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“El amor sin ansiedad y sin miedo es fuego sin llamas y sin calor, un día sin sol, una colmena sin miel, un
verano sin flores, un invierno sin escarcha.”
Es necesario que nos ocupemos primero de la palabra «meretriz», hay una gran cantidad de palabras que
describen los diversos rostros de este arquetipo femenino central, con sutiles diferencias entre ellas. Una
puta simplemente se vende. Una meretriz puede hacerlo, pero el término sugiere más bien desenfreno y
libertad sexual. Hablar de «prostituta» es describir un trabajo, mientras que «ramera» es una forma de
decir lo mismo en lenguaje vulgar. La palabra «cortesana», por otra parte, implica cultura, estilo y
habilidad en las artes amatorias, un poco como la geisha japonesa. Esta mujer se vende, pero a un precio
sumamente alto, y sólo a aquellos que tienen buen gusto además del dinero necesario. La meretriz puede
ser salvaje y desenfrenada, y quizá no se venda siquiera o, si lo hace, no de la manera fría y calculadora de
la prostituta. Por ello, el término «meretriz» suena más bien a abandono sexual que a venta del propio
cuerpo por dinero. Por eso lo escogí para invocar una imagen de Venus, porque su figura mítica está muy
alejada de la de la puta. La meretriz del templo era una figura sagrada en Sumeria, Babilonia, Egipto e
India. Estas mujeres no fueron jamás prostitutas en el sentido en que entendemos hoy la palabra. A
algunas, como las que servían en el santuario de Afrodita en Pafos, Chipre, se las preparaba para ser
«cálices» mortales del goce y el éxtasis divinos de la diosa, e iniciahan a los hombres en los misterios del
dominio de Afrodita.
El papel de la meretriz sagrada era, por consiguiente, servir como un cáliz para el poder de la diosa. Es el
equivalente arquetípico del rey, que sirve como receptor del poder de la deidad solar sobre la tierra. A la
diosa, tal como se ve en el diagrama (véase figura 1), se la llamaba Hathor en Egipto, Inanna en Sumeria,
Ishtar en Babilonia y Afrodita en Grecia, antes de convertirse en la Venus romana.
La meretriz del templo es, por consiguiente, una mujer que encama y canaliza la esencia de eros, que es el
don de la deidad al ser humano. Es sagrada debido a la diosa a quien sirve y a la honrosa tarea que realiza,
y simboliza la extraña paradoja que encontramos en Venus, esa misteriosa fusión de la sexualidad sagrada
y la profana que se burla de las interpretaciones morales ordinarias.
No hay vínculos matrimoniales, ni lazos de amor erótico, ni se hace después reclamación alguna. Esto nos
dice algo más sobre Venus: que a ella no le conciernen los compromisos que vinculan a través del tiempo
(Saturno), ni refleja tampoco el sentimiento ni la idealización del amor «romántico», que experimentamos
por mediación de Neptuno. Todo esto podría extrañamos teniendo en cuenta que Venus es regente de
Tauro, pero la famosa lealtad de este signo en las relaciones no se basa en promesas morales o códigos
sociales abstractos (que son del dominio de Hera), sino más bien en la necesidad de volver permanente
una situación cualquiera que nos proporciona placer, satisfacción y la sensación de que valemos.
A la meretriz sagrada se la consideraba también como la iniciadora de los hombres, y como la inspiración
de la virilidad del hombre. Esto es algo muy diferente del poder de la diosa madre lunar, cuyo derecho
sobre un hombre depende del hecho de haberle dado la vida y haberlo alimentado en su infancia; el papel
de Venus es más bien el del anima o imagen del alma, que libera al hombre de las garras de la madre
haciéndole descubrir su potencia y su capacidad para el amor y el goce, sin ningún vínculo emocional. Al
convertirse en una encarnación del divino objeto del deseo y en fuente de placer, la meretriz del templo
servía como una especie de generador de la fuerza creadora de vida en los hombres y, lejos de resultar
degradada por el papel que desempeñaba, adquiría poder e importancia gracias a él. En el momento en
que se identifica con Venus, una mujer se convierte en una expresión individual de Inanna, Ishtar o
Afrodita, y por lo tanto encuentra su propio valor femenino.
