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El arte como paradigma del libre


mercado
La derecha ultraliberal norteamericana busca imponer un nuevo
canon cultural alejado de las “políticas identitarias” de la
izquierda

Rachel Wetzler (The Baffler)

The Profile (2018) Shanden Simmons

El Cato Institute, “una organización que busca


promover políticas públicas consistentes con los
principios de libertad individual, gobierno limitado,
mercados libres y paz”, fue fundado en 1977 por los
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hermanos Koch, el economista anarcocapitalista


Murray Rothbard y el director nacional del Partido
Libertario, Ed Crane. En aquel momento, el
libertarismo estaba considerado como una ideología
marginal que profesaban unos excéntricos y
paranoicos californianos, de la que se mofaba hasta
una de sus santas patronas, Ayn Rand, por
considerarlos un grupo poco serio de “hippies de
derechas”. Para posicionar la teoría económica
austriaca y el “minarquismo” en la corriente política
mayoritaria, el libertarismo necesitaba reinventar su
marca. La respuesta, por supuesto, consistió en crear
un laboratorio de ideas en Washington, que
empaquetara con esmero su visión de un mundo de
intercambio capitalista sin restricciones mediante
propuestas políticas graduales y alimentará con ellas a
los legisladores de derechas.
Aunque el Cato Institute rechaza la etiqueta “de
derechas”, y pregona a los cuatro vientos su
independencia de todos los partidos políticos y su afán
por combatir cualquier intento de ampliar el poder del
Estado, ya adopte este la forma del ObamaCare o de la
guerra de Irak, su relación con el Partido Republicano
ha sido, en su mayor parte, más simbiótica que
combativa. Los republicanos le pueden perdonar que
defienda, por ejemplo, la despenalización de las
drogas, como si fuera una rigidez ideológica naíf e
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inoportuna, porque viene acompañada de una agenda


económica que pueden apoyar: drásticos recortes
fiscales, la privatización de prácticamente todos los
servicios públicos y la eliminación de cualquier cosa
que se interponga en el camino del libre mercado, ya
sean regulaciones medioambientales o leyes contra el
trabajo infantil. El instituto niega la gravedad de la
crisis climática (que desdeña como un alarmismo
pseudocientífico), cree en el derecho de los
empresarios a discriminar por motivos de raza y
defiende con fervor la personalidad jurídica
corporativa (“¿Y qué más da que las empresas no sean
personas?”, figura en el involuntariamente cómico
título de un documento de revisión legislativa que
escribió el jurista de Cato, Ilya Shapiro, en defensa de
la decisión de Citizens United, la sentencia que
permitió la financiación de campañas electorales por
parte de empresas).
Como yo soy una crítica de arte y no un halcón del
déficit republicano o una lobbista de las empresas
tabacaleras, nunca pensé que tendría motivos para
visitar el Cato Institute, pero a finales del año pasado
comenzó a circular un tipo diferente de propuesta en
las listas de correo de la organización y en sus redes
sociales: Cato convocaba a artistas visuales para que
presentaran obras para una futura exposición
titulada Libertad: el arte como mensajero. “Estamos
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viviendo una época en la que la gente está encontrando


su voz combativa, pero no está teniendo casi ninguna
conversación o diálogo al respecto. El objetivo de esta
exposición es proporcionar un medio para que se
produzca esta conversación”, se podía leer en la
convocatoria. “Se invita a un amplio espectro
interpretativo… que aborde la libertad en todas sus
manifestaciones mediante el arte”. Cuando se anunció
oficialmente, la descripción adoptó una orientación
más polémica:
“La libertad significa algo diferente para cada persona,
aunque su valor es un vínculo común a todos los
estadounidenses. En esta época polarizada en que
vivimos, Libertad: el arte como mensajero pretende
proporcionar una plataforma unificadora de civismo y
creatividad. Todos los artistas del país… comparten
perspectivas innovadoras que invitan a la reflexión
sobre la libertad y la permanente necesidad de
protegerla”.
Durante cuatro décadas, la única postura de Cato con
respecto al arte había sido “desfinanciar el Fondo
Nacional para las Artes (NEA por sus siglas en
inglés)”. Y ahora, de repente, querían reivindicar la
cultura.
El medio tonto
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Libertad: el arte como mensajero abrió sus puertas el


