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198
LA CANALLA
Núm. Cías.
Núm. Autor
Núm. Adg.
Procedencia
(-'recio
H'eoha
Canalla
Traducción De T. örts-Ramos y Climent
""'H*SIDA» nr
i'eny a
BARCELONA
. d« P e r t i e r r a , B a r t o l i y U r o ñ a
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Máximo n o se r e t i r ó h a s t a las seis de la m a ñ a - g
podía fácilmente p a s a r á la e s t u f a y b a j a r al p a í -
que. ' ' tía
Al salir á la luz n a c i e n t e del día, en medio d e
una espesa b r u m a , Máximo se e n c o n t r ó algo a t u r -
l i o i t i
dido p >r su b u e n a f o r t u n a , a c e p t á n d o l a desde lue- os
l a canalla.—i tomo ii.
go como la cosa más natural del mundo, en su paseos, se contaban obscenidades al oído, buscan-
complacencia de ser n e u t r o . do las suciedades del instinto de su infancia, y
—¡Tanto peor!—pensaba mientras iba andando; a q iello no era más que una desviación y una sa-
-—después de todo, ella es quien lo quiere... Y está tisfacción imprecisa de sus deseos, aún no defini-
admirablemente formada; tenía razón, en la cama dos. Se consideraban vagamente culpables, como
es mucho más graciosa que Silvia. si al simple contacto se hubiesen mutuamente des-
Habíanse deslizado insensiblemente p o r el ca- florado; y aquel pecado original, la languidez de
mino del incesto, el día en que con su raída cha- las conversaciones obscenas que les fatigaba v o -
quetilla de colegial, Máximo se había colgado al luptuosamente, les halagaba con más dulzura to-
cuello de Renata, arrugándole la casaquilla de davía que los besos. Su compañerismo fué de
guardia f r a n c é s q u e estrenaba. Desde entonces aquel modo el lento paso de dos amantes que al-
empezó entre ellos una continua perversión. La gún día debía llevarles fatalmente al gabinete del
extraña educación que al niño dió la joven; las fa- Cafó Riche y al amplio lecho de Renata. Al en-
miliaridades que les convirtieron en camaradas; c o n t r a r s e en brazos uno del otro, ninguno de los
más tarde, la alegre audacia de sus confidencias, dos sintió la impresión de su falta; más bien pare-
y toda aquella promiscuidad peligrosa, concluyó cían antiguos amantes que recordasen sus besos y
al fin p o r unirles en singulares lazos, convirtién- sus caricias, y q u e al p r e s e n t e las renovaban, ha-
dose casi siempre los goces de la amistad en car- blando, á pesar suyo, de aquel pasado, únicamen-
nales satisfacciones. Ya hacía muchos años que se te existente en sus imaginaciones.
habían entregado el uno al otro; el acto brutal no —¿Te acuerdas del día que llegué á Paris?—de-
f u é más que la crisis aguda de aquella inconscien- cía Máximo.—Llevabas un t r a j e muy lindo, y con
te enfermedad exótica. En la loca sociedad en q u e el dedo, t r a c é un ángulo sobre tu pecho, indicán-
vivían, su falta había brotado como sobre un es- dote hasta donde debía llegar el escote. Sentía el
tercolero de jugos equívocos, y se había desarro- calor de tu piel bajo tu c h a m b r a , y mi dedo apre-
llado con extraños refinamientos en medio de par- taba y se hundía poco á poco en tu carne... Sentía
ticulares condiciones de libertinaje. entonce-; una impresión deliciosa.
Cuando la g r a n carretela los conducía al parque Renata le besaba sonriendo, y m u r m u r a b a :
y e r a n a r r a s t r a d o s muellemente á lo largo de los —Entonces ya e r a s muy vicioso... ¡Cuánto nos
h e m o s divertido en c a s a de W o r m s ! ¿te a c u e r d a s ?
Te l l a m á b a m o s «nuestro hombrecito». Siempre h e
m ; f ' SÍ?~dÍ,'° Máximo
-Unicamente, que no
c r e í d o qne la g o r d a Susana se h u b i e r a a b a n d o n a - me a t r e v í a .
do á tí, á no s e r p o r la m a r q u e s a q u e la vigilaba No e r a v e r d a d , pues n u n c a le habla pasado p o r
continuamente. la imaginación la idea d e poseer 4 R e n a t a de una
—¡ Ah, sí! ¡Cuánto nos hemos r e í d o con el á l b u m m a n e r a precisa: la había desflorado con s u s v.cios
de fotografías, y con todos, ¿ v e r d a d ? — m u r m u r a - s.n desearla r e a l m e n t e . E r a d e m a s i a d o débil p a r a
ba el j o v e n , — y con n u e s t r o s p a s e o s p o r P a r i s , y aquel e s f u e r z o , a c e p t a n d o 4 R e n a t a porquel
n u e s t r a s golosinerías en casa del pastelero del bu- e lo impuso, y d e s l i é n d o s e h a s t a su c a m a s i n
l e v a r : ya te a c o r d a r á s de aquellos pastelillos d e que su Noluntad interviniera p a r a nada. Cuando
f r e s a que t a n t o te g u s t a b a n . . . Nunca se m e olvi- se e n c o n t r ó en la cama con R e n a t a , continuó allí
d a r á aquella t a r d e q u e me contaste las a v e n t u r a s po que s e e n c o n t r a b a b i e n , y p o r q u e D0 ^
d e Adelina en el convento, c u a n d o e s c r i b í a c a r t a s p r e n d í a la m a g n i t u d de su f a l t a . Al pri „cipio
á Susana y las firmaba con el n o m b r e de Arturo hasta sintió h a l a g a d a su v a n i d a d , p u e s é r a la
de Espanet, p r o p o n i é n d o l a un r a p t o . — m u j e r que poseía y no p e c a b a q
m a r i d o e r a su p a d r e .
Máximo gozaba m u c h o con el r e c u e r d o de a q u e -
llas historias, y c o n t i n u a b a : P e r o R e n a t a a p o r t a b a 4 la falta todos los ardo-
—Cuando i b a s á b u s c a r m e al colegio, debería- r d e . s u corazón d e s o r d e n a d o , p e r o n o habla
m o s h a c e r un-* p a r e j a m u y c h o c a n t e . E r a e n t o n - r o d a d o h a s t a el fondo del abismo como carne
ces t a n p e q u e ñ o q u e d e s a p a r e c í a b a j o tus f a l d a s . .nerte E 1 d e s e o se había d e s p e r t a d o e n e „ T Z
-Sí, — b a l b u c e a b a R e n a t a con un estremeci- masiado tarde para combatirlo, ycuando va la
relucientes formas eran iluminadas por la l u í h . herido en su virilidad desde su infancia, se con-
Renata, encima de la negra piel de oso, tenía el vertía en los brazos de la joven en una muchacha,
aspecto y la sonrisa del monstruo con cabeza de con sus miembros depilados, s u s graciosas delga-
m u j e r , y con sus desceñidas faldas semejaba la deces de p ú b e r romano, nacido y desarrollado
blanca h e r m a n a de aquel dios negro. para la voluptuosidad. Renata gozaba de su domi-
Máximo permanecía desfallecido, el calor era nio y doblegaba bajo su peso aquella criatura e n
sofocante; calor sombrío q u e no caía del cielo en la que siempre dominaba el sexo. Era para ella
f o r m a de lluvia de fuego, sino que se a r r a s t r a b a un continuo asombro del deseo, una sorpresa de
p o r el suelo como exhalación dañina, y cuyo va- los sentidos, una extraña sensación de malestar y
p o r subía semejante á una nube c a r g a d a de elec- de profundo placer. Ya no sabía explicarse lo que
tricidad. Los amantes se sentían envueltos por veía; volvía i contemplar su fino cutis, su abulta-
una cálida humedad semejante á un rocío ó sudor do cuello, sus abandonos y sus desvanecimientos.
ardiente, quedando ambos largo rato sin hablar Sintió entonces un momento de plenitud. Al reve-
ni moverse en aquel baño de fuego; Máximo ate- larla Máximo una nueva sensación, completó sus
r r a d o é inerte; Renata inquieta y apoyada sobre locos t r a j e s , su prodigioso lujo,'su vida en otros
sus manos. Por fuera y ¡i t r a v é s de los cristales tiempos soñada. Comunicó á su c a r n e la nota agu-
de la estufa, se veían las veredas del p a r q u e Mon- da y dominante que á su alrededor v i b r a b a , rien-
ceaux, r a m a s de árboles de Anas y obscuras for- do el amante adecuado á las modas y á las locuras
mas, p r a d e r a s de césped blancas como helados de la época. Aquel lindo joven, cuyos vestidos di-
lagos, todo un paisaje muerto, cuyas delicadezas bujaban las delicadas formas de su cuerpo; aquel
y cuyos claros y unidos matices recordaban los niño incompleto que se paseaba por los bulevares,
g r a b a d o s japoneses. Aquel rincón de a b r a s a d o r a con la raya en medio de la cabeza, con miradas y
t i e r r a , aquel lecho inflamado en que los amantes sonrisas de hastío, f u é para Renata uno de esos
se tendían, hervía de un modo extraordinario en instrumentos de decadencia, que en ciertos mo-
medio del frío intenso y crudo que se sentía f u e r a . mentos, en una nación corrompida, aniquilan el
Aquella noche gozaron locamente: Renata e r a cuerpo y t r a s t o r n a n la inteligencia.
el hombre, la voluntad apasionada y activa. Máxi- Especialmente en la estufa, era donde Renata sa .
mo sucumbía, y aquel sér neutro, rubio y lindo, convertía en el hombre, y la noche ardiente quo
é n ella pasaron fué seguida de o t r a s muchas. La racimos de sus frutos* k
e s t u f i amaba y a b r a s a b a con ellos, viendo en el r a n t e s fertilidades de li
pesado ambiente y á la blanquecina claridad de la forbios de Abisinia, c u y L
luna, el mundo extraño de plantas que les rodea- trahechos y Henos de v¡
ban, moverse con ellos y cambiar abrazos. La entreveían en la sombra,
piel del oso ocupaba todo el pavimento: á sus pies savia flujo desbordado
humeaba el estanque, lleno de un borboteo y de n e r a o o n . Pero á medida que s u s S a f p r ó f u n -
un espeso abrazo de raíces, en tanto que la rosa- dizaban el fondo del invernadero, la obscuridad
da estrella d é l a s ninfas se e n t r e a b r í a á flor de se convertía en orgía furiosa de tallos y hojas; ya
agua como el seno de una virgen, y las camelias no distinguían s ó b r e l a s gradillas las marantes,
dejaban caer sus r a m a s semejantes á cabelleras suaves como el terciopelo; las gloxinias de cam-
de nereidas desmayadas. Después, alrededor de panillas violáceas, ni las draoenáceas semejantes
ellos, las palmeras, los g r a n d e s bambúes de la i hojas de antigua y barnizada laca; aquello era
India, se elevaban, llegando hasta la cimbra y n hormiguero de vivientes vegetales que se per-
Volviendo á inclinarse para confundir sus hojas seguían con insaciable lujuria. En los cuatro án-
con vacilantes actitudes de amantes fatigados. gulos, en el sitio en que las e n r e d a d e r a s de beju-
Más abajo los helechos y las alrófilas parecían da- cos formaban bóveda, su ilusión carnal enloquecía
mas verdes, con s u s anchas faldas adornadas de más todavía, y los flexibles haces de las vainillas,
volantes r e g u l a r e s que, mudas é inmóviles á ori- de los cocoteros de Levante, de los quisqualis y
llas de la avenida, esperaban la llegada de los de las behunias, se ofrecían á sus ojos como insa-
amantes. Al lado de ellas, las torneadas hojas, sal- ciables brazos de a m a n t e s que la obscuridad vela-
picadas de rojo de las beganias, y las hojas blan- ba y que prolongaban sus estrechos abrazos para
cas" y lanceoladas de los caladlos, producían vaci- prolongar en ellos sus placeres.
lantes claro-obscuros que los jóvenes no sabían • Aquellos inmensos brazos caían lánguidamente
se entrelazaban en espasmos amorosos, se busca'
explicarse y en los que encontraban á veces c o n -
ban y se enroscaban cual si fuesen los celos de
tornos de caderas y rodillas a r r o j a d a s al suelo á
una muchedumbre.
impulsos de la brutalidad de sangrientas caricias.
Y los bananos, doblegándose bajo el peso de los Aquello parecía, en efecto, el celo inmenso da
la estufa, de aquel rincón de selva virgen en que
les hubiese transmitido una depravación á todos
resplandecían los verdores y florescencias de los
los sentidos, los a r o m a s solamente habrían basta-
trópicos.
do para producir en ellos extraordinario y ner-
Máximo y Renata,, con los sentidos embotados,
vioso exotismo. El estanque despedía una humedad
se sentían transportados entre aquellas potentes
acre y profunda, en la que se confundían los mil
bodas de la tierra; el calor del suelo, á t r a v é s de
p e r f u m e s de las flores y las plantas; la vainilla
la piel de oso, les quemaba las espaldas, y desde
cantaba á intervalos con arrullos de paloma tor-
las altas palmeras caían sobre ellos gotas de fue-
caz; después llegaban las r u d a s notas de las stan-
go. La savia que circulaba p o r los árboles les
hopeas, cuyas atigradas bocas exhalaban fuerte y
compenetraba también, comunicándoles locos de-
amargo olor de convalesciente; las canastillas de
seos de inmediato desarrollo y gigantesca repro-
orquídeas pendientes de cadenas, lanzaban soplos
ducción. Veíanse también a r r a s t r a d o s en el celo
semejantes á incensarios vivientes; pero el olor
de la estufa, y entonces, en medio del pálido res-
dominante, el olor en que se fundían todos aque-
plandor, se veían atontados por pesadillas en las
llos vagos suspiros, era el olor humano, el perfu-
que asistían á los amores de las palmeras y de los
me amoroso que Máximo sentía cuando besaba la
heledios; el follaje adquiría confusas y equivocas
nuca de Renata, cuando hundía su cabeza e n t r e
apariencias que sus deseos convertían en imáge-
los sueltos cabellos de la joven. Y quedaban em-
nes sensuales; h a s t a ellos llegaban murmullos y
briagados con aquel olor de m u j e r amorosa q u e
cuchicheos procedentes de las espesuras; voces
se dejaba sentir en la estufa como en una alcoba
apagadas, suspiros de éxtasis, ahogados gritos de
impregnada de un ambiente lujurioso.
dolor, risas lejanas, todo lo que s u s propios de-
Los amantes tenían la costumbre de' t e n d e r s e
seos tenían de ruidosos y que el eco les transmitía
bajo el t a n g u i n d e Madagascar, bajo el venenoso
de nuevo. Algunas veces sentíanse sacudidos por
arbusto cuya hoja había mordido la joven: las
un temblor de tierra, como si el suelo mismo,
blancas y desnudas estatuas reían alrededor de
en insaciable crisis, estallase.en voluptuosos so-
ellos, contemplando la inmensa copula de las plan-
llozos.
tas; en su c a r r e r a la luna cambiaba los grupos y
Si hubiesen cerrado los ojos, si el calor sofocan-
animaba el d r a m a con su cambiante luz, y se en-
te y la pálida claridad que reinaba en la estufa no
contraban allí á mil leguas de Paris, fuera de la
tido por completo en una hija de la estufa; sus
vida fácil del Bosque y de los salones oficiales, en besos florecían y se marchitaban como las encar-
el fondo de una selva de la ludia, de algún tem- nadas flores de la malva, que apenas duran alga-
plo monstruoso, cuyo dios fuese la esfinge negra. ñas horas y sin cesar renacen, semejantes á los
Toda aquella vegetación que les rodeaba, aquel marchitos é insaciables labios de alguna gigantes-
sordo borboteo del estanque, aquella desnuda las- ca Mesalina.
civia del follaje, les sumergía en pleno y dantesco
infierno de la pasión, y entonces era cuando, en
el fondo de aquella jaula de cristal que parecía
hervir bajo una inmensa llama y perderse en el
penetrante frío ¿de Diciembre, saboreaban el in-
cesto como el f r u t o criminoso de una tierra de-
masiado ardiente, con el mudo espanío de su ate-
r r a d o r a cópula.
Y, en medio de la negra piel, aparecía como
una mancha blanca, el cuerpo de Renata, encogi-
da, en actitud felina, la espalda arqueada y apo-
yándose en sus brazos. Estaba henchida de volup-
tuosidad, y los claros perfiles de sus hombros y
de sus caderas se destacaban límpidamente sobre
aquella piel negra que parecía un manchón de
tinta sobre la tierra.
Acechaba á Máximo, aquella presa tendida bajo UW1VERS1BA0 DE N8EW LKJN
ella, que se entregaba y se ponía completamente BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
á merced suya; y de cuando en cuando se inclina-
"A{ FGMSO Rí:V£S'y
ba bruscamente y le besaba con sus labios irrita- !ü¿5MONTERrc£?.»£SJ?l»
dos, abriéndose entonces su boca con el ávido y
sangriento brillo del hibisco de la China, cuya su-
perficie cubría el lado del hotel. Se había conver- LA CANALLA,—2 TOMO II.
gaba con el interés de un diez p o r ciento s o b r e
las futuras ganancias, pero aunque el agente de
expropiaciones no hubiese puesto un céntimo en
el negocio, y Saccard, después de h a b e r facilita-
do los fondos para el café cantante, hubiese toma-
do todas sus precauciones por medio de escrituras
de contraventa, pagarés con fecha en blanco, pla-
zos adelantados, etc., no por eso dejaba de expe-
r i m e n t a r vagos temores, presentimientos de algu-
m u j é r y mantener el tren de su casa, á no ser culturas que lo inundaban desde el sótano al te-
por la venta de los solares del bulevard Male«her- jado; era el que animaba aquellos yesos, desde
bes, que Mignon y Charrier le pagaron al contado los dos rechonchos amorcillos que en el patio de-
si bien haciéndole un descuento considerable. jaban caer desde su caracol un hilo de agua, has-
Aquel invierno fué p a r a Renata un goce conti- ta las grandes mujeres desnudas que sostenían los
nuado. Lo único que t u r b a b a su dicha era la falta balcones y jugaban en medio de los f r o n t o n e s con
espigas y manzanas. Unicamente por él se expli-
de dinero. Máximo era muy costoso para la joven,
caba el recargado lujo del vestíbulo, el jardín
y siempre la dejaba pagar, pues continuaba t r a t á n -
harto estrecho, y las deslumbrantes habitaciones,
dola como m a d r a s t r a . Pero aquella miseria oculta
en las que se veían demasiados sillones, pero ni
era p a r a ella una nueva voluptuosidad. Se in-
un solo objeto de arte. La joven, que allí se había
quietaba y se rompía la cabeza p a r a que á su
aburrido mortalmente, halló de pronto goces
querido niño no le faltase nada, y cuando podía
ignorados, y usó de todo aquello como de cosa
sacarle á su marido algunos miles de francos, los
cuya utilidad no hubiera comprendido al princi-
gastaba con su amante locamente, como dos c o l e -
pió. Y no sólo paseó su a m o r por las habitaciones,
giales que se escapan por primera vez. Cuando
p o r el saloncitu botón de oro y por la estufa, sino
no tenían dinero se quedaban en el hotel, gozando
por todo el hotel, concluyendo p o r gozar hasta
de aquel g r a n edificio, de aquel lujo tan nuevo y
sobre el diván de la sala de f u m a r , confesando
tan insolentemente estúpido. Saccard nunca esta-
que aquella pieza tenía un olor de tabaco muy
b a allí; los amantes salían de casa menos que an- agradable.
tes, y era que R e n a t a , p o r fin, había llenado de
ardientes goces la vida glacial de aquellos d o r a - En lugar de un día de recepción como antes, fijó
dos techos. Aquella casa sospechosa, consagrada dos. Los jueves asistían todos los intrusos, pero
al placer mundano, se había convertido en tem- los lunes estaban destinados exclusivamente á las
plo, en el que se practicaba ocultamente una nue- amigas íntimas. Este día no e r a n admitidos los
va religión. Máximo, no sólo e r a el que daba la hombres, siendo Máximo el único que asistía á
nota aguda que se harmonizaba con sus locos aquellas reuniones delicadas q u e se celebraban en
trajes: era el a m a n t e hecho p a r a aquel hotel de el saloncito. Una noche tuvo la originalisima idea
anchas vidrieras de almacén, y profusión de es- de vestirle de mujer y presentarle como una p r i -
- 2 6 - 2
e s c e n a r i o s d e los teatrillos, á todos los sitios equí- bios, como si el viento les h u b i e r a a r r o j a d o a r e n a
/
verde, mientras á las dos orillas de la g r a n ave-
nida, s o b r e sillas pintadas de amarillo, se entre-
tenían charlando las mamás. VO. Siempre estaban rodando y les parecía que el
El nuevo París subyugaba á los amantes, y muy coche rodaba sobre alfombras á lo largo de aque-
amenudo recorrían en coche la ciudad, dando llas calles rectas y sin fin, h e c h a , únicamente para
g r a n d e s rodeos para pasar por algunas calles, á librarles del espectáculo de las obscuras callejue-
ÍES*
las cuales profesaban verdadero cariño.
Las casas altas, con g r a n d e s puertas, llenas de P a r a ellos, cada bulevar se c o n v e n í a en un
esculturas, con grandes balcones en los que relu- c o r r e d o r más del hotel. El so. sonreía sobre las
cían con e n o r m e s l e t r a s d o r a d a s nombres, mues- fachadas nuevas, iluminaba los cristales de las
tras y razones sociales, les causaba admiración. ventanas, hería los toldos de las tiendas y de los
Mientras el coche desfilaba, seguían con amistosa cafés y caldeaba el asfalto, bajo los precipitados
pasos de la muchedumbre. Y cuando volvían
mirada la linea gris de las aceras, anchas, inter-
aturdidos por el barullo resplandeciente de aque^
minables, con sus bancos, sus columnas pinta-
'os largos bazares, se distraían en el P a r q u e
r r a j e a d a s y sus esbeltos árboles.