Parte del poder y del carácter sagrado de la meretriz del templo surge de su negativa a dejarse limitar por
las leyes y las obligaciones de la vida familiar convencional; ella es capaz de entregarse con abandono, y
de ese modo encontrarse a sí misma y descubrir su propia capacidad para el placer, sin preocuparse por
quién pagará el techo bajo el que se cobija. No hay ningún marido que la acobarde o la limite, ni está
atada por las necesidades de un hijo que dependa de ella. Su propio placer y su goce es lo que llena de
placer y de goce a sus sucesivas parejas, y no teme darse a sí misma porque es ella misma.
En la sociedad moderna hemos perdido el contacto con este arquetipo femenino, porque al amor erótico
no se lo ve ya como algo sagrado, y la meretriz se ha convertido en una simple prostituta. La analogía
moderna más próxima es la amante autosuficiente (el equivalente del griego hetaira), que prefiere vivir
independientemente y sin embargo encuentra su realización como amiga y compañera erótica de un
hombre (o varios). Un rasgo característico de nuestra civilización judeocristiana que es el concepto del
pecado y el castigo, y habitualmente constituye más bien una rebelión contra la moralidad victoriana que
un restablecimiento de los valores de Venus. De todas las deidades del antiguo panteón que personifican
los planetas interiores, quizá sea Afrodita la que menos integrada está en nuestra sociedad actual.
Necesitamos fijarnos con más detalle en el personaje de Afrodita. Aunque en el mito griego esté casada
con Hefesto, el matrimonio es más bien como una broma. Afrodita lo engaña continuamente, y en
realidad no pertenece a nadie excepto a sí misma. Las primeras diosas del amor, Inanna e Ishtar, no están
casadas, y a veces se las presenta como meretrices vírgenes, una expresión que no es contradictoria,
porque la palabra virgo en latín significa simplemente «soltera» o «dueña de sí».
Tengo la sensación de que es importante considerar las diferencias entre Venus y la Luna en este
contexto, porque estos dos planetas son realmente opuestos psicológicos, dos rostros complementarios
de lo femenino.
La Luna necesita pertenecer a alguien, preferiblemente a una familia o un grupo. La necesidad lunar de
formar parte de una unidad puede incluir a los hijos, el país, la ciudad o los antecedentes raciales de la
persona, pero está esencialmente dominada por el anhelo de pertenecer y tener raíces.
La Luna es empática por naturaleza, y responde fácilmente a los sentimientos de otra persona; a la Venus
mítica, en cambio, no sólo no se la conoce por ser compasiva, sino que de hecho puede ser
increíblemente insensible y capaz de desatar la destrucción sobre los mortales, imponiéndoles pasiones
inapropiadas e incontrolables.
Pero la Luna también puede usar su empatía natural para crear en los demás un sentimiento de
obligación. Es el síndrome de «déjame que te planche las camisas, te haga el té y te consuele y entonces
estarás en deuda conmigo», que puede combinar una sensibilidad y un cuidado auténticos con una
especie de trueque en que la otra «mercancía» es la seguridad emocional. Así pues, en realidad Venus
simboliza un amor por uno mismo y una autoestima absolutos; puede dar gozosamente a los demás, pero
no depende de ellos para sentir que vale. Afrodita no se va al bar de la esquina para «atrapar» a un
hombre. Ella no es una buscona; es el hombre quien la busca.
