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S O C I E D A D Y E S T A D O : S E G U N D O P A R C I A L

“Sociedad y Estado. Aproximaciones a su estudio”, De Sagastizábal, Marcaida, Scaltritti, De


Luque. Ediciones Centro de Estudios del Libro. Buenos Aires, 1999.
Módulo de peronismo de la Cátedra.
“Breve Historia Contemporánea de la Argentina”, Luis Alberto Romero. Fondo de Cultura
Económica. Buenos Aires, 1998.
“Autoritarismo y Democracia, 1955-1983”, Marcelo Cavarozzi. CEAL, Buenos Aires 1985.

Argentina 1930-1943: La restauración oligárquica 1

Situación Internacional: la crisis de 1929

Al concluir la PGM, las economías de los países de Europa occidental estaban al borde de la quiebra, por
lo que las relaciones se desenvolvían en un marco de gran tensión y hostilidad. Sin embargo, durante la década del
20, el aporte de capitales norteamericanos sería decisivo para la reconstrucción económica europea y para el
restablecimiento de un clima propicio para la intensificación de los intercambios comerciales y las transferencias
de capitales. EE.UU. mantuvo cerrados sus mercados, evitando que la prosperidad llegara al campo (menor auge
industrial). El gobierno estaba en manos de los republicanos (negociantes), que dejaban regular al mercado. Como
la gente ahorraba por la crisis en Europa, la moneda no circulaba. La respuesta a esto fue una política de estímulo
del gasto y la apertura de la bolsa. Sin embargo, dado el auge especulativo, las acciones no dejaban de subir. Sin
embargo, esto no representaba la realidad económica del país: la industria se había contraído y había acumulación
de stocks. La dificultad de los obreros de pagar los créditos, combinada con el descenso de los precios del acero y
el cobre, ocasionaron la crisis de la bolsa de Wall Street de 1929.
Esta crisis se relaciona también con otros aspectos. Por ejemplo, la incorporación de nuevas tecnologías a
la producción y la adopción de métodos racionales al trabajo aumentaron en demasía la productividad. Dicho
aumento, no se correspondió con una suba en la demanda efectiva, ya que la política salarial tendía a mantener los
salarios lo más bajo posible. En esto se basa la hipótesis que caracteriza a esta crisis como una de
sobreproducción. Faltaban establecer los mecanismos de distribución de la riqueza adecuados para el
funcionamiento de una sociedad que requería para su crecimiento de la ampliación del consumo. Era necesario
generar un nuevo patrón de acumulación de riqueza de manera de lograr extender el poder adquisitivo hacia el
resto de los sectores sociales.
El alto nivel de integración mundial y el rol protagónico de EE.UU., derivaron en la expansión casi
inmediata de la crisis por todo el mundo, provocando el colapso del sistema monetario internacional. Se
registraron caídas en las ventas y en los precios en mercados locales e internacionales. La acumulación de stocks
generó una recesión industrial, el estancamiento de la producción agrícola y la caída de los niveles de empleo y de
los ingresos de amplios sectores de la población. El comercio nacional se desequilibró y se destruyó la división
internacional del trabajo existente hasta el momento. Los países industrializados, debido a la falta de divisas,
optaron por una política de sustitución de importaciones. La producción local de estos bienes generaba fuentes de
empleo y contribuía a restituir el nivel de la actividad económica, al tiempo que la demanda de los productos de
exportación de los países especializados en la producción agropecuaria cayó, junto con los precios de dichos
bienes.
Los precios industriales comenzaron a recuperarse prontamente, mientras que los de los productos
primarios no. Esta pérdida de relación entre precios, perjudicó aún más la situación de los países jóvenes, que ya
no recuperaron su capacidad de compra en el mercado internacional. Esta situación económica se proyectó
rápidamente en la esfera social y política. La expansión del desempleo y el empobrecimiento de amplios sectores
de la población europea y norteamericana generaron una sensación de angustia y desconcierto frente a fenómenos
incomprendidos, como la destrucción de la producción con el objeto de neutralizar el aumento de los precios. Esto
contribuyó a la agudización de los antagonismos sociales, registrándose un gran crecimiento en los conflictos. Los
partidos de base obrera se fortalecieron al canalizar la protesta de dichos sectores. Aumento la tensión racial y se
observó, en los sectores medios europeos empobrecidos, la aparición de un ferviente nacionalismo.
Esta crisis tomó lugar en un período en que se enfrentaban distintas concepciones ideológico - políticas.
Las instituciones políticas del capitalismo liberal se vieron desprestigiadas al cuestionarse la idoneidad de los
políticos y el Parlamento como herramientas para la negociación política y la toma de decisiones. El liberalismo
estaba en crisis: el liberalismo asigna al Estado su rol de árbitro, reducido sensiblemente por la primacía del
ámbito privado. Fue un momento de ascenso/consolidación de regímenes nacionalistas y corporativistas, que
plantean que la canalización de las demandas sociales debe darse a través de organizaciones representativas de
intereses sectoriales. La gravedad de la situación económico - social, llevó a pensar que el Estado no serviría para
resolver la crisis, es decir, para reconstruir el mercado. Los países industriales tendieron a proteger sus economías
locales, mediante medidas que, al revelarse insuficientes, debieron ser acompañadas por la adopción de una
política intervencionista en lo económico y en lo social por parte del Estado. La crisis implicó la creación de un
conjunto de instituciones que permitiera asegurar una progresión continua de los salarios y de la capacidad de
compra de los trabajadores, absorbiendo la desocupación. Esto se logró mediante la generalización de los contratos
colectivos, la expansión crediticia y el desarrollo de órganos de protección social. (Rol que ocupará Perón en la
Argentina) Se formuló el Estado benefactor, de marcado carácter redistribucionista, que comenzó contribuyó a la
creación de una demanda solvente, único elemento capaz de reactivar la economía, que aseguró la rentabilidad de
las inversiones a largo plazo.
La transformación del Estado en arbitro y organizador de la economía y su creciente intervención en lo
social generaron importantísimas polémicas. Si bien el liberalismo conservó adeptos que planteaban el retorno a la
libre competencia, la mayoría de los economistas bregaba por la adaptación del capitalismo a la nueva coyuntura
internacional. John Maynard Keynes (recordar la historia de las botellas) trató de demostrar la posibilidad de
acabar con las crisis periódicas del capitalismo y con la desocupación crónica, sugiriendo regular el mercado segun
la demanda y no segun la oferta. Esto sólo puede ser logrado por medio de una acción decisiva del Estado sobre el
desenvolvimiento del proceso económico: sólo con la intervención estatal sería posible salir de la crisis. El Estado
facilitaría la acción de aquellas industrias mas dinámicas a través del otorgamiento de créditos.
La coyuntura que se atravesaba, exigía dejar de lado uno de los principios fundamentales del liberalismo:
la neutralidad del Estado. Se pasó de esta manera del laissez faire al dirigismo estatal. Los países centrales
adoptaron una postura nacionalista en lo económico y se replegaron hacia el interior de sus fronteras,
salvaguardando sus propios intereses. El desentendimiento de los problemas internacionales y el abandono de las
reglas de juego inauguraron un nuevo periodo de hostilidad entre las grandes potencias, iniciando el camino hacia
la SGM.

La situación en la Argentina: repercusiones de la crisis y del nuevo ordenamiento económico


internacional

Nuestro país no pudo mantenerse al margen de los cambios que trajo aparejados la crisis. Para la
Argentina, la crisis significó un cambio profundo en su situación de país agroexportador. Los factores
fundamentales que desde mediados del siglo XIX habían impulsado el desarrollo económico argentino dejaron de
tener un rol dinámico en el proceso de crecimiento: se frenó el flujo de mano de obra extranjera y la expansión
horizontal de las tierras pampeanas alcanzó su límite. Desde la PGM, se verificaba un lento crecimiento del
comercio mundial de productos agropecuarios. Con la crisis, esta situación se vio agravada por las políticas de
sustitución de importaciones. La reducción en el comercio agropecuario afectó a la burguesía terrateniente
limitando la capacidad de compra de productos industriales. Además, el gran cambio de la relación de los precios
de los artículos agropecuarios/industriales acentuó la imposibilidad argentina de presentarse como comprador en el
mercado internacional.
Respecto de las inversiones extranjeras, no sólo cesaron (al principio) sino que además, posteriormente,
se repatriaron ciertas inversiones y se exigió la cancelación de las deudas contraídas con el exterior. Encima de
todo, el centro de gravedad de la economía se desplazaba de Gran Bretaña a los EE.UU. Este cambio tendrá
enormes repercusiones en el funcionamiento de la economía internacional y modificará en profundidad las
relaciones existentes entre centro y periferia. A diferencia de la economía británica (complementaria con la de los
países periféricos), la de EE.UU. se presentaba como competitiva para con estos. Los EE.UU. no sólo contaban
con un desarrollo industrial avanzado, sino que además ocupaban los primeros rangos en el comercio internacional
de materias primas y alimentos. Hacia 1930, nuestra economía dependía mucho más de Inglaterra que de los
EE.UU.: el RU constituía el principal mercado para la colocación de nuestros productos agropecuarios, al tiempo
que sus inversiones habían cimentado poderosos vínculos entre los agentes económicos de ambas naciones.
Sin embargo, desde principios de este siglo, la presencia norteamericana en nuestra economía fue
tornándose cada vez más notoria: los capitales americanos desplazaron a los británicos de los frigoríficos, dichas
inversiones crecieron durante los ‘20. Además, competían por nuestras divisas disponibles.
En los ‘30, la rivalidad entre ingleses y americanos por nuestro mercado se aviva e incorpora a los
combustibles y el transporte como problemática. Los EE.UU., estaban interesados en la explotación petrolera, que


Reinstaurador del capitalismo a través del estímulo de la demanda.
además de ofrecernos grandes ganancias, daba la posibilidad de servir como bien de cambio para las crecientes
importaciones argentinas procedentes de allí. Sin embargo, remplazar el carbón ingles por el petróleo traería como
consecuencia la posibilidad de que, como medio de presión, Gran Bretaña disminuyera su demanda tradicional de
productos agropecuarios. Este conflicto tendrá su representación en la sociedad argentina: los criadores
(sostenedores del “vender a quien nos vende”) apoyarán el comercio con EE.UU. y los invernadores (“comprar a
quien nos compra”) bregarán por la supremacía inglesa en este campo. Esta tensión social derivará en un factor
importante de tensiones que se verán detenidas con el golpe de Estado del ‘30, a manos de Uriburu.

Las respuestas a la crisis: el plan de 1933 y el desarrollo del intervencionismo estatal

En lo económico, el gobierno de Uriburu se caracterizó por intentar equilibrar las finanzas y cumplir con
el pago de las obligaciones con el exterior. Para ello, trató de lograr una disminución del gasto público,
reduciendo las inversiones en obras públicas y rebajando los salarios estatales. Estas medidas fueron acompañadas
por un aumento en la presión impositiva, la creación de un sistema de control de cambios y la elevación general de
las tarifas aduaneras, sin embargo, las importaciones se mantuvieron libres de restricciones. Esta política era,
esencialmente, de carácter defensivo, en respuesta a la opinión generalizada sobre el carácter coyuntural de la
crisis internacional. Esta opción se mantendrá durante los primeros tiempos del general Justo , que asumió en
1932.
En ese año, la firma del Tratado de Ottawa, entre Inglaterra y el Commonwealth constituyó la clara
expresión de lo que ocurriría después de la crisis: Inglaterra se comprometía ante Australia y Canadá a otorgar
privilegios a sus carnes en su mercado y a no reducir sus tarifas aduaneras sobre carnes de ninguna otra
procedencia. Esto fue realizado para presionar sobre Argentina. Sin embargo, a la fuerte presión inglesa se
sumará ahora la presión de los ganaderos locales. Como resultado de esto, en 1933, se firma el pacto
Roca-Runciman, que garantizó a los invernadores y dueños de frigoríficos (burguesía terrateniente) una cuota
estable de exportación, pero significo una agudización de las condiciones de dependencia de nuestra economía con
respecto a la inglesa. Se implicó la aceptación de las reglas de los ingleses y se favoreció la consolidación del
predominio del grupo ganadero privilegiado (los invernadores, que como clase dominante buscaron una forma de
comprometer al Estado para ayudarse a sobrellevar la crisis), mientras quedaban desplazados los criadores.
Más tarde en 1933, Pinedo y Duhau ingresan al gabinete de Justo. Estos dos ministros sostenían que el
Estado argentino debe copiar algunos elementos del americano, sobre todo en lo referente a la regulación de la
producción y a la reorganización del circuito financiero. Afines de 1933, anuncian un plan de reestructuración
económica que se basará en la profundización de la intervención estatal en el campo económico. El Estado
comenzó a ocuparse de comprar las divisas a los exportadores de mercaderías tradicionales y a revenderlas a los
importadores de mercaderías favorecidas. Existía, además, un mercado libre en el cual el Estado podía intervenir
comprando y/o vendiendo divisas para regular la tasa. Presionado por los grandes productores y a efectos de
defender los precios en el mercado local, el Estado intervino en el ámbito productivo a través de numerosas juntas
reguladoras, limitando la oferta y comprando la producción a un precio suficiente como para financiar la actividad
del productor, de manera de impedir un exceso en la oferta que causara la baja de los precios. La creación del
Banco Central se relacionó con la necesidad de estructurar una mejor regulación financiera. Si bien el Estado había
mantenido una parte del capital y la capacidad de nombrar al presidente y al sindico del organismo, entre los
accionistas del banco Central se encontraba una gran cantidad de representantes de la banca extranjera, que
ejercía una gran influencia en la política financiera nacional. Se incrementaron las cargas impositivas y las tarifas
aduaneras y se estableció el impuesto a los réditos.