11 de abril en las oficinas centrales del Cato Institute,
un extraño trapezoide formado por imbricados cubos
de vidrio y ladrillo, en la zona noroeste de
Washington. Cuando llegué a la recepción inaugural,
me dio la sensación de haber entrado en una especie de
‘dimensión desconocida’ del mundo del arte en la que
nadie se sentía amargado, o al menos un poco
avergonzado por su estrecha relación con el mercado;
aquí, la creencia predominante era que el
capitalismo laissez-faire no solo era deseable, sino
esencialmente moral. Esta inauguración no se
diferenciaba mucho de las docenas de rígidas
recepciones institucionales a las que he acudido en
Nueva York –había un distinguido cuarteto de jazz,
una barra libre, una impresionante selección de
canapés y los invitados eran en su mayoría personas
adineradas que parecían todas conocerse entre sí–,
aunque en la puerta me ofrecieron, junto con el
catálogo de la exposición, una constitución de bolsillo
con el logo de Cato y la gente mencionaba a Hayek y a
von Mises en lugar de a Jacques Rancière. En un
momento dado, escuché cómo una mujer explicaba de
manera distendida que el Acuerdo de París era
innecesario porque se podía confiar en las empresas
para que adoptaran sus propias políticas
medioambientales razonables. Me quedé esperando
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que alguien cuestionara esa evidente falsedad, pero sus


colegas, al contrario, asintieron con entusiasmo.
Aunque los artistas llevaban tarjetas identificativas, era
fácil reconocer a los catoistas por las insignias
chapadas en oro con el logotipo del instituto que
llevaban en la solapa. Uno de ellos, un elegante
recaudador de fondos de veintitantos años me vio
tomando notas y se acercó a mí para presentarse. A
pesar de haberme puesto mi mejor hábito de burócrata
en un intento por pasar desapercibida, era evidente que
no había dado el pego: comenzó con toda seriedad a
explicarme que los de su clase y la mía tenían más
cosas en común de lo que se suele suponer.
Normalmente se mete a los libertarios en el mismo
saco que a la derecha, me comentó, pero seguramente
habría todo tipo de temas sobre los que estaríamos de
acuerdo, como por ejemplo el matrimonio gay, la
legalización de la marihuana o la reforma
penitenciaria. Eso es cierto, aunque superficialmente
hablando: estamos de acuerdo en los fines, pero no en
la lógica de fondo. Cato quiere legalizar la hierba
porque cree que las competencias del Estado se limitan
esencialmente a proteger la vida humana y la
propiedad privada; según la visión del mundo que
tiene Cato, es profundamente coherente que las parejas
gais tengan derecho a casarse y que los pasteleros
cristianos tengan derecho a negarse a hacerles un
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pastel de bodas. Le dije que esta era la primera vez que


había estado en una exposición en la que la mayoría de
los asistentes se oponían abiertamente a la financiación
pública de las artes. También él creía que el NEA era
un desperdicio de dinero: teniendo en cuenta que el
presupuesto era finito, ¿no había otros muchos
programas sociales que merecían la financiación más
que el arte? Tras decirlo se detuvo un segundo, antes
de darse cuenta de que ese argumento era un hombre
de paja: “Es decir, nosotros no creemos que el
gobierno tenga que pagar eso tampoco”.
Las comisarias de la exposición, Harriet Lesser y June
Linowitz, ambas artistas de la zona de Washington
capital, recibieron propuestas de más de quinientos
artistas, de los cuales seleccionaron 90 trabajos que
representaban un batiburrillo de medios y estilos. La
calidad, en términos generales, no era ni buena ni
mala, he visto cosas mucho peores en Chelsea.
Muchas de las obras expuestas equiparaban, como era
de esperar, la “libertad” con algunos “emblemas de la
democracia estadounidense”. Varios artistas
improvisaron sobre símbolos patrióticos, y sus formas
distorsionadas insinuaban una cierta e imprecisa
amenaza existencial en ciernes: Meryl Blinder imaginó
en su cuadro la bandera estadounidense como un
mosaico abstracto de planos apagados con barras y
estrellas flotando en el ambiente; Sheila Chesanow, en
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su fotografía, la representó como un reflejo deformado


