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El otro de sí

mismo
Por una ética desde
el cuerpo
Joan-Carles Mèlich
Directoras de la colección
Meri Torras y Mireia Calafell
Grupo Investigador Cuerpo y Textualidad (http://cositextualitat.uab.cat)
Universidad Autónoma de Barcelona

Comité científico
David Alderson (University of Manchester), Dora Barrancos (Universidad de Buenos
Aires), Marisa Belausteguigoitia (Universidad Nacional Autónoma de México), Patrizia
Calefato (Università di Bari), Nora Catelli (Universitat de Barcelona), Bradley S. Epps
(Harvard University), Claudia Lucotti (Universidad Nacional Autónoma de México),
Sonia Mattalía (Universitat de València), Delfina Muschietti (Universidad de Buenos
Aires), Rafael M. Mérida Jiménez (Universitat de Lleida).

Comité editorial
Noemí Acedo, Núria Calafell, Isabel Clúa, Félix Ernesto Chávez, Diego Falconí,
Emi Fresneda y Aina Pérez.

Primera edición en lengua castellana: noviembre 2010

© Joan-Carles Mèlich, del texto.


© Diseño de la cubierta y de la colección
“Textos del cuerpo”: Luci Gutiérrez (www.holeland.com)
© Editorial UOC, de esta edición
Rambla del Poblenou, 156, 08018 Barcelona
www.editorialuoc.com

Impresión: Book-print S.L


ISBN: 978-84-937143-9-0
Depósito Legal.

Esta publicación está vinculada al grupo Cuerpo y Textualidad, grupo de investigación


consolidado por el AGAUR (2009SGR-651).

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un


sistema informático, ni su transmisión en ningún formato ni por ningún medio, sea elec-
trónico, mecánico, en fotocopia, en grabación u otros métodos, sin el permiso previo y
por escrito de los titulares del copyright.
Autor

Joan-Carles Mèlich es doctor en Filosofía y Letras


por la Universitat Autònoma de Barcelona desde el año
1988. En su tesis doctoral trató acerca de la cuestión de
las situaciones límite en la antropología filosófica de Karl
Jaspers y sus implicaciones en la filosofía de la educación.
Desde el año 1991 es profesor titular de Filosofía de la
Educación en esta misma universidad.
Ha publicado entre otros los libros Antropología simbó-
lica y acción educativa (1996), Totalitarismo y fecundidad (1998),
Filosofía de la finitud (2002), La lección de Auschwitz (2004),
Transformaciones (2006) y Ética de la compasión (2010).
Su interés a lo largo de los años ha sido configurar
una filosofía antropológica de la finitud como punto
de partida para poder pensar la educación, la ética y, en
general, las relaciones humanas desde una perspectiva
narrativa. Por eso, en sus escritos, de corte ensayístico,
se encuentran, además de las referencias habituales a
los clásicos filosóficos, constantes intuiciones literarias,
musicales y artísticas.

3
SUMARIO

Pórtico: De la corporeidad 9

Desde una antropología de la vulnerabilidad 15

Los marcos morales y las lógicas de la normalización 25

El acontecimiento, el trauma y el espectro 45

Las formas de conjurar el acontecimiento 51

El erotismo 55

Telón: Indicios para un ética desde el cuerpo 71

Lecturas 81

Bibliografía citada 83

5
«Debemos levantarnos de la silla.
Debemos ir en busca de nuestros abrigos.
Debemos irnos. Deber, deber, deber…
Detestable palabra.»

Virginia Woolf, Las olas


PÓRTICO: DE LA CORPOREIDAD

No somos los mismos, nunca somos los mismos.


Desde Platón sabemos que el alma, si existe, es el sí
mismo: identidad plena, coherencia extrema, inmovili-
dad, eternidad, inmortalidad. Pero siento que hay una
experiencia primaria, carnal, que cada uno repite una y
otra vez, hasta la saciedad, la de ser cuerpo y carne, tiem-
po y espacio, ambigüedad, incoherencia e infidelidad, la
experiencia de desertar… Uno es otro de sí mismo, uno vive
la experiencia de no coincidirse, de no identificarse, la
experiencia del vértigo de la desubstancialización.
Frente a ésta algunos necesitan aferrarse a ideas o
principios tan firmes y seguros que ni las más extrava-
gantes suposiciones de los escépticos son capaces de
conmover. Otros, en cambio, viven una experiencia de
libertad –no de liberación–, porque no hay nada de lo que
liberarse, o quizá sí, liberarse de un espectro, el de la iden-
tidad, el de la substancia, el espectro que generó el Poema
de Parménides: la metafísica. Para los primeros, el cuerpo
es algo que sobra, algo que molesta, algo que debe ser
erradicado. Para los segundos, es ineludible, es motivo de
sufrimiento, claro está, pero también de gozo, de placer,
de amistad, de compasión, de humanidad y de inhumanidad.
El objetivo de este breve ensayo no es otro que
reflexionar sobre el único tema que realmente me ha
preocupado –y me sigue preocupando– estos últimos

9
años: las posibilidades de una ética desde el cuerpo, esto es,
desde la experiencia de la contingencia, la sexualidad y la
muerte, las posibilidades de una ética que se dibuja desde
la tierra y, por tanto, sin leyes trascendentes, principios
absolutos, ni imperativos categóricos; una ética que se
sabe frágil, como todo lo humano, una ética que sostiene
que «lo humano» no es ni el cumplimiento del deber ni la
buena conciencia, sino la respuesta adecuada –que nunca
lo es del todo–.
Para muchos, que llamaré de ahora en adelante
metafísicos, esta ética desde el cuerpo no será capaz de dar
cuenta del relativismo, del escepticismo y del nihilismo
que acechan a los que habitamos este tiempo y este
espacio. Para los metafísicos, es necesario fundamentar
de nuevo una moral que no deje lugar a dudas, y que nos
proteja, tanto como sea posible, de la ambigüedad y de la
ambivalencia. Los metafísicos sostienen que es necesario
una moral pública, universal, que coloque a la dignidad
en su centro.
Una ética corpórea, como la que se va a esbozar aquí,
en cambio, no hace nada de todo esto o, para ser más
precisos todavía, lo que hace es precisamente todo lo
contrario. Una ética corpórea es radicalmente antimetafí-
sica. Una ética desde el cuerpo, desde la tierra, una ética de
la respuesta y de la compasión, como aquí se concibe, sostie-
ne que nada de lo que hacemos, decimos o pensamos los
seres humanos resulta separable del espacio y del tiempo
y, por lo tanto, de los trayectos, de las situaciones, de los
contextos, que en cada hic et nunc hacemos y deshacemos.
Comprender la ética desde las alturas ha sido tra-
dicionalmente la obsesión de los metafísicos. Pero ya
va siendo hora de hacer caso de los consejos del viejo

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Nietzsche y devolver los derechos a la tierra. Y es aquí el lugar
en el que el cuerpo hace (o debe hacer) su aparición. El
cuerpo nos ata a la tierra, al espacio y al tiempo, al azar y
a los acontecimientos.
Hay que advertir desde ahora, para evitar malos
entendidos, que no solamente somos cuerpo, sino cor-
póreos, porque el cuerpo da una sensación de pesadez,
de inmovilidad, mientras que la corporeidad remite a
un escenario siempre cambiante, a un universo heraclitiano.
Prefiero hablar en este caso de lo corpóreo y no tanto
de lo corporal. El cuerpo es, mientras que la corporeidad
llega a ser y, a la vez, llega a ser otra de lo que es, llega a ser
distinta, llega a ser contra lo que es… y, también, nunca es
del todo, porque un ser corpóreo remite a un escenario
abierto, siempre móvil, un escenario que no puede eludir
el pasado, el recuerdo de lo que ha sido, de lo que le han
hecho, la herencia recibida, la gramática en la que ha sido
educado y, al mismo tiempo, remite a un porvenir, no
solamente a un futuro más o menos previsible, progra-
mable o planificable, sino a un porvenir que siempre está
por venir, que siempre está abierto a los acontecimientos
que rompen cualquier proyecto, cualquier identidad,
cualquier fijación.
La idea rectora del presente ensayo puede for-
mularse así: como seres corpóreos nosotros,
–los de entonces–, no somos los mismos, nunca somos
uno sino múltiples. Como seres corpóreos somos los otros
de nosotros mismos. Hay una alteridad que nos constituye, una
alteridad que nos atraviesa, una alteridad que nos interpela.
Me constituye una alteridad porque soy herencia y
deseo, porque hay otro en mí, porque estoy en mí y fuera
de mí, al lado y frente a mí, porque mi identidad nunca es

11
del todo mía, y jamás está absolutamente fijada, porque
no tengo un yo, porque no me poseo, porque no coin-
cido conmigo, porque no estoy a solas conmigo mismo
aunque desee estarlo, porque no soy fiel a mí mismo,
porque soy inconstante y contradictorio, porque cambio
de parecer y de punto de vista, porque me encuentro en
estrechos callejones sin salida en los que me quedo per-
plejo sin poder acudir a manuales, a principios, a ideas
rectoras que me digan lo que debo hacer, decir o pensar.
Me atraviesa una alteridad porque no estoy en reposo
ni en calma, porque vivo en la ambivalencia, en la ambi-
güedad y, sobre todo, en la insatisfacción, porque nada
puede saciar mis deseos, porque el deseo es algo perpe-
tuamente insatisfecho, porque incluso no sé exactamente
lo que deseo, porque deseo algo que ignoro qué es, y
porque los buenos momentos no dejan de ser efímeros
oasis en noches de tormenta, porque, en una palabra, los
paraísos encontrados al final resultan extrañas estrellas
fugaces.
Me interpela una alteridad porque hay otro fuera de
mí, delante de mí, no sólo al lado o conmigo, sino frente
a mí, un otro singular, con un nombre propio, un otro
que, en su singularidad me encara, que me cuestiona y me
reclama, un otro que apela a mi ser, a mi lenguaje y a
mis decisiones, a mis proyectos y a mis sueños soñados
despierto y que desvela mi mala conciencia porque nunca
podré saber si lo que él espera de mí es lo que soy capaz
de ofrecerle, de darle, de regalarle. Y ese otro singular,
que no representa ningún universal, que no habla en
nombre de una ley universal sino en nombre propio, y
se dirige a mí, sólo a mí, a un singular que también es un
nombre propio, ese otro provoca que yo nunca pueda ser

12
un yo compacto, terminado, fijo, inmóvil, seguro de mis
pensamientos, de mis decisiones, porque jamás tendré las
cuentas claras conmigo mismo ni, por supuesto, con él,
jamás le atenderé suficientemente, adecuadamente, jamás
podré dormir tranquilo.
Somos corpóreos, somos los otros de nosotros mismos
porque hay algo así como una extrañeza en cada uno, una
presencia extraña de la que no podemos dar cuenta, de
la que a menudo nos avergonzamos, una extrañeza que
no controlamos, que escapa a nuestras planificaciones
y organizaciones, que irrumpe en los momentos más
inoportunos. Y es esta extrañeza la que nos hace tre-
mendamente vulnerables y frágiles tanto a las situaciones
límite como a las biopolíticas y a las tanatopolíticas. Es
esta extrañeza la que no nos deja estar a la altura de las
circunstancias, la que nos impide tener buena conciencia,
porque es ella la que no permite una coincidencia con lo
que somos, porque es la que nos prohíbe ser por com-
pleto, del todo, la que evita que seamos un proyecto, un
diseño, la que nos abandona a merced de los sucesos y de
los acontecimientos.
Porque somos corpóreos nuestra vida es precaria.
Aunque toda vida es frágil, la nuestra es precaria. Quiero
decir que debe ser cuidada, acompañada, que necesita de
unas condiciones de vida físicas y simbólicas. Sin éstas no
hay posibilidad de supervivencia.
No tiene sentido hablar de vida, en general, como si
fuera un mero objeto de una ontología, como si pudiera
ser capturada por un logos y un ser, al margen o con
independencia de todo trayecto, de todo flujo, de todo
tiempo y espacio, de todo instante, de toda situación. No
hay vida (humana) cosificada en un logos, organizada y

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clasificada en una trama categorial. La vida es singular.
Por eso no puede haber una metafísica de la vida, sino
únicamente una poética o una narración.
Porque la nuestra es una condición corpórea, una
condición expuesta al dolor, a la enfermedad, a los avatares
del tiempo, a las leyes políticas, jurídicas y morales, a las
modas y a las oscilaciones culturales, vivimos en riesgo,
vivimos a merced. Y esta exposición, –como vamos a consi-
derar en las páginas que siguen–, es radicalmente única.
Poco tienen aquí que decir tanto las ciencias físicas como
las humanas, tanto la biología como la sociología, porque
la vida siempre es una vida, una vida vivida por alguien
que tiene un nombre propio. La vida es una poética del
nombre propio, la narración de un trayecto que nunca se
ha recorrido antes ni tampoco jamás podrá volverse a
recorrer.

14
DESDE UNA ANTROPOLOGÍA DE LA
VULNERABILIDAD

¿Qué somos? Innumerables veces nos hemos repe-


tido esta misma pregunta. ¿Qué somos? ¿De dónde
venimos? ¿Hacia dónde podemos dirigirnos? ¿Qué espe-
ramos? ¿Qué sentido tiene la vida? Pasa el tiempo y los
interrogantes persisten. Nos encontramos frente a pregun-
tas fundacionales.
Occidente ha generado tres sistemas para hacer
frente a estas preguntas, a las preguntas por el sentido,
por el origen, por el fin: el mito, la metafísica y la ciencia.
El positivismo creyó que el progreso consistía en evo-
lucionar de uno a otro, como si fuera una escala, en la
que el mito era el modo de conocimiento más primitivo
(y más universal), luego venía la metafísica (Grecia) y,
finalmente, la ciencia, el espíritu positivo. Frente a esta
opción aquí se va a defender algo del todo distinto. No
hay progreso lineal en el conocimiento. Al contrario, los
modos de saber son compartimentos estancos, y no es
posible pasar de uno a otro, ni criticar los logros de uno
con la lógica del otro. Sólo es lícito comparar entre sí
teorías científicas, pero no mito y ciencia, o metafísica y
ciencia. La validez de una teoría científica no se obtiene
porque ha superado el mito, por la sencilla razón de que,
desde una perspectiva antropológica, el mito, o mejor, lo
mítico, no puede ser superado.