Monceanx, como si tuviesen en la plataforma del
Aquella linea blanquecina que llegaba al,extre-
nuevo París, ostentando su lujo á las p r i m e r a s
mo del horizonte achicándose y abriéndose sobre
caricias de la primavera.
un cuadro azulado del vacío; aquella doble y no
i n t e r r u m p i d a fila de almacenes, en los que los de- Cuando obligados por la moda abandonaron á
pendientes sonreían á los clientes, aquellas c o - P a n s , fueron á los baños de mar, pero en las pla-
r r i e n t e s de m u c h e d u m b r e s , caminando y bullen- yas del Océano estaban siempre disgustados y
pensando en las aceras de los bulevares. Hasta su
do, les comunicaba poco á poco una satisfacción
m.-smo amor se aburría allí: aquel a m o r era una
en la vida de la calle.
flor de estufa, que tenía necesidad del gran lecho
Les gustaban hasta las mangas de riego, que
g n s y rosa, de la desnuda carne del gabinete y
hacían pasar como un humo blanco el agua delan-
del alba dorada del saloncito. En cuanto se encon-
te de sus caballos, extendiéndola y dejándola caer
traban solos por la tarde, frente al mar, no se les
en forma de fina lluvia bajo las r u e d a s del coche,
ocurría nada que decirse. Ella intentó c a n t a r su
bañando el suelo y levantando ligera nube de pol-
repertorio del teatro de Variedades acompañán-
dose en un piano desvencijado que agonizaba en
na deuda pagada, relaciones interrumpidas ya lar«
u n rincón de su habitación, pero el instrumento
go tiempo.
humedecido constantemente por el viento de m a r ,
En París esperaban á Renata y á Máximo los
tenía los acentos melancólicos del profundo oleaje.
más terribles compromisos. Muchos de los pagarés
La Delta Elena se convirtió allí en lúgubre y fan-
firmados á Sansonneau habían vencido, p«ro como
tástica, y la joven para consolarse, d e s l u m h r ó l a
Saccard los dejaba d o r m i r en e s a d*l p r o c u r a d o r ,
playa con sus trajes prodigiosos. Todas las seño-
aquello inquietaba poco á la joven, quien en cam-
r a s se a b u r r í a n adí, esperando el invierno y bus-
bio estaba espantada p o r su deuda á Worms, que
cando desesperadamente un t r a j e de baño que no
ascendía ya á cerca de doscientos mil francos. El
las hiciese demasiado feas. R e n a t a no pudo deci-
sastre exigía algo á cuenta, amenazando con la
dir á Máximo á que se bañase. El joven tenía un
suspensión de crédito, y Renata se estremecía al
miedo horroroso al agua; cuando las olas llega-
pensar en el escándalo de un proceso, y sobre
b a n á mojarle sus botinas, palidecía y por nada
todo en un rompimiento con el ilustre modisto.
del mundo se h u b i e r a acercado á la menor escar-
Además necesitaba dinero n a r a su bolsillo: iban á
p a d u r a , huyendo siempre de las rocas y d a n d o
a b u r r i r s e enormemente ella y Máximo sino podían
g r a n d e s rodeos p a r a evitar la vista de ellas.
gastar algunos luises todos los días. Aquel niño
Saccard f u é dos ó tres veces á v e r «á los niños»
tan querido estaba sin un céntimo y registraba
aunque según decía, estaba agobiado por los ne-
inútilmente los cajones de su p a d r e . Su fidelidad
gocios. Hasta Tines de Octubre no volvieron á Pa-
y ejemplar conducta d u r a n t e siete ú ocho meses,
rís, y entonces fué cuando Arístides pensó seria-
obedecí in en gran parte á su carencia de dinero.
mente en unirse á su m u j e r . El negocio de Cha-
No siempre tenía veinte francos p a r a convidar á
r o n u e m a d u r a b a ; su plan era claro y brutal.
cenar á alguna entretenida, y entonces se r e t i r a -
Contaba j u g a r con Renata como lo h u b i e r a podido
ba filosóficamente al hotel. La joven, en todas sus
hacer con una querida. La joven estaba siempre
escapatorias, le daba su portamonedas p a r a que
a p u r a d a por falta de dinero, y su orgullo la i m -
pagase en los r e s t a u r a n e s , en los bailes y en los
pedía a ;udir á su marido, como no fuese en últi-
teatrillos, y continuaba tratándole m a t e r n a m e n -
m o extremo. Arístides se propuso aprovechar la
te, pagando ella misma con sus enguantados dedos
p r i m e r a petición de su mujer, para ser galante y
en la pastelería donde e n t r a b a n todas las tardes
r e a n u d a r con ella, en medio de la alegría de algu-
p e l i r los cincuenta mil francos á su marido. Las
d comer pastelillos de ostras. Muy á menudo Mái-
últimas veces q >e Arístides había estado en su
ximo al levantarse se encontraba en su chaleco
cuarto para llevarla dinero, la había dado nuevos
algunos luises que Renata había puesto allí, como
besos en el cuello, cogiéndola de las manos y h a -
pudiese hacerlo una madre cariñosa con un estu-
d á n d o l a de su cariño. Las mujeres tienen un sen-
diante. Aquella hermosa vida de gustos, capri
tido muy delicado p a r a adivinar á los hombres,
chos satisfechos y placeres fáciles iba á concluir;
así es que Renata esperaba una exigencia, una
pero un temor todavía mayor les llenó de zozo-
venta tácita, conducida entre sonrisas. Y en efecto,
bra: el joyppo de Silvia, á quien Máximo debía
cuando pidió los cincuenta mil francos, él se asus-
diez mil francos, se incomodaba y hablaba de la
tó, diciendo que Sansonneau no prestaría semejan-
cárcel. Los pagarés que tenía en su poder, protes-
te cantidad, y que á él mismo le seria muy difícil.
tados ya hacía tiempo, habían ocasionado tales
Después, cambiando de voz y como si estuviese
gastos que la cuenta ascendía á t r e s ó cuatro mil
muy emocionado, m u r m u r ó :
francos m á s .
- N o se te puede negar nada. Voy á r e c o r r e r
Saccard declaró terminantemente que no h a r í a
todo París... Quiero que estés contenta. "
nada en el asunto: su hijo en Clichy llamaría la
Y aplicando los labios á su oído, besándola en
atención, y cuando lo sacase de allí se hablaría
los cabellos y con la voz temblorosa, añadió:
mucho de la esplendidez paterna. R e n a t a estaba
- M a ñ a n a por la noche te los t r a e r é á tu cuar-
verdaderamente desesperada: veía á su querido t o . . . sin p a g a r é .
niño preso en un inmundo calabozo y tendido so-
Renata contestó vivamente que no le corría tan-
b r e un montón de paja. Una noche le propuso se-
ta prisa y que no quería que se molestase hasta
riamente q'ie no saliese de sus habitaciones, y
tal punto. Arí.sndes, que acababa de poner su c o -
que viviese allí ignorado de todos y al abrigo de
razón entero en aquel «sin pagaré» que había d e -
los alguaciles, j u r a n d o que encontraría dinero.
jado escapar, y del cual se lamentaba, no pareció
Necesitaba cincuenta mil francos, quince mil para
haber recibido una respuesta desagradable, y se
Máximo, treinta mil para W o r m s y cinco mil para levantó diciendo:
sus gastos, poniéndose inmediatamente en campa-
- B u e n o ; pues á tu disposición... Encontraré la
ña para conseguirlos.
cantidad cuando la quieras, pero te advierto qu
Después de ciertas repugnancias se decidió á
éncaje blanco, adornado con lazos de r a s o y cor-
Sansonneau nada tiene que ver con ello. Es un re-
tado por un cinturón plegado en forma de b a n d a .
galo que me permito h a c e r t e .
Aquel traje, al que servía de complemento un
Y sonreía con aspecto de h o m b r e honrado,
sombrero provisto de amplio velo blanco, produ-
mientras Renata quedaba presa de cruel angustia, cía tan singular efecto en la sombría monotonía de
comprendiendo que iba á perder el poco equilibrio la escalera, que R e n a t a tuvo conciencia de la ex-
que le quedaba si se e n t r e g a b a á su marido. Su t r a ñ a figura que en ella hacía. Temblaba al a t r a -
último orgullo consistía en estar casada con el vesar la austera fila de vastas habitaciones, en las
marido, pero en ser la m u j e r del hijo. Frecuente- que los vagos personajes de los tapices parecían
mente, cuando notaba frialdad en Máximo, procu- s o r p r e n d e r s e a n t e aquel oleaje de faldas que cru-
r a b a hacerle comprender con claras alusiones zaba á través de la media luz de su soledad e t e r n a .
aquella situación; verdad es que el joven, á quien
Encontró á su padre en un salón q u e daba al
esperaba v e r caer á sus pies ante aquellas revela-
patio, y que e r a el que generalmente ocupaba.
ciones, permanecía indiferente, creyendo que lo
Leía un libro abultado, colocado en un atril que
que quería darle á entender es que él y su p a d r e se a d a p t a b a á los brazos del sillón en que estaba
no se encontrarían nunca en el gabinete gris. s e n t a d o , mientras delante de una de las ventanas,
Cuando Saccard salió, vistióse a p r e s u r a d a m e n - la tía Isabel hacía media con largas agujas de ma-
te é hizo e n g a n c h a r . Mientras su c a r r u a j e r o d a b a , dera, i n t e r r u m p i e n d o sólo el silencio de la habita*
iba pensando en el modo de pedir á su p a d r e los ción el tic-tac incesante de aquellas a g u j a s .
cincuenta mil francos. Se había a f e r r a d o á aque-
Renata se sentó, sintiéndose molesta y sin po-
lla brusca idea sin querer me litarla, sintiéndose
der hacer ningún movimiento, temerosa de a l t e r a r
débil en el fondo y presa de invencible temor an-
la severidad de aquel recinto con el r u m o r de sus
te aquel paso. Cuando h u b i llegado al patio del
vestidos, cuyos encajes resaltaban con vigorosa
hotel Bérand, con su húmeda y claustral tristeza, blancura sobre el fondo obscuro de los muebles y
se heló su s a n g r e y sintió de>eos de volverse a t r á s de los tapices. El señor Beraud du Chatel la con-
al subir la ancha escalera de piedra, en la que sus templaba con las manos puestas sobre el pupitre,
botinas resonaban fuertemente. En su precipita- y la tía Isabel hablaba del próximo matrimonio de
ción había cometido la torpeza de escoger un tra- Cristina con el hijo de un abogado muy rico; la
je de seda color hoja seca, con largos volantes de
•
joven había ?alido con una vieja criada para h a -
cer ciertos encargos, y la buena señora charlaba la emoción había trastornado. Cada vez que se
esforzaba por animarse y buscaba un medio p a r a
sola, con su voz cariñosa, sin cesar de hacer me-
pedirle el dinero, experimentaba g r a n s o b r e -
dia, hablando de los negocios de la casa, y diri-
salto.
giendo por encima de sus anteojos, risueñas mira-
- N u n c a se le ve á usted, querido p a d r e - m u r -
das á Renata.
muró.
Esta se aturdía cada vez m i s . Todo el silencio
¡Oh!—respondió la tía sin d a r tiempo á s u
del hotel pesaba sobre ella y h u b i e r a dado c u a l -
hermano á c o n t e s t a r , - t u padre sale ya muy poco
quier cosa por que los encajes de su vestido hu-
y solo va al Jardín de Plantas. Y aún para eso es
biesen sido negros. La mirada de su padre la
preciso que yo me enfade... Dice que en París se
molestaba tanto, que llegaba hasta el punto de ca-
Pierde y que Ja ciudad no se ha hecho para él...
lificar de ridículo á W o r m s por haberla puesto
¡Sí, bí, ya puedo servirle!
a q u j l l o s volantes tan grandes.
- M í marido tendría un v e r d a d e r o placer en que
—¡Qué hermosa estás, hija mía!—dijo de pron-
usted asistiese á algunas de n u e s t r a s recepciones
to la tía Isabel que aún no se había fijado en los
—continuó la j o v e n .
volantes de su s o b r i n a .
El señor Beraud du Chatel dió algunos pasos p o r
E interrumpió su tarea, asegurándose las gafas
la habitación y después dijo con acento tranquilo-
p a r a ver mejor á Renata; s u padre sonrió triste-
- D a l e las gracias á tu marido. Es un muchacho
mente.
activo y desearé por tu bien que haga h o n r a d a -
—Eso me parece un poco claro,—dijo,—y creo
mente sus negocios. Pero no tenemos las mismas
que con este t r a j e debe a n d a r una m u j e r muy com-
ideas y yo no me encuentro á gusto en vuestra
prometida por la calle.
hermosa casa del Parque Monceaux.
— ¡Pero, padre mío, no se sale así á pie!—excla-
La tía Isabel pareció afectarse a n t e aquella res-
mó Renata, lamentando en seguida aquella f r a s e puesta.
que se le había escapado.
- ¡ Q u é malos hace á los hombres la p o l í ü c a l -
El anciano iba á responder, pero se contuvo, y
d-jo alegremente. ¿Quieres s a b e r la verdad? Tu
levantándose del sillón se irguió con su elevada
padre e - t á enfadado con vosotros porque vais á las
• s t a t u r a y eshó á andar sin m i r a r á su Lija, á quien
U erias
' UNIVERSIWe DE NUEVO lEUf*
^ "ALFONSO RfcYES"
1625 MONTERREY. MEXHJ»
El anciano se encogió de hombros como que- Cuando en el muelle de San Pablo la clara luz del
riendo decir que su descontento se f u n d a b a en sol inundó el coche, acordóse de los cincuenta mil
otras causas más graves, y continuó paseando len- f r a n c s y todos sus dolores renacieron más vivos
t a m e n t e y pensativo. Renata quedó silenciosa un aún. Ella, que tan a t r e v i d a se creía, ¡qué débil y
momento, teniendo ya en los labios la petición, cobarde había sido! ¡Y, sin embargo, se t r a t a b a
pero se apoderó de ella un gran desfallecimiento de Máximo, de su liberLad y de los goces de am-
y besando á su padre se levantó p a r a m a r c h a r s e . bos! En medio de los a m a r g o s reproches que á sí
La tía Isabel la acompañó hasta la escalera. Al m i s m i se dirigía, surgió una idea en su mente que
a t r a v e s a r los salones continuó charlando con su la acabó de desesperar. Debiera haber pedido los
vocecilla cascada y alegre: cincuenta mil francos á la tía Isabel. ¿En qué ha-
—Eres feliz, querida niña mía, y me causa pla- bía estado pensando? Quizás la buena mujer le
cer el verte tan hermosa y tan bien p u e s t a , pues hubiera prestado aquella cantidad ó le hubiera
si tu matrimonio no hubiese dado buenos resulta- aconsejado un medio p a r a eucontrarla. Ya se in-
dos, te juro que me hubiese creído yo la culpable clinaba para ordenar al cochero que volviese al
de ello. Tu marido te quiere, tienes todo lo que hotel, cuando creyó ver la imagen de su padre
necesitas ¿verdad? atravesando lenta y magestuosamente el salón.
—¡Ya lo creo!—respondió Renata esforzándose Aquella visión le quitó el poco ánimo que la que-
por sonreir y con la muerte en el corazón. daba. ¿Qué excusa podría dar p a r a justificar aque-
La tía se detuvo algunos instantes con la mano lla segunda visita? Y no encontrándose con valor
apoyada en la barandilla. p a r a hablar del asunto á la tía Isabel, mandó ai
—Mira; lo único que me preocupa es que pudie- cochero que la llevase á casa de su cufiada. Sido-
r a s a t u r d i r t e con tu felicidad. Só p r u d e n t e y sobre nia lanzó un grito de alegr ía, cuando la vió empu-
todo no vendas nada, con objeto de que si un día jar la puerta, discretamente velada, de la tienda.
tienes un hijo le puedas d a r una fortuna. Se encontraba allí por casualidad, pues iba á ver
Cuando R e n a t a se encontró en el coche, un sus- al juez de paz, ante quien había citado á una pa-
piro de satisfacción dilató su pecho; gotas de su- rroquiana. Pero no importaba; faltaría á la cita,
dor irío caian de su frente y las enjugó pensando lo dejaría para otro día; se consideraba dichosa
en la humedad glacial del hotel B jraud. Después, con que su cuñada hubiese tenido al fin la amabi-
lidad de visitarla. Renata sonrió con embarazado
cedían del escuálido peinado de Sidonia. En el sitio
aspecto, y no permitiendo Sidonia que permane-
en que anteriormente había estado colocada la ca-
ciese abaj i, la hizo subir á la habitación por la
ma se veía el papel todo rozado, desteñido y su; ÍD.
escalerilla, después de h a b e r quitado el picaporte
La c o r r e d o r a había procurado ocultar aque-
de la tienda. Veinte veces al día quitaba y ponía
llo con los respaldos de dos sillones, pero eran
aquel picaporte.
algo bajos y Renata r e p a r ó en aquella huella
—Aquí, hermosa mía,—dijo haciéndola sentar,
del uso.
—podremos hablar cómodamente. F i g ú r a t e que
—¿Tienes algo que decirme?—preguntó.
llegas como llovida del cielo. Esta'noche pensaba
—Sí, es toda una historia,—dijo Sidonia, jun-
yo ir á tu casa.
tando las manos y con los gestos de un glotón que
Renata, que conocía la habitación, experimen-
va á contar lo que ha comido.—Figúrate que
taba en ella el mismo malestar que causa á un
M. de Saffré está enamorado de la hermosa se-
paseante un ángulo de bosque devastado en un
ñora Saccard... Sí, de ti misma, monona mía.
p a i s a j e querido.
Renata no hizo el más insignificante gesto de
—jAh! — dijo por fin.—¿Has cambiado la cama
coqueterí i.
de sitio?
—¿Pues no me habías dicho q u e estaba tan ena-
—Sí,—respondió tranquilamente la vendedora
morado de la señora Míchelin?
de puntillas.—A una de mis parroquianas le gusta
—¡Oh! eso ya ha terminado completamente,..
más que esté e n f r e n t e de la chimenea y ella ha
Si quieres te lo p r o b a r é . . . ¿N > sabes que la Mí-
sido también la que me ha aconsejado que ponga
chelin ha o b t e n i i o los favores del b a r ó n Gou-
cortinas e n c a r n a d a s .
raud? Es una cosa que no se comprende. Todos
—Ya me parecía q ie las cortinas tampoco
los que conocen al barón se quedan e s t u p e f a c -
eran las mismas... El encarnado es un color muy
tos... ¿Y no sabes qu ; también está en camino de
vu'gar.
conseguir el cordón rojo para su marido?... ¡Ah,
Renata se colocó el lente, examinando aquella es muy audaz la tal señora; no se queda corta ni
habitación que tenia el lujo de una habitación necesita á nadie para ir por el mundo.
amueblada. Sobre la chimenea encontró l a r g a s
Estas últimas frases las pronunció con un senti-
horquillas p a r a el pelo, que seguramente no pro-
miento de admiración.
—Pero volvamos á M. de S a f f r é .. Te ha reco- ¿sab 's lo que haría? Me dirigiría tranquilamente
nocí lo en un bai'e de a d r i c e « , envuelta en un á M. de Satfré p r i m e r o .
dominó y hasta se acusa de haberte ofrecido una Renata varió de un modo especial; y dijo:
cena poco decorosamente. ¿Es verdad? —No me parece eso muy conveniente, si es ver-
La joven quedó sorprendida. dad que está tan enamorado como tú dices.
—Completamente verdad, pero ¿cómo lo sabe Sidoma la dirigió una mirada p e n e t r a n t e , y
que e r a yo? poco ó poco su rostro pareció animarse, y son-
—Dice que te reconoció desDUés que ya habías riendo murmuró:
abandonado el salón, y recuerda que te vió salir —¡Pobrecita! Has llorado, se te conoce en los
del brazo de Máximo... Desde entonces está loca- ojos. No te amilanes, acepta la vida tal y como
m e n t e e n a m o r a d o de ti. Su corazón se halla es... No te preocupes, yo te a r r e g l a r é este
interesado ¿comprendes? un capricho.. Me ha asunto.
suplicado que viniera á p r e s e n t a r t e sus e s c u - Renata se levantó, y restregándose las manos,
sas... hacia crugir sus guantes, Permaneció de pie, vio-
—Está bien, dile que le perdono,—replicó Re- lentamente agitada por una lucha interna horri-
nata con sequedad. ble. Iba á a b r i r los labios acaso para aceptar
Luego, como recordase sus apuros, exclamó: cuando en la inmediata habitación oyó que sonaba
—[Si s u p i e r a s , Sidonia, cómo me encuentro! la campanilla.
Necesito de un modo imprescindible, p a r a m a ñ a - Salió Sidonia precipitadamente, por una p u e r t a
na á p r i m e r a hora, cincuenta mil francos. P a r a por la cual se v e í m en la otra pieza una doble fila
h a b l a r t e de eso he venido, pues por lo que te he de pianos. A los oídos de Renata llegaron el ruido
oído decir sé que conoces á algunos prestamis- de pasos de hombre y el r u m o r sofocado de una
tas... conversación en voz baj*. Maquinalmente fué á
Sorpendida Sidnnia por aq'iol imprevisto modo examinar la mancha amarillenta que en la pared
con que su cuñada le habló de sus angustias, tar- habían dejado los colchones. Aquella mancha la
dó algunos instantes en darle la respuesta. preocupaba y llegaba hasta molestarla. Olvidán-
—Sí, desde luego, pero me parece preferible dolo todo, Máximo, los cincuenta mil francos y
que antes recurrieses á los amigos. En tu lugar M. de Saffré, se quedó pensativa delante de la
cama; estaba mejor en el sitio de antes; induda-
pisadas que sonaban b r u t a l m e n t e en la habita-
blemente había mujeres que carecían p o r comple-
ción inmediata la exasperaban.
to de buen gusto; con toda seguridad cuando se
- M e voy,—dijo secamen'e.—Abreme.
estuviera en la cama, la luz daría en los ojos. Y
- N o seas n i ñ a , - e x c l a m ó Sidonia p r o c u r a n d o
vagamente vió levantarse en el f mdo de sus re-
s o n r e í r . - . . . ¿ Q u é e?cusa voy á darle después de
cuerdos la imagen del desconocido del muelle de
haberle dicho que estabas aquí?... Me comprome-
San Pablo, su novela en dos citas, aquel amor de
tes si te marchas...
casualidad que había gozado cuando la cama esta-
Pero la joven había ya bajado la escalerilla, y
ba en frente. De aquello no quedaba más que el
repetía delante de l a ' c e r r a d a p u e r t a de la tienda:
roce del papel pintado. Entonces, aquella habita-
—Abreme, ábreme.
ción la producía un males'ar, y ya se iba impa-
La vendedora de puntillas, sacando el picapor-
cientando por el continuo cuchicheo que se oia en
te de su bolsillo, intentó aún convencerla de que
la habitación inmediata, cuando entró Sidonia,
no se marchase. Por último, encolerizada y dejan-
abriendo y cerrando la p u e r t a con precaución,
do ver en el fondo de sus ojuelos grises toda la
haciendo señas con la mano y recomendándole
arce sequedad de su naturaleza, exclamó:
que habla-e bajito.
—Pero en fin, ¿qué quieres que le diga?
De-pués, acercándose á ella, la dijo al oído:
- Q u e aún no me v e n d o , - c o n t e s t ó R e n a t a ya
—¿Sabes lo que ocurre? Está ahí M. de S^ffré.
con un pie en la acera.
—¿No le h a b r á s dicho que estoy a q u í ? - d i j o Re-
Marchándose ya, le pareció oir á Sidonia que
nata con inquietud.
m u r m u r a b a , cerrando bruscamente la p u e r t a :
La corredora pareció quedar s o r p r e n d i d a , y
«Anda, necia, me las pagarás».
contestó con la mayor candidez:
- P r e f i e r o mil veces á mi m a r i d o . - d í j o s e la jo-
—Sí que se lo he dicho... Está ahí f u e r a e s p e - ven al subir en el coche.
r a n io que le diga que entre. Eso sí, no le he ha-
Fué directamente al hotel, y por la t a r d e dijo á
blado de los cincuenta mil francos.
