.

—Ni hablar. Tú te lo has inventado y tú se lo cuentas —respondió Paula
consciente del lío en el que se podía meter.

—Pues vale —dijo Julián, en tono decidido y valiente.

Este era uno de los momentos en los que Paula comprobaba que su
hermano Julián, a pesar de lo desastre que parecía, no sólo no lo era, sino que,
además, era inteligente.
Tras leer Paula el problema que Julián intentaba resolver, se sentó en la
cama, a su lado, y se incorporó sobre el escritorio diciendo:

—A ver —empezó ella—. Veo que estás intentando el problema a la
cuenta de la vieja. ¿Por qué no lo intentas por álgebra, planteando una
ecuación?

—Tranquila, Paula; no te emociones. Es que no me ha dado tiempo de
terminarlo —aclaró Julián a su hermana—. Además, ¿qué es eso del álgebra?
¿Lo de las equis y las íes?

—Eso es; muy bien. Lo de las equis, como tú dices. Tienes que intentar
llamar equis, por ejemplo, al número buscado —explicaba Paula a su
hermano.

—Pero es que estamos buscando dos números... —recalcó nuevamente
Julián, que no comprendía del todo las indicaciones de su hermana.

—Cierto. Pero, como tú ya habías deducido, el siguiente número será
equis más dos, por ser ambos números impares consecutivos —volvió Paula a
explicar a Julián.

Acto seguido, Paula le ayudó a plantear el problema, escribiendo en el
cuaderno de su hermano, con su mano izquierda, la ecuación siguiente:


Donde la incógnita x indica el menor número impar buscado.

Sin embargo, Julián propuso otra idea a su hermana:

—¿Y por qué no la ecuación ? —escribió Julián quitando el lápiz a su
hermana.

—¡Anda ya! ¡No digas tonterías! —exclamó Paula a éste, sin prestarle
atención.

—¿Sabrías terminar tú la resolución del problema? —le preguntó Paula,
a continuación.

—Pues claro que sí —respondió Julián, con energía.

Julián, tras pensar durante unos segundos, empezó a desarrollar la
ecuación que su hermana había escrito:


—Muy bien, Julián. No has olvidado el desarrollo de una suma elevada
al cuadrado —le indicó Paula, con voz de ánimo.

—¿Qué pensabas? Es una de las identidades notables… —presumía
Julián, mientras continuaba simplificando la ecuación:


A continuación, Julián procedió a despejar el término dependiente de la
incógnita:


Por último, Julián despejó la incógnita:


—¡Muy bien! ¡Lo has resuelto! —gritó la chica, muy contenta—. Los
números buscados son cinco y siete. Ambos impares y consecutivos. Siendo la
diferencia de sus cuadrados veinticuatro. Sin embargo, no te veo muy
convencido del resultado.

Julián seguía pensando en ese momento.

—Es que… a mí la ecuación que se me había ocurrido… —volvía el
chico a insistir sobre su idea.

—¡Qué pesado, Julián! —exclamó Paula, a la vez que se levantaba al pié
del escritorio.

—Pero…por favor, Paula. Mira un momento —insistía Julián—. Si
desarrolláramos la ecuación hasta el final, su solución sería .

—¡Qué no, niño! No seas pesado. ¿No ves que sale negativo? —
defendía Paula, nerviosa y sin argumentos, ante la insistencia de su hermano
pequeño.

—¿Y qué más da? ¿No ves que y son también solución del problema? —
volvía a insistir él—. Lo que pasa es que son números enteros negativos, en
vez de números naturales. Pero también son impares consecutivos con
diferencia de cuadrados igual a 24.

Julián escribió en su cuaderno esta última condición para que su
hermana comprendiera su razonamiento:


—¡Pues es verdad! —exclamó ella, quedando perpleja.

El muchacho se levantó, diciéndole a su hermana en tono de broma:

—A ver si repasamos un poco de álgebra, hermana —saliendo del
dormitorio, sonriendo.

Paula, un poco aturdida, y con curiosidad, se sentó en el escritorio de su
hermano y desarrolló hasta el final la ecuación . Comprobó que, en efecto, la
solución de esa ecuación es . Y que, por tanto, tal y como le había adelantado
su hermano pequeño, existía otra solución al problema.

Sin más, y sola en el dormitorio de Julián, Paula permaneció sentada
frente a la ventana. En absoluto le sorprendió la astucia demostrada por él. Y,
cariñosamente, a través de su ventana, contemplaba cómo éste salía de casa en
ropa de deporte.





























































































Capítulo 4


A la mañana siguiente, Julián se encontraba muy contento. Se levantó a
la primera para ir al instituto (cosa que extrañó a su madre, pues normalmente
tenía que ir una segunda vez a despertarlo y, su hermana, una tercera para
sacarlo del dormitorio), se vistió rápidamente y se despidió con una agradable
sonrisa, antes de comenzar su matinal y rutinario paseo con la maleta a su
espalda.

A veces, durante el paseo matutino, se encontraba con alguno de sus
amigos. Solían saludarse con la típica cara de recién levantados, con las manos
metidas en los bolsillos, con paso ligero para no llegar tarde y sin saber muy
bien adonde mirar más que al suelo. A excepción de María, claro. Que era raro
no verla sonriendo por la mañana, como la que va a un parque de atracciones.

Cuando alguno de ellos coincidía, se saludaban y realizaban el resto del
camino intercambiando algunas palabras. Aunque las conversaciones no eran
tan activas como cuando volvían de vuelta a casa. No tenían tanto de qué
hablar.

Esa mañana, precisamente, Julián no coincidió con ninguno de sus
amigos. Y eso que Julián estaba deseando contarles su extraordinario plan.
Incluso, en algún momento, alzó la mirada al frente para ver si los veía. Pero
no divisaba más que las actividades propias de la hora: entre las que
destacaban, los chicos y chicas de la zona, algunos de ellos acompañados por
sus padres, de camino a sus respectivas obligaciones.

Sí coincidieron en el descanso Julián y Pedro. Cuando lo hacían,
usualmente, tomaban un bocata o algún otro aperitivo de media mañana.
Mientras tanto, se saludaban y charlaban un rato hasta que tocaba la sirena que
indicaba la vuelta a clase.

—¡Hola, Pedro! —saludó Julián.

—¿Qué tal? —respondió Pedro.

—¿Sabes? ¿Ya sé cómo pedir a mis padres que me dejen ir de camping?
—preguntó Julián, con ganas de sacar el tema.

—¿Sí? ¿Qué has pensado? Te veo muy contento —preguntó Pedro, con
enorme curiosidad.

—Pues mira; te cuento: Resulta que…

En ese momento, apareció de repente Juan Antonio; que, como era
habitual a esa hora, disfrutaba de su enorme bocadillo de chorizo.

—¿Qué tal, chicos? —preguntó él en voz alta, mientras mascaba todavía
su último bocado.

—¡Hola, Juan Antonio! —saludaron Julián y Pedro al unísono.

—Le estaba contando a Pedro que ya sé cómo preguntarle a mis padres
lo del camping durante el fin de semana —contestó Julián, deseoso de
contarlo.

—¿Todavía no lo has hecho? ¿A qué esperas? ¿Al viernes? —volvió a
intervenir Juan Antonio, con su particular humor.

—No encontré el momento adecuado. Además, estaba pensando en
cómo decírselo— respondió Julián, al mismo tiempo que Pedro observaba a
ellos dos discutir.

—¡Ah! ¡Tonterías! —exclamó Juan Antonio, en tono poco agradable.

Era cierto que la tarde anterior Julián no había encontrado el momento
adecuado para hablar a sus padres sobre su plan para el fin de semana. Una
vez que volvió de correr, se duchó, se puso cómodo y se decidió por completo,
su intención era la de sacar la conversación. Mientras su hermana aún
estudiaba en su dormitorio, Julián podía escuchar cómo conversaban sus
padres en el salón. «¿Quizás estén hablando del tema? —pensaba él, en
silencio.» Julián se aproximó decidido a intervenir. Sin embargo, la
conversación era otra y no tuvo el valor suficiente para hacerlo. Algo más
tarde, durante la cena, éste observaba a su hermana continuamente con la
esperanza de que ella sacara la deseada conversación. Pero Paula estaba más
callada que nunca, y sus padres algo entretenidos con el televisor, prestando
atención al parte meteorológico; que, por cierto, daba buen tiempo para el fin
de semana. Entre una cosa y otra, terminaron de cenar y se fueron a la cama
sin más novedad que la de compartir en el salón unos minutos de televisión.

—Pero… ¡déjale hablar, hombre! —dijo Pedro a su amigo Juan Antonio
para que éste se callara.

—¡Qué quieres! A mí lo que me interesa realmente es saber si vamos o
no vamos de acampada —respondió Juan Antonio, con impaciencia, mirando
a Julián.

—¡El timbre! Bueno, me voy a clase. Después nos vemos a la salida y lo
hablamos, ¿vale? —se despidió Pedro de sus amigos.

—Y a ver si se lo dices ya, pesado —insistió de nuevo Juan Antonio a
Julián, esta vez con menos energía—. Nos vemos después —se despidió
finalmente.

A la salida de clase, como cada día, los chicos se esperaron en la puerta
del instituto. Julián tenía tantas ganas de compartir el plan con sus amigos que,
incluso, había estado prestando atención en clase para percibir el paso de las
horas lo menos posible.

—Bueno, ¿nos vas a contar el plan de una vez? —preguntó Juan
Antonio en voz alta a Julián, al mismo tiempo que Pedro y María escuchaban
atentamente.

Julián, durante el camino de vuelta a casa, describió con todo detalle su
idea al grupo de amigos. Pedro, escuchaba con tanta atención a su amigo, que
hasta se le pasó el desvío que lo llevaba a su casa.

—Bueno, chicos. Me quedo aquí —dijo Pedro, retrocediendo unos pasos
del grupo.

—¿Cómo nos dirás si finalmente te han dado permiso tus padres? —
preguntó Pedro a Julián.

—Nos conectamos esta tarde todos a las ocho, ¿vale? —respondió
Julián, esperando la respuesta de sus amigos.

—¡Vale! —respondieron Pedro, María y Juan Antonio, intercambiando
entre ellos miradas de total acuerdo.

Era habitual que el grupo de amigos se conectara a Internet para
intercambiar impresiones entre ellos; o, como en aquella ocasión, para darse
una noticia importante. Julián, María y Juan Antonio no pararon de hablar del
tema durante el resto del camino de vuelta a casa. Y durante el trayecto que a
Julián le tocaba recorrer sin compañía, no paraba de pensar en cuál sería el
momento oportuno para sacar la anhelada conversación a sus padres.

El momento llegó durante el almuerzo y surgió de la manera más
inesperada para Julián.

—¿Qué tal han ido las clases hoy? —preguntó su padre en voz alta a los
dos hermanos.

—La verdad es que bastante bien —respondió Paula, algo más seria de
lo habitual.

—¿Y a ti, Julián? —volvió a preguntar la madre de éste.

—Pueeeeees. No ha ido del todo mal —respondió Julián, titubeante.

—Por cierto, Paula. Hemos estado hablando tu padre y yo sobre lo que
nos pediste. Y hemos decidido que puedes ir el fin de semana a estudiar con tu
amiga Amanda. Pero nos tienes que dejar el teléfono de su casa para que
podamos llamarte — dijo su madre en voz alta, sentada a la mesa, mientras el
resto de la familia comía.

—¡Gracias, mamá! —exclamó Paula, pensando en qué número de
teléfono dar a sus padres para estar en contacto—. «Se lo cuento todo a
Amanda y le pido que me cubra —pensó ella, mientras masticaba.»

—Yo también quería contaros una cosa —intervino Julián, con voz
temblorosa.

—¿Qué, Julián? —preguntó su madre.

Paula, evitando quedarse sin fin de semana junto a su chico, decidió
echar una mano a su hermano con el plan.

—Quiere venirse el fin de semana conmigo; bueno, hasta el Bosque
Encantado —se dirigió Paula a su madre, interrumpiendo la conversación
entre ellos.
—¿Al Bosque Encantado? ¿Y qué vas a hacer allí? —preguntó Ana a su
hijo.

—Mis amigos y yo queremos ir al camping a pasar el fin de semana —
explicó Julián a su madre.

—¿El fin de semana? ¿Con qué amigos? —volvió a preguntarle Ana,
con absoluta sorpresa.

Paula, que volvía a ver a su hermano en apuros, decidió intervenir de
nuevo en la conversación.

—Juan Antonio, María y Pedro. Yo, los conozco. Julián me ha pedido
que me pase a verlos cuando quiera. Y yo no tengo ningún inconveniente —
explicó Paula, en voz alta.

—Queremos descansar antes de que empiecen los exámenes finales. Ya
están a la vuelta de la esquina —intervino Julián, con el corazón a mil por
hora.

Ana y Antonio se miraron sin saber muy bien qué decir a sus hijos.
Estaban tremendamente sorprendidos, pero sin encontrar ningún motivo para
negarse.

—Bueno, de acuerdo —rompió el hielo el padre de Julián, mirando a su
esposa—. Si nos prometes que te esforzarás al máximo a la vuelta para
afrontar los exámenes finales. E incluso, si las notas son buenas, te podrás ir
con tus amigos otro fin de semana durante el verano.

—¡Gracias, papá! —gritó Julián, sobresaltado.

La familia siguió comiendo y hablando sin cesar del plan de los chicos
para el fin de semana. Quizá la más callada era Paula, la hermana de Julián;
pues, realmente, ella era la que estaba mintiendo a sus padres. Pero el deseo de
pasar dos días con su joven amado era superior a sus temores.

Los chicos se conectaron al chat justo a las ocho de la tarde, tal y como
ellos habían acordado. Como es fácil de imaginar, la conversación fue muy
activa y muy alegre. Con expresiones tales como:

—¡Bien! ¡Mañana nos vamos de camping!

—¡Sabía que la idea era buena!

—¡Ves como no se puede ser tan cobardica!

Julián se marchó a la cama tan contento y nervioso esa noche que casi
no podía dormir. Tras unos minutos boca arriba, en mitad de la oscuridad,
imaginando cómo sería su aventura, por fin, le rindió el sueño.



Capítulo 5


A la mañana del día siguiente, a Julián no tuvieron ni que despertarlo.
Cuando su madre procedía a dar el primer aviso a su hijo, Julián ya estaba
vestido y sentado sobre su cama, abrochándose los cordones de sus zapatos.

—¡Buenos días, mamá! —exclamó Julián, con energía.

—Pero… ¡Julián! —exclamó también su madre, sorprendida—. Creo
que ni me acuerdo de la última vez que estabas despierto antes de ir al colegio
—dirigiéndose a su hijo, a la vez que salía del dormitorio.

—¡Y la maleta preparada para el viaje! ¡Qué barbaridad! —volvió a
exclamar Ana, ya fuera de la habitación.

—Es que a las cinco sale el autobús. Y no quiero que se me olvide nada
—explicó Julián a su madre, lleno de energía.

Julián salió de su dormitorio y se dirigió al de Paula, su hermana,
sorprendiéndola mientras terminaba de vestirse.

—¡Buenos días, Paula! —la saludó Julián con alegría, abriendo la
puerta.

—¡No entres, niño! ¡Estoy terminando de vestirme! —respondió Paula
en voz alta.

—Perdona, hermana. Quería asegurarme de si tenías el equipaje
preparado para el fin de semana. Salimos esta tarde —recordó Julián a su
hermana a través de la puerta.

—¡Pues claro que sí! ¡Pero si sólo son dos días! ¿Qué equipaje voy a
preparar? —volvió Paula a responder a su hermano.

—Vale; después nos vemos —se despidió Julián de su hermana,
emocionado.

Ni que decir tiene, el día de clase que disfrutó Julián. Hasta sus
profesores y compañeros se extrañaron cuando intervino en clase en un par de
ocasiones.

A la salida de clase, una vez reunidos para realizar el paseo de vuelta a
casa, la alegría de los chicos se reflejaba en sus rostros en tanto conversaban
sin cesar.

—¿Lo tenéis todo preparado? —preguntó Julián al grupo de amigos en
voz alta.

—Pues claro que sí —respondió Juan Antonio.

—A ver... repasemos: ropa, tiendas de campañas, botiquín, insecticida
para los mosquitos… —recordaba Julián a sus amigos.

—Para, para, para. No te preocupes, hombre. Que todos sabemos lo que
tenemos que llevar —replicó su amigo Juan Antonio.
—Yo ya tengo pensado hasta la disposición en la que vamos a colocar
nuestras tiendas. La colocaremos como si fuesen vértices de un cuadrado —
explicaba María a sus amigos—. Y en su interior, situaremos una pequeña
mesa.

Cada chico llevaba su propia tienda de campaña. De esas en las que
apenas caben dos personas. Y a todos ellos les gustaba estar en contacto con la
naturaleza; de hecho, es una de las razones por las que entablaron amistad. El
instituto en el que estudiaban, de vez en cuando, y con menos frecuencia de la
que a los chicos les gustaría, organizaba excursiones de campo en las que los
monitores aprovechaban para explicar, entre otras actividades: cómo se
montaba una tienda de campaña, cuál era el equipo auxiliar ideal para la
ocasión o qué animales y plantas se pueden encontrar en la zona.

Tras despedirse de sus amigos y quedar todos en verse a las cuatro en la
puerta de la estación de autobuses, Julián se dirigió a su casa sin perder ni un
segundo. Durante la comida, en la que tenía que intercambiar opiniones
constantes con sus padres por motivo del viaje, el emocionado joven no paraba
de pensar en cuáles serían las sorpresas que le esperarían en esa acampada.

A pesar de la insistencia de Ana y Antonio por acompañar a su hijo a la
estación de autobús, éste se negaba en rotundo a tal hecho; pues le daba
vergüenza llegar a la estación en presencia de sus padres como si fuese un
niño pequeño. Además, según les decía él, ya iba acompañado de Paula, su
hermana mayor.

Una vez todos en la estación de autobús, se saludaron con efusión,
compraron los billetes, metieron sus equipos de viaje en el maletero y se
sentaron impacientes en sus respectivos asientos. Juan Antonio y María
viajaron juntos. Y Julián, a pesar de las insistencias de su hermana por
compartir asiento con él, se sentó con su amigo Pedro. Paula, sin más elección,
se sentó sola tras ellos.

Instantes después de arrancar el autobús, los cinco jóvenes se quedaron
mirando por la ventana elevando sus pensamientos hasta el precioso cielo que
se podía contemplar ese día.

El viaje, de, aproximadamente, hora y media de duración, era fácil de
disfrutar. Constaba de una paulatina subida hacia las montañas que,
transcurridos los primeros cincuenta kilómetros de trayecto, se empezaban a
divisar. Era un día claro, de temperatura agradable, en el que un brillante sol,
aislado entre el azul del cielo, adornaba el paisaje con bonitas tonalidades.

Apenas hubo conversación durante el viaje. Los chicos estaban
tranquilos, mirando por la ventana hacia el exterior. Tan solo un momento,
Paula, la hermana de Julián, algo mayor que ellos, preguntó desde su asiento a
María.

—Bueno, chica responsable —comenzó Paula, con tono irónico—.
¿Cómo es que tus padres te dejan ir sola con tres chicos de acampada?

María, que no esperaba la pregunta, respondió:

—Mis padres conocen a Juan Antonio, a Pedro y a tu hermano. Y están
acostumbrados a que me vaya de acampada durante varios días. Ellos creen
que voy con un grupo más grande.

—Ya, ya… —insistió Paula a María, con perspicacia—. Un grupo en el
que van varias amigas, ¿verdad?

Julián, al que no le estaba gustando el tema de conversación, indicó en
voz alta a sus amigos:

—Creo que ya estamos llegando.

—Sí —respondió su hermana—. La parada del camping del Bosque
Encantado está a punto de llegar.

—¡Julián! Recuerda que puedes llamarme en cualquier momento, ¿de
acuerdo? —volvió ella a comentar mientras los chicos se disponían a
levantarse de sus asientos para salir del autobús.

—No te preocupes, hermana. No va a sucedernos nada. Y pásate por
aquí a vernos cuando quieras. Aunque no sé si nos encontrarás. Seguro que
estamos por ahí haciendo de las nuestras. ¿A qué sí, chicos? —respondió
Julián, al mismo tiempo que sus amigos sonreían mirando de reojo a Paula sin
saber qué decir.

Los chicos salieron del autobús, sacaron sus equipajes del maletero y,
despidiéndose con los brazos en alto, contemplaron cómo se marchaba su
hermana hasta la siguiente parada. Una vez desaparecido el vehículo del
horizonte, éstos se prepararon para recorrer a pie el sendero que les dirigía al
lugar de la acampada.

—¡Qué pesa esto! —exclamó María, mientras caminaba.

—¿Te ayudamos a llevar algo? —le preguntó Pedro.

—No, gracias. No hace falta —respondió María, poco convencida de lo
que estaba diciendo.

Julián, al ver que María no podía con tanto equipaje, le cogió la bolsa en
la que llevaba la tienda de campaña.

—Anda, trae. Yo llevaré la tienda —le dijo Julián, quitándole la bolsa de
su mano derecha.

—La verdad es que voy mejor. Gracias, Julián —le agradeció María, un
poco más aliviada.

—¡Ya llegamos! —exclamó Juan Antonio a sus amigos.

Nada más cruzar la puerta del camping, los cuatro amigos se acercaron a
la oficina para registrarse. Una vez dentro, al no ver a nadie en la recepción,
miraron a su alrededor. Cuando menos lo esperaban, por sorpresa, una extraña
voz les preguntó:
—¿Puedo ayudarles en algo?

Los chicos, que seguían sin ver a nadie, se miraron sorprendidos y un
poco sobresaltados. Notaron que la voz salía de detrás del mostrador, situado a
unos cuatro metros de la puerta de entrada, lugar al que se aproximaron con
cautela. Pudieron ver, ya en pie junto a una silla de madera, a un hombre muy
bajito, de avanzada edad, de pelo blanco; que, vestido con ropa poco común y
entonando una voz amable pero inquietante, volvió a preguntar a los
muchachos:

—¿Vais a alojaros en el camping?

—Sí —respondió finalmente Juan Antonio, aturdido.

El recepcionista, corporalmente, era un hombre normal. Quizás algo más
bajito de lo habitual, pues apenas superaba la altura del mostrador. Sin
embargo, su forma de vestir, de hablar, de mirar y de moverse lo envolvían en
una inusual e inquietante presencia.

—¿Cuántos días vais a estar alojados? —preguntó, con voz amable,
mientras abría una especie de agenda de color negro.

—Durante el fin de semana —respondió María, mirando fijamente al
extraño hombre.

—Dos noches, entonces. ¡Bueno! Pues podéis elegir, dentro de esta
zona, la plaza que más os guste. Veo que montaréis cuatro tiendas de campaña.
¿Cierto? —preguntó a los chicos, a la vez que les indicaba con el dedo índice
de su mano derecha sobre un viejo mapa.

—Eeeehhh… ¡Sí! ¡Así es! En efecto, cuatro tiendas —respondió Julián
al anciano, distraído y sin quitarle ojo de encima.

—¡Bueno! Pues, ¡ya está! Que os lo paséis bien —dijo el anciano, con
su peculiar voz.

—¿Y cuando pagamos? —preguntó María.

—No tenéis que pagar nada. Estamos en época de promoción y, durante
este fin de semana, todos los visitantes menores de edad están invitados.
Espero que disfrutéis de la estancia y que volváis pronto. ¡Jé, jé, jé! —explicó
el pequeño hombre, antes de reírse de forma rara y escalofriante.

—Gracias —respondieron a la vez los muchachos, intercambiando
miradas de incertidumbre.

Los cuatro amigos salieron lentamente y sin decir nada de la recepción
del camping. Y mientras caminaban hasta la zona indicada por el anciano
sobre el mapa, sin haberse recuperado aún del susto, empezaron a intercambiar
impresiones.

—¿Habíais visto alguna vez a un hombre igual? ¡Qué viejo más raro! —
exclamó Julián, mirando a sus amigos.

—¿Os habéis fijado en su ropa? Diría que estaba fabricada de hojas y
cortezas de árbol —dijo en voz alta María, entusiasmada.

De repente, justo detrás de ellos, se escuchó la voz del anciano:

—¡Chicos! ¡Se os olvidaba una bolsa!

Los cuatro amigos, sorprendidos por la voz, dieron tal brinco que hasta
los pájaros de alrededor se espantaron. Guardando silencio y mirándose
asustados unos a otros, mientras se giraban, observaron una vez más, atónitos,
aquel característico hombrecillo. El recepcionista llevaba en su mano
izquierda una bolsa de color verde camuflaje.

—¡Es tu tienda, Pedro! —rompió Juan Antonio el silencio.

Pedro, que no había articulado palabra desde que llegó al camping,
miraba fijamente al anciano como si de un fantasma se tratase. Observó cómo
el anciano, con su especial forma de caminar, inclinándose de lado a lado, con
sus piernas encorvadas, pero con extraordinaria agilidad, se acercaba con
intención de devolverle la bolsa. Pedro, impresionado, permanecía clavado en
el suelo sin articular palabra ni movimiento.

—Aquí tienes. Se te olvidaba la bolsa —dijo el anciano, alzando su
mano hacia Pedro.

Pedro estaba tan sorprendido que no atinaba ni a coger la bolsa que
contenía su tienda de campaña.

—¡Pedro! ¡Cógela! —volvió a decirle Juan Antonio, empujándolo por el
hombro para ayudarlo a reaccionar.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —respondió Pedro al recepcionista,
tomando la bolsa con desconfianza.

Los cuatro jóvenes se quedaron observando con la boca abierta cómo el
hombre volvía hacia la recepción. Su característico vaivén a la hora de andar,
su increíble ropaje, y su extraordinaria vitalidad, atraían tanto la atención de
los chicos, que eran incapaces de dejar de mirar.

—¿Nos vamos o qué? ¡Que tenemos que montar el campamento antes de
que oscurezca! —dijo finalmente Juan Antonio a sus amigos.

—¡Sí! —respondió María—. ¡Qué nos queda mucho por hacer!

Los chicos comenzaron a caminar nuevamente buscando la zona de
acampada. Y aunque evitaban cambiar impresiones, podía percibirse cómo en
sus cabezas rondaba la sensación de que no sería una acampada cualquiera.

















































Capítulo 6


Gracias a la destreza de los muchachos, y a pesar de no ser una labor
diaria para ellos, en el transcurso de dos horas habían montado el campamento
por completo. Tal y como María tenía en mente, montaron las tiendas como si
fuesen vértices de un cuadrado perfecto, dejando en el centro un hueco
reservado para momentos como el de la comida. Tras terminar, los chicos
decidieron dar una vuelta de reconocimiento por el camping.

—¡Ala! ¡Todo listo! —exclamó María—. Tal y como os expliqué. ¿A
que ha quedado bien?

—La verdad es que sí. A mí me gusta —respondió Julián, buscando el
asentimiento de Juan Antonio y Pedro.

—A nosotros también —dijo Pedro mirando a Juan Antonio, mientras
éste inclinaba levemente su cabeza en señal de afirmación.

—Bueno, pues comencemos con la vuelta de reconocimiento —propuso
Julián, con su habitual determinación.

—No debemos ir demasiado lejos. Dentro de poco anochecerá —
advirtió María a sus amigos.

—Es sólo una rápida vuelta por el camping —le respondió Julián.

—A mí también me gusta la idea. Mientras llega la hora de cenar —dijo
Juan Antonio.

—De acuerdo. ¡Vamos! —exclamó Pedro.

Los chicos anduvieron por el camping hasta, prácticamente, darle una
vuelta completa. Lo que verdaderamente era el recinto de acampada, no era
demasiado grande. Estaba situado en alto, en la ladera de una de las montañas
que formaba parte del Bosque Encantado, aunque no lo suficiente como para
divisar el bosque desde arriba.

No había demasiados campistas alojados. Se podían ver, entre árboles,
distintas tiendas montadas alrededor, algunas caravanas y algunas personas
disfrutando de la naturaleza. Esto hacía que los chicos se sintieran más
independientes que nunca. Con todo un fin de semana por delante para llevar a
cabo las diabluras que se les ocurriese.

—¡No me puedo creer estar aquí! —exclamó Julián con alegría.

—¡Verdad! —exclamó también Pedro, en tanto elevaba los brazos
estirando su espalda.

—Bueno, chicos. Volvamos a al tienda antes de que sea completamente
de noche. Tenemos que ir preparando algo de cenar —dijo María, de manera
responsable.

—¡Venga! ¡Vamos! Además, ya me está entrando apetito —añadió Juan
Antonio en ese momento.

Cuando los chicos se disponían a volver a la tienda, Pedro se quedó algo
más retrasado observando la parte de bosque no cercada. No podía ver más
que un montón de árboles, entre los que apenas pasaba ya la luz del sol.

—¡Qué preciosidad! Mañana recorreremos una buena parte de este
bosque —se dijo Pedro a sí mismo.

—Vamos, Pedro —le dijo Julián.

Y justo dándose la vuelta, con el rabillo del ojo, y sin distinguir la figura,
Pedro pudo ver algo que se movía con enorme rapidez de un árbol a otro.

—¿Has visto eso? —preguntó Pedro a su amigo Julián, quien se
acercaba para hacerlo volver a las tiendas.

—¿Qué tenía que haber visto? —le respondió Julián.

—Eso que se ha movido entre aquellos dos árboles —insistió Pedro,
señalando con su dedo índice derecho el lugar en cuestión.