Distintas interpretaciones del plan de 1933: Mientras algunos autores subrayan la continuidad entre el plan de
Pinedo y el impulsado en 1930, otros sostienen que las medidas anunciadas en 1933 marcaron un punto de
inflexión hacia la definición de una nueva política económica. Desde la visión tradicional, el nuevo plan estaba
dirigido a contrarrestar los efectos más negativos de la crisis preservando inalterable el esquema de crecimiento
hacia afuera: la élite polítca que controlaba el aparato estatal expresaba los intereses económicos de los
terratenientes pampeanos. Según esta versión, el proceso de industrialización que caracteriza al periodo surgirá
espontáneamente al conjugarse el cambio de circunstancias externas con condiciones internas favorable, pero será
la consecuencia imprevista de medidas tomadas con otros fines. Desde otra perspectiva, Villanueva, Murmis y
Portantiero propusieron que la élite política conservadora irá lentamente redefiniendo una nueva estrategia de
crecimiento que, sin impugnar el rol director de la actividad agroganadera, considerará funcional compatibilizarla
con un limitado desarrollo industrial, porque frente a la caída de la rentabilidad agraria la inversión de capitales en
la industria se verá como una alternativa y al mismo tiempo, se transformará en herramienta idónea para
restablecer el nivel de actividad económica. Esto explicaría el desarrollo sostenido que el sector industrial
experimento durante la década del ‘30 y el rol, cada vez más preponderante, que obtuvo.

Características de la industrialización de los años 1930

Durante la década del ’20 la incorporación de capitales extranjeros a la industria local fue modificando
paulatinamente la estructura productiva argentina. Grandes empresas, generalmente de origen norteamericano, se
instalaron durante este período. Estas empresas tendrán un rol clave cuando a partir de la crisis internacional de
1929 nuestro país deba suspender la importación: en el mercado interno argentino había un margen de necesidades
insatisfechas debido a que la caída de las importaciones había sido mayor a la caída de la demanda. La restricción
de las importaciones y los recargos aduaneros implementados por el Estado contribuyeron a favorecer el desarrollo
industrial al crear un mercado protegido que reducía la competencia externa, por lo que comenzarán a incorporarse
capitales y mano de obra al proceso industrializador, recuperándose el nivel de la actividad económica. La
industrialización se vio beneficiada por una abundante oferta de mano de obra, surgida de la contracción de las
actividades agrícolas.
Además, la disminución de los elevados beneficios de los que gozaban en años anteriores los sectores
agrarios los obligó a buscar una actividad substitutiva para sus negocios, dando lugar a importantes transferencias
de capital del agro a la industria. Como si fuera poco, la crisis en los países centrales había implicado grandes
bajas en los niveles de productividad. Esta situación impulsó a las empresas a procurar la apertura de nuevos
mercados en busca de mayor rentabilidad: se verificó, una vez pasados los primeros años, un importante flujo de
capitales del centro a la periferia, con el objetivo de instalar plantas fabriles de armado final, que garantizasen la
demanda de equipos y partes a las casas matrices. De esta manera, los países que se encontraban imposibilitados
de cubrir sus necesidades industriales localmente y que carecían de divisas de modo que no podían importar,
tuvieron asignado un rol de cliente obligado.
En Argentina, el esquema de crecimiento no significó un cambio en las estructuras económicas. La
agraria permaneció inmodificada y si bien las condiciones internas y externas favorecieron el desarrollo industrial,
este fue limitado y su resultado fue una industria no integrada, en ramas de la industria liviana con segur
rentabilidad y escaso riesgo. Este desarrollo consolidó el proceso de concentración geográfica y propietaria
característico de la estructura productiva y social anterior al ‘30, permitiendo que un grupo relativamente reducido
(oligopolios) tuviera acceso al crédito y a la atención de las autoridades, generando una fuerte distorsión en la
formación de precios.
J. Sábato y J. Schvartzer formularon una hipótesis que planteaba que los grupos empresarios en
Argentina prefirieron mantener una alta liquidez que les permitiera desplazarse rápidamente e invertir en
actividades que fueran coyunturalmente más rentables de acuerdo a las posibilidades de los mercados local y/o
internacional. Esta facilidad les habría permitido rápidamente percibir la conveniencia de invertir en la industria.
Sin embargo, la inversión en una rama industrial finalizaba en cuanto la demanda se satisfacía. Cuando esto
ocurría, se desplazaban a una nueva rama que les proporcionara mayores riquezas, impidiendo la realización de
inversiones que aumentaran la productividad y profundizaran el desarrollo industrial. (Se ve repetido el modelo de
implantación multisectorial de la burguesía anterior a 1930, formulado por Sábato)

Repercusiones de la Segunda guerra Mundial: Las importaciones de equipos y otros bienes ya no dependían del
saldo de la balanza comercial, sino de la imposibilidad de exportación de los países en guerra, los que ahora
concentraban sus esfuerzos en la producción bélica. Además, el mar constituía un escenario del conflicto tornando
dificultoso el transporte de mercaderías. La guerra creaba condiciones favorables para el desarrollo de la industria
nacional, pero este estímulo estaba limitado por la imposibilidad de importar los equipos necesarios para lograr
una producción capaz de abastecer al mercado interno y exportar a países con un grado de desarrollo menor que el
nuestro, como se venia haciendo. Otro problema lo constituyó el abastecimiento de combustibles. La Argentina
importaba el 60% de sus requerimientos energéticos. La escasez fue compensada con una decisiva acción estatal
en favor de la producción local de petróleo y carbón. En 1940 el parlamento se opuso al plan Pinedo, pero sus
ideas básicas, centradas en un fuerte impulso al sector industrial, fueron aplicadas por el Estado. Cada vez serán
más los sectores que consideren importante la integración industrial como modo de prevenir futuras crisis y de
generación de empleo.

La sociedad en la década de 1930


Las clases dominantes: complejización y conflictos: Existen distintas interpretaciones referidas a los objetivos
de las clases dominantes y al rol desempeñado por el Estado en la industrialización que se opera en la década del
‘30. Este proceso tuvo como objetivo la sustitución de importaciones y la generación de una nueva demanda
interna para satisfacer las necesidades existentes de manera de que no se presente ningún riesgo. Pero no se logró
porque no se llevó a cabo una redistribución de las riquezas. La interpretación historiográfica tradicional entiende
que con el golpe del 30 las clases dominantes tradicionales ocuparon nuevamente el Estado y desde allí
implementaron una serie de medidas que, sin buscarlo, contribuyeron a favorecer el proceso de industrialización.
Sin embargo, otros dicen que las clases dominantes también sufrieron un fuerte proceso de reacomodamiento.
Entre estos, Villanueva ha planteado que la creciente complejización de la estructura económica
argentina se expresó en la esfera social a través del surgimiento y consolidación de nuevas y poderosas fracciones
burguesas (criadores e invernadores), confiriendo al Estado una cierta autonomía, indispensable para conciliar los
intereses de los sectores dominantes.
Khavisse, Basualdo y Aspiazu distinguen en el interior de las clases dominantes dos sectores
diferenciados. El primero, integrado por grandes productores pampeanos vinculados a capitales ingleses, sostenía
que la crisis era coyuntural y se opondría a cualquier intento de promoción industrial y boicoteará el plan Pinedo.
El segundo grupo, integrado por sectores económicamente diversificados más vinculados a EE.UU., planteaba que
sin descartar la actividad agropecuaria se hacia necesario introducir cambios en la estructura económica que
facilitaran una mejor adaptación a la nueva coyuntura internacional y nacional. Para ellos, será necesario
incorporar la industrialización como factor importante de acumulación interna. La expresión orgánica de este
grupo la constituye el Plan Pinedo que, aunque no contemplaba una aumento salarial, intentaba conciliar los
intereses de los sectores subordinados, ya que el impulso a la industrialización redundaría en una mayor demanda
de mano de obra.
Murmis y Portantiero, por su parte, sostienen que si bien los cambios iniciales en la política económica
del gobierno argentino tuvieron como objetivo solucionar los problemas fiscales y el equilibrio en la balanza
comercial y de pagos, a medida que la posibilidad de restaurar el antiguo esquema de crecimiento se tornaba cada
vez más difícil, la promoción industrial pasó a ser parte de la estrategia de la élite política, ya que el marcado
crecimiento de las fuerzas productivas no podría haberse producido de mediar la oposición de políticas
gubernamentales. La gestión de Pinedo - Duhau marca el inicio de un cambio de estrategia: se abre un periodo en
el que habrán de surgir las bases para una convergencia de intereses entre sectores agrarios e industriales. La firma
del pacto Roca - Runciman constituye un elemento clave, al asegurar la fuente de ingresos del grupo más poderoso
de los ganaderos (invernadores) permitirá que estos acepten las nuevas orientaciones propuestas por la élite
política: las disminuciones de las importaciones hacia factible el posibilidad de transferir capitales del agro a la
industria. El marco que hará posible la convergencia de intereses entre los grupos agrarios e industriales será el
acuerdo sobre el carácter limitado del proceso industrializador. Su resultado será una economía industrial no
integrada, sin propuestas orgánicas de parte de los sectores industriales que intentaran profundizar dicho
crecimiento hacia la producción de bienes intermedios que exijan el desarrollo de una industria base o la ruptura
de la subordinación económica a los centros internacionales. Estos autores indican, además, que en los países de
industrialización tardía no se verifica el modelo clásico: más que oposición de intereses entre sectores se podría
hablar de una alianza de clases que requirió una modificación de su producción. El apoyo a la industria tampoco
podrá ser identificado con orientaciones progresistas: la implantación del nuevo sistema económico se dará en un
contexto de fraude político y exclusión.
La oposición más decidida a los cambios fue impulsada por los criadores, quienes lograron frenar la
aprobación legislativa del Plan Pinedo, pretendiendo ampliar el circuito de comercio hacia los EE.UU.. Mientras
los invernadores querían “comprar a quien nos compra”, los criadores oponían el “vender a quien nos vende”. Esta
situación explica su ferviente oposición a la industrialización que afectaría a su comercio con EE.UU., sin
embargo, la industrialización se lleva a cabo porque es necesaria para la reproducción del capitalismo y el sector
agrícola estaba subordinado. Finalmente, Murmis y Portantiero indican que el Estado ya no representará (como en
el ‘80) la traducción política de los intereses económicos de una clase homogénea beneficiaria, sino que expresará
las relaciones más complejas entre los distintos grupos que conforman la alianza de las clases propietarias. Esta
diversificación de las clases dominantes hará que el Estado adquiera una mayor autonomía, erigiéndose en
moderador de los intereses de los distintos grupos sociales: aunque la hegemonía sigue en manos de los grandes
hacendados (invernadores), el funcionamiento del modelo agroexportador se ha quebrado.

Una nueva clase obrera: las migraciones internas: La contracción de las actividades rurales provocada por la
crisis internacional de 1929 generó una fuerte caída del empleo rural. A partir de 1933 la industria comenzó a
expandirse y a incorporar porciones crecientes de mano de obra. La combinación de ambas situaciones dio como
resultado un verdadero éxodo de las poblaciones de zonas rurales hacia las ciudades. La expansión industrial y de
servicios se concentró fundamentalmente en las zonas de Capital Federal y sus alrededores. Allí se dirigieron altos
porcentajes de migrantes internos en busca de nuevas oportunidades laborales. En pocos años la ciudad cambió su
fisonomía. El crecimiento de los suburbios dio como resultado la formación del Gran Buenos Aires. Las
migraciones internas generaron una fuerte urbanización y consolidaron la concentración en el litoral pampeano,
acentuando las deficiencias del modelo anterior en cuanto a los desequilibrios regionales. La industria local se
desarrolló y absorbió la mano desocupada (generada por las falencias del modelo agroexportador) dando lugar a
la formación de un proletariado industrial diferente.
El lugar de los trabajadores en la estructura productiva se modificará pasando a ocupar un rol cada vez
más central. Su composición étnica y social también será diferente ya que finalizará la inmigración de ultramar y
se incrementará el porcentaje de obreros argentinos sobre el total de trabajadores, que pasaron a representar una
parte importante del electorado, dejando perfilada una nueva dimensión en el proceso de integración: la
participación política.

Las villas “miseria”: Provenientes del campo o de pequeñas ciudades y sin experiencia en cuanto al trabajo
industrial, los migrantes internos se incorporaron al proceso indsutrializador como mano de obra no calificada. Los
primeros asentamientos villeros se registraron en Buenos Aires hacia los años ‘30 como resultado de la gran
desocupación provocada por la crisis. Con la llegada de los migrantes internos, esta forma de asentamiento
proliferará en contraste con una geografía rica y moderna. El déficit habitacional y la falta de una estructura
adecuada para la recepción de las poblaciones migrantes constituyó una de sus causas pero resulta insuficiente
para explicar el fenómeno en su totalidad. Las villas miseria también significaron una respuesta a un fuerte
problema de desarraigo cultural, un modo de preservar pautas propias de sus lugares de origen frente a una
sociedad que no sostenía mecanismos de integración social.
Si bien los sectores medios y altos no manifestaron una conciencia clara de su prejuicio, este se expreso a
través de una actitud de desconfianza y de una fuerte tendencia a la estereotipia. Sus relaciones con estos sectores
serán casi exclusivamente a través de vínculos laborales. El proceso de urbanización acelerado había dejado como
resultado importantes concentraciones de población en las ciudades. Los migrantes internos se incorporaron a la
vida urbana.