Máximo que no fuera, porque estaba mala y nece-
La j o v e n , completamente p á l i d a , se levantó sitaba descansar.
como si le hubiesen dado un latigazo. Una oleada Al día siguiente, cuando le entregó los quince
de dignidad y orgullo subió á su rostro. Aquellas mil francos para el joyero de Silvia, se quedó cor-
LA CANALLA ,-4 TOMO IL
B I B
WECAu m m m ; :
- 51 - "ALFGttSQ
. . . *W»-I«25M0 NT HWtolftsJi
tada ante su sorpresa y sus preguntas. Le dijo veniente en e n t r e g a r s e á cualquiera. Si hasta
que su marido había hecho un buen negocio y se aquel instante el recuerdo de su marido se había
mezclado algunas veces al incesto como un re-
los había dado. Pero desde aquel día se tornó más
cuerdo voluptuosamente doloroso, el marido, el
extravagante; cambiaba frecuentemente las h o r a s
hombre mismo, se confundía entonces en él con
de las citas, y muchas veces también le esperaba
tal brutalidad que convertía sus más dolorosas
en la estufa para decirle que se r e t i r a r a . A Máxi-
sensaciones en terribles dolores. Ella que gozaba
mo le inquietaban poco aquellos cambios de hu-
en los refinamientos de su falta y que soñaba con
mor, pues se complacía en ser una cosa obediente
placer en apartado y sobrehumano paraíso en el
en manos de las m u j e r e s . Lo que más le a b u r r í a
que los dioses gozasen sus amores en familia, ro-
e r a el aspecto moral que algunas veces t o m a b a n
daba en una bacanal v u ' g a r , compartida entre
sus entrevistas. R e n a t a se entristecía, y h a s t a al-
dos hombres. En vano intentó gozar la infamia.
gunas veces se escapaban gruesas lágrimas de sus
Ofrecía los labios, calientes todavía por los besos
ojos, a c o s t u m b r a n d o á interrumpir en ocasiones
deSaccard, á los besos de Máximo, y su curiosi-
la canción del «hermoso mancebo» de la Bella
dad descendiendo hasta el fondo de aquellas mal-
Elena, p a r a entonar los cánticos del colegio, y pre- ditas voluptuosidades, llegó hasta mezclar aque-
guntar á su a m a n t e si no creía que su falta sería llas dos t e r n u r a s , buscando al hijo en los abrazos
castigada t a r d e ó temprano. del p i d r e . De aquel viaje á lo desconocido del
—Decididamente se va haciendo vieja—pensa- mal, de aquellas ardientes tinieblas en las que
ba Máximo. confundía su doble amante con temores que co-
R e n a t a sufría entonces c r u e l m e n t e y hubiera municaban cierta r a b i a á sus p l a c e r e s , salía
p r e f e r i d o entonces aceptar las relaciones de M. de siempre más espantada y más a t o r m e n t a d a que
Saffré. Si se había sublevado en casa de Sidonia, nunca.
había sido cediendo á un impulso intuitivo de
Reservándose aquel d r a m a para sí sola, duplicó
dignidad, á la repugnancia de aquella venta pro-
el sufrimiento con la fiebre de su imaginación.
puesta t o t a l m e n t e ; pero en los días sucesivos
Antes hubiera querido morir que confesar la ver-
cuando esperimentó las angustias del adulterio,
dad á Máximo, con el sordo temor de que el joven
todo en ella se hizo sombrío, y se consideraba
se indignase y la a b a n d o n a r a , y sobre todo, con
tan despreciable, que no hubiese tenido incon-.
- fifi —
mímica. De Hipólito hacía un mocetón pálido, ac-
la creencia absoluta de lo monstruoso de su peea- tor mediano, que lloriqueaba su papel.
do, que antes hubiera atravesado desnuda el par- — ¡Qué imbécil!—murmuró Máximo.
que, q u e confesar en voz baja su v e r g ü e n z a . P o r Pero la Ristori, con sus robustos hombros, agi-
otra parte, continuaba sien lo la aturdida que tados por Jos sollozos, con su trágico semblante y
a s o m b r a b a á París con sus estravagancias. La sus fornidos brazos, conmovía profundamente á
asaltaban nerviosas alegrías y concebía caprichos Renata. F e d r a era de la s a n g r e de Pasifae, y la
prodigiosos de los que se ocupaban los periódicos, joven se preguntaba de qué sangre podría ser ella,
designándola p o r sus iniciales. Durante aquel la incestuosa m o d e r n a . De la obra no veía más
tiempo fué cuando quiso batirse seriamente á pis- que aquella mujer, a r r a s t r a n d o p o r el escenario
tola con la duquesa de Sternich que había hablado el crimen de la antigüedad. En el p r i m e r acto,
mal de ella y vertido un vaso de ponche sobre su cuando Fedra confía á Anone su criminal pasión,
vestido, siendo preciso que su cuñado el ministro en el segundo cuando se declara ardientemente á
se enojase. Otra vez apostó con la señora Lauwer- Hipólito, y después en el cuarto, cuando la vuelta
cus á que r e c o r r e r í a en menos de diez minutos la de Theseo la confunde, y se maldice á sí misma
pista de Lougchamps. El mismo Máximo se asus- en una crisis de sombrío f u r o r , lanzó un grito tal
taba ya de aquella cabeza destornillada, y en la de pasión salvaje, de deseo s o b r e h u m a n a m e n t e
que creía oir por la noche, sobre la almohada, voluptuoso, que la joven sintió estremecerse sus
todo el ruido de una ciudad ansiosa de placeres. carnes á impulsos de sus propios deseos y de sus
Una noche fueron juntos al teatro Italiano, en- propios remordimientos.
trando sin ni siquiera m i r a r el cartel. Querían —Atiende,—dijo Máximo á su oído,—vas á oir
ver á la Ristori, la célebre trágica italiana, que á Theramene. ¡El viejo reciia muy bien!
llamaba la atención de todo París. Se representa- El actor empezó á r e c i t a r con cavernosa voz:
ba Fedra. Máximo r e c o r d a b a aún el repertorio
«Apenas salimos da las puertas de Tressene,
clásico y Renata sabía bastante bien el italiano Iba él en su carro...»
para seguir la o b r a . El d r a m a produjo en ella una
emoción hondísima, en aquel idioma cuyas sonori- Pero Renata mientras hablaba el viejo ya no
dades en ocasiones le hacían el efecto de un sim- miraba ni oía. La l á m p a r a la cegaba; hasta ella
ple acompañamiento de orquesta, realzando la
- u -
y que se cotizaban en el gran mundo como lo« sujeto sobre la f r e n t e , y volvía á ver como emble-
valores de Bolsa. La señora de Gilende e r a tan ma de justificación y redención, al emperador
estúpida y tan bien formada, que tenía por aman- atravesando del brazo de un general por e n t r e
tes á tres oficiales á la vez, sin poderlos distinguir una doble fila de cabezas inclinadas.
á causa de sus uniformes, lo que daba motivo á la El único hombre que la inquietaba, era Bautis-
mala lengua de Luisa, que para saber con cual de ta, el ayuda de cámara de su marido. Desde que
los tres hablaba, los hacía poner en camisa. La Saccard se mostraba galante con ella, aqtfel cria-
condesa Vanska le r e c o r d a b a los paseos en que do pálido y respetuoso le parecía que e r a un
había cantado, y las aceras á lo largo de las cua- mudo reproche. No la miraba nunca; sus ojos
les la había visto vestida de india, rodando como tranquilos se dirigían por encima de s u cabeza
una loba. Cada una de aquellas mujeres, tenía su con el pudor de un sacristán huyendo de m a n c h a r
llaga visible y triunfante. Después, dominándolas su vista con la cabellera de una p e c a d o r a . Figu-
á todas, la duquesa de Sternich se alzaba fea, en- rábase Renata que él lo sabía todo y hasta, de
vejecida, hastiada, con la gloria de h a b e r com- atreverse, hubiera comprado su silencio. Cuando
partido una noche su cama con el e m p e r a d o r : re- se encontraba con Bautista sentía una especie de
presentando el vicio oficial, conservaba así como inquietud y respeto, pensando que toda la honra-
una majestad del libertinaje y una soberanía so- dez del hotel se había refugiado bajo el f r a c ne-
b r e toda aquella ilustre pléyade de cortesanas. gro del fámulo.
Entonces la incestuosa se acostumbraba á su Un día, no pudiendo contenerse más, p r e g u n t ó
falta como á un t r a j e de gala cuya rigidez le h u - á Celeste:
biese molestado al principio. No hacía más que — 0 B iutísta bromea con las criadas? ¿Se le co-
seguir la moda, vistiéndose y desnudándose como noce alguna querida?
los demás, y concluyó por creer que vivía en un —¡Ah! ¡pues sí!—se_limitó á contestar la c a m a -
mundo superior á la moral común, en el que los rera.
sentidos se aguzaban y se desarrollaba, y en que —¿Sin duda te ha hecho el amor?
era permitido estar desnuda p a r a el goce del —¡"Ca!... si nunca mira á las m u j e r e s . . . Apenas
Olimpo entero. El mal se convertía en lujo, en si le vemos de tarde en t a r d e . Siempre está en laa
una flor prendida en los cabellos, en un diamanta habitaciones del señor ó en las cocheras.
A R e n a t a le i r r i t a b a aquella honradez é insis- probabilidad de un matrimonio que le hubiese pa-
tía, porque hubiera querido poder despreciar á recido una relajación siniestra y un robo, sufría
todo el mundo, y aunque sentía afecto por Celes- con las familiaridades y la confianza de los jóvenes.
te, se h u b i e r a alegrado de saber que ésta tenía Cuando hablaba á Máximo de Luisa, el joven se
amantes. reía y le refería las ocurrencias de la muchacha,
—Y á tí, Celeste, ¿no te parece que Bautista es diciendo:
un buen muchacho? —¿Pues no me llama su hombrecito esa chi-
—¡A mi, señora!—exclamó Celeste con el sem- cuela?
blante estupefacto del que acaba de oir alguna Y manifestaba tal libertad de pensamiento, que
cosa maravillosa.—Otras cosas me preocupan. No Renata no se atrevía á darle á entender que aque-
me interesa ningún hombre. Ya tengo hecho mi lla rapaza tenia ya diecisiete años, y que sus jue-
plan, q u e comunicaré á usted más adelante. No gos de manos, su entusiasmo en los salones y su
soy tan tonta como todo eso. afición á esconderse en los rincones más obscuros
R e n a t a no pudo sacar nada en limpio. p a r a poder liablar mal de todo el mundo, la inco-,
Cada día estaba más preocupada: su ruidosa modaban y la molestaban.
vida, sus locas c o r r e r í a s , encontraban numerosos Un capricho vino á d a r á la situación carácter
obstáculos que vencer y conira los cuales se es- singular: Renata tenía frecuentemente necesidad
trellaban algunas veces. de hacer demostraciones de cariño á Máximo. Le
Así f u é como Luisa de Mareu l se interpuso un conducía d e t r á s de alguna cortina ó puerta, y allí
día entre ella y Máximo. Renata seiiiía celos de le besaba, á riesgo de ser vistos. Una noche, es-
«la j o r o b a d a s , como la llamaba despreciativamen- tando el saloncito botón de oro lleno de gente,
te; sabía que estaba de&hauciada por los médicos, tuvo la ocurrencia de llamar á Máximo, que esta-
y que Máximo no se podía casar con ella, a u n q u e ba charlando con Luisa: Renata se adelantó al
le llevase un millón de dote. En medio de sus fal- encuentro de Máximo, que ya acudía, y al llegar
tas, conservaba cierta infantil candidez p a r a juz- detrás de dos macizos, le besó bruscamente en la
g a r á las personas queridas, y aún cuando ella se boca, creyéndose suficientemente oculta. Pero
despreciase, las consideraba de buena fe, superio- Luisa había seguido á Máximo, y cuando los aman-
r e s y dignas de aprecio; pero aún desechando la tes alzaron la cabeza, vieron á la joven cerca de
ellos, mirándoles con e x t r a ñ a sonrisa, sin rubori-
zarse ni asombrarse, con el semblante tranquilo y elección era todo un poema heroico-cómico, del
amistoso de un compañero de v.cio, bastante en- cual se ocuparon los periódicos por espacio de un
tendido p a r a comprender y s a b o r e a r aquel beso. mes. M Ilupel de Noue, prefecto del departamen-
Máximo se asustó de v e r a s , pero Pvenata se mos- to, había desplegado tal energía que los otros can-
tró gozosa é indiferente. Todo había terminado, y didatos no pudieron haxcer públicos sus p r o g r a m a s
e r a ya imposible que la jorobada le quitase su ni distribuir sus candidaturas. Por consejo suyo,
presa. La joven pensaba: M. de Mareuil llenó la circunscripción de mesas,
—Debiera haberlo hecho expresamente. Ahora en las que los aldeanos bebieron y comieron d u -
ya sabe que «ese hombrecito» me pertenece. rante una semana. Prometió además un f e r r o c a -
Máximo se tranquilizó encontrando á Luisa tan rril, y la construcción de un puente y t r e s igle-
alegre y tan divertida como antes. sias. El candidato tuvo un éxito estrepitoso, alcan-
P o r otra parte, Renata se inquietaba con razón, zando una mayoría inmensa. P e r o cuando la
pues Saccard pensaba desde algún tiempo en el Cámara, ante la c a r c a j a d a de Francia entera, se
matrimonio de su hijo con Luisa. Había de por vió obligada á desechar á M . de Mareuil, el minis-
medio un millón que no quería d e j a r escapar, tro sintió una ira terrible contra el prefecto y el
pensando en meter mano después á aquel dinero. desgraciado candidato que tan torpes se habían
Al principio del invierno tuvo Luisa que g u a r d a r mostrado. Habló hasta de poner en la c a n d i d a t u r a
cama d u r a n t e t r e s semanas, y tal miedo sintió oficial otro nombre y M. de Mareuil se asustó, ha-
Saccard al v e r que se moría antes del proyectado bía gastado trescientos mil francos en el d e p a r t a -
enlace, que decidió casar á los chicos en seguida. mento; poseía en él g r a n d e s propiedades, en las
Verdad es que eran demasiado jóvenes, pero á los cuales se aburría, y que seria preciso revender
médicos les inspiraba cuidado el estado de salud con gran pérdida. Por este motivo fué á explicar
de la joven. Por su parte, M. de Mareuil, estaba á un querido colega que le hablase á su hermano
en una situación muy delicada. Había conseguido y le prometiese en su nombre una elección en to-
p o r fin ser proclamado diputado, pero la Cámara da regla. Entonces fué cuando Saccard volvió á,
acababa de anular su elección, que produjo ver- hablar del matrimonio de los chicos y cuando los
dadero escándalo en la Comisión de actas. Aquella padres lo resolvieron definitivamente.
Máximo experimentó alguna contrariedad al
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consultarle su p a d r e acerca del asunto; Luisa le principio en sus amorosas relaciones mayor vo- .
hacía gracia, su dote le seducía, dijo q u e sí y luptuosidad, en cambio le impedía r o m p e r con
aceptó todas las fechas que Saccard quiso fijar por ella, como ya lo h u b i e r a hecho seguramente con
a h o r r a r s e el t r a b a j o de discutir. Pero en el fondo otra m u j e r . No hubiera vuelto; aquel era su siste-
ya sabía que no se arreglaría el negocio tan fácil- ma de reñir con sus queridas, p a r a evitarse toda
mente, pues Renata no consentiría de modo algu- cuestión y toda lucha. Pero se sentía incapaz de
no; lloraría, daría espectáculo y sería capaz de un rompimiento, y se abandonaba h a s t a con gus-
provocar algún escándalo gordo que a s o m b r a s e á to á las caricias de Renata; ésta continuaba mos-
todo'París. Aquello era muy desagradable. Enton- trándose maternal, pagaba por él y le sacaba de
ces ella le daba miedo. La joven le dominaba con apuros si algún acreedor le molestaba. P o r otra
sus inquietas miradas y tan despóticamente le po- parte, la idea de Luisa, la idea del millón de dote
seía, que Máximo creía sentir clavarse en sus hom- bullía de nuevo en el cerebro del joven y le hacía
b r o s las uñas de su m a d r a s t r a cuando ésta dejaba pensar, hasta en los brazos de Renata, que todo
caer en ellos su blanca mano. Su turbulencia se aquello era muy bonito, pero que no podía con-
convertía en b r u s q u e d a d , y en el fondo de su risa tinuar.
había sonidos extraños. Máximo temía realmente
Una noche se vió Máximo tan rápidamente des-
que una noche se volviese loca entre sus brazos.
hancado en casa de una señora donde frecuente-
Los remordimientos, el temor de ser sorprendida
mente se jugaba hasta el amanecer, que sintió
y los crueles goces del adulterio no se traducían
una de esas muchas iras de jugador cuyos bolsi-
en ella como en las demás mujeres, en lágrimas y
llos están vacíos. Hubiera dado todo un mundo
disgustos, sino en mayores extravagancias y en la
por poder a r r o j a r unos luíses más sobre el tapete.
necesidad cada vez más irresistible de bullicio. Y
Cogió su sombrero y con el paso maquinal de un
en medio de su creciente desvarío se empezaba á
.hombre impulsado por una idea fija, fué al P a r q u e
oír un rugido, el t r a s t o r n o de aquella e n c a n t a d o -
Monceaux, abrió la r e j a y se encontró en la estufa.
r a y admirable máquina que se rompía.
Eran más de las doce. Renata le había prohibido
Máximo esperaba una ocasión que le librase de ir aquella noche. Cuando ella le c e r r a b a la p u e r i a ,
aquella querida molesta. Decía que había hecho se marchaba sin esperar siquiera á una explica-
una tontería. Si su compañerismo había puesto al ción, aprovechando la dicha de gozar un día libre,
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entonce* el jovpn notó rpif> estaba h o r n b ' e m e n t Q
No se a c o r d ó de la prohibición de la j o v e n sino
p4IM-, P . r " r í a »¡chinda por un mudo espanto»
c u a n d o se e n c o n t r ó delante de la p u e r t a - v e o t a n a
Su« r n o a s interiores, los oncajps de su c a m i s a , col-
del saloncito, que e s t a b a c e r r a d a . G e n e r a l m e n t e ,
g i b a n como trágicDs girones s o b r e su e s t r e m e c i d a
c u a n d o él debía ir, R e n a t a d e s c o r r í a d e a n t e m a n o
piel.
la falleba de a q u e l l a p u e r t a .
La e x a m i n a b a con c r e c i e n t e a s o m b r o .
—¡Bahl—pensó al v e r p a r la v e n t a n a q u e a u n
había luz en el g a b i a e t e - t o c a d o r , — v o y á silbar y —¿Qué tienes? ¿Estás e n f e r m a ? — p r e g u n t ó l a .
/
- -
hallaba aún bajo la tutela de su m a d r e , basta el bian sentado, en tanto que él ' a s contaba una in-
punto de que sólo podía disponer de tarde en tar- digestión de Silva, c m la cual había comido la vís-
de de una docena de luises. Las noches en que pera. Después, sacando una cajiia del bolsillo de
Laura se dignaba aceptarlos, lamentándose y ha- su frac, ofrecióles pastillas Salió Laura de su dor-
blando de cien mil francos que necesitaba, el du- mitorio y al ver que ya iban llegando muchos se-
que suspir ba y le prometía aquella cantidad para ñores, hizo p a s a r á Sansonneau á un r e t r e t e situa-
cuando él f íese el amo. Entonces f u é cuando tuvo do en uno de los extremos del salón, del cual les
la .dea de hacerle t r a b a r amistad con Sansonneau separaba una doble puerta.
un buen amigo de la casa. Los dos hombres fue- —¿Traes el dinero?—le preguntó cuando e s t u -
r o n á almorzar juntos á Tortoni, y á los postres, vieron solos.
Sansonneau, refiriendo sus amores con una linda Sansonneau se inclinó galantemente, golpeando
española, d.jo que "conocía pre.-tamistas, pero al propio tiempo el bolsillo interior del frac,
aconsejó calurosamente á Rozán que no se entre- —¡Oh g r a n Sar!—murmuró la joven entusias-
gase nunca en manos de ellos. Aquella co^fi len- mada, estrechándole entre sus brazos y besán-
c a trastornó al duque, quien terminó por a r r a n - dole.
car á su buen amigo la promesa de ocuparse de — E ^ r a , — a ñ a d i ó , — q u i e r o en seguida los mo-
su negocio y tan bien se ocupó, que quedó en nises Rozán está en mi cuarto, voy á bus-
que aquella misma noche le llevaría el dmero á carle.
casa de Laura.
Sansonneau la detuvo, y besándola á su vez e n
Guando Sansonneau llegó, no habla en el salón los hombros, dijo;
de la Aurigny m á s q U e cinco ó seis mujeres, quie- —¿Sabes ya la comisión que te he pedido
nes le cogieron de la mano y saltaron á su cuello áti?
con furiosa ternura, llamándole .el gran Sar», di- —¡Pues e<? claro, borrico! Está convenido.
nunutivo cariñoso que Laura había inventado El Y volvió conduciendo á Rozán. Sansonneau es-
con voz aflautada, respoudía: taba más correctamente vestido que el duque, en-
—.Quietas, quietas, gat.tas mías, que vais á guantado con más pulcritud y encorbata ' o con
a p l a s t a r m e el s o m b r e r o ! más ar e. Se estrecharon con negligencia las ma-
Calmadas ya, rodearon la butaca en que se h a - nos y hablaron de las c a r r e r a s de la antevíspera,
- 79 - " A i F U m
fcYtS"
A M e . 1625 MONTERREY, M£X,Cf
fin, cada maestrico tiene su librico. No nos que- —¡Un recibo de trescientos mil francos!—dijo
da, por consiguiente, más que pagar. riendo Saccard,—¡estaríamos arreglados! Es pre-
ciso, según nuestros inventos, que la propiedad
—Precisamente e n ese punto es en el que nos
sea tasada en dos millones y medio, y por lo tan-
tenemos que poner de acuerdo. Mañana llevaré la
to, el recibo será de la mitad.
escritura de cesión á mi mujer, y ella no t e n d r á
que h a c e r más que remitir á usted dicho documen- —¿Y querrá firmarlo su m u j e r de usted?
to para recibir la cantidad convenida... Es prefe- —Sí, hombre; ¿no le digo á usted que ya está
todo arreglado? ¡Qué diantre! ¡Le he dicho que
rible evitar toda entrevista.
esta era la primera condición que exigía usted!
En efecto, nunca quiso que Sansonneau fuese á
Usted nos pone el puñ il en el pecho con la quie-
su casa con carácter de intimidad. Jamás le invi-
bra, ¿cómpren l e usted la cosa? Y por esta cir-
taba, y únicamente le acompañaba á su casa los
cunstancia es por lo que he fingido d u d a r de us-
días en que e r a preciso que se viesen, jero
I ted, acusándole de q u e r e r estafar á los acreedo-
aún así, esto no ocurrió más allá de tres ve-
res... ¿Acaso cree usted que mi m u j e r entiende de
ces.
estas cosas?
