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Los demás, ya sea un profesor que escribe un libro, o un estudiante

que lucha con la obligación de escribir un ensayo para un curso,


sabemos todos cuántas horas de esfuerzo, y a veces cuánta agonía, se
esconden tras el intento de buscar la palabra justa, de encontrar la
forma más adecuada y convincente de desarrollar un argumento, de
buscar la manera de exponer una idea para lograr seducir a ese lector,
que a veces (y quizás de hecho esta es una verdadera prueba de
nuestro amor a la escritura) sólo es uno.
Yo recuerdo mi propio proceso de formación en la escritura. Me
acuerdo de haber escrito como estudiante de primer semestre de
pregrado algunos trabajos inspirados, seguramente ingenuos, y me veo
descifrando durante horas un libro de crítica en francés (lengua que
apenas leía) para poder escribir un trabajo sobre Camus, paralizada
por no saber qué decir y sin ninguna certeza sobre cómo encontrar mi
propio punto de vista. También reconozco mi propia vanidad cuando,
unos semestres después y ya con más confianza, me ofendía porque un
profesor “no entendía” algo que yo quería decir en un trabajo o no
apreciaba el uso de formatos experimentales en mi tesis de grado.
Después, durante el doctorado, fui comprendiendo que eso que llaman
la “escritura académica” es un género vasto y complejo y que en
realidad, en los mejores casos, supone haber afinado un instrumento y
aprendido a usarlo con precisión y sin descuido. Entonces, comencé a
entender cosas que durante el pregrado no sospechaba, estos
aprendizajes —que fueron a veces dolorosos— me enseñaron
humildad y respeto por la escritura. En mi primer semestre del
doctorado, por ejemplo, le entregué un trabajo a una profesora que me
explicó, sin el menor asomo de dulzura, que eso era un análisis o
comentario de un texto literario pero que no era un trabajo de
investigación, distinción que entonces no comprendí del todo.
Recuerdo también la frustración de una compañera cuando un
profesor descalificó su trabajo como “impresionista” y la de otro
cuando le cuestionaron la escogencia de determinados autores en la
bibliografía secundaria porque no parecían ser compatibles entre sí.