sobre un metal; en la obra Liberty III (Nada es
inevitable) de Diana Zipeto, la cara y la corona de la
estatua de la Libertad estaban fracturadas en facetas
pseudocubistas. Otros artistas invocaron la Carta de
Derechos estadounidense: un bordado de Margaret Jo
Feldman mostraba una boca en planos secuenciales
vocalizando el texto de la segunda enmienda, mientras
que el cuadro de Joey Mánlapaz, Toma uno,
reproducía en detalle riguroso y anodino una fila de
dispensadores de periódicos, que el artista describió
sin ironía en un vídeo que figura en la página web de
Cato como una celebración de la libertad de prensa.
Una escultura particularmente torpe de Richard
Foa, El conocimiento derriba muros, adoptaba la
forma de un muro de ladrillos en miniatura
desmoronándose bajo el peso de unas copias
desmesuradas de la Constitución y del Sobre la
libertad de John Stuart Mill.
De manera igualmente destacada había
representaciones de la figura humana, en ocasiones
vestida, pero con mayor frecuencia no.
Respectivamente sentimentaloides (una fotografía de
Debra Moser con un niño haciendo una rueda lateral),
laboriosos (Tierra desnuda de Christopher Corson: un
desnudo agazapado elaborado en cerámica cocida en
hoyo), o sencillamente extraños (el cuadro de Paul
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Rutz, Aferrándose a la paz [Marte Quirino], con un


hombre desnudo lleno de tatuajes, que la página web
del artista identificaba como un veterano de guerra,
colgando boca abajo de unas anillas de gimnasia); o un
retrato francamente grotesco de seis recién nacidos
retorciéndose, obra de Linda Lowery, que, por lo que
yo sé, solo pinta bebés. Estos trabajos parecían
vincular de forma implícita la libertad con el mero
hecho de la existencia individual, en un sentimiento
que se volvía embarazosamente literal en la
pequeña Maqueta para la libertad de bronce de Zenos
Frudakis, un estudio preparatorio para una escultura
pública en Filadelfia, que representaba las sucesivas
etapas de una figura desnuda liberándose de la
reclusión física. Otros, sin embargo, parecían forzar la
temática hasta el límite de la incoherencia: gran
cantidad de trabajos expuestos eran insípidamente
abstractos o inescrutables en cuanto a su significado.
Por ejemplo: ¿qué se puede pensar de una
representación fotorrealista de un montón de
caramelos Chimos flotando sobre un suelo negro
plano, o de un cuadro con tiburones dando vueltas
alrededor de un jarrón de tulipanes? A decir verdad,
este último me pareció encantador, pero nunca llegué a
entender cuál era el mensaje sobre la libertad que se
supone que tenía que inferir de él. La definición del
término que avanzó la exposición acabó siendo
tautológica: las obras representaban el concepto de
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libertad porque los artistas las habían realizado


libremente.
El truco de la libertad
Cuando le pregunté a Lesser en un email cómo
visualizaba la idea de “libertad” funcionando en la
muestra, su respuesta fue un kōan: “Yo pienso que el
arte refleja al individuo, libertad incluida”. En la pared
de entrada a la exposición había una llamativa
inscripción con una cita acorde: “La libertad es el alma
del arte”, atribuida a Abhijit Naskar. El nombre no me
sonaba; y, por eso, cuando llegué a casa, lo busqué.
Naskar no era, como había supuesto, un destacado
intelectual de la tradición libertaria, ni tampoco un
artista; es un “neurocientífico” de veintitantos años sin
ninguna formación académica, que se ha
autopublicado unos 30 libros en los que afirma haber
descubierto la clave científica de la satisfacción
individual y la armonía mundial. Vamos, un chiflado.
Pero un chiflado con un don para el SEO. Cuando
googleas “citas sobre arte y libertad”, Naskar aparece
en los primeros resultados. Semejante desatino sirve
para encapsular perfectamente, aunque sea de forma
accidental, el vacuo sentimiento que constituía la
esencia de la exposición: una reverencia a la
“libertad”, formulada como un concepto unificador,
algo que compartimos todos los estadounidenses
independientemente de nuestras diferencias
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individuales. Todos podíamos unirnos en torno a la