Casi siempre trataba en representación de su
Sansonneau movía la cabeza, m u r m u r a n d o :
—De todos modos hubiera usted debido buscar Al entrar en el salón, Saccard, quedó s o r p r e n -
otro medio más sencillo. dido y aún algo contrariado al ver á Máximo. El
— P e r o ¡<i esto no lo puede ser m á s ! - d i j o Sac- joven estaba u n t a d o en un confidente, c< rea de
c a r d admirado.—¿Qué encuentra usté i aquí que una señora rubia, que le contaba con monótono
acei.to una larga historia, la s u y a sin duda. Ilabía
sea complicado?
oído en efecto la conversación de su padre y San-
Arísti ' e i no tenía conciencia del increíble nú-
sonneau: los dos le parecían unos grandes pillas-
mero de hilos que añadía al negocio más vu'gar:
tres y enojado aún p o r la traición de Renata, go-
gozaba v e r d a d e r a m e n t e con aquel cuento estrafa-
zaba cobardemente con la idea de que la joven
lario que había referido á Renata, y lo que más le
iba á ser objeto de un robo. Aquello era p a r a él
entusiasmiba é r a l a imprudencia d é l a mentira,
una venganza. Su padre se acercó, con a i r e rece-
la acumulación de dificultades y la asombrosa
loso, pero Máximo, mostrándole á la rubia, le d i -
complicación de la intriga. Ya habría podido te-
jo al oído:
n e r m icho tiempo antes los t e r r e n o s , á no ser por
—No es mala, ¿verdad? Voy á conquistarla p a r a
h a b e r ideido aquel embrollo, pero á no ser así no
esta noche.
h u b i e r a gozado t a u t o . Además había puesto un
Saccard entonces se hizo el pollo galante. Lau-
Cándido empeño en hacer del negocio de Charon-
ra de Aurigny se unió á ella un momento, q u e j á n -
ne t )do un melodrama financiero.
dose de que Máximo apenas si la visitaba u n a vez
Se levantó, cogió del brazo á Sansonneau, y di-
al mes. El joven coutestó que había estado muy
rigiéndose hacia el salón, dijo:
ocupado, lo cual hizo reír á todos, y añadió que
—Me ha entendido usted ¿no es así? Por ahora
en adelante le verían en todas p a r t e s .
limítese usted á s e g u i r mis instrucciones y luego
—He escrito una tragedia—dijo—y hasta ayer
me a p l a u d i r á . . . Querido mío, hace usted m a l e a
no terminé el último acto... Ahora espero descan-
llev ir guantes amarillos... Eso es lo que le echa á
sar en casa de todas las bellezas de P a r í s .
usted á perder. I
Y reía y gozaba con todas s u s alusiones que él
¡Oh! — m u r m u r ó sonriendo el agente —los
solo podía comprender. Entretanto no habían que-
guantes tienen la buena condición, querido maes-
dado en el salón más que Rozán y Sansonneau.
tro, de que con ellos se puede tocar todo sin en-
Padre é hijo se levantaron y entonces la de Au-
suciarse.
rigny habló en voz b a j a al duque, quien pareció
quedar contrariado y sorprendido. neau no aceptó; c e r r ó la p u e r t a él'mismo y dió
—No; de verdad, esta noche no—dijo Laura á orden de a r r e a r al cochero, quedándose en la ace-
media vuz viendo que el duque no se levantaba ra con los otros dos, charlando y sin alejarse.
de la butaca.—Tengo jaqueca. Mañana lo pro- —¡Ah, p -bre Rozán!—exclamó Saccard que lo
meto. comprendió todo.
Sansonneau j u r ó que se equivocaban, que se
Rozán no t u v o más remedio que m a r c h a r s e y
cuando estuvo en la antesala Laura dijo rápida- reía de aquellas cosas y q u e era algo más prác-
m e n t e á Sansonneau: tico. Pero como los otros dos continuaban bro-
—Eh, g r a n Sar. Ya ves que soy m u j e r de pala- meando y el frío e r a m u y intenso, acabó p o r
b r a . . . Embístele en su coche. decir:
—¡Y bien, tanto peor, voy á llamar!... Son uste-
Guando la r u b i a se hubo despedido de aquellos
des muy indiscretos.
señores para subir á su habitación que estaba en
— ¡Buenas noches! — dijo Máximo cuando la
el piso superior, Saccard se quedó asombrado al
puerta se c e r r a b a .
ver que Máximo no la seguía.
Y cogiéndose del b r a z o de su p a d r e , subió con
—Pues, ¿y eso?—le preguntó.
él el bulevar. Ila- ía una de esas claras noches de
—Lo he peusado mejor y he desistido— respon-
helada. Saccard decía que ya tenía t r a b a j o San-
dió el joven.
sonneau, pues con la de Aurigny no se podía ser
Después tuvo una ocurrencia feliz.
más que amigo. De aquí llegó hasta hablar mal da
—Te c e i o ini puesto si quieres. "Decídete, por-
los amores con aquellas muchachas, mostrándose
que todavía no h a b r á cerrado su p u e r t a .
moral y pronuncian lo sentencias y consejos de
El padre se encogió de hombros, diciendo:
asomb-osa prudencia.
— Gracia«; por el momento tengo algo mejor
- Mira—decía á su hijo—eso, como todo, tiene
que todo eso, querido niño.
su época... En ella se pierde la salud y no se goza
Los cuatro hombres b a j a r o n . Ya en la calle, el
la verdadera dicha. Ya sabes que no soy un cursis:
duque quería llevarse á ¡Sansonueau en su coche,
pues bien, estoy harto, me retiro.
puesto q ae su madre vivía en el Alarais y hubiera
Máximo se b u r l a b a ; detuvo á su padre, y con-
dejado al agente á la puerta de su casa. Sansón-
templándole á la clara luz de la luna declaró que
\
tenía «una buena cabeza.» Saccard sepuso todavía cara. . y además es preciso mantener una quinta.
más serio. Después el gasto de la casa es mayor, los trajes,
—Búrlate todo l o q u e quieras. Te repito que no los placeres particulares de la señora, las amigas,
hay nada como el matrimonio para conservar á todo el infierno y su t r e n . '
un h o m b r e y hacerle dichoso. Se encontraba en un momento de extraordina-
Entonces le habló de Luisa y a f b j ó el paso para ria virtud. El éxito de su n gocio de Charonne
t e r m i n a r aquel asunto, ya que de ello hablaban. le producía en el corazón ternezas de idilio.
La cosa estaba completamente a r r e g l a d a : había —Yo,—continuó,—había nacido para vivir feliz
fijado con M. de Mareuil la fecha de la firma del é ignorado en el fondo de alguna aldea, rodeado
contrato para el domingo siguiente al primer jue- de toda mi familia... Nadie conoce mi c a r á c t e r ,
ves de Cuaresma. Aquel día debía celebrarse una hijo mío... Mi aspecto es así, como de bullicioso,
g r a n reunión en el hotel del Parque Monceaux y pues muy al contrario: mi anhelo sería estar
la aprovecharía para anunciar públicamente la siempre al lado de mi mujer; abandonaría todos
boda. Máximo asintió á todo. Se había desemba- mis negocios á cambio de una modesta r e n t a que
razado de Renata y no veía obstáculo ninguno: se me permitiese r e t i r a r m e á Plassans... Tú vas á
entregaba á su padre del mismo modo que antes ser rico, procura hacerte un nido en el que viváis
se había entregado á su m a d r a s t r a . como dos tortolillos. ¡Eso es tan bueno! I r é á v e -
—Convenido,—dijo á Saccard.—Pero no digas ros y gozaré con ello.
nada á Renata. Sus amigas se burlarían de mí; Al fin concluyó por hablar lacrimosamente.
prefiero que lo sepan cuando todos. Entre tanto,'habían llegado á la v e r j a del hotel
Arístides le ofreció no decirlo. Después, y al y continuaban charlando. Sobre aquellas alturas
llegar hacia la altura del bulevard Malesherbes, de París, soplaba el viento más frío. Ni un ruido
le volvió á dar infinidad de excelentes consejos y se escuchaba en la noche pálida y blanqueada
le indicó lo que debía hacer p a r a que su casa fue- por el hielo.
se un paraiso. Máximo, sorprendido de las ternezas de su pa-
— S o b r e t o d o , no r o m p a s nunca con tu m u j e r . dre, hacia un instante que tenía una pregunta en
Esa es la mayor b a r b a r i d a d . Una mujer con quien los labios.
no se está, en relaciones, cuesta un ojo de la —Pero t ú , - d i j o al fin,—me parece que... ^
- sé -
de su padre. Pero todo esto confusamente, con el
-¿Qué?
único y exclusivo deseo de fumar un cigarro en
—¿Con tu mujer...?
su cuarto y reanudar su confunza. Si la encon-
Saccard se encogió de hombro?.
traba de buen humor, contaba hasta anunciarla
—^í, e ; verdad. Yo era un imbécil, y por eso
su matrimonio, para hacerla comprender que sus
te hablo por experiencia... Pero al fin, nos hemos
am>res debían quedar muertos y enterrados.
vuelto á reunir, y esta vez por completo. Pronto
Cu indo hubo abierto la puertecita, cuya llave
hará stis semanas. Guando no me retiro tarde,
aforiunadamente conservaba, concluyó por decir-
por la noche, voy á buscarla á su habitación.
se á sí mismo que después de la confidencia de
Hoy, la pobrecita cordera, tendrá que pasarse
su padre, aquella visita era necesaria y conve-
sin mí, porque voy á trabajar hasta ser de día,
niente.
¡Qué admirablemente formada está! .
En la estufa silbó como la noche anterior, pero
Al ver que Máximo le tendía la mano, le
no tuvo que aguardar. Renata le abrió la puerta
r e t u v o y añadió con voz más baja y tono confi-
del saloncito y echó á andar silenciosamente. La
dencial:
joven acababa de llegar de un baile del Ayunta-
—La cintura es como la de Blanca Muller ¿sa-
mi ¡nto y todavía llevaba el vestido, un traje blan-
bes? pero diez veces más flexible. Y las caderas
co de tul buíloiado, sembrado de lazos de raso.
tienen un contorno y una delicadeza...
Las fildas estaban guarnecidas con un ancho
Y concluyó diciendo al j o v e n , que se mar-
encaje de azabiche blanco, que á la luz de
chaba:
los candelabros tomaba reflejos de azul y rosa.
—Tú eres como yo, tienes corazón; t a mujer
Cuando Máximo, ya arriba, la miró, se conmo-
s e r á feliz... llasta la vista, hijo mío.
vió al ver su palidez y la profunda emoción que
Guando Máximo se hubo desembarazado de su
la embargaba; sin duda Renata no le esperaba,
padre, dió rápidamente la vuelta al parque. Lo
pues se había alterado al verle llegar. Celeste en-
q u e a c a b . b a de oir le sorprendía de tal modo,
tró, volviendo del guardarropas con una camisa
que sentía la irresistible necesidad de ver á Re-
de dormir, y los amantes continuaron guardando
nata. Querit pedirla perdón de su brutalidad,
Si encio, esperando que la camarera se marchase
saber por qué le había mentido, nombrándole á
para hablar. Generalmente no se guardaban de
M. de Saffré y conocer la historia de las ternezas
UN!!f£fíS!Offl-Ttt'W}EVO (.E0.Y
BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
ge levantó, f u é á m i r a r el espacioso lecho gris y
ella, pero en aquella ocasión, les daba cierta ver-
rosa, pero se detuvo en uno de los ramos de la al-
güenza pensar en las cosas que se tenían que
fombra, volviendo la cabeza para no v e r desnudo
decir.
el redondo é incitante seno de la joven. Aquello
Renata se hizo desnudar en el dormitorio, en el
era instintivo; no se consideraba su amante y no
que había un gran fuego. La c a m a r e r a despren lió
tenía derecho á verla. Después sacó un cigarro
los alfileres y fué despojándola de todos los ador-
del bolsillo y lo encendió, usando del permiso que
nos, uno á uno, sin darse mucha prisa. Máximo,
Renata le había dado para fumar en sus habita-
aburrido, cogió maquinalmente la camisa que se
ciones. Por último, Celeste se retiró, dejando á la
encontraba á su lado, sobre una silla, y se puso á
joven junto al fuego, completamente vestida de
calentarla ante la llama, inclinado y con los b r a -
blanco.
zos extendidos. En días más felices tenía la cos-
t u m b r e de hacer aquel servicio á Renata. Ellá se Máximo siguió paseando algunos instantes más,
sintió conmovida. El joven, al ver que Celeste no silencioso y mirando de reojo á R e n a t a , á quien
concluía, preguntó: parecía asaltar un nuevo estremecimiento. Plan-
—¿Te has divertido mucho en ese baile? tándose delante de la chimenea, con el c i g a r r o
—¡Oh! no; ya sabes que todos son iguales. Mu- entre los dientes, le preguntó con brusco acento:
cha gente, una v e r d a l e r a confus-ón. —¿Por q u é no me decías que el que anoche es-
Máximo volvió la c a m b a , que ya eslaba calien- taba contigo era mi padre?
te por un lado. La joven levantó la cabeza, abriendo desmesu-
—¿Qué t r a j e llevaba Adelina?—preguntó. radamen e los ojos y mirándole con suprema an-
—Un vestido malva, bastante mal combinado... gustia: después, una oleada de sangre enrojeció
Ella es pequeña y la ha entrado la r a b i a de los su semblante, y confundida de vergüenza se c u -
volantes. brió el rostro con las mauos, balbuceando:
H a b l a r o n de o t r a s mujeres. Entre tanto Máximo —¿Tú lo sabes? ¿Lo sabes?...
se a b r a s a b a los dedos con la camisa. Se rehizo sin embargo, y trató de mentir.
—Pero la vas á quemar,—dijo Renata con cari- —No es verdad... ¿Quién te lo ha dicho?
ñoso acento. Máximo se encogió de hombros.
Celeste cogió la camisa de manos del joven. Este —¡Pardiez! El mismo, que te e n c u e n t r a liada-
mente f o r m a d a y me ha hablado de tus caderas. y le oía hablar como si soñase; él la repetía, sia
Y dejó escapar un ligero gesto de despecho; dejar su cigarro, que no era razonable, que era
pero prosiguió paseando y diciendo con acento muy natural que tuviese relaciones con su mari-
en .jado y amistoso, e n t r e bocanadas de humo: do y que él realmente no podía incomodarse.
¡Pero eso de decir el nombre de un amante que no
—Verdaderamente no te comprendo. Eres una
se tiene! Y siempre volvía á lo mismo, á aquello
m u j e r singular. Ayer, tú tuviste la culpa de que
yo fuese grosero. Si me h u b i e r a s dicho que e r a que no podía explicarse y que le parecía realmen-
mi padre, me h a b r í a marchado tranquilamente. te monstruoso. Por último, habló de la «loca ima-
Yo no tengo derecho... ¡Pero rae nombraste á ginación» de las mujeres.
M. de Saffré! —Tienes la cabeza t r a s t o r n a d a , querida mía;
Renata sollozaba, tapándose la cara con las ma- es preciso cuidar eso.
nos. Máximo se acercó y se arrodilló a n t e ella, Después la preguntó con curiosidad:
separándola las manos á la fuerza. —¿Por qué me dijiste M. de Saffré y no cual-
era indiferente. Pero a h o r a . . . cuando lo veo aquí, Aquel tono burlón la hacía daño. R e n a t a repitió
bueno y afectuoso, entregándome un dinero que sus elogios, encontrando á su marido á g r a n altu-
París, sin una queja y arruináudose p o r mí... ¡Si de Charonne, de todo aquel embrollo, del que
nada había comprendido, como de una catástrofe
HK C A N A L L A . — 7 TOMO N .
en la que se había revelado la inteligencia y la marido la había prestado u s u r a r i a m e n t e , ni el que
bondad de Saccard, añadiendo que firmaría la es- esperaba robarle con aquellos ridículos cuentos
critura de cesión al día siguiente, y que si aquello propios para hacer dormir á los niños. La joven
era realmente un desastre, lo aceptaba en castigo le escuchaba pálida y con los dientes apretados.
de sus faltas. Máximo la dejó hablar, dirigiéndola De pie. delante de la chimenea, solo bajaba la ca-
burlonas miradas; después dijo á media voz: beza como para mirar la lumbre. Su t r a j e de no-
—¡Eso es! Está bien. che, aquella camisa que Máximo le había calenta-
Y en voz más alta, poniendo la mano sobre el do, se e n t r e a b r í a dejando ver su m a r m ó r e a ó
hombro de Renata: inmóvil blancura.
—Querida mía, te doy las gracias, pero ya —Te cuento todo esto,—dijo el joven,—para
conocía esa historia. ¡Qué buena pasta tienes! que sepas á qué atenerte... Pero h a r á s mal en
Hizo nuevamente ademan de irse; sentía una odiar á mi padre por ello. No es malo. Tiene sus
comezón furiosa por contárselo todo. Le había defectos como todo el mundo... H i s t a m a ñ a n a .
exasperado con sus elogios al marido y olvidaba Renata le detuvo con brusco ademán.
que se había prometido á sí mismo no hablar, p a r a —¡Quédate!—dijo imperiosamente.
evitar todo disgusto. Y cogiéndole, atrayéndole hacia sí, y sentándo-
—¡Qué! ¿Qué quieres decir? le casi sobre sus rodillas, delante del fuego, le
—¡Pardiez! Que mi padre te embauca de la ma- besó en los labios, diciendo:
n e r a más linda del mundo. ¡Me das lástima! ¡Eres —Y bien, sería una estupidez que nos molestá-
demasiado simple! semos por n a d a . . . ¿No sabes que desde ayer, des-
Y cobarde, solapadamente, gozando un placer de que quisiste romper conmigo, tengo la cabeza
secreto en descender á aquellas infamias, contó á lora? Estoy como imbécil. Esta noche, en el baile,
Renata lo que halda oído en casa de Laura, pare- tenía una niebla ante mis oj «s, y es que t i nece-
ciéndole así que se vengaba de alguna vaga inju- sito para vivir. Cuando tu me abandones, me
ria que se le acababa de hacer; su t e m p e r a m e n t o encontraré en el vacío... No te l ías, te digo lo que
afeminado se r e c r e a b a en aquella denuncia, en pienso.
aquel cruel secreto sorprendido d e t r a s de una La joven le m i r a b a con infinita t e r n u r a como si
p u e r t a . Nada ocultó á Renata. Ni el dinero que su hiciese mucho tiempo que no le hubiera visto.
—Tú me has calificado bien; estoy hecha una
simple; tu padre hoy me hubiera hecho ver estre- ninguna necesidad tenía de haber subido á aque-
llas al mediodía. ¿Acaso sabía yo lo que me lla habitación, y mucho menos ir á p r o b a r á la jo-
contaba? En tanto que me refería sus cuentos, yo
ven que su marido la engañaba. Y lo que más r e -
no oía más que un gran r u m o r , y de tal manera
doblaba su cólera contra sí mismo, era lo que no
estaba aturdida que me hubiera puesto de rodillas,
sabía lo que le había impulsado á o b r a r de tal
si hubiese querido, para firmar sus papelotes. ¡Y
modo.
yo que creía que tenía remordimientos!... ¡Ver-
Pero si bien es cierto que d u r a n t e un instante
d a d e r a m e n t e h e sido muy estúpida para llegar
tuvo el pensamiento de ser brutal una vez más y
hasta ese punto!
marcharse, cuando se encontró delante de Renata
Y prorrumpió en carcajadas; fulgores de locura
tuvo miedo y se quedó.
relucían en sus ojos, y continuó estrechando á su
Al día siguiente, cuando Saccard f u é á ver á su
a m a n t e con más fuerza.
mujer p a r a hacerla firmar la escritura, ésta res-
—¿Acaso hacemos mal? Nos amamos y nos di-
pondió tranquilamente que había pensado de otro
vertimos como nos parece. Todo el mundo hace
modo y que no quería firmar.
lo mismo. Mira á tu padre que no se molesta por
No hizo ninguna otra alusión: se había j u r a d o á
nada. Le gusta el dinero y lo coge donde lo e n -
sí misma ser discreta p a r a no proporcionarse dis-
cuentra. Tienes razón: eso me tranquiliza... Por
gustos y gozar, tranquilamente, la renovación de
de pronto no firmaré nada y tú vendrás todas las
sus amores.
noches. He temido que no me quisieras ya por lo
El negocio de Charonne se a r r e g l a r í a como pu-
que te he dicho... Pero si nada te importa... y ade-
diera: su negativa á firmar, no e r a más que una
más no le dejaré e n t r a r .
venganza; lo demás le importaba poco.
Renata se levantó y encendió la lamparilla,
Saccard estuvo á punto de p e r d e r los estribos;
mientras Máximo, desesperado, vacilaba. Veía la
todo su sueño se destruía; sus demás negocios
tontería que había cometido y se reprochaba du-
iban de mal en peor; todos sus r e c u r s o s estaban
ramente el h a b e r charlado demasiado. ¿ Cómo
agotados y sólo se sostenía por un equilibrio mila-
anunciarla ahora su matrimonio?
groso; aquella misma mañana no habia podido pa-
La culpa era suya; verificado el rompimiento,
gar la cuenta del panadero, lo cual no le impedía
p r e p a r a r una fiesta espléndida para el jueves pri-
- IOS -
UNIVERSIDAD « ¡VüEVG
BIBLIGTf O {1 N!V ? -TARIA
"ALFONSO HtVcS"
alza de la cual se había aprovechado maravillosa-
La audacia de aquella b r o m a asombró por un
mente M. Tontin-Laroche. Nada halagaba tanto á
momento á M. Hupel de la Noue, pero reponién-
éste como los elogios que se hacían de la prospe-
dose después y saboreando más la f r a s e á medida
ridad del «Crédito Vitícola», y r e g u l a r m e n t e pro-
que la profundizaba, m u r m u r ó con semblante de
c u r a b a provocarlos. Así es que dio las gracias
entusiasmo:
con una mirada á M. de Mareuil, é inclinándose
—¡Ah, encantadora, encantadora!
h*cia el barón de Gourand, en el sillón del cual
Dejó caer la cortina y fué á r e u n i r s e con los
se apoyaba familiarmente, le preguntó:
hombres graves, queriendo gozar de su o b r a . Ya
- ¿ S e siente usted bien? ¿No tiene demasiado
no era el hombre aturdido que corría tras el cin-
calor?
turón de follaje de la ninfa Eco. Estaba r a d i a n t e ,
El b a r ó n lanzó un ligero gruñido.
sofocado y se limpiaba majestuosamente el s u d o r
- V a decayendo de día en d í a , - m u r m u r ó de la frente. Todavía tenía la señal blanca s o b r e
M. Tontin, dirigiéndose á los demás.
la manga de su frac, y por añadidura el g u a n t e de
La reunión empezaba á impacientarse, pues e r a n la mano derecha estaba manchado de encarnado
cerca de las doce.
en el extremo del pulgar; sin duda h a b r í a metido
Por fin, M. Hupel de la Noue, volvió á presen-
el dedo en algún t a r r o de colorete. Sonreía y ju-
tarse. Ya había sacado un h o m b r o por la estrecha
gando con el pañuelo balbuceaba:
a b e r t u r a , cuando vió á la señora de Espanet que
—¡Es encantadora, s o r p r e n d e n t e , maravillosa!
subía al escenario; e r a la única que faltaba. El
—¿Quién?—preguntó Saccard.
prefecto se volvió de espaldas i los espectadores.
Y se le pudo ver hablando coa la m a r q u e s a , á —La marquesa. Figúrese usted que acaba de
qmen las cortinas ocultaban. Ahogaba su voz, decirme...
y decía saludando con la punta da los dedos: Y contó la ocurrencia; todos aquellos señores
la repitieron, encontrándola deliciosa, y hasta el
- R e c i b a usted mi e n h o r a b u e n a , marquesa.
¡Qué t r a j e más precioso! digno señor Ilaffner, que se había acercado, no
pudo menos de aplaudir. Mientras tanto, el piano,
- P u e s debajo llevo otro más b o n i t o , - c o n t e s t ó
que pocas persouas habían visto, empezó á tocar
ella, riéndosele en las b a r b a s al ver la figura que
hacía metido entre las cortinas. . un vals, reinando un profundo silencio. El vals
tenia giros caprichosos é interminables y uua fra-
T 0 M 0
L A C A N A L L A . — 8
r
Alrededor del dios, unas de pie, medio tendidas continuaba siendo el mismo; la ninfa Eco t e n t a b a
otras, unidas ó floreciendo separadamente, y re- al bello Narciso, quien aun resistía con el propio
presentando todas las florescencias mágicas de gest i; y la vista de los espectadores se acostum-
aquella g r u t a , en la que los califas de Las Mil y bró con cierto arrobamiento á la contemplación
una noches parecían h a b e r vaciado sus tesoros, de aquella anchurosa caverna, abierta en las infla-
se agrupaban la señora Haffner que hacía de Oro, madas e n t r a ñ a s de la tierra, á aquel montón de
con una falda rígida y resplandeciente cual la de oro s o b r e el cual se revolcaba la riqueza de un
un obispo; l a d ' E s p a n e t , de Plata, reluciente como mundo.
un r a y o de luna; la de Lauwerens, vestida de a r - El segundo cuadro alcanzó mayor éxito que el
diente azul, representaba el Záfiro, teniendo á su p r i m e r o , pareciendo á todos e x t r a o r d i n a r i a m e n t e
lado á la pequeña señora Darte, de Turquesa ri- ingeniosa la idea; el atrevimiento de las monedas
sueña, suavemente azulada; después seguían, de de veinte francos, aquel c h o r r o de caja de hierro
Esmeralda, la Meniholti y de Topacio la Teissiere; m o d e r n a , colocado en un p a r a j e de mitología grie-
más abajo la condesa Nauska daba su sombrío ar- ga, sedujo la imaginación de las señoras y de los
d o r al Coral, extendida, con los brazos levanta- hacendistas que allí estaban.
dos, llenos de encendidos colgantes, con los que La< palabras: «¡qué de monedas! ¡qué de dine-
ro!» ae oían por todas partes, acompañadas de
sonrisas y de una sensación de placer, y segura- bía llegado el ministro, acompañado de su secre-
mente cada uno de aquellos señores y de aquellas tario, presentándose en la puerta del salón; Sac-
s e ñ o r a s soñaba en ofrecer ó aceptar aquellas ri- card que acechaba con impaciencia la llegada de
quezas á cambio de un amor. su hermano, quiso precipitarse á su encuentro.