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De los tres modos de conocimiento, me interesa
especialmente la metafísica. Para empezar tendríamos
que preguntarnos ¿qué es, en definitiva, la metafísica? ¿En
qué consiste su poder y su fascinación? Más allá del
recurso a lo divino, a lo anímico, a lo espiritual, así como
también más allá de la comprobación empírica o formal,
la metafísica seduce por el poder de su logos, por el poder
de su arquitectónica belleza, por el poder de sus palabras
elocuentes, por el poder de sus promesas.
No me cabe la menor duda que, de todos los edi-
ficios que ha construido la metafísica occidental, el más
importante es el platónico. Platón configura una suerte
de metafísica, no exenta de seducción poética, en la que
todo encaja. Platón –con permiso de Parménides– inaugura
la metafísica. Un trayecto, o un teatro, como lo he llama-
do en otro lugar, que se mantiene vigente hasta el siglo
XIX. Aquí Hegel, primero, y Marx, después, serán sus
epígonos. Después de ellos o bien nos encontramos con
metafísicos de poca monta, o bien con postmetafísicos.
Podríamos llenar páginas y páginas merodeando
sobre este tema, pero voy a ser claro y breve. Para decir-
lo en una palabra (sé que me arriesgo a una excesiva
simplificación): la característica básica de toda metafísica es el
horror a lo corpóreo. Ninguna metafísica admite el cuerpo.
Aquí todas coinciden. Pero ¿qué significa exactamente
esto? ¿Qué quiere decir que las metafísicas no toleran el
cuerpo? Pues sencillamente que son incapaces de soportar las
transformaciones, que buscan lo inmóvil, que están seduci-
das por lo eterno, por lo inmutable, por lo infinito.
Se comprende entonces que el cuerpo les resulte
odioso. Las metafísicas son apologías de lo espiritual, de
lo anímico, de lo celestial. Son enemigas de la tierra y de

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la vida, del devenir y de la finitud, de todo lo imperfecto
y de todo lo provisional, de lo que nace y muere, sobre
todo muere. Las metafísicas están interesadas por lo
substancial, por lo esencial. Lo fragmentario, lo super-
ficial, es algo que les resulta no solamente molesto sino
también deleznable. Así, para decirlo con el título del
presente ensayo, para la metafísica no hay otro de sí mismo o,
dicho más claramente, el sí mismo es uno mismo, no hay
nada más. Identidad plena, compacta, coherente, firme.
En la visión metafísica del mundo no hay en mí
mismo algo extraño, una exterioridad, una alteridad que
me haga dudar, no hay nada que me rompa ni que me
inquiete. Siempre es el yo el que tiene la iniciativa y, en el
caso de la ética, tal cosa se observa con claridad meridiana
en el principio de autonomía. Soy yo el que dicta mis propias
leyes, el que decido –siempre bajo el imperio de la razón
(o más modernamente del diálogo)– lo que está bien, lo
que es justo, lo que se debe hacer.
En cualquier caso, cada vez estoy más convencido
de que lo decisivo no es tanto lo que la metafísica es, sino
lo que proporciona. La cuestión fundamental no sería qué
es o en qué consiste la metafísica, sino qué aporta la visión
metafísica del mundo a la existencia humana. De la respuesta a
esta pregunta depende en buena medida la vigencia y la
actualidad de este pensamiento substancial.
A mi entender, la(s) metafísica(s) proporciona(n),
ante todo y sobre todo, seguridad absoluta. Subrayo el
adjetivo por cuanto sin un mínimo de seguridad es impo-
sible vivir.
Porque la metafísica no se limita simplemente a dar
seguridad. Lo decisivo en ella es que esa seguridad es abso-
luta. En este sentido y desde hace ya muchos años pienso

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que el metafísico más honesto, el que es más claro en
sus escritos, el que en ningún momento quiere disimular
nada, es Descartes.
Merece la pena leer una y otra vez el Discurso del
método, algo que –lo confieso– suelo hacer casi todos los
años, a veces incluso más de una vez. El Discurso es una
magnífica obra literaria. Esto está fuera de toda duda,
pero además es una pieza que resulta de suma utilidad
porque proporciona realmente el sentido (antropológico)
de lo que la metafísica aporta a la existencia. Por ser un
texto autobiográfico, por ser, en definitiva, una auténtica
novela o relato de formación, el Discurso de Descartes es
sumamente esclarecedor para el tema que nos ocupa.
En el libro primero, el filósofo francés narra sus años
de aprendizaje. De los libros a los viajes, y de los viajes por el
mundo al verdadero viaje, que es el viaje al interior de uno mismo.
Resguardado del frío, al lado de una estufa, Descartes va
a la búsqueda de una verdad tan firme y segura que ni las
más extravagantes suposiciones de los escépticos fueran
capaces de conmover.
Con independencia del contenido de esta verdad, lo
realmente interesante es, como decía antes, su función:
proporciona firmeza y estabilidad. Descartes no esconde
sus cartas. Al contrario, no teme mostrarlas. Y no se anda
por las ramas. Insisto, lo de menos es el cogito. Lo decisivo
es que el cogito ofrece una guía, un fundamento, un apoyo
absoluto, esto es, libre de los peligros del relativismo y del
escepticismo.
Pero para alcanzar esta verdad absoluta es necesario
dudar. La duda significa una especie de epokhé avant la lettre,
una puesta entre paréntesis de todo lo corporal, de todo
lo finito.

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Se ha repetido hasta la saciedad el hecho de que
esta duda es metódica, no existencial, lo que significa que
Descartes finge, hace una especie de juego de magia, finge
que no tiene cuerpo alguno. Él está convencido de que tal
juego es posible y afirma, categóricamente, que puede fingir
tal cosa, que puede poner entre paréntesis su condición
corpórea. Nos hallamos ante algo de un alto valor meto-
dológico, el denominador común de todo pensamiento
metafísico. De hecho Platón ya lo había realizado, pero
aquí lo que nos interesa es ver cómo se configura esta
estrategia metafísica en la modernidad y en los inicios del
mundo contemporáneo y, en concreto, en la ética moder-
na y metafísica por excelencia: la de Immanuel Kant (una
ética que, por cierto, sigue más viva que nunca en filoso-
fías morales y políticas como las de Apel y Habermas).
Kant, en su Fundamentación para una metafísica de las
costumbres, prosigue con la misma estrategia metafísica,
prescinde de todo lo corporal, de todo lo experiencial,
de todo signo antropológico, y busca lo que resista al
tiempo (no estaría de más recordar que un neokantiano
como John Rawls, en su Teoría de la justicia, mantiene en
su noción de velo de ignorancia elementos metafísicos).
La metafísica –y la de Kant no es una excepción–
busca lo eterno. Siempre es una de sus palabras mágicas. La
verdad es duradera, no tiene ni principio ni fin, porque
la metafísica busca lo inmóvil, la verdad está fija, no cam-
bia… porque la metafísica busca lo profundo, la verdad está
en el fondo, hay que ir al fondo de las cosas, al fondo de
la cuestión, hay que profundizar…
No puedo ahora detenerme a analizar cada una
de las formas que la metafísica adopta en los distintos
autores y en las múltiples filosofías (de hecho, para ser

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honesto, debo decir que tampoco creo que esté capacita-
do para hacerlo). Lo que me interesa en este momento es
otra cuestión. Se tratará de ver si es posible desprenderse
de la metafísica para configurar la ética de otro modo, de
una forma radicalmente antimetafísica. Para ello voy a prestar
atención a Nietzsche.
Creo que todo el mundo estaría de acuerdo en el
hecho de que si en la modernidad hay un filósofo antime-
tafísico éste es Nietzsche. Toda su obra está atravesada
de cabo a rabo por la crítica al híbrido de planta y fantasma
que lleva a cabo en Así habló Zaratustra, por una llamada a
la fidelidad de la tierra, por una advertencia a los envenenadores
que hablan de esperanzas sobreterrenales… Me parece que los
grandes temas de la obra nietzscheana –la voluntad de
poder, el superhombre, el eterno retorno–, pueden leerse
desde esta perspectiva contraria a la metafísica.
Especialmente relevante es una conocida frase que
se encuentra en sus escritos póstumos y que dice: «No
hay hechos, sólo interpretaciones» (Nietzsche, 2008,
222). Es evidente, mal que les pese a algunos, que tal
afirmación no significa una apología del relativismo, del
nihilismo, ni nada parecido. Para Nietzsche, que siempre
vivamos en interpretaciones quiere decir que no hay ser
más allá del espacio y del tiempo, esto es, de las tradicio-
nes y de los trayectos, significa –frente a Kant– que no
hay nada en sí, que no hay objetividad. Todo lo que es lo
es en relación, en situación, en contexto.
Uno ya está un poco harto, como acabo de decir,
que siempre que se expone la filosofía de Nietzsche sea
acusado de relativista. Para los pensadores metafísicos,
si no disponemos de un punto de referencia objetivo, al
margen de las interpretaciones, entonces –nos dicen– no

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es posible decidir qué interpretaciones son mejores que
otras. Y si no es posible decidir qué interpretaciones son
mejores que otras, entonces –nos dicen– toda interpreta-
ción vale lo mismo que cualquier otra, y si toda interpre-
tación vale lo mismo que cualquier otra, entonces –nos
dicen– ninguna interpretación vale nada.
Como ya mostré en un libro anterior titulado Ética
de la compasión (2010), me parece que la acusación de rela-
tivismo no solamente es exagerada sino rotundamente
falsa. Nadie ha sostenido ni sostiene algo semejante. No
hay relativistas en el mundo ni, por descontado, Nietzsche
lo es. En todo caso, lo que se desprende de su filosofía
es un perspectivismo radical. Como escribirá en un conocido
fragmento de La genealogía de la moral, hay que olvidarse de
un sujeto puro de conocimiento porque todo conocer es
un conocer perspectivista. La diferencia entre relativismo y
perspectivismo está clara. Para el segundo, siempre estamos
en una perspectiva pero, aunque no es posible tener un
punto de referencia trascendente a ellas, hay perspectivas
mejores que otras, y la mejor de las perspectivas sigue
siendo una perspectiva. El relativismo, en cambio, supues-
tamente sostiene algo inaudito: que siempre estamos en
una interpretación, pero que además cualquier interpretación
vale exactamente igual que cualquier otra. A mi modo de ver,
el relativismo es un invento metafísico para atemorizar a
todos aquellos que se atreven a sostener, con Nietzsche,
que «no hay hechos, sólo interpretaciones». Los metafísi-
cos responderían diciendo que si no hay hechos libres de
interpretaciones entonces todo vale y, si todo vale, enton-
ces todo está permitido. Además, para ellos, hay algo
substancial en el sujeto, algo que confiere una identidad
que trasciende el mundo, el espacio y el tiempo, una iden-

21
tidad que permanece inalterable. En otras palabras, según
los metafísicos hay algo, una propiedad –por llamarlo de
alguna manera–, existe algo en lo humano que nos ata
a nosotros mismos y que nos exige respeto, fidelidad,
sumisión. Hay algo que permanece en nuestro interior
y que nos hace ser lo que somos, nos hace precisamente
humanos. Y es eso lo que uno esgrime cuando se vulneran
sus derechos, es eso lo que a uno le permite exigir respeto:
«yo también soy humano, yo también soy persona, y, por
tanto, debo ser respetado… tengo mis derechos…» Está
claro que este algo ha recibido nombres diversos: sustancia,
esencia, alma, dignidad, pero eso es lo de menos ahora, lo
importante es su función, así como su perversidad.
A mi modo de ver, el superhombre de Nietzsche puede
leerse como un intento de terminar con este principio
metafísico que atraviesa la cultura occidental. Porque la
diferencia entre el hombre y el superhombre radica precisa-
mente aquí. En éste último no hay nada que le ate ni a sí
mismo ni a trascendencia alguna. No hay sujeción en el
superhombre. Dicho de otro modo, el superhombre no
es, en sentido estricto, sujeto. Es un antisujeto. Es lo que no
está sujeto ni a un dios, ni al mundo, ni a sí mismo.
Una ética corpórea, como la que se esbozará en las
páginas que siguen, no soporta la visión metafísica del
mundo, no tolera las antropologías metafísicas, le resulta
molesta esa concepción orgullosa y prepotente del sujeto
del humanismo, un sujeto autónomo, dueño y señor de sí
mismo, libre de lazos, señor de la historia.
Me parece que una de las palabras que mejor resume
la imagen de lo humano que planea en la órbita de una
ética corpórea como la que yo defiendo es la vulnerabi-
lidad. El ser humano es un ser corpóreo y, por ello, vul-

22
nerable. La vulnerabilidad nos remite al azar, a la pasión,
a la ambigüedad y a la contradicción, a las metamorfosis,
a la hospitalidad y a la acogida. La vulnerabilidad, como
vamos a ver a continuación, muestra que somos más
nuestras casualidades que nuestras causalidades, muestra
que, en cualquier caso, nunca somos los mismos porque no
estamos atados a un ideal, a un principio, a una idea, a un
valor. Como decía al principio, somos los otros de nosotros
mismos porque nos atraviesa lo extraño, algo extraño, una
extrañeza que nos rompe y que nos impide cumplir el
mandato: «llega a ser lo que eres.»
Somos vulnerables porque no podemos –aunque
muchas veces deseemos– exorcizar el azar. Pensar que
en cualquier momento de nuestra existencia puede suce-
der algo que no estaba previsto, que no estaba imaginado,
algo improgramable, insólito, que rompe con todos nues-
tros proyectos y nos obliga a rehacer nuestra vida, todo
esto es una sensación que surge de repente y nos provoca
desasosiego.
Somos vulnerables porque nos configura más lo que
nos pasa que lo que hacemos, las pasiones que las accio-
nes. A menudo tenemos tendencia a pensar que yo soy lo
que hago, lo que decido hacer, cuando, en realidad, como
se advierte desde una antropología de la vulnerabilidad,
fundamentalmente soy lo que me pasa.
Somos vulnerables porque somos ambiguos y contra-
dictorios, porque la fidelidad no es un atributo humano.
El poeta Paul Celan escribió: «sólo si soy desertor soy
fiel». La condición humana es una condición desertora.
No se trata tanto de querer, o no, de permanecer fieles a
una idea, a un proyecto, a un ideal, sino si, como huma-
nos, estamos capacitados para ello.

23
Somos vulnerables porque «nuestra vida se pasa trans-
formando» (Rainer Maria Rilke), porque nunca somos los
mismos, porque no podemos eludir el espacio y el tiem-
po, los trayectos. No nos hallamos al final del camino,
sino en el camino, caminando. Estamos de paso. Los finales
de trayecto son peligrosos.
Somos vulnerables, en definitiva, porque necesitamos
ser acogidos y reconocidos en el seno de una familia,
de una cultura, de una gramática. Muy pronto uno se da
cuenta de que no puede sobrevivir al margen de su gra-
mática, de su universo simbólico. Éste no es solamente
un entorno lingüístico, sino sobre todo afectivo y cordial.
Los seres humanos somos animales biológicamente poco
dotados y no tenemos más remedio que compensar las
deficiencias culturalmente, simbólicamente, hospitalaria-
mente (de los filósofos actuales me parece que ha sido
Peter Sloterdijk el que más y mejor ha subrayado esta
dimensión en su monumental trilogía Esferas).