importancia de una noción abstracta de “libertad”,
aunque no estuviéramos de acuerdo en lo que
significaba; nuestro supuesto consenso, en torno al
hecho de que es un valor sagrado que merece la pena
defender, significaba que teníamos intereses comunes.
Como escribió el presidente y director general de Cato,
Peter Goettler, en la introducción que acompañaba al
catálogo de la exposición, la definición que hace Cato
de la libertad gira en torno a “la creencia de que
aumentar el alcance de la iniciativa privada y de la
sociedad civil, y al mismo tiempo limitar el rol de la
acción del gobierno, es lo que mejor protege la
dignidad de cada individuo, reduce la pobreza y
proporciona las condiciones ideales para que florezca
el ser humano”. Puede que otras personas tengan una
visión diferente, “pero independientemente de cual sea
el partido o la filosofía, la mayoría de la gente de todo
el espectro político rinde homenaje a la libertad y la ve
como un fin deseable en sí mismo”. Esto, para
Goettler, “es una paradoja que no deja de ser
fascinante. Visiones diametralmente diferentes pueden
entenderse, al menos a ojos de sus adeptos, como
reivindicaciones de la libertad”, algo que no difiere
mucho de lo que pasa cuando “artistas, a los que se les
propone el mismo tema o la misma idea para que lo
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representen en su arte, acaban produciendo un abanico


radicalmente amplio de representaciones”.
Pero si la libertad puede significar cualquier cosa, a la
postre no significa nada. Cualquier admisión de que
las nociones que tenemos sobre ella podrían ser (y en
efecto son) fundamentalmente incompatibles, quedaba
desplazada por la idea de que la exposición servía
como plataforma para el discurso civil, o como un
vehículo para que se produjera una especie de diálogo
productivo en el que pudiéramos, según Goettler,
“calmar los ánimos” y participar en conversaciones
dignificadas sobre grandes ideas. No se precisaba
cómo se supone que la exposición iba a lograrlo de
forma concreta: si el arte, tal y como sugería el título,
era un “mensajero”, ¿se supone que teníamos que
aceptar cada obra como la declaración personal del
artista sobre la libertad y sopesar las ventajas e
inconvenientes de la definición que proponía? ¿O la
intención de las obras era servir como punto de partida
para iniciar una conversación con los asistentes, en la
que primero nos maravilláramos de la multiplicidad de
la “libertad” para luego cambiar orgánicamente de
tema hacia debates sobre temas elevados como la
libertad individual y el rol del Estado? ¿Acaso
significaba que las oficinas centrales de Cato iban a
servir, durante el transcurso de la exposición, como un
lugar de encuentro, un modelo ideal de la esfera
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pública burguesa similar a las coffee houses del siglo


XVIII, en el que nos reuniríamos como ciudadanos
libres e iguales para limar nuestras diferencias hasta
que llegáramos a algún tipo de consenso relevante?
Nada de lo anterior: el “civismo” y la “conversación”
no eran condiciones previas para el entendimiento
mutuo, sino que se consideraban fines en sí mismos.
La gente siguió hablando sobre la exposición como si
fuera un medio para airear y discutir puntos de vista
divergentes, pero no parecía estarse produciendo
ningún tipo de debate, y sí un abundante elogio de su
posibilidad teórica. Una semana después de la
inauguración, vi la emisión en directo del primero de
los tres paneles que acompañaban a la muestra:
“Rompiendo barreras: el arte como mensajero”, en el
que participaron las comisarias Lesser y Linowitz, un
puñado de artistas participantes y el vicepresidente de
Cato, John Samples. “¿Puede el arte unir culturas?
¿Contribuye a que se produzca una conversación civil,
a cuestionar la conversación o a ambas cosas?” Estas
eran las preguntas de las que se suponía que el debate
se tenía que ocupar. En su lugar, los panelistas se
limitaron a celebrar la exposición como una “gran
oportunidad para conversar” y para “mostrar una
actitud receptiva del uno hacia el otro”, en la que,
como describió Linowitz, las obras “te incitan a pensar
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sobre los temas en lugar de ofrecer algo que te golpea


tan fuerte que ni siquiera puedes responder”.
Había pocas obras en la muestra que realmente
abordaran “problemas” de manera directa, y las que lo
hacían era de manera tangencial, como mucho. Los
muros eran un motivo bastante recurrente, utilizado
como un medio para aludir al tema político sin
vincularse con ninguna opción política. Muy
representativa fue la obra de la panelista Melinda K.P.
Stees, ¿CUÁNTO MÁS ARRIBA?, una elevada
composición de punto en hilo blanco y negro con una
vista posterior de un padre sosteniendo a un niño
frente a una barrera insuperable. Durante el debate, la
artista aclaró que la obra se había inspirado en la
separación de las familias en la frontera, pero la escena
es alegórica e inespecífica; alguien podría con la
misma facilidad interpretarlo, como hizo Samples,
como una representación general de la adversidad más
que como respuesta a una campaña real y continuada
de violencia racista.
Había, sin embargo, algunas excepciones, la más
sorprendente de las cuales era la de Shanden Simmons,
un joven artista de Paducah, Kentucky, que exponía
fuera de su ciudad natal por la primera vez. El perfil,
un amplio dibujo realista al carboncillo que
representaba una confrontación violenta entre tres
policías blancos y un joven negro en un parque por la
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noche. Envuelta en la oscuridad, la escena es