—Yo no he visto nada. Anda, Pedro. ¡Vamos! Se hace tarde —volvió a
responder Julián, algo cansado.

Pero cuando ambos estaban girándose sobre sí mismos, justo en el lugar
indicado por su amigo Pedro, Julián pudo ver algo que corría a gran velocidad
entre aquellos árboles.

—Pero… ¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Julián, en voz alta,
con cara de asombro.

—¿A que tú también lo has visto ahora? —le preguntó Pedro otra vez—.
Era algo no muy grande, de color oscuro y moviéndose a gran velocidad. ¿A
que sí?

—Sí. Yo también lo he visto. ¿Será un animal? —preguntó Julián a su
amigo Pedro, metiéndose entre los alambres de espino que formaban la valla
limitadora del camping.

—¡Julián! ¿Qué haces fuera del camping? —le preguntó en voz alta
ahora Juan Antonio, seguido por María, regresando hasta la altura de ellos dos.

—Hemos visto algo correr por el bosque. Entre los árboles. Y no
sabemos qué es —respondió Julián.

—Probablemente sea un animal —intentaba justificar Juan Antonio a
sus amigos—. Un conejo, una liebre, o… ¡qué más da! Volvamos a las tiendas.

—¡Mirad! ¡Por allí! ¿Lo habéis visto? —gritó otra vez Pedro.
—¡Es increíble! ¡Se mueve tan rápido que no se puede ni ver! —
exclamó esta vez Juan Antonio.

—¡Yo también lo he visto! —gritó María, mientras pasaba también al
otro lado de la valla, entre los alambres.

Los chicos, en completo silencio, se adentraron en el bosque dejando la
linde del camping a sus espaldas. En fila india, agachados como cazadores
furtivos, iban escondiéndose árbol tras árbol, pasando completamente
desapercibidos ante la vegetación. Cada vez con menos claridad, apenas se
podía distinguir entre la maleza un arbusto de una piedra. Y cuando pensaban
que ya no volverían a ver a esa criatura nunca más, observaron cómo ésta
pasaba por encima de ellos, saltando, con agilidad felina, de árbol en árbol.

—¿Lo habéis visto de nuevo? ¡Es asombroso! —exclamó Julián a sus
amigos, casi susurrando.

—Corría en posición vertical. ¿Será un mono? —preguntó María en voz
baja.

—Pero si en estos bosques no hay monos —susurró Julián a la chica,
tratándole de responder.

—A lo mejor se ha escapado de algún parque. ¿Quién sabe? —sugirió
nuevamente María, en voz muy baja, mirando entre las copas de los árboles.

Los chicos estaban tan ensimismados que no se dieron cuenta de que la
noche se les había venido encima por completo. El bosque estaba a oscuras, en
silencio, y la tenue luz que distinguía el camping apenas se divisaba a sus
espaldas.

—Creo que deberíamos volver —dijo en voz baja Julián a sus amigos.

—Yo también lo creo. Se ha hecho completamente de noche. Además,
me suena la barriga de hambre —sugirió Juan Antonio a sus amigos.

—De acuerdo. Volvamos al campamento. Mañana volveremos a
buscarlo —respondió Julián, completamente decidido.

Tras Julián, todos fueron abandonando su posición de camuflaje, y, con
el paso más ligero que les permitía la oscuridad, regresaron al camping. Una
vez en el campamento, después de asearse y ponerse cómodos, comenzaron a
cenar.

Con la naturalidad de una tribu indígena, los cuatro jóvenes se sentaron
entre las tiendas de campaña, con las piernas cruzadas, alrededor de una
pequeña mesa plegable sobre la que posaron las provisiones.

—¡Qué hambre tenía! —exclamó con dificultad Juan Antonio, mientras
masticaba.

—Yo también —le respondió María, sosteniendo un pequeño bocata de
salchichón.
—Lo de hoy ha sido increíble —entró Julián en la conversación.

—¿Qué exactamente? ¿El recepcionista del camping o esa cosa
corriendo por el bosque? —preguntó Pedro, dirigiéndose a su amigo.

—Ambas cosas —respondió Julián, antes de beber un poco de agua de
su cantimplora.

—Este bosque tiene algo especial. No cabe duda —añadió María.

—Mañana por la mañana nos pondremos a buscar por el bosque a esa
misteriosa criatura. Tenemos que llevar las mochilas repletas de provisiones.
Como si fuéramos de senderismo —planeó Julián en voz alta.

—¿Creéis que volveremos a ver a esa cosa? —preguntó Juan Antonio.

—No estoy segura de lo que voy a decir —respondió María,
anticipándose a Julián—, pero algo me dice que este bosque está repleto de
esas criaturas.

—¿Tú crees? —preguntó Juan Antonio, con aire de incredulidad.

—Sí; algo me dice que sí. Este bosque es conocido precisamente por
eso: porque se han visto cosas extrañas en él —volvió a responder María.

—¡Tonterías! No son más que habladurías —volvió a decir Juan
Antonio, a la vez que se tumbaba boca arriba, contemplando las estrellas.

—Sea lo que sea, lo vamos a comprobar mañana. Partiremos en cuanto
nos despertemos —dijo Julián a sus amigos, con enorme convicción.

—¿Crees que podremos burlar a los monitores? —preguntó Pedro a su
amigo.

—Si lo hacemos temprano, sí —respondió Julián—. Las actividades no
empiezan hasta las once.

—Descansemos, entonces. Mañana tendremos un largo y duro día—
sugirió Pedro a sus amigos, echándose boca arriba sobre el suelo y
acomodando su cabeza sobre la mochila.

—Sí, eso. Disfrutemos del camping. No todos los días tenemos la
oportunidad de esperar el sueño contemplando este precioso cielo —añadió
María, tumbada bocarriba, con sus brazos colocados bajo su cabeza a modo de
almohada.

—Desde luego que no. Por favor, llamadme si me quedo dormido. No
quiero coger frío —pidió Juan Antonio, antes de bostezar.

El grupo de amigos se quedó contemplando el bonito cielo estrellado. Al
cabo de un rato, apenas hablaban: empezaba a rendirles el cansancio. Julián,
que no podía dejar de pensar en lo ocurrido, viendo que sus amigos estaban
quedándose dormidos, se levantó y los despertó antes de meterse en su tienda.
Capítulo 7


Por la mañana temprano, justo cuando los mochuelos empiezan a
despedirse de la noche, y los gorriones y mirlos revolotean buscando las
jugosas semillas y larvas que les proporciona el amanecer, Julián se despertó.
Después de los primeros bostezos y estiramientos, propios del despertar, el
joven abrió la cremallera de su tienda para contemplar el exterior. El
muchacho tan solo podía escuchar el habitual alboroto del amanecer. Por lo
demás, el camping disfrutaba de la tranquilidad característica del bosque
cuando empieza a recibir un nuevo día.

—Es el momento de partir —se dijo Julián a sí mismo.

Acto seguido, éste se vistió y empezó a llamar a sus amigos. Abriendo
las cremalleras de sus respectivas tiendas, Julián les decía zarandeando sus
pies:

—¡Vamos! ¡Arriba! ¡Que está amaneciendo!

—¡Oooooh! ¡Tan pronto! —exclamó Pedro a su amigo, esperezándose.

—Sí. Tenemos que irnos sin ser vistos —respondió Julián a Pedro.

Poco a poco, los chicos empezaron a salir de las tiendas con caras de
recién levantados.

—¿Cómo habéis dormido? —preguntó Julián a sus amigos, mientras
hacían el equipaje.

—Muy bien. Me encanta dormir en medio de la naturaleza —respondió
María a Julián, con su habitual alegría.

—Que no se os olvide coger comida y agua. Tenemos que prepararnos
para una gran ruta —recordaba Julián a sus amigos.

—Y los teléfonos móviles; nunca se sabe —insistió de nuevo Julián.

—¡Que sí! ¡Pesado! —exclamó Juan Antonio.

En ese momento, una característica voz les dijo:

—¡Buenos días! ¿Dónde vais tan temprano?

Los chicos reconocieron de inmediato la voz. Se miraron unos a otros y
se dieron la vuelta rápidamente para dirigirse al recepcionista del camping.

—¡Buenos días! —respondió Julián, sorprendido—. Vamos a salir al
bosque. Queremos hacer una ruta de senderismo.



A pesar de haberlo conocido el día anterior, nuestros amigos no podían
dejar de mirar a aquel hombre. No se habían acostumbrado todavía a su
peculiar presencia. Seguía vestido con la misma ropa, observando con su
atenta pero extraña forma de mirar. De su mano derecha, colgaba una cesta
llena de setas.

—Pues, tened cuidado. El bosque está lleno de sorpresas —dijo el
anciano.

—¿Más sorpresas? —pensaba Pedro, mientras lo miraba atónito.

—Volved antes del anochecer. Y no os vayáis muy lejos —insistió el
hombrecillo a los chicos.

—Gracias —le respondió María.

Mientras el recepcionista se alejaba de ellos, los cuatro amigos cargaban
sus mochilas a la espalda, cerraron las cremalleras de las tiendas y se
dispusieron a iniciar su andadura.

Como ya habían sido descubiertos, decidieron salir por la puerta del
camping. No existía inconveniente, pues el recepcionista no había realizado
ninguna objeción. Se sentían tranquilos por haber avisado de su salida.

Caminando hacia el exterior del camping, al pasar por la casetilla de
recepción, Pedro, que no podía despegar su mirada de aquel anciano, dijo a sus
amigos en voz baja:

—¿Habéis visto?

—Sí —le respondió María, con disimulo.

—¡Se está comiendo las setas crudas! —exclamó Juan Antonio—. ¡Qué
asco!

No salían de su asombro al ver cómo el anciano se desayunaba las setas,
cogidas por el tronco, una tras otra sin cocinar, sentado sobre uno de los tres
escalones que conducían a la puerta de la recepción.

—¿Veis cómo tira los troncos? Sólo se come la parte de arriba tras
quietarle la tierra con las manos. En mi vida había visto cosa igual —susurraba
Julián a sus amigos.

Los chicos tomaron un sendero que los adentraba en el bosque. Como no
sabían muy bien qué buscar ni adónde dirigirse, decidieron caminar a través
del bosque, siguiendo el sendero, observando los alrededores. El paisaje era
precioso y conforme subían la ladera de la montaña, empezaron a ver el lago.

—¡Mirad! ¡Es el lago del Bosque Encantado! —gritó Julián.

—¡Es precioso! ¡Y qué grande! —añadió María.

—¡Cierto! ¡Yo no lo esperaba tan grande! —exclamó Pedro, algo
fatigado.

—Estoy un poco cansado —dijo Juan Antonio en voz alta.

—Yo también —le respondió Pedro.

—¿Por qué no descansamos un poco? —propuso María a sus amigos.

—Aún no —respondió Julián—. Debemos avanzar un poco más. Para
así poder divisar los alrededores desde más arriba.

—¿Para qué? No sabemos qué buscamos. Ni hacia dónde ir —comentó
Pedro, un poco agobiado.

—Si logramos subir a lo alto de esta montaña, podremos contemplar con
más precisión los alrededores. Eso nos ayudará a distinguir mejor cualquier
movimiento sospechoso. Y hacia dónde se dirige ese movimiento —explicó
razonadamente Julián a sus amigos, al mismo tiempo que ellos lo
contemplaban.

—Bueno. Sigamos un poco más, entonces —aceptó Pedro, comenzando
de nuevo a caminar.

Continuaron con lo establecido y, transcurridas tres horas de largo
camino, ya estaban casi en la cima de la montaña. Desde ese lugar, podían
divisar perfectamente el precioso lago y los alrededores, tal y como había
adelantado Julián. No obstante, el resto de los chicos dudaba de poder
localizar aquella cosa que vieron corretear la noche anterior.

—Julián, no puedo más. —dijo nuevamente Pedro—. Necesito parar un
poco.

—¡Valiente quejica! Hasta María aguanta más que tú —respondió
Julián, encorajado.

—Es que María se mantiene en forma. Es una deportista —volvió a
decir Pedro a su amigo.

—Venga, Julián. Paremos un rato —sugirió Juan Antonio, mirando a
éste.

—De acuerdo: pararemos, comeremos un poco, descansaremos un rato,
y, después, abandonaremos el sendero para introducirnos en el corazón del
bosque. Allí parece que hay una espesa arboleda. Es posible que encontremos
algo —sugirió Julián, convencido.

—Sí; pero eso será después —le respondió Pedro, sentándose a la
sombra de un árbol.

Mientras reponían fuerzas, Julián, sentado, no paraba de observar los
árboles. Juan Antonio, en cambio, se tumbó boca arriba y cerró los ojos.
Pedro, sacó un libro de bolsillo de su mochila y se puso a leer. En cambio,
María, miraba entre la maleza a ver si percibía algún movimiento extraño.

—¿Qué lees? —preguntó María a su amigo, con curiosidad—. Te veo
muy entretenido.

—Es un libro de los que traen crucigramas, sopas de letras, sudokus y
otros entretenimientos. Ya sabes… —le respondió Pedro.

—Suena bien. A ver… —le dijo María, aproximándose a éste—. ¿Has
resuelto ya este de aquí?

—Lo estoy intentando. Pero no me sale del todo —volvió a responder
Pedro.

María procedió a leer el problema:

¿Cuántos números de cuatro cifras se pueden formar con los dígitos 1,
2, 3 y 4? ¿Cuánto suman en total?

—Son dos problemas en uno. Primero, debemos averiguar todos los
números que podemos formar con esos cuatro dígitos. Después, sumarlos
todos —sugirió María, sentándose al lado de Pedro.

—La primera parte, sé hacerla —dijo Pedro—. Basta considerar los
cuatro dígitos y cambiarlos de lugar tantas veces como sea posible.

—¿Permutarlos?— añadió María.

—Eso es. Calcular el resultado de —expresó Pedro, acercando el lápiz
para escribir sobre su libro.

En el margen superior del libro, justo en la página que enunciaba tal
problema, Pedro escribió cuidadosamente:


—¡Correcto! —exclamó María—. El resultado de cuatro factorial es
igual a veinticuatro. E igual a la cantidad de números que podemos formar con
esos dígitos. Ahora sólo nos queda sumar los veinticuatro números.

—Esta es la parte del problema que no tengo tan clara —comentó Pedro
nuevamente a la joven.

Juan Antonio y Julián, al ver que sus dos amigos estaban tan
entretenidos, sintieron curiosidad por lo que estaban haciendo.

—¿Qué hacéis? —preguntó Juan Antonio a Pedro y a María.

—Estamos intentando resolver un problema que viene en este libro —le
respondió ella.

—¿Un problema? ¿De qué se trata? —preguntó también Julián,
acercándose a éstos.
Picados por la curiosidad, tanto Juan Antonio como Julián se acercaron a
ellos para leer el problema.

—Entonces… hay veinticuatro números que se pueden escribir con los
dígitos uno, dos, tres y cuatro. Y nos queda sumarlos todos. Pues, escribamos
los números, cojamos una calculadora y realicemos la suma —propuso Juan
Antonio a sus amigos.

—¿Traéis calculadora alguno de vosotros? —preguntó María.

—Yo no, pero… ¿habéis probado…? —murmuraba Julián, mientras
sacaba una pequeña libreta y un lápiz de su mochila.

—Bueno; no importa. Lo hacemos con el móvil —propuso María—.
Venga, Pedro; tú escribes los números en el libro. Cuando los tengas, me los
dices y los sumamos con mi móvil.

Juan Antonio y María comenzaron a tantear los distintos números que se
pueden formar con esas cuatro cifras. Mientras tanto, Pedro los anotaba en el
margen inferior de la misma página de su libro.

—Pues… es una suma más grande de lo que parecía. Ya casi no caben
—expresó Pedro en voz alta, a la vez que anotaba los números que decían
María y Juan Antonio—. Además, hemos repetido el tres mil doscientos
cuarenta y uno.

—Es verdad. Pedro tiene razón. Lo hemos escrito dos veces —dijo
María, señalando los números sobre el papel, con los dedos pulgar e índice de
su mano derecha.

—Creo que la solución es, exactamente, sesenta y seis mil seiscientos
sesenta —afirmó Julián en voz alta, rompiendo su silencio.

Juan Antonio, Pedro y María se miraron, perplejos, elevando sus
hombros y cejas al mismo tiempo.

—¿Ya lo has hecho? —preguntó María a Julián—. ¿Sin calculadora?

—No es tan difícil— aclaró Julián, con satisfacción.

—¿Cómo lo has resuelto, Julián? —le preguntó María.
—Mirad. Os lo explico —dijo Julián a sus amigos, sentándose junto a
ellos:

—A un número cualquiera de cuatro cifras lo he llamado . Es decir, he
sustituido sus dígitos por letras genéricas —dijo él, iniciando la solución en su
libreta.

—Sabemos que hay, exactamente, seis números que terminan en uno,
seis números que terminan en dos, seis números que terminan en tres y seis
números que terminan en cuatro. Y son, exactamente, los veinticuatro números
que podemos formar —explicaba Julián, bajo las atentas miradas de Pedro,
María y Juan Antonio.

—Ahora bien, podemos expresar este número genérico como suma de
sus unidades, decenas, centenas y unidades de mil. Es decir, podemos
escribirlo como sigue:

—Y, aprovechando que hay seis números de cada tipo, se puede
proceder a su suma fácilmente:

—Ya sólo nos quedaría realizar las operaciones —continuaba Julián
explicando a sus amigos.

—Pero… ¿cómo llegas a esta expresión? —preguntó María, la única que
seguía el razonamiento de Julián, señalando con su dedo índice derecho la
expresión matemática anterior.

—Piensa que hay que sumar los seis dígitos de las unidades, los seis
dígitos de las decenas, y, lo mismo, para las centenas y unidades de mil —
trataba de explicar Julián, con mayor claridad a María.

—Es cierto —respondía ella, rascándose la cabeza, pensando en las
aclaraciones hechas por el chico.

Finalmente, Julián realizó las operaciones finales paso a paso,
mostrándolas a sus amigos. En primer lugar, realizó los paréntesis:


En segundo lugar, aplicó la propiedad matemática llamada sacar factor
común:


Y, en tercer y último lugar, multiplicó, convenientemente, los tres
factores obtenidos en la expresión anterior:


—Que suman la cantidad de —dijo Julián a sus amigos, al tiempo que
éstos lo miraban perplejos.

—¿Por qué no lo comprobamos? Ya teníamos los veinticuatro números
escritos en mi libro —propuso Pedro.

—De acuerdo —dijo María—. Díctame los números uno a uno y lo
sumaremos con mi móvil.

Pedro dictó en voz alta los veinticuatro números que, anteriormente,
después de revisar en diversas ocasiones para evitar repeticiones, habían
deducido entre él, María y Juan Antonio.
—¡El resultado es correcto! ¡Genial! —exclamó María con entusiasmo,
enseñando la cantidad obtenida a sus amigos—. ¿Cómo se te ha ocurrido la
idea?

—Pueees… la verdad… es que se me ha ocurrido pensando primero el
mismo problema pero con tres cifras —respondió Julián a su amiga.

—¿Con los dígitos 1, 2 y 3? —preguntó nuevamente María a Julián.

—Sí; así tan solo se pueden formar seis números en total. Esto me ha
ayudado a dar con la solución del problema —volvía a responder el
muchacho.

—¡Increíble! ¡Lo ha resulto antes que nosotros y sin calculadora! Pues
podrías aplicarte un poco más en el instituto, Julián. Si te sale un problema de
estas características… —le sugirió Pedro.

—¡Vaya, Julián! —exclamó Juan Antonio—. Se te está pegando lo de
ser un empollón, ¿eh?

—¿Ya estamos con el cachondeo? —preguntó Julián, de manera
inocente.

Juan Antonio y Pedro se miraron y sonrieron.

—¡Arriba! ¡Nos queda mucho bosque que recorrer! —exclamó Julián,
evitando la comprometida conversación iniciada por su amigo Juan Antonio.

María, que seguía contemplando la solución escrita por el propio Julián
en su libreta, casi no daba crédito a las brillantes ideas utilizadas por su amigo:
llamar de manera genérica a cada número buscado por las letras a, b, c y d,
escribirlos con ayuda de la unidad seguida de ceros, la forma de sumarlos, etc.
Ideas que nunca a ella se le hubieran ocurrido. Al menos, eso pensaba en ese
momento.

—Venga, María. Tenemos que irnos —avisaba Julián a la chica, estando
ya él, Pedro y Juan Antonio listos para partir—. Si quieres, quédate con mi
libreta y en el próximo descanso repasas mi razonamiento con más detalle.
Aunque ya hemos comprobado que es correcto. Tú misma has sumado los
números.

—De acuerdo —le dijo María, levantándose.

Acto seguido, los chicos empezaron a adentrarse otra vez en el bosque
con la ilusión de encontrar alguna pista que les condujera hasta la criatura que
tanto les maravilló la noche anterior.


























































Capítulo 8


El grupo de amigos se adentró en el bosque, abandonando el sendero que
habían seguido hasta ese momento, en busca de la espesa arboleda que se
podía divisar desde el lugar en donde habían estado descansando.

Ya no disfrutaban de un camino tan fácil: tenían que pasar a través de
espesos y espinosos arbustos y andar sobre un terreno menos llano; repleto de
pequeñas piedras que dificultaban caminar por su superficie. Estaban
atravesando un denso y complicado bosque para introducirse, probablemente,
en otro todavía peor.

El esfuerzo que realizaba el grupo de amigos podía reflejarse
perfectamente en sus rostros. A pesar de ello, los valientes chicos, después de
un par de horas de campo a través, consiguieron llegar al objetivo marcado.

—Hemos llegado —dijo Julián, que había mostrado el camino en todo
momento.

—¡Menos mal! —exclamó Pedro, exhausto.

—A partir de ahora, caminaremos muy despacio y en completo silencio.
Debemos camuflarnos junto a los árboles. Igual que hicimos anoche —volvió
a decir Julián, mirando hacia atrás a sus amigos.

—Creo que no volveremos a ver más a esa cosa —dijo Juan Antonio.

—¿Quién sabe? —respondió Pedro.

—Algo me dice que el Bosque Encantado está repleto de estas extrañas
criaturas. Y que sólo se dejan ver de noche —interrumpió María en voz baja,
mientras todos se camuflaban, abrazándose al tronco de los árboles.

—Quizá tengas razón, María —susurró Julián, ya ocultado junto a un
árbol.

—¿Y qué vamos a hacer entonces? —preguntó Juan Antonio.

—Si es necesario, caminaremos por el bosque durante la noche.
Haremos el camino de regreso al camping campo a través —respondió Julián,
con firmeza.

—Me lo temía —añadió Pedro, con no demasiado entusiasmo.

Los chicos siguieron recorriendo, lenta y perfectamente camuflados,
aquel frondoso bosque. Lo cierto es que el bosque era propicio para
esconderse. Para ver, sin ser visto. Pero, ¿por qué no podrían ser ellos los
observados?

Al cabo de un largo rato, y ya oscureciendo, Julián y sus amigos seguían
observando, paso a paso, el movimiento de cualquier rama o arbusto;
prestando tanta atención, que, hasta ellos, podían escucharse su propia
respiración.

—Estoy cansado. No puedo más —dijo Pedro, exhausto, en voz muy
baja.
—La verdad es que podríamos regresar —comentó María, desalentada.

—Aún no —contestó Julián—. Estoy seguro de que aparecerá.

—Pero… ¡Julián! El bosque puede ser peligroso durante la noche. No lo
conocemos. Y entre estos árboles no entrará ni siquiera la luz de la luna. Aquí
no se va a ver nada cuando anochezca —intervino Juan Antonio, casi
susurrando.

—Creo que Juan Antonio tiene razón: deberíamos regresar —sugirió de
nuevo María.

De repente, unos metros por delante de ellos, un sonido les sorprendió.

—¿Habéis oído? —preguntó Julián.

Juan Antonio, María y Pedro guardaron completo silencio, dirigiendo
sus miradas al lugar del que procedía el incesante sonido. El ruido era similar
al crujido que las ramas secas hacen al partirse.

—Allí. En aquel arbusto —dijo Pedro, indicando con su mano derecha.

—¡Lo sabía! ¡Ahí lo tenemos! —exclamó Julián, en voz muy baja.

El crujido procedía de un arbusto de tamaño mediano que no paraba de
moverse. Era como si alguien o algo lo estuviera zarandeando sin cesar.

—Creo que es otra cosa. Un animal buscando comida, probablemente —
dijo Juan Antonio a su amigo Julián, al tiempo que todos observaban el
arbusto.

Tras unos segundos de constante y silenciosa observación:

—¿Habéis escuchado los gruñidos? Es un jabalí —dijo Julián, en un
volumen algo más elevado.

—¡Es cierto! ¿Le veis la cabeza? —preguntó Juan Antonio en esta
ocasión.

—Sí; se la veo —afirmó María.

Escarbando con su hocico por los alrededores de la raíz del arbusto, se
encontraba un precioso ejemplar de jabalí. Era un macho adulto, de profunda
mirada, emitiendo gruñidos penetrantes. Su piel era marrón oscura, con cierto
tono grisáceo. Y su potente mandíbula destacaba por sus dos afilados
colmillos, con los que se ayudaba para escarbar la tierra.

El desconfiado jabalí, que no se había percatado de la presencia de los
chicos hasta el momento, poco a poco fue saliendo de detrás del arbusto hasta
entrar, por completo, dentro del rango de visión de los cuatro amigos.

—¡Qué grande es! —exclamó Julián.

—¿Le veis los colmillos? —preguntó Pedro, con voz temblorosa.

En ese momento, sin poder evitarlo, Juan Antonio estornudó en dos
ocasiones. Casi al instante, el robusto jabalí alzó su hocico hacia arriba, gruñó
en dos ocasiones y, después de un segundo en tensión, corrió a gran velocidad
para introducirse nuevamente entre la maleza.

—¡Uffff! ¡Qué nervios! —exclamó María.

—Pensaba que correría hacia nosotros —comentó Pedro, sentándose
junto al árbol en el que había estado escondido, apoyando la espalda sobre él.

—¡Alucinante! —exclamó Juan Antonio, emocionado.

El grupo de amigos se tomó un breve descanso. Se sentaron, próximos al
matorral en el que había estado oculto el jabalí, y empezaron a comer.
Trataban de hacer algo de tiempo para que se hiciera de noche, para, después,
continuar buscando por el cerrado bosque.

—Coged fuerzas porque estaremos buscando buena parte de la noche —
dijo Julián a sus amigos.

—¿No crees que deberíamos ir volviendo al camping? —sugirió Pedro,
una vez más, con cara de tener pocas ganas de continuar allí.

—Estaremos un rato por este bosque. Si en una hora no hemos visto
nada, tomaremos el camino que antes llevábamos y empezaremos a andar
hacia el camping. Aunque algo me dice que volveremos a ver a esa extraña
criatura —propuso Julián al grupo, con su habitual seguridad.

Los chicos continuaron con el descanso. El día había sido tan intenso
que tenían sobrados temas de conversación. Y, mientras hablaban, justo
cuando más relajados y tranquilos estaban, algo se desplazó a gran velocidad
por la copa de los árboles. Los cuatro amigos, que apenas habían podido ver
nada, permanecieron en silencio, mirando hacia arriba.

—¡Ahí arriba! ¡Justo en ese árbol! —exclamó María, en voz baja.

—¿Pero lo has visto? —le preguntó Julián, susurrando.

—No —susurró también la chica—. Pero sé que está ahí.

De repente, y justo del sitio que María indicaba a sus amigos, a la
velocidad de un rayo, la pequeña criatura saltó del árbol en el que se
encontraba y corrió adentrándose en el bosque.

—¡Vamos, chicos! ¡Allí va! —exclamó Juan Antonio.

El grupo se incorporó con rapidez y empezó a correr siguiendo la pista
de la misteriosa criatura. Una vez más, no habían podido ver nada. No podían
ni, tan solo, distinguirla. Les era muy difícil correr, debido a la espesa
vegetación. Además, sus campos de visión estaban reducidos a la adaptación
que hacen las pupilas en la oscuridad. Se podría decir que, más bien, andaban
a ritmo alto a que corrían.

Después de unos minutos de intensa persecución, y, tremendamente
cansados, los cuatro jóvenes decidieron parar un poco y respirar.

—¿Por dónde habrá ido? —preguntó María.

—No lo sé. Pero, con su agilidad y rapidez, la persecución se hace
imposible —comentó Pedro.

—Tienes razón, Pedro. Hay que idear un plan —intervino Juan Antonio.

Tras unos segundos de calma, en absoluto silencio:

—¡Lo tengo! —exclamó María, decidida—. Deberíamos hacer una
pequeña casetilla en alto; sobre un árbol. Desde ella podríamos vigilar el
bosque desde arriba sin cansarnos tanto. Es posible que así podamos observar
a esa veloz criatura. Corriendo, nos resultará imposible.

—¿Y si nos quedamos dormidos sobre el árbol? —preguntó Juan
Antonio.

—Haremos guardias. Somos cuatro —respondió Julián, de inmediato—:
dos vigilaremos, mientras los otros dos descansan. Después, lo haremos al
contrario. De esta forma, siempre habrá cuatro ojos observando.

—¡Buena idea! —exclamó Pedro con alegría, ya que evitaba andar por
el bosque en mitad de la noche— ¿Qué árbol elegimos?

—Hay que encontrar un árbol alto y con los apoyos suficientes para
poder trepar sobre él —respondió Julián, con decisión.

—Creo que aquel árbol es ideal —comentó María, a la vez que lo
contemplaba.

