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I,A CANALI;!

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A A fct ^ f.

198
LA CANALLA

Núm. Cías.
Núm. Autor
Núm. Adg.
Procedencia
(-'recio
H'eoha
Canalla
Traducción De T. örts-Ramos y Climent

""'H*SIDA» nr

i'eny a

BARCELONA
. d« P e r t i e r r a , B a r t o l i y U r o ñ a
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LA CANALLA vo~
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re-
Máximo n o se r e t i r ó h a s t a las seis de la m a ñ a - g

n a . R e n a t a dióle la llave de la p u e r t e c i t a del |j ia _


p a r q u e Monceaux, haciéndole j u r a r a n t e g . q u e vol- jen-
v e r í a todas las noches. El g a b i n e t e - t o c a d o r comu-
nicaba con el saloncito botón d e ' o r o , p o r m e d i ó d e (je.
u n a escalera d e servicio que se o c u l t a b a en .el iQn

m u r o , y q u e al mismo tiempo d a b a accedo á t&Jas' Q_

las habitaciones d e la t o r r e c i l l a . Desde el.j^lón.se e}

podía fácilmente p a s a r á la e s t u f a y b a j a r al p a í -
que. ' ' tía
Al salir á la luz n a c i e n t e del día, en medio d e
una espesa b r u m a , Máximo se e n c o n t r ó algo a t u r -
l i o i t i
dido p >r su b u e n a f o r t u n a , a c e p t á n d o l a desde lue- os
l a canalla.—i tomo ii.
go como la cosa más natural del mundo, en su paseos, se contaban obscenidades al oído, buscan-
complacencia de ser n e u t r o . do las suciedades del instinto de su infancia, y
—¡Tanto peor!—pensaba mientras iba andando; a q iello no era más que una desviación y una sa-
-—después de todo, ella es quien lo quiere... Y está tisfacción imprecisa de sus deseos, aún no defini-
admirablemente formada; tenía razón, en la cama dos. Se consideraban vagamente culpables, como
es mucho más graciosa que Silvia. si al simple contacto se hubiesen mutuamente des-
Habíanse deslizado insensiblemente p o r el ca- florado; y aquel pecado original, la languidez de
mino del incesto, el día en que con su raída cha- las conversaciones obscenas que les fatigaba v o -
quetilla de colegial, Máximo se había colgado al luptuosamente, les halagaba con más dulzura to-
cuello de Renata, arrugándole la casaquilla de davía que los besos. Su compañerismo fué de
guardia f r a n c é s q u e estrenaba. Desde entonces aquel modo el lento paso de dos amantes que al-
empezó entre ellos una continua perversión. La gún día debía llevarles fatalmente al gabinete del
extraña educación que al niño dió la joven; las fa- Cafó Riche y al amplio lecho de Renata. Al en-
miliaridades que les convirtieron en camaradas; c o n t r a r s e en brazos uno del otro, ninguno de los
más tarde, la alegre audacia de sus confidencias, dos sintió la impresión de su falta; más bien pare-
y toda aquella promiscuidad peligrosa, concluyó cían antiguos amantes que recordasen sus besos y
al fin p o r unirles en singulares lazos, convirtién- sus caricias, y q u e al p r e s e n t e las renovaban, ha-
dose casi siempre los goces de la amistad en car- blando, á pesar suyo, de aquel pasado, únicamen-
nales satisfacciones. Ya hacía muchos años que se te existente en sus imaginaciones.
habían entregado el uno al otro; el acto brutal no —¿Te acuerdas del día que llegué á Paris?—de-
f u é más que la crisis aguda de aquella inconscien- cía Máximo.—Llevabas un t r a j e muy lindo, y con
te enfermedad exótica. En la loca sociedad en q u e el dedo, t r a c é un ángulo sobre tu pecho, indicán-
vivían, su falta había brotado como sobre un es- dote hasta donde debía llegar el escote. Sentía el
tercolero de jugos equívocos, y se había desarro- calor de tu piel bajo tu c h a m b r a , y mi dedo apre-
llado con extraños refinamientos en medio de par- taba y se hundía poco á poco en tu carne... Sentía
ticulares condiciones de libertinaje. entonce-; una impresión deliciosa.
Cuando la g r a n carretela los conducía al parque Renata le besaba sonriendo, y m u r m u r a b a :
y e r a n a r r a s t r a d o s muellemente á lo largo de los —Entonces ya e r a s muy vicioso... ¡Cuánto nos
h e m o s divertido en c a s a de W o r m s ! ¿te a c u e r d a s ?
Te l l a m á b a m o s «nuestro hombrecito». Siempre h e
m ; f ' SÍ?~dÍ,'° Máximo
-Unicamente, que no
c r e í d o qne la g o r d a Susana se h u b i e r a a b a n d o n a - me a t r e v í a .
do á tí, á no s e r p o r la m a r q u e s a q u e la vigilaba No e r a v e r d a d , pues n u n c a le habla pasado p o r
continuamente. la imaginación la idea d e poseer 4 R e n a t a de una
—¡ Ah, sí! ¡Cuánto nos hemos r e í d o con el á l b u m m a n e r a precisa: la había desflorado con s u s v.cios
de fotografías, y con todos, ¿ v e r d a d ? — m u r m u r a - s.n desearla r e a l m e n t e . E r a d e m a s i a d o débil p a r a
ba el j o v e n , — y con n u e s t r o s p a s e o s p o r P a r i s , y aquel e s f u e r z o , a c e p t a n d o 4 R e n a t a porquel
n u e s t r a s golosinerías en casa del pastelero del bu- e lo impuso, y d e s l i é n d o s e h a s t a su c a m a s i n
l e v a r : ya te a c o r d a r á s de aquellos pastelillos d e que su Noluntad interviniera p a r a nada. Cuando
f r e s a que t a n t o te g u s t a b a n . . . Nunca se m e olvi- se e n c o n t r ó en la cama con R e n a t a , continuó allí
d a r á aquella t a r d e q u e me contaste las a v e n t u r a s po que s e e n c o n t r a b a b i e n , y p o r q u e D0 ^
d e Adelina en el convento, c u a n d o e s c r i b í a c a r t a s p r e n d í a la m a g n i t u d de su f a l t a . Al pri „cipio
á Susana y las firmaba con el n o m b r e de Arturo hasta sintió h a l a g a d a su v a n i d a d , p u e s é r a la
de Espanet, p r o p o n i é n d o l a un r a p t o . — m u j e r que poseía y no p e c a b a q
m a r i d o e r a su p a d r e .
Máximo gozaba m u c h o con el r e c u e r d o de a q u e -
llas historias, y c o n t i n u a b a : P e r o R e n a t a a p o r t a b a 4 la falta todos los ardo-
—Cuando i b a s á b u s c a r m e al colegio, debería- r d e . s u corazón d e s o r d e n a d o , p e r o n o habla
m o s h a c e r un-* p a r e j a m u y c h o c a n t e . E r a e n t o n - r o d a d o h a s t a el fondo del abismo como carne
ces t a n p e q u e ñ o q u e d e s a p a r e c í a b a j o tus f a l d a s . .nerte E 1 d e s e o se había d e s p e r t a d o e n e „ T Z
-Sí, — b a l b u c e a b a R e n a t a con un estremeci- masiado tarde para combatirlo, ycuando va la

m i e n t o d e p l a c e r y a t r a y e n d o hacia sí al j o v e n . — caída era f a t a l . Aquella caída se le a p a r e c i ó b r u s -


¡Qué delicioso e r a aquello!... Nos a m á b a m o s sin c a m e n t e como una necesidad de su hastío, Z 0

s a b e r l o . P e r o yo lo he sabido antes q u e tú. El u n goce r a r o y e x t r e m a d o , ú u i c o que podia resu-


o t r o día, c u a n d o volvíamos del bosque, r o c é t u c i t a r en ella sus causados sentidos y u corazón
p i e r n a con la mía y me e s t r e m e c í . P e r o tú; ni monhundo. Durante aq „ e , paseo d e otoho „ e
siquiera t e diste c u e n t a d e ello. ¿Verdad q u e a ú n ; r p u s c u i o d e la tarde, f u é cuando nació en e „ a
no p e n s a b a s en mi? 4 a 'dea vaga del incesto, s e , n e j a n t e 4 un cosqui-
« c o q u e hubiera p r o d u c i d o en su pie, s e n s a c i o n e s
con los t r a n s p o r t e s de la m u j e r de mundo, cori
nuevas; y por la noche, en la semi embriaguez de
las inquietas preocupaciones de la familia," con
la comida y bajo el aguijón de J o s celos, desper-
todas las luchas, los goces y los sinsabores de la
tados por su c u ñ a d a , aquella idea tomó forma, y
m u j e r que se ahoga en su propio desprecio y tiene
se hizo en ella u n a necesidad en el baile frente á
conciencia de que no obra bien.
Máximo y á Luisa. En aquel momento deseó el
mal, el mal que nadie pudiese h a b e r cometido, el Máximo iba todas las noches, á la una, y entra-
ba por el j a r d í n . Regularmente le esperaba Re-
mal que llenase su vacía existencia y la lanzase
nata en la estufa, por la cual tenía que c r u z a r
en aquel infierno, que aún la producía t e r r o r ,
para llegar al saloncito. Al principio e r a completa
como cuando era niña. Después, al día siguiente,
su imprudencia, disimulando apenas y olvidando
ya sus deseos habían desaparecido por un extraño
hasta las más r u d i m e n t a r i a s precauciones del
sentimiento en el que se mezclaban los remordi-
adulterio, si bien es v e r d a d que aquella parte del
mientos y la pereza. ^Le parecía que el pecado es-
hotel les pertenecía. El único que tenía derecho á
t a b a ya consumado, que no encontraba en él las
p e n e t r a r allí era el ayudante de cámara del m a -
delicias soñadas y que e r a v e r d a d e r a m e n t e enor-
rido, Bautista, y éste desaparecía discretamente
me. La crisis debía ser fatal y llegar por si misma,
en cuanto terminaba su servicio. Máximo decía
independientemente de aquellos dos séres, de
riendo que iba á escribir sus Memorias. Una no-
aquellos c a m a r a d a s que estaban destinados á en-
che, sin embargo, Renata se lo enseñó cruzando
g a ñ a r s e y poseerse un día, con la misma sencillez
el salón con un candelabro en la mano. El domés-
que se hubiesen dado un apretón de manos. P e r o tico, con su d r e de ministro, alumbrado p o r la
después de tan estúpida caida, Renata volvió á pálida luz de la cera, parecía tener aquella no-
s o ñ a r con aquel placer sin n o m b r e , y entonces che el rostro m i s severo y correcto que n u n c a .
estrechó nuevamente á Máximo entre sus brazos, Los dos amantes le vieron apagar Ja vela y d i r i -
movida de cierta curiosidad hacia él y hacia los girse á las cocheras, donde dormían los caballos
crueles goces de un amor q u e consideraba un y los palafraneros.
crimen. Su voluntad aceptó el incesto, lo exigió,
y esperaba saborearlo hasta el fin, hasta los re- —Está haciendo su ronda,—dijo Máximo.
mordimientos, si es que llegaban un día. Tuvo ac- Renata permaneció temblorosa, pues general-
tividad para o b r a r y conciencia de sus actos, amó m3nte Bautista la causaba inquietud. Llegó á de-
cir que con su frialdad y sus tranquilas miradas,
posturas, su cuerpo p u r o , cuyas actitudes, al
que no se detenían nunca en los hombros de las
a b a n d o n a r s e en un confidente, sabían encontrar
m u j e r e s , e r a el único hombre honrado que había
las nobles líneas de la gracia antigua. P e r o
en el hotel. había un sitio que producía miedo á Máximo, y
Desde aquella noche fueron más prudentes; ce- al que R e n a t a no le a r r a s t r a b a sino en los días en
r r a b a n la puerta del saloncito y así podían gozar que sentía la suavidad de una embriaguez más
con completa tranquilidad de todo aquello, que acre, era la estufa. Allí gozaban del incesto hasta
p a r a ellos constituía un mundo. Gozaron, d u r a n t e la saciedad.
los p r i m e r o s meses, los placeres más refinados,
Una noche, en un momento de ansia, la joven
buscados con el mayor escrúpulo. Pasearon su
hizo que su a m a n t e fuese á b u s c a r una de las pie.
amor desde el gran lecho gris y rosa del dormito-
les de oso, y se tendieron s o b r e aquella alfombra
rio, á la desnudez rosada y blanca del gabinete
n e g r a , á orillas del estanque, en la g r a n avenida
tocador y á la sinfonía en amarillo menor del sa-
circular. Por f u e r a helaba terriblemente, y la luna
loncito. Cada habitación, con su ambiente par-
brillaba clara y serena. Máximo llegó tiritando,
ticular, sus tapices, su vida propia, les daba ter- con las orejas y las manos heladas. La estufa e s -
n u r a diferente, y hacía de Renata una amante taba caliente hasta el punto de que experimentó
distinta: mostrábase linda y delicada en su acol- un desfallecimiento al tenderse s o b r e la alfom-
chado lecho de gran dama, en medio de aquella b r a . Entraba en una atmósfera de fuego tan ca-
habitación tibia y aristocrática, en la que el a m o r liente al salir de las secas picaduras del frío, que
adquiría tintes de buen gusto; bajo la tienda co- sintió un escozor como si le hubiesen azotado.
lor de carne, e n t r e los p e r f u m e s y la languidez Cuando volvió en sí, vió á Renata arrodillada, con
h ú m e d a del baño, niña carnal y caprichosa, en- los ojos fijos y en actitud tan brutal, que le dió
tregándose cuando aún sus carnes estaban moja- miedo. Con el cabello suelto y los pechos descu-
das, y asi era como M i x i m o l a prefería; después, biertos, se apoyaba s o b r e sus manos, extendien-
más abajo, en la clara alborada del saloncito, en do la espina dorsal y semejando una enorme gata.
medio de aquella a u r o r a que doraba su cabellera, El joven, tendido de espaldas, adivinaba por enci-
se convertía en diosa, con su cabeza rubia de ma de los .hombros de aquella seductora y amoro-
Diana, sus desnudos brazos que adquirían castas sa fiera que le miraba, la esfinge de mármol, cuyas
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relucientes formas eran iluminadas por la l u í h . herido en su virilidad desde su infancia, se con-
Renata, encima de la negra piel de oso, tenía el vertía en los brazos de la joven en una muchacha,
aspecto y la sonrisa del monstruo con cabeza de con sus miembros depilados, s u s graciosas delga-
m u j e r , y con sus desceñidas faldas semejaba la deces de p ú b e r romano, nacido y desarrollado
blanca h e r m a n a de aquel dios negro. para la voluptuosidad. Renata gozaba de su domi-
Máximo permanecía desfallecido, el calor era nio y doblegaba bajo su peso aquella criatura e n
sofocante; calor sombrío q u e no caía del cielo en la que siempre dominaba el sexo. Era para ella
f o r m a de lluvia de fuego, sino que se a r r a s t r a b a un continuo asombro del deseo, una sorpresa de
p o r el suelo como exhalación dañina, y cuyo va- los sentidos, una extraña sensación de malestar y
p o r subía semejante á una nube c a r g a d a de elec- de profundo placer. Ya no sabía explicarse lo que
tricidad. Los amantes se sentían envueltos por veía; volvía i contemplar su fino cutis, su abulta-
una cálida humedad semejante á un rocío ó sudor do cuello, sus abandonos y sus desvanecimientos.
ardiente, quedando ambos largo rato sin hablar Sintió entonces un momento de plenitud. Al reve-
ni moverse en aquel baño de fuego; Máximo ate- larla Máximo una nueva sensación, completó sus
r r a d o é inerte; Renata inquieta y apoyada sobre locos t r a j e s , su prodigioso lujo,'su vida en otros
sus manos. Por fuera y ¡i t r a v é s de los cristales tiempos soñada. Comunicó á su c a r n e la nota agu-
de la estufa, se veían las veredas del p a r q u e Mon- da y dominante que á su alrededor v i b r a b a , rien-
ceaux, r a m a s de árboles de Anas y obscuras for- do el amante adecuado á las modas y á las locuras
mas, p r a d e r a s de césped blancas como helados de la época. Aquel lindo joven, cuyos vestidos di-
lagos, todo un paisaje muerto, cuyas delicadezas bujaban las delicadas formas de su cuerpo; aquel
y cuyos claros y unidos matices recordaban los niño incompleto que se paseaba por los bulevares,
g r a b a d o s japoneses. Aquel rincón de a b r a s a d o r a con la raya en medio de la cabeza, con miradas y
t i e r r a , aquel lecho inflamado en que los amantes sonrisas de hastío, f u é para Renata uno de esos
se tendían, hervía de un modo extraordinario en instrumentos de decadencia, que en ciertos mo-
medio del frío intenso y crudo que se sentía f u e r a . mentos, en una nación corrompida, aniquilan el
Aquella noche gozaron locamente: Renata e r a cuerpo y t r a s t o r n a n la inteligencia.
el hombre, la voluntad apasionada y activa. Máxi- Especialmente en la estufa, era donde Renata sa .
mo sucumbía, y aquel sér neutro, rubio y lindo, convertía en el hombre, y la noche ardiente quo
é n ella pasaron fué seguida de o t r a s muchas. La racimos de sus frutos* k
e s t u f i amaba y a b r a s a b a con ellos, viendo en el r a n t e s fertilidades de li
pesado ambiente y á la blanquecina claridad de la forbios de Abisinia, c u y L
luna, el mundo extraño de plantas que les rodea- trahechos y Henos de v¡
ban, moverse con ellos y cambiar abrazos. La entreveían en la sombra,
piel del oso ocupaba todo el pavimento: á sus pies savia flujo desbordado
humeaba el estanque, lleno de un borboteo y de n e r a o o n . Pero á medida que s u s S a f p r ó f u n -
un espeso abrazo de raíces, en tanto que la rosa- dizaban el fondo del invernadero, la obscuridad
da estrella d é l a s ninfas se e n t r e a b r í a á flor de se convertía en orgía furiosa de tallos y hojas; ya
agua como el seno de una virgen, y las camelias no distinguían s ó b r e l a s gradillas las marantes,
dejaban caer sus r a m a s semejantes á cabelleras suaves como el terciopelo; las gloxinias de cam-
de nereidas desmayadas. Después, alrededor de panillas violáceas, ni las draoenáceas semejantes
ellos, las palmeras, los g r a n d e s bambúes de la i hojas de antigua y barnizada laca; aquello era
India, se elevaban, llegando hasta la cimbra y n hormiguero de vivientes vegetales que se per-
Volviendo á inclinarse para confundir sus hojas seguían con insaciable lujuria. En los cuatro án-
con vacilantes actitudes de amantes fatigados. gulos, en el sitio en que las e n r e d a d e r a s de beju-
Más abajo los helechos y las alrófilas parecían da- cos formaban bóveda, su ilusión carnal enloquecía
mas verdes, con s u s anchas faldas adornadas de más todavía, y los flexibles haces de las vainillas,
volantes r e g u l a r e s que, mudas é inmóviles á ori- de los cocoteros de Levante, de los quisqualis y
llas de la avenida, esperaban la llegada de los de las behunias, se ofrecían á sus ojos como insa-
amantes. Al lado de ellas, las torneadas hojas, sal- ciables brazos de a m a n t e s que la obscuridad vela-
picadas de rojo de las beganias, y las hojas blan- ba y que prolongaban sus estrechos abrazos para
cas" y lanceoladas de los caladlos, producían vaci- prolongar en ellos sus placeres.
lantes claro-obscuros que los jóvenes no sabían • Aquellos inmensos brazos caían lánguidamente
se entrelazaban en espasmos amorosos, se busca'
explicarse y en los que encontraban á veces c o n -
ban y se enroscaban cual si fuesen los celos de
tornos de caderas y rodillas a r r o j a d a s al suelo á
una muchedumbre.
impulsos de la brutalidad de sangrientas caricias.
Y los bananos, doblegándose bajo el peso de los Aquello parecía, en efecto, el celo inmenso da
la estufa, de aquel rincón de selva virgen en que
les hubiese transmitido una depravación á todos
resplandecían los verdores y florescencias de los
los sentidos, los a r o m a s solamente habrían basta-
trópicos.
do para producir en ellos extraordinario y ner-
Máximo y Renata,, con los sentidos embotados,
vioso exotismo. El estanque despedía una humedad
se sentían transportados entre aquellas potentes
acre y profunda, en la que se confundían los mil
bodas de la tierra; el calor del suelo, á t r a v é s de
p e r f u m e s de las flores y las plantas; la vainilla
la piel de oso, les quemaba las espaldas, y desde
cantaba á intervalos con arrullos de paloma tor-
las altas palmeras caían sobre ellos gotas de fue-
caz; después llegaban las r u d a s notas de las stan-
go. La savia que circulaba p o r los árboles les
hopeas, cuyas atigradas bocas exhalaban fuerte y
compenetraba también, comunicándoles locos de-
amargo olor de convalesciente; las canastillas de
seos de inmediato desarrollo y gigantesca repro-
orquídeas pendientes de cadenas, lanzaban soplos
ducción. Veíanse también a r r a s t r a d o s en el celo
semejantes á incensarios vivientes; pero el olor
de la estufa, y entonces, en medio del pálido res-
dominante, el olor en que se fundían todos aque-
plandor, se veían atontados por pesadillas en las
llos vagos suspiros, era el olor humano, el perfu-
que asistían á los amores de las palmeras y de los
me amoroso que Máximo sentía cuando besaba la
heledios; el follaje adquiría confusas y equivocas
nuca de Renata, cuando hundía su cabeza e n t r e
apariencias que sus deseos convertían en imáge-
los sueltos cabellos de la joven. Y quedaban em-
nes sensuales; h a s t a ellos llegaban murmullos y
briagados con aquel olor de m u j e r amorosa q u e
cuchicheos procedentes de las espesuras; voces
se dejaba sentir en la estufa como en una alcoba
apagadas, suspiros de éxtasis, ahogados gritos de
impregnada de un ambiente lujurioso.
dolor, risas lejanas, todo lo que s u s propios de-
Los amantes tenían la costumbre de' t e n d e r s e
seos tenían de ruidosos y que el eco les transmitía
bajo el t a n g u i n d e Madagascar, bajo el venenoso
de nuevo. Algunas veces sentíanse sacudidos por
arbusto cuya hoja había mordido la joven: las
un temblor de tierra, como si el suelo mismo,
blancas y desnudas estatuas reían alrededor de
en insaciable crisis, estallase.en voluptuosos so-
ellos, contemplando la inmensa copula de las plan-
llozos.
tas; en su c a r r e r a la luna cambiaba los grupos y
Si hubiesen cerrado los ojos, si el calor sofocan-
animaba el d r a m a con su cambiante luz, y se en-
te y la pálida claridad que reinaba en la estufa no
contraban allí á mil leguas de Paris, fuera de la
tido por completo en una hija de la estufa; sus
vida fácil del Bosque y de los salones oficiales, en besos florecían y se marchitaban como las encar-
el fondo de una selva de la ludia, de algún tem- nadas flores de la malva, que apenas duran alga-
plo monstruoso, cuyo dios fuese la esfinge negra. ñas horas y sin cesar renacen, semejantes á los
Toda aquella vegetación que les rodeaba, aquel marchitos é insaciables labios de alguna gigantes-
sordo borboteo del estanque, aquella desnuda las- ca Mesalina.
civia del follaje, les sumergía en pleno y dantesco
infierno de la pasión, y entonces era cuando, en
el fondo de aquella jaula de cristal que parecía
hervir bajo una inmensa llama y perderse en el
penetrante frío ¿de Diciembre, saboreaban el in-
cesto como el f r u t o criminoso de una tierra de-
masiado ardiente, con el mudo espanío de su ate-
r r a d o r a cópula.
Y, en medio de la negra piel, aparecía como
una mancha blanca, el cuerpo de Renata, encogi-
da, en actitud felina, la espalda arqueada y apo-
yándose en sus brazos. Estaba henchida de volup-
tuosidad, y los claros perfiles de sus hombros y
de sus caderas se destacaban límpidamente sobre
aquella piel negra que parecía un manchón de
tinta sobre la tierra.
Acechaba á Máximo, aquella presa tendida bajo UW1VERS1BA0 DE N8EW LKJN
ella, que se entregaba y se ponía completamente BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
á merced suya; y de cuando en cuando se inclina-
"A{ FGMSO Rí:V£S'y
ba bruscamente y le besaba con sus labios irrita- !ü¿5MONTERrc£?.»£SJ?l»
dos, abriéndose entonces su boca con el ávido y
sangriento brillo del hibisco de la China, cuya su-
perficie cubría el lado del hotel. Se había conver- LA CANALLA,—2 TOMO II.
gaba con el interés de un diez p o r ciento s o b r e
las futuras ganancias, pero aunque el agente de
expropiaciones no hubiese puesto un céntimo en
el negocio, y Saccard, después de h a b e r facilita-
do los fondos para el café cantante, hubiese toma-
do todas sus precauciones por medio de escrituras
de contraventa, pagarés con fecha en blanco, pla-
zos adelantados, etc., no por eso dejaba de expe-
r i m e n t a r vagos temores, presentimientos de algu-

n na felonía, adivinando en su cómplice la intención


de sacar partido de aquel falso inventario que
Sansonneau conservaba cuidadosamente, y al cual
debía únicamente el t o m a r parte en el negocio.
Por esta causa, los dos compadres se estrecha-
El beso que había dado á su m u j e r en el cuello ban la mano afectuosamente, y Sansonneau llama-
preocupaba á Saccard; hacía mucho tiempo que el ba á Saccard «querido maestro». En el fondo sen-
vínculo matrimonial estaba casi roto entre ellos, tía verdadera admiración por aquel equilibrista,
y que, establecida por sí sola la separación, n i n - cuyos ejercicios en la cuerda floja d é l a especu-
guno de los dos t r a t a b a de retener unos lazos que lación seguía con toda la atención de un buen
v e r d a d e r a m e n t e les molestaban. Unicamente se le aficionado. La idea de engañarle le cosquilleaba
ocurría á Saccard e n t r a r en las habitaciones de cual extraña y tentadora voluptuosidad; acaricia'
su mujer, cuando esperaba hacer un buen nego- ba un plan todavía no formulado, no sabiendo
cio con ella. como esgrimir el arma que poseía, y con la cual
A pesar de las inquietudes que le irfspiraba el temía herirse á sí mismo. Desde luego comprendía
desenlace, el asunto de Charonne iba bien. que estaba á merced de su antiguo compinche. Los
Sansonneau con sus sonrisa y sus camisas relu- terrenos y las construcciones que los inventarios
cientes le d e s a g r a d a b a : no era más que el inter- sabiamente calculados, apreciaban ya en cerca dé
mediario, el testaferro, cuyas complacencias pa- dos millones de francos, y que no valían la c u a r t a
20 —