Creo que Howard tiene razón al asociar la Luna con la relación y con el «primer amor».' Pero para Venus,
las relaciones --el intercambio con los demás- sirven como vehículo para la formación gradual de los
valores individuales, que a su vez son la base del desarrollo del núcleo central de la personalidad, tal
como lo refleja el Sol. Un poco más adelante, cuando hable del mito de Paris, veréis que nuestras
«elecciones» en el amor son en realidad nuestras afirmaciones inconscientes sobre lo que valoramos más,
sobre lo que primero percibimos -y, por consiguiente, deseamos- fuera de nosotros.
Platón definía el amor como la pasión que despierta la belleza, y en lo que nos parece más hermoso es
donde más claramente definimos nuestros valores. La Luna busca una relación para conseguir seguridad y
bienestar emocional; Venus la busca como una especie de espejo, que le permita descubrir en los ojos de
su amante su propio reflejo.
La vanidad hace que Afrodita sea sumamente competitiva con las demás diosas y esté muy celosa de
ellas, e incluso de las mujeres mortales que podrían hacer que se cuestionara su belleza. Esto es lo que
pasa en el mito de Eros y Psique.
Psique es una mortal cuya belleza es tan grande que la gente empieza a compararla con Afrodita, hasta
que la diosa, fiel a su naturaleza, decide preparar un terrible final para la pobre chica. Este es el lado
«malicioso» de lo femenino, el que muchos hombres, e incluso mujeres, encuentran tan perturbador y
amenazante, porque parece absolutamente egoísta, amoral y falto de ética.
Pero Afrodita jamás podría ser ética en el sentido social (saturnino), ni tampoco en el religioso
(jupiterino). Su ética es la de la belleza, que posee su propia lógica innata.
¿Cómo decidimos si una persona, una casa o una pieza musical es hermosa? Es un gran misterio, pero al
parecer hay leyes estéticas absolutas que definen la belleza y la armonía, y no sólo para un período
histórico dado y de acuerdo con una moda determinada. El Partenón, por ejemplo, siempre ha sido bello
y siempre lo será, independientemente de las tendencias arquitectónicas de cada época
La vanidad de Afrodita es un aspecto inevitable de su naturaleza, así como el cinturón mágico que la hace
irresistiblemente atractiva. Se adorna con oro, y ella misma es «áurea», un atributo que nos habla de su
importante relación con el Sol y las cualidades solares. Su marido, Hefesto, el cojo y feo dios herrero,
siempre está creando objetos de oro para que ella los luzca. La piel de Afrodita es dorada, y también son
dorados sus cabellos, y la diosa brilla como el Sol. Seduce a los hombres a la luz del día; cuando la invade
el deseo por el troyano Anquises, el padre de Eneas, hace el amor con él en mitad de la mañana, a la vista
de todos, sobre la ladera de una colina. Nada de andar a tientas bajo el velo de la oscuridad lunar. Esta
desvergonzada luminosidad solar es el rostro creativo de la vanidad y el «narcisismo» de Afrodita.
El tema mítico del carácter áureo de Afrodita me lleva a su símbolo más difundido, la manzana de oro.
Esta manzana aparece en muchas culturas diferentes en relación con la diosa del amor erótico.
En el mito teutónico, es Freya, la diosa del amor, quien posee las manzanas de oro que otorgan a los otros
dioses la eterna juventud.
Wagner usó este tema y obtuvo un gran efecto en el ciclo del Anillo de los Nibelungos, y el hecho de
entregar a Freya a los gigantes a cambio del edificio del Valhalla (el sacrificio del amor por la adquisición
del poder) es el punto de partida de esos desastres que van en inevitable aumento hasta terminar en la
Gotterdiimmerung, el Crepúsculo de los Dioses.
La manzana aparece también en el mito bíblico de Adán y Eva, donde se convierte en el símbolo del
conocimiento camal; al comer la manzana, Adán y Eva toman conciencia de su sexualidad, y son
expulsados del Edén. Dicho de otra manera, el despertar del sentimiento erótico es una profunda
separación, tanto psicológica como física, de la fusión con el padre o la madre, porque por mediación de
él no sólo nos volvemos mortales, sino también libres.