—¿Cuál? —preguntó Julián a su amiga.

—Ese de allí: es alto y con ramas firmes y bien situadas para su
escalada. Además, tiene una copa muy ancha que nos proporcionará una buena
base para montar la casetilla —explicó detalladamente María, acompañando
con sus manos cada uno de los comentarios.

—Es perfecto —dijo Juan Antonio.

—Pues venga. Manos a la obra —animó Pedro a sus compañeros—.
Tenemos que buscar algunas maderas o troncos fuertes, además de otras ramas
más pequeñas para elaborar el camuflaje.

—De acuerdo —sugirió María, disponiéndose a buscar por los
alrededores—, coloquemos todo el material necesario en la base del árbol.
Todos ellos buscaron, por las proximidades, la materia prima necesaria
para la fabricación de la casetilla. En unos minutos, tenían la base del árbol
repleta de troncos rígidos, ramas finas y gordas, pequeños arbustos para el
camuflaje, algunas tablas, etc.

Julián se subió hasta el lugar elegido por María para la colocación de la
cabaña. Era lo suficientemente ancho y resistente para soportar el peso de
todos. Estaba formado por un par de ramas gordas, con múltiples y fuertes
ramificaciones; los cimientos perfectos para dicha construcción. El grupo
formó una cadena humana, a lo largo del tronco del árbol, para poder trasladar
el material desde el suelo hasta dónde se había subido Julián. Un par de ramas
más abajo, se situó Juan Antonio. Y después de él, pero lo bastante cerca para
alcanzar los objetos que le proporcionaba María desde el suelo, se colocó
Pedro. En cuestión de media hora, como las hormigas suben las cáscaras de
pipa a lo alto de una pared, los jóvenes formaron una pequeña y confortable
casetilla; ideal, tanto para esconderse, como para amortiguar el relente de la
noche. Las paredes y el techo no eran del todo resistentes, pero sí lo bastante
como para cumplir el cometido de los chicos.

—¡Ya está! Sube con cuidado, María —gritaron sus amigos desde arriba.

—¡Voy para allá! —gritó María, desde el suelo, antes de trepar por el
árbol con agilidad felina.

—¡Es perfecta! ¡Ha quedado genial! —exclamó María, una vez arriba,
con tremenda satisfacción.

Sentados en la casetilla, con sus piernas cruzadas y en completo silencio,
los cuatro muchachos contemplaron el anochecer sobre aquel robusto árbol.
Desde él podían disfrutar del precioso cielo estrellado y de los alrededores del
bosque. La improvisada atalaya, les ayudó a contemplar las copas de los
árboles; iluminadas, únicamente, por la tenue y blanca luz de las estrellas.





































































Capítulo 9


Bien entrada la noche, los muchachos, subidos y acurrucados en aquella
casetilla, empezaban a encontrarse agotados por el intenso día; tanto, que el
peso de sus párpados superaba las ganas de sorprender a la misteriosa criatura.

—Tenemos que acordar los turnos de vigilancia. Yo estoy que me caigo
—comentó Julián a sus amigos.

—Estoy de acuerdo —le respondió Juan Antonio, bostezando.

Pedro ya estaba completamente dormido. Una vez que sus amigos lo
vieron, echado sobre su hombro derecho, con los ojos completamente cerrados
y una rama haciendo de almohada, se miraron entre ellos comprendiendo
quién no formaría parte del primer turno de vigilancia.

—Desde luego, no es una buena idea que Pedro se quede vigilando en
primer lugar —dijo María, sonriendo a sus amigos.

—Yo preferiría descansar ahora un poco. Me estoy quedando dormido
también—sugirió Julián—. ¿Qué opinas, Juan Antonio?

—Estoy de acuerdo. Yo también tengo sueño, pero me veo en
condiciones de aguantar despierto un rato más —respondió Juan Antonio.

—¿Y tú, María? ¿Cómo lo ves? —volvió a preguntar Julián.

—Lo veo bien. Por mí no hay problema —respondió ella.

Acto seguido, los chicos fijaron sus posiciones tal y como habían
acordado. Julián y Pedro descansaron un poco, mientras Juan Antonio y María
hacían el primer turno de vigilancia.

Desde donde vigilaba el grupo de amigos, podía contemplarse
perfectamente el sector circular característico al cuarto de luna creciente. Era
una noche oscura; alentada, siquiera, por la tenue y brillante luz del infinito
manto de estrellas.

—Es precioso, ¿verdad? —preguntó María a Juan Antonio, al mismo
tiempo que contemplaba el cielo.

—Sí; impresionante, diría yo —respondió Juan Antonio a ésta.

Ambos volvieron a disfrutar durante unos segundos de la majestuosidad
de la noche en el bosque.

—¿Crees que volveremos a ver a esa cosa correteando por el bosque? —
rompió el silencio ahora él.

—Estoy segura de que sí. Y de que este bosque está lleno de esas
criaturas —respondió María, completamente convencida.

—¿Y cómo sabes tú eso? —volvió a preguntarle Juan Antonio.

—Porque lo presiento. Es como si este bosque tuviera algo especial —
volvió ella a responder.

Al cabo de un rato, cuando ellos dos empezaron a notar que se quedaban
dormidos, llamaron a Pedro y a Julián para hacer el relevo.

—¡Julián! ¡Pedro! ¡Os toca! —llamó Juan Antonio a éstos,
zarandeándolos por los pies.

—¿Qué ocurre? —respondió Pedro, adormilado.

—¿Cómo que qué ocurre? Que os toca hacer la guardia —le respondió
Juan Antonio, mal humorado—. Nosotros ya no podemos más.

—¡Vamos, Pedro! ¡Arriba! Llevamos durmiendo cuatro horas. Ellos han
estado despiertos todo este tiempo haciendo guardia. Ahora es nuestro turno
—le explicaba Julián, mientras lo incorporaba.

—¡Nooooo! ¡Teeeeeengo sueeeeeeeño! —exclamaba Pedro, bostezando.

—¡Venga, hombre! Lávate la cara con un poco de agua de la
cantimplora. Te despertará. Pero no gastes demasiada. Empapa un paño a
modo de manopla —decía Julián, procurando que su amigo no se volviera a
dormir.

—Así, ¿ves?; tal y como estoy haciéndolo yo —volvió a insistir Julián a
su amigo Pedro, frotándose la cara con un paño húmedo.

Una vez despiertos, mientras observaban el precioso bosque desde el
puesto de vigilancia, Julián y Pedro comentaban lo emocionante y dura que
estaba siendo la aventura. Pedro, algo menos aventurero y más temeroso que
sus amigos, en el fondo, a pesar de estar disfrutando, tenía ganas de volver
hasta el campamento. Pues no le gustaba del todo estar en medio de aquel
bosque en mitad de la noche.

—¿Crees que nos habrán echado de menos en el camping? —preguntó
Pedro a Julián.

—Es posible. No lo sé —respondió Julián, sin darle demasiada
importancia a la pregunta.

—¿Crees que nos ocurrirá algo? —preguntó nuevamente Pedro, con
algo de miedo.

—Pero, ¿qué va a sucedernos? —le respondía Julián, sin querer alargar
la conversación.

—Cualquier cosa. Estamos solos en mitad de un bosque y en plena
noche —dijo de nuevo Pedro a Julián.

—No seas pesado, Pedro. No pienses en eso. Piensa en que vamos a ver
a esa cosa, en que vamos a averiguar qué es y, en que, mañana por la mañana,
iremos de vuelta al camping —respondió Julián, con enorme seguridad.

—Bueno. Si tú lo dices… —se conformaba Pedro por el momento.

Instantes después, cuando más tranquilos estaban, ambos escuchan el
crujir de unas ramas.

—¿Has oído eso? —preguntó Pedro, muerto de miedo, agarrando a su
amigo.

—Pero... ¡suéltame! —pidió Julián a Pedro.

Julián y Pedro, sentados en sus puestos, no apartaban la vista de los
alrededores. Pedro, a quien le gustaba cada vez menos la situación, se
abrazaba fuertemente a sus piernas, intentando protegerse a sí mismo.

Una vez más, Pedro agarró bruscamente a su amigo Julián.

—¿Qué es eso de ahí atrás, Julián? —preguntó Pedro, muerto de miedo.

—¿El qué? ¡Al final me vas a caer del árbol! —exclamó Julián,
agarrándose a uno de los troncos.

—¡Eso de ahí atrás! ¡Ahora está brillando! —gritó Pedro, al tiempo que
se ponía de pie.

—¡Ten cuidado! ¡Nos vas a caer a todos! —decía Julián a éste.

María y Juan Antonio, debido al tremendo ruido y zarandeo, se
despertaron, de manera repentina.

—¿Qué sucede? —preguntó Juan Antonio, sobresaltado.

—Pedro, que dice que ha visto no sé qué y está muerto de miedo —
intentaba explicarse Julián.

—¡Qué nos vamos a caer! ¡Cálmate, Pedro! ¡Por favor! —gritaba María.

Juan Antonio, María y Julián intentaron agarrar entre todos a Pedro para
evitar que éste los cayera al suelo. Mientras tanto, Pedro, muy asustado, no
paraba de mirar hacia atrás, intentando prevenir a sus amigos. Pero el
nerviosismo fue aún a más cuando María pudo ver aquello que estaba
aterrorizando a Pedro.

—¡Son como dos luces amarillas brillando! —gritó María, muy
asustada, agarrándose con fuerza a sus amigos.

—¡Yo no veo nada! —gritó Julián.

—¡Yo tampoco! —gritó también Juan Antonio.

Julián y Juan Antonio estaban completamente cubiertos por sus amigos,
pues ellos eran los únicos que estaban agarrándose a las ramas del árbol para
evitar caer desplomados al suelo. Además, el pánico que sentían María y
Pedro, se les estaba contagiando. Pero la situación empeoró, todavía más,
cuando algo enorme se colocó encima de la casetilla. El miedo que sentían,
tanto María como Pedro, era tan grande que hasta habían olvidado dónde se
encontraban. Sólo pensaban en agarrar a sus amigos y en salir de ahí.

—¡Pero qué es eso! —gritó Julián, casi sin poder sostenerse del árbol.

—¡No lo sé, Julián! ¡Parece un pájaro enorme! —gritaba, muy asustado,
también Juan Antonio—. ¡Sólo sé que no puedo más! ¡Me caigo!

Juan Antonio y Julián se quedaron sin fuerzas. No podían soportar el
peso de Pedro y María gritándoles y empujándoles como queriendo escapar.
Además, aquel enorme pájaro se situó justo encima de ellos. Todo el alboroto
provocó que la casetilla se desmoronara y que el grupo de amigos cayera, en
caída libre, hasta el suelo.

Los cuatro jóvenes perdieron el conocimiento. Julián, fue el primero en
despertar. Abrió los ojos y observó con cautela lo que había a su alrededor: no
estaba en el bosque, al lado del tronco de aquel árbol. Tendido boca arriba, no
veía la casetilla que ellos habían construido. Se dio cuenta de que se
encontraba en otro lugar. Acto seguido, se incorporó con algo de dificultad,
apoyando su espalda sobre la pared que tenía más próxima. Podía ver a sus
amigos durmiendo sobre aquel suelo de tierra. Era un lugar extraño, con poca
luz, de paredes y suelo de tierra; como una especie de cueva.

—¿Qué demonios es este lugar? ¿Dónde estamos? —pensaba Julián,
hacia sus adentros.

Tras unos minutos de observación, aturdido, como despertándose de una
profunda pesadilla, decidió llamar a sus amigos.

—¡Juan Antonio! ¡Despierta! ¿Estás bien? —le preguntaba,
zamarreándole por los hombros.

—Ahhhh! ¿Qué ha pasado? —preguntó Juan Antonio, mientras se
incorporaba.

—¿Te encuentras bien? —volvió a preguntarle Julián.

—¿Dónde estamos? ¿Qué es este lugar? —preguntaba María,
recuperando el conocimiento.

María no daba crédito a lo que veía a su alrededor. No obstante, lo
primero que hizo, al ver a Pedro tendido sobre el suelo, fue colocarse a su
lado, de rodillas, y despertarlo.

—¡Pedro! ¡Despierta! —exclamaba María, golpeándole los cachetes
repetidas veces, con las palmas de sus manos.

—¿Cómo te encuentras? ¿Te duele algo? —le preguntó ella, con
preocupación.

—No; estoy bien. ¿Y ese enorme pájaro? ¿Se ha ido? —preguntó Pedro,
totalmente aturdido—. Pero… ¿dónde demonios estamos?

Julián se levantó con la ayuda de María. Se encontraba ligeramente
mareado. Pero, al fin y al cabo, se encontraba bien. Tanto María como él, se
acercaron adonde estaban sentados Julián y Juan Antonio.

—¿Dónde estamos? ¿Dónde está el árbol con la casetilla? ¿Y ese
enorme pájaro? —preguntó Pedro.

—Era un búho —respondió Julián, sin saber qué más decirle a su amigo.

—¿Un búho? ¡Pues vaya búho! —exclamó Julián, impresionado.

—¿Estaremos teniendo una pesadilla? —preguntó Juan Antonio,
mirando a los demás.

—No. Definitivamente, no es una pesadilla. Estamos bajo tierra —
respondió muy convencida María.

—¿Bajo tierra? ¿Muertos? —preguntó Pedro, muerto de miedo.

—Por favor, Pedro. Mantén la calma —se dirigió Julián a él, intentando
tranquilizarle—. Sentémonos todos y escuchemos a María.

Pedro y María, que aún estaban de pie, se sentaron junto a sus amigos. Y
María, con su habitual sentido común, les explicaba con entusiasmo:

—¿Veis las paredes y los techos? A través de ellas se pueden observar
diminutas raíces. Esto nos indica que este lugar no se encuentra a gran
profundidad. Aunque, perfectamente, podríamos estar a cien metros bajo
tierra.

—¿Cien metros? —interrumpía Pedro a la chica.

—Sí. Pienso que sí —respondía ella, con seguridad—. Observa que no
hay raíces gruesas. Sólo se pueden observar las diminutas raíces que utilizan
las plantas para buscar el agua a través de la corteza terrestre. Esto nos
garantiza que estamos a una profundidad considerable. Pero, a su vez, también
nos garantiza que no estamos a más de trescientos metros de profundidad.

Las precisas palabras de María dejaron a sus compañeros con la boca
abierta. A pesar, incluso, de estar acostumbrados a escucharla hablar.

—¿Y cómo es posible que tengamos luz? Si estuviésemos a esa
profundidad, deberíamos estar a oscuras. Y algo podemos ver —dijo Julián a
sus amigos.
—Esta especie de cueva está iluminada de manera artificial —respondió
María, una vez más, con atractiva naturalidad.

—¿De manera artificial? —preguntó Pedro, completamente sorprendido
—. Pero, ¿cómo?

—Por los habitantes de este lugar —respondió María.

—¿Qué habitantes? —preguntó esta vez Juan Antonio, intrigado.

—Los habitantes del Bosque Encantado —respondió María, mirándolos
fijamente.

—¡Venga ya! ¡No digas tonterías! —exclamó Juan Antonio, con su
característico desagrado.

—¿Tonterías? —se dirigió Pedro a Juan Antonio, queriéndole hacer
entrar en razón—. ¿Y esa criatura correteando por el bosque? Tú lo viste, igual
que yo; igual que todos.

—Pedro tiene razón —intervino nuevamente María en la conversación
—. Este bosque está lleno de esas criaturas. Yo ya os lo decía.

—Juan Antonio, María está en lo cierto —intentaba Julián hacer entrar
en razón a su amigo—. Todos vimos a esa cosa corretear por el bosque. Y tú
sabes, al igual que todos, que no hay animal que se mueva con tanta velocidad.
Además, observa esta cueva. Es una cueva bajo tierra, con luz tenue, y está
comunicada. ¿Mira a tu alrededor? Hay cuatro túneles que llegan hasta aquí.
Estamos en un ensanche por el que se cruzan estos túneles. No hay duda de
que estamos hablando de una construcción subterránea.

Juan Antonio, tras escuchar las palabras de Julián, y observar las caras
de sus amigos, empezó a pensar que era él quien se equivocaba. En realidad,
parecía como si no quisiera aceptar lo que estaba viviendo. Como si deseara
estar en un sueño, como si quisiera estar inmerso en una horrible pesadilla.
Pero estaba despierto, junto a sus amigos, en una especie de pasadizo
subterráneo, del que no tenía ni idea de cómo había llegado. Y lo que era aún
peor, ni idea de cómo salir.













Capítulo 10


Los chicos tardaron un rato en calmarse, reconocer el lugar y percatarse
de que estaban sanos y salvos. El periodo de tiempo que estuvieron hablando
sin cesar, media hora, aproximadamente, les sirvió para recuperar sus
respectivos estados de ánimo. Y, por su puesto, también para recuperarse del
nuevo susto. Después de unos segundos en silencio, contemplando aquel
inhóspito pero, a la vez, sorprendente lugar, volvieron a mirarse sin saber muy
bien qué hacer.

—Estoy hambriento —dijo Juan Antonio a sus amigos.

—Yo también —añadió Pedro.

—¿Tú también tienes hambre, María? —preguntó Julián.

—La verdad es que sí; tanta como si hubiera terminado uno de mis
partidos de voleibol —respondió ella.

—Pues entonces, vamos a reponer fuerzas. Comeremos algo y, después,
inspeccionaremos la zona —dijo Julián a sus amigos, con su habitual decisión.

—De acuerdo —respondieron María, Julián y Juan Antonio,
prácticamente al unísono, echando mano a sus mochilas.

El grupo de amigos disfrutó de los bocatas que habían preparado en el
campamento antes de partir. Mientras tanto, no paraban de planear la ruta que
iban a seguir en cuanto saciasen su apetito.

—Vamos a recorrer, en primer lugar, ese pasadizo de allí. Iremos, poco a
poco, avanzando por él haciendo distintas marcas en el camino —aclaraba
Julián al resto de los chicos, señalando el túnel con su mano izquierda.

—¿Qué marcas? —preguntó Juan Antonio.

—Buena pregunta —respondió Julián de inmediato—. Creo que lo más
acertado es hacer marcas por las paredes. Iremos clavando palos, piedras o
cualquier otro objeto punzante que nos vayamos encontrando. Lo más
importante es dejar continuamente nuestro rastro para saber por dónde hemos
pasado. Piensa que esto va a ser como recorrer una madriguera de conejos.

—¿Nos separaremos, o iremos en grupo de cuatro? —interrumpió
María.

—Creo que lo mejor sería ir todos juntos. Podríamos perdernos —
intervino rápidamente Pedro, al que no le había gustado ni un pelo la idea de
disgregar al grupo.

—Opino igual que Pedro. Esta madriguera parece bastante grande y
todos juntos nos sentiremos más seguros —añadió Julián, mirando a sus
amigos.

—Bueno. ¡Vamos a ello, entonces! —animó Juan Antonio al grupo,
mientras se levantaba—. Tengo ganas de conocer a los conejos que abundan
por aquí.

Una vez en marcha, y llenando el camino de señales, tal y como habían
indicado los chicos anteriormente, se adentraron en uno de los túneles de
aquella enorme madriguera. Estos pasadizos no disfrutaban de una gran
superficie; la suficiente para poder caminar. Los muchachos no tenían que
inclinarse para atravesarlos a pie, aunque, alzando sus manos, casi llegaban a
tocar la parte superior de éstos. Y, a pesar de la forma cilíndrica de los
mismos, tenían la base suficiente como para andar a través de ellos con
relativa comodidad.

El grupo de amigos caminó, lentamente, por el interior de múltiples
pasajes subterráneos. Lo hacían con enorme cuidado: observando siempre los
alrededores a cada paso que daban, y, colocados, uno tras otro.

—¡Es como caminar por una madriguera! —exclamó Julián, que iba en
primer lugar.

—Es verdad —respondía Juan Antonio, situado el último.

—Además, es como un enorme laberinto. A cada pasadizo llegan
múltiples pasadizos —observó Pedro después.

—Estoy contigo, Pedro. Pero estoy seguro de que, cuando nos hagamos
con la zona, sabremos adónde dirigirnos —respondió Julián.

No dejaban de examinar, conforme avanzaban, todo lo que les rodeaba
con meticulosa atención: las débiles raíces que colgaban del techo de los
túneles, la precisión en la excavación de los mismos, la firmeza de éstos; el
ambiente fresco y húmedo que se respiraba; y, sin duda alguna, lo que más
atraía la atención de los muchachos: las pequeñas antorchas que se
encontraban de cuando en cuando, situadas en la parte alta de las paredes de
los túneles, próximas al techo, e inclinadas hacia el interior de los mismos.

Una vez más, Julián y sus amigos recorrieron un largo camino. Habían
perdido la noción del tiempo. De no ser por sus relojes y por sus teléfonos
móviles, no sabrían si caminaban de día o de noche. Ni, tan siquiera, en qué
día lo hacían. Tan solo los guiaba el hambre y el cansancio.

—No puedo más —dijo Pedro, exhausto, en voz alta.

—Llevamos un rato dando vueltas por los túneles sin saber adónde ir —
añadió María.

—¿Por qué no volvemos al sitio de partida? La salida de este lugar se
encontrará probablemente cerca de allí —propuso Juan Antonio al grupo.

—Creo que será lo mejor —intervino también Julián.

—Pues, venga. Y en cuanto lleguemos, descansaremos un poco —
propuso Pedro.

Empezaron a caminar hacia atrás, siguiendo las pistas que habían situado
sobre las paredes y el suelo. Pero, tras recorrer unos metros, las pistas
empezaron a desaparecer.

—¿Y los palos clavados en las paredes? ¿Y las piedras en el suelo? —
preguntaba Julián, que seguía dirigiendo al grupo.

—¡Han desaparecido! —exclamó Juan Antonio, con enorme
preocupación.

—Ahora sí que estamos perdidos —dijo María, echándose las manos a
la cabeza.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Pedro, asustado.

—Buscaremos un sitio para comer y descansar —intervino Julián—.
Cuando hayamos recuperado las fuerzas, buscaremos la salida de este
laberinto.

—Yo voy a llamar por teléfono para que me saquen de aquí —dijo Juan
Antonio, alarmado, sacando su móvil del bolsillo.

—No es tan fácil como eso, Juan Antonio. No tenemos cobertura desde
que despertamos en esta madriguera. Yo ya lo intenté.

—¡Y yo también! —exclamó Pedro, angustiado.

El grupo de amigos estaba completamente desorientado, desesperado y
deseoso por encontrar alguna pista que les condujera hacia el exterior de esa
enorme construcción subterránea. No sabían cómo habían llegado hasta allí, y,
mucho menos, cómo podían salir. Comenzaron de nuevo a caminar buscando
uno de los ensanches que tenía la madriguera (como en el que ellos
despertaron). En estos ensanches solían desembocar varios túneles. Y esta
anchura los hacía más confortables para detenerse a descansar. Bastaba con
apartarse del cruce de caminos.

—¡Mirad! ¡Allí podremos recuperarnos un poco! —exclamó Julián, al
ver uno de estos ensanches.

—¡Oh! ¡Dios! ¿Pero qué es esto? —gritó Pedro, mirando hacia su
izquierda.

A través de la pared de tierra estaban saliendo dos pinzas negras; una al
lado de la otra, atravesando la superficie a modo de excavadora. Pedro, al
detenerse, separó al grupo en dos: Julián y María, que estaban caminando en
primer lugar; y, Juan Antonio y él, que se encontraban situados por detrás.
María y Julián miraron hacia atrás al oír la voz aterrorizada de Pedro: se
encontraba petrificado por el miedo. Al mismo tiempo, justo detrás de él,
Juan Antonio no daba crédito a lo que estaba saliendo por aquella pared.

—¡Apartaos de ahí! ¡Corred hacia nosotros! —exclamó María, mientras
Pedro permanecía inmóvil, como una estatua, sin saber qué hacer salvo
observar lo que estaba saliendo de la pared.

Por fin, Juan Antonio reaccionó y cogió a su amigo por los hombros
impulsándolo hacia delante. Pedro, al sentir el empujón, se atrevió a pasar: lo
hizo completamente pegado a la otra pared del túnel, por delante de las
brillantes pinzas negras, que, cada vez con mayor claridad, salían de la pared
de enfrente. Una vez todos los amigos juntos, abrazados por el pánico,
contemplaban cómo, a través de la abertura que aquellas pinzas habían
perforado, unas hormigas negras invadían el túnel dirigiéndose hacia ellos.

—¡Son hormigas! —exclamó Juan Antonio, muerto de miedo.

—¡Y son enormes! —gritaba María, abrazando a sus amigos.

Las hormigas se aproximaban cada vez más a los muchachos, en tanto
éstos retrocedían sin dejar de mirar. Tras ellos se encontraba una abertura a la
que desembocaban tres túneles. Eso les tranquilizaba un poco. Sin embargo, la
fila de hormigas negras no paraba de crecer.

—¿Qué hacemos? —preguntó Pedro, con las lágrimas saltadas.

—Correremos hacia ese túnel —dijo Julián.

—No; por aquél —sugirió Juan Antonio, señalando con su mano
derecha.

—¡Qué más da! ¡Por cualquiera! —gritó María, aterrorizada.

De repente, por los tres túneles, empezaron a salir como rayos unos
hombrecitos de curioso aspecto con una especie de mochila a sus espaldas.

—Creo que son las criaturas que corrían por el bosque —dijo Julián,
asombrado, sin recibir respuesta de sus amigos, quienes, como si estuvieran
viendo una película de intriga en el cine, contemplaban, con la boca abierta, lo
que estaba ocurriendo.

Los hombrecillos se dirigieron hacia las hormigas y se pusieron frente a
ellas. Sacaron de las mochilas paja y montones de papeles que colocaron
frente a los insectos. Uno de estos individuos cogió, dando un brinco, la
antorcha más próxima y prendió fuego a la paja y a los papeles. Poco a poco,
las hormigas empezaron a retroceder. Los mismos hombrecillos, empujándolas
por detrás, las condujeron hacia la misma abertura que ellas habían construido
en la pared.

—¡Alucinante! —exclamó Juan Antonio.

—En mi vida había visto nada igual —añadió María, sin salir de su
asombro.

Una vez las hormigas habían salido por donde habían entrado, parte del
grupo de hombrecillos se introdujo por la misma abertura, acompañándolas. El
resto tapó en cuestión de un par de minutos el agujero: eran tan rápidos que
casi no se les veía mover los brazos. El fuego, que menguaba con el transcurrir
de los minutos, terminó apagándose; el mismo hombrecito que lo encendió, lo
terminó de apagar con sus pies. Después, se despidió del resto de compañeros,
saludando con su mano izquierda. Acto seguido, éstos pasaron por delante de
él y de los cuatro jóvenes, introduciéndose por los túneles que se encontraban
a su alrededor.

Los chicos seguían abrazados sin saber qué decir. Contemplaban a ese
pequeño hombre. Era de aspecto muy similar al recepcionista del camping:
bastante más bajo incluso que éste, y también más joven; pero con el mismo
ropaje: su ropa parecía fabricada de hojas de árbol, con todas las prendas en
tonos marrones. Tan solo una cosa lo diferenciaba del recepcionista: llevaba
un extraño gorro, de color marrón y blanco, que parecía fabricado con piel de
animal; el cuál, le colgaba por la parte de atrás, como si fuese una
prolongación de su propio pelo.

El extraño individuo tampoco dejaba de mirar a los chicos, abrazados
mutuamente. No decía nada; permanecía callado. Y transcurridos unos
segundos de constante observación, el silencio se rompió:

—No tengáis miedo —dijo el peculiar hombre.

Tanto él como los hombrecillos que lo acompañaron eran bajitos, pero
de aspecto robusto y fuerte. Todos vestían de igual forma. Hasta andaban
igual: de lado a lado con sus piernas encorvadas por las rodillas. Y todos
disfrutaban de una agilidad y velocidad jamás contemplada en el reino animal.

—¿Qué sois? —se atrevió a preguntar finalmente María— ¿Gnomos?

—No; somos erkros —respondió el extraño hombre.

—¡Habla nuestro idioma! —susurró María a sus amigos, sorprendida.

—Sí; todos los erkros hablamos vuestro idioma —volvió a responder
éste.

—Se ha enterado —susurró nuevamente María.

—Me he enterado perfectamente. Los erkros tenemos un olfato y un
oído muy finos; todavía más que los felinos —volvió a responder.

—¿Cómo los gnomos? —preguntó Julián en esta ocasión.

—Exacto. Pero no soy un gnomo, soy un erkro —insistió él.

Julián, Pedro y Juan Antonio estaban tan impactados que no articulaban
palabra. No sabían qué decir, qué preguntar. Sólo prestaban atención a la
conversación mantenida entre María y el erkro.

—Bueno, ¿y cómo os llamáis? —tomó la iniciativa nuevamente el erkro.

—Yo me llamo Abel —se presentó el erkro, al ver que los chicos no
reaccionaban.
—Yo, María.

—¿Y tus amigos? —volvió a preguntar el erkro.

—Yo me llamo Julián —respondió por fin éste.

—Y yo, Juan Antonio —dijo él, justo después.

—¿Y el otro chico? —preguntaba Abel por Pedro, quien no podía hablar
del asombro.

—Se llama Pedro —respondió María por él.

—¿Por qué no habla? —preguntó Abel.

—Está asustado —dijo nuevamente la chica.

—¿Asustado? —preguntó Abel—. No tiene porqué. Los erkros no van a
hacerle daño. Y a vosotros, tampoco. De hecho, habéis entrado en nuestra
propiedad, paseado por ella, y no os ha ocurrido nada.

