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Publicado en:
Femenías, M.L. y S. M. Novoa (comps.) Mujeres en el laberinto de la justicia, Rosario,
Prohistoria, 2018: 37-47

Injusticia epistémica in(corpo)rada.

Laura Gioscia
(UdelaR)

Parte de los emprendimientos feministas están abocados a la indagación de hábitos y


costumbres que devienen normativos y de los que muchas veces no se suele hablar, al menos
públicamente. A veces ni siquiera es posible reflexionar sobre estos. Como señala María Luisa
Femenías, en otro contexto, aún hay zonas de opacidad en la violencia y “las instituciones
mantienen sitios de naturalización de la agresividad, de legitimación implícita en las
estructuras de dominación, que se internalizan inconscientemente en la subordinación en la
socialización” (Aponte Sánchez-Femenías, 2008:48-49), y que es necesario revisar.
En este trabajo me centro en la importancia del cuerpo y las emociones en la teoría política
contemporánea para comprender algunas injusticias epistémicas sexistas que se dan
cotidianamente en el lugar de trabajo, en este caso en el ámbito académico. Me refiero al
silenciamiento y al “ninguneo” contra alguien, en su derecho a ser escuchada por un conjunto
de pares en instancias tales como salas docentes o reuniones de índole diversa, que llevan al
autosilenciamiento (explícitamente coercitivo o no). Este abordaje requiere varias precisiones
que se irán delineando a lo largo del trabajo que enmarco en el denominado “giro afectivo
contemporáneo” y en epistemologías feministas (Alcoff y Potter, 1995; Alcoff, 2001;
Anderson, 1995; Code,1981, 1991; Haraway,1988, 1991; Harding, 1991; Lloyd, 1989;
Longino, 1999), buscando formas de investigar los modos en los que las prácticas y la
producción del conocimiento afectan la vida de las mujeres, y están implicadas en las
relaciones sociales donde se interrelacionan la clase social, la raza, la etnia y otros incómodos
“etc.”, al decir de Judith Butler. (1990:143) En el caso del ámbito de trabajo seleccionado, el
académico, este suele ser mayoritariamente blanco y de clase media. Es cierto que, como
mujeres de la periferia, con respecto a los núcleos hegemónicos del Atlántico en la producción
de conocimiento y, a la vez, “tensamente hegemónicas (al menos respecto de nuestras
posibilidades de acceso a la educación, por ejemplo)” (Femenías, 2006: 103) sufrimos
diferentes grados de estigmatización y de invisibilización en esos lugares de trabajo, que
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divergen asimismo en cada caso: situación, diferencia etárea y en varias otras conjunciones
posibles, muchas veces silenciadas no sólo por los varones sino, muchas veces, con la
complicidad de otras mujeres, debido a la propia interiorización de los estereotipos
dominantes.
Miranda Fricker, desde sus tempranos trabajos en epistemología, señalaba que existe una
fuerte presión social que otorga mayores grados de credibilidad autojustificada a quienes
tienen mayor poder social. De ese modo, quienes poseen menor poder están bastante más lejos
de tenerla. Si bien aquí no me detengo en la propuesta completa que desarrolla Fricker, ni en
los debates abiertos por otros autores que discuten y amplían su concepto de injusticia
epistémica, lo cierto es que, según Fricker, una epistemología social adecuada ha de hacerse
cargo de los efectos epistémicos de las relaciones de poder “y la epistemología no estará
verdaderamente sociabilizada hasta que haya sido apropiadamente politizada.” (Fricker
1998:174, mi traducción).
Mi hilo conductor será el siguiente: en primer lugar, me detendré en la importancia del
denominado “giro afectivo” para ciertos feminismos contemporáneos. En segundo lugar, me
centraré en la categoría de “injusticia epistémica”, la que utilizo a los efectos de ilustrar la
marginación hermenéutica en el caso de la academia. Por último, atiendo al tema de la
justificación de la crítica feminista de cara a los casos en los que alguien esté cotidianamente
sujeto a ejercicios de poder ilegítimos, paradigmáticamente las mujeres, lo que nos reenvía a
la cuestión inicial ¿cómo desafiamos las prácticas epistémicas incorporadas y normalizadas?
Para ello debemos enfrentar las pretensiones de “inclusión” epistémica. Estas injusticias se
sufren y se ponen en evidencia en la vida cotidiana, y solo se las puede atender desde una
teoría y unas prácticas feministas, que se ocupen de los cuerpos en contextos particulares.