encarecidamente ambigua: en primer plano, un policía
agarra por el cuello al sospechoso y/o víctima y alza su
puño como si estuviera preparando un puñetazo; el
brazo agitándose del joven se acerca de manera
inquietante al arma de un segundo agente agazapado
en el suelo, que está ayudando a su compañero a
contener a un sospechoso violento o intentando evitar
un asesinato. Un tercer agente aparece de pie en el
fondo, apuntando su pistola hacia esta melé, en la que
los cuerpos están tan confusamente entrelazados que
resulta imposible identificar al agresor. ¿Esta imagen
es de libertad maltratada o protegida? La pregunta
nunca obtiene respuesta, pero el dibujo recibió el
premio a mejor obra de la muestra.
De hecho, las comisarias consideraron la frustrante
ambigüedad de la obra como una característica, no
como un defecto. El perfil, dijo Lesser durante el
debate, “permite al espectador entrar en el tema sin
una hostilidad manifiesta”. Inicia un debate “sea cual
sea tu punto de vista”. En una entrevista en la página
web de Cato, Simmons se hizo eco de este
sentimiento:
“La intención de esta obra es… evocar emoción, pero
también dar pie a conversaciones. Y conversaciones de
buena fe. Entre la derecha, la izquierda y cualquiera
que esté en el medio… Son conversaciones
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importantes que tienen que tener lugar con frecuencia,


aunque con matices, con calma, con paciencia.”
Evidentemente, se trata también de un tema demasiado
importante para admitirlo sin reservas: las palabras
“brutalidad policial” y “control policial con sesgo
racista” no salieron a relucir, evidentemente. A pesar
de todo el énfasis que pusieron en expresar la
capacidad que tiene arte para suscitar el debate, los
organizadores y los participantes de la exposición
demostraron una desgana casi patológica a la hora de
nombrar un solo problema del que pudiéramos discutir
entre todos y, en su lugar, prefirieron emplear
perogrulladas vacías sobre el valor intrínseco de tener
una mentalidad abierta.
Libre para asentir
Lo que significaba esto es que nosotros (la gente del
arte, los de izquierdas o cualquiera que se mostrara
escéptico con la idea de que unos mercados más libres
producen unas sociedades más libres) deberíamos
tener una actitud abierta hacia Cato. Así Lesser me
subrayó que la exposición “nunca pretendió ser una
‘muestra de arte libertaria’ o incluso una que fuera de
naturaleza manifiestamente política”; Cato tenía
sentido como socio, según ella, porque la libertad es
“la fuerza motriz que impulsa la mayoría del arte y
crucial para la individualidad de la obra de arte”. Los
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dos (arte y libertad) “siempre han sido aliados”. De


hecho, la afirmación de Linowitz en el catálogo
enfatizaba su discrepancia con las políticas de Cato: al
principio tuvo dudas, escribió, cuando Lesser le
propuso ser co-comisaria de la muestra. La
predisposición de Cato para que se escuchara el lado
opuesto la terminó de convencer: “Al abrir su entorno
físico a las obras de arte que Harriet y yo habíamos
seleccionado, el instituto estaba expresando su respeto
por el individuo y por la libertad de expresión…
Entonces decidí que si el Cato Institute podía abrirse a
la amplia variedad de expresiones que contenía la
muestra, yo podía abrirme al Cato Institute”.
Pero dejar que se oiga al lado opuesto solo es una
virtud si tienes intenciones de escuchar. En el discurso
que pronunció en la recepción inaugural, Goettler
explicó que la muestra había sido originalmente una
idea que había propuesto Lesser (“una amiga de Cato
desde hace mucho tiempo”) que pensó que una
exposición sería la manera ideal para “hacer que la
gente sepa qué representa Cato y cuál es nuestra
filosofía”. Cato representa, claramente, “libertad”, una
palabra que repitió tantas veces que el discurso
comenzó a sonar como una salmodia. “Todo el mundo
afirma querer más libertad”, pero la mayoría de la
gente actúa como si le tuviera miedo, expresó Goettler:
una de dos, o “tiene miedo de vivir en un mundo en el
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que exista una economía libre y abierta”, o miedo de