—Bueno; tanto como nada… —intervino Julián en la conversación.

—¿Lo dices por las hormigas? —preguntó Abel.

—Sí —respondió Julián.

—Las hormigas no querían haceros daño; ni a nosotros. ¡Y menos mal!
—exclamó Abel, riéndose—. Si las hormigas quisieran hacernos daño, sería
un rival muy difícil de derrotar. Es un ejército muy numeroso y
tremendamente fuerte.

El grupo de amigos seguía sin dar crédito a lo que estaban viviendo.
Conforme transcurría la conversación con el erkro, los jóvenes fueron
perdiendo el miedo; incluso dejaron de abrazarse unos a otros.

—¿Y qué son los erkros? —preguntó Juan Antonio, tomando confianza.

—Los erkros somos criaturas del bosque —respondió Abel.

—¿Cómo los gnomos? —intervino de nuevo María, con enorme
curiosidad.

—Sí, como los gnomos. Salvo que los erkros somos criaturas
subterráneas del bosque. Salimos al exterior sólo por la noche —explicó Abel.

—¿Y tú conoces a algún gnomo? —preguntó en este caso Juan Antonio.

—Claro que sí; a muchos —respondió Abel, sonriendo.

—¿Nos presentarás a alguno? —entró por fin Pedro en la conversación
—. A mí me gustaría ver a algún gnomo.
—Pues no sé si tendré la oportunidad. Los gnomos viven lejos de aquí.
Ellos frecuentan las zonas más frías del planeta tierra. Y estamos en contacto
mediante los erkros viajeros —explicó Abel.

—¿Los erkros viajeros? —preguntó Pedro, sorprendido.

—Sí; los erkros viajeros. Son erkros que se dedican a viajar y a explorar
nuestros alrededores. Y en ocasiones, entran en contacto con otras especies
como los gnomos —volvió a explicar Abel.

—¿Y con qué otras especies? —preguntó esta vez Juan Antonio.

—Pues con trolls. ¿A qué sí, Abel? —conversaba Pedro con Abel, ya
totalmente calmado.

—Pues sí; con sus enemigos los trolls —dijo nuevamente Abel.

—Entonces, ¿eran erkros las criaturas que vimos corretear por los
alrededores del camping? —preguntó ahora Julián.

—En efecto. Concretamente, era yo —respondió Abel.

—¿Tú? —se sorprendió Julián.

—Sí. Yo era el que os observaba en el bosque. Es más, os estaba
siguiendo.

—¡Siguiéndonos! —exclamó María.

—Sí; os seguía —volvió a repetir Abel.

—¿Para qué? —preguntaron los cuatro amigos a la vez.

—Es una larga historia. Además, basta de tantas preguntas —respondió
Abel, tomando una vez más la iniciativa en la conversación—. Ya os contaré.
Ahora, os voy a llevar a un sitio en el que podréis comer y dormir todo el
tiempo que deseéis. Al fin y al cabo, sois nuestros invitados.

El erkro empezó a caminar, invitando a los chicos a ir detrás de él. Los
cuatro amigos se miraron sin saber muy bien qué decir. Pero, al fin, después de
unos segundos intercambiando miradas dubitativas, y, como no sabían
tampoco qué hacer, decidieron confiar en aquel extraño ser.


























































Capítulo 11


—Por favor, Abel. ¿No podríamos ir más despacio? —preguntó Julián,
casi sin respiración—. Estamos muy cansados.

Abel, el erkro, conducía a los chicos a través de la madriguera. Era
difícil seguir el ritmo que marcaba. Cuando se lo permitía la respiración,
alguno de los muchachos intentaba conversar con él. Más que nada, le hacían
preguntas con el fin de saciar su curiosidad.

—Perdonad. No estoy acostumbrado a caminar tan lento. Ya estamos
llegando —respondió Abel.

—¿Cómo es posible que no te pierdas en esta conejera? —preguntó Juan
Antonio al erkro.

—Pues porque me conozco los caminos —respondió Abel, de la manera
más natural.

—Eso lo suponía. Pero la cuestión es: ¿cómo reconoces un camino? En
apariencia son todos iguales —preguntó Juan Antonio de nuevo.

—Tú mismo lo has dicho. Los caminos son iguales sólo en apariencia —
intentaba el erkro aclarar al joven—. Cada camino es diferente: tiene sus
propias señales.

—¿Qué señales? —intervino María, que escuchaba atentamente la
conversación.

—Múltiples señales: piedras, ramas, pequeños montículos, raíces, etc.
Todo ello ayuda a nuestro sentido de la orientación —aclaraba Abel, el erkro,
a los muchachos.

—¡Pues vaya sentido de la orientación! —exclamó esta vez Pedro.

Además, nosotros los erkros estamos siempre correteando por estos
pasadizos. Así, detectamos cualquier especie invasora. Cuando encontramos
cualquier anomalía en el camino, observamos quién la ha provocado y
tomamos las medidas oportunas.

—¿Por eso desaparecieron los palos que habíamos clavado en las
paredes y las piedras que habíamos colocado en el suelo? —preguntó María.

—Precisamente, por eso —aclaró de nuevo Abel.

—Pues yo tengo una pegunta más, Abel. No puedo callármela. Estoy
intrigada —volvió la chica a pedir permiso al erkro para preguntar.

—Si es sólo una... —refunfuñó él—. No paráis de preguntar, ¿eh?

—Es que para nosotros todo esto es nuevo. Bueno, más que nuevo, es
algo increíble. Yo nunca hubiera imaginado caminar por túneles subterráneos,
ver hormigas gigantes, conocer erkros…

—Bueeeno, bueeeeno… ¿Qué quieres saber ahora? —se rindió el erkro,
ante la insistencia de María.

—Es que estoy intrigada sobre las antorchas que se encuentran en los
túneles —dijo María.

—¡Ah! ¡Nuestras lámparas! —exclamó el erkro—. A ver, ¿qué quieres
saber?

Mientras tanto, Juan Antonio, Julián y Pedro caminaban tras ellos, en
silencio, sin perder detalle de la conversación.

—¿Cómo las hacéis? ¿Con qué material? —preguntó ella, una vez más,
con enorme curiosidad.

—Pueeeees… —comenzaba Abel, sin querer perder la paciencia—. La
fabricamos con un palo grueso de madera, metal para hacer la copa de la
antorcha y sebo animal.

—¿Sebo animal? —preguntó esta vez Julián.

—Sí, sebo animal. ¿No sabéis que es eso? —preguntó ahora el erkro.

—No tenemos ni idea —respondió Julián.

—El sebo animal es grasa animal. ¿A qué sí? —intervino María, antes
de que contestara Abel.

—Exacto: grasa animal. Es muy duradera cuando prende. Más incluso
que el aceite. Mirad. Os lo mostraré —dijo el erkro, al mismo tiempo que daba
un salto, como si de un gato se tratase, para alcanzar la antorcha a la que el
grupo se estaba aproximando.

Abel, el erkro, se detuvo un instante y mostró a los chicos la antorcha.

—¡Fijaos! ¡Es una lata de tomate triturado! —expresó Julián, con
sorpresa.

—Eso es; para fabricar la copa de la antorcha, buscamos todo tipo de
objetos metálicos: latas, útiles perdidos como cantimploras, vasos de metal,
etc. Después, la unimos con fuerza al palo de madera, procurando que éste no
prenda, y, finalmente, la colocamos en los huecos que ya hemos construido; tal
y como habéis estado viendo a lo largo de todos los túneles. Esta luz nos
permite tener siempre iluminada nuestra ciudad. Cuando necesitamos más luz,
hacemos más lámparas o fabricamos lámparas más grandes —explicó el erkro
a los chicos, al tiempo que ellos escuchaban con atención.

De un salto no menos ágil que el anterior, Abel, el erkro, situó la
lámpara en su hueco. Y antes de que ni siquiera lo esperara, prosiguieron las
preguntas de los muchachos.

—¿Y nunca prende el palo de madera? —preguntó Juan Antonio.

—Sí, a veces; pero no pasa nada. Una vez que se quema, volvemos a
construir otra lámpara. Como os he dicho antes, nosotros estamos todo el día
para arriba y para abajo correteando por lo túneles —respondió de nuevo
Abel, obligando a los chicos, con su marcha, a retomar el camino.

—Entonces, ¿cómo es que nosotros no os podíamos ver mientras
caminábamos perdidos por los túneles? —preguntó María, una vez más.

—¡Qué pesados! —exclamó el erkro, cansado de tantas preguntas—.
Nosotros teníamos constancia del lugar donde os encontrabais. Además,
nuestra velocidad nos permite pasar prácticamente desapercibidos al ojo del
ser humano.

—Eso…, desde luego, es verdad —intervino ahora Juan Antonio en la
conversación, corroborando lo dicho por el erkro.

—Otra cosa que a mí, en particular, me ha sorprendido mucho, es tu
nombre —dijo Julián esta vez.

—¿Mi nombre? ¿Qué le pasa a mi nombre? —preguntó Abel,
caminando lo más a prisa que le permitían los jóvenes.

—Abel es un nombre muy común para nosotros —le dijo Julián al erkro.

—Como creo que os dije antes, los erkros hablamos vuestro idioma. Y
también usamos vuestros nombres propios —respondió Abel al chico, con la
poca paciencia que le quedaba.

—Entonces, ¿todos los erkros tenéis nombres de humanos? —volvió a
preguntar María.

—¡Síííí! —respondió Abel, desesperado—. Por favor, guardar un poco
de silencio. Si no os calláis, aceleraré el paso.

Finalmente, y tras un buen rato de camino a paso ligero, y sin dejar de
hacer preguntas, los chicos llegaron a una puerta de madera. La puerta estaba
situada en una de las paredes del túnel; concretamente, en la pared situada en
el lado derecho al sentido en el que caminaba el grupo. Y, de no ser por el
erkro, la hubieran pasado de largo: estaba perfectamente camuflada. De hecho,
el color de la puerta era prácticamente el mismo que el de la pared del túnel.
Abel, el erkro, abrió la puerta e invitó a pasar a los chicos.

—¡Qué pasada! —exclamó Julián, sorprendido—. Cualquiera diría que
al otro lado de la pared estaba esta habitación tan confortable.

La habitación no era demasiado grande. Solamente un poco más alta que
los túneles. Y lo suficientemente espaciosa para albergar cuatro apetecibles
camas, próximas entre ellas, en formación de a dos ocupando en el suelo una
superficie rectangular; una despensa, un fuego para cocinar y una mesa
central. Los lechos quedaban justo a la izquierda al entrar en la habitación.
Mientras que la despensa quedaba justo enfrente de ellas, pegada a la pared
derecha. El fuego, sin embargo, se encontraba al fondo, detrás de la mesa. La
mesa estaba acompañada de cuatro sillas de madera, y, sobre ella, se podía ver
cuatro cuencos con sus correspondientes vasos y cubiertos; todos ellos
también fabricados con madera. Tras el fuego, al fondo de la habitación, casi
no se hacía notar otra puerta.

Nada más entrar en la habitación, los ojos se iban tras los alimentos
situados en el hueco de la despensa: frutas, verduras, setas y pan (entre otros).
Y sobre las anaranjadas ascuas, los oídos percibían el leve borbotar de una
hoya, todavía humeante, de la que, hasta un pésimo olfato, podría disfrutar del
delicioso aroma a estofado de carne.

—¿Os gusta? —preguntó Abel a los chicos.

—Mucho —respondieron ellos.

—¡Qué bien huele! ¿Quién ha preparado este estofado? —preguntó Juan
Antonio, hambriento.

—Lo ha preparado uno de nuestros cocineros. Todos esperamos que os
guste. Es un estofado de jabalí —respondió Abel, mientras contemplaba a los
cuatro jóvenes—. Yo, me marcho. Espero que descanséis.

—Perdona, Abel. ¿Y el cuarto de baño? —preguntó María, con la
prudencia propia de una chica de su edad.

—No tenéis más que abrir la puerta de madera que se encuentra al
fondo. Si necesitáis agua caliente, solo tenéis que calentarla en el fuego. Para
avivarlo, no tenéis más que añadirle un par de troncos de esos —explicó el
erkro a la chica, al mismo tiempo que señalaba, con su mano derecha, los
troncos depositados en el suelo de la despensa.

—De acuerdo, gracias —respondió ella, algo aturdida.

Quizás, el cuarto de baño no disponía de las comodidades a las que los
cuatro amigos estaban acostumbrados a disfrutar en su casa. Pero, lo que sí era
seguro, es que esa habitación les serviría para reponer fuerzas.

Abel, el erkro, salió de la habitación y, una vez más, les deseó una buena
estancia, antes de cerrar la puerta. El grupo de amigos no daba crédito a lo
ocurrido. Después de soltar las mochilas, asearse un poco y elegir cama, se
apartaron en sus respectivos cuencos tres buenos cazos de formidable
estofado.

—El estofado está increíble —fue lo único que dijo Juan Antonio, hasta
terminar su segundo cuenco.
—Nunca había probado comida igual —dijo María.

—¿Queréis algo de postre? —preguntó Julián, a la vez que se levantaba
de la mesa, para acercarse a la despensa.

—Sí, por favor. Yo quiero probar esas deliciosas moras negras —le
respondió Pedro.

—Ya que estás ahí… podrías traerte un poco de cada. Todas tienen una
pinta deliciosa —propuso Juan Antonio, casi tumbado en su silla, frotándose
la barriga con sus manos.

—De acuerdo —dijo Julián.

Al cabo de unos segundos, la mesa sobre la que estaban comiendo los
cuatro jóvenes parecía un manjar de apetecible fruta. Los chicos fueron
probando de una y de otra, hasta no poder más.

—Una comida alucinante —añadió Juan Antonio, satisfecho.

—¿Qué ocurre, María? ¿No te ha gustado la comida? —le preguntó
Julián, que la notaba algo más seria de lo habitual.

—La comida me ha encantado. Pero… la verdad es que no logro
entender la situación —respondió la muchacha, en tanto comía unas
jugosísimas uvas color morado.

—¿Qué es lo que no entiendes? —le preguntó Pedro.

—No entiendo como hemos llegado a este lugar. No sé cómo vamos a
salir de él. Y me gustaría saber porqué nos estaban esperando —respondió
María, pensativa.

—¿Qué nos estaban esperando? ¿Qué te hace pensar eso? —le preguntó
Pedro de nuevo.

—¿No escuchaste al erkro? —respondió ella a su amigo, con una
pregunta—: Que si al fin y al cabo sois nuestros invitados, que si era él quién
nos vigilaba en el bosque, que si os hemos preparado la habitación… ¿No os
parece todo un poco extraño?

—Ahora que lo dices… —le respondió Pedro, sin saber muy bien qué
decir.

—A lo mejor quieren hacernos daño —sugirió Juan Antonio, entrando
en conversación.

—No lo creo —interrumpió Julián—. Si su intención hubiese sido
hacernos daño, ya nos lo habrían hecho. Han tenido oportunidad.

—Cierto. Además, nos han salvado de las hormigas —intervino de
nuevo Pedro.

—No estoy seguro de eso. Algo me dice que una invasión de ese tipo es
habitual. Y él mismo nos dijo que las hormigas no tenían intención de
hacernos daño — razonó Julián a sus amigos.

—Es verdad —respondió Pedro—. Sin embargo, creo que nosotros lo
habríamos pasado mal de no haber sido por la intervención de Abel y los otros
erkros. Y hablando de hormigas, ¿no os parecían demasiado grandes?

—¡Enormes! ¡Llegaban a los erkros casi por la cintura! —exclamó
María.

—Sin embargo, no les tenían ningún miedo —añadió Julián.

—Bueno; como ahora no vamos a solucionar nada, este que está aquí se
va a la cama. Me estoy quedando dormido en la silla. Creo que nos vendrá
muy bien descansar, y ya veremos cuando despertemos —sugirió Juan
Antonio.

—¿Y tú te atreves a dormirte en este sito? —preguntó Pedro a Juan
Antonio.

—¿Qué si me atrevo? ¡Estoy que me caigo! —exclamó Juan Antonio,
levantándose de la mesa.

—¿No vamos a hacer guardias? —volvió Pedro a preguntar.

—Esos erkros no van a hacernos daño —respondió Juan Antonio,
perdiendo la paciencia—. Como ha dicho Julián, si hubiesen querido hacernos
daño, lo habrían hecho ya. Sospecho que quieren algo de nosotros, pero no
nuestras vidas.

—¿Qué van a querer? —insistió Pedro.

—No lo sé. Lo descubriremos. Pero lo que sí sé, es que necesito es
descansar. Y vosotros deberías hacer lo mismo —sugirió Juan Antonio, con su
habitual mal humor, a la vez que se metía en la confortable y cálida cama.

Julián, Pedro y María, todavía sentados en la mesa, observaban cómo
Juan Antonio descansaba plácidamente en una de las cuatro camas. El sueño
no les dejaba en ese momento ni charlar. Sus párpados pesaban como plomos.
Y tras unos minutos de espesa conversación, al igual que su amigo, decidieron
meterse en sus respectivas camas y continuar disfrutando de la hospitalidad de
los erkros.











Capítulo 12


El grupo de amigos descansó durante largo tiempo. No hubo ruido que
los molestara. Cuando las ardientes ascuas estaban convertidas en ceniza, el
erkro entró en la habitación para despertar a los muchachos.

—¡Venga! ¡Despertad! ¡Arriba! —intentaba Abel espabilar a los chicos,
que dormían como un tronco.

—¡Oh! ¿Qué hora es? —preguntó Julián.

—Para vosotros, los humanos, son las siete de la tarde —respondió el
erkro.

—¡Vamos! Levantaos, que hay mucho que hacer —insistía Abel, en
sacudir el sueño de los cuatro jóvenes—. Vestíos, comed algo si os apetece,
que, dentro de una hora vengo a recogeros.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Juan Antonio bostezando.

—¡Otra vez preguntando! Después lo veréis —exclamó Abel, saliendo
de la habitación, y cerrando la puerta de la misma.

Los chicos se levantaron, se asearon, y, de nuevo, se sentaron en la mesa
para comer algo de fruta. Mientras tanto, entablaban una de sus habituales
conversaciones.

—¿Habéis pensado en la hora que es? —preguntó Pedro, muy
preocupado.

—Mi hermana tiene que estar dando vueltas por el camping
buscándome. Si pudiera al menos llamarla… —se lamentó Julián.

—Ahora tenemos que concentrarnos en salir de aquí —se incorporó
Juan Antonio a la conversación.

—Juan Antonio tienen razón —intervino María, con su habitual energía
—. Ya tendremos tiempo de explicar lo sucedido a nuestros padres: lo
comprenderán.

—Eso espero. A mí, desde luego, me queda un año sin salir de casa; por
lo menos —dijo Julián a sus amigos, mirando hacia el suelo.

Era normal que los chicos estuvieran preocupados por salir de aquel
lugar. Pero el problema estaba en que no sabían cómo hacerlo; ni qué sitio era;
ni si estaban lejos o cerca del camping; y, mucho menos, cómo habían llegado
hasta allí.

Sin embargo, el optimismo de los cuatro muchachos y su espíritu
aventurero les hacían mantener un ánimo envidiable. La curiosidad por
conocer a los erkros, sus costumbres, cómo vivían estas extrañas criaturas, etc.
Todo ello ayudaba a los chicos a sentirse preparados para afrontar la difícil
situación con la que se habían encontrado.

—¡Vamos, chicos! Abel está a punto de llegar —dijo Julián, con su
característica decisión.

—¿Habéis llenado las mochilas de provisiones? —preguntó Juan
Antonio—. Aunque estos erkros no parecen peligrosos, nunca se sabe lo que
puede ocurrir. Además, estamos en una madriguera subterránea y
completamente desconocida para nosotros. ¿Quién nos lo iba a decir?
¿Verdad?

El grupo de amigos sonrió, y, justo cuando estaban terminando de
prepararse, Abel, el erkro, llamó a la puerta dando sobre ella dos golpes secos.
Tras el permiso de los chicos, el erkro entró en la habitación.

—Veo que estáis listos. ¿Habéis recuperado fuerzas? —preguntó el
erkro.

Todos los chicos asintieron con la cabeza.

—Entonces, pongámonos en marcha —dijo Abel, con energía.

—Pero, ¿adónde vamos? —preguntó Julián.

—Os voy a ensañar un poco de nuestra ciudad —respondió Abel.

—¿De verdad? —preguntó María, mostrando una sonrisa de
satisfacción.

—De verdad —volvió a responder Abel, también sonriendo—. Y hasta
vengo cargado de paciencia para responder a vuestras preguntas.

Los muchachos sonrieron y salieron de la habitación detrás de Abel. Se
encontraban totalmente recuperados. No sentían cansancio y tenían el
estómago lleno. Además, estaban deseando pasear por aquella gran
madriguera y descubrir los secretos de los erkros.

—¿Dónde nos llevas? —preguntó María, con inquietud.

—Voy a enseñaros cómo vivimos los erkros —indicó Abel—. En primer
lugar, voy a llevaros a uno de nuestros sitios de trabajo.

—¿A qué sitio en particular? —volvió a preguntar María.

—Al lugar dónde fabricamos nuestra ropa —respondió Abel, tomando
un nuevo túnel—. Ya queda poco. Venid por aquí.

Los chicos iban tras él casi corriendo y, de vez en cuando, tenían que
recordarle que disminuyera la marcha. El erkro no percibía la velocidad con la
que se movía; se olvidaba que estaba acompañado de cuatro humanos.

—¡Ya estamos aquí! —exclamó Abel.

Cuando Julián y sus amigos llegaron a la altura de Abel, podían observar
cómo se abría ante ellos un gran ensanchamiento. La superficie habitada
estaba unos metros más abajo de donde se encontraban. Se veían decenas de
erkros en constante movimiento. Todos con el mismo aspecto que Abel; de
distintas edades adultas, claro; y también mujeres erkros. Eso sí, todos vestían
una ropa similar; tanto, que las mujeres erkros no se reconocerían de no ser
por los característicos rasgos fisiológicos del género femenino. Toda una
maraña de erkros y erkras, vestidos con tonalidades marrones, correteando
entre telas y máquinas de tejer.

Después de unos instantes de observación, contemplando a la multitud
de erkros trabajando en los tejidos, María rompió el silencio:

—¡Madre mía! ¿Todos estos erkros están tejiendo?

—Sí, todos ellos —respondió Abel a la joven—. ¿Queréis ver de cerca
cómo hacen las distintas prendas que nosotros utilizaremos?

Los cuatro amigos inclinaron hacia delante su cabeza en significado de
afirmación.

—¡Bajad por aquí! —dijo Abel, señalando una especie de escalera, que
comenzó a bajar él, en primer lugar.

Era una escalera bastante larga e inclinada. Compuesta de unos
cincuenta escalones, aproximadamente. El erkro y los chicos bajarían unos
diez metros hasta llegar a la superficie en la que los tejedores y tejedoras
trabajaban.

Una vez abajo, el erkro los conducía entre los trabajadores, explicándole
el proceso de fabricación. Los chicos, asombrados, no paraban de hacer
preguntas.

—Entonces, ¿vosotros pegáis con resina las hojas de los árboles para
fabricar los chalecos y pantalones? —comentó María.

—Eso es; la resina de los árboles nos sirve de pegamento. Después,
cosemos las telas de hoja con lana de oveja —le explicó Abel.

—Y los gorros que os ponéis son de piel animal —afirmó en esta
ocasión Julián.

—Sí; concretamente, los fabricamos con piel de conejo o de liebre —le
respondió Abel.

—Si seguimos andando, un poco más adelante, os mostraré el proceso
de fabricación de nuestros zapatos —sugirió Abel al grupo de amigos.

De vez en cuando, el erkro se detenía para saludar a alguno de los
trabajadores. A continuación, seguía andando, siempre encabezando el grupo.

—Si os fijáis bien: hay calzados que se fabrican con piel de animal, hay
calzados que se fabrican con hojas de árbol; otros con tela y, como podéis ver,
otros con tan solo madera de tronco de árbol. Estos últimos nos son muy útiles
en época de calor. En invierno solemos usar más los fabricados de piel de
animal —explicó, detenidamente, Abel a los cuatro jóvenes.
—¡Alucinante! —exclamó Juan Antonio en esta ocasión.

—Y por aquí tenemos a un compañero fabricando los cinturones con
ramas de árbol —continuaba Abel con la explicación.

—¿Con ramas de árbol? —preguntó Pedro, asombrado.

—Sí. Con las ramas más flexibles de los árboles y arbustos: las ramas
verdes — le respondió el erkro.

—Entonces los erkros sólo usáis materia prima del bosque —intervino
Julián, en ese instante.

—Exacto; nuestra materia prima es el bosque. Todo los materiales que
usamos son naturales —volvió él a decir.

—¡Qué pasote! —exclamó Juan Antonio.

—¿Y la comida? —preguntó ahora Pedro.

—La sacamos tanto del bosque como de los animales que viven en él.
¿Queréis que os lleve a la fábrica de alimentos? —preguntó Abel a los
muchachos.

—Sí —dijeron todos al mismo tiempo.

—Pues vega. Seguidme entonces —dijo el erkro, mientras caminaba,
dirigiendo al grupo hacia unas escaleras, distintas a las que habían tomado
para bajar.

Los chicos no daban crédito a lo que estaban viendo. Perdieron
completamente la noción del tiempo. Se habían olvidado de que estaban en un
lugar extraño. Parecía como si hubiesen olvidado que eran seres humanos.

Tras subir las escaleras y caminar por diferentes pasadizos, llegaron a
otra amplia superficie, bastante más grande que la anterior, en la que se podían
ver cómo multitud de erkros y erkras trabajaban entre animales. La superficie,
al igual que la anterior, también estaba a unos diez metros por debajo del
volumen de tierra por el que transcurrían los túneles que ellos atravesaban
caminando. Y también poseía distintas escaleras, que descendían por las
paredes de tierra hasta el lugar en el que se encontraba la multitud de erkros
trabajando.

Sin embargo, al grupo de amigos, lo que realmente le sorprendió fue el
tamaño de los animales.

—¡Son enormes! —se conmovió Julián.

—¡No me puedo creer estar aquí! —exclamó María, con la boca abierta.

—Ni yo —dijo Julián, mirando constantemente a su alrededor.

—Por aquí podéis ver los distintos almacenes de carne. Toda esta carne
proviene de los animales del bosque. Y toda ella se consume en dos días,
como máximo —explicaba Abel a los entusiasmados forasteros.

—¿Dos días? ¿Y no se pone mala? —preguntó Juan Antonio, con
asombro.

—¡Claro que no! La temperatura de los almacenes es algo más fresca
que la de los túneles. Lo suficiente para mantener en buen estado un par de
días la carne de cualquier animal recién muerto —continuaba explicando Abel
—. Los erkros comemos todo tipo de carne: cerdo, ternera, ave, etc. Las aves
las cazamos nosotros mismos. O, mejor dicho, los erkros cazadores.

—¿Erkros cazadores? —preguntó Julián.

—Sí; erkros especializados en el arte de la caza. Son capaces de alcanzar
con su arco a un ciervo en movimiento a veinte metros —respondió Abel.

—Yo lo estoy flipando —decía Juan Antonio, sin salir de su asombro.

—Y como también podéis comprobar, los erkros también criamos
animales para su posterior sacrificio. Todos los animales vivos que veis aquí
están criados por nosotros. Los animales salvajes salimos a cazarlos al bosque
—volvió a explicar Abel.

—¿Salimos? Entonces, ¿tú eres un erkro cazador? —preguntó
nuevamente Julián.

—No, exactamente. Yo soy un erkro guerrero. Aunque también salgo a
cazar animales de vez en cuando. Me ayuda a mantener la puntería —
respondió éste.

—Vamos, que son como una especie de prácticas de tiro para ti —dijo
María, con naturalidad.

—Precisamente. Y me mantiene en forma —respondió el erkro,
sonriendo.

—Y tan en forma —añadió nuevamente la chica.

—¿Y por qué no vas armado? —cuestionó Julián con astucia.

—Pues, simplemente, porque no voy a combatir —volvió a contestar el
erkro.

—Entonces, ¿estás de descanso? —insistió ella.

—Más o menos —repuso Abel, sin más—. Si os parece bien, os
conduzco al criadero de gallinas —sugirió éste.

—De acuerdo —aceptaron los muchachos.

Unos metros más adelante, caminando entre erkros, y sin dejar de
observar a sus alrededores, los jóvenes, boquiabiertos, se limitaban a seguir a
esa extraña criatura que habitaba bajo el Bosque Encantado.
—Hemos llegado —dijo Abel—. Éste es el gallinero. Igual que a los
humanos, nos proporciona carne y huevos. Además, nosotros le extraemos aún
más materia prima: las plumas.

—¿Las plumas? —preguntó Julián.

—Sí; las plumas. Son muy útiles para fabricar colchones, almohadas,
mantas, etc. —explicó el erkro.

—¡Es cierto! Yo he visto cómo la usaban en la fábrica textil —
confirmaba María las palabras de Abel.

—Yo también me he fijado —añadió Juan Antonio.

Una vez más, Julián, que no se explicaba el tamaño de los animales,
volvió a preguntar al erkro:

—¿Y cómo hacéis para que los animales sean tan grandes?

—No entiendo la pregunta —respondió Abel, sorprendido.

—Pues que los animales son más grandes que los nuestros —volvió
Julián a insistir en el tema—. Por ejemplo, estas gallinas tienen un gran
tamaño en comparación con las gallinas que nosotros estamos acostumbrados
a ver.