p a r t e de esta suma, debían concluir p o r confun-


dirse en una espantosa quiebra si el hada de la moé nuestras cuentas. Ústed es el único hombre
expropiación no los tocaba con su varita de oro. en Taris á quien he j u r a d o no deber nunca nada.
Según los primitivos planos que había podido con- Sansonneau se contentaba con insinuarle que su
sultar, el nuevo bulevar, abierto p a r a enlazar el m u j e r era un pozo, y le aconsejaba que no le die-
parque de artillería de Vincennes con el cuartel del se un céntimo, para que cediese su parte lo más
pronto posible. El agente hubiera preferido no te-
príncipe Eugenio, y poner aquel parque en el co-
n e r que entenderse más con Saccard, y le tantea-
razón de Oásis, dando la vuelta al f a n b o u r g de
ba algunas veces, llevando las cosas hasta el pun-
San Antonio, debía ocupar p a r t e de los t e r r e n o s ,
to de decirle un día, con su acento indiferente de
pero quedaba el temor de que sólo fuesen ligera-
vividor.
m e n t e tocados, y que la ingeniosa especulación
del café cantante, fracasase por su prop.a i m p r u - —Será preciso que arregle mis papeles. Su se-
dencia. En este caso Sansonneau quedaría envuel- ñ o r a de usted me causa miedo, querido amigo. No
quiero que el día menos pensado sellen' ciertos pa-
to en una delicada a v e n t u r a , peligro que no le pe-
peles.
día sin e m b a r g o , y á pesar de su papel forzosa-
m e n t e secundario, engolfarse cuando pensaba e n Saccard no era hombre & propósito p a r a sufrir
con paciencia ciertas alusiones, cuando sabía, so-
el diez por ciento que se cogería de tan colosal
b r e todo, á que atenerse respecto del escrupuloso
robo de millones, y entoñces no podía resistir la
y severo orden que reinaba en las oficinas de
furiosa comezón de alargar la mano y recoger su
aquel personaje. Toda su persona, astuta y acti-
parte. va, se sublevaba contra el temor que quería in-
Saccard no había querido ni siquiera que pres- fundirle aquel aparatoso usurero con guantes ama-
tase dinero á su mujer, entreteniéndose en fra- rillos, pero no obstante sentía escalofríos cuando
guar él mismo aquel enredo de melodrama, con el pensaba en la posibilidad del escándalo, y se veía
cual se r e c r e a b a su amor á los negocios compli- brutalmente desterrado por su h e r m a n o y vivien-
cados. do en Bélgica de algún negocio de mal género. Un
- N o , no, querido m í o , - d e c í a con un acento día se incomodó y llegó hasta tutear á Sanson-
neau.
provenzal, que todavía exageraba cuando quería
que sus chistes tuviesen más g r a c i a ; - n o enrede- —Oyeme, niño mío,—le dijo,—eres un guapo
chico, pero h a r í a s divinamente en e n t r e g a r m e el nata se quejaba de escasez, se los llevaba, dicién-
documento que ya sabes, pues verás como ese pe- dola que los hombres como Sansonneau exigían
dazo de papel acaba por indisponernos. un p a g a r é del doble de la cantidad que habían
El otro se fingió asombrado, estrechó fuerte- prestado.
mente la mano de su «querido maestro» y le dió Aquella comedia le distraía agradablemente, y
mil seguridades sobre su h o n r a d e z . Saccard la- la historia de los p a g a r é s le entusiasmaba p o r el
mentó después su ligereza. Por aquella época f u é aspecto novelesco que daba al negocio. Aun en
cuando pensó seriamente en unirse de nuevo á su los momentos en que obtenía mayores beneficios
m u j e r ; podía necesitar de ella contra su cómplice, de sus enredos, satisfacía i r r e g u l a r m e n t e la pen-
asegurando que los negocios se trataban magnífi- sión de su mujer, haciéndola regalos v e r d a d e r a -
camente en la cama. El beso, pues, que había mente regios, dándola puñados de billetes de
dado á su mujer en el cuello, fué para él, poco á Banco, y dejándola después, d u r a n t e semanas en-
poco, la revelación de una nueva táctica. teras, en el mayor apuro. Guando se encontraba
Sin embargo, no tenía prisa; iba preparando los seriamente comprometido hablaba de los gastos
medios de que tenía que hacer uso. Empleó todo de la casa, t r a t a b a á su m u j e r como á un acree-
el invierno en m a d u r a r su plán, y preocupado al dor al cual no se quiere confesar su ruina y se
mismo tiempo p o r cien negocios, á cual más es- procura impacientar con historias. Ella a p e n a s le
cabroso y enredado. Fué p a r a él un invierno te- escuchaba: firmaba todo lo que le presentaba de-
rrible, lleno de sacudidas, prodigiosa c a m p a ñ a , lante, y lo único que sentía e r a no p o d e r firmar
d u r a n t e la cual fué preciso vencer diariamente la más.
quiebra. Lejos de disminuir los gastos de su casa, Arístides tenía ya p a g a r é s firmados p o r valor
dió una serie de fiestas suntuosas; pero para ha- de doscientos mil francos, que apenas si le habían
cer f r e n t e á todo, tuvo que descuidar á Renata, costado ciento diez mil. Después de hacerlos en-
reservándola para el golpe de gracia, cuando la dosar por Sansonneau, á n o m b r e del cual estaban
operación de Charonne estuviera ya m a d u r a . Se suscritos, los hacía viajar de un modo p r u d e n t e ,
limitó á p r e p a r a r el desenlace, no dándole dinero esperando más t a r d e servirse de ellos como ar-
sino p ir conducto de Sansonneau. Cuando él po- mas decisivas. Le hubiera sido imposible t e r m i n a r
día disponer de algunos millones de f r a a c o s y Re- aquel terrible invierno, p r e s t a r con usura á su
— 24 - 25 —

m u j é r y mantener el tren de su casa, á no ser culturas que lo inundaban desde el sótano al te-
por la venta de los solares del bulevard Male«her- jado; era el que animaba aquellos yesos, desde
bes, que Mignon y Charrier le pagaron al contado los dos rechonchos amorcillos que en el patio de-
si bien haciéndole un descuento considerable. jaban caer desde su caracol un hilo de agua, has-
Aquel invierno fué p a r a Renata un goce conti- ta las grandes mujeres desnudas que sostenían los
nuado. Lo único que t u r b a b a su dicha era la falta balcones y jugaban en medio de los f r o n t o n e s con
espigas y manzanas. Unicamente por él se expli-
de dinero. Máximo era muy costoso para la joven,
caba el recargado lujo del vestíbulo, el jardín
y siempre la dejaba pagar, pues continuaba t r a t á n -
harto estrecho, y las deslumbrantes habitaciones,
dola como m a d r a s t r a . Pero aquella miseria oculta
en las que se veían demasiados sillones, pero ni
era p a r a ella una nueva voluptuosidad. Se in-
un solo objeto de arte. La joven, que allí se había
quietaba y se rompía la cabeza p a r a que á su
aburrido mortalmente, halló de pronto goces
querido niño no le faltase nada, y cuando podía
ignorados, y usó de todo aquello como de cosa
sacarle á su marido algunos miles de francos, los
cuya utilidad no hubiera comprendido al princi-
gastaba con su amante locamente, como dos c o l e -
pió. Y no sólo paseó su a m o r por las habitaciones,
giales que se escapan por primera vez. Cuando
p o r el saloncitu botón de oro y por la estufa, sino
no tenían dinero se quedaban en el hotel, gozando
por todo el hotel, concluyendo p o r gozar hasta
de aquel g r a n edificio, de aquel lujo tan nuevo y
sobre el diván de la sala de f u m a r , confesando
tan insolentemente estúpido. Saccard nunca esta-
que aquella pieza tenía un olor de tabaco muy
b a allí; los amantes salían de casa menos que an- agradable.
tes, y era que R e n a t a , p o r fin, había llenado de
ardientes goces la vida glacial de aquellos d o r a - En lugar de un día de recepción como antes, fijó
dos techos. Aquella casa sospechosa, consagrada dos. Los jueves asistían todos los intrusos, pero
al placer mundano, se había convertido en tem- los lunes estaban destinados exclusivamente á las
plo, en el que se practicaba ocultamente una nue- amigas íntimas. Este día no e r a n admitidos los
va religión. Máximo, no sólo e r a el que daba la hombres, siendo Máximo el único que asistía á
nota aguda que se harmonizaba con sus locos aquellas reuniones delicadas q u e se celebraban en
trajes: era el a m a n t e hecho p a r a aquel hotel de el saloncito. Una noche tuvo la originalisima idea
anchas vidrieras de almacén, y profusión de es- de vestirle de mujer y presentarle como una p r i -
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ma suya. Adelina, Susana, la baronesa de Mein- yos entredoses y b a t i s t a s parecían a p e n a s cubrir-


hold y otras que estaban allí, se levantaron y sa- la de un vapor blanquecino, pareciendo al rojizo
l u d a r o n , sorprendidas de aquella cara que les resplandor de las llamas como desnuda, con la
parecía no serles desconocida. Después, cuando piel sonrosada como los encajes é iluminado el
p o r fin le reconocieron, riéronse mucho y no qui- cuerpo á través de las finísimas telas. Máximo,
sieron de ningún modo que el joven cambiase de acurrucado á sus pies, la besaba las rodillas sin
t r a j e , reteniéndole entre sus faldas y aprovechan- sentir el lienzo, que tenía el temple y el calor de
do la ocasión para decir chistes de dudosa morali- aquel hermoso cuerpo. El día estaba nublado y la
dad. Después de acompañar á aquellas señoras luz caía semejante á la del crepúsculo, en la habi-
hasta la puerta principal del hotel, daba la vuelta tación de seda gris, mientras que Celeste iba y ve-
al p a r q u e y volvía por la estufa. Las amigas de nía d e t r á s de ellos con su andar tranquilo, conver-
Renata, nunca sopecharon lo más mínimo; apesar tida, naturalmente, en su cómplice. Una mañana
de que los amantes no podían demostrarse tuás que tardaron en levantarse les encontró en la ca-
familiaridad al llamarse camaradas. Y a u n q u e á ma y conservó su flema de criada insensible. Ellos
veces algún criado les viese a b r a z a r s e al a b r i r ó no se cohibían de su presencia; entraba á todas
c e r r a r las puertas, no podía s o r p r e n d e r l e s , estan- horas y ni una sola vez el ruido de sus besos le
hacía volver la cabeza. Contaban con que ella les
do ya acostumbrados á l a s b r o m a s de la señora y
avisase en caso de peligro, pero no compraban su
del hijo del señor.
silencio; era una cómplice que no costaba n a d a ,
Aquella completa libertad y aquella impunidad
les enardecía más aún; y si bien es verdad que muy honrada y á quien no se conocía ningún
p o r la noche corrían los cerrojos, d u r a n t e el día se enredo.
abrazaban y se besaban por todo el hotel. Inven- Renata, sin embargo, no se había enclaustrado.
t a r o n ra l juegos para no a b u r r í r s e l o s días lluvio- Iba á todas partes y siempre llevaba d e t r á s á Má-
sos, consistiendo siempre el mayor placer de Re- ximo como un paje rubio con frac negro, gozando
nata en hacer encender un g r a n fuego y adorme- aún de más vivos placeres. La estación f u é p a r a
cerse delante de la chimenea. Aquel invierno des- ellos un continuo triunfo. Nanea su imaginación
plegó un lujo maravilloso en ropa blanca, gastando concibió ideas más atrevidas de trajes y peinados,
camisas y peinadores de exhorbitante precio, cu- y entonces fué cuando se atrevió á vestir aquel
s a b o r e a n d o los p l a c e r e s del incógnito. Cuando
f a m o s o t r a j e de r a s o color de espino, s o b r e el cual volvían f u r t i v a m e n t e al hotel, d o r m í a n , cansados,
se veía b o r d a d a toda una cacería de ciervos, con uno en b r a z o s del o t r o , gozando de la e m b r i a g u e z

atributos, francos de pólvora, c u e r n o s de caza y del París licencioso y oyendo r e s o n a r todavía en


sus oídos canciones obscenas. Al día siguiente,
cuchillos d e a n c h a s hojas. Entonces f u é t a m b i é n
Máximo imitaba á los actores, y R e n a t a , sentada
c u a n d o puso de moda los p e i n a d o s antiguos, que
al piano, p r o c u r a b a r e m e d a r la voz r o n c a y los
Máximo tuvo que ir á d i b u j a r al museo C a m p a n a ,
m e n e o s de c a d e r a s de Blanca Muíler, en la Bella
r e c i e n t e m e n t e a b i e r t o . Se r e j u v e n e c í a , estaba en
Elena.
la plenitud de su t u r b u l e n t a belleza; el incesto la
c o m u n i c a b a un fuego q u e relucía en el fondo de Las lecciones de música q n e había t o m a d o en el
sus ojos y p r e s t a b a a r d o r á s u s r i s a s . Su lente convento no le servían m á s q u e p a r a a p r e n d e r las

adquiría s u p r e m a insolencia s o b r e la p u n t a d e su coplillas de las n u e v a s b u f o n a d a s , i n s p i r á n d o l e un


santo h o r r o r las p i e z a s s e r i a s . Máximo se b u r l a b a
nariz, y m i r a b a á las d e m á s m u j e r e s , á sus b u e n a s
con ella de la música a l e m a n a , y se c r e y ó en el
amigas, e n c e n a g a d a s en la e n o r m i d a d d e algún
d e b e r de ir á silbar el Tanháuser p o r convicción
vicio, con a s p e c t o de adolescente jactancioso, con
y en defensa de las alegres c a n c i o n e s de su ma-
u n a s o n r i s a fija que p a r e c í a decir: «Yo t a m b i é n
drastra.
t e n g o mi crimen».
Máximo e n c o n t r a b a i n s o p o r t a b l e la sociedad. Otro d e s u s g r a n d e s goces f u é p a t i n a r ; aquel
invierno estaban de m o d a los p a t i n e s , y h a s t a el
P r e t e n d í a h a s t i a r s e p o r chic, p e r o r e a l m e n t e no
e m p e r a d o r f u é de los p r i m e r o s que f u e r o n s o b r e
se divertía en n i n g u n a p a r t e . En las T u l l e r í a s y
el hielo en el lago del Bosque de Bolonia. R e n a t a
en casa de los ministros d e s a p a r e c í a e n t r e las fal-
e n c a r g ó á W o r m s un t r a j e completo de polaca;
d a s de R e n a t a , p e r o c u a n d o se t r a t a b a de a l g u n a
de terciopelo y pieles, h a c i e n d o t a m b i é n que Má-
e s c a p a t o r i a , se c o n v e r t í a en a m o . R e n a t a quiso
ximo se pusiera b o t a s altas y su g o r r i t o d e piel de
" v o l v e r á v i s i t a r el g a b i n e t e del b u l e v a r y la an-
zorro.
c h u r a del diván la hizo r e i r maliciosamente. Des-
p u é s Máximo la llevó á todas p a r t e s , á c a s a d e Llegaban al Bosque con un frío espantoso q-ie

m u c h a c h a s sospechosas, al baile de la Opera, á los les p r o d u c í a escozor en las n a r i c e s y en los la-

e s c e n a r i o s d e los teatrillos, á todos los sitios equí- bios, como si el viento les h u b i e r a a r r o j a d o a r e n a

vocos d o n d e podían c o d e a r s e con el vicio b r u t a l , UNIVERSIDAD DE NUEVO LEON


BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
"ALFONSO RtYES"
»„Jo 1R?5 MONTERREY. MEXlCD
menuda al r o s t r o , p e r o aquello les divertía. presó el deseo de pasear p o r el diminuto lago del
El Bosque semejaba una gran masa gris con fes- Parque, notaron que la b a r c a que se veía desde el
tones de nieve que parecían, tendidos á lo largo hotel, sujeta á una orilla del paseo, carecía de re-
de las descarnadas r a m a s de los árboles, delica- mos. Sin duda los retiraban por la tarde. Aquello
das guarniciones de guipure; y bajo el cielo páli- f u é p a r a ellos un desengaño. P o r otra parte las
do, por encima del lago helado y empañado, sólo sombras del P a r q u e inquietaban á los amantes;
se distinguían los pinos de las islas, que dibujaban hubiesen deseado que se diese en él una fiesta ve-
todavía sobre el horizonte sus cortinajes teatrales, neciana con faroles e n c a r n a d o s y con orquesta.
en los que la nieve colocaba tamhién anchos en- - Les gustaba más d e día, por las tardes, y m u -
cajes. chas veces se asomaban á las ventanas del hotel
Corrían los dos en el aire helado, con el rápido p a r a ver los c a r r u a j e s que seguían la graciosa
vuelo de las golondrinas que rozan la t i e r r a con curva de la g r a n avenida, complaciéndose en con-
templar aquel e x t r e m o del nuevo París, aquella
sus alas; con una mano en la espalda y apoyados
naturaleza agradecida y fecunda, aquellas prade-
con la o t r a sobre el hombro el uno del otro, se
r a s que parecían terciopelo, e n t r e c o r t a d a s por
deslizaban derechos, risueños, unidos, girando
canastillas de flores y arbustos escogidos, y guar-
sobre sí mismos en el ancho espacio limitado por
necidas de magníficas rosas blancas. Los coches
gruesas c u e r d a s .
se cruzaban allí tan numerosos como en un b u -
Desde lo alto de la g r a n avenida los tontos los
levar, y las mujeres, paseando, a r r a s t r a b a n sua-
contemplaban; algunas veces R e n a t a y Máximo se
vemente sus faldas como si no hubiesen dejado de
acercaban á calentarse á los b r a s e r o s puestos á la
pisar la alfombra de sus salones.
orilla del lago, y volvían á partir, extendiendo en
redondo su vuelo, con los ojos llorosos por el pla- Y á través del follaje, criticaban los trajes, se
cer y por el frío. mostraban los trenes, gozaban v e r d a d e r a s dulzu-
Al llegar la primavera recordó Renata sus anti- ras con los templados colores de aquel delicioso
guas melancolías, y quiso que Máximo se pasease jardín. El extremo de la dorada verja brillaba
con ella por el P a r q u e Monceaux, d u r a n t e la noche entre los árboles; una multitud de patos c r u z a b a n
á la luz de la luna. Fueron á la gruta y se sentaron el estanque; el puentecillo, de estilo Renacimien-
en la hierba, ante la columnata; pero cuando ex- io, blanqueaba,, completamente nuevo, sobre el

/
verde, mientras á las dos orillas de la g r a n ave-
nida, s o b r e sillas pintadas de amarillo, se entre-
tenían charlando las mamás. VO. Siempre estaban rodando y les parecía que el
El nuevo París subyugaba á los amantes, y muy coche rodaba sobre alfombras á lo largo de aque-
amenudo recorrían en coche la ciudad, dando llas calles rectas y sin fin, h e c h a , únicamente para
g r a n d e s rodeos para pasar por algunas calles, á librarles del espectáculo de las obscuras callejue-
ÍES*
las cuales profesaban verdadero cariño.
Las casas altas, con g r a n d e s puertas, llenas de P a r a ellos, cada bulevar se c o n v e n í a en un
esculturas, con grandes balcones en los que relu- c o r r e d o r más del hotel. El so. sonreía sobre las
cían con e n o r m e s l e t r a s d o r a d a s nombres, mues- fachadas nuevas, iluminaba los cristales de las
tras y razones sociales, les causaba admiración. ventanas, hería los toldos de las tiendas y de los
Mientras el coche desfilaba, seguían con amistosa cafés y caldeaba el asfalto, bajo los precipitados
pasos de la muchedumbre. Y cuando volvían
mirada la linea gris de las aceras, anchas, inter-
aturdidos por el barullo resplandeciente de aque^
minables, con sus bancos, sus columnas pinta-
'os largos bazares, se distraían en el P a r q u e
r r a j e a d a s y sus esbeltos árboles.
Monceanx, como si tuviesen en la plataforma del
Aquella linea blanquecina que llegaba al,extre-
nuevo París, ostentando su lujo á las p r i m e r a s
mo del horizonte achicándose y abriéndose sobre
caricias de la primavera.
un cuadro azulado del vacío; aquella doble y no
i n t e r r u m p i d a fila de almacenes, en los que los de- Cuando obligados por la moda abandonaron á
pendientes sonreían á los clientes, aquellas c o - P a n s , fueron á los baños de mar, pero en las pla-
r r i e n t e s de m u c h e d u m b r e s , caminando y bullen- yas del Océano estaban siempre disgustados y
pensando en las aceras de los bulevares. Hasta su
do, les comunicaba poco á poco una satisfacción
m.-smo amor se aburría allí: aquel a m o r era una
en la vida de la calle.
flor de estufa, que tenía necesidad del gran lecho
Les gustaban hasta las mangas de riego, que
g n s y rosa, de la desnuda carne del gabinete y
hacían pasar como un humo blanco el agua delan-
del alba dorada del saloncito. En cuanto se encon-
te de sus caballos, extendiéndola y dejándola caer
traban solos por la tarde, frente al mar, no se les
en forma de fina lluvia bajo las r u e d a s del coche,
ocurría nada que decirse. Ella intentó c a n t a r su
bañando el suelo y levantando ligera nube de pol-
repertorio del teatro de Variedades acompañán-
dose en un piano desvencijado que agonizaba en
na deuda pagada, relaciones interrumpidas ya lar«
u n rincón de su habitación, pero el instrumento
go tiempo.
humedecido constantemente por el viento de m a r ,
En París esperaban á Renata y á Máximo los
tenía los acentos melancólicos del profundo oleaje.
más terribles compromisos. Muchos de los pagarés
La Delta Elena se convirtió allí en lúgubre y fan-
firmados á Sansonneau habían vencido, p«ro como
tástica, y la joven para consolarse, d e s l u m h r ó l a
Saccard los dejaba d o r m i r en e s a d*l p r o c u r a d o r ,
playa con sus trajes prodigiosos. Todas las seño-
aquello inquietaba poco á la joven, quien en cam-
r a s se a b u r r í a n adí, esperando el invierno y bus-
bio estaba espantada p o r su deuda á Worms, que
cando desesperadamente un t r a j e de baño que no
ascendía ya á cerca de doscientos mil francos. El
las hiciese demasiado feas. R e n a t a no pudo deci-
sastre exigía algo á cuenta, amenazando con la
dir á Máximo á que se bañase. El joven tenía un
suspensión de crédito, y Renata se estremecía al
miedo horroroso al agua; cuando las olas llega-
pensar en el escándalo de un proceso, y sobre
b a n á mojarle sus botinas, palidecía y por nada
todo en un rompimiento con el ilustre modisto.
del mundo se h u b i e r a acercado á la menor escar-
Además necesitaba dinero n a r a su bolsillo: iban á
p a d u r a , huyendo siempre de las rocas y d a n d o
a b u r r i r s e enormemente ella y Máximo sino podían
g r a n d e s rodeos p a r a evitar la vista de ellas.
gastar algunos luises todos los días. Aquel niño
Saccard f u é dos ó tres veces á v e r «á los niños»
tan querido estaba sin un céntimo y registraba
aunque según decía, estaba agobiado por los ne-
inútilmente los cajones de su p a d r e . Su fidelidad
gocios. Hasta Tines de Octubre no volvieron á Pa-
y ejemplar conducta d u r a n t e siete ú ocho meses,
rís, y entonces fué cuando Arístides pensó seria-
obedecí in en gran parte á su carencia de dinero.
mente en unirse á su m u j e r . El negocio de Cha-
No siempre tenía veinte francos p a r a convidar á
r o n u e m a d u r a b a ; su plan era claro y brutal.
cenar á alguna entretenida, y entonces se r e t i r a -
Contaba j u g a r con Renata como lo h u b i e r a podido
ba filosóficamente al hotel. La joven, en todas sus
hacer con una querida. La joven estaba siempre
escapatorias, le daba su portamonedas p a r a que
a p u r a d a por falta de dinero, y su orgullo la i m -
pagase en los r e s t a u r a n e s , en los bailes y en los
pedía a ;udir á su marido, como no fuese en últi-
teatrillos, y continuaba tratándole m a t e r n a m e n -
m o extremo. Arístides se propuso aprovechar la
te, pagando ella misma con sus enguantados dedos
p r i m e r a petición de su mujer, para ser galante y
en la pastelería donde e n t r a b a n todas las tardes
r e a n u d a r con ella, en medio de la alegría de algu-
p e l i r los cincuenta mil francos á su marido. Las
d comer pastelillos de ostras. Muy á menudo Mái-
últimas veces q >e Arístides había estado en su
ximo al levantarse se encontraba en su chaleco
cuarto para llevarla dinero, la había dado nuevos
algunos luises que Renata había puesto allí, como
besos en el cuello, cogiéndola de las manos y h a -
pudiese hacerlo una madre cariñosa con un estu-
d á n d o l a de su cariño. Las mujeres tienen un sen-
diante. Aquella hermosa vida de gustos, capri
tido muy delicado p a r a adivinar á los hombres,
chos satisfechos y placeres fáciles iba á concluir;
así es que Renata esperaba una exigencia, una
pero un temor todavía mayor les llenó de zozo-
venta tácita, conducida entre sonrisas. Y en efecto,
bra: el joyppo de Silvia, á quien Máximo debía
cuando pidió los cincuenta mil francos, él se asus-
diez mil francos, se incomodaba y hablaba de la
tó, diciendo que Sansonneau no prestaría semejan-
cárcel. Los pagarés que tenía en su poder, protes-
te cantidad, y que á él mismo le seria muy difícil.
tados ya hacía tiempo, habían ocasionado tales
Después, cambiando de voz y como si estuviese
gastos que la cuenta ascendía á t r e s ó cuatro mil
muy emocionado, m u r m u r ó :
francos m á s .
- N o se te puede negar nada. Voy á r e c o r r e r
Saccard declaró terminantemente que no h a r í a
todo París... Quiero que estés contenta. "
nada en el asunto: su hijo en Clichy llamaría la
Y aplicando los labios á su oído, besándola en
atención, y cuando lo sacase de allí se hablaría
los cabellos y con la voz temblorosa, añadió:
mucho de la esplendidez paterna. R e n a t a estaba
- M a ñ a n a por la noche te los t r a e r é á tu cuar-
verdaderamente desesperada: veía á su querido t o . . . sin p a g a r é .
niño preso en un inmundo calabozo y tendido so-
Renata contestó vivamente que no le corría tan-
b r e un montón de paja. Una noche le propuso se-
ta prisa y que no quería que se molestase hasta
riamente q'ie no saliese de sus habitaciones, y
tal punto. Arí.sndes, que acababa de poner su c o -
que viviese allí ignorado de todos y al abrigo de
razón entero en aquel «sin pagaré» que había d e -
los alguaciles, j u r a n d o que encontraría dinero.
jado escapar, y del cual se lamentaba, no pareció
Necesitaba cincuenta mil francos, quince mil para
haber recibido una respuesta desagradable, y se
Máximo, treinta mil para W o r m s y cinco mil para levantó diciendo:
sus gastos, poniéndose inmediatamente en campa-
- B u e n o ; pues á tu disposición... Encontraré la
ña para conseguirlos.
cantidad cuando la quieras, pero te advierto qu
Después de ciertas repugnancias se decidió á
éncaje blanco, adornado con lazos de r a s o y cor-
Sansonneau nada tiene que ver con ello. Es un re-
tado por un cinturón plegado en forma de b a n d a .
galo que me permito h a c e r t e .
Aquel traje, al que servía de complemento un
Y sonreía con aspecto de h o m b r e honrado,
sombrero provisto de amplio velo blanco, produ-
mientras Renata quedaba presa de cruel angustia, cía tan singular efecto en la sombría monotonía de
comprendiendo que iba á perder el poco equilibrio la escalera, que R e n a t a tuvo conciencia de la ex-
que le quedaba si se e n t r e g a b a á su marido. Su t r a ñ a figura que en ella hacía. Temblaba al a t r a -
último orgullo consistía en estar casada con el vesar la austera fila de vastas habitaciones, en las
marido, pero en ser la m u j e r del hijo. Frecuente- que los vagos personajes de los tapices parecían
mente, cuando notaba frialdad en Máximo, procu- s o r p r e n d e r s e a n t e aquel oleaje de faldas que cru-
r a b a hacerle comprender con claras alusiones zaba á través de la media luz de su soledad e t e r n a .
aquella situación; verdad es que el joven, á quien
Encontró á su padre en un salón q u e daba al
esperaba v e r caer á sus pies ante aquellas revela-
patio, y que e r a el que generalmente ocupaba.
ciones, permanecía indiferente, creyendo que lo
Leía un libro abultado, colocado en un atril que
que quería darle á entender es que él y su p a d r e se a d a p t a b a á los brazos del sillón en que estaba
no se encontrarían nunca en el gabinete gris. s e n t a d o , mientras delante de una de las ventanas,
Cuando Saccard salió, vistióse a p r e s u r a d a m e n - la tía Isabel hacía media con largas agujas de ma-
te é hizo e n g a n c h a r . Mientras su c a r r u a j e r o d a b a , dera, i n t e r r u m p i e n d o sólo el silencio de la habita*
iba pensando en el modo de pedir á su p a d r e los ción el tic-tac incesante de aquellas a g u j a s .
cincuenta mil francos. Se había a f e r r a d o á aque-
Renata se sentó, sintiéndose molesta y sin po-
lla brusca idea sin querer me litarla, sintiéndose
der hacer ningún movimiento, temerosa de a l t e r a r
débil en el fondo y presa de invencible temor an-
la severidad de aquel recinto con el r u m o r de sus
te aquel paso. Cuando h u b i llegado al patio del
vestidos, cuyos encajes resaltaban con vigorosa
hotel Bérand, con su húmeda y claustral tristeza, blancura sobre el fondo obscuro de los muebles y
se heló su s a n g r e y sintió de>eos de volverse a t r á s de los tapices. El señor Beraud du Chatel la con-
al subir la ancha escalera de piedra, en la que sus templaba con las manos puestas sobre el pupitre,
botinas resonaban fuertemente. En su precipita- y la tía Isabel hablaba del próximo matrimonio de
ción había cometido la torpeza de escoger un tra- Cristina con el hijo de un abogado muy rico; la
je de seda color hoja seca, con largos volantes de


