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Tanto la vida como la muerte están basadas en suposiciones.

Sobre el antes y el
después, sobre el sentido y si efectivamente existe uno, así como de la irreversibilidad o
no del evento final. Ninguna sociedad ha escapado de estos interrogantes y de formular
suposiciones por oposición a la indiferencia. Comencemos por plantear algunas.
Para empezar, supongamos que la vida consiste en dos líneas, una hacia atrás y otra
hacia adelante, aunque relativamente próximas entre sí. Llamaremos a la primera
“experiencia”, es decir, el pasado-presente, cuyos eventos –hayamos participado
directamente o no– pueden ser recordados y al mismo tiempo afectarnos consciente o
inconscientemente. La segunda se llamará “expectativa” y representa el futuro-presente,
el todavía-no, lo que no hemos experimentado aún y sólo puede ser descubierto. En este
momento, usted y yo nos encontramos en el medio de aquellas dos líneas.
Supongamos también que nuestro pasaje por la vida se ve afectado por diferentes
decisiones (obviamente), y que en la sumatoria de ellas debemos resolver la disyuntiva
entre ganar o perder. O mejor dicho, cuándo ganar y cuándo perder. En muchas
sociedades, la cuestión ha sido resuelta de la siguiente manera: perder en vida, ganar en
el después-de-la-vida. O lo que es lo mismo, es necesario hacer sacrificios durante el
transcurso de la vida para alcanzar la plenitud en lo que le sigue: la “experiencia”
concentrada en la vida sobre la tierra, y la “expectativa” en el más-allá.
Pensemos, por ejemplo, en el mundo típico campesino, en el cual hace doscientos
años estaba incluida más del 80% de la población europea. La vida diaria estaba
determinada, casi completamente, por los ciclos de la naturaleza: las innovaciones
técnicas aparecían tan lentamente que se mostraban incapaces de alterar la vida, e
incluso las guerras eran vistas como eventos enviados y permitidos por Dios. La
“experiencia” era aquella heredada de los antecesores y transmitida inmutablemente a
los descendientes. Las expectativas no pertenecían a este mundo: se orientaban al
llamado más-allá, que aparecía tanto en la imagen bíblica del cielo como en el fin del
mundo profesado por los grupos milenaristas. Las dos líneas que mencionamos al inicio
nunca llegaban a acercarse lo suficiente, ya que la expectativa (el fin de la vida) llegaba
justamente cuando no podía modificar la experiencia (exclusivamente terrenal) y su
mensaje se mostraba entonces indescifrable.
El brahmanismo en India (antecesor del hinduismo actual) representa otro ejemplo
de lo mismo, acaso más paradigmático. La persona humana no era ni el inicio ni el fin
de la vida, sino una reencarnación entre muchas vidas transcurridas. El sufrimiento
actual –terrenal– era siempre explicado por acciones perpetradas en vidas anteriores, y
para purgarse de ellas y liberarse del sufrimiento (en vidas próximas) se debía aceptar la
trascendencia de la vida presente, es decir, aceptar el rol para el cual se estaba destinado
–lo cual incluye, por supuesto, aceptar la posición social presente como inmutable y con
ello los infortunios que conllevaba–. Esta era la rueda de Samsara, que al día de hoy
continúa figurando en el centro de la bandera del país. Nuevamente: perder en vida,
ganar en el después-de-la-vida (o mejor dicho, en la próxima-vida, puesto que aquí no
se habla de un después definitivo). Esto, desde luego, hasta que Gautama Buda dijo que
el sufrimiento podía ser evitado en vida.
Sin embargo, en ambos casos, ninguna de estas personas veía aquellos sacrificios
como parte de un “perder”, sino como parte de una noción de justicia: la justicia divina,
la única verdadera, en la cual delegaban todas sus expectativas en vida. Para aquella
gente, todo formaba parte de un orden natural dirigido por Dios (o los dioses) y
delegado en Su (o de ellos) autoridades temporales: señores y castas sacerdotales.