—La verdad es que sigo sin entender lo que dices. Estas gallinas son del
mismo tamaño que las que hay en el exterior, al igual que todos los animales
que contemplas. Basta con que mires los ciervos que mis compañeros están
bajando por aquellas escaleras. Esos ciervos han sido cazados hoy en la
superficie terrestre, y los bajan aquí para prepararlos. Este es el lugar en el que
se despellejan, se deshuesan, se trocean,… en definitiva, se preparan para su
posterior consumo —explicó Abel a Julián, con todo detenimiento.

—¿Quieres decir que todo estos animales que estamos viendo aquí son
del mismo tamaño que los que hay en el exterior? —preguntó Pedro, con cara
de preocupación.

—Claro que sí —respondió el erkro, que seguía sin comprender nada.

—¿Incluidas las hormigas que vosotros los erkros expulsasteis de
vuestra madriguera? —preguntó ahora Juan Antonio.

—¡Pues claro! —exclamó Abel—. Exactamente igual que las hormigas
que vosotros contemplabais cargadas de cáscaras de pipa, de trozos de pan, de
algunas semillas, de pequeñas ramitas secas, etc. Ni más grandes, ni más
pequeñas.

—¡Somos nosotros los que hemos encogido! —dijo María a sus amigos
—. Yo lo sospeché al ver a los erkros al lado de las hormigas. No quería decir
nada hasta estar segura. O puede que yo misma quisiera engañarme. Pero, lo
cierto es, que hemos menguado. Para nosotros, ahora, las dimensiones de un
ganso en el exterior son, aproximadamente, las dimensiones de un gorrión,
antes de nosotros encoger. Es, en proporción, lo que hemos menguado.

El grupo de amigos, en medio de erkros y animales, se quedó de piedra.
Los muchachos no articulaban palabra. Se miraban unos a otros con cara de
preocupación, sin lograr entender porqué el erkro les había estado ocultando la
disminución de sus tamaños: ¿o es que no se había dado cuenta de que
ignoraban este hecho? Y tampoco podían olvidar preguntas como qué quería
esa extraña criatura y si podían seguir confiando en él.


























































































Capítulo 13


Finalmente, Abel, el erkro, para intentar aliviar la preocupación de los
chicos, propuso una nueva visita.

—¿Queréis que os lleve a nuestros huertos? —preguntó el erkro, sin
dejar de observar las caras de incertidumbre.

—¡Oh! Sí. ¿Por qué no? —respondió Julián, con voz entrecortada,
invitando a sus amigos, con la mirada, a continuar con la visita.

Los cuatro jóvenes siguieron al erkro con el mismo entusiasmo pero, a la
vez, con algo de desconfianza. La desconfianza provocada por el
descubrimiento de la disminución de sus tamaños. Durante ese trayecto no
hubo tanta conversación. Y al igual que en las ocasiones anteriores, la zona de
laboreo se encontraba bajo el nivel por el que transcurrían los túneles que los
muchachos atravesaban caminando. Una vez más, Abel, el erkro, invitó a
Julián y a sus amigos a bajar tras él por una de las escaleras que descendía
hasta el enorme huerto que se habría ante sus pies.

—¡Fijaos, chicos! Esta zona es la que nosotros, los erkros, llamamos los
huertos —dijo Abel, intentando recuperar la confianza de los jóvenes—.
Como podéis ver, es una gran superficie, dividida en superficies más
pequeñas, en la que cultivamos con la modalidad de barbecho.

—¿Qué es barbecho? —preguntó Julián.

—El barbecho es una modalidad de cultivo que se basa en el descanso
de una o varias de las superficies de cultivo. Así, se da tiempo para recuperar
las sales minerales del terreno. Y también da la posibilidad de practicar
distintos tipos de cultivos, en cada una de ellas, a lo largo del tiempo —
intervino María, de manera repentina.

—Exacto —respondió el erkro—. Y es la modalidad más rentable para
nosotros; por eso la practicamos hace siglos.

Julián, Juan Antonio y Pedro quedaron una vez más perplejos por la
concisa respuesta de María. Aunque, en el fondo, no les sorprendía, pues
ratificaba los sobresalientes que sacaba en el instituto.

—Ni leyendo un libro hubiera respondido yo mejor —dijo Pedro,
mirando a su amiga.

—Gracias —le respondió ella.

—¡Sigamos con el recorrido! —intervino Abel, aprovechando el estado
de relajación de los muchachos—. Con un poco de suerte, algo más adelante,
podréis disfrutar del sabor de alguno de nuestros deliciosos melones. Es algo
pronto todavía, pero siempre hay algún tempranero que se adelanta a los
demás.

En cuanto llegaron a la altura del huerto de melones, uno de los erkros
agricultores saludó a Abel y preparó un jugoso aperitivo para los jóvenes
amigos.

—Probad, chicos; a ver qué os parece. Todavía no es el tiempo, pero su
cata nos servirá para comprobar como de dulce serán los siguientes —dijo el
agricultor, dando a cada uno de los muchachos una tajada de melón.

—¡Está buenísimo! —exclamó Juan Antonio, con la boca llena de
melón.

—¡Delicioso! —exclamó también Julián.

—Y eso que todavía no es el tiempo —comentó Pedro, gozoso.

—Abel, ¿puedo hacerte una pregunta? —se dirigió María a éste,
sosteniendo parte de su tajada de melón, con la mano izquierda.

—Claro que sí. ¿Por qué no? —respondió él.

—Es que hay una duda que me ronda la cabeza —dijo nuevamente ella.

—A ver, ¿cuál? —esperaba el erkro la pregunta de la chica.

—¿Cómo es posible que podáis cultivar sin la luz del sol?

Abel, el erkro, se rascaba la cabeza pensando qué responder a la joven.
La realidad era que María lo había puesto en un aprieto, puesto que él no era
muy entendido en la materia: al fin y al cabo, Abel era un guerrero.

—Muy buena pregunta, muchacha —entró en la conversación el erkro
agricultor.

—A ver, Tomás. Responde a la chica, por favor. Ya sabes que yo no
estoy muy puesto en la materia —dijo Abel, aliviado.

—Como puedes ver, los cultivos que estás viendo, no requieren de la luz
del sol directamente. Si observas, todos son hortalizas y frutas que crecen bajo
tierra —respondió Tomás a la chica.

María, que escuchó atentamente la respuesta, continuaba pensativa.

—Pero esas hortalizas y frutas también necesitan la luz del sol en algún
momento; así como el agua —añadió María, a la respuesta del erkro agricultor.

—Sí; por eso nuestros cultivos están sobre una de las zonas más
cercanas a la superficie. Precisamente, para aprovechar el calentamiento que el
sol provoca sobre la tierra —explicó Tomás a María, con precisión, una vez
más.

—Es cierto. Esta zona es más cálida que las otras que hemos visitado.
¿Y cómo regáis? —volvió a preguntar María.
—Este huerto, en particular, lo regamos por goteo. No muy lejos de aquí
hay un manantial subterráneo. Si observas, estos canales, fabricados con caña,
recorren el huerto y tienen unos pequeños orificios por los que sale el agua.
Nos basta con conectar los canales con el agua del lago. Y en función del agua
que necesite el huerto, abrimos el sistema o lo cerramos con mayor o menor
frecuencia. Por ejemplo, este huerto de melones no es de los que más agua
necesita. Basta con regarlo de vez en cuando. Se llaman cultivos de secano. Se
pueden practicar en tierras fértiles como éstas. Y si observas, la tierra en la que
están cultivados es arenosa. Cuanto más arenoso es el terreno, más sabroso son
los melones.

—Muy interesante —dijo María, después de escuchar la detallada y
precisa explicación de Tomás.

—Bueno, prosigamos —interrumpió Abel, invitando al grupo de amigos
a continuar con el recorrido—. Os llevaré al manantial subterráneo que ha
mencionado Tomás.

—¡Hasta luego, Abel! Y gracias por la visita —dijo Tomás, alzando su
mano derecha para despedirse.

—¡Hasta luego, Tomás! Y gracias por tu paciencia —le respondió Abel,
alejándose con los cuatro amigos.

Una vez más, Abel, el erkro, hacía subir a los chicos por una de las
escaleras que comunicaba la zona de los huertos con los túneles que recorrían
la gigantesca madriguera subterránea. Cuando se encontraban a mitad de la
subida, a unos cinco metros de altitud sobre el nivel de la zona de cultivo, una
gran bola de color marrón se asomó desde arriba. Julián y sus amigos, al verla,
empezaron a bajar corriendo las escaleras para evitar que la bola les cayese
encima.

—¡Tranquilos, chicos! ¡No tengáis miedo! —gritaba el erkro, mientras
observaba descender por las escaleras a los muchachos.

Abel, al ver que los chicos no se detenían, empezó a correr tras ellos.
Con su gran velocidad, fue cuestión de unas décimas de segundo atraparlos. Y
con una muestra de fuerza, los detuvo de un gran empujón.

—¡Por favor! ¡Esperad aquí! —les gritó de nuevo Abel, al tiempo que
ellos permanecían sentados en uno de los escalones, con el corazón a mil por
hora.

Los asustados visitantes no dejaban de mirar la enorme bola que veían
unos metros más arriba, justo en la parte alta de la escalera.

—No es más que una bola de estiércol para los huertos —intentaba
explicar Abel a los muchachos, para tranquilizarlos—. ¿Veis aquella rampa
que queda a nuestra derecha? Desde allí rodará la bola de estiércol hasta la
zona de los huertos. Si miráis hacia abajo, podréis observar cómo los erkros
agricultores la estaban esperando. ¿Veis cómo ellos están preparados para
detenerla?

Los chicos miraron hacia abajo y pudieron contemplar a un gran número
de erkros agricultores aguardando la bola de estiércol. Estaban divididos en
dos grupos y sostenían, por ambos lados, un primitivo artilugio: una gran tela,
completamente desplegada. Justo en el centro de la misma, caería la gran
pelota de estiércol y se detendría.

Algo más tranquilos, los jóvenes se basaron, únicamente, en contemplar
la maniobra. Pero, una vez más, algo extraño empezó a inquietarles.

—¿Qué es ese bicho negro que arrastra la pelota de estiércol? —
preguntó Pedro, con la voz entrecortada por del miedo.

—No temáis. Es un escarabajo pelotero. Los usamos en ocasiones para
transportar el estiércol —intervino rápidamente Abel, para calmar a los
jóvenes.

—Es cierto, Pedro. Es un coleóptero. Utiliza las bolas de estiércol para
depositar sus huevos —explicó María, una vez más, mostrando sus
conocimientos.

—¿Un coleóptero? ¿Y no hace daño a nadie? —preguntó ahora Pedro.

—No; a pesar de su aspecto, es inofensivo. Y como muy bien dice tu
amiga, utiliza las pelotas de estiércol no sólo para alimentarse, sino también
para depositar y trasladar sus huevos —volvió a responder Abel.

El enorme escarabajo negro, casi montado sobre la enorme pelota de
estiércol, arrastraba, empujando con sus patas traseras, una bola que lo
superaba con creces en tamaño.

—¿Veis cómo los erkros que lo acompañan lo conducen hasta la parte
superior de la rampa? —preguntó Abel a los muchachos.

Una vez al pie de la rampa, situada a unos metros a la derecha de la
vertical de la escalera en la que se encontraban ellos cinco, el escarabajo,
ayudado y conducido por los erkros, dejó caer la enorme bola de estiércol
desde arriba. La bola descendió por la rampa tal y como les había explicado
Abel a los chicos. Y fue detenida por la enorme tela que sostenían los erkros
desde abajo, a modo de tela de araña.

—¿Y cómo hacéis para que los escarabajos traigan las bolas hasta aquí?
—preguntó María, con su habitual curiosidad.

—No siempre lo conseguimos. Cuando los escarabajos están próximos a
uno de los huertos, intentamos desviarlos de su camino. Son inofensivos, pero
muy fuertes. Por eso es importante desorientarlos.

—¿Y cómo hacéis ahora para sacarlo de vuestra madriguera? —
preguntó Julián, en esta ocasión.

—Simplemente, los erkros lo ayudarán a recuperar su orientación —
explicaba una vez más Abel—. Una vez la recupere, él sólo irá saliendo de la
madriguera. En todo momento los erkros agricultores lo guiarán a modo de
pequeños empujones. Los escarabajos son animales muy tranquilos, aunque
también pueden enfadarse. Y como os he comentado antes, son muy fuertes. Y
poseen un caparazón extremadamente duro. ¿Veis cómo ya lo están
empujando para darle la vuelta?

—¡Es cierto! ¡Ya se dirige al túnel por el que entró! —exclamó Pedro,
bastante más tranquilo, mirando hacia arriba.

—En ocasiones, cuando se niega a salir, incluso le ponemos en sus patas
traseras una pequeña bola de estiércol, para que se anime a continuar
agrandándola. Nos facilita mucho la tarea —continuaba Abel, con su
explicación.

—¡Qué pasote! —exclamó Juan Antonio, que había permanecido
boquiabierto en todo momento.

Tras unos minutos de contemplación, el escarabajo había desaparecido,
el huerto había recuperado la normalidad, y los erkros agricultores esparcían la
enorme pelota de estiércol por los cultivos más próximos.

—¡Bueno! ¿Os llevo hasta el manantial? —preguntó Abel, con la
intención de hacer reaccionar a los cuatro amigos.

Los chicos se miraron, y, tras una señal de aceptación, provocada por un
leve movimiento de sus cabezas, se levantaron y siguieron nuevamente al
erkro, que ya iba subiendo las escaleras; eso sí, envueltos en cierta
incertidumbre.











































































Capítulo 14


Sin poder evitarlo, la desconfianza de los cuatro amigos volvía a crecer.
¿Cómo habían llegado a ese lugar? ¿Cómo saldrían de allí? ¿Qué quería Abel
de ellos? Eran preguntas que rondaban una y otra vez la cabeza de los
muchachos. Continuaban siguiendo a Abel, el erkro, con algo menos de
entusiasmo. Caminaban sin hacer tantas preguntas, en casi absoluto silencio;
pero, sobre todo, con ganas de saber cuando podrían abandonar ese extraño
lugar.

—¡Ya llegamos a uno de nuestros manantiales subterráneos! —exclamó
Abel.

Los chicos, recelosos, se miraron entre ellos mostrando inseguridad. Una
vez que se pusieron a la altura del erkro, se volvía a abrir bajo sus pies otra
superficie inesperada. En este caso, no era árida: enlosaba una preciosa gruta
repleta de estalactitas, por las que lentamente goteaban transparentes gotas de
agua fresca que alteraban la tranquilidad de un precioso manantial. Éste se
encontraba a unos ocho o diez metros por debajo del nivel desde dónde
contemplaban los muchachos, perplejos, la maravillosa imagen. Y, al igual que
ocurría con los ensanchamientos anteriores, se podía acceder hasta abajo
gracias a varias escaleras y rampas construidas sobre las paredes de la cavidad.

—¡Es precioso! —dijo María.

La parte superior de la gruta se adornaba de intermitentes y centelleantes
reflejos de luz, provocados por la caída de pequeñas gotas sobre el agua.
Reflejos que destacaban, como estrellas fugaces, entre la oscura oquedad en la
que descansaba el manantial. Además, de manera casi mágica, desde las
profundidades de aquel fondo rocoso, manaba, a borbotones, el agua dulce del
preciado nacimiento.

—¿Os gusta? —preguntó de nuevo Abel al grupo—. ¿Podéis ver en el
fondo cómo el agua…?

—¡Basta ya! —gritó Juan Antonio, muy enfadado—. ¿Vas a decirnos
cómo salir de esta madriguera?

Abel, el erkro, consciente del nerviosismo de los muchachos, los
contempló durante unos segundos, sin decir nada. Actuaba como si no quisiera
empeorar la situación.

—Por favor, Abel, necesitamos que nos ayudes a salir de aquí. Además,
pensamos que nos ocultas algo. ¿Qué es? —intervino Julián, con un talante
menos agresivo.

Por segunda vez, surgió el silencio. Un silencio acompañado de
insistentes miradas que obligaron al erkro, por fin, a hablar.

—Necesitamos vuestra ayuda —dijo el erkro, muy preocupado,
clavando sus ojos en el suelo.

—¿Qué? —preguntó sorprendida María—. ¿Que vosotros necesitáis
nuestra ayuda?

Los cuatro jóvenes se miraron mutuamente abriendo los ojos y elevando
los hombros en señal de sorpresa e incredulidad.

—A ver, explícanos —dijo Pedro en esta ocasión, invitando al erkro a
hablar.

—Sí; por favor, explícate, porque no entendemos nada —insistió
después Julián.

Después de otro periodo de silencio, en el que Julián y sus amigos no
hacían más que observar al erkro, decidieron sentarse y esperar las palabras de
éste. No le quitaban ojo de encima. Abel, tímidamente, elevaba la cabeza para
saber qué estaban haciendo los muchachos. No se atrevía a asustarlos. Y, por
momentos, los chicos se daban cuenta de que, realmente, el erkro estaba
preocupado.

—¡Bueno! ¿Nos vas a contar, o nos vamos a quedar aquí contemplando
el manantial? —dijo Juan Antonio, con su habitual aspereza.

—Los erkros necesitamos vuestra ayuda —arrancó finalmente Abel.

—Pero… ¿qué tipo de ayuda? —preguntó Julián.

—¿Y por qué nosotros? —puntualizó Pedro, justo después.

Los cuatro amigos continuaban sentados, con sus espaldas apoyadas
sobre la pared más próxima, abrazando sus rodillas contra sus pechos. Y
escuchaban con interés las palabras del erkro, sin más presencia que la del
agua del manantial.

—Sé que vosotros no podéis percibir el peligro, pero nuestro peor
enemigo nos está invadiendo —volvió Abel a decir, alzando la cabeza, y
enseñando a los muchachos su rostro de preocupación.

—¿Vuestro peor enemigo? ¿Peor que esas hormigas negras? —
preguntaba Pedro, al que empezaba a no gustarle nada lo acontecido.

—Las hormigas no son nuestras enemigas. Se trata de un enemigo que la
civilización de los erkros tiene desde siempre —volvió a intervenir el erkro.

—¿Y cuál es? —intervino de nuevo María, con enorme curiosidad.

—Los krulus —dijo Abel, sin dejar de mirar a los chicos.

—¿Los krulus? —se extrañó Juan Antonio—. ¿Y qué son?

Ahora sí que los muchachos seguían la conversación con entusiasmo.

—¿Son como los trolls? —irrumpió Pedro, enérgicamente.

—No; no son como los trolls —le respondió Abel.
—¿Cómo trolls subterráneos? —preguntó nuevamente Pedro, con
ímpetu, al erkro.

—Son subterráneos, pero no se parecen en nada a ellos; salvo en que son
nuestro peor enemigo —explicaba Abel—. Al igual que les ocurre a los
gnomos con los trolls. Quizás, éste sí sea un punto en común.

—Entonces. ¿Qué son? —insistía Pedro.

—Son horribles criaturas subterráneas que viven, al igual que nosotros,
bajo tierra. Apenas salen al exterior; ni siquiera de noche. Y hacía mucho
tiempo que no pisaban estas tierras —continuó el erkro.

—¿Y por qué han vuelto? —interrumpió Julián.

—Pues han vuelto porque ahora no conocemos su idioma —respondió
Abel.

—¿Han cambiado su idioma? —preguntó Juan Antonio esta vez.

—Sí; han cambiado la forma de comunicarse y no entendemos lo que
hablan —proseguía el erkro con su explicación—. A pesar de su escalofriante
apariencia, los krulus son seres inteligentes que se alimentan de carne; incluida
la carne de erkro. Bueno, más bien, tendríamos que aclarar…

—¿Aclarar qué? —insistió Juan Antonio.

—Que la carne de erkro es su favorita —dijo Abel.

—¡Aggg! ¡Qué asco! —exclamó Juan Antonio, antes de escupir al suelo.

—Hasta entonces podíamos adelantarnos a sus movimientos —
continuaba Abel, informando a los muchachos—. Pero, de un tiempo a esta
parte, al no comprender lo que dicen, es muy difícil para nosotros anticiparnos
a sus planes; o, más bien, imposible. Y lo que es aún peor, creemos que ellos
se han dado cuenta. Tememos que estén planeando la invasión de nuestro
territorio.

—¡Qué horror! —exclamó María.

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —cuestionaba Julián—. Somos tan
solo cuatro amigos que van al instituto.

—¿Tienen guerreros? —preguntó en este caso Juan Antonio.

—Desde luego que sí —respondió Abel.

Los chicos ya no podían dejar de preguntar. No había terminado el erkro
de responder a una pregunta, cuando ya estaban realizando otra.

—¿Y cómo son los krulus? ¿Qué aspecto tienen? —destacó Pedro, con
primacía.
—Los krulus son horribles criaturas subterráneas: su aspecto es muy
feroz; su cuerpo es similar al de los reptiles cuadrúpedos, pero con una cola
más corta; pueden erguirse y...

—¿Cómo los tiranosaurios rex? —interrumpió Pedro al erkro, una vez
más.

—Sí, más o menos, pero mucho más ágiles. Sobre todo en sus
extremidades superiores —recuperó Abel la palabra, mientras los chicos
escuchaban—. Son muy rápidos, aunque no tanto como nosotros. De tamaño
superior al nuestro cuando caminan sobre sus dos patas traseras; de vuestra
altura, aproximadamente.

Los amigos se inquietaron por las últimas palabras de Abel, pues éste
parecía haber asumido la actual estatura de los muchachos.

—Quiero decir, como vosotros en este momento, claro —intentó
corregir el erkro su metedura de pata.

—¿Y cómo es la cabeza de los krulus? —volvió Pedro al tema, con
interés.

—La parte superior de los krulus es monstruosa: tienen una enorme
cabeza de mandíbula prominente; muy poderosa, y, en el caso de los machos
adultos, acompañadas de dos enormes colmillos que sobresalen a ambos lados
de éstas —respondió Abel.

—¿Cómo los jabalíes? —añadió Juan Antonio.

—Parecidos —respondió Abel, de manera inmediata—. Pero creedme:
su aspecto es muy feroz, y contra su fuerza ninguno de nosotros puede hacer
nada.

—¿Entonces? ¿Qué hacemos nosotros aquí? ¿Para qué nos necesitáis?
—preguntó Julián.

—Creo que vosotros podéis ayudarnos a descifrar su nueva lengua.
Aunque no sea de forma exacta —indicó Abel a los cuatro amigos.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? —volvió a preguntarle Julián.

—Eso ya no lo sé; por eso estáis aquí —le respondió Abel.

—Es demasiado peligroso —interrumpió Pedro la conversación.

—Sí; tenéis razón; es una misión muy peligrosa. Pero es nuestra última
oportunidad. Sin vuestra ayuda, estamos perdidos. Si no logramos descifrar el
actual lenguaje de los krulus, acabarán con todos nosotros —recalcó el erkro,
cabizbajo.

—Sé que vosotros tenéis cualidades para hacerlo. Y sois nuestra última
esperanza —volvió a intervenir Abel, mostrando su gran preocupación.

—¿Y si no lo conseguimos? —advirtió Pedro.

—Moriremos todos —respondió tajantemente el erkro.

—¿Qué? Ni hablar. Yo me marcho de aquí —dijo Pedro, levantándose.

—Os comprendo. Si queréis marcharos, yo mismo os acompañaré a la
salida — dijo Abel, casi derrotado.

—No podemos abandonarlos. Morirán todos —intervino María, tras
unos segundos de silencio—. Podemos intentarlo.

Julián y sus amigos miraban al erkro sin saber muy bien ni qué hacer ni
qué decir. Pedro continuaba de pie, justo en frente de Abel. A la izquierda de
Pedro, permanecían sentados sus amigos.

—El tema es muy claro: o nos vamos para casa, o nos quedamos para
ayudar a los erkros —rompió el silencio Juan Antonio, con su habitual
brusquedad.

—A mí ya del castigo no hay quien me libre —bromeó Pedro, después
de escuchar a su amigo.

—Eso es fijo: yo ya no veo la calle hasta que sea mayor de edad —
añadió también Julián, mirando de reojo a María.

—¿Por qué me miráis? ¿Soy yo la que tengo que tomar la decisión? —
preguntó la chica.

Mientras tanto, Abel, de pie, próximo a ellos, tan solo escuchaba el
intercambio de opiniones del grupo.

—La más responsable eres tú, María —le dijo Julián, esperando su
opinión.

—¡Oye! Que yo todavía no me he decidido del todo, ¿eh? —volvió
Pedro a bromear.

—Pero a ti no te preguntamos. Sabemos que elegirás irte a casa. Con lo
cobardica que eres… —lo buscó Juan Antonio, cariñosamente.

—¡Tenía que saltar! —exclamó Pedro—. Yo no soy un cobardica. Es
más, creo que debemos quedarnos y ayudar a los erkros. Abel se ha portado
muy bien con nosotros en todo momento.

—Sí, claro. Por eso nos ha metido en esta madriguera —contestó Juan
Antonio.

—Pero él mismo se ha ofrecido para sacarnos. Si lo deseamos, podemos
irnos a casa. ¿Es cierto, Abel? —preguntó Pedro al erkro.

—Totalmente —respondió éste.

—¿Y tú qué dices, María? ¿Estás muy callada? —pedía Pedro su
opinión.

—Yo digo que, a pesar del peligro de la misión, deberíamos quedarnos
hasta que los erkros resuelvan su problema. Ellos confían en nosotros; por eso
nos han traído aquí —respondió la chica—. Además, ¿cuándo vamos a vivir
otra aventura igual?

—Estoy de acuerdo con ella —se decidió Juan Antonio.

—Y yo, también —sostuvo Julián.

—Os lo agradezco en nombre de todos los erkros. Ha sido un placer para
nosotros teneros aquí y enseñaros parte de nuestras costumbres. A partir de
este momento, si así lo deseáis, será también un placer llevaros hasta el árbol
desde dónde caísteis a nuestra ciudad —dijo el erkro caballerosamente a los
muchachos, inclinando su cabeza, en señal de reverencia.

—No hay de qué. Será un placer también para nosotros —se dirigió
Julián al erkro, levantándose y realizando el mismo saludo.

Pedro, en pie, al lado de Julián, también se unió a la reverencia realizada
por éste. A continuación, María y Juan Antonio, que permanecían sentados,
acompañaron la seriedad del momento incorporándose y mostrando también
sus respetos a Abel.

A partir de aquel momento, se creó un vínculo especial entre los cuatro
jóvenes y Abel. No dando lugar a dudas de que lucharían juntos contra los
krulus.


























Capítulo 15


Para los chicos era como estar en un sueño; se sentían importantes.
Nunca hubieran imaginado estar en un mundo tan especial y diferente.
Rodeado de criaturas extrañas e inimaginables. Y, por si fuera poco,
emprendiendo tan peligrosa misión.

Como era habitual, el momento de vinculación lo rompía Juan Antonio
con su brusca manera de ser:

—Bueno, dejémonos ya de saluditos y elaboremos un plan. Me gustaría
salir vivo de esta madriguera —sugirió éste, con aspereza.

El erkro sonrió, los chicos se relajaron, y los cinco se sentaron en el
suelo, formando un círculo, cruzando las piernas, disponiéndose a elaborar un
plan.

—Lo primero que tenemos que hacer es encontrar algún papel escrito
por los krulus. Así nos será más fácil descifrar el nuevo lenguaje creado por
ellos —comenzó Julián la interesante conversación.

—Me temo que eso va a ser imposible —dijo Abel.

—¿Por qué? —preguntó Julián.

—Muy pocos krulus saben leer y escribir. Se llaman krulus escribas, y se
encuentran en el centro de su civilización. Están muy bien protegidos y es muy
difícil llegar hasta ellos —le respondió Abel.

—¿Y no tendréis por ahí alguna conversación grabada? —preguntó
Julián, bromeando, e imaginando la respuesta.

—¿Cómo? —preguntó el erkro, sorprendido.

—Por favor, Julián. ¿No ves el entorno? —intervino irónicamente
María.

Abel, el erkro, no sabía muy bien de qué estaban hablando los
muchachos.

—Olvídalo, Abel —irrumpió Juan Antonio—. La única opción que
tenemos es la de aproximarnos a ellos lo más que podamos para poder
escucharlos hablar.

—Eso sí es posible, aunque peligroso. Acercarse a los krulus es siempre
arriesgado. Nos obligará a pasar nuestras fronteras e introducirnos en su
territorio —respondió Abel.

—Estoy de acuerdo con Juan Antonio: es la mejor opción. Intentaremos
estar presente en una reunión de krulus, sin que nos vean —volvió a intervenir
Julián.

—¿Y cómo lo haremos? ¿No se percatarán de nuestra presencia? —
preguntó Pedro al erkro.
—Es posible. Quizás, si nos acercamos con cuidado, puede que no se
den cuenta. Los krulus, a pesar de su sobresaliente hocico, no pueden presumir
de olfato. Digamos, que no es su fuerte. En eso le llevamos ventaja los erkros
—aclaró Abel.

—¿Y nosotros los humanos? ¿También les llevamos ventaja en el olfato?
—preguntó María, en esta ocasión.

—No; el olfato de los humanos es aún peor —respondió el erkro a la
chica.

—Pero somos superiores en inteligencia. Y se lo vamos a demostrar —
dijo en voz alta Julián.

—Esa es una de las virtudes que me llevó a elegiros para esta misión —
intervino Abel, admirando el comportamiento de Julián.