joven había ?alido con una vieja criada para h a -
cer ciertos encargos, y la buena señora charlaba la emoción había trastornado. Cada vez que se
esforzaba por animarse y buscaba un medio p a r a
sola, con su voz cariñosa, sin cesar de hacer me-
pedirle el dinero, experimentaba g r a n s o b r e -
dia, hablando de los negocios de la casa, y diri-
salto.
giendo por encima de sus anteojos, risueñas mira-
- N u n c a se le ve á usted, querido p a d r e - m u r -
das á Renata.
muró.
Esta se aturdía cada vez m i s . Todo el silencio
¡Oh!—respondió la tía sin d a r tiempo á s u
del hotel pesaba sobre ella y h u b i e r a dado c u a l -
hermano á c o n t e s t a r , - t u padre sale ya muy poco
quier cosa por que los encajes de su vestido hu-
y solo va al Jardín de Plantas. Y aún para eso es
biesen sido negros. La mirada de su padre la
preciso que yo me enfade... Dice que en París se
molestaba tanto, que llegaba hasta el punto de ca-
Pierde y que Ja ciudad no se ha hecho para él...
lificar de ridículo á W o r m s por haberla puesto
¡Sí, bí, ya puedo servirle!
a q u j l l o s volantes tan grandes.
- M í marido tendría un v e r d a d e r o placer en que
—¡Qué hermosa estás, hija mía!—dijo de pron-
usted asistiese á algunas de n u e s t r a s recepciones
to la tía Isabel que aún no se había fijado en los
—continuó la j o v e n .
volantes de su s o b r i n a .
El señor Beraud du Chatel dió algunos pasos p o r
E interrumpió su tarea, asegurándose las gafas
la habitación y después dijo con acento tranquilo-
p a r a ver mejor á Renata; s u padre sonrió triste-
- D a l e las gracias á tu marido. Es un muchacho
mente.
activo y desearé por tu bien que haga h o n r a d a -
—Eso me parece un poco claro,—dijo,—y creo
mente sus negocios. Pero no tenemos las mismas
que con este t r a j e debe a n d a r una m u j e r muy com-
ideas y yo no me encuentro á gusto en vuestra
prometida por la calle.
hermosa casa del Parque Monceaux.
— ¡Pero, padre mío, no se sale así á pie!—excla-
La tía Isabel pareció afectarse a n t e aquella res-
mó Renata, lamentando en seguida aquella f r a s e puesta.
que se le había escapado.
- ¡ Q u é malos hace á los hombres la p o l í ü c a l -
El anciano iba á responder, pero se contuvo, y
d-jo alegremente. ¿Quieres s a b e r la verdad? Tu
levantándose del sillón se irguió con su elevada
padre e - t á enfadado con vosotros porque vais á las
• s t a t u r a y eshó á andar sin m i r a r á su Lija, á quien
U erias
' UNIVERSIWe DE NUEVO lEUf*

^ "ALFONSO RfcYES"
1625 MONTERREY. MEXHJ»
El anciano se encogió de hombros como que- Cuando en el muelle de San Pablo la clara luz del
riendo decir que su descontento se f u n d a b a en sol inundó el coche, acordóse de los cincuenta mil
otras causas más graves, y continuó paseando len- f r a n c s y todos sus dolores renacieron más vivos
t a m e n t e y pensativo. Renata quedó silenciosa un aún. Ella, que tan a t r e v i d a se creía, ¡qué débil y
momento, teniendo ya en los labios la petición, cobarde había sido! ¡Y, sin embargo, se t r a t a b a
pero se apoderó de ella un gran desfallecimiento de Máximo, de su liberLad y de los goces de am-
y besando á su padre se levantó p a r a m a r c h a r s e . bos! En medio de los a m a r g o s reproches que á sí
La tía Isabel la acompañó hasta la escalera. Al m i s m i se dirigía, surgió una idea en su mente que
a t r a v e s a r los salones continuó charlando con su la acabó de desesperar. Debiera haber pedido los
vocecilla cascada y alegre: cincuenta mil francos á la tía Isabel. ¿En qué ha-
—Eres feliz, querida niña mía, y me causa pla- bía estado pensando? Quizás la buena mujer le
cer el verte tan hermosa y tan bien p u e s t a , pues hubiera prestado aquella cantidad ó le hubiera
si tu matrimonio no hubiese dado buenos resulta- aconsejado un medio p a r a eucontrarla. Ya se in-
dos, te juro que me hubiese creído yo la culpable clinaba para ordenar al cochero que volviese al
de ello. Tu marido te quiere, tienes todo lo que hotel, cuando creyó ver la imagen de su padre
necesitas ¿verdad? atravesando lenta y magestuosamente el salón.
—¡Ya lo creo!—respondió Renata esforzándose Aquella visión le quitó el poco ánimo que la que-
por sonreir y con la muerte en el corazón. daba. ¿Qué excusa podría dar p a r a justificar aque-
La tía se detuvo algunos instantes con la mano lla segunda visita? Y no encontrándose con valor
apoyada en la barandilla. p a r a hablar del asunto á la tía Isabel, mandó ai

—Mira; lo único que me preocupa es que pudie- cochero que la llevase á casa de su cufiada. Sido-

r a s a t u r d i r t e con tu felicidad. Só p r u d e n t e y sobre nia lanzó un grito de alegr ía, cuando la vió empu-

todo no vendas nada, con objeto de que si un día jar la puerta, discretamente velada, de la tienda.

tienes un hijo le puedas d a r una fortuna. Se encontraba allí por casualidad, pues iba á ver

Cuando R e n a t a se encontró en el coche, un sus- al juez de paz, ante quien había citado á una pa-

piro de satisfacción dilató su pecho; gotas de su- rroquiana. Pero no importaba; faltaría á la cita,

dor irío caian de su frente y las enjugó pensando lo dejaría para otro día; se consideraba dichosa

en la humedad glacial del hotel B jraud. Después, con que su cuñada hubiese tenido al fin la amabi-
lidad de visitarla. Renata sonrió con embarazado
cedían del escuálido peinado de Sidonia. En el sitio
aspecto, y no permitiendo Sidonia que permane-
en que anteriormente había estado colocada la ca-
ciese abaj i, la hizo subir á la habitación por la
ma se veía el papel todo rozado, desteñido y su; ÍD.
escalerilla, después de h a b e r quitado el picaporte
La c o r r e d o r a había procurado ocultar aque-
de la tienda. Veinte veces al día quitaba y ponía
llo con los respaldos de dos sillones, pero eran
aquel picaporte.
algo bajos y Renata r e p a r ó en aquella huella
—Aquí, hermosa mía,—dijo haciéndola sentar,
del uso.
—podremos hablar cómodamente. F i g ú r a t e que
—¿Tienes algo que decirme?—preguntó.
llegas como llovida del cielo. Esta'noche pensaba
—Sí, es toda una historia,—dijo Sidonia, jun-
yo ir á tu casa.
tando las manos y con los gestos de un glotón que
Renata, que conocía la habitación, experimen-
va á contar lo que ha comido.—Figúrate que
taba en ella el mismo malestar que causa á un
M. de Saffré está enamorado de la hermosa se-
paseante un ángulo de bosque devastado en un
ñora Saccard... Sí, de ti misma, monona mía.
p a i s a j e querido.
Renata no hizo el más insignificante gesto de
—jAh! — dijo por fin.—¿Has cambiado la cama
coqueterí i.
de sitio?
—¿Pues no me habías dicho q u e estaba tan ena-
—Sí,—respondió tranquilamente la vendedora
morado de la señora Míchelin?
de puntillas.—A una de mis parroquianas le gusta
—¡Oh! eso ya ha terminado completamente,..
más que esté e n f r e n t e de la chimenea y ella ha
Si quieres te lo p r o b a r é . . . ¿N > sabes que la Mí-
sido también la que me ha aconsejado que ponga
chelin ha o b t e n i i o los favores del b a r ó n Gou-
cortinas e n c a r n a d a s .
raud? Es una cosa que no se comprende. Todos
—Ya me parecía q ie las cortinas tampoco
los que conocen al barón se quedan e s t u p e f a c -
eran las mismas... El encarnado es un color muy
tos... ¿Y no sabes qu ; también está en camino de
vu'gar.
conseguir el cordón rojo para su marido?... ¡Ah,
Renata se colocó el lente, examinando aquella es muy audaz la tal señora; no se queda corta ni
habitación que tenia el lujo de una habitación necesita á nadie para ir por el mundo.
amueblada. Sobre la chimenea encontró l a r g a s
Estas últimas frases las pronunció con un senti-
horquillas p a r a el pelo, que seguramente no pro-
miento de admiración.
—Pero volvamos á M. de S a f f r é .. Te ha reco- ¿sab 's lo que haría? Me dirigiría tranquilamente
nocí lo en un bai'e de a d r i c e « , envuelta en un á M. de Satfré p r i m e r o .
dominó y hasta se acusa de haberte ofrecido una Renata varió de un modo especial; y dijo:
cena poco decorosamente. ¿Es verdad? —No me parece eso muy conveniente, si es ver-
La joven quedó sorprendida. dad que está tan enamorado como tú dices.
—Completamente verdad, pero ¿cómo lo sabe Sidoma la dirigió una mirada p e n e t r a n t e , y
que e r a yo? poco ó poco su rostro pareció animarse, y son-
—Dice que te reconoció desDUés que ya habías riendo murmuró:
abandonado el salón, y recuerda que te vió salir —¡Pobrecita! Has llorado, se te conoce en los
del brazo de Máximo... Desde entonces está loca- ojos. No te amilanes, acepta la vida tal y como
m e n t e e n a m o r a d o de ti. Su corazón se halla es... No te preocupes, yo te a r r e g l a r é este
interesado ¿comprendes? un capricho.. Me ha asunto.
suplicado que viniera á p r e s e n t a r t e sus e s c u - Renata se levantó, y restregándose las manos,
sas... hacia crugir sus guantes, Permaneció de pie, vio-
—Está bien, dile que le perdono,—replicó Re- lentamente agitada por una lucha interna horri-
nata con sequedad. ble. Iba á a b r i r los labios acaso para aceptar
Luego, como recordase sus apuros, exclamó: cuando en la inmediata habitación oyó que sonaba
—[Si s u p i e r a s , Sidonia, cómo me encuentro! la campanilla.
Necesito de un modo imprescindible, p a r a m a ñ a - Salió Sidonia precipitadamente, por una p u e r t a
na á p r i m e r a hora, cincuenta mil francos. P a r a por la cual se v e í m en la otra pieza una doble fila
h a b l a r t e de eso he venido, pues por lo que te he de pianos. A los oídos de Renata llegaron el ruido
oído decir sé que conoces á algunos prestamis- de pasos de hombre y el r u m o r sofocado de una
tas... conversación en voz baj*. Maquinalmente fué á
Sorpendida Sidnnia por aq'iol imprevisto modo examinar la mancha amarillenta que en la pared
con que su cuñada le habló de sus angustias, tar- habían dejado los colchones. Aquella mancha la
dó algunos instantes en darle la respuesta. preocupaba y llegaba hasta molestarla. Olvidán-
—Sí, desde luego, pero me parece preferible dolo todo, Máximo, los cincuenta mil francos y
que antes recurrieses á los amigos. En tu lugar M. de Saffré, se quedó pensativa delante de la
cama; estaba mejor en el sitio de antes; induda-
pisadas que sonaban b r u t a l m e n t e en la habita-
blemente había mujeres que carecían p o r comple-
ción inmediata la exasperaban.
to de buen gusto; con toda seguridad cuando se
- M e voy,—dijo secamen'e.—Abreme.
estuviera en la cama, la luz daría en los ojos. Y
- N o seas n i ñ a , - e x c l a m ó Sidonia p r o c u r a n d o
vagamente vió levantarse en el f mdo de sus re-
s o n r e í r . - . . . ¿ Q u é e?cusa voy á darle después de
cuerdos la imagen del desconocido del muelle de
haberle dicho que estabas aquí?... Me comprome-
San Pablo, su novela en dos citas, aquel amor de
tes si te marchas...
casualidad que había gozado cuando la cama esta-
Pero la joven había ya bajado la escalerilla, y
ba en frente. De aquello no quedaba más que el
repetía delante de l a ' c e r r a d a p u e r t a de la tienda:
roce del papel pintado. Entonces, aquella habita-
—Abreme, ábreme.
ción la producía un males'ar, y ya se iba impa-
La vendedora de puntillas, sacando el picapor-
cientando por el continuo cuchicheo que se oia en
te de su bolsillo, intentó aún convencerla de que
la habitación inmediata, cuando entró Sidonia,
no se marchase. Por último, encolerizada y dejan-
abriendo y cerrando la p u e r t a con precaución,
do ver en el fondo de sus ojuelos grises toda la
haciendo señas con la mano y recomendándole
arce sequedad de su naturaleza, exclamó:
que habla-e bajito.
—Pero en fin, ¿qué quieres que le diga?
De-pués, acercándose á ella, la dijo al oído:
- Q u e aún no me v e n d o , - c o n t e s t ó R e n a t a ya
—¿Sabes lo que ocurre? Está ahí M. de S^ffré.
con un pie en la acera.
—¿No le h a b r á s dicho que estoy a q u í ? - d i j o Re-
Marchándose ya, le pareció oir á Sidonia que
nata con inquietud.
m u r m u r a b a , cerrando bruscamente la p u e r t a :
La corredora pareció quedar s o r p r e n d i d a , y
«Anda, necia, me las pagarás».
contestó con la mayor candidez:
- P r e f i e r o mil veces á mi m a r i d o . - d í j o s e la jo-
—Sí que se lo he dicho... Está ahí f u e r a e s p e - ven al subir en el coche.
r a n io que le diga que entre. Eso sí, no le he ha-
Fué directamente al hotel, y por la t a r d e dijo á
blado de los cincuenta mil francos.
Máximo que no fuera, porque estaba mala y nece-
La j o v e n , completamente p á l i d a , se levantó sitaba descansar.
como si le hubiesen dado un latigazo. Una oleada Al día siguiente, cuando le entregó los quince
de dignidad y orgullo subió á su rostro. Aquellas mil francos para el joyero de Silvia, se quedó cor-
LA CANALLA ,-4 TOMO IL
B I B
WECAu m m m ; :

- 51 - "ALFGttSQ
. . . *W»-I«25M0 NT HWtolftsJi
tada ante su sorpresa y sus preguntas. Le dijo veniente en e n t r e g a r s e á cualquiera. Si hasta
que su marido había hecho un buen negocio y se aquel instante el recuerdo de su marido se había
mezclado algunas veces al incesto como un re-
los había dado. Pero desde aquel día se tornó más
cuerdo voluptuosamente doloroso, el marido, el
extravagante; cambiaba frecuentemente las h o r a s
hombre mismo, se confundía entonces en él con
de las citas, y muchas veces también le esperaba
tal brutalidad que convertía sus más dolorosas
en la estufa para decirle que se r e t i r a r a . A Máxi-
sensaciones en terribles dolores. Ella que gozaba
mo le inquietaban poco aquellos cambios de hu-
en los refinamientos de su falta y que soñaba con
mor, pues se complacía en ser una cosa obediente
placer en apartado y sobrehumano paraíso en el
en manos de las m u j e r e s . Lo que más le a b u r r í a
que los dioses gozasen sus amores en familia, ro-
e r a el aspecto moral que algunas veces t o m a b a n
daba en una bacanal v u ' g a r , compartida entre
sus entrevistas. R e n a t a se entristecía, y h a s t a al-
dos hombres. En vano intentó gozar la infamia.
gunas veces se escapaban gruesas lágrimas de sus
Ofrecía los labios, calientes todavía por los besos
ojos, a c o s t u m b r a n d o á interrumpir en ocasiones
deSaccard, á los besos de Máximo, y su curiosi-
la canción del «hermoso mancebo» de la Bella
dad descendiendo hasta el fondo de aquellas mal-
Elena, p a r a entonar los cánticos del colegio, y pre- ditas voluptuosidades, llegó hasta mezclar aque-
guntar á su a m a n t e si no creía que su falta sería llas dos t e r n u r a s , buscando al hijo en los abrazos
castigada t a r d e ó temprano. del p i d r e . De aquel viaje á lo desconocido del
—Decididamente se va haciendo vieja—pensa- mal, de aquellas ardientes tinieblas en las que
ba Máximo. confundía su doble amante con temores que co-
R e n a t a sufría entonces c r u e l m e n t e y hubiera municaban cierta r a b i a á sus p l a c e r e s , salía
p r e f e r i d o entonces aceptar las relaciones de M. de siempre más espantada y más a t o r m e n t a d a que
Saffré. Si se había sublevado en casa de Sidonia, nunca.
había sido cediendo á un impulso intuitivo de
Reservándose aquel d r a m a para sí sola, duplicó
dignidad, á la repugnancia de aquella venta pro-
el sufrimiento con la fiebre de su imaginación.
puesta t o t a l m e n t e ; pero en los días sucesivos
Antes hubiera querido morir que confesar la ver-
cuando esperimentó las angustias del adulterio,
dad á Máximo, con el sordo temor de que el joven
todo en ella se hizo sombrío, y se consideraba
se indignase y la a b a n d o n a r a , y sobre todo, con
tan despreciable, que no hubiese tenido incon-.
- fifi —
mímica. De Hipólito hacía un mocetón pálido, ac-
la creencia absoluta de lo monstruoso de su peea- tor mediano, que lloriqueaba su papel.
do, que antes hubiera atravesado desnuda el par- — ¡Qué imbécil!—murmuró Máximo.
que, q u e confesar en voz baja su v e r g ü e n z a . P o r Pero la Ristori, con sus robustos hombros, agi-
otra parte, continuaba sien lo la aturdida que tados por Jos sollozos, con su trágico semblante y
a s o m b r a b a á París con sus estravagancias. La sus fornidos brazos, conmovía profundamente á
asaltaban nerviosas alegrías y concebía caprichos Renata. F e d r a era de la s a n g r e de Pasifae, y la
prodigiosos de los que se ocupaban los periódicos, joven se preguntaba de qué sangre podría ser ella,
designándola p o r sus iniciales. Durante aquel la incestuosa m o d e r n a . De la obra no veía más
tiempo fué cuando quiso batirse seriamente á pis- que aquella mujer, a r r a s t r a n d o p o r el escenario
tola con la duquesa de Sternich que había hablado el crimen de la antigüedad. En el p r i m e r acto,
mal de ella y vertido un vaso de ponche sobre su cuando Fedra confía á Anone su criminal pasión,
vestido, siendo preciso que su cuñado el ministro en el segundo cuando se declara ardientemente á
se enojase. Otra vez apostó con la señora Lauwer- Hipólito, y después en el cuarto, cuando la vuelta
cus á que r e c o r r e r í a en menos de diez minutos la de Theseo la confunde, y se maldice á sí misma
pista de Lougchamps. El mismo Máximo se asus- en una crisis de sombrío f u r o r , lanzó un grito tal
taba ya de aquella cabeza destornillada, y en la de pasión salvaje, de deseo s o b r e h u m a n a m e n t e
que creía oir por la noche, sobre la almohada, voluptuoso, que la joven sintió estremecerse sus
todo el ruido de una ciudad ansiosa de placeres. carnes á impulsos de sus propios deseos y de sus
Una noche fueron juntos al teatro Italiano, en- propios remordimientos.
trando sin ni siquiera m i r a r el cartel. Querían —Atiende,—dijo Máximo á su oído,—vas á oir
ver á la Ristori, la célebre trágica italiana, que á Theramene. ¡El viejo reciia muy bien!
llamaba la atención de todo París. Se representa- El actor empezó á r e c i t a r con cavernosa voz:
ba Fedra. Máximo r e c o r d a b a aún el repertorio
«Apenas salimos da las puertas de Tressene,
clásico y Renata sabía bastante bien el italiano Iba él en su carro...»
para seguir la o b r a . El d r a m a produjo en ella una
emoción hondísima, en aquel idioma cuyas sonori- Pero Renata mientras hablaba el viejo ya no
dades en ocasiones le hacían el efecto de un sim- miraba ni oía. La l á m p a r a la cegaba; hasta ella
ple acompañamiento de orquesta, realzando la
- u -

—¿Por qué?—preguntó al joven sorprendida y


llegaban sofocantes a r d o r e s procedentes de todos
sin haber comprendido aún.
aquellos rostros fijos en la escena. Continuaba in-
—Por el monstruo...—contestó haciendo una
terminable el monólogo. Renata se creía en la es-
ligera mueca.
tufa bajo el ardiente follaje, y veía á su marido
Aquel chiste dejó helada á la joven, en cuya ca-
e n t r a r y sorprenderla con su hijo. Sufría horri-
beza todo se t r a s t o r n a b a .
blemente y ya estaba casi desvanecida, cuando el
La Ristori no e r a más que una g r a n muñeca que
último rugido de F e d r a , a r r e p e n t i d a y moribunda
recogía su manto y enseñaba la lengua al público
retorciéndose en medio de las convulsiones del
como Blanca Muller en la Helia Elena; Therame-
veneno, la hizo a b r i r los ojos. El telón caía. ¿Ten-
ne, bailaba el cancán; Ilipól.to comía tortas de
dría ella valor p a r a envenenarse algún día? ¡Qué
dulce, metiéndose los dedos en la nariz.
mezquino y vergonzoso era su d r a m a al lado de
Cuando algún remordimiento más agudo la ha-
la epopeya antigua! Y mientras Máximo la ponía
cía estremecer, revelábase R e n a t a llena de sober-
sobre los h o m b r o s el abrigo, ella aun oía tronar
bia. ¿Cuál era su crimen y por qué había de rubo-
la voz de la Ristori, á la que respondíj. el m u r m u -
rizarse? ¿Acaso no veía todos los días á su alrede-
llo complaciente de Anone.
dor las mayores infamias? ¿Acaso no se codeaba
Ya en el coche, sólo habló el joven, encontran-
en las Tuberías, en casa de los ministros y en to-
do la tragedia pesada y diciendo que prefería las
das partes miserables como ella que poseían mi-
representaciones de los Bufos. Sin e m b a r g o , Fe-
llones en sí mismas y e r a n a d o r a d a s de rodillas?
dra tenia amiga» y le había interesado, poique..,
Entonces pensaba en la vergonzosa amistad de
Y p a r a completar su pensamiento apretaba la
Adelina d - Espanet y Susana i l a f f u e r , de la cual
mano de la joven. Después se le ocurrió una idea
se hablaba algunas veces en las reuniones de la
muy graciosa, y 110 pudo resistir á, la tentación de
emperatriz. Recordaba el negocio de la señora
hacer una frase:
Sanwesens, celebrada de los hombres por su bue-
—Ya tenía yo razón p a r a no a c e r c a r m e al mar
na conducta, su orden y su exactitud en pagar á
en Trouville.
sus proveedores. Se acordaba de la señora Darte,
Renata, sepultada en lo más hondo de su dolo-
de la Teissiere y de la baronesa de Meinhold,
rosa meditación, callaba. F u é preciso que Máxi-
aquellas c r i a t u r a s cuyo lujo pagaban sus amante^
mo repitiese la frase.
- 56 - - f>7 -