I. ¿Porqué el “giro afectivo” contemporáneo?


¿Qué puede haber de novedoso en el denominado “giro afectivo” cuando desde múltiples
líneas feministas se viene trabajando, desde hace mucho tiempo, en las emociones y en las
dicotomías tradicionales entre cuerpo-razón, mente-cuerpo y ámbito público-privado, entre
otros? Este retorno a las emociones, por un lado, está relacionado a la hybris del modelo
epistemológico positivista y al mito de la investigación desapasionada (Jaggar 1996:175). Por
otro, como ya lo he señalado en otra oportunidad (Gioscia, 2017: 57-75), algunos feminismos
se centran hoy en el rol de las emociones en la vida pública. En este sentido, resulta ineludible
la referencia tanto a Eve Kosofsky Sedgwick (2003), y a la importancia política de la
vergüenza cuando irrumpe en la esfera pública, como a la emoción articuladora de las
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experiencias, como en los trabajos de Sara Ahmed (2010; 2010b) y Lauren Berlant (2010a;
2011b).
Ahmed, por ejemplo, señala que los afectos no son solamente estados psicológicos sino
prácticas sociales y culturales. (Ahmed, 2004: 9) Nuestra autora hace hincapié en los aspectos
compartidos que constituyen nuestro entorno —haciendo referencia a un sentir epocal en la
clave laxa de “las estructuras del sentir” de Bernard Williams—, es decir, «nuestra
atmósfera». (Ahmed, 2004: 10) Esto le ha permitido comprender cómo ciertas emociones
pueden sujetar a las personas a sus propias condiciones de subordinación y los modos en que
ciertas instituciones sociales son simplemente «efectos de la repetición», porque es a través de
la repetición que ciertas normas se materializan en el mundo en el que vivimos, y que
terminan por reificarse. Basta pensar en los modos en los que las normas de género no son
deslindables de los sujetos encarnados, y donde cualquier alejamiento de éstas se entiende
como una desviación. Si bien las emociones no son el centro de todas las cosas, la indagación
sobre ellas —y los modos cómo se producen y se reproducen al vincularse con ideas, valores
y objetos inseparables de la dimensión corporal de las personas— permite a la autora
cuestionar las lógicas que dan cuenta de los vínculos sociales que han dejado de funcionar
(Ahmed, 2011: 263). Sus análisis de las emociones no solo desafían las nociones tradicionales
de lo que entendemos por intimidad sino también el rol central que tienen en lo que
entendemos hoy por esferas públicas. La crítica compartida por Ahmed y Berlant no
necesariamente crea una jerarquía entre afecto y razón o afectos y cognición, sino que
profundiza en la interconexión del sentir y del pensar, del afectar y del ser afectado. Ahmed y
Berlant insisten en la naturaleza construida de los afectos, sin descuidar la materialidad de los
cuerpos que impactan y desafían las nociones tradicionales de subjetivación, puesto que
siempre es una subjetividad encarnada la que se plasma en la esfera pública.
El giro de varias feministas hacia los afectos y hacia los “nuevos materialismos” (Coole y
Frost, 2010) busca posicionarse frente a los excesos del “giro lingüístico” en pos de relaciones
más equilibradas entre lo “natural” y lo “construido”. Veamos un ejemplo: en una reunión
docente, que tiene lugar en una cierta institución dada, se disponen a discutir un tema
determinado (a modo de ejemplo, los horarios de atención a estudiantes). La reunión
transcurre en un lugar determinado (salón) e impresos o una pizarra electrónica están los
datos, que constituyen recursos materiales, con gestos ritualizados que hacen que esto
constituya una sala docente. Quienes tienen mayor jerarquía suelen sentarse en determinados
lugares, alguien se ocupa de tomar nota del orden del discurso, de las intervenciones que se
suceden según el orden del día y de los debates subsecuentes. La mayor parte de las acciones
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involucran a agentes que participan de la ocasión, con ciertas intenciones y actitudes
corporales, que interactúan con las cosas materiales de un modo más o menos pre-establecido,