—¿Cuál? ¿La inteligencia? —preguntó Juan Antonio.

—No exactamente. Aunque sé que todos sois inteligentes —aclaraba el
erkro.

—¿Entonces? —volvió a preguntar Juan Antonio.

—La actitud —expresó Abel.

—¿La actitud? —se extrañó el chico.

—Sí: la actitud —recalcó Abel—. O, mejor dicho, la actitud positiva que
observé en vosotros. Esa es la mejor de las cualidades que puede tener un ser
vivo cuando afronta un reto. Sin olvidar vuestra imaginación, pues no tiene
límites.

Julián y sus amigos se sintieron alagados por las palabras que Abel les
había dedicado. Pero no paraban de pensar qué plan elaborar para acercarse a
esos horribles krulus.

—¿Qué haremos para llegar hasta ellos? —insistió Julián.

—Tendremos que realizar una expedición. Pero el inconveniente está en
que a vuestro paso podemos tardar hasta tres noches en encontrarlos —
respondió Abel al chico.

—¿Tres noches? —preguntó María, extrañada.

—¡Ah! Lo siento —se disculpó el erkro—. Se me olvidaba otra vez que
trataba con humanos: para vosotros, tres días. Es que nosotros, los erkros,
contabilizamos las noches en vez de los días.

—¡Mmm! Ahora entiendo —murmuró María—. Bueno, de todas
formas, a todos nos van a castigar de por vida.

—¡Mejor, ni pensarlo! —bromeó Julián—. Además... nosotros perdimos
la noción del tiempo desde que entramos aquí. ¿Verdad chicos?
Juan Antonio, Pedro y María no hicieron ningún comentario al respecto,
aunque sí mostraron su resignación mirando hacia abajo y apretando
levemente sus labios. Después de unos minutos de silencio, continuaron
hablando.

—¿Y por dónde buscaremos a los krulus? —preguntó Pedro.

—Hace dos noches… ¡perdón!, dos días —se disculpaba nuevamente
Abel—, los erkros exploradores localizaron uno de nuestros campamentos
totalmente destrozado; el orientado más al norte. Hacía allí tendremos que
dirigirnos. Seguro que encontraremos algún grupo de krulus por aquellas
tierras. Para ello, necesitaremos equiparnos y buscar refuerzos. De eso me
encargo yo. Ahora, iré a reunir un buen grupo de guerreros y exploradores que
nos acompañarán a lo largo del viaje.

—¿Y nos quedaremos aquí solos? —preguntó Pedro, al que,
nuevamente, no le empezaba a gustar ni un pelo el asunto.

—Sí; así podré ir más rápido. Aquí estáis a salvo. Mientras tanto, podéis
descansar y comer algo para reponer fuerzas. Yo tardaré unos minutos —
justificó el erkro a los muchachos.

—¿Cuántos erkros nos acompañarán? —preguntó una vez más Julián.

—De todos los que disponga de manera inmediata —le respondió Abel,
con la firmeza de un guerrero—. Cuantos más, mejor; desde luego. No
sabemos qué criaturas podemos encontrarnos en el camino. Sobre todo,
cuando crucemos nuestra frontera y nos introduzcamos en territorio krulu,
pues esa zona ya no la tenemos vigilada. Y espero que se encuentren todavía
próximos a la frontera: cuanto más tengamos que introducirnos en su
territorio, más peligrosa se hará la expedición.

Los cuatro amigos escucharon atentamente las palabras del erkro. No
hicieron observación alguna al respecto, a pesar de que no les gustaba, en
absoluto, la idea de quedarse solos en aquel lugar; aunque fuera sólo por unos
minutos.

—Me marcho. No tenemos tiempo que perder —se levantó el erkro,
rápidamente—. Descansad y recuperad fuerzas: las vais a necesitar.

El erkro desapareció de inmediato por el túnel que estaba más próximo a
los jóvenes; justo por el que habían llegado al manantial. Los muchachos no se
levantaron. Sacaron de sus mochilas algo de comida y de bebida, y empezaron
a disfrutarlas. Entre bocado y bocado, como era común en ellos,
intercambiaban impresiones:

—Julián, ¿has pensado ya cómo descifraremos el lenguaje de los krulus?
— preguntó Juan Antonio, masticando con la boca llena.

—No tengo ni idea. Pero sí estoy seguro de que necesitamos escucharlos
hablar: necesitamos anotar frases completas —indicó Julián.
—¿Y si no entendemos nada? ¿Cómo vamos a anotar las palabras? —le
preguntó Pedro, en esta ocasión.

—Anotaremos los sonidos. Y ya pensaremos en su significado —
respondió Julián, con las ideas muy claras.

—La verdad es que el plan suena bien. El problema va a estar en
descifrar los sonidos anotados —volvió a intervenir Juan Antonio, con la
dificultad propia de estar masticando con la boca llena.

—Sin duda, no va a ser fácil. Pero entre los cuatro, lograremos
descifrarlo; al menos, lo suficiente como para que los erkros puedan
anticiparse a las malvadas ideas de sus peores enemigos. Nos iremos más
contentos para casa —añadió María.

—Es cierto: pobrecillos. Al fin y al cabo, no son tan malos. Con
nosotros, al menos, se han portado muy bien —retomó Pedro la palabra.

—Claro; porque nos necesitan. Y piensa que ellos son los que nos han
metido en este follón —intervino Julián.

—En este aprieto nos hemos metido nosotros —recordaba Juan Antonio
—. Abel insistía en llevarnos a casa. Pero hemos decidido ayudarle. Es mejor
que no le demos más vueltas al asunto.

—Juan Antonio tiene razón. Hemos decidido ayudarles y vamos a
hacerlo —trataba María de zanjar el tema.

Los muchachos seguían disfrutando plácidamente de una intensa charla.
Al mismo tiempo, reponían fuerzas. Pero cuando apenas habían olvidado que
se encontraban solos en aquel lugar, una enorme cabeza de serpiente, que salía
de la cavidad del manantial, se alzaba por encima de la cabeza de Pedro.
Julián, María y Juan Antonio, inmovilizados por el miedo, sólo acertaron a
pegarse a la pared más próxima que tenían a sus espaldas. Mientras tanto,
Pedro, que no había visto aún al animal, permanecía sentado, sosteniendo un
trozo de bocata con su mano derecha.

—¿Qué ocurre? —preguntaba Pedro, ignorando la situación en la que se
encontraban—. Me estáis asustando.

—Por favor, Pedro. Ven hasta aquí. No preguntes —le sugirió Julián.

Pedro empezó a sentir miedo, a causa de las expresiones de espanto
mostradas por sus amigos. Se puso bastante nervioso al ver que María, Julián
y Juan Antonio estaban pegados a la pared, completamente abrazados, y con
las caras de estar viendo un fantasma. La enorme serpiente levantó aún más su
cabeza y abrió las mandíbulas con la intención de engullir a Pedro. Juan
Antonio, finalmente, reaccionó y atinó a utilizar uno de sus brazos, con la idea
de tirar de su amigo. Pero era demasiado tarde. Cuando estaba a punto de
llegar hasta él, la serpiente disparó su arma letal: iba directa a tragarse a su
amigo. Sin embargo, justo en ese instante, Pedro se dio la vuelta y contempló
la boca abierta del reptil. Reaccionó, por instinto, lanzándole su trozo de
bocadillo hacia su lado derecho y, acompañado de un rapidísimo amago, se
lanzó hacia su lado izquierdo. Increíblemente, la serpiente cayó en el engaño:
sus fuertes mandíbulas engulleron el bocata, en vez de al muchacho. Pero no
abandonaría su objetivo. Casi de inmediato, ayudada con su cola, ya
completamente situada sobre la superficie de suelo en la que se encontraban
los jóvenes, la serpiente golpeó con su parte inferior a Pedro, saliendo éste
despedido, como una pelota de golf tras ser golpeada por un golfista, hasta el
centro del manantial.
Julián, María y Juan Antonio, con la intención de protegerse, se
introdujeron en el túnel que tenían más próximo; el mismo por el que se
marchó Abel en busca de sus compañeros erkros. Los muchachos estaban
petrificados: no sabían qué hacer ni cómo reaccionar. No podían ayudar a su
amigo Pedro, que flotaba sobre el agua a merced del reptil. Ellos se sentían
seguros dentro del pasadizo, a pesar de que eran conscientes de que tenía
suficiente volumen como para que la serpiente pudiera reptar a través de él.
Hipnotizados durante un par de segundos, contemplaron al animal: su lengua
bífida, el desafiante brillo de sus ojos, y los colores dorado, ocre y negro que
adornaban su deslizante piel, resaltaban tanto belleza como ferocidad.

Instantes después, tras el enérgico intercambio de miradas, el reptil se
dio la vuelta y despareció por el hueco del manantial. La serpiente iba hacia el
agua en busca de Pedro, pensaban sus amigos. ¿Cómo lo evitarían?

—¿Qué hacemos? ¿Cómo ayudamos a Pedro? —preguntó Juan Antonio,
con la dificultad propia de estar temblando por el miedo.

—Tenemos que distraerla —respondió Julián, también con voz
entrecortada.

María se armó de valor y salió corriendo hasta el pie de la cavidad del
manantial. Mirando hacia abajo, empezó a hacer señales con las manos en alto
y a llamar en voz alta al animal para llamar su atención.

—¡Aquí, serpiente asquerosa! —gritaba María, moviendo sus manos, de
un lado a otro, sobre su cabeza.
—¡Aquí arriba! —volvía a gritar.

Juan Antonio y Julián, motivados por la valentía de la chica, salieron
corriendo tras ella. Julián se situó a unos metros a la derecha de su amiga,
mientras que Juan Antonio lo hizo unos metros a la izquierda. Trataban de
ganar tiempo entreteniendo al animal desde distintos lados del manantial.
Empezaron a gritar y a hacer las mismas señales con los brazos que estaba
haciendo María. Los muchachos no querían ni pensar en cómo reaccionarían
en caso de que el animal se dirigiese de nuevo hacia ellos; pero sí pensaban en
que, cada vez que se detenía la serpiente alzando su cabeza para mirarlos, era
tiempo que ganaba Pedro para salir del agua.

—¡Nada, Pedro! ¡Nada hasta uno de los bordes del manantial! —le
gritaba María.

Pedro, al ver que la serpiente se aproximaba al borde del manantial,
empezó a nadar con energía hacia el lado opuesto. El reptil, tras unos
segundos con la cabeza en alto, observando desde abajo los movimientos que
Julián, Juan Antonio y María realizaban con sus brazos, decidió introducirse
en el agua y nadar en zigzag hacia Pedro. Fueron momentos de terror para los
chicos. Desde arriba, los tres amigos contemplaban cómo la serpiente se
acercaba a Pedro a gran velocidad. Y desde abajo, Pedro nadaba todo lo rápido
que podía hasta el borde más cercano; aunque, de vez en cuando, miraba hacia
atrás, contemplando cómo la rápida serpiente le recortaba distancia.

María, histérica al ver que su amigo Pedro iba a ser engullido por el
animal, empezó a bajar una de las escaleras que conducían hasta el borde del
manantial. Las bajaba a gran velocidad y sin dejar nunca de gritar.

—¡Nada más rápido, Pedro! —gritaba María, a pulmón limpio.

Juan Antonio y Julián, de nuevo empujados por la valentía demostrada
por la chica, corrieron también para socorrer a su amigo. Juan Antonio empezó
a bajar la escalera más próxima, situada a su izquierda. Y Julián hizo lo
propio, pero corriendo a gran velocidad sobre una rampa que se encontraba a
su derecha. Los tres, al pisar el borde del manantial, corrieron hasta el extremo
al que se dirigía Pedro. Éste nadaba lo más rápido que podía, aunque percibía
que era insuficiente.

—¡Corre, Pedro! ¡Ya casi estás! —lo animaba María, una vez más.

Cuando Pedro estaba a punto de tocar el borde, todavía en el agua, le
enorme serpiente alzó nuevamente la cabeza emergiendo parte de su cuerpo.
Justo en el instante en el que Pedro flexionaba sus brazos saliendo del agua,
las mandíbulas de la serpiente se dirigían hacia él. Pedro no podía verla: el
reptil se encontraba a su espalda, con la boca abierta y apuntando por encima
de su cabeza. Juan Antonio, al ver que su amigo iba a ser engullido por el
animal, saltó valientemente sobre Pedro para desviarlo de la trayectoria que ya
había iniciado la mandíbula del reptil.

Por segunda vez, el mortífero depredador falló su ataque, dejando marca
de sus fuertes colmillos sobre el borde de piedra al que había mordido por
error. El empujón de Juan Antonio hizo que, tanto él como Pedro, cayeran de
nuevo al agua. Desde el borde, María y Julián, veían cómo sus dos amigos
estaban a merced del reptil. Eran momentos angustiosos para ellos, pues
sentían la impotencia de no poder ayudarlos. La serpiente reaccionó como un
rayo, alzando nuevamente su cabeza para tragarse a uno de los muchachos.
Esta vez se dirigía a Juan Antonio. Éste, al ver los colmillos del animal, se
sumergió en el agua y buceó lo más que pudo para salir del alcance del
depredador. Pedro, sin embargo, aterrorizado, sólo supo mantenerse a flote
mirando hacia arriba la boca de la serpiente. Al ver la dentadura del animal
descendiendo hacia él, éste cerró los ojos para no ver lo que ya era inevitable.
María, desde el borde, se tapó la cara con sus manos para no ver cómo la
serpiente se tragaba a su amigo. Julián, también impotente, se puso de rodillas
en el suelo.

De repente, justo en ese preciso instante, unos erkros se lanzaron sobre
la cabeza del reptil.

—¡Mirad! ¡Es Abel con sus compañeros! —gritó Julián.

María, apartó lentamente las manos de su cara. Unas cuerdas estaban
siendo lanzadas por erkros, a modo de lazo. En cuestión de unos segundos, el
animal, que soportaba a varios erkros apuñalando su cabeza, vio limitada su
movilidad a causa de las múltiples cuerdas que mantenían tensas los erkros
desde lo alto de la cavidad del manantial.
Finalmente, Pedro y Juan Antonio salieron del agua. Nada más
alcanzaron sus pies tierra, corrieron hacia sus dos amigos, recibiéndose
mutuamente con un caluroso abrazo.

—¿Estáis bien? —les preguntó Julián.

—Sí —respondió Juan Antonio.

—Yo, aún no lo sé —respondió Pedro, tiritando.

Los cuatro amigos, envueltos en un abrazo, miraban de pie, y próximos
al manantial, los escurridizos siete metros de longitud, cediendo ante la
presión ejercida por los lazos que aguantaban los erkros. Se podía apreciar
muy bien al animal, pues las tensas cuerdas habían sacado el cuerpo del agua
casi en su totalidad. Y también se podía ver a varios erkros, sin daño aparente,
saliendo del nacimiento, tras haber caído al agua, debido a los enérgicos
movimientos del reptil.

Abel, que desde arriba sostenía una de las cuerdas, contemplaba con
gran satisfacción cómo los jóvenes habían sobrevivido al inesperado
contratiempo. Desde abajo, a la misma vez, los chicos observaban a éste,
tirando con ambas manos, y apretando con fuerza, uno de los lazos que
rodeaba al reptil. Una vez más, el cruce de miradas se convirtió en una
muestra mutua de respeto y agradecimiento.













































































Capítulo 16


Cuando los erkros se percataron de que la serpiente estaba
completamente muerta, la sacaron del agua y empezaron a despellejarla con la
intención de consumirla. Según comentaban, no era un plato habitual para
ellos, pero sí una exquisitez. Una vez el animal despellejado y troceado, los
ekros empezaron a amontonar en uno de los bordes del manantial ramas secas
y troncos. Al cabo de un rato, una agradable hoguera se reflejaba en las frías
aguas del manantial. Los chicos se limitaban a mirar a los erkros ensartando
los trozos de serpiente en palos rectos, que, posteriormente, acercaban al fuego
para ser cocinados.

Cuando parecía haber llegado la calma, Abel se acercó a los muchachos
para invitarlos a disfrutar del calor del fuego.

—¿Cómo os encontráis? —dijo el erkro, nada más llegar a la altura de
los cuatro amigos.

—Regular —respondió Pedro, temblando.

—Siento mucho haberos dejado solos —se lamentaba el erkro.

—No ha sido culpa tuya —respondió Juan Antonio—. Además, estamos
bien.

Abel invitó a los chicos a sentarse junto a la hoguera. Todavía con el
miedo en el cuerpo, lo hicieron. Juan Antonio y Pedro estaban completamente
empapados. Y las caras de Julián y María reflejaban el mal rato que habían
tenido que soportar.

La hoguera estaba rodeada de erkros. Algunos de ellos, de pie, sostenían
los palos que ensartaban los trozos de carne de serpiente. Otros, los erkros que
habían caído al agua, intercambiaban algunas palabras, sentados junto al
fuego.

—Sentaos cerca de la hoguera para secaros lo antes posible. Así no
cogeréis frío —dijo Abel a Juan Antonio y a Pedro.

Algo alejados de los erkos, los cuatro amigos se sentaron juntos frente al
fuego. No tenían ganas de conversación. Era como si hubiesen reservado ese
momento para comunicarse a través de la mirada, con las inquietas y
crujientes llamas calentando sus cuerpos.

Al cabo de un rato, cuatro erkros se acercaron a los jóvenes y le
ofrecieron un apetitoso y caliente trozo de asado de serpiente. Los muchachos
dieron las gracias a éstos, sosteniendo los trozos de carne por las partes
inferiores de los palos que las ensartaban. Instantes después, empezaron a
mordisquear los, todavía, humeantes trozos de carne.

—¡Está delicioso! —exclamó Juan Antonio, mientras masticaba.

—Quién iba a decir que un bicho tan horrible estaría tan bueno —dijo
Julián.

—¿Te gusta, Pedro? —le preguntó María, que lo notaba aún asustado.

—Sí; y con el hambre que tengo… —respondió éste.

Abel, que disfrutaba de la comida junto a los erkros, cuando vio que los
muchachos empezaron a conversar, se levantó y se sentó junto a ellos.

—¿Qué tal ese asado de serpiente? —preguntó el erkro, iniciando la
conversación.

—¡Buenísimo! —exclamó Juan Antonio—.

—Me alegro de que os haya gustado. ¿Os habéis secado por completo?
—preguntó Abel, dirigiéndose, en este caso, a Juan Antonio y a Pedro.

—Yo estoy casi seco; pero no del todo —respondió Pedro—. ¿Y tú, Juan
Antonio?

—Yo tampoco lo estoy. Lo que sí me comería es otro pedazo de asado de
serpiente —añadió éste, mirando al erkro.

—Pues, lo siento. No ha quedado nada de ella. Todos teníamos muy
buen apetito —respondió Abel.

—Pues nada. A ver que me queda por aquí —dijo nuevamente Juan
Antonio, abriendo la cremallera de su mochila—. ¡Algo hay!

Juan Antonio sacó de su mochila un trozo de bocadillo. Y mientras lo
mordisqueaba, volvió a preguntarle a Abel:

—¿Todos vamos a la expedición?

—Sí; a saber con lo que vamos a encontrarnos. No podemos
arriesgarnos a ir sólo unos cuantos —le respondió Abel.

—¿A cuántos erkros has reclutado? —preguntó María, en esta ocasión.

—A cuarenta, en total. Treinta erkros guerreros, cinco cazadores y cinco
exploradores —contestó Abel.

—¿Cuándo partiremos hacia el norte en busca de los krulus? —preguntó
Julián.

—Cuando descansemos un poco. Además, es muy importante que os
sequéis aquellos que os habéis mojado; sobre todo, los pies. Piensa que vamos
a andar durante largo tiempo hasta encontrarlos. Realizaremos algunos
descansos, pero los menos posibles. El tiempo corre en nuestra contra —
respondió Abel, con determinación.

—¿Por qué? —volvió Julián a preguntar al erkro.

—Pues porque los krulus ya estarán planeando un nuevo desastre. A
saber cual… —respondió Abel, con preocupación, al muchacho.

—¿Y tenéis algún plan para encontrarlos? —continuaba Julián la
conversación.

—Los erkros exploradores se encargarán de hacerlo —respondió el
erkro.

—¿Y cuánto tiempo tardaremos en encontrarlos? —preguntó María esta
vez.

—No lo sé. Probablemente, un par de noches. Pero podría ser un poco
antes o un poco después. Dependerá de sus movimientos —respondió Abel a
la chica—. Pero ahora lo mejor es que descanséis. No sabemos qué podemos
encontrarnos en el camino. Y cuando encontremos a los krulus, os tocará a
vosotros realizar vuestra tarea. Que por cierto, tampoco es tarea fácil.

Los cuatro jóvenes se miraron mutuamente, conscientes de la aventura
en la que se estaban metiendo. Por una parte, tenían miedo; sin embargo, por
otra parte, sabían que en sus vidas la experiencia sería irrepetible.

Una vez más, el cansancio hacía mella en los valientes muchachos.

—¿Haremos guardias? —preguntó Julián, bostezando.

—No os preocupéis por las guardias: las realizaremos nosotros. Como os
acabo de decir, centraos en descansar, que ya llegará vuestro momento de
intervenir —respondió Abel.

—De acuerdo —dijo Julián, al ver que Abel lo tenía todo bajo control.

El erkro se levantó para dejar descansar a los muchachos. Pedro ya había
empezado a hacerlo, pues estaba completamente dormido sobre el suelo.
Julián, Juan Antonio y María desplegaron sus respectivos aislantes al lado de
Pedro. Julián, hizo lo propio con el de Pedro, que lo tenía enrollado bajo su
mochila. Juan Antonio cogió a su amigo en brazos, sin que se despertara, y lo
colocó en una posición más cómoda; su aislante era el más próximo al fuego.

Era un momento de paz y tranquilidad. Los cuatro amigos y los erkros
descansaban, plácidamente, tumbados alrededor de la hoguera. No se oía nada,
salvo el crujir de las llamas. Ni siquiera los dos erkros que hacían guardia,
realizaban un leve ruido. Con los ojos abiertos como una lechuza, y sentados
sobre dos piedras, algo alejados de los demás, vigilaban el campamento que,
más tarde, caminaría en busca del peligro.

Al cabo de unas horas, ya con el fuego casi apagado, Abel se acercó a
los muchachos. Éstos dormían como troncos. Pero era la hora de marchar.

—¡Chicos! ¡Despertad! —dijo Abel, en voz alta.

Julián y María fueron los primeros en hacerlo. Se sentaron sobre el
mismo lugar en el que habían estado echados hasta hacía un instante.
Observaron a los erkros, casi listos para partir.

—¡Buenos días, Abel! —dijo Julián, esperezándose.

—¿Cómo sabes que son buenos días? —le preguntó María.

—¡Buenos días, chicos! —saludó Abel—. En efecto, son las ocho de la
mañana para vosotros —les indicó éste, notando que estaban un poco
desorientados.

—¿Y cómo sabes que es por la mañana? —preguntó María,
levantándose.

—¡Qué pregunta! —exclamó el erkro— ¿Será porque vivo aquí? No
podemos perder más tiempo: salimos en cinco minutos.

Abel se acercó al grupo de erkros para ultimar preparativos. Apagaron el
fuego, tomaron sus equipajes, enrollaron las cuerdas, acomodaron sus armas y
entablaron conversación mientras los muchachos terminaban de incorporarse.
María y Julián, al ver que Pedro y Juan Antonio no se levantaban, volvieron a
llamarlos a empujones. María se encargó de Pedro y Julián de Juan Antonio.

—No olvidéis nada que os pueda ser útil —recordó Abel a los jóvenes.

Al cabo de unos minutos, la expedición partió hacia el norte, tal y como
estaba acordado. Los chicos caminaban rodeados de erkros. No todos los
erkros iban siempre con el grupo. De dos en dos, los erkros guerreros, y
siempre acompañados por un tercer erkro explorador, se adelantaban al grupo
examinando el terreno. Estos grupos de tres se iban relevando. Y no siempre
corrían hacia delante. Algunas veces, se desviaban por otro túnel que salía de
uno de los lados para realizar la exploración. E incluso, en ocasiones, volvían
por detrás del grupo. Era un constante ir y venir de tríos de erkros, procurando
que el colectivo caminara por un túnel seguro.

La expedición caminó durante horas sin encontrar rastro de los krulus.
Dejado atrás el campamento destruido por éstos, todavía en territorio erkro,
los muchachos, casi sin aliento, pedían a Abel un breve descanso:

—Abel, no podemos más. Necesitamos descansar un poco —dijo, en
primer lugar, Julián.

—Es cierto; estoy a punto de desmayarme —comentó, acto seguido,
Pedro.

—Empieza a ser peligroso detenerse. Ya estamos muy cerca de la
frontera con los krulus —expresó Abel, animando a los chicos a seguir
caminando.

Abel se retrasó hasta el grupo que caminaba en la retaguardia e
intercambió unas palabras con uno de los erkros exploradores. Al cabo de
unos minutos, se acercó nuevamente a los chicos y caminó junto a ellos.
Cuando la expedición llegó a un gran ensanchamiento, se detuvo y se asentó.
Un grupo de erkros llevó nuevas provisiones a los jóvenes para que volvieran
a reponer fuerzas.
Los chicos comían y bebían mientras examinaban tanto la zona como al
grupo acompañante. A los muchachos les llamaba la atención las pequeñas
diferencias que caracterizaban a los tipos de erkros. A los erkros guerreros era
más fácil reconocerlos, pues caminaban con más armas sobre su cuerpo.
Siempre más visibles sus puñales, cuerdas, lanzas, hachas y escudos metálicos
circulares. En cambio, los erkros cazadores iban menos armados. Sus
utensilios de caza comunes eran arcos, flechas y cuchillos. Aunque algunos de
ellos también llevaban cuerdas. Por el contrario, los erkros exploradores
caminaban más ligeros de armas. Siempre provistos de una mochila a sus
espaldas (más grande que la del resto de erkros), de cuerdas, cuchillos y unos
rudimentarios anteojos, fabricados con caña, que llevaban colgado del cuello.

La zona en la que se detuvieron estaba devastada. Se percibía muy bien
el paso de los krulus por el lugar. Era un ensanchamiento más grande de lo
habitual, al que tan solo llegaban dos túneles. Había poca luz porque la
antorcha que lo alumbraba estaba apagada, en el suelo. A pesar de ello, al cabo
de un tiempo, el suficiente para que las pupilas se adaptaran a la escasa luz del
lugar, se podía diferenciar cómo diversas vasijas de barro estaban partidas en
pedazos y tiradas por el suelo. También había múltiples estanterías de madera;
la mayoría, rotas; aunque algunas, aún de pie junto a la pared, en buen estado.
Y una gran cantidad de sal se mezclaba con la tierra del suelo.

—¿Qué sería este sitio? —preguntó María, con su habitual curiosidad.

—No estoy seguro. Pero, desde luego, está destrozado —respondió
Julián, antes de tomar un sorbo de agua de su cantimplora.

—Es un área de descanso para exploradores —intervino Abel, que
estaba sentado cerca de ellos.

—¿Un área de descanso? —indagó Julián.

—Sí; los exploradores necesitan lugares para abastecerse de alimentos
cuando ejecutan sus largas expediciones. Como creo que ya os he contado,
estos erkros viajan en grupo, y, en ocasiones, están fuera hasta veinte y treinta
noches. Estos lugares están repartidos en múltiples puntos de nuestro
territorio; sobre todo en las zonas fronterizas, alejadas de las zonas más
habitadas. Precisamente, para facilitar el trabajo de estos exploradores —
explicó, con detenimiento, Abel a los muchachos.

—Y como estáis viendo, los krulus destruyen todo lo que van
encontrando —volvió a decir Abel, bastante preocupado.

—¿Vamos a estar aquí mucho tiempo? —preguntó Juan Antonio.

—No —respondió Abel de manera rotunda—. A partir de ahora, los
descansos tienen que ser escasos y de corta duración.

—¿Por qué razón? —insistió en esta ocasión Pedro al erkro.

—Pues porque estamos muy próximos a los krulus. Y como creo que
también os he contado, por no entender su idioma, ya no podemos anticiparnos
a sus movimientos. Ahora mismo podrían estar cerca de aquí; e incluso,
escuchando nuestra conversación —respondió nuevamente Abel a la pregunta.

—¿Escuchándonos? —volvió a cuestionar Pedro, casi de inmediato—.
¿Cómo van a escucharnos si estos erkros no paran de dar vueltas para
mantenernos a salvo?

—Pues, ni por esa podemos estar tranquilos —retomó Abel su
explicación, poniéndose de pie ante el grupo de amigos—. Los krulus son
extraordinarios excavadores. En muchas ocasiones se desplazan por nuevos
pasajes que excavan en la tierra, sobre la marcha.

—¿Cómo las hormigas que se nos aparecieron? —preguntó otra vez
Pedro, sobresaltado por la respuesta del erkro.

—Más o menos, así. Los krulus son expertos en el arte de la destrucción.
Y su fuerza los hace muy peligrosos —decía Abel, alejándose del grupo.

Los chicos volvieron a mirarse con cara de enorme preocupación. No se
sentían seguros en ningún lugar. Y se alegraban de estar rodeados de erkros en
todo momento. Vieron cómo Abel intercambiaba unas palabras con el resto de
compañeros. Y a los pocos minutos de hacerlo, levantaron el campamento y
continuaron con la expedición.




























Capítulo 17


Se percibía muy bien que la compañía se había introducido en territorio
krulu: los túneles no eran ya uniformes; su construcción no era tan perfecta; no
estaban iluminados; ni tampoco eran acogedores. En definitiva, era un lugar
verdaderamente inhóspito.