y que se cotizaban en el gran mundo como lo« sujeto sobre la f r e n t e , y volvía á ver como emble-
valores de Bolsa. La señora de Gilende e r a tan ma de justificación y redención, al emperador
estúpida y tan bien formada, que tenía por aman- atravesando del brazo de un general por e n t r e
tes á tres oficiales á la vez, sin poderlos distinguir una doble fila de cabezas inclinadas.
á causa de sus uniformes, lo que daba motivo á la El único hombre que la inquietaba, era Bautis-
mala lengua de Luisa, que para saber con cual de ta, el ayuda de cámara de su marido. Desde que
los tres hablaba, los hacía poner en camisa. La Saccard se mostraba galante con ella, aqtfel cria-
condesa Vanska le r e c o r d a b a los paseos en que do pálido y respetuoso le parecía que e r a un
había cantado, y las aceras á lo largo de las cua- mudo reproche. No la miraba nunca; sus ojos
les la había visto vestida de india, rodando como tranquilos se dirigían por encima de s u cabeza
una loba. Cada una de aquellas mujeres, tenía su con el pudor de un sacristán huyendo de m a n c h a r
llaga visible y triunfante. Después, dominándolas su vista con la cabellera de una p e c a d o r a . Figu-
á todas, la duquesa de Sternich se alzaba fea, en- rábase Renata que él lo sabía todo y hasta, de
vejecida, hastiada, con la gloria de h a b e r com- atreverse, hubiera comprado su silencio. Cuando
partido una noche su cama con el e m p e r a d o r : re- se encontraba con Bautista sentía una especie de
presentando el vicio oficial, conservaba así como inquietud y respeto, pensando que toda la honra-
una majestad del libertinaje y una soberanía so- dez del hotel se había refugiado bajo el f r a c ne-
b r e toda aquella ilustre pléyade de cortesanas. gro del fámulo.
Entonces la incestuosa se acostumbraba á su Un día, no pudiendo contenerse más, p r e g u n t ó
falta como á un t r a j e de gala cuya rigidez le h u - á Celeste:
biese molestado al principio. No hacía más que — 0 B iutísta bromea con las criadas? ¿Se le co-
seguir la moda, vistiéndose y desnudándose como noce alguna querida?
los demás, y concluyó por creer que vivía en un —¡Ah! ¡pues sí!—se_limitó á contestar la c a m a -
mundo superior á la moral común, en el que los rera.
sentidos se aguzaban y se desarrollaba, y en que —¿Sin duda te ha hecho el amor?
era permitido estar desnuda p a r a el goce del —¡"Ca!... si nunca mira á las m u j e r e s . . . Apenas
Olimpo entero. El mal se convertía en lujo, en si le vemos de tarde en t a r d e . Siempre está en laa
una flor prendida en los cabellos, en un diamanta habitaciones del señor ó en las cocheras.
A R e n a t a le i r r i t a b a aquella honradez é insis- probabilidad de un matrimonio que le hubiese pa-
tía, porque hubiera querido poder despreciar á recido una relajación siniestra y un robo, sufría
todo el mundo, y aunque sentía afecto por Celes- con las familiaridades y la confianza de los jóvenes.
te, se h u b i e r a alegrado de saber que ésta tenía Cuando hablaba á Máximo de Luisa, el joven se
amantes. reía y le refería las ocurrencias de la muchacha,
—Y á tí, Celeste, ¿no te parece que Bautista es diciendo:
un buen muchacho? —¿Pues no me llama su hombrecito esa chi-
—¡A mi, señora!—exclamó Celeste con el sem- cuela?
blante estupefacto del que acaba de oir alguna Y manifestaba tal libertad de pensamiento, que
cosa maravillosa.—Otras cosas me preocupan. No Renata no se atrevía á darle á entender que aque-
me interesa ningún hombre. Ya tengo hecho mi lla rapaza tenia ya diecisiete años, y que sus jue-
plan, q u e comunicaré á usted más adelante. No gos de manos, su entusiasmo en los salones y su
soy tan tonta como todo eso. afición á esconderse en los rincones más obscuros
R e n a t a no pudo sacar nada en limpio. p a r a poder liablar mal de todo el mundo, la inco-,
Cada día estaba más preocupada: su ruidosa modaban y la molestaban.
vida, sus locas c o r r e r í a s , encontraban numerosos Un capricho vino á d a r á la situación carácter
obstáculos que vencer y conira los cuales se es- singular: Renata tenía frecuentemente necesidad
trellaban algunas veces. de hacer demostraciones de cariño á Máximo. Le
Así f u é como Luisa de Mareu l se interpuso un conducía d e t r á s de alguna cortina ó puerta, y allí
día entre ella y Máximo. Renata seiiiía celos de le besaba, á riesgo de ser vistos. Una noche, es-
«la j o r o b a d a s , como la llamaba despreciativamen- tando el saloncito botón de oro lleno de gente,
te; sabía que estaba de&hauciada por los médicos, tuvo la ocurrencia de llamar á Máximo, que esta-
y que Máximo no se podía casar con ella, a u n q u e ba charlando con Luisa: Renata se adelantó al
le llevase un millón de dote. En medio de sus fal- encuentro de Máximo, que ya acudía, y al llegar
tas, conservaba cierta infantil candidez p a r a juz- detrás de dos macizos, le besó bruscamente en la
g a r á las personas queridas, y aún cuando ella se boca, creyéndose suficientemente oculta. Pero
despreciase, las consideraba de buena fe, superio- Luisa había seguido á Máximo, y cuando los aman-
r e s y dignas de aprecio; pero aún desechando la tes alzaron la cabeza, vieron á la joven cerca de
ellos, mirándoles con e x t r a ñ a sonrisa, sin rubori-
zarse ni asombrarse, con el semblante tranquilo y elección era todo un poema heroico-cómico, del
amistoso de un compañero de v.cio, bastante en- cual se ocuparon los periódicos por espacio de un
tendido p a r a comprender y s a b o r e a r aquel beso. mes. M Ilupel de Noue, prefecto del departamen-
Máximo se asustó de v e r a s , pero Pvenata se mos- to, había desplegado tal energía que los otros can-
tró gozosa é indiferente. Todo había terminado, y didatos no pudieron haxcer públicos sus p r o g r a m a s
e r a ya imposible que la jorobada le quitase su ni distribuir sus candidaturas. Por consejo suyo,
presa. La joven pensaba: M. de Mareuil llenó la circunscripción de mesas,
—Debiera haberlo hecho expresamente. Ahora en las que los aldeanos bebieron y comieron d u -
ya sabe que «ese hombrecito» me pertenece. rante una semana. Prometió además un f e r r o c a -
Máximo se tranquilizó encontrando á Luisa tan rril, y la construcción de un puente y t r e s igle-
alegre y tan divertida como antes. sias. El candidato tuvo un éxito estrepitoso, alcan-
P o r otra parte, Renata se inquietaba con razón, zando una mayoría inmensa. P e r o cuando la
pues Saccard pensaba desde algún tiempo en el Cámara, ante la c a r c a j a d a de Francia entera, se
matrimonio de su hijo con Luisa. Había de por vió obligada á desechar á M . de Mareuil, el minis-
medio un millón que no quería d e j a r escapar, tro sintió una ira terrible contra el prefecto y el
pensando en meter mano después á aquel dinero. desgraciado candidato que tan torpes se habían
Al principio del invierno tuvo Luisa que g u a r d a r mostrado. Habló hasta de poner en la c a n d i d a t u r a
cama d u r a n t e t r e s semanas, y tal miedo sintió oficial otro nombre y M. de Mareuil se asustó, ha-
Saccard al v e r que se moría antes del proyectado bía gastado trescientos mil francos en el d e p a r t a -
enlace, que decidió casar á los chicos en seguida. mento; poseía en él g r a n d e s propiedades, en las
Verdad es que eran demasiado jóvenes, pero á los cuales se aburría, y que seria preciso revender
médicos les inspiraba cuidado el estado de salud con gran pérdida. Por este motivo fué á explicar
de la joven. Por su parte, M. de Mareuil, estaba á un querido colega que le hablase á su hermano
en una situación muy delicada. Había conseguido y le prometiese en su nombre una elección en to-
p o r fin ser proclamado diputado, pero la Cámara da regla. Entonces fué cuando Saccard volvió á,
acababa de anular su elección, que produjo ver- hablar del matrimonio de los chicos y cuando los
dadero escándalo en la Comisión de actas. Aquella padres lo resolvieron definitivamente.
Máximo experimentó alguna contrariedad al
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consultarle su p a d r e acerca del asunto; Luisa le principio en sus amorosas relaciones mayor vo- .
hacía gracia, su dote le seducía, dijo q u e sí y luptuosidad, en cambio le impedía r o m p e r con
aceptó todas las fechas que Saccard quiso fijar por ella, como ya lo h u b i e r a hecho seguramente con
a h o r r a r s e el t r a b a j o de discutir. Pero en el fondo otra m u j e r . No hubiera vuelto; aquel era su siste-
ya sabía que no se arreglaría el negocio tan fácil- ma de reñir con sus queridas, p a r a evitarse toda
mente, pues Renata no consentiría de modo algu- cuestión y toda lucha. Pero se sentía incapaz de
no; lloraría, daría espectáculo y sería capaz de un rompimiento, y se abandonaba h a s t a con gus-
provocar algún escándalo gordo que a s o m b r a s e á to á las caricias de Renata; ésta continuaba mos-
todo'París. Aquello era muy desagradable. Enton- trándose maternal, pagaba por él y le sacaba de
ces ella le daba miedo. La joven le dominaba con apuros si algún acreedor le molestaba. P o r otra
sus inquietas miradas y tan despóticamente le po- parte, la idea de Luisa, la idea del millón de dote
seía, que Máximo creía sentir clavarse en sus hom- bullía de nuevo en el cerebro del joven y le hacía
b r o s las uñas de su m a d r a s t r a cuando ésta dejaba pensar, hasta en los brazos de Renata, que todo
caer en ellos su blanca mano. Su turbulencia se aquello era muy bonito, pero que no podía con-
convertía en b r u s q u e d a d , y en el fondo de su risa tinuar.
había sonidos extraños. Máximo temía realmente
Una noche se vió Máximo tan rápidamente des-
que una noche se volviese loca entre sus brazos.
hancado en casa de una señora donde frecuente-
Los remordimientos, el temor de ser sorprendida
mente se jugaba hasta el amanecer, que sintió
y los crueles goces del adulterio no se traducían
una de esas muchas iras de jugador cuyos bolsi-
en ella como en las demás mujeres, en lágrimas y
llos están vacíos. Hubiera dado todo un mundo
disgustos, sino en mayores extravagancias y en la
por poder a r r o j a r unos luíses más sobre el tapete.
necesidad cada vez más irresistible de bullicio. Y
Cogió su sombrero y con el paso maquinal de un
en medio de su creciente desvarío se empezaba á
.hombre impulsado por una idea fija, fué al P a r q u e
oír un rugido, el t r a s t o r n o de aquella e n c a n t a d o -
Monceaux, abrió la r e j a y se encontró en la estufa.
r a y admirable máquina que se rompía.
Eran más de las doce. Renata le había prohibido
Máximo esperaba una ocasión que le librase de ir aquella noche. Cuando ella le c e r r a b a la p u e r i a ,
aquella querida molesta. Decía que había hecho se marchaba sin esperar siquiera á una explica-
una tontería. Si su compañerismo había puesto al ción, aprovechando la dicha de gozar un día libre,
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entonce* el jovpn notó rpif> estaba h o r n b ' e m e n t Q
No se a c o r d ó de la prohibición de la j o v e n sino
p4IM-, P . r " r í a »¡chinda por un mudo espanto»
c u a n d o se e n c o n t r ó delante de la p u e r t a - v e o t a n a
Su« r n o a s interiores, los oncajps de su c a m i s a , col-
del saloncito, que e s t a b a c e r r a d a . G e n e r a l m e n t e ,
g i b a n como trágicDs girones s o b r e su e s t r e m e c i d a
c u a n d o él debía ir, R e n a t a d e s c o r r í a d e a n t e m a n o
piel.
la falleba de a q u e l l a p u e r t a .
La e x a m i n a b a con c r e c i e n t e a s o m b r o .
—¡Bahl—pensó al v e r p a r la v e n t a n a q u e a u n
había luz en el g a b i a e t e - t o c a d o r , — v o y á silbar y —¿Qué tienes? ¿Estás e n f e r m a ? — p r e g u n t ó l a .

b a j a r á . No la m o l e s t a r é mucho: si tiene algunos E i n s i i n t i v a m e n t e levantó la vista y o b s e r v ó á


luíses me iré en s e g u i d a . través d e la v e n t a n a p o r d o n d e había visto la
luz.
Y silbó s u a v e m e n t e . Con f r e c u e n c i a empleaba
aquella s e ñ a l p a r a a n u n c i a r su llegada, m a s aque- —•En t u cuarto hay un hombre;—dijo de
pronto.
lla noche repitió los silbidos en v a n o . P e r o el jo-
v e n se obstinó, silbando m á s f u e r t e y n o querien- —No, no, eso n o es v e r d a d , — b a l b u c e ó R e n a t a
do m a r c h a r s e sin d i n e r o . suplicante y enloquecida.

P o r fin vió a b r i r s e con infinitas p r e c a u c i o n e s la —No mientas, q u e r i d a , veo la s o m b r a .


v e n t a n a y a p a r e c i ó R e n a t a con el cabello suelto, Quedaron un instante f r e n t e á f r e n t e no s a b i e n -
casi sin r o p a y como si f u e s e á a c o s t a r s e . E s t a b a do qué d e c i r s e .
con los pies d e s n u d o s y e m p u j ó al j o v e n hacia uno Los dientes de Renata entrechocaban por
d e los c e n a d o r e s , deslizándose en la a r e n a de las el t e r r o r y le p a r e c í a que le a r r o j a b a n cubos de
a v e n i d a s y sin p a r e c e r s e n t i r el frío y las aspere- agua fría s o b r e los pies d e s n u d o s . Máximo sentía
z a s del suelo. ' mayor irritación de la q u e él mi«mo h u h i e r a creí-
do, pero su situación e r a todavía lo b a s t a n t e d e s -
—Es u n a b a r b a r i d a d silbar tan f u e r t e , — m u r m u -
apasionada p a r a a p r o v e c h a r la ocasión de un r o m -
r ó con mal contenida cólera.—Te h a b í a dicho que
pimiento.
no vinieras. ¿Qué quieres?
—Subamos,—dijo Máximo sorprendido ante —No m e q u e r r á s ha^er c r e ^ r que es Celeste la
a q u e l l a a c o g i d a . — T e lo d i r é a r r i b a . Aquí v a s á que lleva un p a M ó , — continuó — Si los crismales
de la estnfi no fuesen tan t u r b i o s , tal vez r e c o n o -
pillar u n a p u l m o n í a .
cería al sujeto.
P e r o al d a r el p r i m e r p a s o , R e n a t a le d e t u v o , y
LA C A N A L L A . — 5 TOMO H
R e n a t a le a r r a s t r ó hasta lo más profundo del Renata no respondió, b a j a n d o los ojos ante se-
follaie y presa cada vez de mayor espanto, dijo: mejante interrogatorio.
—Máximo, te ruego... —¿No es Mussy?... Entonces será el d u q u e de
P e r o aquel asentimiento había despertado el ca- Rozán... ¿Tampoco?... ¿Quizás el conde de Chi-
rácter maligno y burlón del joven, con tal feroci- I bray?... ¿No?...
dad que sólo pensó en vengarse; mas no bastaba j Y se detuvo como p a r a meditar.
la cólera de que estaba poseí io p a r a calmar los I —No adivino q u i é i pueda s e r . . . Supongo que
transportes de su débil naturaleza. tampoco será mí padre.
El despecho frunció su entrecejo y en lugar de Renata temblaba como si la amenazasen con
pegarla, como tuvo intención de hacer en el pri- I un hierro candente y dijo por fin sordamente:
mer momento continuó diciendo: —No, ya sabes que no entra en mi cuarto; yo
—Hubieras debido decírmelo, y yo no habría no aceptaría; eso sería indigno.
venido á molestarte... T e r m i n a r las relaciones es — 6 Q )ién es, pues?
cosa corriente; ya ves, yo mismo empezaba á can- Y le apretaba las manos con más f u e r z a . La
s a r m e . Vamos, no te impacientes. Voy á dejar que pobre mujer luchó algunos momentos más.
t e marches, pero antes me has de decir quién hay —¡Oh Máximo, si supieses!... Pero no puedo
contigo. decírtelo.
—Nunca, nunca,—exclamó la joven sofocando Después, anonadada, confundida y mirando con
sus lágrimas. terror la ventana iluminada, balbuceó:
Máximo la había cogido p o r las muñecas y la —Es M. de Saffré.
miraba, sonriendo malévolamente; ella luchaba Miximo, á quien aquel juego cruel divertía,
por desprenderse y sin a b r i r los labios para que palideció ante tal revelación solicitada por él con
no se le e s c a p a r a el n o m b r e que él le pedia. tanta insistencia. Aquel n o m b r e le produjo un do-
—Vamos á hacer ruido y tú serás qu>en pierda. lor inesperado y rechazando violentamente á
¿Qué temes? ¿No somos buenos amigos? Quiero Renata, se acercó después á ella, diciéndola con
saber quien me sustituye; tengo derecho... Espe- los dientes apretados p o r la ira:
ra, te ayudaré á r e c o r d a r . ¿Es de Mussy, cuyo do- — ¡Eres una p...
lor te ha conmovido? Ibase ya, cuando Renata corrió hacia él, sollo-
" r i62
5,mTeRREY
eanch, cogiéndole e n t r e sus brazo«, murmuran-
que Renata f u e r a despojada antes que la e x p r o -
do palabras de t e r n u r a , dpma d^s de p°rdón,
piación se hiciera pública. Saccard mostraba en
j u r a n d o r p e ciemnre le adoraba y q>e a! dfa si-
todo aquel negocio v e r d a d e r o a m o r de artista;
gnipnte. sp lo explicaría todo. Pero pl joven se des»
veía con regocijo como m a d u r a b a su plan; tendía
prpnd¡é do sus brazos y cerró violentamente la
sus redes con el refinamiento y la coquetería de
puerta de ln estufa, replicando:
un cazador que quiere apoderarse galantemente
—¡No! ¡Se aeabó; ya estoy harto! de una pieza. Aquello era en él s i „ p u m e n t e la
R o n a ' a s e quedó a t e r r a d a . IR vió c r u z a r el jar- satisfacción deJ jugador Hábil, del hombre que sa-
dín y le pareció que los árboles dpi jard ín giraban borea con voluptuosidad el f r u t o robado; quería
á su alrededor. Después. a r r a s t r a n d o lentamente conseguir los terrenos p o r un pedaz j de p a n , sin
sus desnudos nips s o b r e la fría arena de la aveni- perjuicio de d a r cien mil francos á su mujer, en
da, volvió á subir las escaleras dp| pórtico, con medio d é l a alegría del tr.uufo. Las más seuoiltas
la piel amoragada ñor efecto del frío y más trági- operaciones, desde el momento en que él inter-
ca en el desorden de sus encajes. Cuando llegó á venía en ellas, se complicaban y c o n v e n í a n en
su enalto respondió A las preguntas de su mari- obscuros d r a m a s en sus manos; se apasionaba y
do que era quien estaba en él, que se le había hubiera sido capaz de pegar á su propio padre,
perdido un tarjetero y le pareció r e c o r d a r el sitio. por una moneda de cuíco francos, y S l u embargo,
Cuando se hubo acostado sintió repentina é in- después tiraba el oro á puñados.
mensa desesperación, r^íl'xionando que hubiera
Pero antes de obtener de Renata la cesión de'
podido decir á Máximo que era su padre, quien
su parte de propiedad, tuvo la prudencia de tan-
estaba con ella Y quien la h^bía seguido á su
tear á Sausonneau acerca de las intenciones qué
cuarto p a r a h a b ' a r de un asunto cualquiera.
habla sospecha lo en él. En esta circunstancia le
Al día siguiente fué cuando Saccard se decidió
salvó su instinto. El agente de expropiaciones
á provocar el desenlace del negocio deCharontie.
había creído que el f r u t o estaba ya maduro y que
Su mujer le pertenecía; acababa de v e r l a , du'ce é
podía cojerlo. Cuando Saccard penetró en el ga-
inerte e n ' r e sus brazos, como un o^jRto que se
binete de la calle de Rivoli, encontró á su com-
aban lona. Además, iba á suspenderse el t r a t a d o
padre con señales evidentes de e s t a r e n k e g a d o á
del bulevar del Príncipe Eugenio y era preciso
ía más profunda desesperación.
hubiera récorñpensado á su colega, pero lo qué
—¡A.y amigo mío!—murmuró Sansonneau co-
le irritaba era que le t r a t a s e como á un tonto.
giéndole las manos.—Estamos perdidos... Iba á
Por otra parte, no dejaba de estar inquieto, pues
i r á tu casa para que nos pusiéramos de acuerdo
conocía al personaje y le creía capaz de llevarle
con objeto de salir de este h o r r i b l e atolladero...
los documentos á su hermano el ministro, quien
Mientras se retorcía los brazos.y ensayaba un
hubiera dado aquella s u m a por evitar todo escán-
gemido, r e p a r ó Saccard en que, al e n t r a r él, San-
dalo.
sonneau estaba firmando unas c a r t a s , y que las
—¡Diablo!—exclamó sentándose.— ¡Qué histo-
firmas e s t . b a n hechas con admirable limpieza.
ria más d e s a g r a d a b l e ' ¿No podríamos v e r á ese
Mirándole tranquilamente, exclamó:
pillo?
— P e r o ¿de qué se trata?
—Voy á enviarle un recado,—dijo Sanson-
Da pronto Sansonneau no contestó; se había
neau.—Vive, aquí al lado, en la calle de Juan
dejado caer en el sillón, y con los codos s >bre la
Gautier.
mesa y la frente e n t r e las manos, sacudía furiosa-
No habían t r a n s c u r r i d o diez minutos, cuando
mente la cabeza. Por fin, dijo sordamente:
un joven, bizco, de cabellos incoloros y con la
—Me han robado el registro, ya sabe...
cara llena de manchas, entró cuidadosamente,
Y le contó que uno de sus depeudientes, un
procurando que la puerta no hiciera ruido. Lle-
pillo redomado, le había sustraído gran número
vaba u n í mala levita, negra, demasiado g r a n d e y
de expedientes, entre los cuales estaba el famoso
raída. Q.jedó de pie á respetuosa distancia, mi-
registro, siendo lo peor d-d caso que el ladrón
rando de r e >jo á Saccard. Sansonneau, q>je le lla-
había conocido el partido que podía sacar de
maba Baptistín, le hizo s u f r i r un interrogatorio,
aquel d o c u m e n t o , y exigía por él cien mil fran-
al que contestó con monosílabos, sin a t u r d i r s e b
cos.
más mínimo y sufriendo con completa indiferen-
Saccard reflexionaba: el cuento le parecía de-
cia los más groseros insultos.
masiado burdo. Era evidente que á Sansonneau
Saccard ad o k ó la s a n g r e fría de aquel desgra-
le importaba poco, ser creí io, y que lo que él de-
ciado. II iho un momento en que el agen e de ex-
seaba era d j r á c o m p r e n d e r que quería cien mil
propiaciones se levantó de su asiendo con ademán
francos en aquel negocio. A. S iccard parecióle
de pegarle, y el joven se contentó con retroceder
g r o s e r a la f o r m a de la petición; de buena gana

/
- -

un paso, torciendo más humildemente aún los


Veamos en situación muy desagradable trente á
ojos.
ese hombre tan meticuloso, que q u e r r á e x a m i n a r
—Está bien,—dijo el banquero.—¿Con que es
las cuentas.
decir, cabaüerito, que usted quiere cien mil tran-
El agente de expropiaciones echó á a n d a r con
cos pur esos papelüies?
agitados pasos, haciendo crujir sobre la alfombra
—Justamente; cien mil francos,—respondió el sus c laroladas botas.
joven, dirigiéndose á la puerta.
— Vea u s t e d , — m u r m u r ó , — e n qué situaciones
Sdiisonneiu fingía no poder contenerse. se coloca uno por hacer favores... Pero, querido,
—¡Ah, qué canalíál—balbuceó.— 6 l l a visto us-
yo en lugar de usted, prohibiría terminantemente
ted qué mirada tan traidora? Esos pillastres, con
á mi mujer hacer esa tontería, y hasta, si f u e r a
su tímido aspecto, son capaces de asesinar á un
preciso, la d a r í a una paliza.
hombre por veinte francos...
—¡Ay, amigo mío!—dijo Saccard sonriendo ma-
Succard le interrumpió, diciendo:
liciosamente.—Yo no tengo más asoendieote s o b r e
—¡bdh, no es tan temiblel Creo que podremos mi mujer q u e el que usted parece t e n e r sobre ese
arreglarnos cou él. Otro negocio más grave me
canalla de Baptistín.
t r a e aquí... Amigo mío, razón tenia usted en des-
Sansonneau se quedó parado de repente delante
confiar de un mujer; fi¿úrese usted que vende su
de Saccard, quien contiuuaba sonriendo y le miró
parte á AI. Ilaff.ier. Dice que necesita dinero, y sin
p r o f u n d a m e n t e . D ; s p u é s continuó andando á lar-
duda, su amiga Susana, es quien la ha aconse-
gos pasos, p e r o más lenta y mesuradamente, y
jado.
aproximándose al fin á un espejo, arregló el nudo
El otro cesó de desesperarse inmediatamente; de su c o r b a t a y volvió á pasearse, r e c u p e r a n d o
escuchaba algo pálido, estirando el cuello d e la su elegancia. De pronto exclamó:
camisa, que había a r r u g a d o en su cólera pa- —j Baptistín!
sada. El jovencito bizco entró, pero por otra puerta.
—Esta cesión,—continuó Saccard,—es la ruina No teiiía ya el s o m b r e r o en la mano, y llevaba
de nuestras esperanzas. Si Al. Haffner se asocia á una pluma en la mano.
nuestros negocios, no tan sólo se ven comprome- —Ve á b u s c a r el r e g i s t r o , — l e dijo Sanson-
tidos nuestros beneficios, sino que temo que nos neau.
- w - - % -