Estas situaciones me hicieron entender algo que hoy me parece


evidente, y es que dentro de la escritura académica hay, por un lado,
ciertas convenciones y normas, a veces no escritas, que se van
aprendiendo con la práctica y que no equivalen a una mera repetición
de unas fórmulas fijas y preestablecidas. Por otro lado, comprendí que
en la escritura académica hay diferencias de estilo, según las épocas,
las escuelas o la idiosincrasia personal, y que cada quien, como lector
y como escritor, va encontrando o inventando, lentamente, el suyo.
Comprender que los textos académicos también tienen estilos cambia
la manera como uno se aproxima a ellos. Se aprende a apreciar el
ejercicio retórico y el esfuerzo estilístico que se oculta tras un artículo
sobrio, por ejemplo, o la habilidad narrativa que hace posible a un
autor llevarnos de la mano hasta una conclusión inesperada. Se
entiende que el escritor académico puede practicar varios modos
distintos de escritura y se logra apreciar la maestría e incluso la
belleza que puede tener su texto, o, por el contrario, juzgar que un
texto determinado está mal escrito. Leer textos académicos con
consciencia de su carácter escrito —y no como si fueran meros
repositorios de información que supuestamente podríamos contemplar
de manera directa, cosa que no son— permite una comprensión más
matizada de lo que significa el acto de escribir y de leer dentro de un
contexto académico.
Como señalan Francis-Nöel Thomas y Mark Turner en su libro Clear
and Simple as the Truth (2011) existen al menos siete estilos
diferentes de expresión escrita (ya sea que se trate de ensayo o de
ficción) y cada uno de ellos supone una determinada actitud hacia el
mundo, hacia la relación entre el sujeto que escribe y su público, y
hacia la relación entre lenguaje y “verdad”. Un estilo simple
pretendería convencer al lector de que la verdad está al alcance de
todos y que no se necesita un esfuerzo especial para alcanzarla; su
pariente, el estilo clásico, pretendería que la escritura es transparente y
que por naturaleza todos, con algún esfuerzo, somos capaces de
comprender, y un estilo práctico se dirige al lector para responder un
problema o comunicar una información, sin llamar la atención sobre la
escritura. Por el contrario otros estilos, como el reflexivo,
contemplativo, romántico, profético y retórico, parten de actitudes
que problematizan la relación entre escritor y lector, así como entre
lenguaje y verdad. Pueden ser estilos más difíciles de leer y hasta
tortuosos, a diferencia de los primeros, que se ocultan y pretenden ser
transparentes. Creo que algunas de las críticas a la escritura académica
parten de una falta de comprensión sobre el problema del estilo y
llevan a conclusiones dudosas. Así, si la escritura académica es clara,
transparente o práctica se considera que no es escritura y se dice que
no es creativa, cuando en realidad es muestra de un estilo bien
logrado. Por otro lado, cuando la escritura académica se hace más
difícil y requiere más esfuerzo, se le opone a estilos claros y se la
encuentra deficiente. Una conversación más cuidadosa sobre la
escritura académica debe incluir una mejor comprensión de temas
estilísticos.
Todo lo anterior permite comprender que lo “creativo” y lo académico
nunca han estado separados. Como persona formada en el estudio de
la literatura, cuando leo un texto académico soy sensible a aquello que
tiene que ver con su estilo, ya que, como sabemos todos los estudiosos
de las artes, el estilo no es algo secundario o superficial. En mi caso,
por ejemplo, aunque no esté de moda, admiro la simetría de los
análisis de estructuralistas como Claude Lévi-Strauss o Roman
Jakobson, y me maravillo de los edificios que logran armar, así no
crea que simetría y verdad sean sinónimos. Me gusta desglosar cómo
la invención de estos autores de modelos aparentemente perfectos y
equilibrados funciona casi como un truco de magia, que convence al
espectador con argumentos. Pero por otro lado, creo que casi cualquier
página de Jacques Derrida o de Roland Barthes es un ejemplo de
maestría en otro estilo y me parece que su manejo de la ironía, de los
juegos de palabras y de la alusión hacen que sea un placer leerlos,
apreciación que no tiene nada que ver con que el hecho de que sean
difíciles o no. Pero hay muchos, muchísimos otros ejemplos de estilos
académicos contemporáneos que son muestras de una preocupación
consciente por el acto de escribir y que evidencian no sólo una
búsqueda de conocimiento, sino también una exploración estética y
formal. Los hay entre las grandes figuras y entre otras quizás menos
conocidas, y, sólo como ejemplo, cito aquí algunos que se me ocurren
ahora: el análisis que hace Rodolphe Gasché sobre las novelas de
Huysmans, la lectura de Soshana Felman de Vuelta de tuerca de
Henry James, el análisis de Sherry Ortner de la distinción
femenino/masculino en relación con la dicotomía naturaleza/cultura
en “Is Female to Male as Nature is to Culture?”, la discusión sobre el
acoso sexual que hace Jane Gallop en Feminist Accused of Sexual
Harassment, cualquiera de los muchos libros de Peter Gay sobre la
historia de la cultura moderna y de las ideas, todos ellos publicados en
medios académicos, en algunos casos dirigidos específicamente a
públicos académicos. Quizás quien lea este texto pueda sugerir otros.
Como en todo, como en la literatura misma, hay escritores académicos
buenos, menos buenos y malos. No todo escritor literario escribe una
obra que inicia o termina un género, no todo novelista reformula el
significado de lo que es una novela y no todo novelista es buen
escritor. De la misma manera, no todo escritor académico transforma
la escritura en su disciplina y, a la vez que hay simples comentaristas,
quizás la mayoría, también hay maestros. No hay que caer en
reducciones facilistas: la escritura llamada “académica” no es inferior
a la que nuestras convenciones han dado en llamar “creativa”, al
menos no por definición, y convendría, más bien, examinar de manera
crítica por qué nuestra cultura pretende separar estos modos de
escribir. Nuevamente, con esto no pretendo sugerir la inexistencia
de escritores académicos que escriban mal: probablemente todos
hemos padecido textos ilegibles, pero no por su dificultad, pues creo
que este es un asunto aparte, sino por su descuido formal y su
desinterés por el lector. Quizás la culpa de ello radique no sólo en las
limitaciones personales de quien escribe un texto así, sino, en gran
parte, en que no todo escritor académico haya aprendido a
considerarse a sí mismo como escritor. Para mí, la escritura académica
puede ser tan estética y tan literaria como puede ser la misma
literatura, algo que, en todo caso, es un asunto aparte

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