—Inglaterra h i pagado; esos son los millones Pero el ministro, con un gesto, le rogó que no se
de usted,—murmuró maliciosamente Luisa al oído moviese, y se acercó, lentamente, al grupo de los
1
de Sidonia. hombres graves.
La señora Michelin, embelesada y con la boca Cuando se corrieron las cortinas y le vieron,
entreabierta por el deseo, a p a r t a b a su velo de al- circuló por el salón un prolongado cuchicheo, y
mea y acariciaba el oro con m i r a d a reluciente, las cabezas se volvieron hacia él; el ministro equi-
mient-as el grupo de hombres g r a v e s se quedaba libraba el éxito de los «Amores del bello Narciso
estupefacto. y de la ninfa Eco».
M. Tontia-Laroche, completamente deslumhra- —Es usted todo un poeta, señor prefecto,—dijo
do, m u r m u r ó algunas palabras al oido del barón, sonriendo á M. Ilupel de laNoue.—¿No publicó us-
cuyo r o s t r o se llenaba de amarillentas m a n c h a s , ted en otro tiempo un libro de versos titulado, se-
y Mignon y Charrier, manos discretos, dijeron gún creo, «Los Volubilis»?... Yo creo que los t r a -
con r u d a sencillez: bajos administrativos no ban logrado agotar su
—¡Demonio! Ahí hay bastante p a r a d e r r i b a r á inspiración.
París y volverlo á edificar. El prefecto sintió en aquel cumplido el aguijón
La frase pareció profunda á S i c c a r d , quien em- de un epigrama; la repentina aparición de su jefe
pezaba á creer que Mignon y Charrier se b u r l a b a n le descompuso, tanto más cuanto que, al exami-
de la gente haciéndose los tontos. nar de una ojeada para ver si su porte era correc-
Cuando se corrieron las cortinas y el piano ter- to, notó sobre la manga de su f r a c , que no se
minó la marcha triunfal con un g r a n ruido de no- atrevió á sacudir.
tas l . n z a d a s unas sobre otras, como las últ.mas —Verdaderamente,— prosiguió el ministro, di-
paletadas de escudos, los aplausos entallaron en el rigiéndose á M. Tontin Laroehe, al baróu de Gou-
salón. rand y á los demás personajes que se encontra-
Entre tanto, estando á la mitad de! c u ^ ' r o , ha- ban allí,—lodo ese oro forma un espectáculo ma-
ravilloso... Haríamos g r a n d e s cosas si M. Hupel Cuando, por fin, se trató del casamiento, se ma-
de la Noue nos fabrícase moneda. nifestó encantador y dió á entender q u e tenía ya
Aquello, en lenguaje ministerial, era lo mismo preparado su regalo de boda; se refería al nom-
que habían dicho Mignon y C h a r r i e r . bramiento de Miximo, como auditor en el Consejo
Entonces M. Tontin Laroche y los demás, hicie- de Estado. Llegó hasta repetir por doscientas v e -
r o n un papel de cortesanos, apoyándose en la úl- ces á su hermano:
tima frase dsl ministro: el Imperio ya había he- —Dile á tu hijo que s e r é testigo.
cho maravillas y no era oro lo que faltaba, pues M. de Mareuil se puso encarnado de satisfac-
gracias á la p r o f u n d a experiencia del poder, nun- ción, y todos felicitaron á Saccard, ofreciéndose
ca Francia había ocupado posición tan brillante M. Tontin-Laroche como segundo testigo. Des-
ante Europa, concluyendo aquellos señores por pués, y de un modo brusco, se habló del divorcio;
humillarse tanto, que el mismo ministro cambió un miembro"de la opimón acababa de demostrar
de conversación. «el triste valor», según M. Haffner, de defender
Los escuchaba con la cabeza erguida y los plie- aquella vergüenza social.
gues de los labios algo levantados lo cual daba á Todos se espantaron y su pudor Ies inspiró fra-r
misteriosos estremecimientos de las h o j a s , los! clan en la pradera, pero aquellas señoras y aqué-
p r o f u n d o s suspiros de las corpulentas encinas, llos caballeros, cuyas claras y prácticas inteligen-
iban á chocar contra la m a r m ó r e a c a r n e de la cias habían comprendido lo que significaban la
ninfa Eco, cuyo corazón, siempre vivo en el blo- gruta del oro y la gruta de la carne, no se cuida-
que, resonaba y repetía á lo lejos los menores la- ron de profundizar más las complicaciones mito-
mentos de la T i e r r a y del Aire. lógicas del prefecto. Unicamente Mignón y Cha-
—¡De qué m a n e r a tan r a r a han desfigurado al rier, que querían á todo trance, conocer el senti-
pobre Máximo!—murmuró Luisa.—Cualquiera di- do de lo que habían visto, tuvieron la bondad de
ría que la señora Saccard está muerta. interrogarle; entonces se apoderó de ellos y los
—Está envuelta en polvos de arroz—dijo l a s e - tuvo de pie en el hueco de una ventana durante
ñ o r a Michelín. cerca de dos h o r a s contándoles las Metamórfosis
Otras frases no más galantes se escucharon; el de Ovidio.
tercer cuadro no alcanzó el éxito que los anterio- El ministro se r e t i r a b a en aquel momento, ex-
res; aquel trágico desenlace, era no obstante, lo cusándose por no poder a g u a r d a r á su hermosa
que hacía que M. Hupel de la Noue se entusias- cuñada para felicitarla por la gracia perfecta de
m a r a con su propio talento, y se a d m i r a r a á sí la ninfa Eco. Acababa de d a r t r e s ó cuatro vueltas
mismo, como Narciso en su espejo. Había emplea- al salón del brazo de su h e r m a n o y saludando á
do allí multitud de intenciones poéticas y filosó- las señoras; nunca se había comprometido t a n t o
ficas, y cuando las cortinas se hubieron corrido por Saccard á quien dejó r a d i a n t e de alegría,
por última vez, y los espectadores hubieron aplau- cuando, en el dintel de la puerta, le dijo en voz
dido como personas bien educadas, experimentó alta:
gran sentimiento por haberse dejado llevar por
—Te espero mañana por la mañana. Ven á al-
la cólera al no q u e r e r d a r la explicación de la ú l - morzar conmigo.
tima página de su poema. Trató entonces de faci- El baile iba á empezar; los criados habían colo-
litar á los que le r o d e a b a n la clave de las cosas cado á lo largo de las paredes los sillones de las.
•ncantadoras, grandiosas ó simplemente gracio- señoras, y el g r a n salón extendía entonces desde
sas que r e p r e s e n t a b a n el bello Narciso y la ninfa el saloncito amarillo hasta el escenario, su desnu-
Eco y aún intentó decir lo que Venus y Plutón ha- da alfombra, cuyas g r a n d e s y p u r p ú r e a s flores se
¿entro del círculo, y bromeando acerca de su pa-
abrían bajo la cascada de luz que d e r r a m a b a eí
peí de flor y de su pasión p o r los espejos; él, sin
cristal de las a r a ñ a s . El calor a u m e n t a b a ; los ro-
el menor aturdimiento, y como encantado del per-
jos tapices bruñían con s u s reflejos el oro de los
sonaje que había representado, continuaba son-
muebles y del t e ; h o , esperándose solo p a r a em-
riendo, respondiendo á los chistes y confesando
pezar el baile, á que aquellas señoras, cambiasen
que se adoraba á sí mismo y que estaba bastante
de t r a j e .
carado de mujeres para preferirse 4 ellas. Enton-
Las de Espanet y Haffner f u e r o n las p r i m e r a s
ces estallaron las c a r c a j a d a s y el grupo aumen ó
que aparecieron, llevando sus trajes del segundo
de modo que llegó á ocupar el centro del salón,
cuadro; una estaba disfrazada de Oro y la o t r a de
en tanto que el joven, ahogado entre aquella ma-
plata. Se las rodeó, se las felicitó y ellas á su vez
sa de hombros desnudos, en aquel barullo de des-
refirieron sus emociones.
lumbrantes trajes, conservaba su p e r f u m e de a m o r
—Yo, por poco, suelto la carcajada,—decía la
monstruoso y su viciosa suavidad de flor m a r -
marquesa,—cuando vi de lejos, atisbando, á la
g r a n nariz de M. Tontin-Laroche, chita. .
Guando por fin apareció Renata, se produjo mo-
—Yo tengo un dolor terrible en el cuello,—ex-
mentáneo silencio; vestía un t r a j e de t a n original
clamaba lánguidamente la r u b i a Susana.—Si aque-
gracia y de tal atrevimiento, que todos aquellos
llo d u r a un minuto más, pierdo mi postura clásica.
caballeros y señoras, á pesar de e s ' a r acostum-
M. Hupel de la Noue, desde el rincón á que ha-
b r a d o s á las excentricidades de la joven, no pu-
bía llevado á Mignon y á Charrier, dirigía inquie-
dieron contener un movimiento de. asombro. Es-
tas m i r a d a s al grupo formado en torno de las dos
taba disfrazada de otaitiana, t r a j e , al p a r e c e r de
jóvenes, temiendo que se burlasen de él; las otras
los más primitivos, compuesto de una malla de
ninfas, iban llegando una tras o t r a , vestidas todas
color pálido, que subía desde los pies hasta el seno,
con sus trajes de piedras preciosas; la condesa
dejando los hombros y tos brazos al descubierto,
Yauí-ka, con el suyo de coral, obtuvo un éxito
Y una sencilla blusa de muselina, corta y g u a r n e -
loco cuando se puaieron examinar de cerca los
cida de des volantes, para velar un poco las cade-
ing niosos detalles del vestido. Después entró Má-
ras- llevaba en el cabello una corona de flores
ximo, de etiqueta, y con semblante risueño; una
silvestres, aros de '.ío en los puños y en los tobi-
t u r b a de m u j e r e s le envolvió, colocándolo en el
= m -
«OS, y nada más . estaba d
marquesa, m i r á n d o l a de pies á cabeza con aira
tierno, m u r m u r ó :
' » W«M, y la linea p a r a de aquella d e s n u d e z se —Está a d m i r a b l e m e n t e f o r m a d a .
e n c o n t r a b a l i g e r a m e n t e velada p o r
La s e ñ o r a Michelin, cuyo t r a j e de alinea p a r e c í a
d e s d e las r e d i , , a s , h a s t a d e b a j o de ,„s b r a z o s p e r 0 ' h o r r i b l e m e n t e p e s a d o al lado d e aquel sene,lio
a c e n t u a b a y r e a p a r e c í a p o r e n t r e los en'c'a velo, se m o r d í a los labios, m i e n t r a s S i d o m a , en-
al ligero m o v i m i e n t o . P a r e c í a u „ a salv . , cojida en su n e g r a túnica de m a g a , m u r m u r a b a á
encantadora, una joven bárbara y voluptuos su oído:
n>ed,c oculta e n t r e u n a especie de v l p o r bl que.' —Eso e s m d e c e n t e del todo ¿verdad?
no y un j i r ó n de m a r í l i m a b r u m a , a t r a v é s d e a —¡Ya lo creo!—dijo la linda m o r e n a . - ¡ Q u é en-
cual se a d i v i n a b a su c u e r p o
fadado se pondría Michelin si yo m e pusiese u n
R e n a t a , con las mejillas s o n r o s a d a s , se adelan-
t r a j e así!
t a b a l i g e r a m e n t e . Celesta había hecho s a l t a r la
- Y t e n d r í a r a z ó n , - c o n t e s t ó la c o r d o n e r a .
prime™ malla , u b se h a b í a p u e s t o , a u „ q u e afo !
Los h o m b r e s g r a v e s no e r a n de s e m e j a n t e opi-
tun d a m e n t e , y en previsión del caso, la joven se nión y estaban maravillados: el mismo M. Miche-
liab a provisto de o t r a ; la r o t u r a d e la p r i m e r a lin, á quien su m u j e r suponía tan c o n t r a r i o á
m ^ a la había hecho retardarse. Parecía c u i l aquello, se desvanecía p o r d a r g u s t o á M. Tontin-
poco de su t n u n f o : sus m a n o s a b r a s a b a n , sus „ j o s Laroche y al b a r ó n de G o u r a n d , quienes, entu-
a an b r i l l a n t e s p o r la siasmados á la vista de R ^ a t a , dirigían, como to-
s reía, c o n t e s t a n d o con b r e v e s f r a s e s i , 0 J hom- dos, g r a n d e s cumplidos á S a c c a r d por la per-
bres q „,la detenían y la felicitaban por,a pureza fección de f o r m a s de su e s p o s a . A r í s t i d e s se
d e sus a c t i t u d e s en los c u a d r o s vivos. La 0
inclinaba, m o s t r á n d o s e orgulloso. La noche e r a
ven e J a b a e n p o s d e si „ „ s „ r c o de f r a c ^
buena p a r a él, y & no ser p o r c i e r t a p r e o c u p a c i ó n
g r o s Henos de admiración y d e encanto 4 cau-
que cada momento se t r a s l u c í a en s u s ojos, cuan-
s a ^ d e la t r a n s p a r e n c i a de su blusa de muse-
do m i r a b a r á p i d a m e n t e á su h e r m a n a , h u b i e r a
parecido un h o m b r e c o m p l e t a m e n t e feliz.
Cuando „ e g ó al g r u p o de m u j e r e s que r o d e a b a n
_ ; ü i g a , n o te p a r e c e que h a s t a a h o r a no nos
s Máximo, p r o d u j o b r e v e s exclamaciones, y 1,
había e n s e ñ a d o t a n t o ? - d i j o a l e g r e m e n t e Luisa al
oído de Máximo, señalándole á Renata con el ra^ de los cornetines lanzaban las parejas y las hacía
billo del ojo'. viajar en fila alrededor del salón.
Y añadió con sonrisa indefinible: A v e o s, en el intermedio de dos bailables, al-
—A mí, al menos. guna señora, sofocada por el calor se asomaba á
El joven la miró con inquieto semblante; pe- alguna ventana en busca de un poco de aire f r e s -
r o ella continuó sonriendo alegremente, como co ó bien descendía á la estufa. Guando se abrió
colegial encantado de algúa chiste demasiado el comedor, transformado en buffet, con multitud
fuerte. de aparadores adosados á la pared y una larga
Por fin, empezó el baile; se había utilizado el m e s a cargada de fiambres en medio, aquello fué
tablado para colocar en él una orquesta. Lo pri- un motín en el que hubo empujones y codazos ge-
mero que se tocó fué una quadriUe, nerales. La gente se arrojó sobre los pasteles y
¿ l a s aves trufadas, atropellándose brutalmente.
¡Ah! ¡II a des bottes, il a des bolles, Bastieu!
Aquello era un asalto: las manos se encontraban
la cual hacía ya por entonces las delicias de los en medio de los manjares, y los lacayos no sabían
Da,Ies populares. Las polkas y mazurcas alterna- 4 quien responder en medio de la t u r b a de c a b a -
r o n con las quadrilles. El prolongado balanceo de lleros distinguidos, cuyos extendidos brazos solo
las Parejas iba y venía, llenaba la larga galería expresaban el temor de no alcanzar nada. Un se-
saltando á impulsos del latigazo de los instrumen- ñor viejo se enfadó porque no había Burdeos
os de metal y al mecedor compás de ios violines- asegurando que el champagne le quitaba el
os trajes, en aquel turbión de mujeres de todos sueño. _ .
los países y de todas las épocas, daban vueltas Despacio, señores, d e s p a c i o , - d e c í a Bautista
con extraño hormigueo y extravagante mescolan- enn voz g r a v e . - P a r a todos habrá.
za de los más rabiosos colores. El ritmo, después Pero nadie le hacía caso. El comedor estaba
de mez ar y transportar los colores en cadencio- l l e n o é inquietos fracs se agrupaban á la puerta.
so b irullo, volvía á traer con algunos golpes de Delmte de los aparadores había estacionados v a -
Viohn la misma túnica de raso color de rosa el r i o , grupos, comiendo deprisa y apretándose; mu-
mismo corpino de terciopelo azul al lado del mis- chos tragaban sin beber por no haber consegu.do
n:o f r a c negro. Después, otro acorde, un sonido echar mano á una copa; otros por el contrario,
al distinguir á M. Hupel de la Noue, que había
bebían corriendo inútilmente tras un pedazo de
pan. concluido y se estaba limpiando la boca con el
pañuelo, fuese á él derecho.
- O i g a n u s t e d e s , - d i j o M. Hupel de la Noue, á
quien, cansados de mitología habían a r r a s t r a d o —¿Sería usted tan amable,—dijo con una son-
Mignon y Gharrier hacia el b u f f e t , - n o tendremos risa encantadora, — q u e me proporcionase una
nada sino hacemos causa común... Peor es lo que silla?
sucede en las Tunerías y y o y a tengo alguna ex- El prefecto g u a r d a b a r e n c o r á la marquesa,
p e n e n c i a . . . Encárguense ustedes del vino y y o me pero su galantería no vaciló; se a p r e s u r ó , buscó
e n c a r g a r é de la carne. la silla, instaló en ella á la señora d' Espanet, que-
El prefecto tenía echado el ojo á una pierna asa- dándose detrás p a r a servirla; la joven no quiso
da y extendió la mano al cabo de un instante por más que algunos langostinos con un poco de man-
entre un claro que quedaba entre los h o m b r o s de teca y dos dedos de champagne; comiendo con
algunas señoras, después de h a b e r s e llenado ios ademanes delicados, f o r m a b a contraste en medio
bolsillos de panecillos. Los contratistas por su de la glotonería de los hombres. Aunque la mesa
p a r t e volvieron con tres botellas de champagne, y las sillas estaban exclusivamente r e s e r v a d a s á
Y aquellos caballeros cenaron en el ángulo de una las señoras, se hacia siempre una excepción e n
j a r d i n e r a , de pie y charlando. favor del barón de Gourand, quien se encontraba
Entre tanto se oían los acordes de la orquesta allí sentado delante de un pedazo de pastel, cuya
que crecían bruscamente; se bailaba la polka de corteza trituraban lentamente Sus mandíbulas. La
los besos, célebre en los bailes públicos y en la marquesa reconquistó al prefecto, diciéndole que
cual cada bailarín debía llevar el compás besando no olvidaría nunca sus emociones artísticas en los
4 su p a r e j a . La señora d< Espanet apareció á la «Amores del bello Narciso y la ninfa Eco»; le ex-
p u e r t a del comedor, encarnada, casi con el peina- plicó también porque no le habían esperado, pues
do deshecho y a r r a s t r a n d o con encantadora laxi- aquellas señoras sabedora? de que el ministro es-
tud un gran vestido de plata. Gomo nadie se apar- taba allí, pensaron que h u b i e r a sido poco conve-
taba, se vio en la precisión de servirse de los niente prolongar el entreacto, y concluyó por ro-
codos p a r a abrirse paso. Después dió la vuelta á garle que fuese á buscar á la señora Haffner,
Ja mesa, vacilante y con una mueca en los labios- quien estaba bailando con M- Simpson, un h o m b r e
b r u s c o s e g ú n ella decía, y q u e le d e s a g r a d a b a . Málaga en una copa g r a n d e de c h a m p a g n e , y
C u i n d o S u s a n a estuvo á su lado, ya no volvió á después de limpiarse los labios con la p u n t a de los
m i r a r á M. Ilupel de la N ue. dedos, volvió al salón.
Sacc .pd, seguido d e los s e ñ o r e s Tonlín Laro- El baile languidecía y la o r q u e s t a e s t a b a y a s i n
che, Mareuil y H a f f n e r , se había a p o d e r a d o dé un aliento, cuando empezó un murmullo: «¡el cotillón!
a p a r a d o r ; como la m e s a estaba llena y M. de Sa- ¡el cotillón!», q u e r e a n mó á los b a i l a r i n e s y á los
f f r ó pasaba con la s e ñ o r a Michelin del brazo, les músicos. De todos los extremos de la estufa
r e t u v o é invitó á la linda m o r e n a á que se s e n t a r a b r o t a r o n p a r e j a s ; llenóse el salón y se discutió
con ellos. La j o v e n comió p a s t a s , s o n r i e n d o y mi- vivamente en medio del barullo que volvió á
r a n d o á los cinco h o m b r e s q u e la r o d e a b a n , quie- armarse en la estancia. E r a l a ú l t i m a l l a m a r a d a
n e s se inclinaban hasta ella, r o z a n d o s u s velos de del b a d e . Los h o m b r e s q u e no b a i l a b a n m i r a b a n
alraea b o r d a d o s d e hilillo d e oro, y a r r i n c o n á n d o - desde los huecos d e ' las v e n t a n a s con s e m b l a n t e
l a c o n t r a el a p a r a d o r , s o b r e el q u e concluyó por satisfecho; el g r u p o d e los bulliciosos a u m e n t a b a
a p o y a r s e , admitiendo obsequios de todos, muy en medio de la habitación, m i e n t r a s q u e los q u e
dulce y c a r i ñ o s a , con la a m o r o s a docilidad de la estaban c e n a n d o en el buffet a l a r g a b a n el pescuezo
esclava que se halla en m e d i o de s u s s e ñ o r e s . para conocer la c a u s a d e aquella a l g a z a r a .
M. Michelin e s t a b a concluyendo, en el o t r o extre- —M. d e Mussy n o q u i e r e , — d i j o u n a s e ñ o r a . —
m o de la habitación, u n a t e r r i n a de foie gras. Jura que no lo d i r i g i r á ya m á s . . . Vamos, u n a sola
vez, señor de Mussy, u n a sola vez. Hágalo usted
E n t r e t a n t o , Sidonia, que e s t a b a r o d a n d o por el
baile desde los p r i m e r o s compases, e n t r ó en el en obsequio n u e s t r o .
c o m e d o r y llamó á Saccard con un gesto. P e r o el joven a g r e g a d o de e m b a j a d a p e r m a n e c í a
- N o b a i l a , - l e dijo en voz b a j a . - P a r e c e que tieso y grave, diciendo q u e e r a imposible, q u e lo
está violenta... Creo q u e medita alguna l o c u r a . . . había j u r a d o , p o r lo cual hubo un verdadero
P e r o hasta a h o r a no he podido d e s c u b r i r quien disgusto. Máximo se negó también, m a n i f e s t a n d o
sea el damiselo... Voy á c o m e r algo y vuelvo á que ya no podía con s u s huesos; M. I l u p e l d e la
p o n e r m e en seguida en acecho. Noue, no se atrevió á o f r e c e r s e , por q u e él no
d e s c e n d í a m á s que á la poesía. U n a s e ñ o r a h a b l ó
Comió de pie, como un h o m b r e , un alón do
de M. Simpson y la hicieron c a l l a r . M. Simpson
pollo í,ue se hizo servir p o r Michelin. Bebió
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"ALFONSO R E Y E S "
e r a el director de cotillón más e x t r a v a g a n t e que
•scogió por pareja á la condesa Vauska, cuyo t r a j e
podía verse; se dejaba llevar de fantásticas y
de coral le preocupaba. Cuando todo el mundo
maliciosas ideas, y se contaba que en un salón en
estaba en su sitio, lanzó una m i r a d a sobre aquella
q u e tuvieron la imprudencia de escogerle, había
obligado á las damas á saltar por encima de las fila circular de faldas con un f r a c negro por cada
sillas y que una de sus figuras favoritas era hacer ana, é hizo una señal á la osquesta, cuyos
a n d a r en cuatro pies á todo el mundo alrededor instrumentos de metal resonaron en el espacio.
de la habitación. Las cabezas de los hombres se inclinaban á lo
largo del risueño cordón de rostros femeniles.