que “cada uno viva su vida como quiera”. Pero este no
es el caso de Cato: “Cuando decimos que queremos
más libertad, lo decimos en serio”. Este discurso sirvió
para llevar a cabo un impresionante truco de
prestidigitación. Después de haber conseguido unirnos
como público bajo la bandera de la “libertad”, que ya
había quedado establecida como un valor que todos
compartimos sin importar cómo la definamos cada uno
de nosotros, Goettler se arrogó la propiedad del
término para Cato, e insistió en que ellos eran sus
verdaderos y legítimos defensores. “Cuando decimos
que queremos más libertad, lo decimos en serio”. No
lo expresó, pero hay una evidente implicación en su
discurso: aquellos que no están de acuerdo con ellos
no valoran la libertad en absoluto.
Libre como en Munch
Claramente, el mundo del arte contemporáneo es uno
de los blancos favoritos del menosprecio de la gente de
derechas. Los conservadores (los evangelistas de los
estados de derechas, los charlatanes populistas de Fox
News, los neoconservadores elitistas de New Criterion
y los troles de la derecha nacionalpopulista) lo
consideran como prueba de la quiebra moral e
intelectual de la izquierda costera. “El arte de verdad”
(del tipo que se hacía durante el Renacimiento) es
bonito, serio y civilizador, y representa la culminación
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de la creatividad humana y la grandeza incomparable


de la tradición occidental; las cosas que despliega el
mundo del arte hoy en día son, por el contrario,
perversas, de escasa cualificación, estúpidas,
pretenciosas y feas. Como escribió la guerrera cultural
Sohrab Ahmari en el libro que publicó en 2016, Los
nuevos filisteos: cómo la política identitaria desfigura
las artes:
“Sinceridad, rigor formal y cohesión, la búsqueda de la
verdad, lo sagrado y lo trascendente: ninguna de estas
preocupaciones, que antes se consideraban eternas,
está en el punto de mira de los artistas y críticos que
hoy en día dominan la escena artística contemporánea.
Todos estos ideales han sido ignorados con el fin de
hacer espacio para el verdadero tótem del arte
moderno, su alfa y su omega: las políticas
identitarias”.
Se pueden observar diversas variantes sobre este
mismo tema en un amplio número de nobles
mamotretos conservadores con títulos igualmente
descabellados, como por ejemplo el del historiador del
arte y director del Fondo Nacional para las
Humanidades durante el gobierno de Bush, Bruce
Cole, Arte desde la ciénaga: cómo los burócratas de
Washington despilfarran millones en arte espantoso,
publicado póstumamente en 2018; el polémico libro
que Roger Kimball publicó en 2004, La violación de
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los maestros: cómo la corrección política sabotea el


arte; o el libro que Lynne Munson publicó en
2000, Exhibicionismo: el arte en la era de la
intolerancia, en el que los intolerantes son la
gente in del mundo del arte, cómo no, que dan la
espalda al arte figurativo (el tipo de cosa que la gente
real aprecia y reconoce como arte), y prefieren un
juego de provocación y afán de superioridad.
Incluso los llamamientos que ha realizado la derecha
para diezmar el NEA se han planteado como una
defensa del arte, ya fuera para liberarlo de los
esfuerzos de la izquierda por distorsionarlo como
propaganda en favor del comunismo y la
homosexualidad, o de las garras aletargadoras de la
burocracia estatal. Lamentándose de la fijación del arte
con el “abrazo tierno y represor” del “leviatán
federal”, David Boaz, de Cato, sostiene que “es
precisamente porque el arte ostenta poder, porque trata
de las verdades humanas fundamentales, que debe
mantenerse separado del gobierno”. Aunque Cato no
tiene reparos en diseminar calumnias contra las
motivaciones ideológicas del mundo del arte: la
entrada sobre financiación pública de las artes que
figura en su enciclopedia online de libertarismo
menciona “la fijación del NEA con el vanguardismo”
y su preferencia por “nuevas formas difícilmente
reconocibles como arte para la gente normal”, y afirma
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que “el activismo social y político apenas disfrazado