según ciertos patrones moldeados tanto por el contexto físico como por el social, de modo tal
que los ritmos que se suceden, muchas veces, resultan difíciles de modificar. Señala al
respecto Sally Haslanger (2012: 463-465) que las formas de materialidad de nuestros mundos
sociales es ubicua: las universidades y los departamentos situados en estas, están
materialmente estructurados y materialmente impregnados de prácticas rituales
institucionalizadas. El mundo social incluye artefactos que están allí para que se los utilice;
también hay esquemas para la acción que se dan de un cierto modo porque encauzan nuestra
interacción con otras partes del mundo, más allá de la instancia en cuestión. Así es que, al
menos algunas partes del mundo social-cognitivo y del mundo material, son co-constitutivos.
Las estructuras sociales no están solo en nuestras mentes sino que son públicas, y si bien no
son cosas materiales están también constituidas como tales tanto como los artefactos que
creamos. Estos esquemas repetitivos (disposiciones, interpretaciones, experiencias, prejuicios,
entre otros), que constituyen las estructuras sociales, son intersubjetivos, modelos culturales,
rutinas que los individuos internalizan, y que constituyen la base de nuestras respuestas hacia
objetos, las acciones y los acontecimientos significativos. Pero éste no es el único medio en el
que nos movemos, y esos rituales no están dados de una vez y para siempre. Aún así, nuestros
lugares de trabajo son espacios estructurados, “cargados” de raza, género, clase social, por
mencionar sólo algunos de los factores más relevantes. Esos esquemas constituyen el
trasfondo común que permite comunicarnos, la realidad vivida; devienen hegemónicos y
como tales, son justos o injustos y hasta pasan por ser “naturales” o ya “dados”.
Los hábitos de la mente y del cuerpo —incluidos el comportamiento no intencional, los
sentimientos, los estados de ánimo, las emociones, las sospechas y los prejuicios, entre tantas
otras cuestiones— juegan un importante rol en la vida social, y su interpretación depende de
la socialización de los individuos, la que hace que “encajen” en ese modelo de
predisposiciones colectivas. (Haslanger, 2012: 475) En ese esquema, las mujeres han sido
históricamente asociadas a las emociones y básicamente consideradas incapaces de
pensamiento racional.
Como señala García Ruiz (2017), uno de los desafíos fundamentales para la política
contemporánea —entendida la contemporaneidad más allá de una delimitación cronológica—
es la articulación entre emociones y racionalidad. No hay una única definición para las
emociones, los afectos y sentimientos, ya que estos pueden ser interpretados de modo diverso
según autores y tradiciones. Tampoco hay un uso unívoco de ellos, sino múltiples
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contextualizaciones. En suma, este giro emocional adquiere significados específicos según
los contextos de enunciación y de producción.
El giro emocional o giro afectivo (Jaggar, 1996) también opera como contrapunto a la
concepción restrictiva y abstracta de la racionalidad, propia de gran parte de las teorías
políticas liberales predominantes hasta no hace tanto tiempo. Basta pensar en el John Rawls
de la Teoría de la Justicia (1971), que enfatiza la idea de que la argumentación debería ser
racional y razonable (Kingston y Ferry, 2008:10-11).
Mucho antes, Alison Jaggar argumentaba contra los excesos de la posición de la
epistemología positivista occidental, que solía ver las emociones bajo “sospecha” (1996:175),
y que requería de los “investigadores ideales” que fueran “desinteresados y desapasionados”.
El pensamiento positivista moderno recoge las antiguas tradiciones de la filosofía occidental
que minimizan las respuestas emocionales ante mundo y cultivan, por el contrario,
sobremanera el poder de la racionalidad (Jaggar, 1996: 187). Más aún, se suele fomentar el
control de las emociones en público al punto de que solemos negar algunos estados
emocionales frente a otros y hasta ante nosotros mismos.
Hace casi veinte años, Iris Marion Young ya señalaba que:

/…/ las reglas de la deliberación privilegian el discurso que no es apasionado y que


cuenta con una estructura. Tienden a presuponer la existencia de una oposición entre la
mente y el cuerpo, la razón y la emoción. Asimismo, falsamente, identifican la
objetividad con la calma y la ausencia de expresión emocional. De esta manera, las
expresiones de enojo, dolor y preocupación apasionada desacreditan los reclamos y las
razones que los acompañan. De manera similar, el ingreso del cuerpo al discurso –por
medio de gestos, movimientos de nerviosismo o expresiones corporales de emoción–
son señales de debilidad que neutralizan las asertividades personales o revelan una
notable falta de objetividad y control. (2000:46)

En este sentido, se suele entender que alguien es “profesional” cuando cumple con los
criterios neutrales de rigor académico. Claro está que el “hombre de razón” (Lloyd, 1984) es
el que ha provisto el modelo de “neutralidad”, que el feminismo ha denunciado como una
ilusión y una mistificación por su sesgo masculino. No es extraño que se coercione a las
mujeres a abandonar sus modos “femeninos” de “ser académicas”, dado que vivimos en
regímenes en los que prevalecen las relaciones jerárquicas de género.
Nuestra agencia no se reduce a la actividad racional. Las necesidades y emociones de los
cuerpos son inseparables de la mente o de la razón. Lo que los “nuevos materialismos”
sugieren es que tanto nuestra subjetividad como nuestros afectos están constituidos
materialmente a través de nuestros propios cuerpos, en interacción con otros cuerpos
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(humanos y no humanos), y con el mundo (material) en general. En este punto nos
encontramos con otro de los aspectos más importantes del giro afectivo de hoy: los avances de
las neurociencias y de la neuroética (Salles, 2014). Más allá de los avances en estos campos,
nuestros cuerpos están inscriptos en relaciones de poder prevalecientes que activan nuestro
estatus de manera “física”: por ejemplo, desviar la mirada, bajar el tono de voz, modificar la
postura, encoger los hombros. Este es uno de los sentidos en los que la agencia humana tiene
vida material. Esta vida material siempre es política en el sentido de que está comprometida
con relaciones de poder prevalecientes al punto de que “comprender cómo es que nuestra
agencia opera en un registro corporal resulta crucial para captar los sutiles, muchas veces
inconscientes, modos en los que el poder circula en y a través nuestro.” (Krauze, 2011: 306)
La falta de poder impide la participación en prácticas donde se generan los significados
sociales compartidos (o en los consensos parciales sobre temas comunes). En esos espacios de
debate ciertos estilos expresivos se reconocen como racial, genérica y contextualmente
apropiados. Si una mujer, por su estilo expresivo emocional, no puede ser escuchada como
“completamente racional” sufre entonces injustamente un recorte hermenéutico; una injusticia
epistémica.