El movimiento obrero y la intervención del Estado: El golpe militar de 1930 y los efectos de la crisis
económica inauguraron un periodo de repliegue para el movimiento obrero, cuyos integrantes eran objeto de una
mayor explotación (los capitalistas obtenían una mayor plusvalía) y cuya dirigencia había sido desmantelada por
Uriburu. Altos índices de desocupación, caída de salarios y el predominio de una actitud represiva por parte del
Estado privaron de fuerza y capacidad negociadora al sindicalismo. Su resistencia se vio doblegada. El periodo
1930-35 se caracterizó por una fuerte tendencia a la desmovilización. La reactivación económica que se suscitó a
partir del 35 fortaleció la capacidad negociadora de los sindicatos, que se encontraban divididos en dos sectores.
Los sindicalistas, tomaban al Estado como árbitro y carecían de ideología política; negocia directamente con el
Estado y era muy burocrático, por lo que su línea de acción era limitada. Los comunistas posees ideología política
representada en un partido y aspira a quebrar el capitalismo por vía política. Eran muy temidos.
Los salarios reales, estancados, aumentaron el monto de reivinidicaciones insatisfechas de los
trabajadores. Esta situación favoreció la creación de nuevos sindicatos, organizados a nivel nacional y por ramas
de actividad. La creciente intervención del Estado en lo social es también un dato necesario para comprender las
características que alcanzo el conflicto social en esta etapa. El Estado desarrolló una tendencia a asumir y reclamar
como propia la función mediadora en los conflictos. El problema desencadenado por el auge de las luchas
reivindicativas causó que el Estado intensificara su intervención, promulgando leyes, por ejemplo. La dirigencia
sindical de la época estimuló la participación estatal en la problemática obrera. Su estrategia se limitaba a reclamar
al Estado una mayor participación en la discusión y definición de las políticas sociales: restringía su accionar a la
presión e intermediación con la patronal y el Estado, del que reclamaba su intervención y arbitraje. Esto derivó en
una pérdida de representatividad de las cúpulas sindicales, que agudizó la falta de participación e indiferencia de
amplios sectores del mundo del trabajo hacia sus organizaciones sindicales. Los salarios estancados y la ausencia
de políticas sociales que favorecieran el proceso de integración social generaron un clima de descontento y
conflicto potencial que encontrará su cauce en el peronismo.

La vida política
El golpe de Estado de 1930 desalojó del poder al radicalismo e inauguró un período que importó
profundas modificaciones en la vida política de nuestro país. La irrupción de las Fuerzas Armadas en el escenario
político y la iniciación de un gobierno de facto legitimado por la Corte Suprema de Justicia marcaron la
constitución del grupo militar como actor político de relevancia. Sus intervenciones, a través de la interrupción de
gobiernos constitucionales o a través del ejercicio del poder de veto, serán un continuo en la realidad política
argentina. Durante este período será su presencia guardiana la que permita el ejercicio de una democracia
fraudulenta. Los sectores dominantes recurrieron a una actitud que les permitiera controlar los resortes
fundamentales del poder.
El ejercicio de la política se transformó en el modo de garantizar la supremacía de un grupo reducido y la
defensa de sus privilegios frente a una mayoría excluida del acontecer político y sobre la cual recaía con mayor
fuerza la crisis. Los sectores dominantes perdieron así su poder social al demostrar su incapacidad para conducir
los destinos de la sociedad argentina en su conjunto. Este periodo se caracterizó por la perdida de representatividad
del conjunto de las dirigencias políticas y sectoriales que salvaguardaron sus propios intereses, dejando de lado los
de sus representados.
Todo esto contribuyó a generar un clima de escepticismo y desconfianza en la política y en sus
instituciones, provocando una verdadera crisis de legitimidad del sistema político. En una primera etapa, la
respuesta fue la indiferencia. Sin embargo, a partir de la recuperación económica, el nuevo proletariado urbano
comenzó a ejercer una fuerte presión para lograr su incorporación al sistema político. También los sectores
nacionalistas registraron durante esta etapa un notorio crecimiento e impugnaron el régimen de fraude así como la
política llevada a cabo por el justismo, a la que consideraban de entrega a Gran Bretaña.

Peronismo: la emergencia 3

La revolución de junio del ‘43 fue encabezada por el general Rawson, seguido después por el general
Ramirez. Este hecho demuestra la pluralidad de tendencias existentes respecto del camino a tomar: en lo único que
coincidían era en que el orden constitucional estaba agotado. El nuevo gobierno se constituyó casi
exclusivamente por militares y el centro de las discusiones y decisiones fue el ministerio de guerra, controlado por
el GOU en torno del ministro de guerra Farrell. Los militares creían en la necesidad de acallar la agitación política
y la protesta social y establecieron la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Contaron
con el apoyo de un grupo de nacionalistas y católicos integristas obsesionado con la fundación de un nuevo orden
social y por evitar el caos del comunismo, lo que llevó a la oposición democrática a identificarla con el nazismo.
En 1943 la guerra evolucionaba de manera tal que nulificaba las posibilidades de alianza con el eje. El acuerdo
comercial con Gran Bretaña se mantuvo, pero EE.UU. atacó fuertemente al estado por no haberle declarado la
guerra al eje y por que se sospechaba que apoyaba a los nazis, permitiendo a los opositores de la neutralidad ganar
posiciones. Esto generó un conflicto cada vez mayor: para EE.UU. era una cuestión de prestigio y un imperativo
moral acabar con los militares y para estos era una cuestión de principios no aceptar las órdenes del Departamento
de Estado. Cuando Ramírez decidió romper relaciones con el eje, fue desplazado por los oficiales
antinorteamericanos. La solución al aislamiento en que derivaron dichas cuestiones fue dada por Perón. Este
sobresalía de entre sus colegas por su capacidad profesional y por la amplitud de sus miras políticas.
Admirador de los logros del régimen fascista italiano, decidió ocuparse del movimiento obrero. Se
dedicó a vincularse con los dirigentes sindicales, impulsando a los sectores obreros a organizarse y presentar sus
demandas, que él mismo, desde el Departamento del Trabajo (que convirtió en la Secretaría de trabajo y Previsión
Social), comenzó a satisfacer, llevando a cabo la aplicación (en muchos casos) de disposiciones legales ignoradas.
Expandía los mecanismos del Estado árbitro, esbozados durante la presidencia de Yrigoyen e ignorados durante la
década infame. Perón advertía a sus colegas militares de los peligros de la posguerra, la amenaza de desórdenes
sociales y la necesidad de un Estado intervencionista en lo social y en lo económico. A los empresarios les señaló
la amenaza que entrañaban las masas obreras desorganizadas y el avance del comunismo. A la par, se presentaba
como quien podía canalizar la efervescencia obrera pero las patronales se alejaron de él mientras los sindicatos se
le pegaban cada vez más: los dirigentes sindicales encontraban en los partidos democráticos un eco mucho menor
que el que les daba Perón.
La oposición democrática empezó a reconstituirse a medida que el fin de la guerra hacía más difícil la
intransigencia del gobierno. En marzo de 1945 el gobierno aceptó el reclamo de EE.UU. y declaró la guerra al Eje
y liberalizó su política interna, ambas estas condiciones necesarias para ingresar a la ONU. Los partidos opositores
reclamaron la retirada de los gobernantes y la entrega del poder a la corte suprema y sellaron su acuerdo para las
próximas elecciones. El Ejército forzó su denuncia el 8 de octubre pero no se encontró remplazo posible. En medio
de esas vacilaciones un hecho novedoso volvió a cambiar el equilibrio: una multitud se concentró el 17 de octubre
en Plaza de Mayo reclamando la libertad de Perón y su restitución a su cargo anterior. El coronel habló a la
multitud en la plaza y volvió al centro del poder, como candidato oficial a la presidencia por el Partido Laborista.
Lo decisivo de esta jornada residió en la composición de la congregación, definidamente obrera. Su emergencia
coronaba un proceso hasta entonces oculto de organización y politización de la clase obrera. La industrialización
había avanzado lo suficiente durante la guerra tanto para exportar, como para sustituir las importaciones. La
ocupación industrial había crecido, la masa industrial había engrosado con migrantes rurales, expulsados por la
crisis agrícola. Como no se trataba de un actor social cuya presencia fuera esperada, este no fue un crecimiento
visible. Pero allí estaban, en torno de sindicatos con fuerza acrecida, cada vez más entusiasmados con la política de
Perón.
Marcharon el 17 de octubre a la Plaza de Mayo, materializando un reclamo que en primer lugar era
político pero con profundas consecuencias económicas y sociales. Decidieron la crisis del gobierno en favor de
Perón al tiempo que inauguraban una nueva forma de participación: la movilización. Con las elecciones a la vista,
Perón y quienes lo apoyaban se dedicaron a organizar su fuerza electoral. Los dirigentes sindicales decidieron
crear un partido político propio (Laborista). Su organización aseguraba el predominio de los dirigentes sindicales y
su programa recogía diversos motivos, desde los más socialistas hasta los vinculados con el dirigismo económico y
el estado de bienestar. Perón era el candidato a presidente por este partido. Para buscar bases de sustentación o
para recoger apoyos más amplios, Perón promovió una escisión en el radicalismo a la que se integraron unos pocos
dirigentes de prestigio. Apoyaron también a Perón muchos dirigentes conservadores de segunda línea y sobre todo,
el Ejército y la Iglesia.
La Unión Democrática incluyó a los partidos de izquierda pero excluyó a los conservadores que o la
apoyaban en silencio o apoyaban a Perón, como hicieron muchos por la rivalidad con el radicalismo. El partido
tenía ideas socialmente progresistas pero su impacto quedó diluido por el apoyo de las patronales. Sostenía que
debía derrotarse el totalitarismo y reivindicar la democracia. Pero el país había cambiado. Perón asumió el discurso
de la justicia social, de la reforma justa y posible. Estas actitudes, arraigadas en prácticas igualmente consistentes
(desde la Secretaría del Trabajo y . . .), se venía elaborando desde el radicalismo, lo que explica el gran eco que
tuvo en la sociedad. Perón invocó la democracia real y dividió a la sociedad en “pueblo” y “oligarquía”. El
peronismo tuvo tintes nacionalistas que surgieron en respuesta a la intervención en la elección del embajador
norteamericano, Braden, quien reanudaba el ataque de Departamento de Estado contra Perón, sospechado de ser un
agente del nazismo. Braden respaldó a la Unión Democrática y la respuesta fue contundente: “Braden o Perón”.
El 24 de febrero Perón obtuvo un triunfo claro pero no abrumador. En las grandes ciudades fue evidente
el enfrentamiento de clases y en el interior las divisiones tuvieron un significado más tradicional, vinculado al peso
de los caudillos o de la iglesia, o la decisión de ciertos sectores conservadores de respaldar a Perón.

Resistencia e Integración, por Daniel James 2

EL TRABAJO ORGANIZADO Y EL ESTADO PERONISTA

Bajo la guía de sucesivos gobiernos conservadores, la economía argentina respondió a la recesión


mundial de la década 30-40 mediante la producción local de un creciente número de bienes manufacturados que
antes se importaban. A la vez que en general mantuvo adecuados niveles de renta para el sector rural y garantizó
los privilegiados nexos económicos de la élite tradicional con Gran Bretaña. En la época 35-49, la producción casi
se triplicó. Durante la Segunda Guerra Mundial se asistió a un considerable aumento del crecimiento industrial
argentino, encabezado por las exportaciones, a medida que bienes manufacturados en la Argentina penetraron en
mercados extranjeros; mientras que el sector agrario seguía constituyendo la principal fuente de divisas, el centro
de acumulación de capital se hallaba en la manufactura. Se modificó la composición de la fuerza laboral que
acompañó este proceso. Sus nuevos integrantes provenían de las provincias del interior antes que de la inmigración
de ultramar. Estos obreros, se desplazaban atraídos por los centros urbanos, promoviendo la concentración en el
Gran Buenos Aires y en el Litoral. Si bien la economía industrial se había desarrollado notablemente, la clase
trabajadora no fue beneficiada por este proceso. Frente a la represión concertada por los empleadores y el Estado,
los obreros poco podían hacer para mejorar los salarios y las condiciones de trabajo. Fuera de los lugares de
trabajo la situación no era mejor, pues las familias obreras debían enfrentar, sin ayuda del Estado, los problemas
sociales de la rápida urbanización.
El movimiento laboral existente en el tiempo del golpe militar del ‘43 estaba dividido y era débil y su
influjo sobre la clase trabajadora era limitado. El grupo más dinámico que intentó organizarse en campos no
tradicionales fueron los comunistas, que alcanzaron cierto éxito. Perón, desde su posición como secretario de
Trabajo y Previsión y después vicepresidente, se consagró a atender algunas de las preocupaciones fundamentales
de la emergente fuerza laboral industrial. Al mismo tiempo, se dedicó a socavar la influencia de las fuerzas de
izquierda que competían con él en la esfera sindical. Su política social y laboral creó simpatías por él tanto entre
los trabajadores agremiados como entre los ajenos a toda organización. El consecuente creciente apoyo obrero a
Perón cristalizó por primera vez el 17 de octubre de 1945, fecha en que una manifestación popular logró sacar a
Perón del confinamiento y lo puso en camino a la victoria.
Aunque en el período 43-46 hubieron mejoras específicas en las condiciones laborales y la legislación
social, la década del gobierno peronista tuvo un efecto mucho más profundo. Ante todo, durante ese lapso, se
asistió a un considerable aumento de la capacidad de organización y el peso social de la clase trabajadora. La
simpatía del Estado por el fortalecimiento de la organización sindical y el anhelo de la clase trabajadora de
trasladar su victoria política a ventajas concretas determinaron una rápida extensión del sindicalismo. Esta
expansión de la agremiación en amplia escala fue acompañada por la implantación de un sistema global de
negociaciones colectivas. La estructura de organización impuesta a la expansión sindical fue importante en el
sentido de que moldeó el futuro desarrollo del movimiento gremial. La sindicalización debía basarse en la unidad
económica. En cada sector de la actividad económica sólo se otorgó a un sindicato el reconocimiento oficial que lo
facultaba para negociar con los empleadores de esa actividad. Los empleadores estaban obligados por ley a
negociar con el sindicato reconocido. Además se creó una estructura sindical específica centralizada, que abarcaba
las ramas locales y ascendía, por intermedio de federaciones nacionales, hasta una única central, la CGT. Quedaba
bien establecido el papel del Estado en la supervisión y articulación de la estructura. El Ministerio de Trabajo era
la autoridad estatal que otorgaba a un sindicato el reconocimiento que lo facultaba para negociar con los
empleadores.
La expansión en gran escala de la organización sindical aseguraba el reconocimiento de la clase
trabajadora como fuerza social en la esfera de la producción. Durante el período peronista también se asistió a la
integración de esa fuerza social a una coalición política emergente, supervisada por el Estado. Los contornos
generales de esa integración política sólo se manifestaron durante la primera presidencia de Perón y fueron
confirmados y consolidados en el curso de la segunda. En el primer periodo, se operaron la gradual subordinación
del movimiento sindical al Estado y la eliminación de los líderes de la vieja guardia. Las ideas del Partido
Laborista de autonomía política y organizativa así como el carácter condicional del apoyo a Perón, no se
armonizaban con las ambiciones políticas de este, por lo que lo desmantela ni bien asciende a la Presidencia. Los
sindicatos se incorporaron a un monolítico movimiento peronista y fueron llamados a actuar como agentes y/o
portavoces del Estado ante la clase trabajadora, organizando el apoyo político a Perón y sirviendo como conductos
que llevaban las políticas del gobierno a los trabajadores.
En la segunda presidencia, se perfiló más claramente el Estado justicialista, con sus pretensiones
corporativistas de organizar y dirigir grandes esferas de la vida social, política y económica, tornándose evidente
el papel oficialmente asignado al movimiento sindical: incorporar a la clase trabajadora a ese Estado, que creó una
vasta red de bienestar social, aumentando indirectamente el salario del trabajador. Esto derivó en que, a medida
que la industria se expandía, impulsada por incentivos estatales y una situación económica internacional favorable,
los trabajadores se sintieran beneficiados y que los términos de la integración política del sindicalismo al Estado
peronista fueran muy poco cuestionados.
Un legado que los sindicalistas recibieron de la era peronista consistió en la integración de la clase
trabajadora a una comunidad política nacional y un correspondiente reconocimiento de su status cívico y político
dentro de esa comunidad. La experiencia de esa década legó a la presencia de la clase trabajadora dentro de la
comunidad un notable grado de cohesión política. Los socialistas, comunistas y radicales se encontraban, en gran
medida, marginados en lo que concernía a influencia. Para los socialista y radicales el peronismo había de seguir
siendo un ultraje moral y cívico, una prueba del atraso y la carencia de virtudes cívicas de los trabajadores
argentinos. Esa actitud había determinado su oposición al régimen militar del 43-46, su apoyo a la Unión
Democrática y su continua hostilidad a Perón durante la siguiente década.
Poco después de la victoria electoral peronista, el PC dejó de caracterizar al peronismo como una forma
de fascismo, disolvió a su aparato sindical y ordenó a sus militantes incorporarse a la CGT y sus sindicatos a fin de
trabajar con las descarriadas masas peronistas y conquistarlas. Pero tampoco el comunismo fue capaz de reponerse
del error político que había sido apoyar a la Unión Democrática, ni fue capaz tampoco de ofrecer una alternativa
creíble a las notorias ventajas que se derivaban de integrarse al Estado peronista. El PC nunca pudo desafiar la
hegemonía política del peronismo en las filas sindicales. La importancia de ese legado de cohesión política se
aprecia mejor si también tomamos en cuenta la relativa homogeneidad racial y étnica de la clase trabajadora y su
concentración en unos pocos centros urbanos, que otorgaron a la clase trabajadora argentina y su movimiento
sindical un peso sin paralelo en América Latina dentro de la comunidad nacional.
LOS TRABAJADORES Y LA ATRACCIÓN POLÍTICA DEL PERONISMO