Guando salió, discutió acerca de la suma qtíe


por la noche; era el amante oficial y volvía á otro
debía dársele.
lado la cabeza con vaga sonrisa, cuando el ama
—II ¡ g a o usted por mí,—concluyó por decir con
de la casa le hacía alguna traición entre puertas,
franqueza.
concediendo en la misma noche, cita á alguno de
Entonces Saccard consintió en dar treinta mil
aquellos caballeros. C iando se qued .ba solo con
francos sobre el negocio de Charnnne; calculando
ella, encendía un cigarro y c h a r l a b a n de nego-
que salía muy beneficiado todavía de entre las en-
cios, bromeando un momento acerca del señor
guantadas manos del u s u r e r o . Este último hizo
que pillaba un resfriado, aguardando en la calle
extender el p a g a r é á su nombre, r e p r e s e n t a n d o
á que él saliera; en seguida y después de llamar á
la comedia hasta el final, y diciendo que el daría
Laura «su querida niña» y de darla un golpecito
cuenta de los treinta mil francos al j o v e n . Sac-
en la mejilla, salía tranquilamente por una puer-
card, con r i s a s de satisfacción y alivio, quemó
ta, mientras el señor que a g u a r d a b a e n t r a b a por
hoja por hoja el registro á la llama de la chime-
nea. Después de t e r m i n a d a esta operación, cam- la otra.
bió vigorosos apretones de manos con Sansonneau El secreto tratado de alianza que había consoli-
y se separó de él diciendo: dado su crédito y hecho que Laura encontrase
dos m .biliarios en un mes, continuaba divirtién-
—¿Irá usted á casa de Laura esta noche, ver-
doles. Pero Laura deseaba el desenlace de aquella
dad? Espéreme ahí. Ya lo h a b r é a r r e g l a d o todo
comelia, que debía consistir, según habían trata-
con mi mujer y tomaremos nuestras últimas dis-
do los dos, en perjuicio de algún imbécil que pa-
posiciones.
garía caro el derecho de ser el amante formal y
Laura de Aurigny que mudaba con frecuencia
conocido de todo París. El imbécil ya lo había
de habitación, vivía entonces en una gran casa
e n c o n g a d o : el duque de Rozan, c a s a d o de fastU
del bulevar Hanssman, frente á la capilla expia-
diar vanamente á las m u j e r e s de la buena so ie-
toria. Ilabí i fija ! > un 'lia á la semana para reci-
dad, aspiraba á la fama de crapul.-s», para poner
b i r , como las señoras de la aristocracia, siendo
de relieve todo lo insulso de su persona. Era asi-
aquella la m a n e r a de r e u n i r en un día de la se-
duo concurrente á las tertulias de L^ura. cuya
mana á to los los que la veían uno por uno en los
con quista había hecho por su absoluta candidez:
esrtantes. Arístides Saccard triunfaba los martes
desgraciadamente, á los treinta y cinco años, se
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hallaba aún bajo la tutela de su m a d r e , basta el bian sentado, en tanto que él ' a s contaba una in-
punto de que sólo podía disponer de tarde en tar- digestión de Silva, c m la cual había comido la vís-
de de una docena de luises. Las noches en que pera. Después, sacando una cajiia del bolsillo de
Laura se dignaba aceptarlos, lamentándose y ha- su frac, ofrecióles pastillas Salió Laura de su dor-
blando de cien mil francos que necesitaba, el du- mitorio y al ver que ya iban llegando muchos se-
que suspir ba y le prometía aquella cantidad para ñores, hizo p a s a r á Sansonneau á un r e t r e t e situa-
cuando él f íese el amo. Entonces f u é cuando tuvo do en uno de los extremos del salón, del cual les
la .dea de hacerle t r a b a r amistad con Sansonneau separaba una doble puerta.
un buen amigo de la casa. Los dos hombres fue- —¿Traes el dinero?—le preguntó cuando e s t u -
r o n á almorzar juntos á Tortoni, y á los postres, vieron solos.
Sansonneau, refiriendo sus amores con una linda Sansonneau se inclinó galantemente, golpeando
española, d.jo que "conocía pre.-tamistas, pero al propio tiempo el bolsillo interior del frac,
aconsejó calurosamente á Rozán que no se entre- —¡Oh g r a n Sar!—murmuró la joven entusias-
gase nunca en manos de ellos. Aquella co^fi len- mada, estrechándole entre sus brazos y besán-
c a trastornó al duque, quien terminó por a r r a n - dole.
car á su buen amigo la promesa de ocuparse de — E ^ r a , — a ñ a d i ó , — q u i e r o en seguida los mo-
su negocio y tan bien se ocupó, que quedó en nises Rozán está en mi cuarto, voy á bus-
que aquella misma noche le llevaría el dmero á carle.
casa de Laura.
Sansonneau la detuvo, y besándola á su vez e n
Guando Sansonneau llegó, no habla en el salón los hombros, dijo;
de la Aurigny m á s q U e cinco ó seis mujeres, quie- —¿Sabes ya la comisión que te he pedido
nes le cogieron de la mano y saltaron á su cuello áti?
con furiosa ternura, llamándole .el gran Sar», di- —¡Pues e<? claro, borrico! Está convenido.
nunutivo cariñoso que Laura había inventado El Y volvió conduciendo á Rozán. Sansonneau es-
con voz aflautada, respoudía: taba más correctamente vestido que el duque, en-
—.Quietas, quietas, gat.tas mías, que vais á guantado con más pulcritud y encorbata ' o con
a p l a s t a r m e el s o m b r e r o ! más ar e. Se estrecharon con negligencia las ma-
Calmadas ya, rodearon la butaca en que se h a - nos y hablaron de las c a r r e r a s de la antevíspera,
- 79 - " A i F U m
fcYtS"
A M e . 1625 MONTERREY, M£X,Cf

en las q u e u n o de s u s amigos había perdido u n L a u r a c o n t a b a en u n a e s q u i n a d e la m e s a loa


caballo. L a u r a e s t a b a impaciente. «monises», q u e ni s i q u i e r a llegó á tocar con s u s
—¡Bu 'no! eso no nos interesa, q u e r i d o mío,— manos R o z á n .
dijo á Rozón;—el g r a n S a r t a n e , el dinero, ¿sabes? Cuando é s t e h u b o firmado y levantó la c a b e z a ,
Es preciso concluir. ya habí m d e s a p a r e c i d o en el bolsillo de la joven;
S a n s o n n e a u pareció r e c o r d a r . pero se a c e r c ó á él y le besó en las mejillas, lo
—¡Ah! sí, es v e r d a d , — d i j o , — t e n g o la c a n t i d a d . cual pareció e n t u s i a s m a r l e . Sansonneau los m i r a -
P e r o ¿qué h u b i e r a usted hecho e i s e g u i r mi con- ba filosóficamente, d o b l a n d o los p a g a r é s y vol-
sejo? ¿Pues no han tenido la osadía osos b r i b o n e s viendo á m e t e r en el bolsillo el p o r t a p l u m a s y el
de exigirme el cincuenta p o r ciento? P e r o á pesar tintero.
d e t o l o he aceptado, p o r q u e usted me h a b í a dicho Todavía estaba la m u j e r a b r a z a d a al cuello d e
q u e n ) le i m p o r t ba n a d a . . . Rozán, c u a n d o Arístides S a c c a r d l e v a n t ó el p o r -
L a u r a d e A u r i g n y , con toda p r e v e n c i ó n , había tier.
c o m p r a d o aquella m a ñ a n a a l g u n o s pliegos de pa- —Muy b i e n . No os molestéis,—dijo r i e n d o .
pel sellado, pero cuando d i j e r o n que se necesitaba El d u q u e se puso colorado y L a u r a e s t r e c h ó la
u n tintero y u n a p l u m a , se quedó m i r a n d o á los mano del negociante, c a m b i a n d o con él u n a señal
dos h o m b r e s con s e m b l a n t e asustado, dudando de inteligencia. La j o v e n parecía m u y c o n t e n t a .
e n c o n t r a r en su casa aquellos objetos. La j o v e n —La cosa ya está hecha,—dijo á S a c c a r d , - es-
quiso ir á la cocina á ver si los había y cuando ya taba usted p r e v e n i d o . ¿No m e q u e r r á Utted un
se disponía á salir, S insonneau sacó de su bolsillo poco?
dos maravillas: un p o r t a p l u m a s de plata que se Arístides se encogió de h o m b r o s con aire de
a l a r g a b a con el a n d l o de un tornillo y un t i n t e r o bondad, y s e p a r a n d o las dos h o j a s del portier,
d e acero y é b a n o , tan fin >, y tan delicado como apartóse p a r a d e j a r paso á L a u r a y al d u q u e , ex-
u n a joya. Al s e n t a r s e Hozan, le dijo el u s u r e r o : clamando con voz chillona de u¡>ier:
— P o n g a usted lo> p a g a r é s á mi n o m b r e . Com- —¡El s e ñ o r d u q u e y la s e ñ o r a duquesa!
p r e n d e r á usted que no he querido c o m p r o m e t e r l e . Aquella o c u r r e n c i a tuvo un éxito e x t - a A r d i n a -
Ya nos a r r e g l a r e m o s n o s o t r o s . . . Seis p a g a r é s d e rio, y al día s i g u i e n t e los periódicos la r e f i r i e r o n -
Veinticinco mil f r a n c o s cada uno, ¿no es eso? n o m b r a n d o con completa c l a r i d a d á L a u r a de Au-
Y se levantó p a r a encender un cigarro en el
tfgny y con las iniciales bastante transparentes á
candelabro que Luisa había dejado encendido so-
los dos hombres.
b r e la mesa; después volviendo á a r r e l l a n a r s e
El rompimiento e n t r e Arí-tides y la gruesa Lau-
muellemente en el fondo del confidente, continuó:
r a hizo más ruido todavía que sus supuestos
— l i e dicho á mi mujer que usted estaba com-
amores.
pletamente a r r u i n a d o ; que usted había jugado á l a
Saccard había dpjado caer el portier y aun se
Bolsa, que había derrochado el dinero con las
oían las risotadas que había producido su chiste
mujeres, que se había metido en malos negocios,
en el salón.
en fin, que estaba, usted á punto de q u e b r a r . . .
—¡Q ió buena muchacha!—dijo volviéndose ha-
Hasta le he dado á entender que no creía á usled
cia Sansonneau.—¡Es más viciosilla! Y usted
muy h o n r a d o . . . Después la expliqué que el nego-
t u n a n t u e l o es, sin duda, quien se aprovecha de
cio de Charonne iba á verse mezclado con la ruina
esto. ¿Q ié le han dado á usted?
de usted, y que para evitar esto, lo mejor sería
Sansonneau negó sonriendo, estirando los puños
aceptar las proposiciones que usted hiciera, es
de la camisa y sentándose en un confidente cerca
decir, comprarle su parte.
de la puerta.
—¡Pero eso es muy gorlo!— m u r m u r ó el agente
—Venga usted aquí, no trato de q u e se confiese
de expropiaciones. - ¿Piensa usted que su m u j e r
conmigo ¡qué demonio! Ahora tenemos que hablar
va á c r e e r en semejantes embrollos?
de negocios más serios. E<ta tarde he tenido una
Saccard sonrió. Se encontraba en un momento
l a r g a conferencia con mi m u j e r . . . Todo está a r r e -
de espansión.
glado.
—¡Qué Cándido es usted, amigo mío! - prosiguió
—¿Consiente en ceder su parte?—preguntó San-
Arístides.—El fondo del cuento i m p o r t a poco; lo
sonneau.
esencial son los detalles, el gesto y el acento.
—Sí, pero n o sin trabajo... ¡Las mujeres son
Llame usted á Rozán, y le apuesto lo que quiera á
más testarudas! F.gúrese usted que la mía había
que le hago c r e e r que es de día, y mi m u j e r no
prometido á una tía suya que no vendería nunca
tiene mucha más cabeza que Rozán... La he deja-
los terrenos; eran escrúpulos invencibles... Pero
do entrever abismos. Ni siquiera sueña en la pró-
para último recurso tenía p r e p a r a d o yo una histo-
xima expropiación. Al ver que no comprendía
ria decisiva.
LA CANALLA.—6 TOMO I I .
como en plena catástrofe podía usted p e n s a r en
echar sobre sí una carga más, le he dicho que sin mujer, calculando que era inútil dejarle v e r sus ne-
duda consislía en que podría servirle á usted de gocios demasiado cerca.
obstáculo su intervención para j u g a r alguna tras- Abrió una cartera, añadiendo:
tada á los acreedores... Por último, la he aconse- —lié aquí los doscientos mil francos en pagarés
jado el negocio, como único medio de no verse firmados por mi m u j e r ; se los dará usted en pa?o
envuelta en procesos interminables y poder sacar y añadirá usted cien mil francos que le llevaré á
algún provecho de sus t e r r e n o s . usted mañana... Esta es una sangría suelta, que-
rido. Este negocio me cuesta un ojo de la
Sansonneau seguía encontrando el cuento algo
cara.
b u r d o . Su sistema no era tan dramático; todas sus
operaciones se enredaban y desenlazaban con la —Pero,—observó el a g e n t e , - e s o no nos h a r á
elegancia de una comedia de salón. más que trescientos mil francos... ¿Acaso el reci-
—Yo hubiera hecho otra cosa,—dijo.—Pero en bo será de esa cantidad?

fin, cada maestrico tiene su librico. No nos que- —¡Un recibo de trescientos mil francos!—dijo
da, por consiguiente, más que pagar. riendo Saccard,—¡estaríamos arreglados! Es pre-
ciso, según nuestros inventos, que la propiedad
—Precisamente e n ese punto es en el que nos
sea tasada en dos millones y medio, y por lo tan-
tenemos que poner de acuerdo. Mañana llevaré la
to, el recibo será de la mitad.
escritura de cesión á mi mujer, y ella no t e n d r á
que h a c e r más que remitir á usted dicho documen- —¿Y querrá firmarlo su m u j e r de usted?
to para recibir la cantidad convenida... Es prefe- —Sí, hombre; ¿no le digo á usted que ya está
todo arreglado? ¡Qué diantre! ¡Le he dicho que
rible evitar toda entrevista.
esta era la primera condición que exigía usted!
En efecto, nunca quiso que Sansonneau fuese á
Usted nos pone el puñ il en el pecho con la quie-
su casa con carácter de intimidad. Jamás le invi-
bra, ¿cómpren l e usted la cosa? Y por esta cir-
taba, y únicamente le acompañaba á su casa los
cunstancia es por lo que he fingido d u d a r de us-
días en que e r a preciso que se viesen, jero
I ted, acusándole de q u e r e r estafar á los acreedo-
aún así, esto no ocurrió más allá de tres ve-
res... ¿Acaso cree usted que mi m u j e r entiende de
ces.
estas cosas?
Casi siempre trataba en representación de su
Sansonneau movía la cabeza, m u r m u r a n d o :
—De todos modos hubiera usted debido buscar Al entrar en el salón, Saccard, quedó s o r p r e n -
otro medio más sencillo. dido y aún algo contrariado al ver á Máximo. El
— P e r o ¡<i esto no lo puede ser m á s ! - d i j o Sac- joven estaba u n t a d o en un confidente, c< rea de
c a r d admirado.—¿Qué encuentra usté i aquí que una señora rubia, que le contaba con monótono
acei.to una larga historia, la s u y a sin duda. Ilabía
sea complicado?
oído en efecto la conversación de su padre y San-
Arísti ' e i no tenía conciencia del increíble nú-
sonneau: los dos le parecían unos grandes pillas-
mero de hilos que añadía al negocio más vu'gar:
tres y enojado aún p o r la traición de Renata, go-
gozaba v e r d a d e r a m e n t e con aquel cuento estrafa-
zaba cobardemente con la idea de que la joven
lario que había referido á Renata, y lo que más le
iba á ser objeto de un robo. Aquello era p a r a él
entusiasmiba é r a l a imprudencia d é l a mentira,
una venganza. Su padre se acercó, con a i r e rece-
la acumulación de dificultades y la asombrosa
loso, pero Máximo, mostrándole á la rubia, le d i -
complicación de la intriga. Ya habría podido te-
jo al oído:
n e r m icho tiempo antes los t e r r e n o s , á no ser por
—No es mala, ¿verdad? Voy á conquistarla p a r a
h a b e r ideido aquel embrollo, pero á no ser así no
esta noche.
h u b i e r a gozado t a u t o . Además había puesto un
Saccard entonces se hizo el pollo galante. Lau-
Cándido empeño en hacer del negocio de Charon-
ra de Aurigny se unió á ella un momento, q u e j á n -
ne t )do un melodrama financiero.
dose de que Máximo apenas si la visitaba u n a vez
Se levantó, cogió del brazo á Sansonneau, y di-
al mes. El joven coutestó que había estado muy
rigiéndose hacia el salón, dijo:
ocupado, lo cual hizo reír á todos, y añadió que
—Me ha entendido usted ¿no es así? Por ahora
en adelante le verían en todas p a r t e s .
limítese usted á s e g u i r mis instrucciones y luego
—He escrito una tragedia—dijo—y hasta ayer
me a p l a u d i r á . . . Querido mío, hace usted m a l e a
no terminé el último acto... Ahora espero descan-
llev ir guantes amarillos... Eso es lo que le echa á
sar en casa de todas las bellezas de P a r í s .
usted á perder. I
Y reía y gozaba con todas s u s alusiones que él
¡Oh! — m u r m u r ó sonriendo el agente —los
solo podía comprender. Entretanto no habían que-
guantes tienen la buena condición, querido maes-
dado en el salón más que Rozán y Sansonneau.
tro, de que con ellos se puede tocar todo sin en-
Padre é hijo se levantaron y entonces la de Au-
suciarse.
rigny habló en voz b a j a al duque, quien pareció
quedar contrariado y sorprendido. neau no aceptó; c e r r ó la p u e r t a él'mismo y dió

—No; de verdad, esta noche no—dijo Laura á orden de a r r e a r al cochero, quedándose en la ace-
media vuz viendo que el duque no se levantaba ra con los otros dos, charlando y sin alejarse.
de la butaca.—Tengo jaqueca. Mañana lo pro- —¡Ah, p -bre Rozán!—exclamó Saccard que lo
meto. comprendió todo.
Sansonneau j u r ó que se equivocaban, que se
Rozán no t u v o más remedio que m a r c h a r s e y
cuando estuvo en la antesala Laura dijo rápida- reía de aquellas cosas y q u e era algo más prác-
m e n t e á Sansonneau: tico. Pero como los otros dos continuaban bro-

—Eh, g r a n Sar. Ya ves que soy m u j e r de pala- meando y el frío e r a m u y intenso, acabó p o r
b r a . . . Embístele en su coche. decir:
—¡Y bien, tanto peor, voy á llamar!... Son uste-
Guando la r u b i a se hubo despedido de aquellos
des muy indiscretos.
señores para subir á su habitación que estaba en
— ¡Buenas noches! — dijo Máximo cuando la
el piso superior, Saccard se quedó asombrado al
puerta se c e r r a b a .
ver que Máximo no la seguía.
Y cogiéndose del b r a z o de su p a d r e , subió con
—Pues, ¿y eso?—le preguntó.
él el bulevar. Ila- ía una de esas claras noches de
—Lo he peusado mejor y he desistido— respon-
helada. Saccard decía que ya tenía t r a b a j o San-
dió el joven.
sonneau, pues con la de Aurigny no se podía ser
Después tuvo una ocurrencia feliz.
más que amigo. De aquí llegó hasta hablar mal da
—Te c e i o ini puesto si quieres. "Decídete, por-
los amores con aquellas muchachas, mostrándose
que todavía no h a b r á cerrado su p u e r t a .
moral y pronuncian lo sentencias y consejos de
El padre se encogió de hombros, diciendo:
asomb-osa prudencia.
— Gracia«; por el momento tengo algo mejor
- Mira—decía á su hijo—eso, como todo, tiene
que todo eso, querido niño.
su época... En ella se pierde la salud y no se goza
Los cuatro hombres b a j a r o n . Ya en la calle, el
la verdadera dicha. Ya sabes que no soy un cursis:
duque quería llevarse á ¡Sansonueau en su coche,
pues bien, estoy harto, me retiro.
puesto q ae su madre vivía en el Alarais y hubiera
Máximo se b u r l a b a ; detuvo á su padre, y con-
dejado al agente á la puerta de su casa. Sansón-
templándole á la clara luz de la luna declaró que
\

tenía «una buena cabeza.» Saccard sepuso todavía cara. . y además es preciso mantener una quinta.
más serio. Después el gasto de la casa es mayor, los trajes,
—Búrlate todo l o q u e quieras. Te repito que no los placeres particulares de la señora, las amigas,
hay nada como el matrimonio para conservar á todo el infierno y su t r e n . '
un h o m b r e y hacerle dichoso. Se encontraba en un momento de extraordina-
Entonces le habló de Luisa y a f b j ó el paso para ria virtud. El éxito de su n gocio de Charonne
t e r m i n a r aquel asunto, ya que de ello hablaban. le producía en el corazón ternezas de idilio.
La cosa estaba completamente a r r e g l a d a : había —Yo,—continuó,—había nacido para vivir feliz
fijado con M. de Mareuil la fecha de la firma del é ignorado en el fondo de alguna aldea, rodeado
contrato para el domingo siguiente al primer jue- de toda mi familia... Nadie conoce mi c a r á c t e r ,
ves de Cuaresma. Aquel día debía celebrarse una hijo mío... Mi aspecto es así, como de bullicioso,
g r a n reunión en el hotel del Parque Monceaux y pues muy al contrario: mi anhelo sería estar
la aprovecharía para anunciar públicamente la siempre al lado de mi mujer; abandonaría todos
boda. Máximo asintió á todo. Se había desemba- mis negocios á cambio de una modesta r e n t a que
razado de Renata y no veía obstáculo ninguno: se me permitiese r e t i r a r m e á Plassans... Tú vas á
entregaba á su padre del mismo modo que antes ser rico, procura hacerte un nido en el que viváis
se había entregado á su m a d r a s t r a . como dos tortolillos. ¡Eso es tan bueno! I r é á v e -
—Convenido,—dijo á Saccard.—Pero no digas ros y gozaré con ello.
nada á Renata. Sus amigas se burlarían de mí; Al fin concluyó por hablar lacrimosamente.
prefiero que lo sepan cuando todos. Entre tanto,'habían llegado á la v e r j a del hotel
Arístides le ofreció no decirlo. Después, y al y continuaban charlando. Sobre aquellas alturas
llegar hacia la altura del bulevard Malesherbes, de París, soplaba el viento más frío. Ni un ruido
le volvió á dar infinidad de excelentes consejos y se escuchaba en la noche pálida y blanqueada
le indicó lo que debía hacer p a r a que su casa fue- por el hielo.
se un paraiso. Máximo, sorprendido de las ternezas de su pa-
— S o b r e t o d o , no r o m p a s nunca con tu m u j e r . dre, hacia un instante que tenía una pregunta en
Esa es la mayor b a r b a r i d a d . Una mujer con quien los labios.
no se está, en relaciones, cuesta un ojo de la —Pero t ú , - d i j o al fin,—me parece que... ^
- sé -
de su padre. Pero todo esto confusamente, con el
-¿Qué?
único y exclusivo deseo de fumar un cigarro en
—¿Con tu mujer...?
su cuarto y reanudar su confunza. Si la encon-
Saccard se encogió de hombro?.
traba de buen humor, contaba hasta anunciarla
—^í, e ; verdad. Yo era un imbécil, y por eso
su matrimonio, para hacerla comprender que sus
te hablo por experiencia... Pero al fin, nos hemos
am>res debían quedar muertos y enterrados.
vuelto á reunir, y esta vez por completo. Pronto
Cu indo hubo abierto la puertecita, cuya llave
hará stis semanas. Guando no me retiro tarde,
aforiunadamente conservaba, concluyó por decir-
por la noche, voy á buscarla á su habitación.
se á sí mismo que después de la confidencia de
Hoy, la pobrecita cordera, tendrá que pasarse
su padre, aquella visita era necesaria y conve-
sin mí, porque voy á trabajar hasta ser de día,
niente.
¡Qué admirablemente formada está! .
En la estufa silbó como la noche anterior, pero
Al ver que Máximo le tendía la mano, le
no tuvo que aguardar. Renata le abrió la puerta
r e t u v o y añadió con voz más baja y tono confi-
del saloncito y echó á andar silenciosamente. La
dencial:
joven acababa de llegar de un baile del Ayunta-
—La cintura es como la de Blanca Muller ¿sa-
mi ¡nto y todavía llevaba el vestido, un traje blan-
bes? pero diez veces más flexible. Y las caderas
co de tul buíloiado, sembrado de lazos de raso.
tienen un contorno y una delicadeza...
Las fildas estaban guarnecidas con un ancho
Y concluyó diciendo al j o v e n , que se mar-
encaje de azabiche blanco, que á la luz de
chaba:
los candelabros tomaba reflejos de azul y rosa.
—Tú eres como yo, tienes corazón; t a mujer
Cuando Máximo, ya arriba, la miró, se conmo-
s e r á feliz... llasta la vista, hijo mío.
vió al ver su palidez y la profunda emoción que
Guando Máximo se hubo desembarazado de su
la embargaba; sin duda Renata no le esperaba,
padre, dió rápidamente la vuelta al parque. Lo
pues se había alterado al verle llegar. Celeste en-
q u e a c a b . b a de oir le sorprendía de tal modo,
tró, volviendo del guardarropas con una camisa
que sentía la irresistible necesidad de ver á Re-
de dormir, y los amantes continuaron guardando
nata. Querit pedirla perdón de su brutalidad,
Si encio, esperando que la camarera se marchase
saber por qué le había mentido, nombrándole á
para hablar. Generalmente no se guardaban de
M. de Saffré y conocer la historia de las ternezas
UN!!f£fíS!Offl-Ttt'W}EVO (.E0.Y
BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
ge levantó, f u é á m i r a r el espacioso lecho gris y
ella, pero en aquella ocasión, les daba cierta ver-
rosa, pero se detuvo en uno de los ramos de la al-
güenza pensar en las cosas que se tenían que
fombra, volviendo la cabeza para no v e r desnudo
decir.
el redondo é incitante seno de la joven. Aquello
Renata se hizo desnudar en el dormitorio, en el
era instintivo; no se consideraba su amante y no
que había un gran fuego. La c a m a r e r a despren lió
tenía derecho á verla. Después sacó un cigarro
los alfileres y fué despojándola de todos los ador-
del bolsillo y lo encendió, usando del permiso que
nos, uno á uno, sin darse mucha prisa. Máximo,
Renata le había dado para fumar en sus habita-
aburrido, cogió maquinalmente la camisa que se
ciones. Por último, Celeste se retiró, dejando á la
encontraba á su lado, sobre una silla, y se puso á
joven junto al fuego, completamente vestida de
calentarla ante la llama, inclinado y con los b r a -
blanco.
zos extendidos. En días más felices tenía la cos-
t u m b r e de hacer aquel servicio á Renata. Ellá se Máximo siguió paseando algunos instantes más,
sintió conmovida. El joven, al ver que Celeste no silencioso y mirando de reojo á R e n a t a , á quien
concluía, preguntó: parecía asaltar un nuevo estremecimiento. Plan-
—¿Te has divertido mucho en ese baile? tándose delante de la chimenea, con el c i g a r r o
—¡Oh! no; ya sabes que todos son iguales. Mu- entre los dientes, le preguntó con brusco acento:
cha gente, una v e r d a l e r a confus-ón. —¿Por q u é no me decías que el que anoche es-
Máximo volvió la c a m b a , que ya eslaba calien- taba contigo era mi padre?
te por un lado. La joven levantó la cabeza, abriendo desmesu-
—¿Qué t r a j e llevaba Adelina?—preguntó. radamen e los ojos y mirándole con suprema an-
—Un vestido malva, bastante mal combinado... gustia: después, una oleada de sangre enrojeció
Ella es pequeña y la ha entrado la r a b i a de los su semblante, y confundida de vergüenza se c u -
volantes. brió el rostro con las mauos, balbuceando:
H a b l a r o n de o t r a s mujeres. Entre tanto Máximo —¿Tú lo sabes? ¿Lo sabes?...
se a b r a s a b a los dedos con la camisa. Se rehizo sin embargo, y trató de mentir.
—Pero la vas á quemar,—dijo Renata con cari- —No es verdad... ¿Quién te lo ha dicho?
ñoso acento. Máximo se encogió de hombros.
Celeste cogió la camisa de manos del joven. Este —¡Pardiez! El mismo, que te e n c u e n t r a liada-
mente f o r m a d a y me ha hablado de tus caderas. y le oía hablar como si soñase; él la repetía, sia
Y dejó escapar un ligero gesto de despecho; dejar su cigarro, que no era razonable, que era
pero prosiguió paseando y diciendo con acento muy natural que tuviese relaciones con su mari-
en .jado y amistoso, e n t r e bocanadas de humo: do y que él realmente no podía incomodarse.
¡Pero eso de decir el nombre de un amante que no
—Verdaderamente no te comprendo. Eres una
se tiene! Y siempre volvía á lo mismo, á aquello
m u j e r singular. Ayer, tú tuviste la culpa de que
yo fuese grosero. Si me h u b i e r a s dicho que e r a que no podía explicarse y que le parecía realmen-
mi padre, me h a b r í a marchado tranquilamente. te monstruoso. Por último, habló de la «loca ima-
Yo no tengo derecho... ¡Pero rae nombraste á ginación» de las mujeres.
M. de Saffré! —Tienes la cabeza t r a s t o r n a d a , querida mía;
Renata sollozaba, tapándose la cara con las ma- es preciso cuidar eso.
nos. Máximo se acercó y se arrodilló a n t e ella, Después la preguntó con curiosidad:
separándola las manos á la fuerza. —¿Por qué me dijiste M. de Saffré y no cual-

—Vamos á ver, dime; ¿por qué me n o m b r a s t e quier otro?