No era fácil andar por la madriguera de los krulus. La poca luz de la que
se podía disfrutar era la proporcionada por las antorchas que algunos de los
erkros de la expedición llevaban consigo. El suelo por el que caminaban era
muy irregular; desplazarse sobre él era dificultoso. Las subidas y bajadas eran
más pronunciadas. E incluso, en ocasiones, algunos túneles no tenían salida.

Tras hora y media de continuo caminar, un nerviosismo se hizo palpar en
la expedición. El último trío de erkros llegó de su reconocimiento con noticias
inquietantes; tales eran que el grupo se detuvo. Todo el mundo permaneció de
pie. Los erkros guerreros apretaban las empuñaduras de sus respectivas armas
con fuerza. Levantaron sus escudos a la altura del pecho. Se podía sentir que
algo no iba bien.

—¿Qué ocurrirá? —preguntó María en voz baja a sus amigos.

—No lo sé —susurró Julián—. Es posible que hayan localizado a los
krulus.

—Ttttengo miedo —balbuceó Pedro.

—Tranquilo, Pedro. Todo saldrá bien —le respondió Juan Antonio,
apretando con su mano derecha su hombro izquierdo.

Instantes después, Abel se acercó a los chicos.

—Muchachos, los krulus están muy cerca. La última expedición ha
encontrado indicios de ello —informó el erkro a los jóvenes.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Pedro, muerto de miedo.

—Hay que continuar caminado lentamente; en absoluto silencio. No os
alejéis del grupo en ningún momento. Sería muy peligroso —indicó Abel.

—Pero si nosotros no íbamos a ir a ningún sitio —añadió Pedro,
tremendamente nervioso.

—Tranquilo chicos. Nunca os dejaremos solos. En vosotros está puesta
nuestra esperanza de librarnos de estos salvajes —volvió a decir Abel a los
muchachos, caminando junto a ellos a partir de ese momento.

A pesar del cansancio que mostraban los cuatro amigos, seguían
caminando y caminando en completo silencio. No dejaban de mirar a todas
partes. No se escuchaba nada más que los pasos del grupo. Los erkros
guerreros permanecían tensos. Esperando cualquier signo de peligro para
atacar.
De repente, un grito escalofriante alertó aún más a los guerreros.

—¡Por detrás! —gritó uno de los erkros que caminaba en el grupo más
adelantado.

No se habían girado todavía los chicos, cuando ya podían escuchar a los
erkros luchando contra los krulus. Abel y otros tres ekros obligaron a los
jóvenes a tenderse sobre el suelo. Los muchachos obedecieron y se tumbaron
boca abajo. Cubrieron sus cabezas con sus respectivas manos. Envueltos por
el pánico, cerraron los ojos. Pero podían oír perfectamente la tremenda
disputa. Ellos permanecían inmóviles; sin embargo, Abel, de pie, observaba
cómo evolucionaba la batalla: los erkros guerreros arremetían contra los krulus
sin cesar. Tanto unos como otros golpeaban y peleaban hasta matar al
contrario. La fuerza de los krulus se hacía notar. Cada vez que un krulu
golpeaba a un erkro, éste salía por los aires. Sin embargo, la velocidad y
agilidad de los erkros les permitía volver al combate casi de inmediato, como
si rebotasen por las paredes de los pasajes de la madriguera.

El lugar del combate era estrecho; aspecto que favorecía a los erkros,
pues taponaban la entrada del enemigo. Los krulus habían intentado
sorprender al grupo por la retaguardia, pero éstos se estaban defendiendo bien.
Tras unos minutos de batalla, un inquietante silencio se apoderó del lugar. Los
muchachos levantaron con cautela sus cabezas y vieron cómo los erkros
guerreros seguían en guardia. Sus brazos y piernas mostraban la ejercitada
musculatura. Y varios de ellos estaban heridos, pero no de gravedad; al menos,
los que ellos alcanzaban a ver.

Cuando parecía que el peligro se habían alejado, un grupo de krulus se
abalanzó desde arriba sobre los erkros. Fue como si el techo del pasaje en el
que se encontraban en aquel instante se desplomara. Tanto la tierra como los
krulus cayeron sobre ellos. Esta vez el grupo de krulus era más numeroso que
antes. Y la batalla aún más violenta y encarnizada. Los cuatro adolescentes,
con sus cabezas tapadas, no se inmutaban. No sabían qué hacer. Los krulus
eran feroces. Atacaban a cuatro patas. Daban trompadas con sus horribles
colmillos. El aspecto que tenían era mortífero.

Pero la situación empeoró todavía más para Julián y sus amigos. Un
agujero se abrió justo donde ellos estaban echados. La superficie de tierra
sobre la que se apoyaban se desplomó. Los muchachos cayeron sobre el suelo
de otro pasadizo. El lugar estaba lleno de krulus, y ellos estaban solos ante
aquellas bestias. De repente, Abel y los tres krulus que escoltaban a los
jóvenes, aparecieron y se colocaron alrededor del grupo de amigos.
Empezaron a luchar con los krulus como leones. Por increíble que pareciese,
mostraban una valentía y una fuerza fuera de lo común. No obstante, Juan
Antonio, al ver que los erkros iban en desventaja numérica, fue el primero de
los jóvenes en reaccionar. Se armó de valor y empezó a lanzar puñetazos a
diestro y siniestro contra aquellas horribles criaturas. Los chicos no estaban
armados. De hecho, Abel, les había estado advirtiendo a lo largo del viaje que
en ningún momento entraran en combate por temor a que fuesen asesinados.
Después de Juan Antonio, el resto de amigos también empezó a luchar;
incluido María, que agarró, con su mano derecha, un palo de madera que
encontró en el suelo, y lo emprendió a garrotazos contra aquellos monstruos
con cabeza de jabalí. Pero la resistencia fue insuficiente: Julián fue golpeado
en la cabeza; a Pedro lo redujeron entre dos krulus, lo mismo que a María; y
Juan Antonio fue abatido tras un fuerte golpe en la cara. En mitad de la
sangrienta batalla, los cuatro muchachos perdieron el conocimiento.

Los jóvenes amigos despertaron en una especie de campamento formado
por krulus. Ellos estaban atados por la cintura, sentados en el suelo, espalda
con espalda. Una gruesa cuerda pasaba en varias ocasiones alrededor de ellos,
apretándole con fuerza sus estómagos. Sus manos estaban atadas a sus
espaldas. Y podían ver con sus propios ojos cómo sus pies también estaban
inmovilizados por cuerdas. Lo único que podían hacer era gritar, pero no lo
hacían. Se limitaban a contemplar el campamento de krulus, guardando
absoluto silencio. Serían unos cien, y descansaban en una enorme llanura
subterránea.

—¿Estáis bien? —rompió Julián el silencio.

—A mí me duele la cabeza —le respondió Pedro, en voz baja.

—A mí también —añadió María—. ¿Y tú, Juan Antonio?

—A mí me duele todo el cuerpo —dijo éste, con expresión de dolor.

—Creo que no vamos a salir de aquí —se lamentaba Pedro, que
empezaba a ponerse nervioso, viendo lo que hacían los krulus.

—Tranquilo, Pedro. Los erkros vendrán a por nosotros —lo animaba
Julián.

—¿Qué erkros? ¿Crees que habrá sobrevivido alguno? No ves cómo son
estos salvajes… —volvió a decir Pedro, que, sin poder soportar el miedo,
empezó a llorar.

—Calla Pedro; nos van a oír —le susurró María.

Los cuatro jóvenes estaban algo apartados del grupo de krulus. Pedro,
sin necesidad de girar la cabeza, podía observar cómo los krulus estaban
terminando de construir una gran jaula de madera. Y desde la perspectiva de
María, espalda con espalda con Julián, se podía ver cómo los krulus
amontonaban leña en distintos puntos del suelo para realizar hogueras.

Pedro no paraba de llorar. Tanto, que uno de los krulus se acercó desde
la jaula hasta él.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? —le preguntó el krulu, colocándose justo
en frente.

—Por favor, no nos hagáis daño —dijo Pedro llorando.

—¡Ja, ja, ja! —rió el krulu con energía.

Tenían una voz grave, ronca y tremendamente desagradable. Los chicos
la podían entender perfectamente cuando no hablaban su nueva lengua.

Otros dos krulus se acercaron a los muchachos que, junto al otro krulu,
arrastraron a los jóvenes por el suelo hasta la jaula, introduciéndolos en ella.

Pedro, que continuaba muy nervioso, no paraba de llorar.

—¡Por favor! ¡Por favor! —gritaba él sin cesar.

—Pedro, deja de llorar de una vez. Tranquilízate, por favor —le dijo
Julián, tratando de calmarlo.

—Pero no ves que nos van a comer —dijo otra vez Pedro, que no dejaba
de llorar.

—Es verdad, Julián. Van a comernos. Estos bichos son carnívoros. Abel
nos lo dijo, ¿recuerdas? —dijo Juan Antonio en esta ocasión.

—¡Nos van a cocinar a la parrilla! —gritaba Pedro—. ¡Qué horror!

—¡No nos van a comer! —intervino Julián, con firmeza.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Juan Antonio.

—Porque si fueran a comernos, ¿por qué nos iban a encerrar en una
jaula? ¿Para qué la iban a fabricar? —trataba Julián de calmar los ánimos, al
tiempo que usaba sus cinco sentidos para no perderse detalle de lo que ocurría.

—¡Es verdad! ¡Traen animales! —gritó María.

Desde su perspectiva, ella podía contemplar cómo unos krulus se
acercaban al campamento con animales. Estos animales venían atados por sus
colas como manojos de zanahorias. Los krulus sujetaban los hacecillos con sus
extremidades superiores, andando en posición vertical sobre las inferiores.
María, conforme se aproximaban, pudo distinguir que incluso alguno de estos
animales estaba todavía vivo.

—¡Lo veis! —exclamó Julián.

—¡Aaaagggg! ¡Qué asco! —exclamó María en voz alta.

—¿Qué pasa? —preguntó Julián.

—Son ratas. Van a cocinar ratas —describió ella, con mucha tirria.

Los krulus empezaron a comer. No todos los chicos podían verlo. La que
mejor lo veía era María. Su situación le permitía poder ver de frente a esas
horribles criaturas. Eran mucho menos civilizadas que los erkros; más bien, se
comportaban como bestias: gruñían, apestaban y se peleaban por la comida.
Sus cuerpos estaban como cubiertos de barro. Los muchachos, en ocasiones,
pedían a María que describiera qué estaban haciendo esas bestias.

—¿Por qué hacen ese ruido? —le preguntó Julián.
—Se pelean por la comida —respondió ella.

—¿Por la comida? —se extrañaba Juan Antonio, que giraba su cuello
intentando ver lo que sucedía.

—Sí; como los animales salvajes —volvió la chica a responder.

—Nunca saldremos de aquí —dijo Pedro, asustado.

—No empieces de nuevo, Pedro. Intenta calmarte, por favor —le sugirió
Julián.

—Es verdad, Pedro. No seas tan miedica —le dijo también Juan Antonio
para tranquilizarlo.

—Debemos intentar escuchar atentamente a esos salvajes —sugirió
Julián a sus amigos.

—¿Escuchar? ¿Para qué? ¿Para ponerme más nervioso? —le respondía
Pedro, reflejando su malestar.

—Para intentar descifrar su idioma. No creo que esos bichos sean
capaces de crear un lenguaje muy complejo —dijo Julián.

—Pues recuerda las palabras de Abel. Los krulus son seres inteligentes
—volvió a intervenir Juan Antonio en la conversación.

—Sí; pero no creo que demasiado —insistía Julián.

—No se les escucha muy bien —observó Pedro.

—¡Si te callaras, podríamos hacerlo nosotros! —exclamó bruscamente
Juan Antonio.

Los chicos empezaron a escuchar con atención a los krulus. No estaban
excesivamente alejados de ellos; por lo que, guardando silencio, sí conseguían
oírlos.

—Si pudiésemos anotar lo que dicen… —dijo María, lamentándose.

—No importa, María. Podemos hacerlo —animaba Julián a su amiga—.
Intenta memorizar dos o tres frases: las que repitan más.

—¿Y con varias frases será suficiente para descifrar su lenguaje? —
preguntó Juan Antonio a Julián.

—Es posible. No lo sé —respondió éste.

—¿Y para qué queremos saber lo que dicen? ¡No vamos a salir de aquí!
—empezaba Pedro a ponerse nervioso otra vez.

—Por favor, Pedro. Piensa que comprender lo que hablan entre ellos
puede ayudarnos a salir de aquí —intentaba María tranquilizarlo.

Finalmente, Pedro se calmó durante unos minutos. Tiempo que
aprovecharon los muchachos para seguir escuchando a los krulus. No eran
conversaciones muy largas. Interrumpidas, la mayoría de las veces, por
desagradables gruñidos y peleas. A decir verdad, era escalofriante.

No pasaron más de diez minutos, cuando tres krulus se levantaron y se
dirigieron a los muchachos.

—¡Qué vienen! —exclamó María.

—¿Quién? ¿Los krulus? —preguntó Julián.

—Sí, tres krulus se acercan —susurró ella.

—¡No! ¡Nos han dejado para el postre! —gritaba Pedro llorando.

—¡Quieres cerrar la boca de una vez! ¡Valiente llorica! —exclamó Juan
Antonio, malhumorado.

—Ya están aquí —volvió a susurrar María.

En efecto, tres krulus se aproximaron a la jaula en la que se encontraba
el grupo de amigos. Entre los tres, la levantaron y la depositaron en el suelo,
muy próxima a una de las hogueras. Los cuatro jóvenes podían sentir el calor
sobre sus cuerpos. Pedro, muy nervioso, no paraba de llorar. Era otro momento
de gran tensión para ellos. Entre los cuatro, arrastrándose por el suelo, y atados
como un manojo de espárragos, se desplazaron, con gran dificultad, hacia el
lado de la jaula más alejado del fuego. Juan Antonio fue el que quedó más
cerca de las llamas. Pedro, espalda con espala con éste, conseguía el lugar más
favorable. Uno de los krulus aproximó su horrible cara a la de Pedro y le
susurró una breve expresión. El muchacho no la entendió, ya que el krulu
habló en su idioma. Pero sí pudo imaginar que no significaba algo bueno para
ellos. El asustado joven estaba a punto de estallar. Desconsoladamente,
empezó a llorar de nuevo.

—¡Nos van a comer! —gritaba Pedro una y otra vez.

El nerviosismo se estaba apoderando del grupo de amigos. Daban por
hecho que sus vidas finalizarían allí, sobre aquella hoguera. Más aún, cuando
Juan Antonio vio a los krulus intentando construir un soporte metálico sobre
las llamas, con la intención de colgar la jaula en la que se encontraban ellos
metidos.

—Me temo que Pedro tenía razón: ha llegado nuestra hora —pensó Juan
Antonio.



Capítulo 18


El grupo de krulus no tardó mucho tiempo en terminar de fabricar una
especie de brazo metálico, con forma de ele, sobre el fuego. Ellos mismos
torcieron con sus propias extremidades una pieza de metal, recta; de,
aproximadamente, cuatro metros de longitud, ayudándose con el suelo como
superficie de apoyo para doblarla. Los krulus clavaron el brazo largo de la
estructura en el suelo y dejaron el brazo corto para colgar la jaula.

Julián se esforzaba por ver qué estaba pasando en todo momento, pero
su perspectiva no era la más adecuada. Con constantes giros de cuello, se
retorcía para observar a los krulus. El silencio en el que estaba inmerso su
amigo Juan Antonio, entre los asustadizos gemidos de Pedro, empezó a
preocuparle.

—¿Qué está pasando, Juan Antonio? Por favor, dime algo —pidió Julián
a su amigo, en voz alta.

Juan Antonio, que no creía lo que estaba viendo, permanecía callado.

—¡Qué está pasando! —repitió Julián.

—¡Pedro tenía razón! ¡Van a comernos! —gritó, por fin, Juan Antonio.

—¡O a quemarnos vivos! —gritó también María, que intentaba librarse
de las cuerdas.

Los chicos, ante la delicada situación, e invadidos por el pánico,
intentaron liberarse. No paraban de mover sus piernas y brazos. Incluso
llegaron a incorporarse dentro de la jaula. No podían hacerlo por completo, ya
que sus cabezas pegaban en el techo de ésta. Debían permanecer ligeramente
encorvados. Cuando alcanzaban, golpeaban las paredes de la jaula con sus
hombros. Pero era insuficiente: no lograban escapar.

Al poco tiempo, un grupo de krulus se acercó a la jaula. Eran cuatro en
aquella ocasión. Uno de ellos agarró con su mano izquierda uno de los
barrotes de madera. Sus manos, al igual que sus pies, tenían tres gruesas
falanges. Juan Antonio, al ver la mano del krulu a su alcance, se aproximó a
ella y la mordió con la violencia de un perro rabioso. El krulu lanzó un fuerte
alarido de dolor y, con la otra mano, lanzó un potente puñetazo sobre la cara
del chico. Éste, a causa del golpe, se desplomó. El resto de jóvenes, entre el
peso de Juan Antonio y los zarandeos propios de una jaula en volandas,
cayeron sobre una de las paredes de la misma. Eran tales los zarandeos, que
casi se desploma la jaula sobre el fuego. Finalmente, los cuatro krulus, a pesar
de las envestidas de los muchachos, consiguieron su objetivo. Los jóvenes no
dejaban de gritar y de moverse en el interior de la improvisada celda. Podían
sentir el calor del fuego sobre sus piernas. Golpeaban, a compás, uniendo
fuerzas, las paredes de la jaula con su cuerpo; pero no conseguían salir de
aquella trampa de madera. Incluso saltaban, al mismo tiempo, para desplomar
el suelo de la misma; pero tampoco lo lograban. Todos sus esfuerzos eran en
vano.

Y cuando todo parecía estar perdido para ellos, un gran ejército de
erkros irrumpió en el campamento de krulus. Tan veloces como un rayo, y
armados con sus hachas, machetes y escudos metálicos circulares,
arremetieron con violencia sobre los sorprendidos krulus. En esta ocasión,
fueron los erkros los que contaban con el factor sorpresa.

—¡Mirad! ¡Es Abel! —gritó María —. ¡Está vivo!

Abel, junto con un grupo numeroso de erkros, se aproximó a la hoguera
sobre la que colgaba la jaula. Estaba muy próxima al fuego, luego no podían
acercarse a ella por abajo. Después de unas breves señales, realizadas con las
manos por Abel, dos erkros se subieron encima de la jaula. Una soga era lo
que sostenía el armazón del artilugio metálico con forma de horca. Los dos
erkros cortaron la soga con sus hachas. Lo consiguieron al tercer intento. Los
muchachos, todavía dentro de la jaula, cayeron sobre las llamas. Pero casi
antes de tocar las ascuas, dos lazos, uno después de otro, lanzados por erkros
cercanos a la hoguera, atraparon la jaula y tiraron de ella con enorme rapidez.
Milagrosamente, los chicos, en cuestión de segundos, pasaron de estar tocando
el fuego a estar en tierra firme.

—¡Estamos vivos! —exclamó Julián.

Una muchedumbre de erkros rodeó a los muchachos. Abel hizo señales a
éstos con su mano izquierda, indicándoles que se echaran sobre el suelo. Los
jóvenes permanecieron de rodillas; probablemente, por lo ocurrido en la
batalla anterior.

Aunque no podían contemplar muy bien la disputa, Julián y sus amigos
podían ver cómo los krulus, afortunadamente para ellos, habían sido
sorprendidos por los erkros. En esta ocasión, los salvajes krulus eran inferiores
en número. Al menos, era lo que parecía: dos o tres erkros luchaban con cada
krulu.

En medio de la terrorífica batalla, cuando ésta empezaba a decantarse
para los erkros, Abel ordenó a la compañía de erkros que protegía a los chicos,
que avanzaran y que salieran del campo de batalla.

—¡Vamos! ¡No hay tiempo que perder! —gritó Abel.

Cuando la expedición llevaba recorridos unos treinta minutos a marcha
ligera, Pedro cayó desplomado al suelo.

—¡Pedro! —gritó Julián, deteniéndose junto a él.

Abel ordenó al grupo que se detuviera. Una vez más, tras intercambiar
éste unas palabras con uno de sus compañeros, cuatro erkros levantaron a
Pedro sobre sus hombros y empezaron a caminar. El grupo de erkros condujo a
la expedición hasta un nuevo ensanchamiento que, por su aspecto descuidado,
formaba parte del territorio krulu.

—Aquí podremos descansar, aunque no mucho tiempo —dijo Abel a los
chicos.

Eran, aproximadamente, cincuenta erkros los que custodiaban a los
muchachos. Los cuatro jóvenes estaban muy débiles y cansados; en especial
Pedro, que permanecía tumbado junto a sus amigos, en la misma posición en
la que los cuatro erkros lo habían colocado sobre el suelo. Estaba consciente,
y, según él, dolorido. Pero no lamentaba daños importantes.

Al igual que en la ocasión anterior, los erkros dejaron a los chicos en un
lugar seguro; resguardado por una de las paredes de tierra que limitaban el
ensanchamiento. Alrededor de ellos se situó el campamento de erkros;
curiosamente, y una vez más, siempre algo apartado de los muchachos, como
si no quisieran invadir su intimidad. Salvo Abel, ningún erkro entraba en
conversación con el grupo de amigos: eran exageradamente reservados: a lo
sumo, cruzaban alguna mirada, manifestaban algún gesto de cortesía, los
ayudaban a subir algún montículo; y, en escasas ocasiones, los saludaban
verbalmente. Sin embargo, los cuatro jóvenes, en todo momento, se sentían
entre los erkros atendidos y seguros.

Abel se apartó por un instante del grupo de erkros para dirigirse al grupo
de amigos.

—Aquí tenéis comida y agua para que os repongáis —dijo Abel a los
chicos.

Él mismo les acercó los alimentos. Pedro, ayudado por María, se
incorporó y se sentó junto a sus amigos. Tomaron, con enorme
agradecimiento, todo lo que Abel les acercaba.

—Muchas gracias, Abel —le dijo Julián.

—No hay de qué —respondió Abel a éste—. Me alegro de que estéis
vivos. Y sin daño alguno. Habéis tenido mucha suerte.

—Y que lo digas —añadió Juan Antonio.

Los cuatro jóvenes se limitaron a comer y a beber los víveres facilitados
por el erkro.

—Bebed de esto también: os mejorará —dijo Abel, acercándoles una
jarra de barro, de tamaño considerable.

—¿Qué es? —preguntó María—. ¡Huele raro!

—Es un preparado erkro muy antiguo. Lo preparamos con plantas
medicinales del bosque. Es muy eficaz para los dolores. Además, os
proporcionará energía —explicó Abel.

Todos bebieron de la jarra de barro, a pesar de que el sabor no era
agradable.

—¡Aggg! ¡Sabe fatal! —exclamó Pedro.

—Pero te mejorará, en breve —le respondió Abel.

Al poco tiempo de que los chicos terminaran de comer, tres ekros
llegaron hasta el campamento. Entraron por uno de los tres túneles que
conducían hasta el desapacible ensanchamiento. Fueron a hablar directamente
con Abel. Y después de unos minutos de conversación, los tres erkros
volvieron a salir a toda prisa por donde habían entrado. Abel se acercó a los
muchachos.

—Parece que tendremos un poco más de tiempo para descansar. Hemos
vencido esta batalla —informó Abel a los cuatro amigos, permaneciendo de
pie frente a ellos.

—¿Han muerto todos los krulus del campamento? —preguntó Julián.

—No —respondió tajantemente el erkro.

—Luego traerán refuerzos en poco tiempo —intervino Juan Antonio.

—Me temo que sí, pero tardarán al menos una noche. Descansaremos
unas horas y volveremos a casa. Tenemos que reorganizarnos y pensar qué
hacer. El ataque de los krulus puede ser mortal, en esta ocasión. Traerán hasta
nuestro territorio un gran ejército; con sus mejores guerreros. Intentarán
exterminarnos —explicó Abel a los jóvenes, detenidamente.

—Podéis dormir un poco, si queréis —volvió a decir el erkro, dándose la
vuelta.

Abel regresó con sus compañeros erkros. Los chicos se tendieron sobre
el suelo, colocando sus respectivas mochilas bajo su cabeza, para intentar
dormir. Pero al cabo de unos minutos, Julián volvió a sentarse, cruzando las
piernas.

—¿Qué pasa, Julián? —le preguntó Juan Antonio, echado sobre el suelo.

—No puedo dormir —le respondió éste.

—Yo tampoco —dijo Pedro, sentándose como Julián.

—Creo que ninguno podemos dormir —dijo María, incorporándose
sobre sus codos.

—Es que no debemos hacerlo. Es la hora de llevar a cabo nuestra
función —dijo Julián, con su habitual convicción.

—Pero, ¿cómo? —preguntó ahora Pedro.

—A ver, chicos. Acercaos —dijo Julián, invitando a éstos a sentarse
junto a él.

Mientras tanto, Julián sacó una libreta y un lápiz de su mochila, colocó
la libreta sobre sus piernas y, sosteniendo el lápiz con la mano derecha, se
dirigió a sus amigos:

—Decidme las expresiones de los krulus con las que os habéis quedado.

—Yo, con ninguna —respondió Pedro, en primer lugar.

—Claro. Todo el tiempo llorando… —le dijo Juan Antonio, burlándose
de él.

Pedro, molesto por las palabras de su amigo, empujó con sus brazos el
hombro izquierdo de Juan Antonio.

—No es momento de peleas —frenó de inmediato Julián, el ánimo de
sus amigos.

—¿Peleas? ¡Este cobardica…! —exclamó Juan Antonio, riéndose.

—¡Yo sí recuerdo algunas expresiones! —saltó María.

—¿Pero cómo podéis pensar ahora en eso? —preguntó Juan Antonio.

—¿Cómo no vamos a pensar en ello? Piensa, que la salvación de los
erkros, es también nuestra salvación —le contestó rápidamente María—.
Además, ¿quién te dice que no caeremos en manos de esos horribles
monstruos otra vez?

—Pues es verdad. Pensándolo bien… —razonaba Juan Antonio.

Los cuatro jóvenes empezaron a trabajar seriamente en la cuestión.

—A ver; decidme cualquier expresión que recordéis, por favor —animó
Julián a sus amigos—. Y también el momento en el que los krulus la decían.

—Yo recuerdo la expresión ñoxipa —dijo María.

—De acuerdo —le respondió Julián, anotando la palabra en su libreta—.
¿Y en qué momento la dijeron?

—La utilizaron los krulus del campamento, justo en el instante en el que
otros krulus llegaban con las ratas —respondió ella.

—Muy bien —dijo Julián, apuntando de nuevo la información sobre el
papel.

—También recuerdo la expresión efgay pewiñiofaf —dijo María, con
dificultad—. Ésta la decían muchos de ellos al comerse las ratas.

La información facilitada por María era muy importante para Julián,
puesto que ella pudo ver con sus propios ojos, lo que el grupo de krulus hacía,
durante las situaciones descritas.

—¿Y tú, Juan Antonio? ¿No recuerdas ninguna palabra emitida por los
krulus cuando los contemplabas? —preguntó Julián a su amigo.

Juan Antonio indicó a Julián que no, con la cabeza.

—¡Yo sí recuerdo algo! —intervino Pedro—. Sucedió el instante en el
que nos iban a colgar sobre el fuego. Nunca lo podré olvidar. Todavía puedo
oler el apestoso hocico de ese horrible krulu. Me susurró las palabras ñadye
suxaya.
Julián no paraba de anotar en su libreta.

—Yo también recuerdo las palabras ef xia; pronunciadas por los krulus
cuando se peleaban entre ellos por la comida. Y también recuerdo la frase foy
axirof pe wof edvdof; si no recuerdo mal, creo que se la repitieron en un par de
ocasiones a los krulus que venían de cazar las ratas —indicó Julián a sus
amigos, mientras escribía en la libreta.

—Pero si tú no podías verlos —le dijo María.

—Pero escuchaba atentamente. Y recuerdo la situación —aclaró Julián a
su amiga.

Los chicos estaban tan concentrados que se olvidaron de descansar. A
decir verdad, se sentían mucho más enérgicos. Abel, siempre pendiente de
ellos, escuchó al grupo hablar con intensidad. Decidió levantarse y
aproximarse a éstos para comprobar qué era lo que los mantenía tan
entretenidos.

—¡Veo que os encontráis mejor! —exclamó Abel, que permanecía de
pie, junto a los muchachos—. El tónico hace milagros, ¿verdad?

—Sí; estamos mucho mejor. Gracias por todo, Abel —le respondió
Julián, al instante—. Estamos trabajando en descifrar el lenguaje de los krulus.

—Interesante… ¿Me dejas ver? —preguntó el erkro, sentándose al lado
de Julián.

—Estamos escribiendo todas las expresiones que aún recordamos de
cuando nos encontrábamos enjaulados por ellos. Con la intención de que
pueda ayudarnos a descifrar su lengua actual.

—Interesante. Muy interesante —volvió a repetir Abel, al mismo tiempo
que leía las anotaciones que Julián había anotado en su libreta.

—¿Recuerdas alguna otra expresión? —preguntó éste al erkro.

—La verdad es que no he tenido oportunidad de escucharlos con calma.
Cada vez que hemos coincidido con los krulus ha sido para luchar contra ellos
—respondió Abel.