—¿Se ha marchado M. de Saffré?—preguntó una
voz atiplada. Renata se había negado á t o m a r p a r t e en el
cotillón: manifestaba nerviosa alegría desde el
En aquel momento se estaba despidiendo de la
principio del baile, bailando poco, mezclándose á
hermosa señora Saccard, con quien se m o s t r a b a
los grupos y sin poder estar quieta en ningún
más afectuoso desde que le había desdeñado; aquel
amable excéptico profesaba admiración hacia lado. Sus amigas la encontraban singular. Había
los caprichos de los demás. Aunque se resistía, hablado de hacer un viaje en globo con un célebre
diciendo con una sonrisa que no lecomprometiesen, aeronauta de quien todo París se ocupaba. Cuando
que él era ya un hombre serio, hiciéronle volver empezó el cotillón se víó c o n t r a r i a d a por no poder
triunfalmente desde el vestíbulo. andar á su gusto y se quedó á la p u e r t a del
vestíbulo, dando apretones de m a n o á los hombres
Por fin, ante todas las blancas manos que hacia
que se r e t i r a b a n y charlando con los amigos de su
él se dirigían, exclamó:
marido.
—Vaya, cada cual á su puesto... Pero prevengo
El barón Góurand, acompañado de un lacayo y
que soy clásico y que no tengo dos céntimos de
inventiva. embutido en su abrigo de pieles, dirigió un último
elogio á Renata por su t r a j e de otaitiana.
Las parejas se sentaron en las sillas que pudieron
Entre tanto, M. Tontin-Laroche estrechaba la
r e u n i r alrededor del salón; los jóvenes fueron á
mano de Saccard.
b u s c a r hasta las sillas de hierro de la estufa.
—Máximo cuenta con usted,—dijo el b a n q u e r o .
Aquel e r a un cotillón mónstruo; M. de Saffré, que
—Perfectamente,—respondió el senador.
tenía el aspecto recogido de un cura oficiando,
Y después, dirigiéndose á R e n a t a :
—Señora, no había dado á usted todavía mi
e n h o r a b u e n a . ¡Ya tenemos al chico colocado!
Simpson,—tenía en la mano una larga b3nda d i
Al ver que su m u j e r sonreía con asombro,
color rosa que levantaba con el gesio del pes a -
exclamó Saccard:
dor que va á a r r o j a r el esparavel; pero no s e d a b a
—Mi m u j e r aun no lo sabe... Hemos convenido
prisa, encontrando gracioso, sin duda, el d e j a r
esta noche el matrimonio de la señorita Mareuil
dar vueltas á aquellas señoras, y cansarlas. Esta-
con M ¡ximo.
ban jadeantes y pedían gracia.
Renata continuó sonriéndose é inclinándose ante
Entonces lanzó la banda y lo hizo con tal des-
M. Ton ti n Laroche, que se alejaba diciendo:
treza, que fué á e n r e d a r s e en los h o m b r o s de la
—El domingo se firma el c o n t r a t o ¿verdad? Yo
d'Espanet y la de Ilaffner que iban juntas.
voy á Nevers p a r a un asunto de m ; n a s , pero para
Aquello fué una b r o m a de arnerii ano. Quiso bai-
entonces ya e s t a r é aq ü.
lar con las dos señoras á la vez y las había ya co-
La joven quedó sola un instante en medio del
gido por la cintura, á una con el brazo izquierdo
vestíbulo; ya no sonreía, y á medida que comprendía
y á la otra con el derecho, cuando M. de S a f f r é dijo
lo que a c a b a b a de oir, iba apoderándose de ella
con severo acento:
un temblor creciente y convulsivo. Fijó después
—No se puede bailar con dos señoras.
con insistencia la m i r a d a en los tapices encarnados
P e r o M. Simpson no quería soltar á n i n g u n a de
de terciopelo, en las plantas r a r a s , en los j a r r o n e s
las dos que se revolvían entre sus b r a z o s lanzan-
de mayólica, y dijo por fin en voz alta:
do risotadas.
—Es preciso que le hable.
Se comentaba el lance y las señoras se iban
Y volvió al salón, pero s e tuvo que detener á la
enojando mientras la confusión se prolongaba, y
e n t r a d a . Una figura del cotillón obstruía el paso.
La orquesta tocaba á la sordina una f r a s e del vals. los caballeros en los huecos de las ventanas, se
Las m u j e r e s , cogidas de las manos, f o r m a b a n un preguntaban cómo saldría S a f f r é con gloria .de
círculo y daban vueltas lo más rápidamente posi- aquel a p u r a d o trance.
b l e , tirándose de los brazos, riéndose y escu- Saffré, en efecto, quedó perplejo un instante,
rriéndose. pencando con que refinada gracia hacía acallar
las b u r l a s , y por último, con la sonrisa en la bo-
En medio, un c a b a l l e r o , — e l malicioso de M.
ca, cogió de las manos á las dos señoras, las hizo
una pregunta en el oído, recibió la respuesta, y
dirigiéndose "en seguida á M. Simpson, le pre. Luisa, y suponía que debían estar allí en alguná
guntó:
espesura, reunidos por aquel instinto de gracias y
—¿Escoge usted la verbena ó la h i e r b a don- picardías que les hacia buscar los rincones ocultos
celia?
en cuanto se hallaban reunidos en alguna p a r t e .
Simpson, algo atontado, escogió la v e r b e n a . Pero r e g i s t r ó inútilmente la sombra de la estufa.
Entonces M. de Saffré le dió la marquesa, di- No vislumbró más que en el fondo de un cenador,
ciendo:
un joven alto que besaba devotamente la mano de
—Hé aquí la verbena. la pequeña Darte, m u r m u r a n d o :
Hubo discretos aplausos. Encontraron aquello
—¡Bien me había dicho la señora de Lauwerens
m u y bonito.
que era usted un ángel!
M. de Saffré era un director de cotillón «que no
Aquella declaración en su casa, en su estufa, la
se quedaba nunca corto», tal fué la experiencia de
las señoras. chocó. ¡Verdaderamente la señora de L a u w e r e n s
debía llevar su comercio á o t r a parte! ¡Qué con-
Durante todo aquel tiempo la orquesta habla re-
suelo hubiera encontrado R e n a t a a r r o j a n d o de su
petido la f r a s e del vals en todos los tonos, y M.
casa á toda aquella gente!
Simpson después de h a b e r dado la vuelta al salón
De pie, delante del estanque, contemplaba el
bailando con la d' Espanet, la dejó en su sitio.
agua, preguntándose dónde podrían estar Luisa y
P o r fin pudo p a s a r Renata. Se había mordido
los labios hasta hacerse saltar s a n g r e ante «aque- Máximo.
llas tonterías». Olvidando que los jóvenes no se habían casado
Encontraba aquellas m u j e r e s y aquellos hom- todavía, creyó que sencillamente habrían ido á
b r e s estúpidos, arrojándose bandas y dándose acostarse.
n o m b r e s de flores. Sus oídos zumbaban: furiosa Después se acordó del comedor, y subió apre-
impaciencia la impulsaba á abrirse paso á coda- suradamente la escalera de la estufa, pero f u é de-
zos. Atravesó el salón con paso ligero, tropezando tenida nuevamente á la puerta del salón por o t r a
con las parejas rezagadas que iban en busca de su figura de cotillón.
asiento y se dirigió á la estufa. —Esto son los «puntos negros» señores,—decía
Entre los bailarines no estaban su Máximo ni galantemente M. de Saffré.—Es invención mía, y
otorgo á ustedes primicias de ella.
La concurrencia rió mucho. Los h a m b r e s expli- cíense los unos con los otros, con objeto de qué
caban la alusión á Jas señoras. El emperad >r aca- no se conozcan.
baba de p r o n u n c i a r un discurso en el que habían La h i l a r i d a d j l e g ó á su colmo; los puntos negros
reconocido que existían en el horizonte algunos
iban y venían, s o b r e sus delgadas piernas, con
«puntos negros».
balanceos de cuervos sin cabeza. A un señor se le
Sin saberse por qué aquellos «puntos negros»
veía la camisa con una punta de tirante.
habían hecho gracia. El sutil ingenio de París se
Las damas suplicaron; se ahogaban y M. de
había apoderado de aquella frase, hasta el punto
Saffré tuvo á bien mandarlas que fuesen á b u s c a r
que desde hacía ocho días, á todo se aplicaba.
á los puntos negros. P a r t i e r o n como una b a n d a -
M. de Saffré colocó á los caballeros en uno de
da de perdices, haciendo g r a n r u i d o con las fal-
los extremos del salón, haciéndoles volver la es-
das, y al cabo de su c a r r e r a cada cual escogió al
palda á las señoras que se habían quedado en el
caballero que más tuvo á mano. Aquello f u é una
extremo opuesto. Después les mandó que se le-
confusión indescriptible. Las improvisadas p a r e -
v a n t a r a n los faldones del frac, con objeto de ta-
jas se desprendieron en fila, dando la vuelta al
p a r s e la cabeza con ellos, operación que se veri-
salón y valsando al compás más ruidoso de la or-
ficó en medio de una alegría loca. Encorvados,
questa.
con las espaldas cubiertas p o r los faldones, los
Renata se había apoyado contra la pared y mi-
caballeros estaban verdaderamente horribles.
raba pálida y con los labios apretados. Un señor
—No se rían ustedes, señoras—exclamó M. de
viejo se acercó á preguntarla por qué no bailaba,
Saffré con la más cómica gravedad—ó h a r é que
la joven debió sonreír y responder alguna cosa;
se pongan ustedes las faldas sobro la cabeza.
después huyó y entró en el comedor que estaba
La alegría aumentó y tuvo que emplear toda su
completamente vacío. Después vió á Máximo y á
energía para hacer que algunos caballeros tapa-
Luisa que cenaban tranquilamente al extremo de
sen sus nucas.
la mesa, uno al lado del otro, sobre una serville-
—Ustedes con los puntos negros—decía—cü-
ta que habían estendido. Parecían estar á gusto y
b r a n s e la cabeza y cuiden de no enseñar más que
reían en medio de aquel desorden, de aquellas co-
la espalda; es preciso que estas señoras no vean
pas sucias, de aquellos platos manchados de gra-
más que lo negro... Ahora anden ustedes y méz-
sa, de aquellos restos, todavía calientes, restos
de la glotonería de los convidados de guante blan- —Acérqueme usted el plato de almendrados...
co. Se habían contentado con s e p a r a r l a s migajas. En casa no me dejan comerlos... Lo que queda me
Bautista paseaba gravemente alrededor de la me- lo voy á g u a r d a r en el bolsillo.
sa, sin dirigir ni una m i r a d a á aquella habitación, Estaba vaciando el plato, cuando entró R e n a t a ,
p o r la que parecía h a b e r a t r a v e s a d o una bandada quien se dirigió á Máximo, teniendo que ha-
de lobos. cer inaudito esfuerzo para no insultar, p a r a no
Máximo pudo, á pesar de todo r e u n i r una cena pegar á aquella jorobada que le quitaba su
m u y confortable. A Luisa le gustaban mucho los amante.
almendrados y había un plato lleno de ellos en el —Quiero hablar contigo.—balbuceó con sordo
a p a r a d o r . Delante tenían tres botellas de c h a m - acento.
p a g n e empezadas. Máximo vacilaba lleno de t e r r o r y espanto ante
— P a p á tal vez se haya marchado—dijo la joven. la idea de una entrevista.
—¡Tanto mejor!—exclamó Máximo.—Yo a c o m - —A tí solo... én seguida,—repetía Renata.
p a ñ a r é á usted. —Vaya usted, Máximo—dijo Luisa con indefini-
Y al v e r que Luisa reía, prosiguió diciendo: ble mirada.—Vea usted de paso si encuentra á
—Conque ya s a b r á usted q u e n o s q u i e r e n casar... mi padre. Le pierdo todas las noches.
p a r e c e que la cosa va de veras... ¿Qué vamos á El joven se levantó é intentó detener á Renata
h a c e r cuando nos hayamos casado? en medio del comedor, preguntándola qué era lo
—¡Toma! pues h a r e m o s lo que los demás. Aquel que con t a n t a urgencia tenía que decirle. Pero
chiste se le escapó y añadió con precipitación co- ella respondió entre dientes:
mo p a r a quitar el efecto: — ¡Sigúeme, ó lo cuento todo delante de esa
—Iremos á Italia. Me sentará muy bien para el gente!
pecho; estoy muy enferma... ¡Ah, pobre Máximo Máximo se puso muy pálido y la siguió con la
mío, que m u j e r tan poco agradable va á t e n e r us- docilidad del animal castigado. Renata creyó que
ted! No abulto más que diez céntimos de manteca. Bautista la miraba; pero en aquel momento nada
Y al decir esto sonreía con cierta tristeza, no le importaba.
m u y común en ella. Una tos seca hizo subir á sus A la puerta la detuvo por t e r c e r a vez el co-
mejillas rojizos resplandores. tillón.
te usted tanto!» lo cual hizo tanta gracia y produ-
—ÍSspera,—murmuró.—Esos imbéciles no van á jo tal hilaridad, que las columnas, quebrantadas,
t e r m i n a r nunca. vacilantes, se entrechocaban y se apoyaban unas
Y le C' gió de la mano para que no se escapase. contra o t r a s para no c a e r . M. de Saffré, con las
M. de Saífré colocaba al duque de Rozán de es- manos levantadas, dispuesto á d a r la señal, espe-
paldas d la pared. Le puso delante una señora; raba; por fin, dió una palmada y todos se volvie-
después colocó un caballero de espaldas á las de roo de repente. Las p a r e j is que se encontraban
la d a m a , después o t r a señora delante del caballe- de frente se cogieron por la cintura y la fila
ro, y así sucesivamente en fila, p a r e j a por pa- desengarzó por el salón su rosario de valsadores.
reja. Sólo el pobre Rozán fué el que al volverse se
Al ver que los bailarines charlaban, exclamó: encontró con las narices pegadas á la p a r e d . To-
—¡ Va-nos! ¡A su sitio todo el mundo p a r a for- dos se rieron de él.
m a r las columnas! _ V e n , — d i j o Renata á Máximo.
Las p a r e j a s se fueron acercando y formaron La orquesta seguía tocando el vals; cuando lle-
las columnas. La indecencia que resultaba al en- garon al saloncito, R e n a t a llevó á Máximo á la
c o n t r a r s e cogidas e n t r e dos hombres, apoyadas escalera que conducía al gabinete-tocador y le
contra las espaldas de uno y teniendo delante de dijo:
sí el pecho de otro, divertía mucho á las señoras, —Sube.
cuyos senos rozaban las solapas de los fracs, las Ella le siguió. En aquel momento, Sidonia, que
piernas de ellos desaparecían e n t r e las faldas de habíaido rodando toda la noche alrededor de su cu-
ellas, y cuando alguna brusca alegría hacía incli- ñada, admirada de sus continuos paseos á t r a v é s
n a r una cabeza, los bigotes de enfrente se veían de las habitaciones, pasaba precisamente por el
obligados á s e p a r a r s e para no besar. Un gracioso pórtico de la estufa. Vió las piernas de un h o m b r e
tuvo la idea de e m p u j ir; la fila estrechó; los fracs que se perdían entre las tinieblas de la escalerilla,
se pegaron más f u e r t e m e n t e á las faldas; hubo y una sonrisa iluminó su semblante de cera; re-
ligeras exclamaciones, gritos y risas que no con- cogió su falda de m a g a j > a r a andar m á s de prisa;
cluían. buscó á su hermano, derribando una figura del
Se oyó á la baronesa de Meinhold que decía: cotillón y preguntando á los criados que encon-
«¡Pero, caballero, me sofoca usted! ¡No me aprie-
t r a b a . Por último, halló á Saccard con Mareuil —Pues bien, sí, me caso con ella. ¿Y qué? ¿Aca-
en una habitación contigua al comedor, que había so no soy el amo?
sido provisionalmente convertida en sala de fu- Renata se acercó á él con la cabeza algo incli-
m a r ; los dos padres hablaban del contrato. Pero nada y maligna sonrisa en los labios, y cogiéndole
cuando su h e r m a n a le dijo una p a l a b r a al oído, de las manos, exclamó:
Saccard se levantó y desapareció, pretestando un —¡El ámo! ¡Tú el amo! Bien sabes que no. El
asunto de la mayor urgencia. amo aquí soy yo. Si tuviese mala intención te
Arriba, el gabinete-tocador, estaba revuelto; rompería los brazos; tienes menos fuerza que una
sobre las sillas se veían los trajes de la ninfa Eco, niña.
la malla rota, pedazos de encaje arrugados, mon- Al ver que él intentaba desprenderse le retorció
tones de ropa blanca. Los pequeños utensilios de los brazos con toda la violencia nerviosa que su
marfil y plata yacían por todas partes: habia allí cólera la daba. Máximo lanzó un grito. Entonces
cepillos y limas sobre la alfombra; toallas todavía ella le soltó diciendo:
húmedas, jabones olvidados sobre el mármol, —No nos peguemos; ya ves que soy la m á s
f r a s c o s destapados. La joven, p a r a quitarse el fuerte.
blanco de los hombros y los brazos, se había me- El joven quedó pálido con la vergüenza de aquel
tido en el baño de mármol, y placas irrisadas se dolor que sentía en sus muñecas. La m i r a b a ir y
redondeaban sobre la superficie del agua fría. venir por el gabinete, arrojando al suelo muebles,
Máximo pisó un corsé y por poco se cae; quiso reflexionando y trazando el plan que bullía en su
reírse, pero temblaba ante el d u r o semblante de cerebro desde que había sabido por su marido el
Renata, quien acercándose á é l y empujándole, le casamiento de Máximo,
dijo en voz b a j a : —Voy á e n c e r r a r t e aquí—dijo por último,—y
—¿Es verdad que te casas con la jorobada? cuando sea de día partiremos p a r a el Havre.
— Ni pensarlo,—murmuró él.—¿Quién te lo ha Máximo palideció todavía más.
dicho? —¡Pero esa es una locura!—exclamó—Nosotros
—No mientas. Es inútil. no podemos irnos juntos... Tú ^has perdido la ca-
Máximo se sublevó; R e n a t a 1« producía inquie- beza...
tud y quería concluir. —Es posible. En todo caso tu p a d r e y tú seréis
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los que me la habéis hecho perder... Te necesito el espanto s e i b a apoderando de Máximo. ¡Aban-
y te llevo. ¡Tanto peor para los imbéciles! donar París, ir tan lejos con una m u j e r que segu-
Diciendo esto se aproximó más á Má.dmo, ramente estaba loca, dejar t r a s de sí una historia
abrasándole el r o s t r o con su aliento y añadiendo: cuyo vergonzoso carácter le d e s t e r r a r í a para
—¿Qué haría yo si le casases con la jorobada? siempre! Aquello parecía u n a terrible pesadilla
Os burlaríais de 11 í y tal vez me vería obligada á que le ahogaba.
t o m a r á ese papanatas de Mussy que ni siquiera Buscaba con desesperación un medio p a r a salir
sirve p a r a calentarme los pies.». Cuando se ha del gabinete, de aquel recinto sonrosado, en el
hecho lo que nosotros, hay que permanecer jun- que creía oir la campana de Charentón, y p o r fin
tos. Por otra p a r t e , me a b u r r o cuando no te creyó haberlo encontrado.
tengo á mi lado, y como m e voy, te llevo con- - E l caso es que no tengo d i n e r o - d i j o con dul-
migo.
zura á fin de no e x a s p e r a r l a . - S i me encierras
—Vaya, querida Renata, no digas tonterías. no podré procurármelo.
Piensa en el escándalo. —Yo lo t e n g o - d i j o Renata con aire d$ triunfo.
—¡A. mi qué me importa el escándalo! Si te nie- - T e n g o cien mil francos. Todo se a r r e g l a r á per-
gas, bajo al salón y digo gritando que nos hemos fectamente...
acoátado juntos y que eres lo b a s t a n t e vil para Sacó del armario de luna la escritura de cesión
q u e r e r casarte con la j o r o b a d a . que su marido le había dejado con la vaga espe-
Máximo bajó la cabeza; le escuchaba cediendo r a n z a d e que tal vez cambiaría de idea; la puso
y aceptando aquella voluntad que tan rudamente encima del tocador, hizo que Máximo la diese una
se le imponía. p l u m a y un tintero que había en el dormitorio y
—Iremos al Havre—continuó Renata;—y allí pa- apartando los jabones fir.r.ó el documento.
saremos una temporada. Nadie nos volverá á mo- -Ya está hecha la t o n t e r í a . . . Si m e r o b a n es
lestar. S i n o c r e e m o s e s t a r b a s t a n t e lejos partiremos porque quiero... Antes de i r á la estación pasare-
para América. Yo que siempre tengo frío, me en- mos por c a s a d e S a n s o n n e a u . . . Ahora Máximo mío,
c o n t r a r é allí p e r f e c t a m e n t e . Muchas veces he voy á encerrarte aquí y cuando todo el mundo se
envidiado á las criollas... ,haya retirado, saldremos por el jardín. No teña-
A medida que iba desarrollando sus proyectos, mos necesidad de llevar ni aún maletas.
T 0 M 0 H
CANAJXA.—11
Renata se ponía alegre; aquella calaverada la
mecía sobre la nevada alfombra en medio de la
entusiasmaba, considerándola como una suprema
desgarrada malla y de las faldas caídas por el
excentricidad. Cogiendo á Máximo entre sus bra-
zos, m u r m u r ó : suelo.
El marido avanzó y el sentimiento de la necesi-
—¡Te he hecho daño, querido mío! ¿Por qué te
dad de un acto enérgico entenebrecía y manchaba
negabas?/.. Ya v e r á s como nos divertimos. ¿A.ca-
su rostro y le hacía a p r e t a r los puños como p a r a
so tu jorobada te tenía que a m a r más que yo?...
aplastar á los culpables. La ira en el hombrecillo
Esa no es una m u j e r , es una negrilla...
turbulento estallaba con el estrépito de un caño-
La joven reía, le estrechaba contra sí, le besaba
nazo. Lanzó al cabo una estridente sonrisa y acer-
en los labios, cuando un ruido hizo volver á am-
cándose poco á poco exclamó:
bos la cabeza.
—Le estabas anunciando tu casamiento, ¿ver-
Saccard estaba de pie en el umbral de la puerta.
dad?