á M de Saffré? —Porque me hace el a m o r .
Entonces, volviendo la cabeza al otro lado, res- Máximo reprimió una impertinencia; iba á de-
pondió en medio de sus lágrimas, en voz baja: cirla que sin duda se había creído más envejecida
—Creí que me abandonarías si sabías que t u al confesar á M de Saftré como amante suyo. No
padre... hizo, sin embargo, más que sonreírse ante la idea
El j jven se levantó, cogió de nuevo su cigarro de aquella grosería, y a r r o j a n d o su cigarro al
que había dejado encima de la chimenea y se con- fuego, se sentó al otro lado de la chimenea. Habló
tentó con m u r m u r a r : Razonablemente de Renata, dándola á entender
—¡Qué original eres! que debían seguir siendo buenos amigos. Las fijas
Renaia ya no lloraba. Las llamas de la chime- miradas de la joven le confundían a l go, y no se
nea y el fu»go de sus mejillas, secaban sus l á g r i - atrevió á hablarla de su matrimonio. Ella le con-
mas. El a s o m b r o de v e r á Máximo tan sereno a n t e templaba detenidamente, con los ojos todavía en-
una revelación que ella creía debía anonadarle, carnados por el llanto, y le encontraba pobre,
la hacía olvidar su vergüenza. Le miraba p a s e a r mezquino y miserable, pero le amaba á pesar de
todo, de igual modo que amaba sus encajes. Ver-
supieras con cuanto cuidado ha velado por mis
d a d e r a m e n t e estaba guapo; al volver la cabeza el
intereses!
r e s p l a n d o r de las butrías le d o r a b a los cabellos y
El joven se volvió hacia la chimenea, contra la
deslizándose por el rostro, entre el ligero vello de
cual se recostó, quedándose allí como c o n t r a r i a -
sus mejillas, le prestaba rubicundeces e n c a n t a -
doras. do, con la cabeza baja y con una sonrisa que poco
á poco iba apareciendo en s u s labios.
—Es preciso que me retire,—había dicho Máxi-
Sí,— m u r m u r ó — m i padre es muy aficionado á
mo varias veces.
velar por los intereses ágenos.
Estaba resuelto á no quedarse y además Renata
El tono de su voz asombró á Renata; le miró, y
no lo hubiera consentido, puesto que ambos pen-
él, como p a r a defenderse, añadió:
s a b a n y decían que ya no eran más que amigos.
—¡Oh! yo no sé n a d a . . . Digo solamente que mi
Y cuando por fin Máximo, apretó la mano de la
padre es un hombre muy hábil.
joven y estaba á punto de abandonar la habita-
—Te equivocas al hablar mal d e él,—prosiguió
ción, ella le detuvo un instante, hablándole de su
ella.—Le juzgas muy mal... Si yo te digese todos
padre, de quien hacía g r a n d e s elogios.
sus apuros, si te repitiese todo lo que me ha con-
—Mira lo que son las cosas; yo sentía remordi-
tado esta tarde, verías como se engañaban los que
mientos. Prefiero que esto haya sucedido... No
creen que tiene dinero...
conoces á tu padre; yo me he sorprendido al verle
Máximo no pudo contener un movimiento de
tan bueno y tan desinteresado. ¡El pobre tiene mu-
hombros é interrumpió á su m a d r a s t r a con tono
chos dolores de cabeza!
irónico.
Máximo se m r a b a las puntas de las botas, sin
—¡Vaya si le conozco, y demasiado bien!... ¡Qué
responder y con aspecto impaciente. Ella in-
sistía. cosas tan buenas debe haberte dicho! Cuéntame-

—Mientras ha estado sin venir á mi cuarto me las, cuéntamelas.

era indiferente. Pero a h o r a . . . cuando lo veo aquí, Aquel tono burlón la hacía daño. R e n a t a repitió

bueno y afectuoso, entregándome un dinero que sus elogios, encontrando á su marido á g r a n altu-

ha necesitado b u s c a r p o r todos los rincones de ra en conocimientos financieros; habló del negocio

París, sin una queja y arruináudose p o r mí... ¡Si de Charonne, de todo aquel embrollo, del que
nada había comprendido, como de una catástrofe
HK C A N A L L A . — 7 TOMO N .
en la que se había revelado la inteligencia y la marido la había prestado u s u r a r i a m e n t e , ni el que
bondad de Saccard, añadiendo que firmaría la es- esperaba robarle con aquellos ridículos cuentos
critura de cesión al día siguiente, y que si aquello propios para hacer dormir á los niños. La joven
era realmente un desastre, lo aceptaba en castigo le escuchaba pálida y con los dientes apretados.
de sus faltas. Máximo la dejó hablar, dirigiéndola De pie. delante de la chimenea, solo bajaba la ca-
burlonas miradas; después dijo á media voz: beza como para mirar la lumbre. Su t r a j e de no-
—¡Eso es! Está bien. che, aquella camisa que Máximo le había calenta-
Y en voz más alta, poniendo la mano sobre el do, se e n t r e a b r í a dejando ver su m a r m ó r e a ó
hombro de Renata: inmóvil blancura.
—Querida mía, te doy las gracias, pero ya —Te cuento todo esto,—dijo el joven,—para
conocía esa historia. ¡Qué buena pasta tienes! que sepas á qué atenerte... Pero h a r á s mal en
Hizo nuevamente ademan de irse; sentía una odiar á mi padre por ello. No es malo. Tiene sus
comezón furiosa por contárselo todo. Le había defectos como todo el mundo... H i s t a m a ñ a n a .
exasperado con sus elogios al marido y olvidaba Renata le detuvo con brusco ademán.
que se había prometido á sí mismo no hablar, p a r a —¡Quédate!—dijo imperiosamente.
evitar todo disgusto. Y cogiéndole, atrayéndole hacia sí, y sentándo-
—¡Qué! ¿Qué quieres decir? le casi sobre sus rodillas, delante del fuego, le
—¡Pardiez! Que mi padre te embauca de la ma- besó en los labios, diciendo:
n e r a más linda del mundo. ¡Me das lástima! ¡Eres —Y bien, sería una estupidez que nos molestá-
demasiado simple! semos por n a d a . . . ¿No sabes que desde ayer, des-
Y cobarde, solapadamente, gozando un placer de que quisiste romper conmigo, tengo la cabeza
secreto en descender á aquellas infamias, contó á lora? Estoy como imbécil. Esta noche, en el baile,
Renata lo que halda oído en casa de Laura, pare- tenía una niebla ante mis oj «s, y es que t i nece-
ciéndole así que se vengaba de alguna vaga inju- sito para vivir. Cuando tu me abandones, me
ria que se le acababa de hacer; su t e m p e r a m e n t o encontraré en el vacío... No te l ías, te digo lo que
afeminado se r e c r e a b a en aquella denuncia, en pienso.
aquel cruel secreto sorprendido d e t r a s de una La joven le m i r a b a con infinita t e r n u r a como si
p u e r t a . Nada ocultó á Renata. Ni el dinero que su hiciese mucho tiempo que no le hubiera visto.
—Tú me has calificado bien; estoy hecha una
simple; tu padre hoy me hubiera hecho ver estre- ninguna necesidad tenía de haber subido á aque-
llas al mediodía. ¿Acaso sabía yo lo que me lla habitación, y mucho menos ir á p r o b a r á la jo-
contaba? En tanto que me refería sus cuentos, yo
ven que su marido la engañaba. Y lo que más r e -
no oía más que un gran r u m o r , y de tal manera
doblaba su cólera contra sí mismo, era lo que no
estaba aturdida que me hubiera puesto de rodillas,
sabía lo que le había impulsado á o b r a r de tal
si hubiese querido, para firmar sus papelotes. ¡Y
modo.
yo que creía que tenía remordimientos!... ¡Ver-
Pero si bien es cierto que d u r a n t e un instante
d a d e r a m e n t e h e sido muy estúpida para llegar
tuvo el pensamiento de ser brutal una vez más y
hasta ese punto!
marcharse, cuando se encontró delante de Renata
Y prorrumpió en carcajadas; fulgores de locura
tuvo miedo y se quedó.
relucían en sus ojos, y continuó estrechando á su
Al día siguiente, cuando Saccard f u é á ver á su
a m a n t e con más fuerza.
mujer p a r a hacerla firmar la escritura, ésta res-
—¿Acaso hacemos mal? Nos amamos y nos di-
pondió tranquilamente que había pensado de otro
vertimos como nos parece. Todo el mundo hace
modo y que no quería firmar.
lo mismo. Mira á tu padre que no se molesta por
No hizo ninguna otra alusión: se había j u r a d o á
nada. Le gusta el dinero y lo coge donde lo e n -
sí misma ser discreta p a r a no proporcionarse dis-
cuentra. Tienes razón: eso me tranquiliza... Por
gustos y gozar, tranquilamente, la renovación de
de pronto no firmaré nada y tú vendrás todas las
sus amores.
noches. He temido que no me quisieras ya por lo
El negocio de Charonne se a r r e g l a r í a como pu-
que te he dicho... Pero si nada te importa... y ade-
diera: su negativa á firmar, no e r a más que una
más no le dejaré e n t r a r .
venganza; lo demás le importaba poco.
Renata se levantó y encendió la lamparilla,
Saccard estuvo á punto de p e r d e r los estribos;
mientras Máximo, desesperado, vacilaba. Veía la
todo su sueño se destruía; sus demás negocios
tontería que había cometido y se reprochaba du-
iban de mal en peor; todos sus r e c u r s o s estaban
ramente el h a b e r charlado demasiado. ¿ Cómo
agotados y sólo se sostenía por un equilibrio mila-
anunciarla ahora su matrimonio?
groso; aquella misma mañana no habia podido pa-
La culpa era suya; verificado el rompimiento,
gar la cuenta del panadero, lo cual no le impedía
p r e p a r a r una fiesta espléndida para el jueves pri-
- IOS -

mero de Cuaresma. Ante la negativa de Renata; Con acento c o m p a s i v o . - i A h , p o b r e hermano mío!


experimento la cólera biliosa del hombre vigoroso ¡Angela no te hubiera hecho traición nunca! ¡Un
que se ve detenido en una obra por el capricho de marido tan bueno, tan generoso! Esas muñecas de
un niño. París no tienen corazón... ¡Y yo que siempre la
Con la escritura de cesión en el bolsillo espe- estoy dando buenos consejos!
r a b a proporcionarse dinero, mientras llegaba la
indemnización.
Después, cuando se serenó un tanto y su inteli-
gencia se despejó, se asombró del brusco cambio
de su m u j e r : seguramente la hablan aconsejado,
' Adivinó que había algún amante': f u é aquel un pre-
sentimiento taii claro, que corrió á casa de su her-
m a n a para interrogaría y p r e g u n t a r l a si Sabía al-
go de la vida secreta de Reuata. Sidonia se mani-
festó muy agria: no podía perdonar á su cuñada
la afrenta que la había hecho pasar, no queriendo
v e r á M. de Saffré; así es que cuando comprendió
por las preguntas de Saccard, que éste sospecha-
ba de la honradez de su m u j e r , exclamó que esta-
ba s e g u r a que tenía un a m a n t e y se ofreció á es-
piar p o r sí misma á los tortolillos. Ya vería aque-
lla presumida como las gastaba ella.
Saccard tenía por costumbre no q u e r e r saber
verdades desagradables, y sólo su interés era lo
que le obligaba á abrir los ojos, que tan pruden-
)
temente tenía cerrados; aceptó el ofrecimiento de
su h e r m a n a .
—Vete tranquilo, lo s a b r é todo,—dijo Sidonia
VI

El p r i m e r jueves de Cuaresma había baile de


trajes e n casa de Saccard. Pero lo e x t r a o r d i n a r i o
era el poema de los «Amores del bello Narciso y
de la Ninfa Eco», en t r e s cuadros, el cual debía
ser representado por las señoras. El autor del
poema, M. Hupel de Noue, desde un mes antes no
hacía o t r a cosa más que ir desde su prefectura al
hotel del P a r q u e Monceaux, con objeto de presen-
ciar los ensayos y dar su opinión Sobre los tra-
jes.
P r i m e r a m e n t e había pensado escribir su o b r a
en verso, pero por último se decidió p o r los cua-
dros al vivo; era más noble, según decía, y se
aproximaba más á la belleza clásica.
Las señoras tampoco dormían. Algunas de ellas
cambiaron t r e s veces de t r a j e . Hubo conferencias
= ios - -

interminables, presididas por el prefecto y se dis-


Los conciliábulos se celebraban en el salón bo-
cut,o extensamente acerca del personaje Narciso.
tón de oro, donde p a s a r o n horas e n t e r a s para
de ser un
h o m b r e ó una mujer quien lo hi-
convenir en la forma de u n a falda, y convocaron
ciese?
á W o r m s muchas veces. Por fin, todo se arregló;
P o r último, á instancias de Renata, se acordó
los trajes se acordaron se aprendieron las postu-
que lo hacía Máximo; pero el único hombre y aun
ras y M. Hupel de la Noue declaró e s t a r satisfe-
la señora L a u w e r e n s decía que no consentiría en
cho. Menos t r a b a j o le había costado la elección á
ello si «Maximito no p r o c u r a b a v e r d a d e r a m e n t e
p a r e c e r una m u c h a c h a , . Renata debía ser Eco. M. deMareuil.
«Los amores del bello Narciso y de la ninfa
La cuestión de los t r a j e s fué mucho más labo-
Eco» debían empezar á las once y ya desde las
riosa. Máximo ayudó bastante al prefecto, quien
diez y media estaba completamente lleno; como
se e n c o n t r a b a en el mayor apuro, e n t r e nueve
después había baile, las mujeres, disfrazadas, ha-
m u j e r e s , cuya loca imag,nación amenazaba com-
bían tomado asiento en las filas de sillones, que
prometer la pureza de lineas de su o b r a . Si las
formaban un medio círculo delante del improvisa-
h u b i e r a hecho caso, su Olimpo h u b i e r a llevado
do teatro, compuesto de un tablado oculto por
polvos: la señora d' Espanet quería á todo trance,
anchas cortinas de terciopelo encarnado, con fran-
vestirse con t r a j e de cola para ocultar sus pies,
jas de oro, suspendidas del techo. Los h o m b r e s ,
que eran algo grandes, mientras q u e la de f l a f n e r
colocados á la espalda, se paseaban. Los tapice-
sonaba con sacar una piel de fiera. M. Hupel déla
ros habían dado el último martillazo á las diez, y
Noue mostróse enérgico y hasta llegó á enfadarse,
el tablado se alzaba en el fondo del salón, ocu-
diciendo que si había renunciado á los versos e r a
p o r escribir un poema «con telas sabiamente com- pando por completo uno de los extremos de aque-
binadas y actitudes escogidas e n t r e las . lla larga galería. Se subí* al escenario por la sala
m á s be

lias«. de fumar, convertida en foyer para los artistas.


Además, en el primer piso tenían aquellas señoras
- ¡ E l conjunto, señoras! repetía á cada nueva á su disposición muchas habitaciones en las que
exigencia.—Olvidáis el conjunto .. Yo no" puedo
un e jército de c a m a r e r a s preparaba los t r a j e s de
aunque quiera, sacrificar mi obra á los volantes
que me piden ustedes. los distintos cuadros.
Eran las once y media y las "cortinas no se des-
-n

la espalda, se metió por e n t r e los cortinajes y des-


corrían, ü n g r a n murmullo se oía en el salón. apareció, mientras las señoras sonreían ante la
Las filas de sillones presentaban la más asombro- singular aparición de aquel caballero.
sa m u c h e d u m b r e de m a r q u e s a s , castellanas, le- El grupo en medio del cual se hallaba Saccard
cheras, españolas, pastoras y sultanas, en tanto se había formado detrás de los sillones y hasta se
que la compacta masa de f r a c s negros semejaban había sacado de la fila un sillón p a r a el barón de
una g r a n mancha obscura al lado del contraste Gourand, cuyas p i e r n a s se h i n c h a b a n . Estaban
que producían las telas claras y los desnudos hom-
allí M. Tontín-Laroche, á quien el Emperador ha-
bros, todos ellos resplandecientes con el brillo de
bía llevado al Senado, M. de Mareuil, cuya se-
p e d r e r í a . Solo las m u j e r e s estaban disfrazadas.
gunda elección había sido a p r o b a d a por la Cáma-
Hacía ya calor y l a s tres l á m p a r a s encendían el
ra, M. Michelín, condecorado la víspera y un po-
t o r r e n t e de oro del salón.
co más allá los señores Mignon y Charier, el uno
P o r fin, M. Hupel de la Noue salió, por una con un g r a n diamante en la corbata y el otro con
a b e r t u r a practicada á la izquierda del escenario, otro mayor e n el meñique. Saccard se separó de
donde estaba ayudando á las señoras desde las e l l o s u n momento p a r a h a b l a r dos palabras con
ocho. Su f r a c tenía sobre la manga izquierda t r e s su h e r m a n a , que acababa de llegar y estaba sen-
dedos señalados d e blanco, una manecita de mu- tada entre Luisa de Mareuil y la señora de Miche-
j e r que se había posado allí después de h a b e r lín. Sidonia iba de maga; Luisa llevaba con aire
estado metida en una caja de polvos. P e r o el picaresco un disfraz de paje quela daba el aspecto
prefecto entonces no se cuidaba de las miserias de un píllete y la pequeña Miuhelín, de almea,
de su traje; tenía los ojos encendidos, el r o s t r o sonreía a m a r g a m e n t e bajo sus velos bordados de
hinchado y algo descolorido. Parecía no ver á hilillo de oro.
nadie, y adelantándose hacia Saccard, á quien - ¿ S a b e s a l g o ? - p r e g u n t ó Saccard en voz b a j a
reconoció en medio de un grupo de hombres g r a -
á su h e r m a n a .
ves, le dijo á media voz: —No, todavía n a d a - r e s p o n d i ó . — P e r o el ga-
—¡Voto al chápiro! Su mujer de usted ha per- lán debe estar aquí. Yo los pillaré esta noche,
dido el cinturón de follaje... ¡Estamos arreglados! descuida.
J u r a b a y hubiera pegado á cualquiera; después, —Avísame en seguida.
sin e s p e r a r respuesta, sin m i r a r á nadie, volvió
Y Saccard, volviéndose á derecha é izquierda, b a b a de q u e b r a r escandalosamente. Accionistas
c u m p l i m e n t ó á Luisa y á la señora Micheliu, com- demasiado curiosos quisieron saber en qué pun-
parando á la una con una hurí de Mahoma y á la tos del Mediterráneo estaban establecidas las es-
otra con un f a v o n i o de Enrique III. Su acento taciones comerciales, y una información judicial
provenzal parecía que obligaba á cantar de gozo demostró que los puertos de Marruecos no exis-
á todo su cuerpo flaco y estridente. Cuando vol- tían m i s que en los plar.os de los ingen.eros,
vió á a c e r c a r s e al g r u p o de los hombres graves, m a g n í f i c o s planos colgados en las paredes de las
M. de Mareuil le llevó aparte y le habló del casa- oficinas de la Sociedad: desde aquel momento,
miento de los jóvenes. Nada había cambiado: el M. de Tontin Laroche gritó más fuerte que los
domingo próximo se firmaría el contrato. accionistas, indignándose y queriendo que se le
Perfectamente, dijo Saccard.—Tengo la idea devolviese su nombre puro de toda mancha. Y
de anunciar el casamiento esta noche: si en ello tanto ruido hizo, que el Gobierno, para rehabih-
no tiene usted inconveniente... Espero para eso tar á aquel hombre sutil, le nombró s e n a d o r .
á mi hermano el ministro que me ha prometido Así fué como pescó la silla ambicionad* en un
venir.
negocio que debió terminar para él ante los Tri-
El nuevo diputado no cabía en sí de gozo bunales.
Mientras tanto, M. Tontin-Laroche alzaba la voz —Es usted demasiado bueno al ocuparse de
como presa de la indignación más viva.
eso,-dijo Saccard.-En cambio puede usted
- S í , s e ñ o r e s , - d e c í a á Michelín y á los dos
enorgullecerse de su g r a n d e obra, el «Crédito
contratistas que se habían a c e r c a d o , - t u v e la
Vitícola., esa casa que ha salido t r i u n f a n t e de to-
debilidad de d e j a r que mezclasen mi nombre en
negocio semejante. das las crisis.
—Así e s , - m u r m u r ó M a r e u i l , - e s a responde
Y al ver que Saccard y Mareuil se acercaban:
á todo.
- E s t a b a contando á estos señores el triste ne- El «Crédito Vitícola», en efecto, acababa de
gocio de la «Sociedad general de los puertos de
atravesar tremendas crisis, cuidadosamente disi-
Marruecos», que usted ya conoce, amigo Sac-
muladas. Un ministro blando p a r a con aquella
card.
institución financiera, que tenía puesto un cordel
Este no se alteró. La Sociedad en cuestión aca- al cuello del Ayuntamiento, había ideado una

UNIVERSIDAD « ¡VüEVG
BIBLIGTf O {1 N!V ? -TARIA
"ALFONSO HtVcS"
alza de la cual se había aprovechado maravillosa-
La audacia de aquella b r o m a asombró por un
mente M. Tontin-Laroche. Nada halagaba tanto á
momento á M. Hupel de la Noue, pero reponién-
éste como los elogios que se hacían de la prospe-
dose después y saboreando más la f r a s e á medida
ridad del «Crédito Vitícola», y r e g u l a r m e n t e pro-
que la profundizaba, m u r m u r ó con semblante de
c u r a b a provocarlos. Así es que dio las gracias
entusiasmo:
con una mirada á M. de Mareuil, é inclinándose
—¡Ah, encantadora, encantadora!
h*cia el barón de Gourand, en el sillón del cual
Dejó caer la cortina y fué á r e u n i r s e con los
se apoyaba familiarmente, le preguntó:
hombres graves, queriendo gozar de su o b r a . Ya
- ¿ S e siente usted bien? ¿No tiene demasiado
no era el hombre aturdido que corría tras el cin-
calor?
turón de follaje de la ninfa Eco. Estaba r a d i a n t e ,
El b a r ó n lanzó un ligero gruñido.
sofocado y se limpiaba majestuosamente el s u d o r
- V a decayendo de día en d í a , - m u r m u r ó de la frente. Todavía tenía la señal blanca s o b r e
M. Tontin, dirigiéndose á los demás.
la manga de su frac, y por añadidura el g u a n t e de
La reunión empezaba á impacientarse, pues e r a n la mano derecha estaba manchado de encarnado
cerca de las doce.
en el extremo del pulgar; sin duda h a b r í a metido
Por fin, M. Hupel de la Noue, volvió á presen-
el dedo en algún t a r r o de colorete. Sonreía y ju-
tarse. Ya había sacado un h o m b r o por la estrecha
gando con el pañuelo balbuceaba:
a b e r t u r a , cuando vió á la señora de Espanet que
—¡Es encantadora, s o r p r e n d e n t e , maravillosa!
subía al escenario; e r a la única que faltaba. El
—¿Quién?—preguntó Saccard.
prefecto se volvió de espaldas i los espectadores.
Y se le pudo ver hablando coa la m a r q u e s a , á —La marquesa. Figúrese usted que acaba de
qmen las cortinas ocultaban. Ahogaba su voz, decirme...
y decía saludando con la punta da los dedos: Y contó la ocurrencia; todos aquellos señores
la repitieron, encontrándola deliciosa, y hasta el
- R e c i b a usted mi e n h o r a b u e n a , marquesa.
¡Qué t r a j e más precioso! digno señor Ilaffner, que se había acercado, no
pudo menos de aplaudir. Mientras tanto, el piano,
- P u e s debajo llevo otro más b o n i t o , - c o n t e s t ó
que pocas persouas habían visto, empezó á tocar
ella, riéndosele en las b a r b a s al ver la figura que
hacía metido entre las cortinas. . un vals, reinando un profundo silencio. El vals
tenia giros caprichosos é interminables y uua fra-
T 0 M 0
L A C A N A L L A . — 8
r