—Cualquier palabra o expresión puede servir; aunque no sea exacta del
todo; algo que se te haya quedado inconscientemente en la memoria —insistió
Julián.

—¡Ahora que lo dices…! —exclamó Abel—. Hemos notado que ellos se
dirigen a nosotros con la palabra edvdof.

—¡Entonces, esa palabra significa erkro! —interrumpió María,
enérgicamente.

—O, seguramente, erkros; en plural, puesto que están usando el mismo
alfabeto y la palabra tiene seis letras —dedujo Julián, mirando a María.
—Y es la misma palabra que finaliza la frase foy axirof pe wof edvdof —
añadió Pedro, en esta ocasión.

—¡Ya tenemos una pista más! —exclamó Juan Antonio, contento y
motivado por la investigación.

Los chicos, junto con Abel, releyeron las frases anotadas intentando
reunir las pistas posibles que les condujeran a descifrar el nuevo idioma de los
krulus. Sabían que no sería tarea fácil. Pero, ese algo especial que Abel
percibió en el grupo de amigos desde un principio, volvió a resurgir; y, con
ello, la esperanza de los erkros.

























































































Capítulo 19


Al cabo de un rato, Abel y los muchachos seguían dándole vueltas a las
notas de Julián. El erkro también intercambiaba ideas con ellos. Pero no
saltaba la chispa necesaria para la resolución del problema. Abel era
consciente del peligro de permanecer estáticos en territorio krulu. Lo que le
llevó, al ver que los jóvenes estaban fuertes, a tomar la decisión de levantar el
campamento y continuar con el camino de regreso a casa.

—¡Bueno! —exclamó Abel—. Como veo que ya os encontráis mejor,
vamos a seguir caminando.

—¿Ya? —preguntó María—. ¿No íbamos a descansar un rato?

—Y lo hemos hecho —le respondió Abel.

—Pero... si casi lo tenemos —dijo Julián al erkro, lamentándose por no
tener más tiempo para pensar.

—Iros incorporando, que en cinco minutos partimos —sugirió Abel, sin
admitir discusión alguna.

La intención de Abel era la de llegar a territorio erkro lo antes posible. A
pesar de que ganar la última batalla con los krulus les había dado tiempo, sabía
que cada minuto dentro de su territorio significaba un grave peligro. Sin
divagación, Abel se acercó al grupo de erkros y éstos levantaron el
campamento en breve. Al cabo de cinco minutos, la expedición conducía a los
chicos a un territorio menos desfavorable para todos.

La formación era la misma que en ocasiones anteriores. Los cuatro
adolescentes caminaban en la parte central de la expedición. Estaban
constantemente rodeados de erkros: tanto por los flancos, como por la guardia
frontal y retaguardia. Lo que daba gran seguridad a los muchachos; aunque no
distracción.

Era tanta la curiosidad de los jóvenes por la timidez mostrada por los
erkros, que, aprovechando un nuevo acercamiento de Abel hacia ellos, María
no pudo contener su curiosidad:

—Abel, disculpa un momento —dijo ésta.

—¿Qué ocurre? ¿Algún problema? —contestó el erkro.

—Ninguno; va todo bien —respondió ella—. Pero…

—Pero quieres hacerme una pregunta —la interrumpió Abel, sonriendo.

Éste ya estaba acostumbrándose a la curiosidad manifestada por los
chicos en todo momento. En especial, a la manifestada por la chica.

María sonrió y se mantuvo callada durante unos segundos, mirando al
suelo, y sin dejar de caminar junto al grupo.

—A ver. ¿Qué quieres saber ahora? —expuso el erkro, de manera
agradable, dando pie a la pregunta.

—Es que tengo una gran curiosidad acerca del comportamiento de
vosotros los erkros —empezó diciendo María—. Ninguno de tus compañeros
ha hablado más de dos palabras seguidas con nosotros. Salvo tú, claro.

—Comprendo —respondió el erkro, antes de proseguir—. Es,
simplemente, un aspecto cultural —aclaró.

—¿Un aspecto cultural? —lo interrumpió la chica.

—Sí; un aspecto cultural —repitió él—. Nosotros, los erkros, no
acostumbramos a hablar con invitados. Y mucho menos, si son humanos como
vosotros. Por eso mis compañeros guardan siempre las distancias. Esa es la
razón.

María, que no encontraba el momento de parar cuando empezaba a hacer
preguntas, volvió a preguntar al erkro:

—¿Y por qué tú sí lo haces?

Abel, cada vez con menos paciencia, le respondió:

—Pues porque yo soy el encargado de esta misión.

—¿La de salvar a tu pueblo? —insistía la joven.

—Eso es —respondió una vez más Abel, con los nervios de punta—. La
misión de encontrar a alguien que nos pudiera ayudar a comprender a los
krulus cuando hablan.

—Comprendo —añadió María, pensativa.

Abel aprovechó que la chica se cayó durante unos segundos para tomar
la iniciativa y salir del interrogatorio. La paciencia no era uno de los fuertes de
los erkros; quizá tenía que ver con la poca relación con el mundo exterior.

—Bueno, me adelanto un poco —dijo el erkro, procurando cortar la
conversación—. Creo que mis compañeros me necesitan: ya estamos
alcanzado las montañas y tenemos que hablar de cuál será el camino más
adecuado para atravesarlas.

Acto seguido, Abel se dirigió a los erkros que caminaban en ese
momento por delante de ellos. María, que continuaba andando junto a sus
amigos, a pesar de que la costumbre le pareció estúpida, sí comprendió, en
parte, el carácter ermitaño de los erkros. «Además de que estaban en serio
peligro —pensaba ella.»

Hasta entonces, la caminata transcurrió sin sobresaltos; aunque no era
del todo agradable, pues el terreno que pisaban era abrupto: constantes subidas
y bajadas, a través de pasajes desapacibles y nada cuidados, acompañaban al
grupo en todo momento. Se hacía notar que todavía no habían llegado a
territorio erkro. A partir de entonces, a la expedición se le planteaba el reto de
cruzar las montañas que asomaban en frente. Parecía increíble que bajo tierra
se encontrara tal belleza geográfica: era como si una cordillera hubiese surgido
del centro de la tierra. Las montañas que formaban la cordillera tenían color
marrón; apenas, algún arbusto podía contemplarse sobre ellas; en ocasiones,
de no ser por el gris oscuro de la roca, que se hacía ver, de cuando en cuando,
entre la tierra que cubría la rocosa superficie, se podría decir que la valiente
compañía caminaba a través de un desierto compuesto de tierra en vez de
arena.

La dureza de la subida fue una de las razones que provocó la ausencia de
plática. Abel volvió a retroceder para caminar junto a los chicos. Procuraba
que el ritmo que marcaban los erkros era adecuado para ellos.

—¿Qué tal, muchachos? ¿Cómo va la escalada? —preguntó el erkro,
subiendo junto a éstos.

—Bien —contestó Juan Antonio, con dificultad.

La pendiente que subían les obligaba, en ocasiones, a utilizar brazos y
piernas a la vez para facilitar el ascenso. La escalada empezaba a hacerse
peligrosa.

—¿Por qué tenemos que atravesar esta cordillera montañosa? —
preguntó Pedro al erkro.

—Es el camino más corto hasta llegar a la frontera. No es el más
favorable, pero evitaremos posibles emboscadas. Aunque vamos a un ritmo
lento, pensamos que será suficiente por el tiempo de ventaja que llevamos
sobre los krulus —respondió el erkro, en voz alta.

—¿A un ritmo lento? —volvió Pedro a intervenir, respirando con
dificultad.

—Perdonadme. Otra vez se me olvidaba que hablaba con humanos. Para
nosotros, sí es caminar con lentitud —respondió de nuevo Abel.

—Los erkros exploradores conocen bien la zona—continuaba Abel
explicando a los cuatro jóvenes—. Comentan que no vamos a subir hasta la
cima para luego bajarla. Saben de un camino que tomaremos, a modo de atajo,
antes de llegar hasta la parte alta de esta montaña. Dicen que es bastante fácil
andar por él, que bordea el resto de cadena montañosa, y que nos conducirá,
en ligera bajada, ganando algo de tiempo, directamente a nuestro territorio.

Julián, al igual que sus amigos, escuchaba con atención el cambio de
impresiones de éstos con Abel. Subía junto a ellos la montaña. Sin embargo,
durante todo ese tiempo, no entró en conversación alguna.

—¿Y a cuántos metros está ese camino? —indagó ahora Juan Antonio,
que seguía presentado síntomas de subir con dificultad.

—Todavía nos queda un poco. Llevamos recorrido un tramo muy
pequeño de subida. La montaña que estamos ascendiendo tiene unos mil
quinientos metros de altitud. Y los erkros exploradores dicen que
alcanzaremos el atajo a unos mil metros de altura —aclaró Abel al chico.

—¡Huffff! ¡Todavía nos queda! —exclamó Pedro.

—Sí. Pero ya falta menos. Nada más que tomemos la desviación,
volveremos a caminar a dos patas en todo momento —dijo Abel sonriendo,
con la intención de animar a los muchachos.

—Pues a mí me parece increíble lo que estoy viendo —intervino
nuevamente María.

—¿Por qué? —preguntó, esta vez Abel a ella, con curiosidad.

—Pues porque nunca habría pensado que en el interior de la tierra
existiesen montañas como ésta —respondió la joven al erkro.

—Piensa en las enormes cordilleras que hay bajo el mar. Y en las
enormes grutas subterráneas que conocemos —añadió Pedro, al comentario
realizado por su amiga.

Abel, simplemente, se limitó a sonreír y a continuar la ascensión junto a
los jóvenes.

Sin duda, el silencio, en el que estaba inmerso Julián, tenía su razón de
ser en que no paraba de dar vueltas a su cabeza, intentando dar con la
descodificación del lenguaje de los krulus. Una vez que tomaron el sendero
que Abel describió, tras un largo rato de subida, ya pisando un terreno más
favorable, pero siempre sin dejar de caminar, Julián sacó la libreta de su
mochila y volvía a leer las frases anotadas por él. Su semblante era tranquilo;
pendiente siempre de donde pisaba; y sus amigos, en especial María, sabían
que Julián no dejaba de buscar la solución al problema que se les había
planteado.

—¿Qué tal, Julián? —le preguntó ella, acercándose a él para caminar a
su lado.

—Ya ves… —respondió él, sin demasiada efusión.

—¿Qué tal la subida? —le preguntó María de nuevo.

—Bien; un poco dificultosa, pero tampoco era para tanto —respondió
Julián, a pesar de tener manos y rodillas manchadas de tierra.

—¿Has pensado en el problema? —volvió a preguntarle su amiga,
sabiendo que era la preocupación principal de Julián en ese momento.

—La verdad es que no paro de darle vueltas —dijo él a la chica, sacando
una vez más la libreta de su mochila.

María sonrió, pues sabía que Julián había estado pensando en el
problema todo ese tiempo.

—No consigo encajar las piezas —volvió a comentar él.

Pedro y Juan Antonio caminaban junto a ellos sin prestar demasiada
atención a lo que hablaban.

—¿No consigues encajar? ¿Es que tienes ya alguna idea de cómo
descífralo? — curioseó María, intuyendo que Julián tenía alguna novedad al
respecto.

—Creo que el alfabeto que siguen ahora es el mismo que seguían antes
— razonaba Julián con su amiga—. Quiero decir, el mismo que el nuestro,
claro. Puesto que Abel nos dijo que los krulus hablaban el mismo idioma que
ellos en un principio.

María escuchaba atentamente las palabras de Julián.

—Y creo, además —proseguía éste—, que los krulus mantienen las
vocales en el mismo sitio en el alfabeto.

—¿Cómo? —preguntó María, sin comprender muy bien lo último que su
amigo había dicho.

—Mira —dijo Julián a María, explicándole, y mostrándole su libreta.

Julián había escrito, una tras otra, justo debajo de las frases anotadas, en
una de las hojas de su cuaderno, las letras del alfabeto español, a excepción de
las letras dobles che, elle y erre.

—Pero... —dudaba la chica, mirando la libreta— creo que la erre en el
alfabeto actual es un sonido y no una letra.

—Pues... —respondía Julián, rascándose la cabeza— es posible que
tengas razón. Pero no es relevante en mi razonamiento.

—¿Por qué no es relevante? —insistió María.

—Porque se trata de un cambio de orden en las letras simples del
abecedario. Como te dije, estoy convencido de que esos salvajes no se han
quebrado mucho la cabeza para elaborar su nuevo idioma —añadió él.

—¿Y por qué sabes que las vocales las han mantenido en el mismo
orden? —intentaba ella comprender el razonamiento de su amigo.

—Pues porque la palabra edvdof sabemos que significa erkros. Al
menos, eso parece. ¿No crees? —concluyó Julián, queriendo saber la opinión
de María.

La chica, una vez más, estaba disfrutando del ingenio mostrado por su
amigo. A ella le fascinaba que Julián disfrutara de esa fluidez mental.

—¿Y si nos fijamos ahora en la palabra ñoxipa? —intentaba ella ayudar
a Julián.

—Según mi razonamiento, creo que esta palabra significa comida —
volvía a expresar en alto Julián, caminando al lado de su amiga—. Tú misma
me dijiste, si no recuerdo mal, que los krulus la pronunciaban en el momento
en el que otros compañeros traían la comida. Si te fijas, también mantiene las
vocales en el mismo lugar.

—Es decir, que tenemos que encontrar el orden en el que los krulus han
cambiado las consonantes del abecedario —añadió María.

—Eso es. Si lográsemos dar con el significado de esta frase… —
señalaba Julián a su amiga, con el dedo índice de su mano derecha, la
expresión ef xia, sosteniendo con la otra mano la libreta.

—La expresión ef xia la utilizaban los krulus cuando se peleaban por la
comida —reflexionó ella, también en voz alta—. ¿Recuerdo bien?

—Perfectamente, María —respondió de inmediato Julián—. Yo también
recuerdo, como si aún estuviese allí, el momento en el que pronunciaban esas
palabras: lo hacían justo cuando se peleaban por la comida.

—Luego… —murmuró al poco tiempo Julián, permaneciendo inmóvil
por un instante.

—Luego ¿qué? —preguntó ella muy nerviosa.

—¡Lo tengo! —gritó Julián—. ¡Creo que lo tengo!






















Capítulo 20


Todos se giraron para ver lo que sucedía: Julián volvió a coger el lápiz
con su mano diestra; se apoyó sobre una piedra, que quedaba a su izquierda,
en la vereda del camino; y, algo más cómodo, empezó a escribir sobre el
papel. Abel y lo chicos se colocaron tras él para atender a sus explicaciones.

La expedición, al ver que Abel se detenía, también se detuvo; aunque
permaneciendo de pie y alerta en todo momento. Uno de los erkros guerreros
se acercó hasta los jóvenes, dirigiéndose a su líder en esta misión:

—Abel, sabes que es muy peligroso detenernos aquí. Los krulus nos
pisan los talones. Si esos salvajes nos alcanzaran, podría ser mortal para
nosotros; y, sobre todo, para ellos —comentó el guerrero, refiriéndose a los
muchachos.

Probablemente, fueron casi las únicas palabras pronunciadas de corrido
por boca de un erkro, distinto a Abel, que los cuatro amigos escucharon.

—Nos detendremos cinco minutos —respondió Abel, con firmeza—. Si
Julián y sus amigos descifran el lenguaje de los krulus, todo el esfuerzo
realizado y los riesgos corridos no habrán sido en vano.

El erkro guerrero lo escuchaba atentamente queriendo comprender la
situación. Era cierto que el pueblo erkro había arriesgado mucho en esta
misión: no sólo se habían mostrado adrede a los humanos, sino que, además,
los habían introducido en su civilización, mostrándoles parte de sus
costumbres.

—Será sólo un momento. Manteneos alerta —insistió Abel al guerrero,
sin más discusión.

El erkro volvió a la formación, sin bajar la guardia en ningún momento.

—Venga, Julián. Prosigue, por favor —volvió a decir Abel, consciente
de la importancia del acontecimiento.

—A ver si consigo explicarlo para que lo entendáis —comenzó diciendo
Julián—: los krulus han mantenido en su nuevo lenguaje nuestro abecedario,
es decir, las mismas letras. Y en él, ellos han mantenido las vocales en el
mismo orden. Sin embargo, han cambiado el orden de las consonantes para
realizar la codificación. Fijaos:

Julián mostró la parte de la hoja de su libreta en la que escribió el
abecedario, sin las letras dobles che, elle y erre, y, justo debajo de éstas, el
orden en el que los krulus habían ideado su nuevo abecedario. Tanto el grupo
de amigos como Abel contemplaban lo siguiente:

A B C D E F G H I J K L M N Ñ O P Q R S T U
A N Ñ P E Q R S I T V W X Y Z O B C D F G U


—¿Veis? —continuó con su explicación—. Las vocales quedan justo
donde estaban antes. Y yo intuía que los krulus habían alterado el orden de las
consonantes; dar con el orden establecido, era lo que no conseguía. Pero, por
fin, lo logré: ya puedo afirmar que los krulus han mantenido el mismo orden
en las consonantes, salvo que han empezado a colocarlas debajo de la letra P
del abecedario habitual.

—¿Cómo? ¿No entiendo nada? —preguntó Abel, acercando su cara, aún
más, al cuaderno que sostenía Julián con su mano izquierda.

Tanto María, como Pedro, como Juan Antonio, escuchaban atentamente,
sin decir nada, la explicación de su amigo Julián.

—Observa, Abel —seguía explicándole Julián—: ¿Recuerdas la palabra
edvdof?

—Sí; es la expresión que utilizan los krulus cuando se refieren a
nosotros —respondió Abel al muchacho.

—Y, precisamente, ha sido la palabra que más nos ha ayudado a resolver
este problema —afirmó Julián, antes de continuar con su explicación—. Si
observas, las vocales siguen en su lugar. Sin embargo, la consonante r se ha
cambiado por la d, la k por la v y la s por la f.

—¡Magnífico! —exclamó Abel.

—Por eso, la expresión foy axirof pe wof edvdof significa son amigos de
los erkros. ¿Veis? Todo encaja —decía Julián con satisfacción.

—¡Estás hecho un crack! —exclamó Juan Antonio, en aprecio a la labor
realizada por su amigo.

—¡Lo tenemos! —gritó Abel—. A partir de ahora, entenderemos lo que
dicen.

Entre los erkros se creó un enorme revuelo. Se podía escuchar cómo
hablaban entre ellos y ver cómo sus rostros manifestaban una gran alegría. La
hazaña realizada por los jóvenes muchachos significaba la salvación del
pueblo erkro.

Pero el momento de júbilo duró poco. Tres erkros, dos guerreros y un
explorador, llegaron corriendo hasta el grupo informando que los krulus
estaban muy cerca. Concretamente, estaban llegando hasta las montañas. Abel
arrancó la hoja en la que estaba escrito todo el razonamiento de Julián y se la
dio al trío de erkros recién llegados. Tras explicarles con detalle todo el
proceso de descodificación, Abel les dio la orden de llevar la información
hasta los erkros escribas. Y de que formaran, lo más rápido posible, otra
expedición para salir en busca de los krulus y empezar a anticipase a sus
movimientos.

—¿Y los humanos? —dijo uno de los miembros del trío de erkros, antes
de partir.

—No os preocupéis por ellos. Nos encargaremos de que lleguen sanos y
salvos al exterior —contestó Abel al erkro—. Vosotros id a toda prisa,
describid bien esta información a los erkros escribas, y ordenar a la nueva
expedición que salga en busca de los krulus hacia el lugar exacto que
ocupamos en este momento. Ellos se encargarán del resto. Su misión será
desviar la atención de los krulus y llevarlos hasta una trampa. Las cosas
volverán a ser como antes.

El erkro salió corriendo, junto con los otros dos compañeros, a la
velocidad de un rayo. Era increíble la velocidad que podían alcanzar.
Corrieron tan rápido que en cuestión de segundos salieron de la visión de los
muchachos.

El grupo de guerreros situó nuevamente a los chicos en el centro de la
expedición y siguió el mismo camino que habían tomado los tres erkros que
acababan de partir. Evidentemente, ellos no podían avanzar tan aprisa; aunque
los cuatro adolescentes, conscientes del peligro, aceleraron tanto su marcha
que iban todo el rato corriendo. Era un terreno muy favorable: el suelo que
pisaban permitía que se corriera sobre él, y descendían por la ladera de una
montaña. No obstante, para ellos iba a ser difícil escapar de allí: un grupo de
krulus les pisaba los talones. Conscientes de que la expedición de erkros
llevaba a los muchachos, los krulus decidieron subir y bajar, a gran velocidad,
las montañas que éstos rodearon.

Una vez más, los devenires empezaban a ser agónicos para el grupo de
amigos: no podían aguantar el ritmo que los erkros marcaban; tanto que,
Julián, agotado, cayó al suelo tras tropezar con una piedra. Abel, que corría en
todo momento junto a ellos, se detuvo para levantarlo.

—¿Te has hecho daño? —preguntó al chico.

—No; puedo continuar —respondió al erkro, levantándose de inmediato.

Abel podía ver cómo los krulus, más rápidos que los humanos,
recortaban cada vez más distancia a la expedición. «Nos cogerán —se dijo a sí
mismo, mirando hacia atrás.»
Los krulus descendían por el sendero a gran velocidad, galopando a
cuatro patas. El grupo de krulus que pisaba los talones a la expedición de
erkros no era excesivamente numeroso, por lo que podrían plantarles cara.
Pero era muy peligroso para todos hacerlo porque, tras ellos, podría estar
aproximándose un ejército de krulus. Y nada más que estuvieran a una noche
de distancia, el ejército terminaría por alcanzarlos, si se detuviesen a combatir.
Viendo la gravedad de la situación, Abel ordenó a un grupo de erkros a coger
en brazos a los cuatro jóvenes. «Es la única posibilidad —pensó él.» Los
muchachos sintieron que cuatro erkros los levantaban en volandas: dos erkros
los sostenían por las piernas y otros dos por los brazos. Los chicos, con sus
bocas hacia arriba, notaban que se desplazaban a gran velocidad a hombros de
aquellas fuertes criaturas. A lo lejos, ellos no podían ver nada, salvo un
inmenso cielo oscuro.

Pero correr tanto no les sirvió de nada en esa ocasión. Los minutos
perdidos en el camino por la expedición, habían sido aprovechados por los
krulus para sorprenderlos nuevamente. Dos grupos de krulus se abalanzaron
sobre ellos: uno por el flanco izquierdo y otro por el derecho. Una feroz
batalla volvió a comenzar. A pesar de que los krulus se lanzaron por sorpresa
sobre los erkros, éstos se defendieron bien; seguían siendo superiores en
número. Pero el grupo de bestias que venía tras ellos, también los alcanzó.
Abel era consciente de que la batalla se alargaría y de que los krulus trataban
de ganar tiempo para que el gran ejército los aplastase. Aunque su plan fallaría
en esta ocasión gracias a que el trío de erkros conseguiría dar las instrucciones
necesarias a los escribas para que todo saliera bien. Sin embargo, salvar a los
chicos no resultaría fácil. Era la preocupación principal de Abel en ese
momento. Él y otros diez erkros rodearon a los jóvenes con el fin de sacarlos
de allí. Era difícil abrirse camino entre los krulus, pues éstos mataban a sangre
fría a todo el que se le ponía por delante, con la intención de que nadie se
escapara vivo de allí.

Afortunadamente para los muchachos, el grupo de erkros que los
custodiaba consiguió abrir un claro por el que empezar a correr. Los chicos
corrieron con todas sus fuerzas. En esta ocasión, lo hacían por delante de los
erkros; éstos formaban su retaguardia, casi en contacto con un pequeño grupo
de aquellas horribles bestias, que atinó a seguirlos. La misión del grupo de
krulus se confirmaba: exterminar a la expedición de erkros, incluidos los
humanos. Y jugaban con una ventaja: mitad tiranosaurio mitad jabalí, eran
mortales en el cuerpo a cuerpo.

Abel, al ver que el grupo que les perseguía estaba compuesto por, tan
solo, cinco krulus, se detuvo, invitando a los chicos a continuar corriendo. Su
intención era que éstos no murieran asesinados.

—¡Corred, muchachos! ¡Corred! —les gritó él.

Los once erkros luchaban, sin temor, contra los cinco krulus. En un
instante de la disputa, Julián, después de mirar a los ojos a Abel, supo que
había llegado la despedida, de manera repentina.

—¡Vamos, chicos! ¡Salgamos de aquí! —gritó Julián a sus amigos.

—Pero… ¿vamos a dejarlos solos? —preguntó María, sin querer
abandonarlos.

—¡Ellos sabrán defenderse! —gritó Juan Antonio.

De repente, un krulu vio cómo los chicos escapaban. Empezó a galopar
tras ellos.

—¡Corred! ¡Viene hacia nosotros! —gritó Pedro, aterrorizado.

El grupo disfrutaba de unos doscientos metros de ventaja; insuficientes
para la velocidad de los krulus en comparación con la de los humanos. Los
muchachos, conscientes del peligro, no paraban de correr. Sabían que si esa
horrible criatura los alcanzaba, sería para ellos casi imposible escapar. El
krulu, como galgo tras una liebre, esperaba su oportunidad. Daba por hecho
que en cualquier momento los alcanzaría. Esperaba un paso en falso de alguno
de los jóvenes. Y, lamentablemente, ese paso lo dio María. Ésta tropezó con la
raíz de un árbol que sobresalía del suelo, y cayó a pocos metros de aquel
monstruo.

—¡María! —gritó Pedro, que fue el primero en darse cuenta del
batacazo.

Los tres chicos se detuvieron y observaron cómo María se defendía de
aquel horrible krulu. Ella estaba boca arriba, tumbada en el suelo, y dando
patadas al krulu cada vez que se le acercaba.

Los intrépidos jóvenes se miraron mutuamente; sabían que no podían
dejar sola a su amiga ante tal salvaje. Unos a otros se transmitieron valor a
través de sus miradas. Y, tras un pequeño paso hacia delante de Juan Antonio,
los tres muchachos se abalanzaron sobre la pestosa bestia.

El krulu no esperaba aquella envestida. Los tres valientes empezaron a
lanzarle puñetazos con todas sus fuerzas. Pedro, sacó del alcance de aquella
bestia a María, la situó a varios metros y la dejó tumbada en el suelo. Él
mismo, sin perder un segundo, saltó sobre el krulu por detrás. Consiguió
agarrarlo por el cuello y montarse por completo sobre su espalda, apretando
los pies contra su estómago. El krulu se enfureció aún más, y, de un tremendo
puñetazo sobre la cara, derribó a Juan Antonio. Acto seguido, dio una fuerte
trompada a Julián, quien atinó a protegerse con sus brazos. Pero la fuerza del
animal lo lanzó por los aires hasta caer de espaldas sobre el suelo. Pedro
continuaba subido encima del krulu; oprimía con todas sus fuerzas el cuello de
la peligrosa criatura, intentando asfixiarla, y usaba sus piernas para no apartase
de él.

Desde el suelo, Julián y Juan Antonio se miraron, y, sin mediar palabra,
asintieron con su cabeza comunicándose mutuamente que no sufrían daños
graves. Se levantaron y volvieron a abalanzarse sobre el krulu, aprovechando
que su amigo seguía montado sobre él. María, tras recuperarse del impactante
susto, también se levantó y arremetió contra la fuerte bestia. Entre los tres, no
paraban de golpear con sus puños al krulu; aun así, éste, continuaba luchando
contra ellos.

—Pero… ¡Julián! ¿Qué demonios te ocurre? —le preguntó Conchita, su
profesora de Ciencias de la Naturaleza, mientras todos los compañeros de la
clase observaban lo que ocurría.

La clase estaba completamente en silencio. Julián, que daba golpes al
aire sin parar, al percibir que tanto su profesora como el resto de la clase lo
contemplaban extrañados, se detuvo sin saber qué decir. Miraba a su
alrededor, asombrado. Bajó sus brazos y los descansó sobre el pupitre. No
miraba a ninguna parte en particular. Su corazón latía a mil por hora. Y podía
sentir a sus compañeros de clase riéndose en voz baja de él. Su profesora,
Conchita, al verlo tan apurado, no sabía tampoco cómo reaccionar. El chico
parecía haber visto al diablo en persona.

—A ver, Julián —acertó finalmente Conchita a decir, al mismo tiempo
que se acercaba a su alumno.

—¿Cuál es uno de los animales más fuertes que existen? —le preguntó
ella, intentando disimular la situación.

La imaginación de Julián no le había permitido aún palpar la realidad.
Por fin, la mente del joven aterrizó sobre el asiento de aquel instituto
atravesando la ventana, por la que se podía contemplar, todavía, a algunos
muchachos jugando a la pelota.

—¿Qué? —reaccionó Julián, recibiendo paulatinamente a la realidad.
Los compañeros, sin poder evitarlo, continuaban riéndose de él. Esta
vez, con mayor efusividad.

—¡Por favor, silencio! —gritó de nuevo Conchita.

La clase guardó absoluto silencio, sin dejar de mirar fijamente a Julián.

—Como oyes, Julián —insistía su profesora—: ¿Cuál es uno de los seres
vivos más fuertes que existen? ¿Es que no has estado atento a la clase de
insectos de hoy?

El joven, superado por la situación, respondió con cautela:

—¿Las hormigas negras?
Todos los compañeros se sorprendieron por la acertada respuesta de
Julián. Instantes después, Conchita, aliviada porque Julián hubiese vuelto al
mundo real, se dio la vuelta y continuó su clase.

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