La manzana de oro aparece también en la historia de París, un joven y guapo príncipe troyano que ha
tenido ya sus éxitos con las mujeres, y sus muchas experiencias eróticas le valen el desafortunado honor
de que Zeus lo llame para que sea el juez de una competición de belleza entre tres diosas: Hera, Atenea y
Afrodita. El premio del concurso es una manzana de oro. Como París es tan inteligente como apuesto,
sabe que sea quien sea la elegida, las otras dos inevitablemente se vengarán de él de una forma u otra, y
de un modo típicamente adolescente, intenta eludir el problema de la elección, primero negándose a
participar, y después sugiriendo que dividan en tres la manzana.
Por supuesto, estas formas de evasión, típicamente humanas, son rechazadas. Las tres diosas se pasean
entonces ante él; las dos primeras le prometen una recompensa acorde con los atributos y la esfera de
dominio de cada una. Hera, la reina de los dioses, le ofrece riqueza, una buena posición y el poder
mundano; Atenea, la diosa virgen de la batalla, le ofrece el don de la estrategia y la habilidad en las artes
de la guerra. Afrodita no le promete nada; se limita a aflojarse el cinturón. El resultado del concurso es,
pues, previsible.
Como recompensa por haberle concedido la manzana de oro, Afrodita ofrece entonces a París la mujer
más hermosa del mundo, Helena de Esparta, que lamentablemente ya está casada con otro, lo cual,
desde luego, no disuade a la diosa. Helena y Paris se fugan juntos, y así se inicia el cataclismo de la Guerra
de Troya.
Los que estéis familiarizados con el tarot sabréis que la historia del «juicio de París» está representada en
la imagen de la carta de los Enamorados, uno de los Arcanos Mayores.
Esta historia no trata en realidad del amor, sino de la elección y la declaración de valores individuales. Es
un mito venusiano, no sólo porque Afrodita gana el concurso de belleza, sino porque París, como todos
los mortales, se enfrenta con la necesidad de elegir y de atenerse a las consecuencias. Como es joven y
enamoradizo, asigna el valor supremo al amor erótico. Si hubiera sido mayor, un guerrero o gobernante
maduro que hubiera sufrido algunas desilusiones conyugales, quizá se habría resistido al poder de la diosa
del amor y habría escogido en cambio a Hera o a Atenea.
Así pues, en relación con Venus debemos preguntamos: ¿Qué es lo que más valoro? Ninguno de nosotros
puede amar a todo el mundo ni valorar todas las cosas, pese a lo que puedan pensar algunos acuaríanos;
y todos buscamos como parejas o como amigos a personas con quienes seamos «compatibles». Esto
significa, en realidad, personas con quienes podamos compartir por lo menos algunos de los valores que
más apreciamos.
El planeta Venus simboliza nuestra capacidad de dar forma e identidad a lo que valoramos, y es la base de
la autenticidad de nuestras elecciones personales. La historia de París destaca también otra cuestión
psicológica importante, y es que, en última instancia, no podemos eludir el problema de la elección y la
expresión de los valores individuales.
Son los dioses quienes deciden que París debe cumplir con su parte en esa historia, y quizá sean los dioses
interiores los que, en alguna coyuntura crítica de la vida, nos plantean un dilema, en que debemos
escoger una cosa o persona en vez de otra, y atenemos a las consecuencias de esa decisión.
Este es, para mí, el significado que comparten Tauro y Libra, los dos signos regidos por Venus, porque
Libra se interesa profundamente por el proceso de aprender a escoger, y Tauro por el desarrollo de la
fuerza interior y de los recursos que pueden dar permanencia a los propios valores, independientemente
de las consecuencias.