se muy dulce, brotando del teclado, se perdía en


Siriope, desprecia el amor de la ninfa Eco... Eco
un trino de Ruiseñor; después voces más s o r d a s
formaba parte del séquito de Juno, á quien e n t r e -
la repelían lentamente. Era una música voluptuo-
tenía con sus discursos, mientras Júpiter recorría
sa. Las, señoras, con la cabeza algo inclinada, son-
el mundo... Eco, hija del Aire y de la T i e r r a como
r e í a n . En cambio, M. Hnpel de la Noue pprdió
ustedes saben...
bruscamente su alegría. Miraba ansiosamente las
Y continuaba engolfándose así ante la poesía de
cortinas, diciéndose en su i n ' e r i o r que hubiera
la fábula. Después, con tono más íntimo, prosi-
debido colocar á la señora d' Espanet, como á las
demás. guió:
—He creí lo poder d a r rienda suelta á mi imagi-
Por fin, se descorrieron las cortinas y el piano
nación... La ninfa E;o cond ce al bello Narciso á
continuó el sensual vals. En el salón se dejó oir
una gruta marina de Venus para que la diosa in-
un murmullo; las señoras se inclinaban, los hom-
flame sus íuegos. Pero la diosa es impotente y el
b r e s alargaban el pescuezo, mientras que la ad-
joven demuestra con su actitud que no se siente
miración se traducía allá por una palabra dicha
conmovido.
en alta voz, y aquí por un suspiro involuntario ó
La explicación no era inútil, pues pocos espec-
por una risa sofocada.
tadores en el salón comprendían el sentido exacto
M. Ilupel de la Noue, sonreía plácidamente ante
de los grupos. Cuando el prefecto hubo nombrado
el éxito del poema. No pudo resistir á la tentación
á media voz á los personajes, la admiración toda-
de repetir á las personas que le rodeaban lo que
vía fué mayor. Mignon y Charrier continuaban
hacía un mes no cesaba de decir:
abriendo mucho los ojos: no habían entendido una
—Tuve intención de hacerlo en verso... P e r o
palabra.
así h i y rrnyor nobleza de lineas... ¿verdad?
Sobre la escena, entre las cortinas, se alzaba
Después, mientras el vals iba y venia en conti-
una g r u t a . La decoración estaba hecha con un
nuo balanceo, explicó el asunto. Mignon y Cha-
lienzo tendido á grandes pliegues cortados, imi-
r r i e r se habían aproximado y le escuchaban con
tando las fragosidades y las asperezas de las ro-
atención.
cas, y sobre la que se habían p i n i a d ) mariscos,
—Ustedes conocen el asunto ¿verdad? El h e r -
pescados y grandes plantas marinas. El tablado,
moso Narciso, hijo del río Cephiso y de la ninfa
accidentado, subien lo en forma de colina, estaba
eromática de los trajes desde el blanco nieve del
cubierto de la misma tela, en la que el decorado* manto de Venus al rojo obscuro de la túnica de la
había imitado una a r e n a fina, esmaltada de perlas Voluptuosidad, e r a suave, de un tinte general son-
y p a j a s de plata. rosado y un tono de carne. Y bajo el rayo de luz
Aquello e r a el recinto de la diosa. Sobre la eléctrica, ingeniosamente dirigido s o b r e la escena
cima del cerro estaba Venus, la señora Sauwe- á través de una de las v e n t a n a s del j a r d í n , la
rens; aunque un poco g r u e s a , llevaba la rosada gasa, los encajes, todas las telas ligeras y trans-
malla con la dignidad de una duquesa del.Olimpo; parentes se confundían de tal modo con .los hom-
había comprendido su papel de reina del a m o r . bres y las túnicas, que las sonrosadas blancuras
Detrás de ella, no enseñando más que su malicio» aparecían vivas, y no se sabía si aquellas señoras
sa cara, sus alas y su c a r c a j , la señora Darte habían llevado la verdad plástica hasta el extre-
prestaba su sonrisa al cariñoso Cupido; á un lado mo de ponerse completamente desnudas. Aquello
dol corrillo, las tres Gracias, señoras Guende, no era más que la apoteosis; el d r a m a empeza-
Teissiere y Meiuhold, vestidas de muselina, son- ba en el siguiente cuadro. A la izquierda la ninfa
riendo y enlazadas como en el grupo de P r a d i e r , Eco, Renata, tendía sus brazos hacia la g r a n dio-
mientras al lado opuesto la marquesa d ' Espanet sa, con la cabeza medio vuelta al lado en que se
y la señora de Haffner, envueltas en una ola de encontraba Narciso, suplicante, como invitándole
encajes, en brazos una de la otra y los cabellos á mirar á Venus, cuya sola vista enciende terri-
mezclados, ofrecían un espectáculo atrevido en el bles fuegos; pero Narciso, á la derecha, hacía ges-
cuadro, un r e c u e r d o de Lesbos, que M. Hupel de tos de resistencia, se cubría los ojos con las ma-
la Noue explicaba en voz b a j a solamente á los nos y d e m o s t r a b a una indiferencia glacial. Los
hombres, diciendo que con aquello había querido t r a j e s de aquellos dos personajes s o b r e todo ha-
e x p r e s a r el poder de Venus. Debajo del monteci- blan costado á M. Hupel una t o r t u r a extraordi-
11o, la condesa Vauska r e p r e s e n t a b a á la Volup- naria.
tuosidad, extendida, r e t o r c i d a como en un último
Narciso, de semidiós vagabundo de las selvas,
espasmo, con los ojos entreabiertos y moribundos,
vestía un t r a j e ideal de cazador, de color verdoso;
como cansada, muy m o r e n a , había desatado su
chaquetilla corta y ajustada, y r a m a s de encina e n
negra cabellera, y á través de su túnica dejaba
sus cabellos. La vestidura de la ninfa Eco era por
yer por algunos sitios su ardiente cutis. La escala
sí sola toda una alegoría; había en ella grandes
guidecían en sus sillas y los hombres se hablaban
árboles y grandes montes, lugares resonantes en
al oído sonriendo. Aquello e r a un cuchicheo de
los que los acentos de la tierra y del aire se re-
alcoba, un de-^eo voluptuoso apenas formulado por
p tían; era roca por el raso blanco de la falda,
un estremecimiento de los labios; y en las mudas
bosque i.or el follaje de la cintura, cielo puro por
miradas que se encontraban en medio de aquel
la nube de g . s a a z u l del corpiñ ). Y los g r u p o s
entusiasmo de buen tono, se notaba el brutal atre-
conservaban una inmovilidad de estatuas; | a nota
vimiento de amores ofrecidos y aceptados con una
carnal del Olimpo vibraba e n t r e el resplandor del
sola ojeada.
r a y o eléctrico, en tanto que el piano continuaba
No se hablaba más que de las perfecciones de
su quej i de amor, cortada por suspiros profundos.
aquellas s e ñ o r a s ; sus t r a j e s adquirían tanta im-
Fué opinión general que Máximo estaba ad-
poriancia como sus hombros. Cuando Mignon y
mirablemente formado: en su actitud de resis-
Charrier quisieron p r e g u n t a r á M. Ilupel de la
tencia desarrollaba su cadera izquierda que
Noue, se quedaron sorprendidos al no verle á su
llamó mucho la atención; pero los m a y o r e s elo-
lado; se había ya sumergido en el escenario.
gios fueron dirigidos á la expresión del rostro
—Decía á usted, hermosa mía,—dijo Sidonia
de Renata. Según la frase de M. Ilupel de la Noue,
reanudando una conversación i n t e r r u m p i d a por
la joven era «el dolor del deseo no cumplido»!
el primer cuadro,—que lie recibido una carta de
Lanzaba agudas sonrisas, que procuraba hacer
Londres, ya sabe usted, relerei.le ai negocio de
humildes, y acechaba su presa con súplicas de
los tres lili! millones... la persona á q u u u encar-
loba hambrienta que sólo á medias oculta sus
gué las gestiones me escribe diciéndouie que cree
dientes. El primer cuad.o salió bien, salvo aquella
haber encontrado el recibo del b a n q u e r o . Sin
l o c a d o Adelina que no podía estar quieta y sentía
duda h a b r á pagado ya I n g l a t e r r a . . . Estoy mala
unos irresistibles deseos de reír. Después se co-
desde esta mañana.
r r i e r o n las cortinas y el piano calló.
En efecto, estaba más amarilla que de costum-
Los espectadores aplaudieron discretamente y
bre. Aunque la señora Michelin no la escuchaba,
las conversaciones se r e a n u d a r o n . Un gran am-
continuó diciendo eu voz b a j a que Inglaterra no
biente amoroso do contenido deseo, procedente
podía h a b e r pagado nada, y que decididamente
del escenario, invadía el salón; las mujeres lan-
tendría que ir ulla misma á Londres.
—Es mny bonito el traje de Narciso ¿verdad?— M. Haffner dijo que había sido nombrado presi-
preguntó Luisa á la señora Michelin. dente de un jurado encargado de a r r e g l a r la cues-
Esta sonrió mirando al b a r ó n de Gourand, que tión de las indemnizaciones; en su consecuencia
parecía completamente rejuvenecido en su sillón. la conversación versó sobre los t r a b a j o s de Paris,
Al ver Sidonia la dirección de sus miradas, se in- sobre el bulevar del Príncipe Eugenio, del que se
clinó, y cuchicheó á su oído para que la joven no empezaba á hablar seriamente en público. Saccard
lo oyese. aprovechó la ocasión, refiriéndose á una persona
—¿Es cierto que se ha embargado á sí mismo? á quien conocía, de un propietario á quien indu-
—Sí,—respondió la joven, languideciendo y re- dablemente iban á expropiar; y miraba de frente
presentando admirablemente su papel de almea. á aquellos señores. El b a r ó n movía suavemente la
—Yo he escogido la casa de Souveciennes, y he cabeza; M. Tontin-Laroche llevó las cosas hasta
recibido los títulos de propiedad p o r conducto de declarar que nada había más desagradable que
un agente de negocios... Pero hemos roto, ya no ser expropiado; M. Michedn a p r o b a b a y torcía los
le veo. ojos más p a r a contemplar su condecoración.
Luisa tenía una delicadeza particular de oído —Las indemnizaciones nunca serán bastante
para oír lo que se la q i e r í a ocultar. Miró al b a r ó n g r a n d e s - d e d u j o directamente M. de Marenil que
de Gourand con su atrevimiento de paje, y dijo quería hacerse agradable á Saccard.
tranquilamente á la señora Michelin: Se habían comprendido; pero Mignón y Gharrier
—¿Verdad que el b a r ó n es hermoso? anteponían á todos sus negocios. Pensaban re-
Después añadió riendo á carcajadas: t i r a r s e muy pronto á Saugres, según decían, pero
—Debieran haberle confiado el papel de Narci- teniendo siempre u n pie en París. Hicieron son-
so. Estaría delicioso con el t r a j e verde manzana. reir á aquellos señores, cuando contaron que, des-
La vista de Venus, de aquel voluptuoso rincón pués de haber t e r m i n a d o la construcción de su
del Olimpo, había, en efecto, reanimado al viejo magnifico hotel del bulevar Malesherbes, lo ha-
senador, cuyos ojos parecían encantados, volvién- bían encontrado tan hermoso, que no habían po-
dose á medias para felicitar á Saccard. Entre el dido resistir á la tentación de venderle. Sus bri-
barullo del salón, el grupo de hombres graves liantes eran, sin duda, un consuelo que se habían
continuaba hablando de política y de negocios. proporcionado. Saccard se rió de mala gana; su»
antiguos asociados acababan de realizar inmensos daban principio á un canto, en el que por momen-
beneficios en un negocio en el que é¡ había hecho tos sonaban estallidos metálicos. Al finalizar cada
el papel de torito. Y como el entreacto se prolon- frase, una voz m i s alta la recogía, acentuando la
gaba, cortaban la conversación de los hombres cadencia. Aquello era brutal y alegre.
graves los elogios S'.bre la garganta de Venus y — U f e l e s j «z^arán,—murmó M. Ilupel de la
el traje de la ninfa Eco. N o u e - q u i z á s hatTé exagerado algo la licencia
Al cabo de media hora larga reapareció M. Ilu- poética; pero creo que la audacia me ha salido
pel de la Noue, Caminaba en medio de un éxito bien... La ninfa Eco, viendo que la diosa Venus es
completo y el desorden de su t r a j e iba en aumen- impotente con el hermoso Narciso, la conduce á
to. Procurando llegar á su sitio, encontró á M. de casa de Plutón, dios de las riquezas y de los meta-
Mussy, le apretó 1a mano al paso y después volvió les preciosos... Después de la tentación de la car-
pies atrás para preguntarle: ne, la tentación del oro.
—¿No conoce usted la frase que se le ha ocurri- —Eso es lo clásico—respondió M. Tontin La-
do á ia marquesa? roche con sonrisa c a r i ñ o s a . - U s t e d conoce la épo-
Y se la repitió sin esperar r e s p u e s t a Cada vez ca, señor prefecto.
se iba penetrando más de ella, comentándola y en- Descorriéronse las cortinas y el piano sonó más
contrándola por último exquisitamente Cándida. fuerte. El efecto era deslumbrador; la luz eléctri-
Pero M. de Mussy no opinó del mismo modo y ca se derramaba sobre un explendor resplande-
encontró la frase indecente. Acababa de ser a g r e - ciente, en el que los espectadores al pronto no
gado á la emb jada inglesa y había oí lo decir al veían más que una inmensa brasa, en la cual pa-
embajador que era de rigor observar severos mo- r e c í a n fundirse lingotes de oro y piedras precio-
dales. Se negó á dirigir los cotillones; enveje ía y sas. Veíase una nueva gruta; pero no era la fresca
no hablaba ya de su ¡.m^r á Renata, á quien salu- morada de Venus, bañada por las olas que mueren
daba gravemente cuando la encontraba. sobre menuda arena sembrada de perlas; debía,
M. Ilupel de la Noue iba á engrosar el grupo por el contrario, encontrarse en el centro de la
formado deírás del sillón del barón, cuando el tierra, en una capa ardiente y profunda, entrada
piano entonó una marcha triunfal. Majestuosos del infierno antiguo; fondo de una mina de meta-
acordes en los que jugaban muchas tec as á la vez, les en fusión habitada por Plutón. La tela, imitan-
universiqa9 o í fjotvo l e o *
BIBLIOTECA UNIVERSITARIA
do la roca, mostraba anchos filones metálicos; co-
semejaba un pólipo encantador y monstruoso,
ladas que eran como las venas del antiguo mun-
do, a c a r r e a n d o las incalculables riquezas y la que enseñaba carnes de mujer entre el sonrosado
eterna vida del suelo. En la tierra, por un anacro- nácar.
nismo atrevido de M. Hupel de la Noue, había un Aquellas m u j e r e s llevaban collares, brazaletes,
montón de monedas de veinte francos; luises ex- aderezos completos hechos con la piedra preciosa
tendidos y amontonados, un hormigueo de mone- que cada una r e p r e s e n t a b a , llamando especial-
das de oro, sobre el cual se hallaba sentada la se- mente la atención las originales joyas de las seno-
ñ o r a de Guende, r e p r e s e n t a n d o al dios del infier- ras de Espanet y Haffner, compuestas sólo de pe-
no; Plutón m u j e r , Plutón enseñando la g a r g a n t a queñas m o n e d i t a s d e o r o y plata completamente
p o r entre las g r a n d e s hojas de su vestidura, com- nuevas.
puesta de todos los metales. En aquel primer cuadro del poema, el d r a m a

Alrededor del dios, unas de pie, medio tendidas continuaba siendo el mismo; la ninfa Eco t e n t a b a
otras, unidas ó floreciendo separadamente, y re- al bello Narciso, quien aun resistía con el propio
presentando todas las florescencias mágicas de gest i; y la vista de los espectadores se acostum-
aquella g r u t a , en la que los califas de Las Mil y bró con cierto arrobamiento á la contemplación
una noches parecían h a b e r vaciado sus tesoros, de aquella anchurosa caverna, abierta en las infla-
se agrupaban la señora Haffner que hacía de Oro, madas e n t r a ñ a s de la tierra, á aquel montón de
con una falda rígida y resplandeciente cual la de oro s o b r e el cual se revolcaba la riqueza de un
un obispo; l a d ' E s p a n e t , de Plata, reluciente como mundo.
un r a y o de luna; la de Lauwerens, vestida de a r - El segundo cuadro alcanzó mayor éxito que el
diente azul, representaba el Záfiro, teniendo á su p r i m e r o , pareciendo á todos e x t r a o r d i n a r i a m e n t e
lado á la pequeña señora Darte, de Turquesa ri- ingeniosa la idea; el atrevimiento de las monedas
sueña, suavemente azulada; después seguían, de de veinte francos, aquel c h o r r o de caja de hierro
Esmeralda, la Meniholti y de Topacio la Teissiere; m o d e r n a , colocado en un p a r a j e de mitología grie-
más abajo la condesa Nauska daba su sombrío ar- ga, sedujo la imaginación de las señoras y de los
d o r al Coral, extendida, con los brazos levanta- hacendistas que allí estaban.
dos, llenos de encendidos colgantes, con los que La< palabras: «¡qué de monedas! ¡qué de dine-
ro!» ae oían por todas partes, acompañadas de
sonrisas y de una sensación de placer, y segura- bía llegado el ministro, acompañado de su secre-
mente cada uno de aquellos señores y de aquellas tario, presentándose en la puerta del salón; Sac-
s e ñ o r a s soñaba en ofrecer ó aceptar aquellas ri- card que acechaba con impaciencia la llegada de
quezas á cambio de un amor. su hermano, quiso precipitarse á su encuentro.
—Inglaterra h i pagado; esos son los millones Pero el ministro, con un gesto, le rogó que no se
de usted,—murmuró maliciosamente Luisa al oído moviese, y se acercó, lentamente, al grupo de los
1
de Sidonia. hombres graves.
La señora Michelin, embelesada y con la boca Cuando se corrieron las cortinas y le vieron,
entreabierta por el deseo, a p a r t a b a su velo de al- circuló por el salón un prolongado cuchicheo, y
mea y acariciaba el oro con m i r a d a reluciente, las cabezas se volvieron hacia él; el ministro equi-
mient-as el grupo de hombres g r a v e s se quedaba libraba el éxito de los «Amores del bello Narciso
estupefacto. y de la ninfa Eco».
M. Tontia-Laroche, completamente deslumhra- —Es usted todo un poeta, señor prefecto,—dijo
do, m u r m u r ó algunas palabras al oido del barón, sonriendo á M. Ilupel de laNoue.—¿No publicó us-
cuyo r o s t r o se llenaba de amarillentas m a n c h a s , ted en otro tiempo un libro de versos titulado, se-
y Mignon y Charrier, manos discretos, dijeron gún creo, «Los Volubilis»?... Yo creo que los t r a -
con r u d a sencillez: bajos administrativos no ban logrado agotar su
—¡Demonio! Ahí hay bastante p a r a d e r r i b a r á inspiración.
París y volverlo á edificar. El prefecto sintió en aquel cumplido el aguijón
La frase pareció profunda á S i c c a r d , quien em- de un epigrama; la repentina aparición de su jefe
pezaba á creer que Mignon y Charrier se b u r l a b a n le descompuso, tanto más cuanto que, al exami-
de la gente haciéndose los tontos. nar de una ojeada para ver si su porte era correc-
Cuando se corrieron las cortinas y el piano ter- to, notó sobre la manga de su f r a c , que no se
minó la marcha triunfal con un g r a n ruido de no- atrevió á sacudir.
tas l . n z a d a s unas sobre otras, como las últ.mas —Verdaderamente,— prosiguió el ministro, di-
paletadas de escudos, los aplausos entallaron en el rigiéndose á M. Tontin Laroehe, al baróu de Gou-
salón. rand y á los demás personajes que se encontra-
Entre tanto, estando á la mitad de! c u ^ ' r o , ha- ban allí,—lodo ese oro forma un espectáculo ma-
ravilloso... Haríamos g r a n d e s cosas si M. Hupel Cuando, por fin, se trató del casamiento, se ma-
de la Noue nos fabrícase moneda. nifestó encantador y dió á entender q u e tenía ya
Aquello, en lenguaje ministerial, era lo mismo preparado su regalo de boda; se refería al nom-
que habían dicho Mignon y C h a r r i e r . bramiento de Miximo, como auditor en el Consejo
Entonces M. Tontin Laroche y los demás, hicie- de Estado. Llegó hasta repetir por doscientas v e -
r o n un papel de cortesanos, apoyándose en la úl- ces á su hermano:
tima frase dsl ministro: el Imperio ya había he- —Dile á tu hijo que s e r é testigo.
cho maravillas y no era oro lo que faltaba, pues M. de Mareuil se puso encarnado de satisfac-
gracias á la p r o f u n d a experiencia del poder, nun- ción, y todos felicitaron á Saccard, ofreciéndose
ca Francia había ocupado posición tan brillante M. Tontin-Laroche como segundo testigo. Des-
ante Europa, concluyendo aquellos señores por pués, y de un modo brusco, se habló del divorcio;
humillarse tanto, que el mismo ministro cambió un miembro"de la opimón acababa de demostrar
de conversación. «el triste valor», según M. Haffner, de defender

Los escuchaba con la cabeza erguida y los plie- aquella vergüenza social.

gues de los labios algo levantados lo cual daba á Todos se espantaron y su pudor Ies inspiró fra-r

su grueso y blanco r o s t r o , cuidadosamente afeita- ses profundas, M. Michelín sonreía delicadamente


al ministro, al propio tiempo que Mignón y Cha-
do, cierta expresión de duda y de risueño des-
rrier notaban con asombro que el cuello de su
dén.
frac estaba bastante usado.
Saccard, que quería p r e p a r a r el anuncio del ca-
Mientras tanto, M. Hupel de la Noue se bailaba
samiento de Máximo y Luisa, p r o c u r a b a encontrar
aturdido, apoyándose en el sillón del barón Gou-
una transición hábil, aparentaba gran familiari-
rand, quien se había contentado con cambiar un
dad, y su hermano se hacia el bonachón, consin-
apretón de manos con el ministro. El poeta no se
tiendo hacerle el favor de fingir que le quería
atrevía á dejar aquel sitio sin sentimiento indefi-
mucho.
nible, el temor de parecer ridiculo, el miedo de
E r a realmente superior, con su clara mirada,
perder la gracia de su jefe, le retenía, á pesar del
su visible desprecio hacía las pillerías mezquinas
inmenso deseo que sentía de ir á colocar aquellas
y sus anchos hombros que Con un solo movimien-
señoras en escena para el próximo cuadro. Espe-
to hubieran d e r r i b a d o á toda aquella gente,
Í.A C A N A L L A . - « TOMO JL.
r a b a una frase feliz que le rehabilitase en el favor
del ministro, pero no se le ocurría nada. Cada M. Hupel de la Noue, que ya había casi desapa-
vez se sentía más contrariado; así es, que cuando recido, volvió á e n t r a r en el salón al oír el ligero
ruido de las anillas. Estaba pálido, desesperado,
distinguió á M. de Saffré, se pegó á él como á
y tenía que hacer violentos esfuerzos p a r a no
una tabla de salvación. El joven acababa de en-
apostrofar á aquellas señoras. ¡Ellas solas se ha-
t r a r , e r a una víctima fresca.
bían colocado! La pequeña Espanet era, sin duda,
—¿No conoce usted la f r a s e de la marquesa?—
la que debió haber fraguado aquel complot de
le p r e g u n t ó el prefecto.
acelerar el cambio de los t r a j e s y prescindir de
P e r o tan aturdido estaba que no sabía presentar
él. ¡Aquello era ignominioso'
la cosa de un modo gracioso.
—Le he dicho; «Tiene usted un t r a j e encanta- Se volvió mascullando sordas palabras, y mi-
dor», y me ha contestado:... raba al escenario encogiéndose de hombros y
murmurando:
—«Tengo otro más bonito debajo»,—añadió
tranquilamente M. de Saffré.—Eso es muy anti- —La ninfa Eco está demasiado á la orilla... y
guo, amigo mío, muy antiguo. esa pierna del bello Narciso no tiene nobleza al-
guna.
M. Hupel de la Noue le m i r a b a consternado.
La f r a s e e r a antigua, ¡y él que iba á profundizar Mignón y Charrier, que se habían acercado
todavía su comentario acerca de la candidez de para oír la explicación, se atrevieron á pregun-
tarle qué hacía aquella joven pareja tendida en
aquel grito del corazón!
el suelo. Pero no respondió; se negó á explicar
—Antiguo, tan antiguo como el mundo,—repe-
más su poema, y ante la insistencia de los contra-
tía el secretario.— La señora de Espanet ha dicho
tistas, dijo:
ya eso mismo dos veces en las Tullerías.
Aquel fué el último golpe: el prefecto prescin- --¡Eh! No tengo nada que ver con eso desde
el momento en que esas señoras se han colocado
dió del ministro y del salón entero, y se dirigía
sin mí.
ya hacia el escenario, cuando el piano preludió
con acento entristecido y con temblorosas notas El piano sollozaba nuevamente; la escena, sobre

de llanto; el lamento se extendía y a r r a s t r a b a la cual la electricidad lanzaba un rayo, figuraba

lánguidamente, y J a s cortinas se descorrieron. una pradera cerrada por un horizonte de follaje;


•ra una p r a d e r a ideal con árboles azules y gran-
des flores amarillas y encarnadas, altas como en« adornado con anchos paños de satín blanco, se
ciñas. Allí, sobre un montecillo de césped, Venus desplegaba formando maravillosa corola.
y Platón, uno al lado del otro, se hallaban rodea- La rubia cabellera de Máximo completaba la
dos por las ninfas de la vecina espesura, que for- ilusión, fingiendo con s u s largos y rizados tira-
maban su cortejo; e r a n las hijas de los árboles, buzones, pistilos amarillos que resaltaban entre
las h i j i s de los a r r o y o s , las hijas d é l o s montes, la blancura de los pétalos. Y la gran ílur naciente,
todas las risueñas y desnudas divinidades de la todavía h u m a n a , inclinaba la cabeza hacia el
selva. Y el dios y la diosa triunfantes, castigaban arroyo, con los ojos entornados y el semblante
la frialdad del orgullo que los había despreciado, risueño, en éxtasis voluptuoso, como si el bello
en tanto que el grupo de ninfas contemplaban con Narciso hubiese al fin satisfecho en la m u e r t e los
s a g r a d o t e r r o r la venganza del Olimpo, que se deseos que á sí mismo se había inspirado. A algu-
cumplía en p r i m e r término. nos pasos de él, la ninfa Eco desfallecía también,
El d r a m a se desenlazaba allí: el hermoso Nar- muriendo de deseos no gozados; adquiría poco á
ciso, tendido á la orilla de un arroyo que descen- poco la rigidez de la tierra y sentía sus abrasados
día desde el fondo de la escena, se miraba en las miembros helarse y e n d u r e c e r s e . No era roca
claras aguas como en un espejo, llevándose la vulgar manchada por el musgo, sino blanco már-
verdad h a s t a el estremo de poner uno en ol fondo mol, por sus hombros y sus brazos y por su g r a n
del a r r o y o . Ya no e r a aquel el joven libre, el va- túnica de nieve, cuyo cinturón de follaje y cuya
gabundo de las selvas; la muerte, que sorprendió- banda azul se habían desprendido. Encorvada en
e en medio de !a entusiasta admiración de su medio del satín de la falda, que se abría en an-
propia imagen le iba poco á poco debilitando, y chos pliegues, semejando así un bloque de piedra
j d e P a r o s , ibase agobiando lentamente, no tenien-
V ,nus, señalándole con el dedo, como h a d a de
apoteosis, le abandonaba á su fatal destino, que le do ya animados en su helado cuerpo de estatua
convertía en flor. Sus miembros reverdecían y se sino sus ojos de mujer, ojos que relucían, fijos
extendían, d e n ' r o de su ajustado t r a j o de satín siempre en la flor de las aguas, que permanecía
verde; el flixib'e tallo, f i r m a d o p o r las piernas lánguidamente inclinada sobre el esppjo del a r r o -
ligeramente e n c o r v a d a s , i'oa á hundirse en la yo. Parecía que todos los sonidos amorosos de la
tierra y á echar raíces, mientras que el busto, selva, las voces prolongadas de la floresta, los
ifOfl