La relación entre los trabajadores y sus organizaciones y el movimiento y el Estado peronistas resulta por
lo tanto indudablemente vital para la comprensión del período 43-55. La intimidad de esa relación fue definitoria
del carácter excepcional del peronismo en el espectro de las experiencias populistas latinoamericanas. Según la
visión clásica se explica el apoyo de los obreros a Perón en función de una división entre la vieja y la nueva clase
trabajadora. Sociólogos como Gino Germani explicaron la adhesión popular al peronismo en términos de obreros
migrantes sin experiencia que, incapaces de afirmar en su nuevo ámbito urbano una propia identidad social y
política e insensibles a las instituciones y la ideología de la clase trabajadora tradicional se encontraron
“disponibles” para ser utilizados por sectores disidentes de la élite, es decir, manipulados por un líder carismático
con el cual establecerían una relación caracterizada de cualquier forma menos racional y/o política.
En los estudios revisionistas (Murmis y Portantiero), el apoyo de la clase trabajadora a Perón ha sido
visto como el lógico compromiso de los obreros con un proyecto reformista dirigido por el Estado que les prometía
ventajas materiales concretas. Mas recientes, esos estudios no han presentado la imagen de una masa pasiva
manipulada sino la de actores, dotados de conciencia de clase, que procuraban encontrar un camino realista para la
satisfacción de sus necesidades materiales. Contemplaba la adhesión política como reductible a un racionalismo
social y económico básico: no hay duda de que el peronismo, desde el punto de vista de los trabajadores, fue en un
sentido fundamental una respuesta a las dificultades económicas y la explotación de clase.
Sin embargo, era también un movimiento de un cambio decisivo en la conducta y las lealtades políticas
de la clase trabajadora, que adquirió una visión política de la realidad diferente. Gareth Stedman Jones, al
comentar la reticencia de los historiadores de fenómenos sociales a tomar suficientemente en cuenta lo político,
observó que “un movimiento político no es simplemente una manifestación de miseria y dolor: su existencia se
caracteriza por una convicción, común a muchos, que articula una solución política de la miseria y un diagnóstico
político de sus causas”. Es decir, si bien el peronismo representó una solución concreta, todavía nos falta
comprender por qué la solución adoptó esa forma específica. Otros movimientos políticos se habían preocupado
por esas mismas necesidades y habían ofrecido soluciones: necesitamos entender qué facetas tocó que otros no
tocaron. Para ello necesitamos considerar seriamente el atractivo político e ideológico de Perón, así como
examinar la índole de la retórica peronista y compararla con la de quienes le disputaban la adhesión de la clase
trabajadora.

Los trabajadores como ciudadanos en la retórica política peronista

El atractivo político fundamental del peronismo reside en su capacidad de redefinir la noción de


ciudadanía dentro de un contexto más amplio, esencialmente social. La cuestión de la ciudadanía en si misma y la
del acceso a la plenitud de los derechos políticos y reconocimiento jurídico, no sostenible por la Unión
Democrática (cómplice del fraude de la década anterior) fue un aspecto poderoso del discurso peronista. Algo del
poder de esos componentes del lenguaje político peronista se originó en que ya formaban parte del lenguaje
tradicional de la política democrática: el peronismo era lo bastante ecléctico como para postular su derecho a
elementos del legado Yrigoyenista y apropiarse de ellos. Además, la fuerza de ese interés por los derechos
políticos de la ciudadanía se originaba en los escándalos de la década infame, en la cual se asistió a la reimposición
y el mantenimiento del poder político de la élite conservadora mediante un sistema de fraude (“patriótico”) y
corrupción institucionales. Esa corrupción alimentó un gran cinismo público. El malestar político y moral
acarreado por esa situación engendro una notoria crisis de la confianza que inspiraban las instituciones políticas
establecidas y de la creencia en su legitimidad. El peronismo pudo reunir capital político denunciando la
hipocresía de un sistema democrático formal que tenía escaso contenido democrático real.
La crisis de legitimidad se extendió entonces mucho más allá de la élite conservadora misma y fue un
tema reiterado constantemente por la propaganda peronista del 45-46. Los derechos asociados a esas
reclamaciones existían desde hacía largo tiempo en la Argentina (como es el caso de la Ley Sáenz Peña). La
formulación por el peronismo de demandas democráticas era la exigencia de restablecimiento de derechos ya
reconocidos. Perón no tenía el monopolio del discurso contra la exclusión política. Finalmente, en el sentido de
que se refería a la cuestión general de la ciudadanía, no era un llamamiento dirigido específicamente a los
trabajadores sino a todos los votantes cuyos derechos habían sido violados. El éxito de Perón con los trabajadores
se explicó por su capacidad para refundir el problema total de la ciudadanía en un molde nuevo. El discurso
peronista negó la validez de la separación, formulada por el liberalismo, entre el Estado y la política por un lado y
la sociedad civil por otro. La ciudadanía ya no debía ser definida simplemente en función de derechos individuales
y relaciones dentro de la sociedad política, sino redefinida en función de la esfera económica y social de la
sociedad civil: ya no era solo el derecho de votar, sino que se le aporta una nueva dimensión a la clase trabajadora
que se expresará a través de mejoras económicas y sociales que dan noción de realidad a la ciudadanía, no
respetada por los cómplices de la década infame.
Perón desafiaba en forma explícita la validez de un concepto de democracia que la limitaba al goce de
derechos políticos formales y a la vez ampliaba ese concepto hasta hacerlo incluir la participación en la vida social
y económica de la nación. El llamamiento político de la Unión Democrática se expresó poco menos que totalmente
en el lenguaje de las consignas democráticas liberales. En los discursos y manifiestos políticos no hubo mención
alguna del tema social. Perón, en cambio, constantemente recordaba a su público que tras la fraseología del
liberalismo había una división social básica y que una verdadera democracia sólo podría ser construida si se
enfrentaba con justicia esa cuestión social: más allá del Estado árbitro, Perón se refería al cambio de la base
económica de manera que, a través del potenciamiento de la industria, la clase trabajadora decidiera el destino
económico del país, valor que la daría una apertura en lo social y político. No hay duda alguna de que esta clase
de retórica tocó alguna fibra sensible de los trabajadores que acababan de salir de la década infame.
Tradicionalmente, el sistema político liberal en la Argentina había reconocido la existencia de los trabajadores
como atomizados ciudadanos individuales dotados de una formal igualdad de derechos en el campo político, pero
al mismo tiempo, había rechazado u obstaculizado su constitución como clase social en ese campo.
El radicalismo nunca cuestionó los supuestos del sistema político liberal: su maquinaria política, basada
en el favoritismo personal y estructurada en torno de jefes locales, estaba en la posición ideal para actuar como
“vendedor” de las exigencias de los ciudadanos individuales en el mercado político. El peronismo, en cambio,
fundaba su llamamiento en un reconocimiento de la clase trabajadora como fuerza social propiamente dicha, que
solicitaba reconocimiento y representación como tal en la vida política de la nación, que habría de tener acceso
directo y privilegiado al Estado, por intermedio de sus sindicatos. Perón les habló como a una fuerza social cuya
organización y vigor propios eran vitales para que él pudiera afirmar con éxito, en el plano del Estado, los
derechos de ellos. Él era sólo su vocero y sólo podía tener éxito en la medida de que ellos se unieran y organizaran.
Continuamente subrayó Perón la fragilidad de los individuos y lo arbitrario del destino humano y por lo tanto la
necesidad de los trabajadores de depender solamente de su propia voluntad para materializar sus derechos. El
Estado era un espacio donde las clases podían actuar política y socialmente unos junto con los otros para
establecer derechos y exigencias de orden corporativo. Según este discurso el árbitro final de ese proceso podía ser
el Estado, pero este no constituía a esos grupos como fuerzas sociales, pues ellos tenían cierta independencia.
La retórica peronista contenía fuertes elementos de caudillismo personalista, poco menos que místico,
asociados a las figuras de Perón y Evita. Desde una posición segura en el poder estatal, la necesidad de subrayar
la autonomía organizativa y la cohesión social de la clase trabajadora era notoriamente menor que en el período
de lucha política. Incluso, durante el período anterior a 1946 los elementos personalistas de la atracción política
peronista se encontraban presentes, pero en la segunda este elemento personalista no se hizo presente a expensas
de una continua afirmación de la fuerza social y organizativa de la clase trabajadora. Esta afirmación de los
trabajadores como presencia social y su incorporación directa al manejo de la cosa pública suponía obviamente un
nuevo concepto de las legítimas esferas de interés y actividad de la clase obrera y sus instituciones. Las cuestiones
de industrialización y del nacionalismo económico, factores clave de la atracción ejercida por el peronismo, debían
ser situadas en el marco de esa nueva visión del papel de los obreros en la sociedad. Tal lenguaje se tornó
simbólico de una puja hacia la industrialización, proceso que debía ser guiado y supervisado con arreglo a la meta
“Argentina potencia”, en vez de la “Argentina granja” postulada, según los peronistas, por sus adversarios. El éxito
de la identificación de Perón con la creación de una Argentina industrial, así como la atracción política ejercida
por esa simbolización, no residía primordialmente en los términos prográmaticos. La identificación del peronismo
con la industrialización y de sus adversarios con una Argentina agropecuaria estaba lejos de ser exacta: sólo muy
pocos de los partidos políticos negaban la necesidad de un plan de industrialización patrocinado por el Estado.
Mediante el Plan Pinedo, el sector más articulado de la élite conservadora había dado su reconocimiento a la
irreversibilidad de la industrialización. También el Partido Radical había adoptado una actitud cada vez más
favorable hacia la industrialización y su ala yrigoyenista había un plan tan progresista como el de Perón.
La verdadera cuestión en juego era intervencionismo estatal versus laissez-faire. Se trataba del problema
de los distintos significados potenciales de la industrialización, es decir, los parámetros sociales y políticos en base
a los cuales ese proceso debía ser levado a cabo. Perón tuvo la habilidad de definir esos parámetros en una forma
que atrajo a la clase obrera y le permitió apropiarse del tema y el símbolo del desarrollo industrial y convertirlo en
un arma política mediante la cual pudo diferenciarse de sus adversarios. Aunque los sectores conservadores
debilitaban la credibilidad de su compromiso con el desarrollo industrial y lo mismo hacía su nexo con el
embajador americano, lo cual no fortalecía la creencia en su devoción por la soberanía nacional. Sólo la clase
obrera veía en el apoyo de Perón al plan industrial un papel vital para si misma como agente en la esfera pública.
Perón por cierto establecía como premisa del concepto mismo de desarrollo industrial la plena participación de la
clase trabajadora en la vida pública y la justicia social. En su pensamiento, la industrialización ya no era
concebible al precio de la extrema explotación de la clase trabajadora.