24
LOS MARCOS MORALES Y LAS LÓGICAS
DE LA NORMALIZACIÓN

Para mí, uno de los escritos más sugerentes de


Michel Foucault es El orden del discurso, la conferencia
que leyó al tomar posesión de su cátedra en el Collège
de France. La importancia de este texto va más allá de
su ubicación estratégica en el corpus foucaultiano. Pero,
para lo que me interesa ahora, eso es lo de menos, y no lo
voy a tener en cuenta ni tampoco entraré a discutirlo. Sí
que es decisivo su poder evocador. Empecemos recordando
el inicio de El orden del discurso:

He aquí la hipótesis que querría proponer, esta tarde, con


el fin de establecer el lugar –o quizás el muy provisional
teatro– del trabajo que estoy realizando: supongo que en
toda sociedad la producción del discurso está a la vez con-
trolada, seleccionada y redistribuida por cierto número de
procedimientos que tiene por función conjurar sus poderes
y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su
pesada y temible materialidad (Foucault, 1999, 14).

Siempre me han fascinado estas palabras. Lo diré


de la forma más clara posible: en lo que sigue voy a lla-
mar marco (y más concretamente, marco moral) a lo que
Foucault llama procedimiento. Por lo tanto, sostengo que
toda cultura –así como toda institución y todo saber–

25
posee –de manera más o menos explícita– marcos que
determinan qué se puede pensar, qué se puede decir, qué se
puede hacer. Marcos que excluyen, marcos que ordenan, dis-
tribuyen y clasifican, marcos rituales, que establecen órdenes
de pensamiento, de lenguaje y de acción.
Tales marcos expresan lo que se puede pensar como
bueno, como justo, como legítimo, lo que se puede decir, la
palabra correcta e incorrecta, lo que se puede hacer, las bue-
nas acciones y las malas, así como cuándo uno puede o
no tener la conciencia tranquila, cuándo uno puede dor-
mir a pierna suelta o cuándo debe pedir perdón, cuándo
uno tiene que sentirse culpable y tener vergüenza de lo
que ha pensado, dicho o hecho. Los marcos delimitan
también, sin duda, la normalidad: distinguen lo que es
normal y lo que es patológico, separan el sano y el enfer-
mo, el loco y el cuerdo; son los marcos los que explicitan
las perversiones…
Así también, los marcos, a través de procesos rituales de
todo tipo, determinan quiénes tienen el poder de pensar,
decir y hacer con conocimiento de causa. Se trata en este caso,
parafraseando a Foucault, de imponer un cierto número
de reglas, porque nadie entrará en el orden del discurso
si no satisface unas exigencias o si no está, de entrada,
cualificado para hacerlo, si no es competente.
Como es obvio, tanto en el primer caso como en el
segundo, esos mismos marcos excluyen y prohíben formas
de pensar, de decir y de hacer por ser consideradas inmo-
rales, rechazan a personas que no pueden (o no están
capacitadas porque no son competentes) pensar, decir o
hacer y, por lo tanto, que deben ser educadas convenien-
temente para ello, que deben ser formadas y tuteladas en
instituciones configuradas para tales propósitos. En otras

26
palabras, cada marco fabrica selecciones y exclusiones especí-
ficas, condiciones de accesibilidad y de inaccesibilidad, de
propiedad y de extranjería, de identidad y de diferencia.
Es evidente que el contenido de tales marcos es
cultural y, por tanto, histórico y, en cierto modo y en
determinados casos, puede ser mutable, cambiante e
inestable, pero el propio marco no lo es, o mejor dicho,
no lo es el enmarcamiento. Éste es estructural al modo
de ser humano en el mundo, porque siempre que hay ser
humano hay gramática, y siempre que hay gramática hay
marcos. Nunca es posible abandonar un marco sin entrar
inmediatamente en otro.
Lo que voy a sostener a continuación es, para
decirlo con brevedad, que la moral es un marco, con unas
características bien establecidas. En primer lugar, hay
que subrayar el hecho de que la moral tiene lugar siem-
pre, de una manera u otra, en el ámbito público. O, en
otras palabras, que no hay moral privada. Del mismo modo
que, como diría Wittgenstein, no hay lenguaje privado,
tampoco hay moral privada. La moral siempre tiene
lugar en el ámbito del nosotros. Segundo, como sucede
en general con el contenido de todo marco, también la
moral depende de la historia y de la cultura, y, por tanto,
aunque en Occidente la moral pretende ser universal,
no hay morales universales. La moral es un producto gramatical
y, para decirlo en palabras de Nietzsche en Crepúsculo
de los ídolos, «temo que no vamos a desembarazarnos de
Dios porque continuamos creyendo en la gramática»
(Nietzsche, 1981, 49). La moral es, junto con la religión y
la técnica, uno de los más relevantes resultados de la arti-
ficiosidad humana. Por último, la moral –a diferencia de la
ética–, es normativa. Para mí, aquí no hay discusión posible.

27
La moral se mueve en el ámbito del deber ser, de la norma.
Al margen del tipo de normas que dé, toda moral orienta,
controla y reprime… y, por ello, para decirlo en términos
de Niklas Luhmann, es una reducción de la complejidad de
la vida. La moral da respuestas; a ella le interesan sobre
todo las respuestas. Una moral que no diese respuestas
no tendría sentido alguno. Cuando uno exige respuestas
en lo que concierne a la vida, no a la técnica, está deman-
dando una moral (algo parecido ocurre en el momento
en el que los pedagogos sostienen que la educación debe
dar respuestas. En tal caso tiene lugar una moralización de
la pedagogía, y surge una figura inquietante: el educador
como guía, como conductor, como Führer… Pero éste
sería un tema que exigiría una reflexión pormenorizada
que no puedo ofrecer aquí).
Dicho esto, me gustaría destacar –siguiendo a
Nietzsche y Foucault y en relación al tema que nos
ocupa– que, en definitiva, toda moral ordena y organiza y,
al hacerlo, ofrece seguridad, facilita puntos de apoyo tan firmes y
seguros que ni las más extravagantes suposiciones de los escépticos
son capaces de conmover. Esto es lo importante ahora. A dife-
rencia de lo que suele decirse, pues, al menos en deter-
minados ámbitos, lo propio de la moral no es tanto la represión
cuanto la clasificación. No debería olvidarse este aspecto. No
hay que concebir la moral en términos meramente nega-
tivos, al modo de «la moral nos reprime». No. Me parece
que aquí se encuentra una de las ideas más importantes
que podemos aprender de Foucault, del último Foucault,
del Foucault de La voluntad de saber. Recordemos, antes
de seguir adelante, lo que el filósofo francés escribe a
propósito del poder en este libro:

28
[…] los nuevos procedimientos del poder que funcionan no
ya por el derecho sino por la técnica, no por la ley sino por
la normalización, no por el castigo sino por el control[…]
(Foucault, 2006, 93–94).

Y más adelante:

Se permanece aferrado a cierta imagen del poder–ley, del


poder–soberanía, que los teóricos del derecho y la institución
monárquica dibujaron. Y hay que liberarse de esa imagen, es
decir, del privilegio teórico de la ley y de la soberanía si se
quiere realizar un análisis del poder según el juego concreto
e histórico de sus procedimientos. Hay que construir una
analítica del poder que ya no tome al derecho como modelo
y como código. […] Intentemos deshacernos de una repre-
sentación jurídica y negativa del poder, renunciemos a pen-
sarlo en términos de ley, prohibición, libertad y soberanía.
(Foucault 2006, 94-95).

El análisis del poder que Foucault realiza en La volun-


tad de saber es una importante fuente de inspiración para
comprender la fenomenología de los marcos morales que
estamos construyendo aquí.
Un marco moral sería, en términos foucaultianos, un
dispositivo de poder. Pero éste no debe imaginarse como un
mecanismo represivo o, al menos, no debería compren-
derse básicamente así. Un marco moral, en la medida en
que funciona al modo de dispositivo de poder, funcio-
na creativamente, positivamente, organizativamente. Se
podría decir que, como ya he insinuado antes, los marcos
morales son lógicas normativas de normalización. No solamente
dicen lo que debemos (o no) hacer, lo que está prohibi-

29
do, lo que está mal, lo que es perverso; no, no solamente
eso, además expresan lo que somos –así como lo que
no somos, especialmente esto último–. En la medida en
que son lógicas de normalización, los marcos normativos son
generadores de identidad. Incluyen y excluyen. Si recordamos
lo que decía más arriba, los marcos morales me atan a
un «ser–yo–mismo». Está claro que todo el mundo se
ha preguntado alguna vez quién es y la respuesta a esta
pregunta sólo puede darse en el interior de un marco
normativo –y no solamente en un marco descriptivo,
entre otras cosas porque no existen marcos meramente
descriptivos–, en el seno de un marco heredado que no
elijo, sino que recibo por medio de las transmisiones
educativas.
Si esto es así, entonces, la moral es una poderosa gramá-
tica, una serie de signos, ritos, hábitos, valores, etc., que
no solamente ordena y organiza el mundo que me rodea,
sino también y sobre todo, que me ordena y me organiza.
En una palabra: los marcos morales me clasifican. Además
de decirme cómo debo comportarme, además de man-
darme actuar de una determinada manera, marcan la
forma de ser respecto de mí mismo y de los demás, dan
respuesta a la pregunta qué y quién soy, determinan cómo
debo mirarme, si debo sentirme orgulloso de ser lo que soy
o si, por el contrario, debería avergonzarme.
En la medida en que son gramáticas, los marcos mora-
les configuran formas de vida morales, independientes del
cambio y de las transformaciones, esto es, sometidas a
un modelo absoluto, un modelo firme y seguro para decirlo
al modo cartesiano, un modelo con pretensiones de uni-
versalidad (al menos en la cultura occidental) que sirve de
orientación y de guía.

30
Finalmente, last but not least, habría que subrayar que
los marcos morales son praxis relacionales. Al configurar tanto
mi identidad como la de los otros me guían respecto a lo que
debo hacer con los que son como yo así como con los
que no lo son, me resuelven la cuestión respecto a cómo
debo tratarles, si merecen ser dignos de respeto o, por el
contrario, no debo sentir compasión por ellos.
Nadie puede escapar por completo de sus marcos
morales. Esto está para mí fuera de toda duda; sin embar-
go, lo que me interesa subrayar aquí es que determinadas
filosofías a las que llamo metafísicas creen que no solamente
existen marcos morales culturales sino también marcos
morales transcendentes a la cultura y, por lo tanto, universales,
eternos e inmutables. Platón y Kant serían dos muestras
muy claras de lo que estoy diciendo. Este resulta un
aspecto de suma importancia para el tema que nos ocupa,
las condiciones de posibilidad de una ética desde el cuer-
po, puesto que, para que sea posible concebir marcos trascenden-
tes al espacio y al tiempo, es necesario partir de una antropología
que sea capaz de poner al cuerpo entre paréntesis.
Creo que no hace falta referirse al caso de Platón,
a todas luces evidente. El análisis de Kant es más sutil
y más relevante para el mundo contemporáneo. En su
Fundamentación para una metafísica de las costumbres el filósofo
de Königsberg sostiene que de ninguna manera la moral
puede fundamentarse en la antropología. Tampoco en la
experiencia. Y si es verdad que para que una acción pueda
ser calificada de moral es necesario convertirla en ley
universal, entonces sólo nos queda una doble posibilidad:
o bien recurrir a Dios (cosa que Kant no quiere hacer),
o bien a la razón. Pero, en este caso, nos encontraremos
con una razón descorporeizada, libre de cualquier elemento

31
empírico, una razón no contaminada por la experiencia,
una razón pura. El sujeto moral de Kant no sabe nada de
sensibilidad, de emoción, de miedo, de memoria, de azar,
de sufrimiento ni de muerte.
A diferencia de lo que suele decirse, a mí me parece
que Kant es sumamente claro en sus apreciaciones y que
no deja lugar a interpretaciones ambiguas. Puede decirlo
más alto pero no más claro. Escribe, por ejemplo, en la
Fundamentación:

Cualquiera ha de reconocer que una ley, cuando debe valer


moralmente, o sea, como fundamento de una obligación,
tendría que conllevar una necesidad absoluta […], tendría
que reconocer, por lo tanto, que el fundamento de la obliga-
ción no habría de ser buscado aquí en la naturaleza del hom-
bre o en las circunstancias del mundo, sino exclusivamente a
priori en los conceptos de la razón pura, y que cualquier otra
prescripción que se funde sobre principios de la mera expe-
riencia […] ciertamente se la puede calificar de regla práctica,
más nunca de ley moral. (Kant, 2002, 56).

¿Pero, qué sucedería si partimos de la idea de que


todo en lo humano pasa por el espacio y el tiempo, por
la historia, por los trayectos y las situaciones… por el
cuerpo? ¿Qué consecuencias se derivarían del hecho de
que somos seres corpóreos que no pueden eludir los con-
textos, las relaciones, los adverbios y los condicionales?
Naturalmente esto es algo que ningún metafísico tolera-
ría, porque a su juicio supondría incurrir en una especie
de relativismo cultural.
No obstante, más allá de aceptar o no tal relativis-
mo –no creo que merezca la pena iniciar una discusión

32
al respecto que se nos haría eterna–, el hecho decisivo
es reflexionar sobre si la gramática que hemos heredado
es o no ineludible y, por lo mismo, sobre si los marcos
–aún en el caso hipotético de poder existir más allá del
mundo social– siempre están espacio–temporalmente
configurados, tematizados, determinados, constituidos.
Porque en tal caso, uno podría emprender al menos dos
cosas. En primer lugar una genealogía de los marcos, una
genealogía de la moral (Nietzsche) y, a continuación, una
deconstrucción de los mismos, esto es, pensar que en todo
marco hay algo que no puede incluirse en él, hay algo
que queda al margen, que se niega, que se rechaza, bien
porque se asimila disolviendo su diferencia, bien porque
simplemente se destruye o, incluso, porque queda clasi-
ficado y ordenado, porque acaba siendo tipificado, con-
vertido en un caso típico que los mismos marcos pueden
controlar.
Quiero dejar bien claro que, desde la perspectiva
antropológica que aquí se adopta, la metafísica no es
posible porque el ser humano es inconcebible libre de cultura.
Es necesario insistir en que esto significa, en primer
lugar, que siempre que hay humanidad hay gramática: signos,
símbolos, mitos, ritos, herencias, proyectos, deseos,
acontecimientos… Lo humano existe gramaticalmente.
Pero hay algo más, algo que una moral metafísica no
podría tolerar. A saber, que precisamente porque para
los humanos la condición gramatical es ineludible –y,
por lo tanto, lo es también la situacionalidad, la adver-
bialidad, la contextualidad, la biografía, etc.– entonces
resulta que siempre que hay humanidad hay ambigüedad y,
por lo tanto, siempre que lo humano hace su aparición
irrumpe, al modo de una presencia inquietante, lo inhu-

33
mano. En otras palabras, no somos humanos porque hayamos
erradicado lo inhumano, sino todo lo contrario, porque no podemos
erradicarlo. Digámoslo todavía de otro modo: el paraíso –
me refiero a los estados paradisíacos, felices, justos, per-
fectos– no es una posibilidad humana. El paraíso queda
fuera del alcance humano, porque no es una apoteosis de
lo humano, sino su negación. En un mundo paradisíaco,
lo humano –la humanidad– es imposible, porque si lo
humano existe es porque lo inhumano, en cualquiera de
sus formas o máscaras (el mal, el sufrimiento, la muerte)
está (o puede estar) presente.
Es necesario subrayar esta idea. A diferencia de lo
que dirían los metafísicos, desde el momento en el que
lo humano hace su aparición irrumpe también, inelu-
diblemente, a modo de una presencia inquietante, la
ambigüedad, por tanto, insisto, lo humano no significa de
ninguna de las maneras el destierro del mal, de la violen-
cia, del sufrimiento, de la muerte, de la crueldad… Al
contrario. El destierro de estas formas oscuras supondría
inmediatamente el fin de lo humano. La disolución de la
ambigüedad lejos de significar el triunfo de lo humano
supone su derrota.
Cuando los marcos morales, propios de una socie-
dad concreta en un momento determinado de su historia,
se convierten –como en un juego de magia y por la habi-
lidad de algunos filósofos extremadamente poderosos
(Platón, Kant…)– en marcos metafísicos, entonces nos
hallamos en un territorio peligroso, porque para una ética
metafísica, al modo de Platón o de Kant, el paraíso es una
conquista de lo humano, mientras que para una ética cor-
pórea –como la que se presenta en este escrito– ocurre
precisamente todo lo contrario.