En las historias campesinas europeas, por ejemplo, resultaba recurrente para el pícaro
de los caminos o el campesino empobrecido encontrarse con un hada y recibir tres
deseos. Era común, también, que intentara usarlos para vengarse del Señor y de sus
excesos. Pero esta venganza siempre se daba únicamente mediante de la humillación: el
campesino no buscaba revertir la situación de explotación y diferencia social, que al
finalizar la historia volvía a ser siempre la misma. Buscaba únicamente satisfacer su
necesidad de una pequeña venganza picaresca y burlona, pero no alterar la jerarquía ni
la norma. Y esto era así precisamente porque, después de todo, que el Señor fuera el
Señor formaba parte del orden social divinamente impuesto y socialmente aceptado, del
mismo modo que el inexorable carácter injusto e incierto de la vida campesina. De esta
forma, el campesino podía ser un embaucador o un pícaro, pero nunca un
revolucionario: esto se explica porque no tenía expectativas de alterar el orden social, en
tanto y en cuanto sus verdaderas expectativas serían cumplidas en el más-allá. Puede
que se muestre descontento con la vida terrenal, pero sabe que el infortunio no podrá ser
modificado durante el transcurso de la misma, y que poco se puede esperar más que
absurda crueldad por parte de un orden social cruel. Por eso en la versión original
(campesina) de Caperucita Roja, ella siempre muere al final, sin ton ni son.
Llegado a este punto, usted podrá pensar que cualquier religión o creencia en el
después-de-la-vida es un engaño para distraernos de las injusticias del mundo terrenal,
con la expectativa de ser recompensados en un futuro.
Sí.
No.
En realidad no sé.
Lo importante, en definitiva, es que las líneas de experiencia y expectativa, hasta
entonces, se habían mantenido lo suficientemente separadas para mantener viva la
creencia y la inmutable rueda girando por los siglos de los siglos (y Amén). Eso, por
supuesto, hasta que la llegada de una nueva religión permitió escapar del anterior
atolladero.
Llegados los siglos XVII y XVIII, el súbito acercamiento entre las dos líneas (ya que
los eventos terrenales ocurrían a una velocidad tal que tornaba imposible apreciar sus
efectos) permitió la llegada de esta nueva religión, no menos aparente y engañosa que
las anteriores, llamada progreso. Una nueva creencia aparecía en escena, para patear el
tablero de lo imperturbable: la posible perfección del ser humano, anteriormente sólo
permitida en el más-allá, era ahora reemplazada por la certeza en la perfectibilidad a
través de la experiencia en la tierra. Esto es, la posibilidad de ganar en vida. Rousseau
escribía por primera vez sobre la capacidad del hombre para auto perfeccionarse, al
tiempo que la profecía religiosa era reemplazada por la profecía mundana.
Es por eso que las historias narradas a los niños burgueses, quienes tenían un mundo
lleno de oportunidades para ganar, eran diferentes a las historias campesinas.
Replicaron y se nutrieron de ellas, pero modificaron lo esencial. Ya no mostraban la
crueldad y locura de un orden social cruel, sino lo contrario. Estas historias
contemplaban la posibilidad de perder, sí, pero sólo para aprender de la experiencia y
avanzar hacia la victoria. Caperucita Roja ya no era devorada por el lobo sin motivo ni
razón, consiguiendo siempre salvarse o ser rescatada. Y en aquellas versiones donde no
lo lograba, la explicación era simple: había desobedecido las advertencias de su madre,
quien le había aconsejado discreción y transitar por el camino menos peligroso. Pero al
menos había una explicación desde la cual aprender y mejorar. Los niños burgueses
creían (y necesitaban creer) en un mundo lleno de posibilidades, donde para obtener el
triunfo era suficiente con tomar las decisiones correctas.
Experiencia y expectativa compartían ahora el mismo espacio: la vida. Para el
mundo occidental, las posibilidades estaban al alcance de la mano.
Sí.
No.
En realidad no sé.

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