II- Injusticia epistémica in(corpo)rada


Hay numerosos fenómenos que pueden catalogarse como injusticia epistémica. El término
“injusticia epistémica”, acuñado por Miranda Fricker (2007), grosso modo refiere a aquellas
formas de trato injusto infringidas a alguien en su calidad de sujeto de conocimiento. Nuestra
autora se analiza detenidamente la “injusticia testimonial” y la “injusticia hermenéutica”. Por
las connotaciones que tiene la primera en la literatura decolonial y el gran número de debates
en curso sobre el tema del testimonio, he decidido dejar esa cuestión fuera de este trabajo.
Con “injusticia testimonial”, la autora se refiere a los modos en que se desacredita a alguien
ante una audiencia debido a los prejuicios que se tienen respecto de él/ella. Por ejemplo,
cuando un policía no le cree a alguien porque, pongamos por caso, es “negro”.
La “injusticia hermenéutica” es causada por los prejuicios estructurales; esto es, por la
incapacidad de un colectivo para comprender la experiencia social de un sujeto debido a una
falta de recursos interpretativos que lo ubican en una situación de desventaja y de credibilidad
reducida ante otros e inclusive ante sí mismo. (2007:1) Esto impide no solo que la persona no
pueda darle sentido a una experiencia vivida, sino que tampoco pueda trasmitírsela a otros. El
ejemplo de Fricker al respecto es el caso del “acoso sexual” en una cultura que aún carece del
concepto para nombrarlo.
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Más específicamente, se refiere a la injusticia sufrida como producto de prejuicios; y muestra
cómo algunos hablantes quedan excluidos de la producción de significado. Como se señaló en
el apartado anterior, el lenguaje racionalista instala hegemonías de significado (Haslanger
2012: 427). La injusticia epistémica va de la mano de cuestiones materiales y ontológicas.
Resulta obvio que las ventajas materiales siempre generan ventajas epistemológicas y tener
poder material también influye en las prácticas que generan significados sociales. En el
contexto hermenéutico de la comprensión de nuestro mundo social, las cuestiones ontológicas
y materiales se vinculan naturalmente con cuestiones epistemológicas (Fricker 2007:147-148).
En efecto, Fricker vincula las prácticas epistémicas con su propuesta ética, pero a los efectos
de elastizar el término y su productividad, en este trabajo mantendré mi análisis fuera del
ámbito de las virtudes, a sabiendas de que en su propuesta original y en los debates recientes
el tema aparece como no deslindable. Ahora bien, la “injusticia epistémica” anula la
capacidad de un sujeto para transmitir conocimiento y dar sentido a sus experiencias sociales.
Fricker muestra las consecuencias que implicadas al desacreditar el discurso de un sujeto por
causas ajenas a su contenido, poniendo de relieve las relaciones que subyacen a la “razón” o a
la “autoridad” en ciertos discursos, en desmedro de otros o de su silenciamiento.
Como resulta claro ver, la injusticia hermenéutica es difícil de detectar. A modo de ejemplo,
cabe señalar que el ahora denominado “acoso sexual”, hace años muchas veces fue
interpretado como “coqueteo”, o “falta de sentido del humor de las mujeres” cuando no
negado drásticamente. Entre los ejemplos que menciona Fricker, y que toma de otra teórica
feminista, Susan Brownmiller, está el de la depresión postparto. Una mujer que se había
autoculpabilizado (y que había sido culpabilizada por su marido) la sufrió hasta que logró
comentarla con un grupo de mujeres. Al hacerlo, se dio cuenta de que su experiencia no era
consecuencia de una deficiencia suya, sino que tenía lugar debido a una combinación de
cuestiones fisiológicas y culturales que vivía en el aislamiento (Fricker 2007:148-149). Este
ejemplo ilustra la experiencia de una mujer que no solo no podía dar a conocer su experiencia
social, sino que por una multiplicidad de factores (básicamente de inequidad estructural de
poder en la comprensión del tema entre varones y mujeres) tampoco podía ser comprendida
colectivamente.
Fricker enfatiza también la desventaja cognitiva de recursos hermenéuticos colectivos
(2007:151); es decir, cuando la persona no puede pensar o expresar lo que siente porque no
encuentra las palabras para hacerlo. Esa lacuna o carencia deviene injusticia, cuando se trata
de una desventaja asimétrica, en el caso de que no se pueda describir o identificar el daño
sufrido porque los recursos heurísticos colectivos disponibles no lo permiten. Una inequidad
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hermenéutica “situada” es la situación concreta en la que el sujeto/a no puede hacer
comunicativamente inteligible algo que siente en determinado momento claramente
específico.
Otros ejemplos incluyen el fenómeno del privilegio blanco, que domina espacios y
discusiones, y que implica la exclusión de hablantes no-blancos, de lo que intentan decir,
exhibiéndose así la conocida pregunta ¿qué significan las relaciones de poder? Si el sujeto no
puede participar completamente en el amplio rango de experiencias sociales, la marginación
hermenéutica es socialmente coercitiva. Es posible que decida abandonar tal situación, pero
esa “salida” no deja de ser coercitiva y originada en la marginación hermenéutica. Fricker
distingue entre injusticia hermenéutica estructural y la incidental. Su ejemplo remite al acoso
a un varón, en una novela de Ian McEwan, donde un fanático religioso, que está enamorado
de él, lo presiona sexualmente. Ni su compañera ni la policía le creen. Si bien se trata de un
acoso sexual y de una injusticia hermenéutica, no obedece a su falta de poder social ni a su
lugar de subordinación: es un hombre blanco, educado y heterosexual; por esa razón no sufre
de prejuicio estructural de identidad. Por el contrario, sufre una “injusticia incidental”. Esto no
significa que no se trate de un acontecimiento catastrófico en su vida, sino que sabe lo que le
ocurre y además es capaz de trasmitirlo. Por tanto, los daños resultantes son personales y
producen marginalidad estructural (Fricker, 2007: 58). La marginalidad estructural, en
cambio, refiere a la falta de recursos hermenéuticos colectivos, donde esta lacuna es causa de
marginalidad, sosteniéndola de forma amplia, hermenéutica y sistemática (2007:159).
Otro ejemplo de visualización de la injusticia hermenéutica es la incapacidad de ver el deseo
homosexual como orientación sexual legitima en un contexto histórico-cultural en el que la
homosexualidad se interpreta como perversión vergonzante. Es decir, que dichas personas no
pudieran aportar al conocimiento colectivo de los significados sociales, sería una situación de
“inequidad hermenéutica situada”; es decir, la experiencia vivida de sentirse injustamente
desaventajado por no poder expresar lo que se siente de modo inteligible no solo para los
demás sino para ello/as mismo/as.
El conocimiento de cómo funcionan las estructuras sociales y los modos en que se apropian de
los cuerpos resulta crucial para comprender la injusticia epistémica hermenéutica y sus
posibles desarrollos más allá de los planteos de Miranda Fricker. Su análisis ha recibido
numerosas críticas en relación a los recursos hermenéuticos colectivos que no dan cuenta de la
pluralidad de comunidades interpretativas, a través de los que los grupos marginados logran
acceder a interpretaciones alternativas de sus propias experiencias. Del mismo modo, a la
atención que ha de prestarse a los recursos que pueden desafiar esas desventajas (Mason,
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2011; Medina, 2012) Pero tales divergencias no hacen al cuerpo de este trabajo. Las
discusiones entorno a la injusticia epistémica siguen siendo relevantes para los desafíos
epistémicos en contextos de dominación y opresión, y en las complejas dinámicas que se
producen entre sujetos cognoscentes, sus cuerpos y las emociones situadas.