Reinó un momento terrible de silencio. Renata
Máximo retrocedió arrimándose c o n t r a la p a r e d
desprendió lentamente sus b r a z o s del cuello de
y balbuceó:
Máximo, y sin b a j a r la frente, continuaba m i r a n -
—Oyeme, ha sido ella...
do á su marido con sus g r a n d e s ojos, fijos con la
Iba á acusarla cobardemente, á a r r o j a r el c r i -
inmovilidad de la muerte, mientras que el joven,
men sobre la joven, á decir que quería r o b a r l e y
a t e r r a d o , anonadado, vacilaba, con la cabeza ba-
á defenderse con la humildad y el t e m b l o r del
ja. Saccard, electrizado por aquel supremo golpe
niño sorprendido en una falta, pero no tuvo fuer-
que p o r fin despertaba en él los sentimientos de
za p a r a tanto; las p a l a b r a s se secaban en su gar-
esposo y de p a d r e , no dió un paso, lívido y abra- ganta. Renata conservaba su rigidez de estatua,
sándolos con el fuego de su mirada. Las tres bu- muda y provocativa. Entonces Saccard, buscando
jías brillaban con la inmovilidad de una lágrima sin duda algún a r m a , lanzó una m i r a d a á su alre-
ardiente en medio de aquella templada y a r o m á - dedor, y sobre la esquina del tocador, en medio
tica atmósfera. Y solo un ligero eco de la música de los peines y cepillos de u ñ a s , vió la escritura
que subía por la estrecha escalerilla, cortaba de cesión, cuyo papel sellado amarilleaba sobre el
aquel terrible silencio; el vals, con sus inflexiones mármol. Miró el documento, miró á los culpables,
da serpiente, se deslizaba, se enroscaba y se ador- y después, inclinándose, r e p a r ó que la escritura
sola, de pie en medio del gabinete-tocador, con-
estaba firmada. Sus ojos p a s a b a n desde el tintero
templando la puerta de la escalera, por donde
abierto á la pluma, todavía húmeda, que se halla-
acababa de ver desaparecer las espaldas del padre
ba al pie del candelabro, y quedó parado ante
y del hijo. No podía separar la vista de aquel agu-
aquella firma con a i r e reflexivo.
jero. ¿Qué era aquello? ¿Se habían marchado ami-
El silencio parecía a u m e n t a r , las llamas de las
gablemente? ¿Aquellos dos hombres no se habían
bujías se a l a r g a b a n , el vals se mecía á lo largo de
aplastado? Púsose á escuchar p o r si oía el ruido
los tapices con mayor molicie... Saccard se enco-
de alguna lucha tremenda ó el r o d a r de algún
gió ligeramente de hombros, miró á su m u j e r y á
cuerpo á lo largo de la escalera. ¡Nada! En aque-
su hijo con p r o f u n d a intención, como p a r a arran-
llas perfumadas tinieblas no se oía m á s que el
car á sus semblantes una explicación que no en-
ruido del baile. Creyó distinguir á lo lejos las ri-
contraba; después dobló lentamente el documento
sas de la marquesa y el claro acento de M. de Saf-
y lo guardó en el bolsillo de su f r a c . Sus mejillas
fré. Luego ¿el d r a m a ya había terminado? Su cri-
habían palidecido e n extremo.
men, los besos en el g r a n lecho gris y rosa, las
—Has hecho bien en firmar, querida amiga,—
feroces noches de la estufa, todo aquel amor mal-
dijo lentamente á su mujer.—Te acabas de ganar
dito en que se había abrasado d u r a n t e algunos
cien rail f r a n c o s . Esta noche te t r a e r é el dinero.
meses, ¿concluían de aquel modo tonto é innoble?
Arístides estaba casi risueño; solo sus manos
¡Su marido lo sabía todo y ni siquiera le pegaba! Y
temblaban. Dando después algunos pasos, añadió:
el silencio que la rodeaba, aquel silencio en que
—Aquí se ahoga uno. ¡Qué idea más extrava-
se mecia el interminable vals, le espantaba mucho
gante la de venir á combinar alguna de vuestras
más que el r u í l o de un asesinato. Aquella t r a n -
b r o m a s en este baño de vapor!...
quilidad aquel gabinete suave y discreto, lleno de
Y dirigiéndose á Máximo q u e había levantado
amoroso p e r f u m e le producían miedo:
la cabeza sorprendido por el tranquilo acento de
Su desnudez la i r r i t a b a . Volvió la cabeza y miró
su p a d r e , le dijo:
á su alrededor. El gabinete-tocador conservaba
—Vamos, ven. Te he visto subir y he venido á
su aromática pesadez, un tibio silencio, al que las
b u s c a r t e para que te despidas ds M. Mareuil y de
frases del vals llegaban incesantes, como las últi-
BU hija.
mas y m o r i b u n d a s oscilaciones de una superficie
JiOS i o s hombres b a j a r o n juntos. Renata quedó
ONlVF-RStDAB «E TíUtVO LEON
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líquida. Aquella lejana risa, pasaba sobre ella co- esperando que oiría l l o r a r á R e n a t a a r r i b a . Cuan¿
mo un sarcasmo horrible. Se tapó los oídos para do la joven abrió la p u e r t a , una de las hojas casi
no oír y entonces vió el lujo del gabinete. Levantó abofeteó á su cuñada.
la vista hacia la rosada tienda, hasta la corona de —¡Me estabas espiando!—la dijo encolerizada.
plata que dejaba ver un mofletudo amorcillo pre- —¿Acaso me ocupo yo de tus porquerías?—res-
parando su flecha; después de haber recorrido con pondió Sidonia con gran desdén.
la vista todos aquellos objetos d e s p a r r a m a d o s que
Y recogiendo su t r a j e de maga y a p a r t á n d o s e
le recordaban su vergüenza, volvió al centro del
con majestuosa m i r a d a , añadió:
gabinete, con el rostro amoratado, no sabiendo
—Hija, no es culpa mía si suceden accidentes...
p o r donde h u i r de aquel p e r f u m e de gabinete, de
Pero yo no guardo rencor ¿entiendes? Puedes es-
aquel lujo que se descotaba con la impudicia de la
tar persuadida de que*hubieras encontrado en mí
prostituta y q u e todo lo presentaba sonrosado.
y encontrarás todavía una segunda m a d r e . Te es-
Cerró los ojos momentáneamente y cuando v o l - pero en mi casa cuando gustes venir á ella.
vió á abrirlos se miró al espejo. Estaba acabada, Renata no la escuchaba. E n t r ó en el g r a n salón,
se vió m u e r t a . Todo su rostro le decía que el tras- cruzó por entre una complicada figura del cotillón,
torno c e r e b r a l se consumaba. Entonces a r r o j ó so- sin r e p a r a r siquiera en la extrañeza que producía
b r e sus h o m b r o s una capa de pieles p a r a no a t r a - su capa. Había allí grupos de señoras y caballeros
vesar el baile completamente desnuda y bajó. que se mezclaban agitando banderolas y se oía la
En el saloncito se quedó frente á f r e n t e con Si- voz de M. de Saftié, que decía:
donia, quien, p a r a g o z a r del drama, se había
—¡Vamos, señoras! «¡La g u e r r a de Méjico!»...
apostado en el pórtico de la estufa. P e r o no supo
Es preciso que las señoras hagan las malezas ex-
qué pensar cuando apareció Saccard con Máximo,
tendiendo sus faldas en r e d o n d o y acurrucándose
y á todas las p r e g u n t a s que en voz baja le dirigió,
en el suelo, á la vez, los caballeros que giren alre-
la contestó brutalmente su hermano que soñaba y
dedor de las malezas... y después, cuando yo dé
que no había absolutamente nada. Después, Sido-
una palmada, cada uno valsará con su maleza.
nia olfateó la v e r d a d . Su amarillo rostro palideció.
Dió una palmada. Los instrumentos metálicos
Le parecía demasiado f u e r t e la cosa. Y suavemen-
sonaron y el vals lanzó una vez más las p a r e j a s
t e f u é á p e g a r el oído á la p u e r t a de la escalera,
alrededor del salón. La figura había alcanzado
ba un momento pr-ra poder hablar bajo con Luisa,
pòco éxito. Dos señoras se habían quedado sobré
la alfombra e n r e d a d a s en sus encajes. La señora que la miraba con su serena curiosidad. Mientras
Darte declaró que lo que le gustaba de «La guerra los hombres se apretaban una vez más las manos,
de Méjico», e r a hacer «pompas» con el vestido se inclinó y murmuró:
como en el colegio. —¿No se casará usted con él, verdad? No es po-
Renata llegó al vestíbulo, encontró á Luisa y á sible. Bien sabe usted que...
su padre, acompañados de Saccard y Máximo. El Pero la niña la interrumpió, empinándose y di-
b a r ó n Gourand se había marchado. Sidonia se re- cióndola al oído:
tiraba con Mignon y Charrier; mientras que M. Hu- —¡Oh! Tranquilícese usted; me lo llevo... Nos
pel de la None acompañaba á la señora Michelin, m a r c h a m o s á Italia.
á quien su marido seguía discretamente. El pre- Y sonreía con su vaga sonrisa de esfinge vicio-
fecto había empleado el resto de la noche en ha- sa. Renata quedó balbuciente. No comprendía
cer la corte á la linda m o r e n a , y acababa de deci- aquello, ó imaginaba que la jorobada se b u r l a b a
dirla á pasar un mes de verano en su departamen- de ella. Después cuando los Mareuil se marcha-
to, «en donde había antigüedades verdaderamente ron, repitiendo muchas veces: «¡Hasta el domin-
curiosas.» go», miró á su marido, miró á Máximo y viendo
con espantados ojos sus caras tranquilas y su as-
Luisa, que mascaba, ocultándose, un almendra-
pecto satisfecho, se cubrió el r o s t r o con las ma-
do que tenía en el bolsillo, se vió atacada de uñ
nos, huyó y se refugió en el fondo de la es-
acceso de tos en el momento de salir.
—Tápate bien,—le dijo su p a d r e . tufa.
Las avenidas estaban desiertas. Los g r a n d e s fo-
Y Máximo se a p r e s u r ó á ceñir más el lazo del
llajes dormían, y sobre la pesada s á b a n a del e s -
capuchón de su salida de baile. Ella alzaba la bar-
tanque, dos capullos de ninfeas se e n t r e a b r í a n
ba y se dejaba envolver. Guando Renata apareció,
lentamente. Renata hubiera querido llorar; p e r o
M. de Mareuil volvió á despedirse de ella, por cuyo
aquel húmedo calor, aquel olor f u e r t e que reco-
motivo c h a r l a r o n unos instantes. Renata querien-
nocía, le a p r e t a b a n la g a r g a n t a y estrangulaban
do explicar su palidez y su temblor, dijo q u e te-
su desesperación. Miraba á sus pies, á orillas del
nía frío y q u e había subido á sus habitaciones
estanque, aquel sitio de amarilla a r e n a , sobre el
p a r a echarse un abrigo s o b r e los hombros. Espia-
cual el invierno anterior extendió] la piel de 0*0; nándose un momento, cimbreándose sobre la ex-
y cuando levantó los ojos, vió todavía uoa figura tendida mano de un bailarín, partiendo después y
más del cotillón, allá en el fondo, á través de las llegando de espaldas ó de f r e n t e con nueva pare-
dos puertas que estaban abiertas. ja, recibiendo al desfilar los abrazos de todos los
Aquello era un ruido ensordecedor, una confusa hombres del salón. Al mismo tiempo, la señora
batahola en que no vió al pronto más que faldas, d' Espanet había conseguido apoderarse de la de
volantes y n e g r a s piernas girando y volteando. Haffner y bailaba con ella sin quererla soltar.
M. de Saffré gritaba: «¡El cambio de señoras! ¡El El Oro y la Plata, bailaban juntos amorosa-
cambio de señoras!» y las p a r e j a s a t r a v e s a b a n en mente.
medio de un amarillo y fino polvo; cada caballero, Renata comprendió entonces aquel torbellino
después de h a b e r dado t r e s ó cuatro vueltas de de faldas, aquel movimiento de piernas. Estaba
vals, a r r o j a b a su dama en b r a z o s de su vecino, colocada debajo y veía la f u r i a de los pies, el ba-
quien á su vez le a r r o j a b a la suya. La b a r o n e s a tiburrillo de botas lustradas y tobillos blancos de
de Meinhold, con su t r a j e de Esmeralda, caía de los bailarines. Habia momentos en que creía que
los brazos del conde de Ctiibray á los de M. Simp- un golpe de viento iba á levantar las faldas. Aque-
son, quien la cogía al descuido por un hombro, en llos bustos desnudos, aquellos desnudos brazos y
tanto que su mano enguantada se deslizaba bajo desnudas cabelleras, que volaban y se arremoli-
su cuerpo. La condesa Van^ka, enrojecida, hacien- naban, cogidos, lanzados y vueltos á coger desde
do sonar sus colgantes de coral, iba de un e m p e - el fondo de aquella galería en que el vals de la
llón, desde el pecho de M. de Saffré al del duque orquesta se hacía más sensual, en que la r o j a ta-
de Rozán, á quien se asía, obligándole á hacer pi- picería palidecía bajo las últimas convulsiones del
r u e t a s por espacio de cinco compases, p a r a coger- baile, se le aparecieron como la imagen tumultuo-
se en seguida á la cadera de M. Simpson, que sa de su propia vida, de sus desnudeces y sus
acababa de a r r o j a r la Esmeralda al director del abandonos. Experimentó tal dolor al considerar
baile. Las señoras Teisiere, Darte y L a u w e r e n s que Máximo p a r a coger á la jorobada entre sus
relucían como g r a n d e s y vivientes joyas, con la brazos la había a r r o j a d o á ella allí, en donde tan-
r u b i a palidez del Topacio, el templado azul de la to se habían amado, que pensó a r r a n c a r un tallo
Turquesa y el azul ardiente del Záfiro, abando- del tanghin que le rozaba las mejillas y mascarlo
IE í
1s hasta el tronco. Pero fué cobarde y quedó inmó-
ftPl vil delante del arbusto, tiritando bajo el abrigo
MIE
de pieles que tenía en sus manos, y apretándolo
estrechamente con profunda expresión de aterro-
rizada vergüenza.
i l v, U VII
I itfl 81
III1
ili indemnizaciones para apreciar en el sitio mismo
ciertos inmuebles, cuyos propietarios no habían
podido entenderse amistosamente con el Muni-
cipio.
Saccard renovaba el golpe de fortuna de la calle
!
de la Pepiniere. P a r a que el nombre de su mujer
desapareciese completamente, ideó, en primer
IE í
1s hasta el tronco. Pero fué cobarde y quedó inmó-
ftPl vil delante del arbusto, tiritando bajo el abrigo
MIE
de pieles que tenía en sus manos, y apretándolo
estrechamente con profunda expresión de aterro-
rizada vergüenza.
i l v, U VII
I itfl 81
III1
ili indemnizaciones para apreciar en el sitio mismo
ciertos inmuebles, cuyos propietarios no habían
podido entenderse amistosamente con el Muni-
cipio.
Saccard renovaba el golpe de fortuna de la calle
}
de la Pepiniere. P a r a que el nombre de su mujer
desapareciese completamente, ideó, en primer
término, una venta de los terrenos y del café-can- paisaje, de un color amarillento sucio; p o r el que
tante, cediendo Sansonneau todo á un supuesto no cruzaban más que pálidos o b r e r o s , caballos
acreedor y consignándose en el contrato de venta llenos de lodo y carretas cuya madera desapare-
la colosal suma de t r e s millones. Tan exorbitante cía bajo una costra de polvo. Andaban uno t r a s
era aquella suma, que cuando en nombre del su- del otro, en fila, saltando de piedra en piedra,
puesto propietario reclamó el agente de expropia- evitando los charcos, hundiéndose algunas veces
ciones el valor del inmueble en venta como in- hasta los tobillos y j u r a n d o al mismo tiempo que
demnización, el Ayuntamiento no quiso conceder sacudían los pies.
más que dos millones y medio, á pesar de los se- Mientras tanto habían T llegado á uno de los in-
cretos manejos de Michelin y los argumentos de muebles que debían visitar; despacharon su mi-
M. Tontín-Laroche y del b a r ó n de Gourand. Sa- sión en un cuarto de hora y prosiguieron su pa-
ccard esperaba aquel resultado y repasó el fallo, seo. Poco á poco fueron perdiendo el h o r r o r al
dejando que el expediente pasase al Jurado, del lodo, y andaban por entre los charcos convenci-
cual formaba p a r t e precisamente con M. de Ma- dos de la imposibilidad de no m a n c h a r sus botas.
reuil, merced á una casualidad á la que debió Guando hubieron pasado la calle de Menilmontant
contribuir sin duda. Y asi fué como se encontró uno de los industriales, el antiguo afilador, pare-
con el encargo en unión de otros cuatro compa- ció inquieto, examinando las r u i n a s que había á
ñeros, de i n f o r m a r de sus propios terrenos. su alrededor, sin reconocer el b a r r i o . Dijo que
M. de Mareuil le acompañaba. Entre los otros había vivido allí, hacía ya más de treinta años, y
t r e s j u r a d o s había un médico que f u m a b a cons- que le gustaría encontrar el sitio. Estudiaba aten-
tantemente, sin cuidarse lo más mínimo de los tamente las puertas y las ventanas de uno de los
cascotes, p o r encima de los cuales debía pasar, y edificios, y después señalando con el dedo un ex-
dos industriales, uno de los cuales, fabricante de tremo del d e r r i b o en la p a r t e más alia, exclamó:
instrumentos de cirujia, había sido en otro tiempo — ¡Ahí está! ¡La reconozco!
afilador ambulante. —¿El qué?—preguntó el médico.
Aquellos señores, con sus embetunadas botas, —Mi habitación. Sí, es ella.
sus gabanes y sus sombreros de copa alta, forma- La emoción se apoderó del obrero. (
ban un contraste singular en aquel enfangado —Ahí he pasado cinco años,—murmuró.—La
- 176 - ¿ París con el ruido de aquellos escudos verdade-
situación no era muy buena en aquellos tieupos, ros que a r r o j a b a á paletadas sobre los estantes de
p e r o todo me e r a indiferente, porque era joven... su caja de hierro.
¡Qué tiempos más hermosos! Tan perfectamente había m a n e j a d o Sansonneau
La Comisión de informe se detuvo después á el negocio de Charonne, que Saccard, después de
examinar dos inmuebles más: el médico se queda- una ligera vacilación, llevó su honradez hasta el
ba siempre á la p u e r t a , fumando y examinando extremo de darle el diez por ciento y su prima de
el cielo. treinta mil francos. El agente de expropiaciones
Llegaron p o r fin al término de su c a r r e r a . Los puso entonces una casa de b a n c a , y cuando su
antiguos t e r r e n o s de la señora Aubertot eran muy cómplice, con acento avinagrado, le acusaba de
extensos; el café-cantante y el jardín ocupaban ser más rico que él, le respondía sonriendo:
solamente una mitad, y en el resto había algunas —¡Qué quiere usted, mi querido maestro! Usted
construcciones de poca importancia. sabe hacer llover monedas de cinco francos, pero
la Comisión, haciéndola pasar por el j a r d í n y visi- En medio de aquellos intereses, de aquellas ar-
t a r el café. dientes ansias nunca satisfechas, Renata agoniza-
—¡Vaya! Ya está concluido, señores,—dijo Sa- ba. La tía Isabel había muerto.su h e r m a n a se ha-
ccard,—y si me lo permitís yo me encargaré de bía casado y en el hotel Berand solo quedaba su
redactar el informe. padre, envuelto en la sombría gravedad de a q u e -
Marcharon todos y encontraron después un co- llas habitaciones.
che en la calle de Charonne, subiendo á él, satis- Renata envejecía y sus ojos se e n c e r r a b a n en
fechos como si hubiesen pasado un día de campo. un circulo amoratado, su nariz se hundía. Aquello
Saccard redactó el informe y el Jurado concedió era el fin de una m u j e r .
los t r e s millones. El especulador estaba con el Cuando Máximo se hubo casado con Luisa y los
agua al cuello y no hubiera podido esperar un jóvenes partieron para Italia, Renata no sintió
mes más; aquel dinero le salvaba de la ruina y i n q u i e t u d alguna por su a m a n t e ; pareció que lo
hasta quizás también de los tribunales. Dió qui- habia olvidado todo. Y cuando al cabo de seis me-
nientos mil francos á su tapicero, del rci lón qae ses, Máximo volvió solo, después de h a b e r ENTE-
,le debía, tapó algunos otros agujeros y ensordeció L É CANALLA.—12 ^
r r a d o á «la jorobada* en el cementerio de un
pueblecito de Lombardía, le manifestó solamente Celeste n o respondía, sonriendo de un modo
odio. Recordó á Phedro; se acordó sin duda de singular, y una mañana p o r fin, dijo á su ama
aquel venenoso amor, y entonces para no volver á que se marchaba, que se iba á su pueblo; R e n a t a ,
e n c o n t r a r en su casa al joven, para a b r i r un abis- al escuchar sorprendida el deseo de Celeste, de-
mo de v e r g ü e n z a entre el padre y el hijo, obligó mu lóse, temblando como si le ocurriese una g r a n
á su marido á conocer el incesto, contándole que desgracia. Reponiéndose después, la dirigió infi-
el día aquel en que la s o r p r e n d i ó con Máximo, nidad de preguntas. ¿Por qué la a b a n d o n a b a ,
e r a éste quien la perseguía desde hacía mucho cuando tan bien se llevaban? La ofreció doble sa-
tiempo, deseando violentarla. lario, pero la c a m a r e r a decía que no con la ca-
A Saccard le extrañó mucho la insistencia de beza.
Renata en hacerle a b r i r los ojos y no tuvo más —Señora—respondió por fin.—Aun cuando me
remedio que enojarse con su hijo y d e j a r de ver- ofreciese usted todo el oro del P e r ú , no me que-
le. El joven, viudo y rico con la dote de su mujer, daría una s e m a n a más. ¡No me conoce usted!
se f u é á vivir como un soltero, en un hotelito de Ocho años hace que estoy con usted, ¿verdad?
la avenida de la Emperatriz. Había hecho dimisión
Pues bien, desde el primer día m e dije: «Cuando
de su cargo en el Consejo de Estado y vivía ale-
tenga cinco mil francos me vuelvo por allá, com-
gremente. R e n a t a gozó con aquello una de sus
praré la casa de Lagache y viviré feliz...» Es una
m a y o r e s satisfacciones. Se vengaba, lanzaba al
promesa que me he hecho á mí misma, y como ya
r o s t r o de aquellos dos hombres la infamia que
tengo los cinco mil francos...
habían dejado caer sobre ella, y decía que en lo
Renata sintió frío en el corazón; veía á Celeste
sucesivo ya no les vería burlándose de ella, eoji-
pasar por d e t r á s de ella y de Máximo mientras se
dos del brazo como dos c a m a r a d a s .
abrazaban y lo veía con su indiferencia y perfecto
A la única persona á quien conservaba cariño desprendimiento, pensando solamente en sus cin-
era á Celeste. co mil francos. No obstante, intentó hacerla de-
Algunas veces., en sus momentos de tristeza, la sistir ante el espanto del vacio en que quedaba, y
decía: sofundo, á pesar de todo, r e t e n e r aq ielia bestia
-r-IIija mía, tú serás quien rae cierre los ojos. testarudi á su lado, á la q u e había creído llena
de abnegación, cuando solo estaba llena de eguis-
mo. Celo3te sonreía y movía la cabeza, murmu-
rando:
tenían el a i r e presumido de amantes Venturosos.