Una visión digna de crédito: carácter concreto y creíble del discurso político de Perón

La cuestión de la credibilidad es decisiva para comprender tanto la exitosa identificación con ciertos
símbolos importantes como el impacto político de su discurso sobre los trabajadores. Gareth Stedman Jones señala
que para tener éxito “un vocabulario político particular debe proponer una alternativa general capaz de inspirar una
esperanza factible y proponer a la vez un medio de realizarla (como Perón actuando desde la Secretaría de Trabajo.
. .) que, siendo creíble, permita a los posibles reclutas pensar en esos términos”. El vocabulario peronista era a la
vez visionario y creíble. La credibilidad arraigaba en parte en la índole inmediata y concreta del actuar peronista
del día a día.
Esa retórica contrastó con el lenguaje de alta abstracción empleado por los adversarios de Perón. Los
discursos de este estaban escritos en un lenguaje claramente distinto del usado por el radicalismo clásico,
perduraba su empleo de categorías generales que denotaban el bien y el mal o, lo que es igual, pobres y ricos. Si
bien se hablaba de una comunidad indivisible la clase trabajadora recibía un papel implícitamente superior en esa
totalidad y con frecuencias se la erigía en depositaria de los valores nacionales. Similar negación de lo abstracto
puede hallarse en el llamamiento peronista en favor del nacionalismo económico y político: en los discursos que
Perón dirigió específicamente a la clase obrera se advierten pocos de los elementos místicos e irracionales de la
ideología nacionalista. La visión peronista de una sociedad basada en la justicia social y en la integración social y
política de los trabajadores a esa sociedad no estaba sujeta al previo cumplimiento de premisas: era concreta e
inmediata. La doctrina peronista tomaba la conciencia, los hábitos, los estilos de vida y los valores de la clase
trabajadora tales como los encontraba y afirmaba su suficiencia y validez. La glorificación de estilos de vida y
hábitos populares involucró un estilo y un idioma políticos bien a tono con las sensibilidades populares: Perón
tenía la cualidad, de la cual sus adversarios carecían, de comunicarse con sus audiencias obreras. La identificación
hecha por Perón de su madre con los pobres, establecía una identidad sentimental entre él mismo y su audiencia.
Que Perón estructurara en ese lenguaje su llamamiento político hoy a menudo nos parece un remanente
de la condescendencia paternalista propia del tradicional figura del caudillo. Sin embargo, debemos ser
cuidadosos al apreciar el impacto de su capacidad para manejar un idioma que reflejaba la sensibilidad popular del
momento. No hay duda alguna de que esa capacidad para reconocer, reflejar y promover un estilo y un idioma
políticos y populares basados en el realismo plebeyo contrastaba nítidamente con el llamamiento lanzado por los
partidos políticos que tradicionalmente representaban a la clase obrera. El tono adoptado por estos frente a la
efervescencia de los trabajadores al promediar la década del ‘40 era didáctico y parecía dirigirse a un público
moral e intelectualmente inferior. La capacidad de Perón para apreciar el tono de la sensibilidad de la clase
trabajadora y los supuestos con que esta se manejaba se reflejó también en otros terrenos. La retórica peronista,
por ejemplo, incluía un reconocimiento tácito de la inmutabilidad de a desigualdad social y los remedios
propuestos para mitigar esa desigualdad era plausible e inmediato.
Este realismo suponía una visión política limitada, pero no descartaba resonancias utópicas: simplemente
lograba que dichas resonancias resultaran más creíbles para una clase trabajadora imbuida de cierto cinismo frente
a las promesas políticas y las consignas abstractas. La credibilidad de la visión política de Perón y la
practicabilidad de la esperanza que ofrecía eran afirmadas a diario por las acciones que él ejecutaba desde el plano
del Estado.

EL HERÉTICO IMPACTO SOCIAL DEL PERONISMO

El peronismo significó una presencia social y política mucho mayor de la clase trabajadora en la sociedad
argentina. El impacto de este hecho puede ser medido por referencia a factores tales como la relación íntima entre
gobierno y sindicalismo durante la era de Perón, la masiva ampliación del gremialismo y el número de
parlamentarios de extracción gremial. Sin embargo, existieron otros factores que es preciso tener en cuenta al
evaluar el significado social del peronismo para la clase trabajadora, factores mucho menos tangibles y mucho más
difíciles de cuantificar: orgullo, dignidad y respeto propio.

Significado de la década infame: respuestas de la clase obrera


Recordar la historia de la orden franciscana.
Para evaluar la importancia de esos factores debemos volver a la década infame. La cultura popular de la
era peronista fue dominada por una dicotomía temporal que contrastaba el presente peronista con el pasado
reciente. Algunos de esos contrastes evaluativos se referían a los cambios sociales concretos conectados con el
mayor bienestar social, el aumento de los salarios y la eficaz organización gremial. Otros se relacionaban con un
campo social más amplio y más personal, al margen de los mejoramientos alcanzados en la línea de producción, el
paquete salarial o el sindicato. Esto sugiere claramente que la década infame fue experimentada por muchos
trabajadores como un tiempo de frustración y humillación profundas, sentidas colectiva e individualmente. La
dureza de las condiciones de trabajo y la disciplina testimoniada por la mayoría de los observadores de la década
infame tuvo impacto sin duda alguna sobre la clase trabajadora en general. Aunque testimonios y
generalizaciones tan tajantes como los reproducidos en el libro sobre la declinación moral y el cinismo que habrían
caracterizado la actitud de la clase obrera deben ser tomados con cautela, existen evidencias que corroboran la
información aportada por ellos. Algunos de los índices más reveladores al respecto pueden obtenerse en formas
culturales populares, en particular el tango. La idea popular de la vida social, tal como lo reflejan esas letras,
aconseja adoptar los valores dominantes, es decir, el egoísmo y la inmoralidad. Llevada hasta sus últimas
consecuencias, esa idea involucra la comprensión de la atracción que ejerce sobre los pobres la lógica de la “mala
vida”. La alternativa era una aceptación resignada o un “silencio obstinado”. De cualquier manera, cualesquiera
que fuesen las manipulaciones de la industria cultural y cualesquiera que sean las precauciones con las que leamos
la conciencia de la clase trabajadora el las letras de tango, estas por cierto respondían a algunas actitudes y
experiencias que los trabajadores reconocían como propias. Además desde el gobierno se organizaban distintas
campañas en favor de la salud y se inculcaba el espíritu de ayuda mutua. De esta forma, los trabajadores ajenos al
peronismo eran atraídas por él y lo utilizaban como canal para expresar su resentimiento con la explotación y
como parte de su búsqueda de soluciones políticas. De esta forma se verificó un aumento de la actividad gremial y
de la asistencia a las reuniones sindicales, a fines de los ‘30 y al principio de los ‘40, a medida que el desempleo
decrecía, la industria se expandía y el movimiento obrero se recobraba en alguna medida de la declinación de la
década infame.

Experiencia privada y discurso público

El más profundo cambio social del peronismo debe ser considerado a la luz de esas experiencias de la
clase trabajadora en el período anterior a 1943. En la crisis del orden tradicional inaugurada por el golpe militar
del ‘43 fue puesto en cuestión mucho más que la autoridad política e institucional de la élite conservadora. Un
cuestionamiento de todo un conjunto de supuestos concernientes a las relaciones sociales y acerca de “el orden
natural de las cosas” y el “sentido de los límites”. El poder del peronismo radicó en su capacidad para dar
expresión pública a lo que hasta entonces sólo había sido internalizado, vivido como experiencia privada. La
capacidad del discurso peronista para articular esas experiencias no formuladas constituyó la base de su poder,
auténticamente herético. Existían otros discursos heréticos bajo forma de retórica comunista, socialista y/o radical.
Sin embargo, esas líneas no fueron capaces de adquirir una autoridad indiscutible como expresiones válidas de la
experiencia de la clase trabajadora.
El poder social herético que el peronismo expresaba se reflejó en su empleo del lenguaje. Términos que
traducían las nociones de justicia social, equidad, decencia habían de ocupar posiciones centrales en el nuevo
lenguaje del poder. Más importante que esto fue la circunstancia de qué términos que antes simbolizaban la
humillación de la clase obrera y su explícita falta de status en una sociedad profundamente consciente del status
adquirieron ahora connotaciones y valores diametralmente opuestos. De esta manera logró afirmar el valor de la
clase trabajadora, convirtiéndolo en un actor social y político gracias al reconocimiento del Estado (o lo que es
igual, del mismo Perón). La movilización del 17 de octubre demostró la capacidad de los trabajadores para actuar
en defensa de lo que consideraban sus intereses. Pero además representó un rechazo de las formas aceptadas de
jerarquía social y los símbolos de autoridad. La movilización misma y las formas que asumió sugieren por si solas
un significado social más amplio. Los observadores más sagaces de ese episodio han concordado en el tono
dominante de irreverencia e irónico sentido del humor que caracterizó a los manifestantes, cuyo actuar fue
definido por Félix Luna como un ambiente de carnaval (recordar al sociólogo ruso, “Fiesta” de Serrat).
Un aspecto importante de esa subversión se relacionó con el sitio donde se expresaba tal conducta, es
decir, con criterios tácitos de jerarquía espacial. La violación producida al desplazarse por desde los suburbios
obreros para concentrarse en la zona céntrica y la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno, fue agravada por el
comportamiento de las masas al atravesar los suburbios más ricos. El hecho de que la manifestación terminara en
la Plaza de Mayo fue significativo por si solo. Hasta el ‘45, esa plaza había sido un territorio reservado a la “gente
decente” y los trabajadores que se acercaban vestidos inadecuadamente fueron alejados e incluso, detenidos. El
resultado fue desinflar un tanto la seguridad que la élite tenía de si misma y recuperar el orgullo y la autoestima de
la clase trabajadora.

Los límites de la herejía: ambivalencia del legado social peronista

Resultaría engañoso dejar en este nivel la caracterización del impacto social del peronismo. Una vez en
el poder, el peronismo no contempló la ebullición y la espontaneidad mostrada por la clase trabajadora con mirada
tan favorable como la que tuvo en este lapso de lucha. Más aún, gran parte de los esfuerzos del Estado peronista
desde el ‘46 hasta su deposición pueden ser vistos como un intento por institucionalizar y controlar el desafío
herético que había desencadenado en el período inicial y por absorber esa actitud desafiante. Habiendo
caracterizado al peronismo como un experimento de desmovilización pasiva, el autor procede a indicar que en su
retórica oficial, el peronismo puso cada vez más de relieve la movilización controlada y limitada de los
trabajadores bajo la tutela del Estado, dicho control, en la situación ideal, debía ser llevado a cabo por los
sindicatos. La ideología peronista formal predicaba la necesidad de armonizar los intereses del capital y el trabajo
dentro de la estructura de un Estado benévolo, en nombre de la nación y de su desarrollo económico. La ideología
peronista distinguía entre el capital explotador e inhumano y el capital progresistas, socialmente responsable,
comprometido con el desarrollo de la economía nacional, del que los trabajadores no tenían nada que temer.
También subrayaba que los intereses de la nación y su desarrollo económico debían identificarse con los de los
trabajadores y sus sindicatos. Se entendía que los trabajadores compartían con el capital nacional un interés común
en la defensa del desarrollo nacional. El Estado peronista tuvo sin duda alguna considerable éxito en el control de
la clase trabajadora, tanto social como políticamente y si bien el conflicto de clases nunca fue abolido, las
relaciones entre capital y el trabajo mejoraron. Varias razones pueden proponerse para explicar ese éxito. Una
fue la capacidad de la clase trabajadora para satisfacer sus necesidades materiales dentro de los parámetros
ofrecidos por el Estado, otra, el prestigio personal de Perón.
Sin embargo, debemos cuidarnos de analizar esto exclusivamente en función de la manipulación y el
control social. La eficacia de la ideología oficial dependió en forma decisiva de su capacidad para asociarse con las
percepciones y la experiencia de la clase trabajadora y poder decirle a su público lo que quería escuchar. Además,
el peronismo tenía una capacidad impresionante para apropiarse de los símbolos de las tradiciones de la clase
obrera anterior y rivales, que los peronistas absorbieron y neutralizaron, a través de la alteración de significados y
de su capacidad para dirigirse a la receptividad de ese mensaje por parte de los trabajadores, cuya existencia entre
los trabajadores arraigaba en la experiencia de sus miembros de la era previa al ‘43. La clase obrera tenía un
anhelo de progreso social sin el dolor de la lucha de clases, deseo de estabilidad y rutina en comparación con la
arbitrariedad y la impotencia características del período anterior. Ese anhelo podía coexistir con un reconocimiento
de que en realidad no había armonía.
Al resumir nuestro análisis de la naturaleza de la experiencia peronista para los trabajadores debemos
empezar por señalar lo obvio: el peronismo marcó una coyuntura decisiva en la aparición y formación de la
moderna clase trabajadora argentina. El legado que dejó ese período no podía ser fácil de hacer a un lado una vez
derrocado Perón. Sin embargo, el legado no era inequívoco. Su impacto sobre los trabajadores fue tanto social
como políticamente complejo. La atracción que ejerció sobre los trabajadores no puede ser reducida simplemente a
un instrumentalismo básico de clase. Al prestar atención adecuada a la atracción específicamente política del
peronismo se descubre un discurso que la asociaba a cierta visión de ciudadanía y el papel de la clase trabajadora
en la sociedad. Esa visión fue expresada en una retórica diferente y un estilo político particularmente atractivo para
los trabajadores argentinos. Se pueden extraer varias consecuencias. En principio, el apoyo que los trabajadores
dieron a Perón no se fundó exclusivamente en su experiencia de clase en las fábricas. Fue también una adhesión de
índole política, generada por una forma particular de movilización y discurso políticos, dirigido, este último, a
necesidades de clase sentidas para tener éxito en la movilización política de los obreros.
La clase trabajadora no llegó al peronismo plenamente formada y se limitó a adoptarlo como el más
conveniente de los vehículos para satisfacer sus necesidades materiales. En un sentido importante, la clase obrera
misma fue constituida por Perón: su propia identificación como fuerza social y política dentro de la sociedad
nacional fue construida por el discurso político peronista (al menos en parte), que ofreció a los trabajadores
soluciones viables para sus problemas y una visión creíble de la sociedad argentina y el papel que les correspondía