34
Como ya se irá viendo a lo largo de este ensayo,
lo único que una ética corpórea va a sostener es que lo
infernal sí es una posibilidad de lo humano, una posibi-
lidad histórica, empírica. O, mejor dicho, lo infernal es
una posibilidad que convierte a lo humano en humano.
En otras palabras, el núcleo duro de la tesis que defien-
do diría que lo que nos hace humanos es que no nos es posible
desterrar de nuestra existencia la posibilidad de lo inhumano. Así,
como ya he escrito en otros lugares, no podemos cruzar
como humanos las puertas del paraíso. Nadie ha estado
allí, y si alguien lo ha visitado no ha vuelto para contarlo.
Pero eso sí, el infierno es otra cosa. Algunos lo han vivido
en sus propias carnes –Primo Levi, Jean Améry, Jorge
Semprún…– y han regresado para ofrecer su testimonio.
Ahora bien, no dejemos todavía de reflexionar
sobre las éticas metafísicas y sobre sus marcos morales.
¿Cuáles serían en líneas generales las ideas de los marcos
morales propios de la metafísica? Tomando los análisis
kantianos como referencia, señalaría básicamente tres:
universalidad, racionalidad y dignidad. No voy a entrar a dis-
cutir los dos primeros, puesto que me parece que ya es
posible encontrar suficiente bibliografía sobre el tema.
En cambio, me resulta especialmente interesante para
el tema que me ocupa el último, la cuestión relativa a la
dignidad, porque en la vida cotidiana el hecho de que las
personas posean dignidad parece algo tan obvio que no
merece la pena ni cuestionarlo. Nadie, o casi nadie, se
atreve hoy en día a ponerlo en tela de juicio. No obstante,
una ética corpórea tiene necesariamente, por su naturale-
za antimetafísica, que poner en duda el análisis sobre la
dignidad –que correspondería a la segunda formulación
del imperativo categórico de Kant– y preguntarse acerca

35
de las consecuencias perversas de su filosofía práctica.
Vamos a ver, en primer lugar, lo que sostiene el filósofo
de Königsberg, para pasar a continuación a considerarlo
críticamente. La cuestión de la dignidad aparece con clari-
dad en el siguiente texto de Kant:

Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en general todo ser


racional existe como fin en sí mismo, no simplemente como
un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o
aquella voluntad, sino que tanto en las acciones orientadas
hacia sí mismo como en las dirigidas hacia otros seres racio-
nales el hombre ha de ser considerado siempre al mismo
tiempo como un fin (Kant, 2002, 114).

Y, más adelante, formula el imperativo categórico:

Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu


persona como en la persona de cualquier otro, siempre al
mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio
(Kant, 2002, 116).

Como consecuencia de este imperativo, Kant puede


distinguir entre cosas y personas. Las primeras son seres
irracionales, las segundas racionales. Las primeras tienen
un precio, las segundas poseen dignidad. Solamente éstas
últimas son un fin en sí mismo. Escribe Kant:

En el reino de los fines todo tiene o bien un precio o bien


una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede
ser colocado algo equivalente; en cambio, lo que se halla por
encima de todo precio y no se presta a equivalencia alguna,
eso posee una dignidad (Kant, 2002, 123-124).

36
De los análisis de Kant se desprenden algunas ideas
fundamentales que hay que tener claras. En primer lugar,
que la dignidad es una propiedad de los seres dotados
de razón. Quiero subrayar el hecho de que sea una pro-
piedad, algo que se tiene (y que se obtiene). Nos encon-
tramos aquí con un claro elemento metafísico. Primera
pregunta a Kant: ¿Cuándo se obtiene la dignidad? ¿En
el momento de la fecundación? ¿A las pocas semanas?
¿Al nacer? Si sólo los seres racionales tienen dignidad
entonces los seres que no son racionales no son dignos…
Segunda pregunta a Kant: ¿Qué sucede con aquellos seres
humanos que por alguna malformación no pueden razo-
nar? Tercera pregunta a Kant: Si solamente los seres raciona-
les poseen dignidad, ¿los seres no racionales pueden ser
utilizados como medios, y no como fines en sí, pueden
ser utilizados como cosas, se pueden intercambiar…?
Como consecuencia de todo esto, hace tiempo que
tengo la impresión de que detrás de la noción de digni-
dad se oculta algo perverso. Lo diré de otro modo, me
parece que esta noción en manos de determinados per-
sonajes puede ser utilizada de forma maligna. Filósofos
como Richard Rorty, Judith Butler, Giorgio Agamben
o Roberto Esposito lo han puesto encima de la mesa.
Especialmente este último, en su libro Tercera persona
(2009), expresa, desde el principio, que hoy en día nos
encontramos con un postulado indiscutible en el debate
ético contemporáneo en lo que concierne a la categoría
de persona. No se trata, escribe Esposito, de una opción
elaborada conceptualmente, sino de una evidencia que no
parece requerir demostración adicional: sea cual fuere la
perspectiva de la que se parta, hoy no es siquiera concebi-
ble activar una mirada crítica sobre la categoría de persona.

37
Más allá de los análisis de Esposito, me quedo con
una idea crucial: lo decisivo y a lo que deberíamos pres-
tar atención es al hecho de que la noción de persona no
solamente señala a aquellos que quedan bajo su protec-
ción (moral, jurídica, religiosa) sino también a los que son
excluidos de ella. En otras palabras, no habría que olvidar
que esta categoría (persona) señala también ineludiblemen-
te a todos los que no son personas y, en consecuencia,
siguiendo a Kant, no deberían ser objeto de respeto
moral, no quedarían bajo la protección de la ley (moral).
Pero todavía hay más. La categoría persona remite a
un fondo metafísico, esto es, extracorporal y extracor-
póreo, trascendente al espacio y al tiempo, un fondo
inmóvil e inmutable, absoluto. En consecuencia, hay que
recordar que, para los metafísicos, la persona es siempre
una propiedad, algo que se tiene o no se tiene. Y en este caso,
si no se tiene, entonces cualquier atentado contra la vida de
eso está perfectamente legitimado.
Como ha señalado Richard Rorty, aquí nos encon-
tramos con un arsenal peligrosísimo. Basta leer los
testimonios de los supervivientes de los campos de con-
centración para comprobar que los nazis al asesinar a los
judíos, a los gitanos o a los deficientes mentales no creían
estar vulnerando el imperativo categórico de Kant, por la
sencilla razón de que esos que gaseaban en las cámaras
de gas no eran seres humanos sino pseudohumanos,
infrahombres o, en su lenguaje, piezas (Stücke). Y a la
réplica que daría un metafísico (a saber: lo que hay que
hacer es ampliar el concepto de persona porque los judíos,
los gitanos y los deficientes también lo son) hay que res-
ponder que, como cualquier concepto (y en mayor medi-
da un concepto substancial), siempre que definimos lo

38
que la persona es, dejamos fuera algo o alguien… En otras
palabras, al definir persona necesariamente excluimos,
y al excluir justificamos un acto de violencia contra eso
que se excluye de la dignidad humana. No hay posibilidad
alguna, si se define persona, a la manera de Kant o incluso
de cualquier otro modo, de incluir a todos, no porque la
persona tenga un régimen especial o distinto, sino por la
naturaleza misma de la definición.
Por lo tanto, solamente tenemos dos posibilidades:
o bien abandonamos –como propone Rorty– conceptos
como persona, dignidad, fin en sí, humanidad, etc., o bien
sostenemos que si lo humano es algo, ese algo es indefi-
nible, porque no es algo que se posee o se tiene sino algo
que se hace o acontece, algo que se configura o que surge
in media res. Por eso no se puede definir lo humano o,
para decirlo de otro modo, lo humano sería lo que escapa
a cualquier definición o, mejor todavía, lo humano es la
relación que uno establece con lo no humano, con lo que
ha sido excluido de la definición.
Si los metafísicos creen posible definir esencialmente lo
humano (en Kant, recordemos, sería la racionalidad) es
porque están convencidos de que hay algo que trasciende
el cuerpo, porque creen que existe una propiedad pura,
libre de cualquier elemento empírico y esto es lo que una
ética corpórea no puede admitir de ninguna manera. Para
las éticas metafísicas, lo humano tiene la imagen de la
dignidad, de la persona, de una substancia que determinados
seres poseen desde el principio y para siempre, y que les
dota de protección moral, de determinados derechos, así
como de deberes, pero sólo con aquellos que también
son de su condición, con aquellos que pertenecen a su
especie moral.

39
Volvamos ahora a la cuestión de los marcos morales.
El caso de la metafísica es solamente un ejemplo, el más
evidente y perverso con toda seguridad, de la manera
que tiene un marco moral –en este caso universal, trans-
cendente, transcultural o, en una palabra, absoluto–,
de funcionar. Pero, en cualquier caso, lo que ahora me
interesa señalar aquí es que, con independencia de los
planteamientos metafísicos, los marcos morales son, para bien
o para mal, ineludibles, aunque esto no significa que uno
esté totalmente a merced de ellos. En otras palabras, a
pesar de que siempre que hay ser humano y cultura hay
también marcos morales, los seres humanos pueden –
porque poseen condición– hacer frente a los marcos que han
heredado.
Heredamos marcos. Sin ellos, la existencia en una
cultura no sería posible. Como mostró Erving Goffman,
si hay ser humano hay cultura, y si hay cultura hay esque-
mas interpretativos que nos permiten en una situación
dada otorgar sentido a hechos que, de otro modo, care-
cerían de significado (Goffman, 1991, 30). Pero, como
ya he insinuado antes, para la cuestión que en estos
momentos nos ocupa, lo interesante es darse cuenta
de que esos marcos no son solamente epistemológicos,
sino también axiológicos. Vivimos en configuraciones
morales, en espacios morales. Inevitablemente. En nin-
gún caso he pretendido decir, por tanto, que haya que
terminar con los marcos morales, ni nada parecido. Y
no lo he dicho porque, aunque lo pensara –que no lo
pienso–, tal cosa no sería posible. Pretender prescindir
de los marcos morales sería equivalente a independizarse
de la cultura, algo absurdo. Por lo tanto, no merece la
pena continuar por esta vía. Dos cosas sí me parecen

40
interesantes: primero mostrar el funcionamiento de un
marco moral (sea metafísico y/o cultural) y, en segundo
lugar, indicar que la ética, si existe, es precisamente una
respuesta a una demanda que se da en una situación en la
que el marco moral, sea el que sea, se rompe, se quiebra,
se resquebraja.
A la primera cuestión creo que, más o menos, ya he
contestado. De hecho, el funcionamiento de un marco
moral metafísico no difiere sustancialmente de un marco
moral cultural. Es evidente que las consecuencias del pri-
mero resultan mucho más peligrosas, por razones obvias
que ahora no puedo desarrollar. Pero he señalado que, en
cualquier caso, el marco moral, sea del tiempo que sea,
funciona por organización, por planificación, por cla-
sificación, por delimitación y por exclusión. Configura,
limita y niega. Una vez realizada esta operación, el marco
moral normaliza y normativiza, crea subjetividad (o
identidad), configura un orden y determina un (buen o
mal) comportamiento. Esta es la operación específica de
un marco moral en tanto moral, un marco que, como ya
hemos visto con Foucault, es un dispositivo de poder.
Un marco moral (sea metafísico o cultural) tiene la
tarea de responder a una doble pregunta: ¿qué –o quién–
soy? y ¿qué debo hacer? Pero lo que resulta decisivo ahora
es que todo marco moral, precisamente porque es moral,
otorga confianza porque da respuesta a una situación antes
de que ésta tenga lugar, resuelve a priori la pregunta, y lo
hace claramente, sin ambages. Lo importante, pues, en el
caso del marco moral, no es la respuesta sino la respuesta
dada, la respuesta clara y distinta, una respuesta que debe
ser lo menos ambigua posible. Los marcos morales son
enemigos de la ambigüedad.

41
Digámoslo de otra forma: (a diferencia de lo que
más adelante estableceremos como ética), un marco
moral no se ocupa del responder sino del contenido de la
respuesta. Los marcos tipifican la respuesta adelantándose
a la pregunta o a la demanda, se la imaginan, la idealizan;
para ello, ponen entre paréntesis la situación, ignoran la
singularidad tanto del que demanda respuesta como del
que responde. Por eso ejercen una función sumamente
tranquilizadora, porque crean fiabilidad, porque provocan
capacidad de generalización.
Por todo ello, me parece bastante evidente que las
respuestas –que un marco normativiza– son, o deberían
ser –en el interior de una cultura y para los miembros
que participan de ella (los que comparten un orden sim-
bólico)– previsibles. Se podría reconocer a los hombres y
mujeres de una cultura por la forma de encarar –moralmen-
te– una situación.
Ya he dicho antes que los marcos morales pertene-
cen a una gramática, a un conjunto de signos, símbolos,
mitos, ritos, hábitos, que se transmite al recién llegado
como parte de su herencia cultural. Cada uno de noso-
tros, al venir al mundo es un heredero, tiene la condición
de heredero. No empezamos con las manos vacías.
Heredamos una gramática, no solamente un lengua
materna sino especialmente una gramática, los signos de
una cultura que van a configurar nuestra identidad cultu-
ral, que van a dar respuesta a las preguntas fundacionales,
que van a decirnos cómo debemos vivir.
Así pues, los marcos morales forman parte de la gramática,
son gramática, son una gramática no escrita que nos dicta
el deber y que nos manda obedecer. Y lo decisivo para com-
prender el funcionamiento de un marco moral es darse

42
cuenta de que, en el fondo, uno no lo obedece por lo que
manda sino porque manda. Nietzsche desenmascaró este
aspecto de forma rotunda en su Aurora, el libro en el que,
junto a La genealogía de la moral, mostró con más claridad
la naturaleza, los límites y las perversiones del deber.
Escribe Nietzsche:

En presencia de la moral, como ante cualquier autoridad, no


está permitido reflexionar ni, aún menos, discutir. Aquí sólo
cabe obedecer (Nietzsche, 2000, 59).