Somos muchos los que tratamos de tomar decisiones basándonos en fórmulas intelectuales, o en lo que
otras personas piensan que debemos hacer. O bien no elegimos en absoluto, sino que nos vemos llevados
a una línea de conducta por nuestros impulsos y miedos inconscientes. Y esto es compulsión, y no acción.
Me he encontrado con muchas personas que realmente no tienen ni idea de lo que realmente desean y
valoran, aunque es probable que no se den cuenta de todo lo que implica su propio empobrecimiento. Es
posible estar tan desconectado de la función de Venus que uno ni siquiera caiga en la cuenta de que
quiere algo.
Hay en cambio una especie de vacío, una apatía cuyo resultado es más bien una mera supervivencia que
un sentimiento de profundo placer en la vida. Si una persona vive en este estado, naturalmente no posee
ningún tipo de valores individuales. Puede haber un barniz de supuestos valores, que en el fondo son
meras copias de lo que es aceptable para la familia o el círculo social de la persona, o puede haber incluso
una filosofía o ideología que justifica la falta de deseos individuales. Pero en esos casos, siempre
desaparece una parte enorme de la identidad esencial, y por consiguiente, no existe la sensación interior
de ser una persona entera.
Así pues, en Afrodita el «frenesí del deseo» -la persecución de la persona o del objeto amado- se
realimenta de sí mismo, de modo que lo que a la larga se deriva de él es una profundización y un
fortalecimiento de los propios valores. No existe el anhelo de fundirse hasta perder los límites de la propia
identidad, que encontrarnos en Neptuno, ni ninguna necesidad de incorporarse a una unidad colectiva en
busca de seguridad emocional, que encontrarnos en la Luna.
Nos descubrimos a nosotros mismos al reflexionar sobre lo que amarnos y encontramos hermoso, porque
el objeto del deseo es un gancho que permite colgarle la proyección de lo que en nuestro interior
consideramos como la mayor belleza y el valor supremo. Creo que ya ha quedado claro por qué a Venus
no le interesan realmente las relaciones per se, sino más bien la autodefinición a la que se llega mediante
las relaciones.
En el Fedro de Platón hay un pasaje muy hermoso en que el filósofo nos habla del hecho de ver reflejado
en el rostro del ser amado un atisbo del dios al que pertenece la propia alma. Y este es el significado más
profundo de Venus: lo que se ama, ya sea una persona, un objeto o un ideal intelectual, como espejo de
la propia alma.
Ahora bien, si hemos de ser leales a esta dimensión de la psique que la astrología llama Venus, es obvio
que tarde o temprano vamos a desviamos de los valores y la moral colectivos, porque aunque nuestros
propios valores pueden adecuarse cómodamente a los del grupo durante la mayor parte del tiempo, por
lo general llega un momento en que ya no es así.
Esto suele pasar cuando un tránsito importante o un planeta progresado afecta a nuestro Venus natal,
anunciando que ha llegado el momento de tomar más conciencia de lo que más valoramos. Lo más
frecuente es que la colisión tienda a producirse en el campo del matrimonio y de la familia, porque estas
personas son, para la mayoría de nosotros, el colectivo inmediato.
Debido quizás a esta dinámica básicamente humana, en el mito Afrodita está siempre provocando
adulterios entre los mortales. Generalmente alguien es engañado por su mujer o su marido, o se siente
herido por una pasión sumamente inadecuada.
Uno de los ejemplos más horrendos es la historia del pobre rey Minos de Creta, cuya esposa Pasifae,
herida por Afrodita con el «frenesí del deseo», se enamora desesperadamente de un toro, y termina
dando nacimiento al Minotauro. Ya os podéis reír, ya, pero en un nivel más humano, el deseo de un
objeto excesivamente «inadecuado» (debido a razones de clase, raza, edad, circunstancias económicas o
a cualquier otro choque con la estructura familiar o social) refleja por lo general la falta de
reconocimiento, por parte de la persona, de algún valor absolutamente esencial para su evolución, que
entonces es proyectado al exterior con resultados catastróficos.