Este fue un error grave. Las relaciones siempre deben apoyar al capital, el 50-50 que logró Perón llevó a que la
clase trabajadora fuera muy consciente de si y despegara, excediendo a Perón y causando que el movimiento superara al
Partido.
en ella. La construcción de la clase trabajadora no implicó necesariamente la manipulación y la pasividad
asociadas a la poderosa imagen de “masas disponibles” formulada por Gino Germani, contra la cual se ha dirigido
gran parte de los escrito sobre el peronismo. Había un proceso de interacción en dos direcciones y si bien la clase
trabajadora fue constituida por el peronismo, éste fue a su vez en parte creación de la clase trabajadora.
Desde el punto de vista social el legado peronista para la clase trabajadora fue también profundamente
ambivalente. La retórica peronista predicó y la política oficial predicó cada vez más la identificación de la clase
trabajadora con el Estado y su incorporación a él, lo cual suponía, la pasividad de dicha clase. La visión peronista
oficial del papel de la clase trabajadora tendía a ser la de un idilio profundamente soporífero donde los obreros se
trasladaban satisfechos de un armonioso ámbito de trabajo al hotel de veraneo provisto por el sindicato y de allí a
los organismos estatales que resolverían sus problemas personales y sociales. El movimiento sindicalista emergió
de este período imbuido de un profundo espíritu reformista, fundado en la convicción de que era preciso alcanzar
una conciliación con los empleadores y satisfacer las necesidades de los afiliadas mediante el establecimiento de
una relación de negociación íntima con el estado, que suponía un compromiso por parte de los dirigentes sindicales
de controlar y limitar la actividad de la clase trabajadora dentro de los límites establecidos por el Estado y servir
como conducto político hacia esa misma clase. En este sentido, puede considerarse que el peronismo desempeñó
un papel profiláctico al adelantarse al surgimiento de un gremialismo activo, autónomo y de tintes izquierdistas.
Sin embargo, la era peronista también legó a la clase trabajadora un sentimiento muy profundo de solidez
e importancia potencial. El desarrollo de un movimiento sindical centralizado y masivo confirmó inevitablemente
la existencia de los trabajadores como fuerza social dentro del capitalismo. Los intereses de clase conflictivos se
manifestaban realmente y los intereses de la clase obrera eran en verdad articulados. El sindicato cumplía con
notable fidelidad su función para con el Estado, pero este debía ceder al menos la base mínima para un trueque. La
relación no era de decreto, sino de un trato que se debía negociar. El peso de una filosofía formal de
conciliación y armonía de clases, una filosofía que ponía de relieve valores decisivos para la reproducción de las
relación sociales capitalistas, era considerable. La eficacia de tal ideología estaba limitada por el desarrollo de una
cultura que afirmaba los derechos del trabajador dentro de la sociedad en general y el sitio de trabajo en particular.
El peronismo aspiraba a lograr una alternativa hegemónica viable para el capitalismo argentino, quería
promover un desarrollo económico basado en la integración social y política de la clase trabajadora. Proclamaron
los “derechos civiles económicos” de la clase trabajadora a la vez que confirmaban la continua existencia de las
relaciones de producción capitalistas. Sin embargo, el peronismo se definió como un movimiento de oposición
política y social, como una negación del poder, los símbolos y los valores de la élite dominante. Siguió siendo una
voz potencialmente herética, que daba expresión a las esperanzas de los oprimidos tanto dentro como fuera de la
fábrica, como reclamación de dignidad social e igualdad.
Podría decirse que la tensión principal resultante de ese legado se centró en la conflicto entre el
significado del peronismo como movimiento social y sus necesidades funcionales como forma específica del poder
estatal. Hablar del peronismo como movimiento monolítico más bien oscurece que esclarece. Para aquellos que
aspiraban a posiciones de poder en la burocracia administrativa y la maquinaria política, el peronismo estaba
encarnado en un conjunto de políticas e instituciones formales. Para los empleadores que habían apoyado a Perón,
se trataba de una jugada riesgosa: un mercado interno expandido, incentivos económicos brindados por el Estado y
una garantía contra la toma de los gremios por la izquierda, en cambio de lo cual debían aceptar una clase obrera
mucho más grande y consciente de su propio peso. Para algunos sectores de la clase media, el peronismo tal vez
representara mayores oportunidades de empleo en el sector estatal, ampliado. Para la masa obrera que respaldaba a
Perón, las políticas sociales forales y los beneficios económicos eran importantes, pero no agotaban el significado
del peronismo. También suponía una cultura política de oposición, de rechazo de todos los modelos políticos,
económicos y sociales, anteriores.
Para quienes controlaban el aparato político y social del peronismo, esa cultura de oposición era un peso
muerto, pues indicaba la incapacidad del peronismo para ofrecerse como opción hegemónica viable para el
capitalismo. Reconocían el potencial de movilización inherente a la adhesión de la clase obrera al peronismo y lo
utilizaban en la mesa de regateo donde se medían con otros pretendientes al poder político, lo cual equivalía una
táctica après moi le déluge. Sin duda, las fuerzas económicas y sociales que prevalecían en la sociedad argentina
reconocieron a principios de la década del ‘50 el peligro inherente a aquella ambivalencia. Pero desde el punto de
vista del peronismo en cuanto movimiento social, ese elemento de oposición representó una enorme ventaja,
puesto que le confirió una base dinámica que sobreviviría largo tiempo. En ese substrato se nutrió la actitud de los
militantes de base que ofrecieron resistencia a los regímenes posteriores a 1955 y tuvo fundamento en la
reafirmación del peronismo como fuerza dominante en el movimiento obrero argentino.

Mercado interno y pleno empleo 3


El gobierno peronista mantuvo la retórica antinorteamericana, que elaboró luego en la “tercera posición”,
sin embargo estableció relaciones con la URSS e hizo lo posible para mejorar las existentes con EE.UU. Por
presión de Perón el congreso aprobó en 1946 las Actas de Chapultepec, que permitían el reingreso a la comunidad
internacional y al año siguiente en Tratado Internacional de Asistencia Recíproca. Pero la hostilidad
norteamericana, fomentada por razones económicas viejas y por haber establecido relaciones con la URSS, no
disminuyó y EE.UU. siguió dispuesto a hacer pagar a la Argentina por su independencia durante la guerra. Se
organizó un boicot sobre armamentos, insumos vitales para las industrias y exportaciones agrícolas, mediante la
exportación de artículos subsidiados. En 1948 se lanzó el Plan Marshall, pero EE.UU. prohibió que los dólares
aportados a Europa se usaran para importaciones de la Argentina. Cuando las economías europeas se recuperaron,
EE.UU. inundó el mercado con cereales subsidiados y la participación argentina disminuyó drásticamente. Para el
gobierno quedaba la esperanza de que una nueva guerra mundial restableciera la situación excepcional vivida
durante la guerra. Aunque no faltaban indicios en esa dirección, pasado un tiempo se solucionaron los conflictos y
la posibilidad quedó anulada. Gran Bretaña no aceptó las presiones norteamericanas para restringir sus compras en
la Argentina, porque estaban en juego las libras bloqueadas en Londres durante la guerra. La magnitud de las
deudas británicas hacía impensable la devolución de la deuda. La pésima situación de las empresas ferroviarias, la
descapitalización y obsolescencia, hacían conveniente para los británicos desprenderse de ellas. Se arregló la
compra de los ferrocarriles por un valor similar al de la deuda y se arregló un acuerdo sobre la venta de carne. De
acuerdo al autor, el gobierno encubrió este acto (que se trataba de un éxito por parte de los británicos) con la
retórica nacionalista; desde un punto de vista más objetivo se puede comprender que, para el esquema que tenía
Perón, era imprescindible tener los ferrocarriles funcionando a un precio más accesible.
Vender cereales fue cada vez más difícil y vender carne, cada vez menos interesante. La consecuencia
fue una reducción de la producción agropecuaria que se acompañó de un crecimiento sustantivo de la proporción
destinada al consumo interno. El lugar que tradicionalmente tenía la Argentina como productor privilegiado de
bienes agropecuarios, fue haciéndose menos significativo y esto contribuyó a definir las opciones que la guerra
había planteado. La guerra, la crisis de mercados y el boicot habían contribuido a profundizar el proceso de
sustitución de importaciones iniciado en la década anterior, que, extendiéndose más allá de los limites de la
elaboración de materias primas locales, avanzó en el sector metalúrgico y otros. En algunos casos se exportó a
países vecinos, en otros se fabricaron los productos tradicionalmente importados ausentes. Creció así, una amplia
capa de establecimientos medianos y pequeños (no siempre los más eficientes; lo único que importaba era
expandirse en cantidad, no en eficiencia) y aumentó en forma notable la mano de obra industrial, nutrida de
migrantes internos. El fin de la guerra planteaba distintas opciones. Quienes estaban vinculados con los sectores
más tradicionales adoptaban las ideas planteadas en el Plan Pinedo de 1940. La opción era difícil, no sólo por la
necesidad de recomponer una relación con EE.UU. que estaba muy deteriorada, sino también por la exigencia de
recuperar los mercados de los productos agropecuarios y suponía una fuerte depuración del sector industrial. Una
segunda alternativa había sido planteada por grupos militares durante la guerra y fue adoptada por Perón:
profundizar la sustitución, extenderla a la producción de insumos básicos mediante una decidida intervención del
Estado y asegurar así la autarquía. La imagen de la Unión Soviética está presente en esta propuesta y en la
subsecuente retórica de los planes quinquenales. La solución peronista fue ecléctica y novedosa y tuvo en cuenta
los intereses inmediatos de los trabajadores, que constituían su apoyo más sólido. La inspiración autárquica de los
militares se dibuja en el Primer Plan Quinquenal, que debía servir para planificar la economía . La política del
Estado apuntó a la defensa del sector industrial instalado y a su expansión recibiendo créditos del Banco Industrial,
protección aduanera y divisas. Además, las políticas de redistribución de ingresos hacia los sectores trabajadores
contribuían a la expansión sostenida del consumo.
Perón había optado por el mercado interno y por la defensa del pleno empleo, que pudo financiar gracias
a la gran reserva de divisas generada durante la guerra que permitió en la posguerra un acelerado equipamiento
industrial. El IAPI monopolizó el comercio exterior y transfirió a los sectores industrial y urbano ingresos
provenientes del campo. Era un golpe fuerte al sector agropecuario que, evidentemente, ya no constituía el
epicentro del modelo económico. Los productos rurales padecían también la falta de insumos y maquinarias, el
congelamiento de alquileres y el alza en el precio de la mano de obra. (Esto, desde el punto de vista del autor,


Si bien el PPQ es mencionado y descrito en los siguientes renglones, el autor no hace mención al segundo. Este
(según las fuentes de Malgesini y Álvarez) tiene por espíritu la afirmación de que de la producción del país se satisface primero
la necesidad de sus habitantes y se vende lo que sobra y por el mejor trato hacia los sectores agrarios, que lograron repuntar un
poco, aunque no tanto.
porque se sostiene que no era tan grave la situación real) Todo esto agudizó la caída de la superficie cultivada, al
tiempo que el aumento del consumo achicaba aún más la posibilidad de exportar.
La política peronista se caracterizó por un fuerte impulso a la participación del Estado en la dirección y
regulación de la economía, desarrollando tendencias de la década anterior pero bajo la óptica keynesiana. Hubo
una generalizada nacionalización de las inversiones extranjeras, particularmente de empresas de capital británico.
El Estado avanzó incluso en actividades industriales, vía la adquisición de empresas alemanas. Pero la reforma más
importante fue la nacionalización del Banco Central. Desde él se manejaba la política monetaria y crediticia y el
comercio exterior.
De esta manera, la nacionalización de la economía y su control desde el Estado fueron una de las claves
de la nueva política económica. La otra tuvo que ver con los trabajadores, con el mantenimiento del empleo y con
la elevación de su nivel de vida. El terror a las posibles consecuencias sociales del desempleo, el recuerdo de la
crisis dela primera posguerra, así como la experiencia europea, debe haber influido no sólo en el diseño político
más general sino en el privilegio de la salvaguardia del empleo industrial primero y de la redistribución después.
La justicia social sirvió para el sostenimiento del mercado interno, por la vía de negociaciones colectivas los
salarios ascendieron significativamente y se revalorizaron a través de la creación de las obras sociales y las
instituciones dependientes de los sindicatos.