Los marcos morales, ya lo hemos dicho, reducen la


complejidad, dan respuesta a situaciones siempre antes de
que éstas se produzcan. Pero ahora quiero dar paso a otra
cuestión que tiene que ver precisamente con la respuesta,
una respuesta tipificada, codificada, generalizada, univer-
salizada, que otorgan los marcos. Para ello es necesario
reflexionar acerca del acontecimiento.

43
EL ACONTECIMIENTO, EL TRAUMA
Y EL ESPECTRO

El acontecimiento es una experiencia. Siempre impre-


visto, improgramable, implanificable. El acontecimiento es,
por eso, inquietante. Es lo que sucede, lo que me sucede,
lo que nos sucede, lo que está en lo que sucede: «El acon-
tecimiento no es lo que sucede (accidente); está en lo que
sucede.» (Deleuze, 2005, 183).
El acontecimiento es un pathos, una pasión, no una
acción o, todavía mejor, es una pasión que demanda una
respuesta urgente para la que no contamos con referentes
firmes y seguros. Y, además, hay que darse cuenta de que
el acontecimiento no solamente es lo que sucede sino
también lo que puede suceder. El acontecimiento es una
posibilidad, es la posibilidad humana, la posibilidad que
muestra la extrema finitud de la condición humana. Si hay
acontecimiento, es preciso que jamás sea predicho, que
jamás sea programado, que jamás sea decidido. Como
ha mostrado repetidamente Jacques Derrida, el aconte-
cimiento es lo no calculable, lo incalculable, lo que viene
como otro.
El acontecimiento irrumpe, de repente, sin aviso
previo, y rompe lo establecido, el orden, el cosmos, las
reglas y las normas. El acontecimiento es una ruptura del
(mi) mundo. Abre, entonces, una grieta que no puede
ser soldada. A lo sumo puede suturarse pero a condi-

45
ción de aceptar que siempre (nos) queda una marca, una
huella, una cicatriz… un tatuaje imposible de borrar. Por
acontecer, el acontecimiento sorprende y rompe, surge
de repente y quiebra, obliga a una transformación radical y
nos deja sin referentes, sin marcos normativos. La moral
vigente hasta ahora, la que nos daba cobijo, queda hecha
añicos. El acontecimiento nos corta en dos o más partes
y abre una brecha en el espacio y en el tiempo, un antes
y un después. De ahí que, por ser seres sometidos a los
avatares de los acontecimientos, vivimos expuestos al trauma.
Digámoslo de otro modo. El acontecimiento abre
un trauma. Para un ser finito, tarde o temprano, el trauma
es inevitable debido a la condición espacio–temporal de
su vida, una vida que jamás puede estar del todo organi-
zada, que nunca puede ser completamente cósmica. La
vida de un ser finito está expuesta a los avatares de la
contingencia y del azar, por eso no se pueden eludir los
acontecimientos, por eso no se podrán tampoco evitar
los restos que éstos dejan en la existencia, unos restos
siempre traumáticos.
Lo más terrible, en cualquier caso, es que uno no
pueda olvidar el acontecimiento traumático, como le sucede
a Primo Levi en el sueño que cuenta al final del segundo
volumen de su autobiografía La tregua, el sueño que le
transporta de nuevo al Lager, el sueño que le despierta en
medio de la noche, el sueño que le recuerda su condición
de superviviente y la vergüenza de haber sobrevivido. El
trauma resiste. Su sueño vuelve con insistencia, no des-
aparece, crea espectros. Escribe Levi:

Es un sueño que está dentro de otro sueño, distinto en los


detalles, idéntico en la substancia. Estoy en la mesa con mi

46
familia, o con mis amigos, o trabajando, o en una campiña
verde: en un ambiente plácido y distendido, aparentemente
lejos de toda tensión y todo dolor; y sin embargo experimen-
to una angustia sutil y profunda, la sensación definida de una
amenaza que se aproxima.
Y, efectivamente, al ir avanzando el sueño, poco a poco o
brutalmente, cada vez de modo diferente, todo cae y se des-
hace a mi alrededor, el decorado, las paredes, la gente; y la
angustia se hace más intensa y más precisa. Todo se ha vuelto
un caos: estoy solo en el centro de una nada gris y turbia, y
precisamente sé lo que ello quiere decir, y también sé que lo
he sabido siempre: estoy otra vez en el Lager, y nada de lo
que había fuera del Lager era verdad. El resto era una vaca-
ción breve, un engaño de los sentidos, un sueño: la familia,
la naturaleza, las flores, la casa. Ahora este sueño interior al
otro, el sueño de paz, se ha terminado, y en el sueño exterior,
que prosigue gélido, oigo sonar una voz, muy conocida; una
sola palabra, que no es imperiosa sino breve y dicha en voz
baja. Es la orden del amanecer en Auschwitz, una palabra
extranjera, temida y esperada: a levantarse, Wstawac (Levi,
1995, 210-211).

El trauma abre una dimensión espectral, una condi-


ción espectral. El trauma nos recuerda insistentemente que
en mi presente perviven ausentes, situaciones ausentes,
personas ausentes, anhelos ausentes. Me interesa esa
dimensión dramática del espectro. No hay lugar aquí para
el recuerdo agradable, lo que no significa, claro está, que
no existan recuerdos agradables. Sin duda persisten tam-
bién –siempre, ineludible, insistentemente– otros recuer-
dos, también traumáticos, que han inscrito espectros
en nuestra existencia, que han roto y siguen rompiendo

47
los marcos normativo–simbólicos (morales) que hemos
heredado, y que nos dejan sin asideros que orienten nues-
tro pensamiento y nuestras acciones. Es el acontecimiento
traumático que abre las puertas a la condición espectral de la vida
el que acaba convirtiéndonos en «otros de nosotros mismos».
Es la sensación que tiene Sophie, la joven madre
polaca, católica, protagonista de la novela de William
Styron, Sophie’s Choice, que tuvo que vivir con el recuerdo
de una elección. En el andén de Auschwitz, un oficial de
las SS le exigió que decidiera en pocos segundos cuál de
sus dos hijos, Jan o Eva, debía salvarse y cuál ir directa-
mente a la cámara de gas de Birkenau. Dice Sophie:

Había llegado al convencimiento de que no podía mantener


enterrada por más tiempo la última cosa del mundo que
quería recordar. Y además de no poder escondérmela a mí
misma, tampoco podía seguir ocultándosela a Nathan. No
podíamos continuar viviendo juntos a no ser que se lo con-
tara. Sabía que había algunas cosas que no podría contarle
nunca (¡nunca!), pero una de ellas, cuando menos, debía
saberla… (Styron, 2008, 589).

He dicho más arriba que los marcos morales otorgan


una respuesta tipificada, codificada, generalizada, univer-
salizada. Ahora bien, en tal caso, ¿cómo resolver la elección de
Sophie? Para las éticas metafísicas está claro que habría que
encontrar la posibilidad de aplicar, por ejemplo, el impe-
rativo categórico: hay que actuar convirtiendo mi máxima
en ley universal, o utilizando al otro y a mí mismo siem-
pre como un fin y nunca únicamente como un medio.
Pero, ¿de verdad creemos que, en el andén de Auschwitz, Sophie
puede remitirse a un imperativo categórico? Me parece que ya es

48
hora de dejarse de bromas, y si no habría que preguntarse
con Levinas si la moral no es una farsa.
Los ejemplos tanto de Primo Levi como de Sophie
indican, en resumidas cuentas, tres cosas. En primer
lugar, que los acontecimientos rompen literalmente los
marcos, mostrando no sólo su insuficiencia sino también,
en ocasiones, su perversidad. Los marcos no pueden
decirle a Sophie cómo debería actuar, qué tendría que hacer,
cuál es la respuesta moralmente correcta… Frente a una
situación como la de Sophie, cualquier marco normativo
fracasa. En segundo lugar, que la ruptura de los mar-
cos provocada por un acontecimiento deja abierto un
trauma, una herida que, pase lo que pase, no podrá ser
eliminada, no podrá ser borrada. Si se sigue viviendo, no
queda más remedio que aprender a vivir con este trauma.
Por último, que ese trauma reaparece de nuevo, como un
retorno del acontecimiento, en los momentos más insos-
pechados. Es lo que he llamado el espectro.

49
LAS FORMAS DE CONJURAR EL
ACONTECIMIENTO

Los marcos morales tienen como cometido principal


conjurar el poder de los acontecimientos, su temible alea-
toriedad, su angustiante inquietud. Creo que Foucault lo
expresó con gran precisión al inicio de su conferencia El
orden del discurso:

[…] en toda sociedad la producción del discurso está a la vez


controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de
procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes
y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su
pesada y temible materialidad (Foucault, 1999, 14).

¿Cuáles son los procedimientos que emplean los


marcos morales (occidentales) para conjurar el poder de
los acontecimientos? Básicamente se pueden resumir en
tres: el caso, la anomalía y el suceso. El resultado de poner
en marcha estos tres procedimientos tiene un efecto
balsámico, tranquilizador, que permite a los habitantes
seguir viviendo al amparo de unas leyes morales fuertes,
de unos principios inamovibles. La lógica cartesiana sigue
vigente, libre del aguijón de los acontecimientos.
En el primero de ellos, los marcos definen el acon-
tecimiento como un caso, más o menos individual, pero
caso al fin y al cabo, caso nunca singular, que puede y

51
debe ser, como tal, objeto de trato moral. No nos hemos
fijado bien en él –suelen decir–, hay que prestar más aten-
ción, si así lo hacemos, nos daremos cuenta de que, en el
fondo, no hay caso alguno que quede fuera de los mar-
cos morales. Tampoco hay que forzar mucho –siguen
diciendo–, los marcos son suficientemente amplios como
para que todo pueda ser concebido y regulado según sus
reglas.
En el segundo, los acontecimientos conceden algo
más. El caso ahora puede ser contemplado como una
anomalía. Es la excepción que confirma la regla, suelen
sostener. No hay que darle más importancia. Es una
perversión, una impureza que tarde o temprano podrá
tratarse según el principio general, una anomalía que no
tiene la más mínima relevancia estadística, como puso de
manifiesto Robert Musil al narrar un «acontecimiento sin
trascendencia» al inicio de su novela El hombre sin atributos.
Finalmente, cuando lo que acontece es algo más
grave, algo que supera el mero caso o la perversión anó-
mala, los marcos morales le conceden el calificativo de
suceso. Hay algo grave que ha sucedido. Los medios de
comunicación le conceden relevancia informativa. Pero
los marcos morales responden que eso no va a hacernos
cambiar. Debemos mantenernos firmes en nuestros
principios, dicen. Algo así no puede tirar por la borda
una tradición, una forma de vida, unos valores que resul-
tan innegociables, una verdad absoluta, revelada, escrita
desde hace siglos.
Pero, como he dicho antes, la irrupción de un
acontecimiento no puede ser conjurada por los marcos
morales, aunque intente ser debilitada. Su traumatismo
es una apertura a la alteridad de nosotros mismos, a esa

52
alteridad que somos, a esa alteridad que nos atraviesa,
a esa alteridad que nos interpela. Y, aunque los marcos
morales ejerzan una función debilitadora y conjuradora
de la temible aleatoriedad de los acontecimientos, el
trauma que éstos provocan no puede ser suturado. Se ha
abierto una herida, una grieta, y su cicatriz provocará la
llegada de los espectros. Lo diré de otro modo: los mar-
cos morales pueden debilitar los acontecimientos, pero
no son capaces de eliminar su presencia espectral.
Ésta tiene que ver con la condición memorística de la
vida humana. La memoria no es algo que uno tiene,
hace, posee o controla. No hacemos memoria. Al contra-
rio, es ella la que nos hace, la que nos forma, la que nos
deforma, la que nos transforma. Precisamente porque
somos memoria el espectro no puede ser conjurado. Los
marcos morales hacen lo posible para, cuanto menos,
disimular el azar y el temor de los acontecimientos, pero
nada pueden hacer con sus espectros, porque aunque el
acontecimiento es único e irrepetible, su recuerdo nos
acompaña siempre.
Para mostrarlo acudiré a uno de los acontecimien-
tos fundamentales de la vida humana que, a mi juicio,
expresa con claridad todo lo que estoy diciendo, un
acontecimiento que, de maneras diversas, muestra cómo
actúan los marcos morales, cómo ejercen su función: el
erotismo.
Es verdad que podría objetarse algo, a saber: cómo
hablar de los acontecimientos y, más concretamente, de
los acontecimientos eróticos ¿Acaso no es cierto que, desde
el momento en que uno intenta teorizar sobre ellos, la
lógica de los marcos morales hace su aparición y los con-
jura? Es verdad. Seguramente no es posible entender lo

53
que el acontecimiento es sin acudir a la literatura y al arte.
Es verdad. Y para ello, aunque inicialmente me referiré a
filósofos, no hay duda que éstos tienen un gran compo-
nente literario en sus obras.