III. Teoría y prácticas en cuerpos y en contextos


¿Es posible pensar en una teoría política abstracta, neutra y desapasionada que de cuenta del
estado de estas cuestiones y aborde el mundo en el que vivimos de un modo más realista? 1
¿Cómo desafiar las prácticas epistémicas incorporadas? Como señala María Luisa Femenías
hace bastante tiempo “aún restan prácticas que des-invisibilizar y estereotipos que abandonar
(Femenías, 2006: 64). En consonancia con esta preocupación, Sandra Harding y otras autoras
se cuestionan el papel de la teoría del conocimiento, de la epistemología y de cómo llevar a
cabo una investigación feminista. Harding, en el epílogo a “¿Existe un método feminista?”
(1998), señala que es necesario empezar por la vida de las mujeres para identificar en qué
condiciones, qué relaciones naturales y/o sociales se necesita investigar y cuáles situaciones
puede ser útil para las mujeres investigar. Lo cierto es que hay metodologías específicas
producidas por teóricas feministas. Estas ya no deben rendir cuentas de sus logros, ni seguir
insistiendo en justificaciones teóricas cargadas de prejuicios filosóficos, sobre cuestiones
reales que afectan sus cuerpos, cargados emocionalmente, como el “acoso sexual”, sine qua
non de la injusticia epistémica.
Las teorías viajan como bien señala Claudia de Lima-Costa (Femenías-Soza Rossi, 2011: 16)
y lo que parece irreversible es que aquí no se trata de una inclusión de teorías epistemológicas
feministas en teorías preexistentes para llenar hiatus o lacunas. Eso significaría simplemente
reinsertarse en la mera repetición de un estado de cosas. Como bien señala Bordo, no es una
cuestión de inclusiones sino de los significados de dicha inclusión (1997: 209).
Ahora bien, si ya se puede nombrar el “acoso sexual” ¿es necesario justificarlo más allá de su
evidencia empírica? (Zerrilli, 2017) Como sostienen Femenías-Soza Rossi:

El par dicotómico “público” y “privado” conforma espacios sobre la base de una


conceptualización binaria y excluyente [donde] la distinción entre lo público y lo
privado se ha sostenido a través del tiempo, a pesar de sus reconfiguraciones. La
división moderna tiene consecuencias normativas y simbólicas que siguen
perjudicando a las mujeres. (2011:18).

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Decir “realista” no hace tanto era mala palabra. Hoy en día, sin embargo, el término y sus variantes están en
boga por decirlo de alguna manera. Cf. por ejemplo, Matt Sleat. Ed. (2018) Politics Recovered: Realist Thought
in Theory and Practice, Columbia University Press.
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La crítica feminista no es meramente una cuestión de cambiar creencias sino de crear o
mostrar espacios sociales que muestren o desafíen los esquemas dominantes. La relación entre
teoría y práctica feministas resulta ineludible. Las demandas por acoso sexual no requieren de
una teoría epistémica que las sustente Zerrilli (2017:602). Sumado a esto, la teoría no es
separable de un contexto histórico determinado a riesgo de caer en “delirios trascendentales”
(Alcoff (2017: 297). Las prácticas hermenéuticas locales limitan tanto las normas como
nuestros imaginarios sociales y si vamos a desafiar los eurocentrismos o atlanticocentrismos
de la academia debemos desafiar los cánones que se autoadjudican autoridad epistémica
geográfica y cultural, e involucrarnos en miradas epistémicas en contextos de justicia e
injusticia de modo experimental sin garantías emancipatorias.

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