El Estado peronista 3

Los términos en que la relación entre Perón y los trabajadores se había desarrollado hasta las elecciones
se modificaron después del triunfo. Perón ordenó la disolución de los distintos nucleamientos que lo habían
apoyado, el Partido Laborista, entre ellos, a través del cual los viejos sindicalistas aspiraban a conducir una acción
política autónoma, solidaria con Perón pero independiente. La decisión culminó en la creación del Partido
Peronista (Justicialista). Poco después, eliminó de la dirección de la CGT al individuo que había inspirado el
Partido Laborista y lo remplazó por un dirigente de menor cuantía. A todo esto no hubo resistencias:
probablemente para el grueso de los trabajadores la solidaridad con quien había hecho realidad tantos beneficios
importaba más que una autonomía política cuyos propósitos no eran claros.
Sin embargo, la organización obrera se consolidó firmemente. La sindicalización se extendió
rápidamente, alcanzando su máximo hacia 1950.. La ley de Asociaciones Profesionales aseguraba la existencia de
grandes y poderosas organizaciones con fuerza para negociar con las organizaciones patronales, pero dependientes
de la “personería gremial” otorgada por el Estado. La CGT fue responsable de transmitir las directivas del Estado a
los sindicatos y de controlar a los díscolos. Similar fue la función de los sindicatos respecto de las organizaciones
de base, tendiente a achicar la autonomía y prevenir el afloramiento del comunismo en las filas sindicales. La
acción sindical conservó una gran vitalidad, por obra de las comisiones internas de fábrica, que se ocuparon de
infinidad de problemas inmediatos y establecieron en las fábricas un principio muy real de igualdad. Al principio
las huelgas fueron numerosas y provocadas por las reformas lanzadas desde el gobierno, con la convicción por
parte de los trabajadores de que se ajustaban a la voluntad de Perón.
Él, sin embargo, se preocupaba oír esa agitación sin fin y procuraba profundizar el control del
movimiento sindical. Los gremialistas que lo acompañaron inicialmente fueron alejándose, reemplazados por otros
elegidos por el gobierno y más proclives a acatar sus indicaciones. Las huelgas fueran consideradas negativas: se
optó por reprimirlos. Desde 1947 Eva Perón se dedicó desde la Secretaría de Trabajo a cumplir las funciones de
mediación entre los dirigentes sindicales y el gobierno, facilitando la negociación de los conflictos con un estilo
muy personal que combinaba la persuasión y la imposición. La relación entre Perón y el sindicalismo fue sin duda
compleja, negociada y difícilmente reductible a una fórmula simple. Pese a la fuerte presión del gobierno y a la
decisión de controlar su acción, estos nunca dejaron de ser la expresión social y política de los trabajadores. Desde
la perspectiva de estos, el Estado no sólo facilitaba y estimulaba su organización y los colmaba de beneficios, sino
que creaba una situación de comunicación y participación fluida y hasta familiar. El Estado peronista tenía en los
trabajadores su fuerza legitimadora y los reconocía como tal. A la vez, el Estado peronista procuró extender sus
apoyos a la amplia franja de sectores no sindicalizados, a través de Eva Perón y la fundación que llevó su nombre,
financiada con fondos públicos y aportes privados más o menos voluntarios. Practicó la acción directa: las
unidades básicas detectaban los casos particulares desprotección y transmitían los pedidos a la Fundación. Eva
Perón resultaba, así, la encarnación del Estado benefactor y providente. Sus beneficiarios no eran exactamente lo
mismo que los trabajadores: muchos carecían de la protección de sus sindicatos y todo lo debían al Estado y a su
intercesora. La experiencia de la acción social directa constituyó una nueva identidad social: los “humildes”, que
completó el arco de apoyo del gobierno. El Estado debía vincularse con todos y cada uno de los sectores de la
sociedad y aspiraba a que cada uno de ellos se organizara y constituyera su representación corporativa. Aspiró a
organizar a los empresarios, reuniendo en la Confederación General Económica a todas las representaciones
sectoriales. Intentó, también, redefinir las relaciones con las grandes corporaciones tradicionales, entre ellas la
Iglesia con la que existió un acuerdo básico que se tradujo en el gran apoyo electoral del ‘46. Fue, sin embargo,
una relación algo distante: un grupo de eclesiásticos, preocupados por el autoritarismo creciente, se alineó
firmemente en el lado de los opositores.
Con respecto a las Fuerzas Armadas, se cuidó inicialmente tanto de inmiscuirse en su vida interna como
de darles cabida institucional en el gobierno. Procuró conservar la identificación con el gobierno revolucionario
del ‘43, del que se quería continuador. Logró consolidar un campo de solidaridades común, alterado en parte por el
estilo excesivamente plebeyo que los militares veían en el gobierno y por su opinión respecto de la esposa del
presidente. Según la concepción de Perón, el Estado debía ser el ámbito donde los distintos intereses sociales,
previamente organizados, negociaran y dirimieran sus conflictos. Rompía con la concepción liberal del Estado,
implicando una reestructuración de las instituciones republicanas, una desvalorización de los espacios
democráticos y representativos y una subordinación de los poderes constitucionales al ejecutivo, donde se asentaba
el conductor. Paradójicamente, un gobierno surgido de una de las escasas elecciones inobjetables, se encaminaba
hacía el autoritarismo, llegando a reemplazar a la Corte Suprema. Utilizó ampliamente el recurso de intervención
de las provincias, acabó con la autonomía universitaria y vació de contenido real al Poder Legislativo, cuya
función se limitó a aprobar los proyectos de ley salidos de la Presidencia, sin modificaciones, los opositores fueron
acusados de desacato, excluidos o desaforados. Una modificación del sistema electoral redujo al mínimo la
representación de la oposición en la Cámara de Diputados. Mediante cuotas de papel e incluso, atentados, presionó
a los diarios y radios no dependientes del Estado. La reforma de la Constitución acabó con la única salvaguardia
restante y le permitió la reelección.
Para Perón fue importante dar forma al heterogéneo conjunto de fuerzas que lo apoyaba. Había que darle
un disciplinamiento y organización acordes a los principios políticos más generales del peronismo y evitar tanto
los conflictos internos como la posibilidad de que estos encarnaran y transmitieran tensiones a la base de la
sociedad. Para lograrlo usó la autoridad del Estado para disciplinar fuerzas propias y su liderazgo personal e
intransferible, compartido con su esposa, alimentado por la propaganda. El Partido Peronista adoptó una
organización totalmente vertical, versión local del Führerprinzip alemán: el Partido se limitó a organizar
candidaturas de los candidatos electos por Perón. Luego fue incluido dentro del movimiento junto con el Partido
Peronista Femenino. La organización incluía un elemento revelador: en cada nivel se integraba la autoridad
pública ejecutiva respectiva, con lo cual quedaba claro que movimiento y nación eran una misma cosa. La doctrina
peronista se convirtió en la Doctrina Nacional. Estado y movimiento confluían en el líder, que formulaba la
doctrina y la ejecutaba, con su arte de conductor que, aunque intransferible, podía ser enseñado a quienes
asumieran los comandos subordinados. Esta retórica era ajena a la tradición política del país, aunque su
emergencia no puede resultar absolutamente extraña si se recuerda lo que fueron en la década infame las prácticas
concretas. De esta forma, logró penetrar y “peronizar” cualquier espacio de la sociedad civil.
Esta singular forma de democracia se constituía desde el Estado. Los diversos actores que conformaban
su base eran considerados como “masas” cuya expresión autónoma o específica no era valiosa y que debía ser
moldeado, inculcándole la doctrina. A ello se dirigía la propaganda, concretando la definida tendencia del régimen
a “peronizar” todas las instituciones y a convertirlas en instrumentos de adoctrinamiento. Pero la forma más
característica y singular de la política de masas eran las movilizaciones y concentraciones, realizadas en días fijos,
convocadas y ritualizadas. La tradición contestataria era, de cualquier manera, recordada y mantenida tanto por
Perón como sobre todo en las palabras ásperas y llenas de desafío clasista de Eva Perón, contrapuestas a la
armonía de clases buscada por su esposo. Al renovar el pacto fundador entre el líder y el pueblo, las grandes
concentraciones cumplían un papel fundamental en la legitimación plebiscitaria del régimen: eran los momentos
privilegiados en la constitución de una identidad, que resultaba tanto trabajadora y popular como peronista.
Incluía una definición de quienes lo apoyaban y aceptaban su dirección y de los enemigos, calificados como
antipatria.
La oposición terminó ocupando el lugar asignado en este sistema. La derrota del ‘46 desarticulo
totalmente el proyecto de la Unión democrática y enfrentó a los partidos opositores con una cuestión difícil: desde
dónde enfrentar a Perón. Los socialistas mantuvieron su caracterización de “nazi - fascismo” del peronismo,
denunciaron los avances hacia el autoritarismo y consideraron que la prioridad era acabar con el régimen. Los
grupos de socialistas que intentaban una postura más comprensiva hacia los trabajadores que habían apoyado a
Perón no lograron quebrar la sólida y ya anquilosada estructura partidaria. En el Partido Comunista hubo un
período de acercamiento y simpática comprensión que culminó con la expulsión de los dirigentes que lo
propiciaron. Los conservadores sufrieron el cimbronazo de una cantidad de dirigentes que se pasaron, pero se
reconstituyó en una línea de oposición frontal. En el radicalismo se abrió el camino a la renovación partidaria y
una coalición de intransigentes renovadores desplazó a los “unionistas”, que venían del tronco alvearista. El grupo
uninoista optaba por el desafío frontal y especulaba con un golpe militar. El Movimiento de Intransigencia y
Renovación (MIR) combatió el peronismo desde una posición que se presentaba como más progresista, sin
embargo, no llegaron a constituirse en una verdadera oposición democrática, en parte porque el peronismo no
estaba dispuesto a convertir el congreso en un lugar de debate.

Autoritarismo y Democracia 4

INTRODUCCIÓN

El período abierto con la insurrección militar del ‘55 se caracterizó por la inestabilidad política. Ninguno
de los gobiernos constitucionales de la época llegó a completar su mandato, mientras que las primeras tres
administraciones militares anteriores fracasaron en el cumplimiento de los logros que se propusieron, así como la
cuarta (denominada por el autor como la actual). Este reiterado ciclo de ascensos, crisis y desintegración de los
gobiernos, causó que la política argentina adquiriera una especie de uniformidad en la que casi el único atributo
que distinguió a cada ciclo del anterior fue la mayor intensidad y violencia de los conflictos políticos. Esto
contribuyó a generar explicaciones concibiendo a la situación como de equilibrio entre fuerzas sociales de peso
parejo, capaces de bloquear los proyectos políticos de sus antagonistas e incapaces de imponer los propios,
generando imágenes de empate y bloqueo recíproco. Este trabajo analiza la situación desde otro punto de vista. Se
parte de la premisa de que las orientaciones, intereses y valores de las fuerzas sociales no se manifiestan en un
vacío, sino en un sistema político históricamente definido, con leyes propias, que no son un simple resultado de la
interrelación de los atributos de las fuerzas que actúan en él, observación que surgiría de contar al entorno como
un campo inerte. Se exige reconocer la complejidad del proceso que incluyó, pero no se redujo, a una serie de
ciclos de desarticulación y recomposición de alianzas sociales que generaron una sucesión de equilibrios precarios
alternativamente rotos y restablecidos, que no significaron de manera alguna, como indicaría la perspectiva de la
longue durée, una situación de estancamiento político.
Lo que sí caracterizó a la sociedad argentina fue una situación de equilibrio dinámico en la que deben
distinguirse dos etapas. La primera (‘55-’66), correspondió al establecimiento de una fórmula política dual (por la
imposibilidad de acabar con el peronismo), que contribuyó a generar un equilibrio político en el que, si existió un
empate, este se materializó no tanto como resultado de que la alternancia civil - militar representara alternativas
antagónicas, sino más bien porque cada gobierno fue en si mismo un compromiso: se caracterizaron por el hecho
de que su perdurabilidad estuvo en jaque desde el momento de su inauguración, por la acción de tutelaje del
gobierno con respecto al peronismo. De esta forma, cada gobierno estuvo presionado por fuerzas externas y
limitado por su heterogeneidad interna. La segunda etapa fue dominada por los sucesivos intentos de unificar el
campo de la política. El fracaso de estos intentos también generó un cierto equilibrio de carácter conmocional, ya
que el empate se produjo a través del boicot mutuo de los sucesivos intentos para desempatar; el despliegue y el
posterior bloque de las sucesivas iniciativas produjeron un desgarramiento del tejido social.
En la primera, predominaron gobiernos “débiles”, tanto civiles como militares, que intentaron fundar un
régimen semidemocrático, proscribiendo al peronismo. El despliegue de los sucesivos proyectos de
establecimiento de una semidemocracia tuvo un consecuencias importantes. La primera es que proveyó el marco
para la definición de un estilo de funcionamiento de la sociedad, en la cual los procesos más profundos fueron
bastante autónomos de las iniciativas de transformación “desde arriba”: las tendencias sociales dominantes fueron
la resultante de la interrelación de los distintos actores de la sociedad civil. Estos actores fueron perfeccionando,
en cada ciclo, su capacidad para hacer naufragar las irrupciones desde arriba. Todo ello, contribuyó a la
constitución de un sistema político dual, en el que funcionaron los partidos no peronistas y el Parlamento, por un
lado y asociaciones de índole extraparlamentarias y extrapartidarias, por el otro, entre las cuales se alcanzaron
acuerdos. Pero, los distintos actores se avinieron a aceptar recortes de sus demandas originiales, pero dejaron
traslucir que sus preferencias eran otras, que su apoyo a los acuerdos eran a regañadientes. Consecuentemente, la
esencia del sistema político dual residió no sólo en que el parlamentarismo y el sistema de partidos generaron su
propio polo contradictorio, sino también en que los participantes de las asociaciones extrapartidarias necesitaron
del Parlamento y de los partidos como arma de chantaje, con la perpetua amenaza de desestabilizar a los gobiernos.
En la segunda etapa predominaron gobiernos “fuertes” (represivos para con los enemigos internos) que
se propusieron llevar a cabo transformaciones radicales de la política argentina y que al momento de su instalación
se basaron en consensos de terminación de los gobiernos anteriores, bastante extendidos. Estos gobiernos fuertes
terminaron catastróficamente, lo que no constituyó una circunstancia negativa en todos los casos, pues expresaron
la capacidad de la sociedad argentina para bloquear proyectos autoritarios y represivos . Los éxitos en impedir la
consolidación de los sistemas autoritarios tuvieron costos que fueron mucho más allá de los sobresaltos de la
inestable dualidad política.
Estos se fundaron en dos razones. La primera fue que los reformadores y “revolucionarios” posteriores a
1966 fueron mucho mas radicales que sus predecesores en la ocupación de la cúpula del Estado. El radicalismo se
exacerbó cuando se diagnosticó que el problema argentino trascendía la circunstancia de un sistema político,
calificado de inadecuado y que en realidad se trataba de sanear una sociedad enferma. Los sucesivos tratamientos
brutales y la represión cultural, producto de la Revolución Cubana, se tradujeron en el enrarecimiento de la vida
cotidiana, signada por el miedo en las relaciones personales, en los diversos ámbitos de la sociedad civil. La
necesidad del “tratamiento shock” no fue simplemente producto de una imaginación política febril y bárbara; fue
también realimentada por una sociedad que se concibió a si misma como incapaz de generar autónomamente
soluciones consensuales a través del juego de intereses y orientaciones contrapuestos. La segunda razón de la
tragedia tuvo que ver con la índole de las conclusiones que los actores políticos dominantes extrajeron de sus
correctos diagnósticos de la dualidad política. Las fórmulas políticas intentadas a partir del ‘66 se propusieron
superar esta dualidad pretendiendo fusionar la escena política y canalizar hacia el interior del marco institucional
los procesos de negociación y conflicto, desarrollados extrainstitucionalmente en el período anterior. El efecto de
dichos intentos no fue el deseado: los gobiernos militares no lograron embretar por mucho tiempo la política
dentro de esquemas corporativos o propios de una sociedad de súbditos paralizados y atomizados, tampoco el
gobierno peronista logró que el Parlamento y el Pacto Social canalizaran las presiones y los intereses sociales. Sin
embargo, el despliegue de los proyectos tuvo como consecuencia que se cerraran los espacios por los cuales la
política se había colado (represión, sobre todo, cultural) hasta el ‘66 sin que se produjeran grandes estallidos, lo
que significó que se siguiera haciendo política extrainstitucionalmente, pero de manera cada vez más salvaje.