54
EL EROTISMO

En su libro La llama doble Octavio Paz distingue con


precisión erotismo de sexualidad. La segunda es monótona
y repetitiva, siempre idéntica a sí misma y, salvo algunas
diferencias, común a animales y humanos. El erotismo,
en cambio, nada tiene que ver con ella. Mientras que la
sexualidad está regulada por los marcos morales, mien-
tras que hay, sin duda, una moral sexual, el erotismo escapa
a los marcos, es lo que no puede ser integrado en ellos,
es lo que los rompe, lo que los agrieta, lo que los fulmi-
na. Por eso, el erotismo, al suceder, tiene la forma de un
acontecimiento.
Directa o indirectamente, los marcos morales sexua-
les fueron establecidos ya en el primer volumen de la
Historia de la sexualidad de Foucault titulado La voluntad de
saber. Tanto en este ensayo como en otros de no menos
importancia, Foucault sugerirá algo de gran interés. Hay,
en Occidente, una scientia sexualis, pero no un ars erotica.
Podría añadirse a la genealogía foucaultiana que esta
scientia sexualis ha generado una moral basada en tres prin-
cipios básicos: la genitalidad, el coito y el orgasmo. En este
sentido, la sexualidad no es tanto reprimida por la moral
cuanto organizada. La familia conyugal la confisca, queda
reducida a la alcoba de los padres.
Pero hay más: no solamente la sexualidad sólo puede
tener lugar en la alcoba, dentro del matrimonio y entre

55
parejas heterosexuales, sino que, para ser aceptada moral-
mente, deberá girar, en primer lugar, alrededor de la geni-
talidad (pene/vagina), puesto que el resto del cuerpo está
prohibido y, por tanto, debe ser censurado; en segundo
lugar, la sexualidad deberá ser coital (se sobreentiende
coito vaginal, claro está, y con finalidades reproductivas,
porque la sodomía estaría considerada una perversión) y,
por último, casi como mal menor y sin querer, el resul-
tado de la sexualidad tendrá que ser el orgasmo producto
del coito.
Es verdad, como señalará Foucault, que esta moral
sexual no es propia del cristianismo, sino que es de origen
estoico. Pero ahora esto carece de interés para nuestro
propósito. Lo relevante es que la sexualidad está organi-
zada y regulada moralmente, de forma que hay una legiti-
midad de sus prácticas. Todo lo que sucede fuera de ellas,
todo acontecimiento, como vamos a ver, es considerado
una perversión, una depravación, un vicio.
Voy a estudiar brevemente algunas de las formas
(poéticas) que adopta el erotismo y que pone en jaque a
los marcos morales o, cuanto menos, a algunas formas
que los marcos no son capaces de integrar en su lógica:
la seducción, la caricia, y la desexualización del placer. Para no
perderme y debido al espacio limitado del que dispongo,
me serviré de tres breves citas. Una primera de Derrida,
otra de Levinas y, finalmente, una de Foucault.
En una entrevista, Jacques Derrida hablaba, hace ya
algunos años, sobre la seducción. Decía Derrida:

Seducir es prometer alguna cosa –un sentido por ejemplo, o


un objeto, o una persona–, que no se da como una presencia.
Cuando el hombre o la mujer se dan, ya no hay seducción. Es

56
preciso que exista ocultamiento y promesa; y elipsis de algo
que no se presenta (Derrida, 1999, 57).

El segundo texto pertenece a El tiempo y el otro de


Emmanuel Levinas y dice:

La caricia es un modo de ser del sujeto en el que el sujeto, por


el contacto con otro, va más allá de ese contacto. El contacto
en cuanto sensación forma parte del mundo de la luz. Pero
lo acariciado, propiamente hablando, no se toca. No es la
suavidad o el calor de la mano que se da en el contacto lo
que busca la caricia. Esta búsqueda de la caricia constituye su
esencia debido a que la caricia no sabe lo que busca. Este «no
saber», este desorden fundamental, le es esencial. Es como
un juego con algo que se escapa, un juego absolutamente
sin plan ni proyecto, no con aquello que puede convertirse
en nosotros mismos, sino con algo diferente, siempre otro,
siempre inaccesible, siempre por venir (Levinas, 1993, 132-
133).

Finalmente, respecto a la desexualización del placer,


sostiene Foucault en una entrevista titulada «Sexo, poder
y política de la identidad»:

[El sadomasoquismo] es la creación real de nuevas posibi-


lidades de placer, que no se habían imaginado con anterio-
ridad. La idea de que el sadomasoquismo está ligado a una
violencia profunda y que su práctica es un medio de liberar
esta violencia, de dar libre curso a la agresión, es una idea
estúpida. Bien sabemos que lo que esa gente hace no es agre-
sivo y que inventan nuevas posibilidades de placer utilizando
ciertas partes inusuales de su cuerpo –erotizando su cuerpo–.

57
Pienso que ahí encontramos una especie de creación, de
empresa creadora, una de cuyas principales características
es lo que llamo la desexualización del placer. La idea de
que el placer físico siempre proviene del placer sexual y
que el placer sexual es la base de todos los placeres posibles
considero que es verdaderamente falsa. Lo que las prácticas
sadomasoquistas nos muestran es que podemos producir
placer a partir de objetos muy extraños, utilizando ciertas
partes inusitadas de nuestro cuerpo en situaciones muy inha-
bituales. […] La posibilidad de utilizar nuestro cuerpo como
la fuente posible de una multiplicidad de placeres es algo muy
importante (Foucault, 1999, 419-420).

Seducción, caricia, desexualización del placer surgen al


modo de acontecimientos. Significa esto que no hay
forma de predecirlos ni de programarlos. A diferencia
de lo que habitualmente se sostiene, no hay técnicas de
seducción, ni de caricia, ni de placer. En los tres casos
no queda más remedio que improvisar, que jugársela hic
et nunc. Pero eso no es todo. Como venimos diciendo,
y a pesar de sus múltiples intentos, los marcos morales
normativos no pueden dar cuenta de ellos, precisamente
porque no se pueden universalizar, porque son singula-
res, porque abren situaciones siempre nuevas, radical-
mente nuevas, que no se asemejan nunca a ninguna otra.
La diferencia aquí se impone de forma absoluta.
Desde esta perspectiva no hay una lógica que permita
establecer pautas de comportamiento correctas, así como
tampoco hay competencias que hagan posible su organi-
zación didáctica. Por eso, en la medida en que son acon-
tecimientos, la seducción, la caricia, y la desexualización
del placer resultan molestos para los órdenes discursivos,

58
y son a menudo tratados como algo perverso o, en el
mejor de los casos, como preliminares.
No hay que olvidar que cualquier marco moral, al ser
normativo, es un conglomerado categorial que impone una
lógica de la normalización. Ésta –quizá más adelante vuelva
sobre ello– no tolera no solamente la diferencia y lo dife-
rente, sino tampoco la singularidad (de hecho, me permito
añadir que, a mi juicio, se podría decir que la singularidad
no es más que una radicalización de la diferencia, la singulari-
dad es la diferencia radical, la diferencia llevada al límite).
Para una lógica de la normalización, que se alimenta
de una lógica binaria y maniquea, la primera distinción
surge entre lo normal y lo patológico. Es posible que aquí se
añada la idea de que, en cualquier caso, tanto lo primero
como lo segundo resultan construcciones históricas,
pero éste no es el problema de fondo, el problema clave,
fundamental. Me parece que deberíamos plantearnos si
es posible habitar un mundo en el que las lógicas de la
normalización propias de los marcos morales normativos
salten por los aires. Con toda seguridad que la respuesta
sería negativa (por eso quiero evitar descalificaciones
apresuradas y añadir que, en ningún momento, estoy
en contra de los marcos morales ni de las lógicas de la
normalización, entre otras cosas, porque ambos forman
parte de lo que yo llamaría lo ineludible de la vida humana.
Pero otra cosa muy diferente es tratar a los marcos y las
lógicas como aquello que ocupa todo el espacio antropo-
lógico, sin dejar lugar a las respuestas improgramables e
implanificables, las respuestas a los acontecimientos, las
respuestas éticas).
En cualquier caso, hay otra manera de abordar la
cuestión. A saber, aceptando que cualquier ser humano

59
habita un mundo de entrada, un mundo que está dotado de
marcos normativos y, por lo mismo, de lógicas de norma-
lización; podríamos pensar que lo que define lo que somos
es precisamente la manera de responder a lo patológico, es
decir, a lo que en cada momento, hic et nunc, nuestra lógica
define como patológico. En otras palabras: me interesa
subrayar que lo grave no es tanto qué se considera normal
o patológico –ni si esta consideración es histórica, coyun-
tural o esencial–, sino cómo respondo a lo que aquí y ahora
es considerado por la lógica de mi mundo como patológi-
co. Veamos a continuación, en los tres ejemplos que antes
he citado, la forma de concretar lo que estoy diciendo.
La seducción rompe con los marcos porque éstos
se ciñen a la presencia. Ningún marco domina verdade-
ramente la ausencia, ninguno controla lo espectral. La
seducción abre una grieta en los marcos morales porque
es una presencia ausente, porque, como dice Derrida, no
se da (en este caso al modo de una presencia total). En la
seducción, algo o alguien se oculta, se retira, se esconde.
O mejor, el que seduce es el que se muestra ocultándose
o, tal vez, el que se oculta mostrándose. En cualquier
caso, la seducción no se deja encajar en las lógicas, obse-
sivamente binarias, de las metafísicas y, como hemos
visto, los marcos morales no dejan de ser una forma de
lógica metafísica. La seducción escapa a la norma y a la
ordenación porque en toda seducción, algo o alguien des-
ordena, improvisa, transforma. Al seducir algo o alguien
se va de las manos. Si la seducción fuese algo previsto, si
la seducción respondiera a unas reglas firmes y seguras, a
un plan de acción planificado, dejaría de seducir. Por eso,
la seducción vive de la improvisación y la marginalidad,
vive (y muere) en el instante.

60
El seductor es una figura que las lógicas de la nor-
malización no soportan. No hace falta ser muy sagaz para
darse cuenta de sus razones, porque una de las caracte-
rísticas de tales lógicas es el compromiso. Si hacemos
caso del texto citado de Derrida, el seductor es alguien
que promete pero que no se compromete. Un seductor nunca
se compromete a nada, y nuestros marcos morales son
marcos del compromiso, de la fidelidad. El seductor no
puede comprometerse porque lo que le hace seductor es
lo que oculta, lo que no presenta, lo que esconde, lo que
no salta a la vista… lo que no muestra, en definitiva y, tal
cosa es decisiva, lo que no muestra es lo que justamente
el seductor promete. Es alguien que dice: «aquí te presen-
to algo que no ves, que puedes intuir, pero que no salta a
la vista, que no está ante tus ojos, que quizá dudes de su
existencia, pero te prometo que está ahí». Este prometer
no es, como puede suponerse, un prometer moral, sino
un prometer, digamos, estético, sensible, seductor…
Ahora bien, si el seductor seduce es, también, por-
que al seducido siempre le queda la duda… le queda
la duda de que esa promesa se cumpla o, al menos, se
cumpla definitivamente, porque si algo así sucediera,
si lo prometido fuera presente, si se hiciera realidad lo
prometido, entonces el seductor dejaría de seducir. En
otras palabras, el seductor siempre ofrece una promesa
incumplida, una promesa que no podrá cumplir si quiere
seguir seduciendo. La palabra del seductor es una pala-
bra que promete, pero, desde el principio, en el mismo
instante de formular su promesa, también debe decir
implícitamente –si quiere seducir de verdad– que ésta
será una promesa incumplida, que ésta será una deuda
que jamás podrá saldar.

61
Me parece que es del todo evidente que ninguna
lógica de normalización, al menos las que son el resul-
tado de las metafísicas en las que hemos sido educados,
puede soportar una figura así. En seguida, el seductor es
calificado de inmoral, de alguien que no tiene escrúpulos,
de un embaucador, de un perverso. En este contexto,
el seductor es un contraejemplo de lo que debe ser un
modelo moral, uno de esos modelos que los marcos
normativo–simbólicos nos ofrecen como puntos de
referencia a seguir.
En una palabra, el seductor es alguien que desafía los
marcos, que los rompe, porque no puede instalarse en la
lógica metafísica de lo normal/patológico. Y no puede
hacerlo porque si bien nadie, nadie, claro está, que perte-
nezca a esa lógica, podría aceptar, al menos en público, al
seductor, tampoco nadie puede dejar de sentirse seducido por el
seductor. El seductor tiene fuerza, tiene potencia. El seduc-
tor arrastra. A lo sumo, a los marcos morales les queda el
remordimiento de conciencia…
El segundo de nuestros ejemplos es el de la caricia,
al que accedíamos a través de una cita del filósofo judío-
lituano Emmanuel Levinas. Decía Levinas que «lo acari-
ciado, propiamente hablando, no se toca». Es verdad, no
se puede confundir acariciar con tocar. En la caricia se
siente la ausencia de lo acariciado. Es una no posesión.
Siempre que escribo sobre este tema recuerdo los versos
de Lorca en «La casada infiel»:

Sus muslos se me escapaban


como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío[…]

62
Acariciar sería algo así como sentir los peces sor-
prendidos del romance de Lorca. Siempre se acaricia una
ausencia, un no, un todavía no… Las lógicas de la norma-
lización suelen sostener que ese todavía es un paso previo,
incluso necesario, un paso útil para un sí, para un final-
mente ya… Y es este finalmente lo que justifica, para tales
lógicas, el todavía no. Es aquí el momento en el que uno
descubre que la caricia es incómoda, porque rompe con
los marcos morales, incluso puede ser calificada por éstos
de patológica, por la sencilla razón, nos dirían, que uno
no puede estar acariciando infinitamente… y no puede
hacerlo porque la lógica que estamos considerando es
una lógica de la presencia o la ausencia, de la presencia
absoluta o de la ausencia total, es una lógica disyuntiva, pero
eso es lo que la caricia rompe, porque ella es la presencia
ausente, la presencia en la que vive una ausencia, la ausen-
cia que nunca podrá hacerse presente, la ausencia que se
esconde, que se oculta, la ausencia que la caricia busca
pero que no posee ni podrá poseer.
La cita de Levinas nos recuerda otra cosa que no
deberíamos olvidar: no hay tecnología de la caricia. Tal
cosa significa que la caricia es un juego absolutamente
sin plan ni proyecto. No hay ni técnicas, ni planes, ni
programaciones, ni proyectos, ni currículum, ni compe-
tencias que den cuenta de la caricia. Los marcos norma-
tivos no saben qué hacer con ella, no saben clasificarla,
ni ordenarla, ni controlarla. Los cursos sobre aprender a
acariciar son un tremendo fracaso, porque la caricia es
algo que no se puede enseñar, es algo que escapa a los
procesos de pedagogización. Lo único que se puede enseñar en
un curso (o en un manual, que para el caso es lo mismo)
es a tocar, pero no a acariciar. La caricia es algo que uno