de arte sigue recibiendo apoyo”.
Pero a pesar de su destreza en atacar la visión que
tiene la izquierda del arte contemporáneo que al
parecer predomina hoy en día, la derecha ha tenido
problemas a la hora de articular lo que les gustaría que
lo reemplazara, y no digamos ya a la hora de proponer
un canon alternativo remotamente atractivo. En los
últimos años, los conservadores se han venido
preocupado cada vez más por este vacío y por la
necesidad de llenarlo, y también por las consecuencias
de haber cedido el ámbito de la cultura a la izquierda;
al fin y al cabo, como decía a menudo el fallecido
Andrew Breitbart: “La política es una etapa posterior a
la cultura”. Y, aunque principalmente se refería a las
películas de Hollywood, otras personas se han hecho
eco de su llamamiento para crear una verdadera
cultura de la derecha. Sin embargo, estos esfuerzos no
tuvieron mucho efecto: Kimball y la banda de New
Criterion apoyan a pintores como el ligeramente
caravaggiano Odd Nerdrum, cuyas obras son malas
imitaciones de los grandes maestros. (Si todo lo que
hace falta es tener un eficaz dominio de la técnica
clásica, entonces los mejores artistas del mundo son
los copistas chinos de Dafen, el pueblo de pintores al
óleo que reproduce réplicas de Rembrandt como
churros, por encargo). Puede que a Sean Hannity le
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encanten las alegorías pictóricas serviles del


propagandista de Trump, Jon McNaughton (cuya
analogía formal más cercana es, irónicamente, el
realismo socialista estalinista y su histérica
glorificación del líder barra salvador), pero los
plutócratas que controlan el asunto siguen comprando
Warhols en Sotheby’s.
Cato eludió la fastidiosa pregunta de cómo definir su
propia estética afirmativa reivindicando para el
libertarismo la figura del artista en sí. El tema
subyacente de la muestra Libertad: el arte como
mensajero era que existe una sintonía natural entre las
prioridades, actitudes y enfoques de los artistas y los
libertarios con respecto al mundo. “Creo que al menos
de dos formas muy concretas… los artistas son nuestro
tipo de personas”, explicó Samples a los artistas que
compartieron el escenario con él durante el debate
“Rompiendo barreras”. Los artistas eran, según él,
emprendedores que trabajaban de forma independiente
para crear algo por voluntad propia y sacarlo al
mercado, en el que otra persona tenía libertad para
decidir cuál pensaba que era su valor (una forma pura
de libre comercio en la que el gobierno no tiene nada
que ver ni que hacer). Además, los artistas también
cuestionaban el statu quo, ponían en duda las nociones
preconcebidas y proponían alternativas para las
estancadas convenciones sociales. Esto, sugirió
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Samples, era muy similar a lo que hacían en Cato.


“Los libertarios tienen motivos para brindar todo su
apoyo [al arte]”, afirmó Samples, porque son “un tipo
muy parecido de empresa”. No era solo que los artistas
pertenecían a Cato; sino que la misma actividad de
Cato podría considerarse como fundamentalmente
artística en su espíritu.
Cuando se anunció la exposición por primera vez, pasé
semanas reflexionando acerca de la pregunta de por
qué Cato de repente se mostraba interesado en el arte.
La respuesta, al final, era muy sencilla: porque era una
manera de atraer a gente nueva, en particular a
aquellos que normalmente no se sentirían atraídos por
la programación habitual de Cato, como las ponencias
sobre política económica o la privatización de
infraestructuras. En otras palabras, una manera de
hacer proselitismo entre las personas creativas
hablando su mismo idioma. Y parece haber
funcionado: le pregunté a Simmons, el joven artista
que realizó El perfil, si sabía algo sobre Cato antes de
presentarse a la exposición. “Nada en absoluto”,
confesó; había visto la convocatoria en artshow.com,
una página que recopila oportunidades para artistas, y
pensó que su obra podría encajar bien con el tema de
la exposición. Desconocía por completo la existencia
de Cato y no estaba familiarizado con sus políticas,
pero después de que aceptaran su obra comenzó a
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investigar y le gustó lo que vio. Ahora piensa que


probablemente sea un libertario, después de todo.
––––––
Rachel Wetzler es una crítica de arte que vive en
Nueva York.
Traducción de Álvaro San José.
Este artículo se publicó en The Baffler.
Autora
 Rachel Wetzler (The Baffl

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