EL FRACASO DE LA “SEMIDEMOCRACIA” Y SUS LEGADOS

En 1955 una insurrección cívico - militar puso fin al gobierno peronista. La insurrección tuvo éxito en
desmantelar el modelo político prevaleciente en los 10 años anteriores, basado en la relación directa entre líder y
masas, que identificaba a Perón como el único depositario de la confianza del pueblo, lo que causó que los canales
parlamentarios y partidarios fueran relegados. Además el peronismo en el poder tendió a considerar las actividades
de los partidos de oposición como manifestaciones de intereses sociales ilegítimos. Los líderes del golpe de Estado
de 1955 caracterizaron el régimen peronista como una dictadura totalitaria y levantaron los estandartes de la
democracia y la libertad, proponiendo el restablecimiento del régimen parlamentario y el sistema de partidos. Este
objetivo se frustró recurrentemente: en el ‘57 la asamblea constituyente no se pudo poner de acuerdo para reformar
la constitución y procedió a eliminar la formulada por Perón, para retornar a la del siglo pasado; los militares
derrocaron a Illia y a Frondizi, los únicos presidentes elegidos constitucionalmente. Los interregnos entre
gobiernos constitucionales fueron ocupados por administraciones militares. Las mismas, se propusieron la
imposición de mecanismos proscriptivos del peronismo, mientras intentaban erradicarlo. El peronismo era
percibido como un fenómeno adverso a las instituciones y valores democráticos.
Pasaremos a estudiar el surgimiento de desfases significativos entre el nivel de los intereses socio-
económicos y el de los bloques políticos.

Argentina post 1955: una comunidad política desarticulada

El derrocamiento del gobierno peronista en 1955 fue promovido por un amplio frente político que
incluyó todos los partidos no peronistas, las burguesías urbana y rural, las Fuerzas Armadas y la Iglesia. El frente
pudo mantenerse unido bajo la bandera de la “democracia”, levantada en oposición al carácter dictatorial del
gobierno peronista, a pesar de que sus miembros perseguían objetivos dispares. Compartieron la noción de que los
peronistas habían sido convertidos a ese credo político mediante una combinación de demagogia, engaño y
coerción, por lo que creyeron que la mera denuncia de los “crímenes de la dictadura”, acompañada de un proceso
de reeducación colectiva, resultaría en una gradual reabsorción de ex peronistas. Esta ilusión no duró mucho: el
peronismo sobrevivió a la caída de su gobierno y se constituyó en el eje de un vigoroso movimiento opositor.
El corolario de la exclusión del peronismo, tanto del plano electoral como de la acción política legal, fue
complejo. Introdujo una profunda disyunción entre la sociedad y el funcionamiento de la política en la Argentina,
que resultó en la emergencia paulatina de un sistema político dual. En él, los mecanismos parlamentarios


El autor nombra como excepción a esta aclaración al mismo gobierno peronista.
coexistieron con modalidades extrainstitucioanles de hacer política. Los dos bloques principales de la sociedad
rara vez compartieron la misma arena política para la resolución de conflictos y el logro de acuerdos basados en
mutuas concesiones. El sector popular quedó privado de toda representación tanto en las instituciones
parlamentarias semidemocráticas como en la maquinaria institucional del Estado. Sus adversarios sociales, en
cambio, tuvieron la posibilidad de recurrir tanto a los mecanismos parlamentarios como a los extrainstitucionales.
Gozaron de un acceso privilegiado al Estado y ejercieron una influencia decisiva sobre las políticas y los impactos
de las acciones estatales. El movimiento sindical peronista se transformó en la expresión organizada más poderosa
del sector popular. Su presión, se redujo a la capacidad de desestabilizar, desde afuera del escenario político
oficial, a cada uno de los regímenes civiles y militares, logrado a través del planteo de demandas económicas que
contradijeron y socavaron la viabilidad de las políticas de estabilización, así como por el apoyo de candidatos
antioficialistas (tener en cuenta que constituía la mayoría del electorado).
A la limitada correspondencia que existió entre los conflictos y alineamientos sociales y las modalidades
de hacer política, se agregó un segundo factor que la acentuó: una “disyunción dentro de la disyunción”, que afectó
al antiperonismo. Los partidos no peronistas y militares comenzaron a expresar contenidos disímiles y a veces,
antagónicos. Esto se debió a dos razones. La primera fue que los militares “democráticos” de 1955 fueron
perdiendo su “vocación democrática”, para llegar a respaldar el establecimiento de regímenes de carácter
autoritario. Este deslizamiento autoritario de los militares los llevó a enfrentarse crecientemente con los partidos.
La segunda causa fue que los partidos no peronistas se transformaron en el principal canal de expresión de una
compleja interacción entre dos controversias que dominaron la escena política argentina luego de la caída de
Perón. El frente antiperonista se había coaligado en torno al estandarte “oposicionista” al peronismo, unidad que se
desvaneció cuando llegó el momento de ejercer el poder desde el Estado y hallar vías de resolución a dichas
controversias. La primera de ellas se definió en torno al rol de gobierno con respecto a la erradicación del
peronismo. Las diferentes posiciones en ese sentido comprendieron un espectro muy amplio que incluía, en sus
extremos opuestos, al “integracionismo” y al “gorilismo”. La segunda controversia estuvo vinculada al modelo
socio - económico que reemplazaría al que había al que había prevalecido durante la era peronista. El victorioso
frente anti peronista se unificó en torno a la denuncia de los problemas económicos que la Argentina había
enfrentado desde fines de la década de 1950. La crítica fue sencilla, pero a la hora de proponer nuevas metas, la
unión se hizo trizas.
Fueron emergiendo tres posiciones divergentes en el campo del antiperonismo. El populismo reformista
no cuestionó las premisas básicas del modelo peronista. Alentó la posibilidad de promover simultáneamente los
intereses de la clase obrera y la burguesía urbana y propuso una política nacionalista moderada, que limitaría la
presencia de capital extranjero en diversos sectores. Sólo formuló dos criticas importantes a la política económica
del gobierno peronista: el desaliento de la producción agropecuaria y la expansión de los gastos corrientes del
Estado, retrasando la inversión en obras públicas. Estas consignas fueron promovidas por los radicales,
transformados en la única oposición partidaria organizada después del ‘46. El partido se dividió en el Radicalismo
Intransigente (frondicista) y la de los Radicales del Pueblo. Al principio ambos apoyaban la misma política pero
cuando Frondizi llegó al poder, mediante un acuerdo con Perón, que desde el exilio manejaba a la clase
trabajadora, articuló una posición totalmente distinta, la “desarrollista”, que le causó diferencias con Perón. Los
desarrollistas sostuvieron que el estancamiento económico de la Argentina se debía principalmente a un retardo
en el crecimiento de las industrias de base, que sólo podía ser superado mediante un proceso de profundización
que abarcara la expansión de los sectores productores de bienes de capital e intermedios y de la infraestructura
económica. Postuló que el modelo de conciliación de clases tenía una contradicción ineludible, que sólo podía ser
resuelta disminuyendo el salario real de los trabajadores para aumentar la renta de los industriales. Este aumento
era considerado un requisito indispensable para una elevación del nivel de inversión. Finalmente, abogaron por un
cambio en las políticas relacionadas con el capital extranjero, porque los recursos locales eran insuficientes para
logra la deseada profundización. No prestó un apoyo irrestricto al modelo de conciliación de clases, sino que
propugnó la introducción de significativos ajustes al mismo, que tuvieron por objeto inducir un cambio en la
correlación de fuerzas en favor de la burguesía urbana. A pesar de ello, el programa desarrollista no cuestionó los
aspectos centrales del proceso de industrialización sustituva de los ‘30. La última de las posiciones, la liberal, fue
mucho más lejos en la crítica del proceso de industrialización iniciado en la década del ‘30 y de las prácticas
sociales y políticas asociadas a él. No sólo criticaron el modelo de conciliación de clases; cuestionaron también la
premisa según la cual el desarrollo industrial debía constituir el núcleo dinámico de una economía cerrada.
Argumentaron que la Argentina se había enfrentado con dos problemas críticos: el progresivo deterioro de la
disciplina de los trabajadores y la ineficiencia de amplias franjas de la burguesía industrial (sobre todo aquellas
que le daban poder a los obreros). La imagen del mercado pasó a constituir la piedra fundamental de la posición
liberal: implicaba la apertura de la economía argentina y su reintegración al mercado internacional, mediante la
reducción de aranceles y la eliminación de otras “distorsiones” que protegían a los sectores “artificiales”. Además
suponía una fuerte reducción del intervencionismo estatal en la economía y la reinstauración de la iniciativa del
sector privado.
Cada una de estas tres posiciones abogaba por políticas económicas disímiles. Tales políticas tenían la
capacidad potencial de afectar de manera diferente los intereses de las principales clases de la sociedad argentina.
Sin embargo, la política del período se caracterizó por una circunstancia muy poco común: los alineamientos
políticos no respondieron solamente a los cálculos que se hicieron del impacto que las políticas económicas
producirían en cada clase social. Existió otro factor que estuvo vinculado sólo en forma indirecta a las respectivas
evaluaciones de los intereses económicos particulares: la cuestión del peronismo, que se expresó de un modo muy
especial en la escena política. Si bien implícita, esta presencia fue uno de los factores determinantes de los modos
en que las organizaciones políticas y sociales, que encarnaron las tres posiciones descritas antes, definieron y
resolvieron los conflictos surgidos en ese período. Los partidos políticos, organizaciones corporativas y corrientes
ideológicas, a través de los cuales se expresaron las tres posiciones descritas anteriormente, entraron en numerosas
alianzas y conflictos. Tanto los apoyos que tales partidos y organizaciones recibieron como las oposiciones que
suscitaron tuvieron que ver con dos factores: (1) las predicciones de las consecuencias que tendría la aplicación de
sus políticas y (2) el modo en que la retórica, las plataformas y la ideología de cada corriente aludió a la cuestión
del peronismo. Tales alusiones, hacían referencia a las dos principales manifestaciones político - institucionales de
la identidad peronista de los sectores populares, la exclusión política que sufrían como ciudadanos y su renovada
adhesión a un movimiento sindical que continuó definiéndose como parte del peronismo.
La complejidad de la política del período se debió, en gran medida, a que las adhesiones y oposiciones
políticas generadas por las predicciones y por las reacciones de los distintos grupos con respecto a las estrategias
de exclusión o integración del peronismo a la escena política legal, estaban relacionadas pero no fueron
totalmente coextensivas. La lógica de esta compleja interrelación fue gobernada por las oscilaciones pendulares de
los partidos. Estas oscilaciones respondieron a una circunstancia contingente: los programas concretos de los dos
partidos que dieron cuerpo a las posiciones del populismo reformista (gorilistas: apuntaban a la proscripción del
peronismo y a la atomización de la clase obrera) y el desarrollismo (integracionistas, trataron de reforzar el
predominio peronista en el movimiento sindical pero indujeron a los líderes a actuar responsablemente)
combinaron la política y la economía de una manera contradictoria y según los liberales, insatisfactoria. Excluido
el peronismo, estas posiciones agotaban las elecciones del electorado, ya que la posición liberal no tenía chances
de ganar una elección. Los liberales comprendieron que la exclusión del peronismo no se traduciría en su
beneficio, por lo que pasaron a aliarse con los otros dos. Cuando daban prioridad a sus objetivos económicos se
aliaban con el desarrollismo: alianza inestable por la incapacidad de coincidir en políticas de largo plazo, y por la
diferencia de consideración respecto del peronismo. Esto último los llevó a aliarse con el populismo reformista,
con el cual coincidía en la postura antiperonista y antiintegracionista, pero constituían posiciones diametralmente
opuestas con respecto a los términos económicos. De esta forma, los resultados de los sucesivos gobiernos se
vieron afectados por el sentido de la alianza con los liberales, quienes, aunque a veces lograron imponer la
proscripción al peronismo, tuvieron una influencia política mínima y no lograron controlar el régimen
semidemocrático que pretendieron fundar.

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