63
aprende sin que se lo puedan enseñar y, quizá, ni incluso
eso, porque lo que de verdad uno puede aprender es
que nunca sabrá acariciar, o mejor, que nunca sabrá si sabe
acariciar.
Por último, otra de las rupturas que la caricia intro-
duce en los órdenes discursivos es el hecho de que no
está ligada no solamente a un logos sino tampoco a un
pathos o a un sentido concreto. Lo diré de otro modo: a
diferencia de lo que suele creerse y decirse, la caricia no
tiene que ver con el tacto, con la mano, sino con los senti-
dos, con todos los sentidos. Acariciamos con la mirada y
con la palabra… con la voz, con el tono de voz. La caricia
tiene que ver más con el tono de voz, con la forma que la
voz toma en cada momento, que con lo que la palabra
dice o expresa. Es posible que muchos hayan sentido
algo parecido a esto: unas palabras hermosas pero sin
tono, sin cuerpo… unas palabras que responden a una
lógica de la amistad, del amor, pero que no acarician, que
no envuelven, que no disuelven el espacio y el tiempo,
porque ésta es una de las características de la caricia: la
suspensión del espacio y del tiempo, o al menos de un
espacio físico y de un tiempo cronológico. En la caricia
sucede como si Cronos se marchara, por un instante, de
vacaciones.
Y por todo ello, porque acariciamos con los sen-
tidos y no con la lógica, porque la caricia no responde
a una lógica de la planificación, de la ordenación, de la
programación, la caricia es ambigua. Aquí se descubre, una
vez más, una zona sombría en la lógica de la normaliza-
ción, porque este tipo de lógica (metafísica, binaria) no
tolera la ambigüedad, porque las lógicas de la normaliza-
ción son lógicas cartesianas, de las ideas claras y distintas,

64
y la caricia siempre es fruto de la improvisación y de
la sorpresa. Acariciamos a salto de mata. No hay pro-
puestas para acariciar, nadie puede decirle a otro: «ven,
quiero acariciarte, voy a acariciarte». Si le anunciamos a
alguien que va a ser acariciado la caricia pierde toda su
fuerza, toda su fascinación. Para acariciar a alguien éste
debe ser sorprendido. La caricia es un regalo inespera-
do, una especie de regalo que un niño o una niña jamás
pondrían en la carta a los Reyes Magos. Recuerdo que
los niños de mi generación solíamos terminar las cartas
a los Reyes escribiendo algo así como: «y todo lo demás
que nos quieran ustedes traer…» Y era este «todo lo
demás», este suplemento que no estaba escrito en la
carta lo que nos hacía más ilusión, porque lo que estaba
escrito era lo esperado, mientras que el «todo lo demás»
era lo inesperado y siempre ilusiona más lo inesperado
que lo esperado, o dicho de otro modo, lo inesperado
es lo que esperas cuando todo lo esperado ya ha tenido
lugar.
La última de las formas que adopta el acontecimien-
to del erotismo y que pone en jaque a los marcos morales
es lo que Michel Foucault denomina la desexualización del
placer. A mi entender, es éste un tema apasionante que
merecería un estudio pormenorizado y un espacio del
que no dispongo aquí. Voy simplemente a sugerir algunas
ideas.
En distintos lugares, Foucault dice algo decisivo:
nuestra cultura ha problematizado el deseo, pero no
el placer, o dicho de otro modo, hemos considerado
desde Platón la importancia del deseo mucho más que
la del placer. No hay una filosofía del placer como sí la
hay del deseo. Pero hay más. En el momento en el que

65
problematizamos el placer surge la cuestión del sexo.
Placer aparece, demasiadas veces, como sustantivo de
sexual: placer sexual. Y esto es lo que Foucault nos invita
a considerar.
Evidentemente, no se trata de negar o de mostrar
el lado oscuro de tal placer, está claro que éste no es el
objetivo de lo que estoy diciendo, sino algo bien distinto:
¿qué placer hay más allá del placer sexual? Algunos respon-
derán que hay muchísimos otros placeres (comer, beber,
fumar, leer, pasear, ir al cine, etc.) pero me parece que
todo quedaría más claro si se expresara de otra manera, a
saber, como la desgenitalización del placer. No se trata, por
tanto, propiamente de un placer sin sexo, sino de un pla-
cer sin sexo genital, sin sexo coital, de un placer corporal,
sí, tremendamente corporal, radicalmente corporal, pero
sin genitalidad. Y es aquí el lugar en el que el sadomaso-
quismo hace su aparición, porque es la máxima expre-
sión de la desexualización del placer, porque es una de
las muestras más explícitas de la erotización del cuerpo: del
lenguaje, de la relación, del vestido, etc. Y es también el
momento en el que los marcos normativos comienzan a
desestabilizarse, porque para ellos, al menos en los que
la mayoría hemos sido educados, lo que se va a narrar es
algo perverso.
En este sentido, me parece que para adentrarnos en
la cuestión sería más conveniente acudir a la reflexión que
Gilles Deleuze realiza en su Presentación de Sacher-Masoch
(2001). Lo que nos propone Deleuze es, en primer lugar,
distinguir entre las obras y las filosofías de Sade y de
Masoch. Son radicalmente distintas las novelas sádicas
(Justine, Juliette o La filosofía en el tocador), de La Venus de
las pieles:

66
En cuanto lee uno a Masoch, siente que cabalmente su uni-
verso no tiene nada que ver con el universo de Sade. No
se trata sólo de técnicas, sino de problemas, inquietudes y
proyectos en extremo diferentes (Deleuze, 2001, 15-16).

No hay unidad sadomasoquista. Pero Deleuze propo-


ne algo más, algo en extremo mucho más interesante.
Se trata de volver a establecer la diferencia entre Sade
y Masoch desde el principio, desde fuera de la clínica,
desde la literatura y la antropología. Y, para decirlo en
una palabra, la gran diferencia entre ambos radica en lo
que podríamos llamar la intención pedagógica.
En Sade hay organización, lógica, clasificación, pero
lo importante es lo que no hay. Nadie, nunca, encontrará
en Sade ni pacto, ni contrato, ni deseo de formación.
Ni el libertino ni su víctima van a ser educados ni, por
supuesto, se va a establecer un contrato sobre lo que se
va a realizar. La narrativa de Sade es tanto la negación
del pacto (víctima–verdugo), como la imposibilidad de la
pedagogía. En Masoch, en cambio, todo cambia. Aquí sí,
aquí hay que formar a la mujer déspota, a la dominadora.
Y se va a firmar un contrato. Como escribirá Deleuze:

Nos hallamos ante una víctima que busca un verdugo y


que tiene necesidad de formarlo, de persuadirlo y de hacer
alianza con él para la más extraña de las empresas. Por eso
los avisos clasificados forman parte del lenguaje masoquista,
mientras que están excluidos del verdadero sadismo. Por
eso también el masoquista elabora contratos, mientras que
el sádico abomina de todo contrato y los vulnera. El sádico
tiene necesidad de instituciones, el masoquista, de relaciones
contractuales (Deleuze, 2001, 25).

67
Mientras que en Sade predomina la lógica extrema,
la repetición organizada y la monotonía de unas escenas
que, con ciertas variantes, se repiten hasta el infinito, lo
que caracteriza el universo de Masoch es la demora, la
suspensión del tiempo, el todavía no… Como señala
Deleuze, jamás un verdadero sádico soportará una vícti-
ma masoquista, así como tampoco un masoquista sopor-
taría un verdugo realmente sádico. El masoquista no
tiene más remedio que iniciar una empresa pedagógica,
un proceso de formación de la mujer déspota.
La noción de perversión aparece en primer plano,
por eso los marcos morales no soportan no solamente a
Sade, sino tampoco a Masoch. Y no lo soportan porque,
al menos los marcos en los que hemos sido educados,
no tienen sentido del juego, no tienen humor. Todo es
juego en Masoch, todo es representación teatral, todo
es disfraz, mascarada… y nuestros marcos son demasiado
serios, demasiado realistas.
La pieza fundamental del universo masoquista es la
máscara. El masoquista es una muestra de esa alteridad
que vengo dibujando desde el principio de este ensayo,
porque el masoquista es un farsante, alguien que no es
el que se presenta, el que está presente, y no lo es en su
vida cotidiana –porque es masoquista–, ni tampoco en el
momento de la representación, al someterse a la mujer
déspota porque, en este caso, está jugando un rol, des-
empeña un papel.
Si se olvida la farsa o la ficción entonces es lógico que
uno confunda a Masoch con Sade, porque en éste no hay
teatro, no hay juego, no hay mascarada. En Sade sucede
precisamente todo lo contrario que en Masoch, aquí uno
es el que es, no hay otro de sí mismo, no hay alteridad posi-

68
ble, porque en Sade hay una presencia real, tal vez podría
hablarse incluso de un exceso de presencialidad. Las máscaras,
las ausencias, los vacíos no existen en Sade, para él todo es
presencia, todo es explícito, todo es evidente, demasiado
evidente. Su obra gira alrededor de un logos que envuelve
tanto a los personajes de sus novelas como al lector.
Al leer La Venus de las pieles, en cambio, uno descubre
otro de los aspectos esenciales del teatro masoquista que
Gilles Deleuze se encargó de subrayar: la cuestión de la
espera. Merece la pena, por su claridad y brillantez, citar
aquí a Deleuze in extenso:

En realidad la forma del masoquismo es la espera. El


masoquista es el que vive la espera en estado puro. Es
propio de la pura espera el desdoblarse en dos flujos
simultáneos, el que representa lo que uno espera, y que por
esencia tarda, hallándose siempre retrasado y siempre pos-
tergado, y el que representa lo que uno prevé, única cosa
que podría precipitar la llegada de lo esperado. Que una
forma semejante, que ese ritmo de tiempo con sus dos
flujos sea provisto justamente por cierta combinación [de]
placer–dolor, es una consecuencia necesaria. El dolor viene
a efectuar lo que uno prevé, al mismo tiempo que el placer
efectúa lo que uno espera. El masoquista espera el placer
como algo esencialmente retrasado y prevé el dolor como
una condición que hace posible por fin (física y moralmente),
el arribo del placer […] La denegación, el suspenso, la espera,
el fetichismo y el fantasma forman la constelación propia-
mente masoquista (Deleuze, 2001, 75-76).

Mientras que en Sade no hay espera, no hay demora,


salvo cuando los libertinos se entretienen en explicitar su

69
lógica infernal, en Masoch, y en la relación masoquista,
la espera se convierte en el centro de su narrativa. Para
el masoquista la demora es esencial, porque el placer no
es tanto el placer que se obtiene sino más bien el placer
que uno espera obtener. Esto es lo que resulta realmente
excitante. El masoquista es el ejemplo perfecto de alguien
que vive de lo que desea, de lo que le falta, de lo que
anhela. «Todavía no» podría ser la expresión que mejor
capta el universo masoquista.
No resulta difícil darse cuenta que para unos marcos
morales centrados en una lógica normativo–simbólica
para la cual la realización, el hecho, el acto, el cumpli-
miento de la ley, la obediencia, resultan elementos inne-
gociables, una constelación como la que Masoch narra
en La Venus de las pieles es del todo insostenible. Para
los marcos morales en los que hemos sido educados, el
masoquismo es algo que no puede clasificarse más que
como una especie de desviación. Y al que le acontece algo
así no le queda más remedio que ocultarse en las profun-
didades sórdidas de sex shops… como le sucede a la pro-
tagonista de la película La pianista, de Michael Haneke.

70
TELÓN: INDICIOS PARA UNA ÉTICA
DESDE EL CUERPO

Iniciamos ya el tramo final del presente ensayo. Se


trataría, al modo de un esbozo, apenas un boceto, de
mostrar en primer lugar las condiciones de posibilidad
de una ética que se sitúa lejos de los marcos morales, o
mejor, frente a ellos, en constante tensión, en una inaca-
bable tensión. Después intentaré dibujar simplemente
una idea central: la noción de ética que manejo nada tiene
que ver con las éticas metafísicas en las que persisten las
«ilusiones de los trasmundos», en palabras de Nietzsche,
sino que es una ética desde el cuerpo, con todo lo que esto
implica: contingencia, vulnerabilidad, fragilidad, relación,
situación, etc.
Como ya he mostrado extensamente en otro lugar
(Mèlich, 2010), tal vez merecería la pena comenzar
diciendo que la ética no es la moral, así como tampoco
es la teoría de la moral, o la filosofía de la moral. Cuando
escribo la ética no es la moral, me refiero a algo decisivo,
al menos desde mi punto de vista, a saber, que la ética
y la moral no solamente no son sinónimos, sino que se
ocupan de lo mismo, aunque de maneras radicalmente
distintas. De todas formas, pensándolo mejor, es proba-
ble que tampoco esto sea del todo cierto. Quizá podría-
mos decir que la moral rige el mundo mientras que la ética
es una forma de vida. No sé si Wittgenstein tiene razón

71
cuando escribe en el Tractatus que «el mundo y la vida son
uno», pero me parece que, en cualquier caso, el mundo y
la vida no son lo mismo, aunque sean, salvo en algunas
situaciones límite, inseparables.
Nacemos en un mundo, en un «mundo interpre-
tado», como diría Rilke en la primera de sus Elegías de
Duino. A este mundo le pertenece de suyo una moral,
esto es, un conjunto de normas, de hábitos, de valores,
de principios, de leyes a menudo no escritas, como nos
recuerda Antígona en la tragedia homónima de Sófocles.
La moral nos dice lo que debemos hacer para habi-
tar correctamente el mundo. En consecuencia, cualquier
proceso educativo, toda transmisión pedagógica, tiene la
misión de transmitir un universo normativo simbólico,
sea el que sea, que oriente las acciones y decisiones de
los recién llegados. También aprovecharé para recordar
dos cosas que son importantes: la primera, que la moral
es pública, pertenece al ámbito público (o, lo que es lo
mismo, no hay morales privadas, así como tampoco,
como dice Wittgenstein, hay lenguajes privados); la
segunda, que no hay morales universales, aunque sí que
hay culturas que tienen la pretensión de que su moral
sea universal (o, dicho de otro modo, que consideran
que su moral debería ser universal, como es el caso de la
occidental). No dispongo aquí de espacio suficiente para
tratar en profundidad estas cuestiones, porque lo que me
interesa es señalar que, sea como fuere, la ética no es la
moral. Veamos la cuestión más en detalle.
En primer lugar, la ética que aquí se presenta no
tiene nada que ver ni con leyes, ni con normas, ni con
imperativos (sean éstos del tipo que sean). Tampoco
pretende ser universal, sino todo lo contrario, singular. Y,

72
por último, tampoco es pública, pero eso no significa que
sea privada, como podría pensarse, sino íntima.
Si tomamos como punto de partida la imagen antro-
pológica que he intentado esbozar a lo largo de las pági-
nas anteriores, diría que si hay ética, si la ética es posible,
si todavía cabe hablar de ética en los tiempos que corren
es, ante todo y sobre todo, porque la realidad humana
es finita –vulnerable, frágil, sometida a los avatares del
tiempo y del azar–, y porque nunca podemos –como
humanos– habitar en un mundo plenamente cósmico, en
un universo paradisíaco, armónico, porque un universo
así, lejos de constituir una consolidación de lo humano,
lo que supone es su definitiva destrucción. Somos los
otros de nosotros mismos y, por lo tanto, la humanidad de los
humanos no es algo que se es sino algo que se hace, que
se vive, que se padece. La humanidad no es una propiedad
que alguien tiene como especie, como género, como
miembro de una clase social, un clan o una familia, y, si
esto es así, es evidente que ni la ontología, ni la sociolo-
gía, ni la psicología pueden dar razón de la humanidad,
porque –insisto– ésta no se describe como algo–que–es
sino como una relación y, en tal caso, la humanidad se
configura como algo que nunca es del todo, que nunca
es definitivamente.
No somos humanos. Nadie es humano, porque lo
que caracteriza a lo humano no es una esencia sino una
manera de vivir, de relacionarse con los demás, con uno
mismo y con el mundo. Lo que nos hace humanos –e
inhumanos– es una forma, nunca del todo constituida, de
habitar el mundo que nos ha tocado en suerte. Si alguien
fuera capaz de decir algo así como «soy un ser humano»,
dejaría de serlo de inmediato. He aquí la paradoja de lo