—No, no, eso no es posible... A mi misma ma- ¡Y ella, en el fondo de su corazón no encontraba
d r e se lo n e g a r í a . más que hastío y sorda envidia! ¿Era ella tal vez
Renata no insistió más y al día siguiente quiso m e j i r que los demás p a r a doblegarse así bajo los
acnmpaiiir á Celeste á la estación en su propio placeres, ó quizás los otros podían a l a b a r s e de
coche. tener naturaleza más fuerte que la suya? Renata
Cuando llegaron estuvieron un rato charlando, lo ignoraba; apetecía nuevos deseos para v o l v e r á
y al t o c a r la campana, cogió precipitadamente los comenzar su vida, cuando al volver la cabeza, con-
ocho ó diez paquetes de que no había querido se- templó á su lado, un espectáculo que destrozó su
p a r a r s e , se dejó besar y se marchó sin volver la corazón con un golpe supremo.
cabeza. S i c c a r d y Máximo paseaban lentamente, cogi-
Renata permaneció en la estación hasta que dos del brazo. Sin duda el p a d r e había visitado
hubo partido el t r e n , subió al coche y mandó al al hijo y los dos j u n t o s bajaban muy entretenidos,
cochero que se dirigiese h a f i a el bosque. charlando.
Los recostados jardiniilos huían sin cesar; el — Eres un tonto,—repetía Saccard.—Cuando se
agua de los lagos se irrisaba bajo los r a y o s del tiene dinero como tú, no se le deja d o r m i r en el
sol, cada vez más oblicuos y la fila de carruajes fondo del cajón. En el negocio de que te hablo se
prolongaba sus movibles reflejos. La joven, arras- puede g a n a r un ciento por ciento. Es un negocio
t r a d a y seducida por aquel regocijado espectácu- seguro. Ya sabes que si así no f u e r a , no q u e r r í a yo
lo, tenia vaga conciencia de todos los apetitos que meterte en él.
r o d a b a n en medio de la luz; no sentía indignación El joven parecía a b u r r i r s e ante aquella insisten-
contra aquellos seres que se nutrían de desperdi- cia; sonreía con su peculiar aspecto de compla-
cios, p 3 ,ro los odiaba por su alegría, por el triunfo cencia y miraba los coches.
de q ie hacían alarde bajo los ardientes r a y o s del —¿Ves aquella m u j e r pequeñita, allá abajo, ves-
sol. Mostrábanse soberbios y risueños; las muje- tida de color de violeta?—dijo de pronto.—Es una
res se extendían en sus coches, polvoreadas y pro- planchadora que ese animal de Mussy ha lanzado
vocativas; los h o m b r e s lanzaban vivas miradas y al mundo.
Miraron ambos á la mujer vestida de color de
violeta, y sacando después Saccard un cigarro del
bolsillo, se dirigió á Miximo que fumaba tranqui- brero de copa alta, ligeramente inclinado y cuya
lamente, diciéndole: seda relucía.
—Dame lumbre. Renata encontró al Emperador envejecido. Su
Se detu ieron un instante frente á frente, acer- boca se e n t r e a b i í a perezosamente bajo sus gran-
cando sus rostros. des bigotes retorcidos con cosmético; sus párpa-
dos caían hasta el extremo de cubrir casi los apa-
—Mira,—continuó el padre volviendo á cogerse
del brazo de su h jo,—serás un imbécil si no me gados ojos, cuyo gris amarillo se n u b l a b a más
haces caso... ¿Me llevarás m a ñ a n a los cien mil cada día; solo la nariz conservaba siempre su per-
francos? fil seco, destacándose sobre el vago semblante.
—Ya sabes que no voy á tu casa,—respondió Mientras las damas de los coches sonreían dis-
Máximo mordiéndose los labios. cretamente, los que iban á pie se colocaban á l i
—¡BahI ¡Tonterías! Es preciso que eso termine vista del Príncipe. Algunas manos se l e v a n t a b í n
de una vez. para saludar, pero Saccard que se había descu-
Dieron algunos pasos en silencio, y Renata, sin- bierto antes de que los batidores pasasen, esperó
tiéndose desfallecer, sepultó la cabeza entre los que el coche imperial se e n c o n t r a r a frente á él, y
gritó con su acento provenzal:
almohadones del cupé para no ser vista, cuando
un r u m o r creciente se sintió á lo largo del paseo. —¡Viva el Emperador!
En las aceras deteníanse los paseantes y se vol- Este sorprendido, se volvió, reconoció sin duda
vían con la boca abierta, siguiendo con la vista al entusiasta y devolvió el saludo sonriendo. D e s -
algún o l j e t o . Oyóse un ruido $ á s vivo de ruedas; pués, todo desapareció en el sol; la fila de coches
los c a r r u a j e s se a p a r t a r o n respetuosamente y apa- se volvió á c e r r a r y Renata no vió por encima de
recieron dos batidores vestidos de verde, con cas- las crines, entre las espaldas de los lacayos,
quetes redondos. Corrían algo inclinados, al trote más que los casquetes v e r d e s de los batido-
res.
de sus g r a n d e s caballos bayos, dejando trás sí un
espacio, en el cual apareció el Emperador. Quedó un momento con los ojos completamente
Iba en el fondo de un lando y vestía de negro, abiertos, llenos de aquella aparición que la recor-
con la levita abrochada hasta la b a r b a , con som - daban otro momento de su vida. Le parecía que el
Emperador, a! rr,t?>,ciarse con la fila do carruajes»
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ácababa de lanzar el último r a y o necesario , agua, cuyo chorro hilado tanto las gustaba reci-
p a r a d a r significación á aquel triunfal des- bir sobre sus manitas. '
file. Después subió la grande y silenciosa escalera y
En aquel momento parecía una gloria; todas encontró á su padre en el fondo de la tendida hi-
aquellas r u e d a s , todos aquellos hombres condeco- lera, de exiensas habitaciones. La figura del a n -
rados, todas aqiiellas m u j e r e s tendidas lánguida- ciano se destacaba y se perdía lentamente en la
mente, desaparecían envueltas en los resplando- obscuridad de la antigua morada, en aquella úl-
r e s y el ruido del landó imperial. tima soledad en la que se había e n c e r r a d o por
Aquella sensación se hizo tan aguda y dolorosa, completo desde la m u e r t e de su h e r m a n a .
que la joven experimentó !a imperiosa necesidad Entonces pensó Renata en los personajes del
de huir de aquel triunfo, de aquel grito de Sac- Bosque, en aquel otro anciano, en el barón de
card que todavía resonaba en sus oídos, de aquel Gourand, que paseaba su cuerpo al sol, recostado
espectáculo del padre y del hijo, con los brazos sobre almohadones. Subió más todavía; tomó los
enlazados, charlando y paseando. Con las manos c o r r e d o r e s las escaleras interiores y se dirigió al
s o b r e el pecho, como abrasada por ¡<n fuego inte- cuarto de las niñas. Cuando se enconti ó a r r i b a ,
í i o r , sintió vaga esperanza de alivio y de saluda- Vió la llave en el clavo acostumbrado, una llave
ble locura, cuando inclinándose hacia el cochero,
grande, enmohecida, en que las a r a ñ a s habían te-
dijo:
jido su tela. La c r r a d u r a lanzó un quejido. ¡Qué
—¡Al hotel Berand! triste estaba el cuarto de las niñas! Al e n c o n t r a r -
El patio conservaba su frialdad de claustro. Re- le tan vacío, tan sombrío y mudo, sintió R e n a t a
nata dió vuelta á las a r c a d a s , feliz al sentir la hu- que el corazón se le oprimía.
medad sobre sus hombros, y se aproximó á la pila Cerró la puerta de la p a j a r e r a , que estaba abier-
verde por el musgo y desgastada por el roce; con- ta, pensando que por aquella p u e r t a habían huido
templó la cabeza de león, medio b o r r a d a y con la los goces de su infancia. Detúvose ante las jardi-
b o c i abierta, que dejaba escapar un hilillo de neras y rompió con sus dedos un tallo seco de
agua por el tubo de hierro. ¡Cuántas veces ella y rhndodendión; aquel esqueleto de planta, flaco y
Gristina habían cogido aquella cabeza entre sus lleno de polvo, era todo lo que quedaba de sus
intanti' es brazos p i r a Jlegar hasta el caño de Vivientes canastillas de flores. Y el mismo felpudo,
desteñido, roído por los ratone?, se extendía cóa de aguas estancadas y cenagosas, cuya v r H o e a
la melanco ía del sudario, que espera d u r a n t e mu- superficie se perdía entre las b r u m a s del cielo. A
chos años la prometida muerte. En un rincón, en la izquierda el muelle de Enrique IV y el de la
medio de aquella desesperación muda, de aquel Rapie enfilaban á un tiempo sus hileras de CSSIF,
a b a n i o n o cuyo silencio lloraba, encontró una de aque las, casas que veinte años, habían vií-to allí
sus antiguas muñecas; destruido el resorte, todo las niñas en las mismas manchas obscuras d i los
el sonido que antes al oprimirla producía, se ha- sotechados y las mismas rojizas chimeneas de las
bía salido por un agujero, y la cabeza de porcela- ftbricas. Y por encima de las fábricas el techo de
na continuaba sonriendo con sus labios de esmal- pizarra de la Salpetriere, azulado por el adiós del
t sobre aquel cuerpo blando que locuras de mu- sol, se la presentó de repente como un anticuo
ñeca parecían haber aniquilado. amigo.
Renata se ahogaba en medio de aquel ambiente Perolo q u e l a t r a n 7 u i l i z ó , l o que dió f r e s c u r a á su
desvanecido de sus primeros años. Abrió la venta- pecho fueron las largas y grises vergas: fué. sobre
na y contempló el inmenso paisaje. En él nada todo, el Sena, el gigante que veía acercarse de=tíe
había sucio. Encontraba los e t e r n o s goces, la eter- el extremo del horizonte, derecho hacia ella, co-
na juventud del aire libre. A sus espaldas se ponía mo en aquellos tiempos en que temía verle crecer
el s 1; n o veía más que sus r a y o s al r e t i r a r s e , do- y subir hasta la ventana.
r a n d o con infinita dulzura aquel extremo de ciu- Si acordaba de sus t e r n u r a s con el río, de su
dad q ie tan bien conocía. a m o r h a c i i la colosal corriente, de aquella senta-
Parecía aquello la postrera canción del día, ale- ción que experimentaba ante la mugiente a g u a , e x -
g r e centinela que se iba d u r m i e n d o lentamente tendiéndole como una sábana á sus pies, a b r i é n lofe
s o b r e todas las cosas. alrededor y d e t r á s de ella en dos brazos que ya
Abajo, la estacada tenía reflejos de pálidas lia- no veíi y de los cuales sentía, no obstante, las
m a r a d a s mientras que el puente de Gonstantina puras caricias.
destacaba el negro encaje de sus f é r r e a s cuerdas Ya entonces, ella y su h e r m a n a eran coquetas,
s o b r e la blancura de sus pilares. . y dacían en los días de claro cielo, que el Sena se
A la derecha, las s o m b r a s del Mercado de vinos había puesto su hermoso vestido de seda v e r d e
y del Jardín de plantas formaban un m a r s:r*no íalp-cado de llamas blancas, y que las corriente«
en qoe el agua se agitaba daban al vestido reflejos
de raso, mientras que á lo lejos, más allá de la
cintura de los puentes, placas de luz la prestaban
paños de tela color azul.
R e n a t a , alzando la vista, contempló el espacioso
cielo que se abría ante ella, de color azul pálido,
obscurecido poco á poco en el desvanecido cre-
púsculo. Pensó en la ciudad cómplice, en el res-
plandecimiento de las modas del bulevar, en las
ardientes t a r d e s del Bosque, en los días pálidos y
F E L I C I D A D
crudos de los nuevos y g r a n d e s hoteles.
Después, cuando bajó la cabeza y volvió á pre-
sentársele el pacífico horizonte de su infancia,
aquel rincón de ciudad o b r e r a y burguesa, donde
ella soñaba una v i i a de paz, apareció en sus la*
bios una última a m a r g u r a . Con las manos juntas
sollozó á la caida de la t a r d e .
Al siguiente invierno falleció Renata de una me-
ningitis aguda, teniendo que ser su padre quien
pagó la cuenta de W u r m s que ya ascendía á dos-
cientos cincuenta y siete mil francos.
*ALFONSO RtYES"
^ • ^ m m m E U m
Allá en Numea, cuando Jacobo Damour miraba
el horizonte infinito del m a r , creía ver en él toda
su historia, las miserias del sitio, las cóleras de
la Gommune; después aquella r e d a d a que le echó
tan lejos, medio muerto... No e r a aquella una vi-
sión límpida de los r e c u e r d o s , q u e l e d a b a n a l e g r í a
ó tristeza, sino la sorda rumiación de una inteli-
gencia obscurecida que volvía s o b r e d i misma en
ciertos hechos que quedaban de pie y claros entre
las ruinas del resto.
A los veinticinco años se casó con Felicidad,
una hermosa m u j e r que tenía diecirchó, sobrina
de una f r u t e r a de la Villette, á la que él tenía un
cuarto realquilado. El era g r a b a d o r en metales y
ganaba hasta doce francos diarios; ella había sido
Bjn contar la cocina y un gabinetito p a r a Luisa.
costurera anteriormente, pero como tuvieron un
La habitación daba á un extenso patio, en una pe-
niño muy pronto, tuvo que r d u c í r s e á criar su
queña ala del edificio, abundante de luz y sol,
hijo y á ocuparse del cuidado de la casa. El pe.
pues sus ventanas caían sobre un solar que servía
queño Eugenio m e d r a b a admirablemente. Nueve
de depósito para materiales de derribo, al que por
años más tarde, una niña vino á aumentar la fa-
la mañana y por la tarde venían un sinnúmero de
milia: y ésta, Luis*, estuvo tanto tiempo enfermi-
carretas á descargar escombros y m a d e r a vieja.
za que gastaron c m ella un capital de drogas y
' Cuando estalló la g u e r r a , los Damour h a b i t a b a n
medicamentos. Esto no obstante, el matrimonio
en la calle de los Envierges hacía diez años. Feli-
no era desgraciado. Damour hacía fiesta con fre-
cidad, aun cuando cercana ya á los cuarenta,
cuencia los lunes; pero como era muy razonable,
permanecía joven, un poco llena de c a r n e s , y de
iba á acostarse en cuanto conocía que había be-
una redondez de espaldas y de caderas que hacían
bido mucho, y volvía á su t r a b a j o al siguiente
de ella la guapa del barrio. Jacobo, al contrario,
día tratándose á sí mismo de menos que nada,
estaba seco, y los ocho años que le separaban de
Desde que cumplió doce años fué Eugenio dedica-
su m u j e r le convertían en un viejo al lado de ella.
do al trabajo, y aquel muchacho que apenas sabia
Luisa, repuesta de su salud, pero siempre delica-
leer ni escribir, se ganaba ya la vida. Felicidad,
da, se parecía á su padre, salvo sus morbideces
muy m u j e r de su casa, administraba aquella pe-
de niña; en tanto que Eugenio, entonces de dieci-
queña república con mucha maña y prudencia,
nueve años de ed id, era alto como su madre y te-
a u n q u e un poco perra, según Jacobo, porque solía
nía las anchas espaldas de ésta. Vivían muy uni-
servir en las comidas más legumbres que carne,
dos, fuera de algunos lunes en que el padre y el
con objpto de a h o r r a r algunos napoleones para
hijo se entretenían demasiado en las t a b e r n a s . En-
un c i s o de enfermedad. Aquella fué la rr.ejor épo-
tonces Felicidad rabiaba furiosa al pensar en el
ca del matrimonio. Vivían en M-nimontaut, calle
dinero disipado. Dos ó tres veces llegaron á las
de los Enviergps, en una casa q i e s e componía de
manos; pero esto no tuvo mayores consecuencias;
t r e s departamentos: uno que ocupaba el matri-
era culpa del vino. Se los citaba como modelos d e
monio, el de Eugenio, y un espacioso comedor
buen ejemplo. Cuando los prusianos marcharon
donde habían instalado el taller de cinceladura,
sobre París y empezó la terrible temporada, po-
T 0 M 0
LA C A N A L L A . — 2 3 »'
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selan algunos miles de francos en la Caja de aho- do, la justicia y la igualdad reinando en todas p a r -
r r o s . Esto e r a muy hermoso p a r a obreros que tes, arriba y abajo.
habían criado dos hijos. —¡Como el 93!—añadía" categóricamente, sin
Los primeros meses del sitio no fueron muy du- estar muy seguro.
r o s de soportar. En el comedor, donde dormían Damour se quedaba g r a v e . El también era repu-
las herramientas, aún se comía carne y pan blan- blicano, porque, desde la cuna, había oído decir
co. Compadecido por la miseria de un vecino, un á su alrededor que la república seria un día el
pintor decorador que se llamaba Berru y que re- triunfo del o b r e r o , la dicha universal. Pero no
ventaba de h a m b r e , pudo todavía Damour con- tenía una idea fija de cómo aquellas cosas habían
vidarle á comer algunas veces á la semana, y de pasar. P o r eso escuchaba á B e r r u con atención,
bien pronto el c a m a r a d a f u é su huésped obli- pareciéDdole que razonaba muy bien, y que, se-
gado. guramente, la república había de llegar como él
Era muy o c u r r e n t e y tenía siempre una frase decía. Se excitaba, creyendo firmemente que, si
que hacía r e i r , y tanto hizo y tan bien, que acabó París entero, hombres, m u j e r e s y niños, hubieran
por d e s a r m a r á Felicidad, inquieta y trastornada marchado s o b r e Versalles cantando la Marsellesa,
ante aquella inmensa boca q u e se tragaba los me- se habría rechazado al prusiano, tendido la mano
j o r e s bocados. Por la noche se jugaba á las c a r t a s á las provincias y fundado el gobierno del pueblo,
mientras se hablaba de los prusianos. Berru, un el que debía proporcionar r e n t a s á todos los ciu-
patriota, hablaba de e x c a v a r minas y s u b t e r r á - dadanos.
neos por debajo del campo, hasta llegar á las ba- —¡Ten mucho cuidado!—le decía Felicidad.—
terías de Chatillón y de Montretout, á fin de ha- ¡Esto acabará mal, si escuchas á Berru! Mátale el
cerlas saltar. Después caía sobre el gobierno, que, hambre, si tienes gusto en ello; p e r o déjale que
p a r a t r a e r á Fe'ipe V quería abrirle á Bismarck vaya él solo á hacerse r o m p e r la cabeza.
las p u e r t a s de París. La república de aquellos Y no es que ella no quisiera también la repú-
traidores le hacía encoger de hombros. ¡A.h! ¡La blica. El año 48, su p a d r e murió s o b r e una b a r r i -
república! Y con los codos apoyados sobre la mesa, cada.
explicaba á Damour su forma de gobierno: todos Unicamente que este r e c u e r d o , e n vez de soli-
hermanos, todos libres, la riqueza de todo el mun- viantarla, la volvía prudente.
En lugar del p u e b l o , - d e c í a , — e l l a sabría cómo
obligar al g o b i e r n o á q u e fuese justo; ya lo h a r í a
bien. fin á París; y el m a t r i m o n i o n o se a p u r ó en los
Los discursos d e B e r r u la i n d i g n a b a n y la da- p r i m e r o s m o m e n t o s , e s p e r a n d o sin c e s a r que se
b a n miedo, p o r q u e no le p a r e c í a n s u s d o c t r i n a s r e a n u d a s e el t r a b a j o .
m u y h o n r a d a s . Veía también que D a m o u r cambia- Felicidad hacía milagros: vivían al día, de aquel
ba, tomando maneras y empleando frases que no pan negro del sitio q u e ú n i c a m e n t e Luisa n o po-
le g u s t a b a n b a j o n i n g ú n concepto. P e r o le asus- día d i g e r i r .
t a b a a u n m i s el a i r e a r d i e n t e y s o m b r í o con q u e Entonces D a m o u r y Eugenio a c a b a r o n de calen-
su hijo Eugenio escuchaba á B e r r u . t a r s e los cascos, como decía la m a d r e .
P o r la noche, c u a n d o Luisa se q u e d a b a d o r m i d a O J Í O S O S todo el día, f u e r a de s u s h á b i t o s de la-
s o b r e la m*sa, Eugenio bebía lentameLte un vasito b o r i o s i d a d , con los brazos flojos desde q u e d e j a -
de a g u a r d i e n t e , c r u z a b a los b r a z o s sin decir u n a r o n s u s cinceles, vivían en un a m b i e n t e m o r a l e n -
p a l a b r a y c l a v a b a s u s ojos en el p i n t o r , que siem- fermizo, en un enfurecimiento lleno de p e n s a -
p r e t r a í a de París alguna historia e x t r a o r d i n a r i a mientos utópicos y s a n g r i e n t o s .
d e una traición; los b o n a p a r t i s t a s haciendo s e ñ a - Ambos se h a b í a n i n c o r p o r a d o á un batallón, pe-
les desde M - n t m a r t r e , ó bien los sacos d e h a r i n a r o é-^te, como o t r o s m u c h o s b a t a l l o n e s , no salía
y los b a r r i l e s de p ó l v o r a e c h a d o s al Sena p a r a del recinto f i r t i f i j a d o , a c u a r t e l a d o en su puesto,
a c e l e r a r la r e n d i c i ó n . d e P a r í s . d o n d e los h o m b r e s p a s a b a n el tiempo j u g a n d o á
—¿Madama Damour, si me hace usted el favor? C3mo granizo, diez años habían b a s t a d o p a r a un
—No la conozco... No vive aquí. Por otra parte, le quedaba una p r u d e n c i a mez-
Se quedó inmóvil. En vez de la portera de aquel clada de vergüenza, una especie de espanto s a l -
tiempo, uoa m u j e r enorme, tenía delante á una vaje, que le hacía temblar ante la idea de ser re-
podían d e j a r t e la niña, puesto qüé p a r a fiada ia meciese. Pero Berru le impelía, le golpeaba las es-
necesitan. Sin embargo, ¿qué h a r á s con una m u - paldas y le impulsaba á la venganza. ¡Seguramen-
chacha de veinte años, tú, que no tienes aire de te se vengaría! ¡Había amado tanto á aquella m u -
d e r r o c h a r el dinero? ¿Eh? Sin ofenderte puedo de- jer! La quería aún lo bastante para prender fuego
cirte que cualquiera te daría cinco céntimos en la á París con tal de volver á verla.
calle. ¿Qué esperaba, pues? Puesto que era de él, no
Damour había bajado la cabeza, ahogado, no tenía más que el t r a b a j o de volverla á tomar. Los
encontrando una palabra. dos hombres, bastante b o r r a c h o s , hablaban á la
—¡Veamos, que diablo! Puesto que vives, mué- veis gesticulando violentamente.
vete un poco. No está perdido todo y puede arre- —¡Voy allí!—dijo de p r o n t o Damour poniéndo-
glarse... ¿Qué piensas hacer? se de pie.
Y los dos amigos se abismaron en una discusión —¡Enhorabuena!—gritó B e r r u —Yo voy con-
interminable, donde se aducían siempre los mis- tigo.
mos argumentos. Lo que no contó el pintor es que Y marcharon hacia Batignolles.
él tan pronto como el deportado salió para Nueva
Caledonia, había tratado de a r r e g l a r s e con Felici-
dad, cuyas anchas espaldas le seducían. Por lo
cual g u a r d a b a contra la novel carnicera un sordo
r e n c o r , debido á su predilección p o r S a g n a r d ,
por su fortuna, sin duda. Cuando hubo pedido un
t e r c e r litro, exclamó:
—Yo, en tu lugar, iría á verles, me instalaría
allí, y pondría á Sagnard en la puerta, si me fas-
tidiaba mucho... Tú eres el amo. Después de todo,
la ley está contigo.
Poco á poco Damour iba sintiendo los efectos
del vino que hacia subir llamaradas á sus lívidas
mejillas. Repetía que él haría lo que mej^f !P pa-
ni