73
humano. Sólo podemos ser humanos siéndolo, pero al
serlo no podemos decir que lo somos, no podemos recla-
mar una esencia de humanidad y, por lo mismo, unos
derechos humanos (tales derechos tienen, quizá, sentido
en el ámbito de lo moral o de lo jurídico, pero no en el
ámbito de lo ético). En una palabra, no somos humanos
porque actuemos bien, porque seamos obedientes a las
leyes (sean morales, jurídicas o políticas) sino porque
nunca podremos serlo, porque nunca podemos ser sufi-
cientemente buenos o justos, porque nunca podremos
tener la conciencia tranquila. La buena conciencia es
moral pero no es ética.
Nacemos, en palabras de Rilke, en un «mundo inter-
pretado», aunque no está interpretado del todo o, para
decirlo con más precisión, siempre nos encontramos en
un entorno en proceso de interpretación. Al nacer heredamos
un mundo, heredamos una moral con unos derechos y
deberes culturales que configuran mi identidad. Ahí se
encuentran, creo haberlo mostrado a lo largo de este
ensayo, los marcos morales. Pero ahora, lo decisivo es
comprobar que la ética no está en el mundo, la ética no
pertenece al mundo sino a la vida o, en otras palabras, la
ética no está nunca dada –no se hereda–, porque la ética es
lo que me sucede, lo que me acontece o, mejor todavía, la
ética es la respuesta singular que cada uno da a los acontecimientos
que le asaltan en su vida cotidiana.
Una ética desde el cuerpo no puede configurarse
desde la ley o la norma, sino desde la respuesta. La ética es
una respuesta a dar, no una respuesta dada, por eso siem-
pre es a posteriori, no a priori, como la moral, sea este
a priori cultural o metafísico, esto es ahora irrelevante.
Quizá incluso podría decirse que la ética es un responder,

74
un responder a una demanda, a una apelación exterior
que me rompe, que me deja perplejo, que hace trizas los
marcos morales que he heredado y en los que he sido
educado. La ética es una transgresión a la moral.
Una ética desde el cuerpo es, en una palabra, una
ética que sabe que es imposible eludir el espacio y el
tiempo, los acontecimientos y las transformaciones, los
afectos y las pasiones, las relaciones, los contextos y las
situaciones. Por todo ello, la categoricidad y la universalidad
no solamente son imposibles sino que no son asuntos
humanos. Por ejemplo, una ética como la que Kant des-
cribe, basada en la buena voluntad –la voluntad de actuar
no sólo de acuerdo con el deber sino por deber–, una ética que
no soporta el cuerpo, las emociones y la experiencia, no
solamente escapa a las posibilidades humanas sino que,
además, hace posible situaciones enormemente perversas
y fanáticas. Por eso tiene toda la razón Nietzsche cuando
en El Anticristo exclama:

Un pueblo perece cuando confunde su deber con el concepto


de deber en general. Nada arruina más profunda, más ínti-
mamente que los deberes impersonales, que los sacrificios
hechos al Moloch de la abstracción ¡Que la gente no haya
sentido como peligroso para la vida el imperativo categórico
de Kant! (Nietzsche, 1978, 35).

Una ética desde el cuerpo no es una ética normativa


sino una ética responsiva. La única obligación, que nada
tiene que ver con una obligación moral, es la respuesta,
el tener que responder. Pero, como he dicho hace un
momento, para una ética desde el cuerpo el contenido
de la respuesta no está dado antes, no se ha establecido

75
a priori. En otras palabras, no se pueden confundir las
respuestas (o el tener que responder) con las respuestas
dadas. Mientras que la moral –así como las éticas meta-
físicas– ponen el acento en el contenido de la respuesta,
esto es, nos dicen cómo debemos responder, porque creen
que hay unas maneras adecuadas de hacerlo, unas formas
buenas, siempre buenas, universales, eternas, establecidas
de una vez para siempre, de responder, una ética desde el
cuerpo desconoce el contenido de la respuesta, o mejor,
sólo puede saber qué respuesta es adecuada a posteriori,
una vez ésta se haya producido.
Es verdad que una ética desde el cuerpo es una ética de
la situación y de la relación, lo que no significa que sea una
ética relativista sino perspectivista. Si hay cuerpo, las perspectivas
–o, lo que es lo mismo, los adverbios, los condicionales,
los subjuntivos– son ineludibles. Vivimos siempre en
perspectivas, en situaciones que –a veces por suerte y a
veces por desgracia– nunca son definitivas. Sólo pode-
mos responder desde una perspectiva. Por eso me parece
que la preposición que mejor caracteriza el modo de
ser humano (e inhumano) es, precisamente, el desde. No
podemos, como humanos, eludir el desde: la genealogía, la
herencia, la historia, la memoria.
Es verdad –podría objetarse–que tampoco el hacia
es eludible, pero no se puede negar que muchas veces
(¿quizá la mayoría?) este hacia es desconocido, aunque,
también es verdad que sin un deseo, sin un principio de
esperanza, la vida es invivible. Lo que ocurre, a mi juicio,
es que esta esperanza acaba convirtiéndose en una espera
en la que nada ocurre o, mejor dicho, en la que todo pasa
menos lo decisivo, lo insólito, lo que permite cambiar el
rumbo de los acontecimientos y guiarnos hacia un paraí-

76
so definitivamente establecido. Pienso, por ejemplo, en
el Godot de Beckett.
En cualquier caso, insisto, que el ser humano sea un
ser–de/en–perspectivas no debería extrañarnos porque
es el resultado de su finitud estructural, una finitud que va
mucho más allá de la muerte, que no se puede identificar
con la muerte. Y a todo esto habría que añadir algo, lo
propio de este breve ensayo, a saber, que ninguna perspec-
tiva es del todo mía.
El solipsismo no tiene ningún sentido o, si se quiere,
sólo tendría sentido si se parte de una antropología en
la que «yo soy el que soy», pero, en tal caso, ya no sería
antropología. Si hay humanidad –e inhumanidad– es
justamente porque yo no soy nunca –del todo– «el que
soy». El yo es un «otro de sí mismo» porque, como decía
al principio, hay una alteridad que nos constituye, una alteridad
que nos atraviesa, una alteridad que nos interpela.
La ética, que nada tiene que ver con los marcos
morales, existe precisamente porque no soy al modo
de Parménides, porque, por así decir, no soy compacto,
idéntico, fiel, inmóvil, inmutable. La ética, si existe –y yo
creo que existe–es desde el cuerpo y, por lo tanto, desde esa
alteridad que me constituye, que me atraviesa y que me
interpela. La ética no nace en mí, ni en mi conciencia, ni
en mi libertad, sino en el otro, en el otro que no soy y que
nunca podré llegar a ser, la ética surge como una respues-
ta a esa demanda extraña, a esa interpelación extranjera
que rompe mis esquemas –mi universo normativo–sim-
bólico–, a esa interpelación que me rompe y me atraviesa,
que me deja perplejo, pero que, al mismo tiempo, no
puedo eludir, aunque tampoco puedo comprender, ni
ordenar, ni clasificar.

77
Me gustaría, en este sentido, finalizar citando in
extenso un bello texto de Luce Irigaray, tomado de su obra
Ser dos, que dice así:

El otro me es y seguirá siéndome trascendente a través de


un cuerpo, intenciones y palabras que me resultan ajenas.
«Tú que no eres ni serás jamás yo ni mío», tú que me eres
trascendente en cuerpo y en palabras, en tanto encarnación
que no puedo apropiarme sin alienar mi propia libertad.
Querer poseerte equivale a un sueño solitario, solipsista, que
olvida que tu conciencia y la mía no obedecen a las mismas
necesidades.
Más que de aprehenderte –por medio de la mano, la mirada,
el entendimiento–, se trata para mí de detenerme ante lo
inaprensible, de dejar ser la trascendencia entre nosotros.
«Tú que no eres ni serás jamás yo ni mío», eres y seguirás
siendo un tú porque no puedo aprehenderte, comprenderte,
poseerte. Escapas a toda captura, a toda influencia de mi
parte si te respeto como trascendente no a tu cuerpo sino a
mí (Irigaray, 1998, 29).

He comenzado con una cita de Las olas de Virginia


Woolf que resume la atmósfera en la que se ha redactado
este breve ensayo sobre la ética desde el cuerpo. Vivimos
en un universo en el que la deontología se ha converti-
do en obsesiva. Nunca se había hablado tanto de moral
como hasta ahora. Sin embargo, el auge de lo moral ha lleva-
do consigo un declive de lo ético, quizá incluso su supresión.
Una ética desde el cuerpo es una crítica a esos excesos de
la moral, a su inflación, a esa detestable palabra (deber) a

78
la que se refiere Virginia Woolf en su novela. El espíritu
de Kant está todavía excesivamente presente en nuestra
vida cotidiana, y sus herederos ocupan el centro de la
plaza pública.
Para una ética desde el cuerpo la cuestión fundamen-
tal ya no es ni responder a la pregunta qué soy o qué debo
hacer, así como tampoco cómo puedo llegar a ser lo que
soy. Hay otras preguntas distintas, más interesantes, más
urgentes ¿Puedo llegar a ser otro de lo que soy? ¿Hasta qué
punto puedo transformarme? ¿En qué soy capaz de con-
vertirme? Y junto a éstas surge una radical ¿Qué esperas
de mí? ¿Cómo puedo estar a la altura de lo que me pides,
de lo que necesitas? ¿Sabré responder adecuadamente a
lo que me sucede?
Me parece que ya ha quedado suficientemente clara
la hipótesis antropológica que tomaba como punto de partida
y que, al mismo tiempo, daba título al presente ensayo:
porque soy finito, esto es, un ser situacional y en relación,
porque la mía es una condición adverbial, condicional
y subjuntiva, porque soy heredero, porque mis deseos
no podrán nunca cumplirse del todo, ya no tengo posi-
bilidades de pensarme, ni de ser, ni de actuar, al modo
metafísico, al modo substancial… lo que soy, lo que
heredo, lo que constituye mi mundo puede (y debe) ser
transformado, cuestionado, porque vivir es precisamente
eso, transformar(se). Pero habría que subrayar que existe
un «principio de inmanencia» que un ser finito no puede
eludir: lo que trasciende el cuerpo sólo puede ser conoci-
do, pensado, nombrado desde mi cuerpo. Por lo tanto, las
transformaciones no son absolutas, porque no hay nada
absoluto en la vida humana. Somos seres desde. La condi-
ción corpórea es, al mismo tiempo, apertura y limitación.

79
No tengo más remedio que vivir mi vida desde mi
mundo, pero eso no significa que tenga que hacerlo de
acuerdo con él. Como ser corpóreo vivo también contra mi
mundo, y la vida abre una grieta que no se puede suturar,
una grieta por la que se filtra y se hace presente lo extra-
ño. Esta fisura me hace vivir siendo otro de mí mismo… y
entonces descubro que la otredad, la alteridad y la extran-
jeridad son ineludibles, y que en cada trayecto debo dar
respuesta a sus desafíos, una respuesta que no será nunca
suficientemente buena, una respuesta que jamás será la
adecuada. Porque no puedo eludir la finitud es imposible
que habite el paraíso. Algo así supondría un final de tra-
yecto, un fin de partida, y entonces dejaría de ser finito,
abandonaría mi condición corpórea, habitaría un interior
sin muebles.

80
LECTURAS

En la trastienda de El otro de sí mismo –en el que


deliberadamente aparecen muy pocos libros citados–se
hallan una serie de lecturas que no puedo dejar de reco-
nocer.
En primer lugar no hubiera podido escribir esto sin
mis maestros y amigos Fernando Bárcena, Lluís Duch,
Jorge Larrosa y Bernhard Waldenfels. Algunos de sus
libros, como por ejemplo, La esfinge muda (de Bárcena),
los seis volúmenes de la Antropología de la vida cotidia-
na (de Duch), La experiencia de la lectura (de Larrosa) y
Antwortregister y The Question of the Other (de Waldenfels)
han ocupado y siguen ocupando un lugar destacado en
mi biblioteca. Gracias a ellos he descubierto, a lo largo de
todos estos años, otros autores y obras que ellos, de algu-
na manera, me han enseñado a leer. Pienso, por ejemplo,
que Fernando Bárcena ha convertido a Hannah Arendt
en una pensadora importante en mi vida intelectual, y que
ya no puedo evitar reflexionar sin algunas de sus catego-
rías fundamentales: acción, nacimiento, comienzo. Lluís
Duch me ha ayudado a descubrir autores alemanes que sin
él me hubieran pasado desapercibidos; tengo en mente,
por ejemplo, a Odo Marquard y a Hans Blumenberg, a
Jan Assman, a Dietrich Bonhoeffer… así como también
a recuperar algunos clásicos que había olvidado, y que
Lluís me ha hecho caer en la cuenta de que merecían

81
estudio y reflexión (El principio esperanza de Ernst Bloch,
La risa y el llanto de Helmuth Plessner, las Elegías de Duino
de Rainer Maria Rilke…). Lluís Duch me ha enseñado a
apreciar a algunos escritores como David Lodge, P. D.
James o Henning Mankell. Jorge Larrosa siempre me
aconseja lecturas que no puedo abandonar a partir de
entonces, como, por ejemplo, Dar (el) tiempo de Derrida,
o hace que preste atención a algunos textos menores,
que no son por supuesto tales, como el primer capítulo
del Discurso del método de Descartes o el final del Emilio de
Rousseau (sobre los viajes). Hace bastantes años, en la
Ruhr-Universität de Bochum, Bernhard Waldenfels me
brindó la posibilidad de leer a Foucault de otro modo,
especialmente El orden del discurso, así como a Levinas,
o también a Derrida. Aunque al profesor Waldenfels le
debo sobre todo la lectura de su propia obra que, a día de
hoy, todavía no está traducida al castellano, pero que se
puede leer, –además de, claro está, en alemán–, en inglés,
francés e italiano. (Espero que mi amigo Josep Maria
Ventosa se anime pronto a editarlo en español).

82
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