misteriosos estremecimientos de las h o j a s , los! clan en la pradera, pero aquellas señoras y aqué-
p r o f u n d o s suspiros de las corpulentas encinas, llos caballeros, cuyas claras y prácticas inteligen-
iban á chocar contra la m a r m ó r e a c a r n e de la cias habían comprendido lo que significaban la
ninfa Eco, cuyo corazón, siempre vivo en el blo- gruta del oro y la gruta de la carne, no se cuida-
que, resonaba y repetía á lo lejos los menores la- ron de profundizar más las complicaciones mito-
mentos de la T i e r r a y del Aire. lógicas del prefecto. Unicamente Mignón y Cha-
—¡De qué m a n e r a tan r a r a han desfigurado al rier, que querían á todo trance, conocer el senti-
pobre Máximo!—murmuró Luisa.—Cualquiera di- do de lo que habían visto, tuvieron la bondad de
ría que la señora Saccard está muerta. interrogarle; entonces se apoderó de ellos y los
—Está envuelta en polvos de arroz—dijo l a s e - tuvo de pie en el hueco de una ventana durante
ñ o r a Michelín. cerca de dos h o r a s contándoles las Metamórfosis
Otras frases no más galantes se escucharon; el de Ovidio.
tercer cuadro no alcanzó el éxito que los anterio- El ministro se r e t i r a b a en aquel momento, ex-
res; aquel trágico desenlace, era no obstante, lo cusándose por no poder a g u a r d a r á su hermosa
que hacía que M. Hupel de la Noue se entusias- cuñada para felicitarla por la gracia perfecta de
m a r a con su propio talento, y se a d m i r a r a á sí la ninfa Eco. Acababa de d a r t r e s ó cuatro vueltas
mismo, como Narciso en su espejo. Había emplea- al salón del brazo de su h e r m a n o y saludando á
do allí multitud de intenciones poéticas y filosó- las señoras; nunca se había comprometido t a n t o
ficas, y cuando las cortinas se hubieron corrido por Saccard á quien dejó r a d i a n t e de alegría,
por última vez, y los espectadores hubieron aplau- cuando, en el dintel de la puerta, le dijo en voz
dido como personas bien educadas, experimentó alta:
gran sentimiento por haberse dejado llevar por
—Te espero mañana por la mañana. Ven á al-
la cólera al no q u e r e r d a r la explicación de la ú l - morzar conmigo.
tima página de su poema. Trató entonces de faci- El baile iba á empezar; los criados habían colo-
litar á los que le r o d e a b a n la clave de las cosas cado á lo largo de las paredes los sillones de las.
•ncantadoras, grandiosas ó simplemente gracio- señoras, y el g r a n salón extendía entonces desde
sas que r e p r e s e n t a b a n el bello Narciso y la ninfa el saloncito amarillo hasta el escenario, su desnu-
Eco y aún intentó decir lo que Venus y Plutón ha- da alfombra, cuyas g r a n d e s y p u r p ú r e a s flores se
¿entro del círculo, y bromeando acerca de su pa-
abrían bajo la cascada de luz que d e r r a m a b a eí
peí de flor y de su pasión p o r los espejos; él, sin
cristal de las a r a ñ a s . El calor a u m e n t a b a ; los ro-
el menor aturdimiento, y como encantado del per-
jos tapices bruñían con s u s reflejos el oro de los
sonaje que había representado, continuaba son-
muebles y del t e ; h o , esperándose solo p a r a em-
riendo, respondiendo á los chistes y confesando
pezar el baile, á que aquellas señoras, cambiasen
que se adoraba á sí mismo y que estaba bastante
de t r a j e .
carado de mujeres para preferirse 4 ellas. Enton-
Las de Espanet y Haffner f u e r o n las p r i m e r a s
ces estallaron las c a r c a j a d a s y el grupo aumen ó
que aparecieron, llevando sus trajes del segundo
de modo que llegó á ocupar el centro del salón,
cuadro; una estaba disfrazada de Oro y la o t r a de
en tanto que el joven, ahogado entre aquella ma-
plata. Se las rodeó, se las felicitó y ellas á su vez
sa de hombros desnudos, en aquel barullo de des-
refirieron sus emociones.
lumbrantes trajes, conservaba su p e r f u m e de a m o r
—Yo, por poco, suelto la carcajada,—decía la
monstruoso y su viciosa suavidad de flor m a r -
marquesa,—cuando vi de lejos, atisbando, á la
g r a n nariz de M. Tontin-Laroche, chita. .
Guando por fin apareció Renata, se produjo mo-
—Yo tengo un dolor terrible en el cuello,—ex-
mentáneo silencio; vestía un t r a j e de t a n original
clamaba lánguidamente la r u b i a Susana.—Si aque-
gracia y de tal atrevimiento, que todos aquellos
llo d u r a un minuto más, pierdo mi postura clásica.
caballeros y señoras, á pesar de e s ' a r acostum-
M. Hupel de la Noue, desde el rincón á que ha-
b r a d o s á las excentricidades de la joven, no pu-
bía llevado á Mignon y á Charrier, dirigía inquie-
dieron contener un movimiento de. asombro. Es-
tas m i r a d a s al grupo formado en torno de las dos
taba disfrazada de otaitiana, t r a j e , al p a r e c e r de
jóvenes, temiendo que se burlasen de él; las otras
los más primitivos, compuesto de una malla de
ninfas, iban llegando una tras o t r a , vestidas todas
color pálido, que subía desde los pies hasta el seno,
con sus trajes de piedras preciosas; la condesa
dejando los hombros y tos brazos al descubierto,
Yauí-ka, con el suyo de coral, obtuvo un éxito
Y una sencilla blusa de muselina, corta y g u a r n e -
loco cuando se puaieron examinar de cerca los
cida de des volantes, para velar un poco las cade-
ing niosos detalles del vestido. Después entró Má-
ras- llevaba en el cabello una corona de flores
ximo, de etiqueta, y con semblante risueño; una
silvestres, aros de '.ío en los puños y en los tobi-
t u r b a de m u j e r e s le envolvió, colocándolo en el
= m -
«OS, y nada más . estaba d
marquesa, m i r á n d o l a de pies á cabeza con aira
tierno, m u r m u r ó :
' » W«M, y la linea p a r a de aquella d e s n u d e z se —Está a d m i r a b l e m e n t e f o r m a d a .
e n c o n t r a b a l i g e r a m e n t e velada p o r
La s e ñ o r a Michelin, cuyo t r a j e de alinea p a r e c í a
d e s d e las r e d i , , a s , h a s t a d e b a j o de ,„s b r a z o s p e r 0 ' h o r r i b l e m e n t e p e s a d o al lado d e aquel sene,lio
a c e n t u a b a y r e a p a r e c í a p o r e n t r e los en'c'a velo, se m o r d í a los labios, m i e n t r a s S i d o m a , en-
al ligero m o v i m i e n t o . P a r e c í a u „ a salv . , cojida en su n e g r a túnica de m a g a , m u r m u r a b a á
encantadora, una joven bárbara y voluptuos su oído:
n>ed,c oculta e n t r e u n a especie de v l p o r bl que.' —Eso e s m d e c e n t e del todo ¿verdad?
no y un j i r ó n de m a r í l i m a b r u m a , a t r a v é s d e a —¡Ya lo creo!—dijo la linda m o r e n a . - ¡ Q u é en-
cual se a d i v i n a b a su c u e r p o
fadado se pondría Michelin si yo m e pusiese u n
R e n a t a , con las mejillas s o n r o s a d a s , se adelan-
t r a j e así!
t a b a l i g e r a m e n t e . Celesta había hecho s a l t a r la
- Y t e n d r í a r a z ó n , - c o n t e s t ó la c o r d o n e r a .
prime™ malla , u b se h a b í a p u e s t o , a u „ q u e afo !
Los h o m b r e s g r a v e s no e r a n de s e m e j a n t e opi-
tun d a m e n t e , y en previsión del caso, la joven se nión y estaban maravillados: el mismo M. Miche-
liab a provisto de o t r a ; la r o t u r a d e la p r i m e r a lin, á quien su m u j e r suponía tan c o n t r a r i o á
m ^ a la había hecho retardarse. Parecía c u i l aquello, se desvanecía p o r d a r g u s t o á M. Tontin-
poco de su t n u n f o : sus m a n o s a b r a s a b a n , sus „ j o s Laroche y al b a r ó n de G o u r a n d , quienes, entu-
a an b r i l l a n t e s p o r la siasmados á la vista de R ^ a t a , dirigían, como to-
s reía, c o n t e s t a n d o con b r e v e s f r a s e s i , 0 J hom- dos, g r a n d e s cumplidos á S a c c a r d por la per-
bres q „,la detenían y la felicitaban por,a pureza fección de f o r m a s de su e s p o s a . A r í s t i d e s se
d e sus a c t i t u d e s en los c u a d r o s vivos. La 0
inclinaba, m o s t r á n d o s e orgulloso. La noche e r a
ven e J a b a e n p o s d e si „ „ s „ r c o de f r a c ^
buena p a r a él, y & no ser p o r c i e r t a p r e o c u p a c i ó n
g r o s Henos de admiración y d e encanto 4 cau-
que cada momento se t r a s l u c í a en s u s ojos, cuan-
s a ^ d e la t r a n s p a r e n c i a de su blusa de muse-
do m i r a b a r á p i d a m e n t e á su h e r m a n a , h u b i e r a
parecido un h o m b r e c o m p l e t a m e n t e feliz.
Cuando „ e g ó al g r u p o de m u j e r e s que r o d e a b a n
_ ; ü i g a , n o te p a r e c e que h a s t a a h o r a no nos
s Máximo, p r o d u j o b r e v e s exclamaciones, y 1,
había e n s e ñ a d o t a n t o ? - d i j o a l e g r e m e n t e Luisa al
oído de Máximo, señalándole á Renata con el ra^ de los cornetines lanzaban las parejas y las hacía
billo del ojo'. viajar en fila alrededor del salón.
Y añadió con sonrisa indefinible: A v e o s, en el intermedio de dos bailables, al-
—A mí, al menos. guna señora, sofocada por el calor se asomaba á
El joven la miró con inquieto semblante; pe- alguna ventana en busca de un poco de aire f r e s -
r o ella continuó sonriendo alegremente, como co ó bien descendía á la estufa. Guando se abrió
colegial encantado de algúa chiste demasiado el comedor, transformado en buffet, con multitud
fuerte. de aparadores adosados á la pared y una larga
Por fin, empezó el baile; se había utilizado el m e s a cargada de fiambres en medio, aquello fué
tablado para colocar en él una orquesta. Lo pri- un motín en el que hubo empujones y codazos ge-
mero que se tocó fué una quadriUe, nerales. La gente se arrojó sobre los pasteles y
¿ l a s aves trufadas, atropellándose brutalmente.
¡Ah! ¡II a des bottes, il a des bolles, Bastieu!
Aquello era un asalto: las manos se encontraban
la cual hacía ya por entonces las delicias de los en medio de los manjares, y los lacayos no sabían
Da,Ies populares. Las polkas y mazurcas alterna- 4 quien responder en medio de la t u r b a de c a b a -
r o n con las quadrilles. El prolongado balanceo de lleros distinguidos, cuyos extendidos brazos solo
las Parejas iba y venía, llenaba la larga galería expresaban el temor de no alcanzar nada. Un se-
saltando á impulsos del latigazo de los instrumen- ñor viejo se enfadó porque no había Burdeos
os de metal y al mecedor compás de ios violines- asegurando que el champagne le quitaba el
os trajes, en aquel turbión de mujeres de todos sueño. _ .
los países y de todas las épocas, daban vueltas Despacio, señores, d e s p a c i o , - d e c í a Bautista
con extraño hormigueo y extravagante mescolan- enn voz g r a v e . - P a r a todos habrá.
za de los más rabiosos colores. El ritmo, después Pero nadie le hacía caso. El comedor estaba
de mez ar y transportar los colores en cadencio- l l e n o é inquietos fracs se agrupaban á la puerta.
so b irullo, volvía á traer con algunos golpes de Delmte de los aparadores había estacionados v a -
Viohn la misma túnica de raso color de rosa el r i o , grupos, comiendo deprisa y apretándose; mu-
mismo corpino de terciopelo azul al lado del mis- chos tragaban sin beber por no haber consegu.do
n:o f r a c negro. Después, otro acorde, un sonido echar mano á una copa; otros por el contrario,
al distinguir á M. Hupel de la Noue, que había
bebían corriendo inútilmente tras un pedazo de
pan. concluido y se estaba limpiando la boca con el
pañuelo, fuese á él derecho.
- O i g a n u s t e d e s , - d i j o M. Hupel de la Noue, á
quien, cansados de mitología habían a r r a s t r a d o —¿Sería usted tan amable,—dijo con una son-
Mignon y Gharrier hacia el b u f f e t , - n o tendremos risa encantadora, — q u e me proporcionase una
nada sino hacemos causa común... Peor es lo que silla?
sucede en las Tunerías y y o y a tengo alguna ex- El prefecto g u a r d a b a r e n c o r á la marquesa,
p e n e n c i a . . . Encárguense ustedes del vino y y o me pero su galantería no vaciló; se a p r e s u r ó , buscó
e n c a r g a r é de la carne. la silla, instaló en ella á la señora d' Espanet, que-
El prefecto tenía echado el ojo á una pierna asa- dándose detrás p a r a servirla; la joven no quiso
da y extendió la mano al cabo de un instante por más que algunos langostinos con un poco de man-
entre un claro que quedaba entre los h o m b r o s de teca y dos dedos de champagne; comiendo con
algunas señoras, después de h a b e r s e llenado ios ademanes delicados, f o r m a b a contraste en medio
bolsillos de panecillos. Los contratistas por su de la glotonería de los hombres. Aunque la mesa
p a r t e volvieron con tres botellas de champagne, y las sillas estaban exclusivamente r e s e r v a d a s á
Y aquellos caballeros cenaron en el ángulo de una las señoras, se hacia siempre una excepción e n
j a r d i n e r a , de pie y charlando. favor del barón de Gourand, quien se encontraba
Entre tanto se oían los acordes de la orquesta allí sentado delante de un pedazo de pastel, cuya
que crecían bruscamente; se bailaba la polka de corteza trituraban lentamente Sus mandíbulas. La
los besos, célebre en los bailes públicos y en la marquesa reconquistó al prefecto, diciéndole que
cual cada bailarín debía llevar el compás besando no olvidaría nunca sus emociones artísticas en los
4 su p a r e j a . La señora d< Espanet apareció á la «Amores del bello Narciso y la ninfa Eco»; le ex-
p u e r t a del comedor, encarnada, casi con el peina- plicó también porque no le habían esperado, pues
do deshecho y a r r a s t r a n d o con encantadora laxi- aquellas señoras sabedora? de que el ministro es-
tud un gran vestido de plata. Gomo nadie se apar- taba allí, pensaron que h u b i e r a sido poco conve-
taba, se vio en la precisión de servirse de los niente prolongar el entreacto, y concluyó por ro-
codos p a r a abrirse paso. Después dió la vuelta á garle que fuese á buscar á la señora Haffner,
Ja mesa, vacilante y con una mueca en los labios- quien estaba bailando con M- Simpson, un h o m b r e
b r u s c o s e g ú n ella decía, y q u e le d e s a g r a d a b a . Málaga en una copa g r a n d e de c h a m p a g n e , y
C u i n d o S u s a n a estuvo á su lado, ya no volvió á después de limpiarse los labios con la p u n t a de los
m i r a r á M. Ilupel de la N ue. dedos, volvió al salón.
Sacc .pd, seguido d e los s e ñ o r e s Tonlín Laro- El baile languidecía y la o r q u e s t a e s t a b a y a s i n
che, Mareuil y H a f f n e r , se había a p o d e r a d o dé un aliento, cuando empezó un murmullo: «¡el cotillón!
a p a r a d o r ; como la m e s a estaba llena y M. de Sa- ¡el cotillón!», q u e r e a n mó á los b a i l a r i n e s y á los
f f r ó pasaba con la s e ñ o r a Michelin del brazo, les músicos. De todos los extremos de la estufa
r e t u v o é invitó á la linda m o r e n a á que se s e n t a r a b r o t a r o n p a r e j a s ; llenóse el salón y se discutió
con ellos. La j o v e n comió p a s t a s , s o n r i e n d o y mi- vivamente en medio del barullo que volvió á
r a n d o á los cinco h o m b r e s q u e la r o d e a b a n , quie- armarse en la estancia. E r a l a ú l t i m a l l a m a r a d a
n e s se inclinaban hasta ella, r o z a n d o s u s velos de del b a d e . Los h o m b r e s q u e no b a i l a b a n m i r a b a n
alraea b o r d a d o s d e hilillo d e oro, y a r r i n c o n á n d o - desde los huecos d e ' las v e n t a n a s con s e m b l a n t e
l a c o n t r a el a p a r a d o r , s o b r e el q u e concluyó por satisfecho; el g r u p o d e los bulliciosos a u m e n t a b a
a p o y a r s e , admitiendo obsequios de todos, muy en medio de la habitación, m i e n t r a s q u e los q u e
dulce y c a r i ñ o s a , con la a m o r o s a docilidad de la estaban c e n a n d o en el buffet a l a r g a b a n el pescuezo
esclava que se halla en m e d i o de s u s s e ñ o r e s . para conocer la c a u s a d e aquella a l g a z a r a .
M. Michelin e s t a b a concluyendo, en el o t r o extre- —M. d e Mussy n o q u i e r e , — d i j o u n a s e ñ o r a . —
m o de la habitación, u n a t e r r i n a de foie gras. Jura que no lo d i r i g i r á ya m á s . . . Vamos, u n a sola
vez, señor de Mussy, u n a sola vez. Hágalo usted
E n t r e t a n t o , Sidonia, que e s t a b a r o d a n d o por el
baile desde los p r i m e r o s compases, e n t r ó en el en obsequio n u e s t r o .
c o m e d o r y llamó á Saccard con un gesto. P e r o el joven a g r e g a d o de e m b a j a d a p e r m a n e c í a
- N o b a i l a , - l e dijo en voz b a j a . - P a r e c e que tieso y grave, diciendo q u e e r a imposible, q u e lo
está violenta... Creo q u e medita alguna l o c u r a . . . había j u r a d o , p o r lo cual hubo un verdadero
P e r o hasta a h o r a no he podido d e s c u b r i r quien disgusto. Máximo se negó también, m a n i f e s t a n d o
sea el damiselo... Voy á c o m e r algo y vuelvo á que ya no podía con s u s huesos; M. I l u p e l d e la
p o n e r m e en seguida en acecho. Noue, no se atrevió á o f r e c e r s e , por q u e él no
d e s c e n d í a m á s que á la poesía. U n a s e ñ o r a h a b l ó
Comió de pie, como un h o m b r e , un alón do
de M. Simpson y la hicieron c a l l a r . M. Simpson
pollo í,ue se hizo servir p o r Michelin. Bebió
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LA CANALLA,-10 °
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BI8LI0tHCn!N|VEííSUÁRlA
"ALFONSO R E Y E S "
e r a el director de cotillón más e x t r a v a g a n t e que
•scogió por pareja á la condesa Vauska, cuyo t r a j e
podía verse; se dejaba llevar de fantásticas y
de coral le preocupaba. Cuando todo el mundo
maliciosas ideas, y se contaba que en un salón en
estaba en su sitio, lanzó una m i r a d a sobre aquella
q u e tuvieron la imprudencia de escogerle, había
obligado á las damas á saltar por encima de las fila circular de faldas con un f r a c negro por cada
sillas y que una de sus figuras favoritas era hacer ana, é hizo una señal á la osquesta, cuyos
a n d a r en cuatro pies á todo el mundo alrededor instrumentos de metal resonaron en el espacio.
de la habitación. Las cabezas de los hombres se inclinaban á lo
largo del risueño cordón de rostros femeniles.
—¿Se ha marchado M. de Saffré?—preguntó una
voz atiplada. Renata se había negado á t o m a r p a r t e en el
cotillón: manifestaba nerviosa alegría desde el
En aquel momento se estaba despidiendo de la
principio del baile, bailando poco, mezclándose á
hermosa señora Saccard, con quien se m o s t r a b a
los grupos y sin poder estar quieta en ningún
más afectuoso desde que le había desdeñado; aquel
amable excéptico profesaba admiración hacia lado. Sus amigas la encontraban singular. Había
los caprichos de los demás. Aunque se resistía, hablado de hacer un viaje en globo con un célebre
diciendo con una sonrisa que no lecomprometiesen, aeronauta de quien todo París se ocupaba. Cuando
que él era ya un hombre serio, hiciéronle volver empezó el cotillón se víó c o n t r a r i a d a por no poder
triunfalmente desde el vestíbulo. andar á su gusto y se quedó á la p u e r t a del
vestíbulo, dando apretones de m a n o á los hombres
Por fin, ante todas las blancas manos que hacia
que se r e t i r a b a n y charlando con los amigos de su
él se dirigían, exclamó:
marido.
—Vaya, cada cual á su puesto... Pero prevengo
El barón Góurand, acompañado de un lacayo y
que soy clásico y que no tengo dos céntimos de
inventiva. embutido en su abrigo de pieles, dirigió un último
elogio á Renata por su t r a j e de otaitiana.
Las parejas se sentaron en las sillas que pudieron
Entre tanto, M. Tontin-Laroche estrechaba la
r e u n i r alrededor del salón; los jóvenes fueron á
mano de Saccard.
b u s c a r hasta las sillas de hierro de la estufa.
—Máximo cuenta con usted,—dijo el b a n q u e r o .
Aquel e r a un cotillón mónstruo; M. de Saffré, que
—Perfectamente,—respondió el senador.
tenía el aspecto recogido de un cura oficiando,
Y después, dirigiéndose á R e n a t a :
—Señora, no había dado á usted todavía mi
e n h o r a b u e n a . ¡Ya tenemos al chico colocado!
Simpson,—tenía en la mano una larga b3nda d i
Al ver que su m u j e r sonreía con asombro,
color rosa que levantaba con el gesio del pes a -
exclamó Saccard:
dor que va á a r r o j a r el esparavel; pero no s e d a b a
—Mi m u j e r aun no lo sabe... Hemos convenido
prisa, encontrando gracioso, sin duda, el d e j a r
esta noche el matrimonio de la señorita Mareuil
dar vueltas á aquellas señoras, y cansarlas. Esta-
con M ¡ximo.
ban jadeantes y pedían gracia.
Renata continuó sonriéndose é inclinándose ante
Entonces lanzó la banda y lo hizo con tal des-
M. Ton ti n Laroche, que se alejaba diciendo:
treza, que fué á e n r e d a r s e en los h o m b r o s de la
—El domingo se firma el c o n t r a t o ¿verdad? Yo
d'Espanet y la de Ilaffner que iban juntas.
voy á Nevers p a r a un asunto de m ; n a s , pero para
Aquello fué una b r o m a de arnerii ano. Quiso bai-
entonces ya e s t a r é aq ü.
lar con las dos señoras á la vez y las había ya co-
La joven quedó sola un instante en medio del
gido por la cintura, á una con el brazo izquierdo
vestíbulo; ya no sonreía, y á medida que comprendía
y á la otra con el derecho, cuando M. de S a f f r é dijo
lo que a c a b a b a de oir, iba apoderándose de ella
con severo acento:
un temblor creciente y convulsivo. Fijó después
—No se puede bailar con dos señoras.
con insistencia la m i r a d a en los tapices encarnados
P e r o M. Simpson no quería soltar á n i n g u n a de
de terciopelo, en las plantas r a r a s , en los j a r r o n e s
las dos que se revolvían entre sus b r a z o s lanzan-
de mayólica, y dijo por fin en voz alta:
do risotadas.
—Es preciso que le hable.
Se comentaba el lance y las señoras se iban
Y volvió al salón, pero s e tuvo que detener á la
enojando mientras la confusión se prolongaba, y
e n t r a d a . Una figura del cotillón obstruía el paso.
La orquesta tocaba á la sordina una f r a s e del vals. los caballeros en los huecos de las ventanas, se
Las m u j e r e s , cogidas de las manos, f o r m a b a n un preguntaban cómo saldría S a f f r é con gloria .de
círculo y daban vueltas lo más rápidamente posi- aquel a p u r a d o trance.
b l e , tirándose de los brazos, riéndose y escu- Saffré, en efecto, quedó perplejo un instante,
rriéndose. pencando con que refinada gracia hacía acallar
las b u r l a s , y por último, con la sonrisa en la bo-
En medio, un c a b a l l e r o , — e l malicioso de M.
ca, cogió de las manos á las dos señoras, las hizo
una pregunta en el oído, recibió la respuesta, y
dirigiéndose "en seguida á M. Simpson, le pre. Luisa, y suponía que debían estar allí en alguná
guntó:
espesura, reunidos por aquel instinto de gracias y
—¿Escoge usted la verbena ó la h i e r b a don- picardías que les hacia buscar los rincones ocultos
celia?
en cuanto se hallaban reunidos en alguna p a r t e .
Simpson, algo atontado, escogió la v e r b e n a . Pero r e g i s t r ó inútilmente la sombra de la estufa.
Entonces M. de Saffré le dió la marquesa, di- No vislumbró más que en el fondo de un cenador,
ciendo:
un joven alto que besaba devotamente la mano de
—Hé aquí la verbena. la pequeña Darte, m u r m u r a n d o :
Hubo discretos aplausos. Encontraron aquello
—¡Bien me había dicho la señora de Lauwerens
m u y bonito.
que era usted un ángel!
M. de Saffré era un director de cotillón «que no
Aquella declaración en su casa, en su estufa, la
se quedaba nunca corto», tal fué la experiencia de
las señoras. chocó. ¡Verdaderamente la señora de L a u w e r e n s
debía llevar su comercio á o t r a parte! ¡Qué con-
Durante todo aquel tiempo la orquesta habla re-
suelo hubiera encontrado R e n a t a a r r o j a n d o de su
petido la f r a s e del vals en todos los tonos, y M.
casa á toda aquella gente!
Simpson después de h a b e r dado la vuelta al salón
De pie, delante del estanque, contemplaba el
bailando con la d' Espanet, la dejó en su sitio.
agua, preguntándose dónde podrían estar Luisa y
P o r fin pudo p a s a r Renata. Se había mordido
los labios hasta hacerse saltar s a n g r e ante «aque- Máximo.
llas tonterías». Olvidando que los jóvenes no se habían casado
Encontraba aquellas m u j e r e s y aquellos hom- todavía, creyó que sencillamente habrían ido á
b r e s estúpidos, arrojándose bandas y dándose acostarse.
n o m b r e s de flores. Sus oídos zumbaban: furiosa Después se acordó del comedor, y subió apre-
impaciencia la impulsaba á abrirse paso á coda- suradamente la escalera de la estufa, pero f u é de-
zos. Atravesó el salón con paso ligero, tropezando tenida nuevamente á la puerta del salón por o t r a
con las parejas rezagadas que iban en busca de su figura de cotillón.
asiento y se dirigió á la estufa. —Esto son los «puntos negros» señores,—decía
Entre los bailarines no estaban su Máximo ni galantemente M. de Saffré.—Es invención mía, y
otorgo á ustedes primicias de ella.
La concurrencia rió mucho. Los h a m b r e s expli- cíense los unos con los otros, con objeto de qué
caban la alusión á Jas señoras. El emperad >r aca- no se conozcan.
baba de p r o n u n c i a r un discurso en el que habían La h i l a r i d a d j l e g ó á su colmo; los puntos negros
reconocido que existían en el horizonte algunos
iban y venían, s o b r e sus delgadas piernas, con
«puntos negros».
balanceos de cuervos sin cabeza. A un señor se le
Sin saberse por qué aquellos «puntos negros»
veía la camisa con una punta de tirante.
habían hecho gracia. El sutil ingenio de París se
Las damas suplicaron; se ahogaban y M. de
había apoderado de aquella frase, hasta el punto
Saffré tuvo á bien mandarlas que fuesen á b u s c a r
que desde hacía ocho días, á todo se aplicaba.
á los puntos negros. P a r t i e r o n como una b a n d a -
M. de Saffré colocó á los caballeros en uno de
da de perdices, haciendo g r a n r u i d o con las fal-
los extremos del salón, haciéndoles volver la es-
das, y al cabo de su c a r r e r a cada cual escogió al
palda á las señoras que se habían quedado en el
caballero que más tuvo á mano. Aquello f u é una
extremo opuesto. Después les mandó que se le-
confusión indescriptible. Las improvisadas p a r e -
v a n t a r a n los faldones del frac, con objeto de ta-
jas se desprendieron en fila, dando la vuelta al
p a r s e la cabeza con ellos, operación que se veri-
salón y valsando al compás más ruidoso de la or-
ficó en medio de una alegría loca. Encorvados,
questa.
con las espaldas cubiertas p o r los faldones, los
Renata se había apoyado contra la pared y mi-
caballeros estaban verdaderamente horribles.
raba pálida y con los labios apretados. Un señor
—No se rían ustedes, señoras—exclamó M. de
viejo se acercó á preguntarla por qué no bailaba,
Saffré con la más cómica gravedad—ó h a r é que
la joven debió sonreír y responder alguna cosa;
se pongan ustedes las faldas sobro la cabeza.
después huyó y entró en el comedor que estaba
La alegría aumentó y tuvo que emplear toda su
completamente vacío. Después vió á Máximo y á
energía para hacer que algunos caballeros tapa-
Luisa que cenaban tranquilamente al extremo de
sen sus nucas.
la mesa, uno al lado del otro, sobre una serville-
—Ustedes con los puntos negros—decía—cü-
ta que habían estendido. Parecían estar á gusto y
b r a n s e la cabeza y cuiden de no enseñar más que
reían en medio de aquel desorden, de aquellas co-
la espalda; es preciso que estas señoras no vean
pas sucias, de aquellos platos manchados de gra-
más que lo negro... Ahora anden ustedes y méz-
sa, de aquellos restos, todavía calientes, restos
de la glotonería de los convidados de guante blan- —Acérqueme usted el plato de almendrados...
co. Se habían contentado con s e p a r a r l a s migajas. En casa no me dejan comerlos... Lo que queda me
Bautista paseaba gravemente alrededor de la me- lo voy á g u a r d a r en el bolsillo.
sa, sin dirigir ni una m i r a d a á aquella habitación, Estaba vaciando el plato, cuando entró R e n a t a ,
p o r la que parecía h a b e r a t r a v e s a d o una bandada quien se dirigió á Máximo, teniendo que ha-
de lobos. cer inaudito esfuerzo para no insultar, p a r a no
Máximo pudo, á pesar de todo r e u n i r una cena pegar á aquella jorobada que le quitaba su
m u y confortable. A Luisa le gustaban mucho los amante.
almendrados y había un plato lleno de ellos en el —Quiero hablar contigo.—balbuceó con sordo
a p a r a d o r . Delante tenían tres botellas de c h a m - acento.
p a g n e empezadas. Máximo vacilaba lleno de t e r r o r y espanto ante
— P a p á tal vez se haya marchado—dijo la joven. la idea de una entrevista.
—¡Tanto mejor!—exclamó Máximo.—Yo a c o m - —A tí solo... én seguida,—repetía Renata.
p a ñ a r é á usted. —Vaya usted, Máximo—dijo Luisa con indefini-
Y al v e r que Luisa reía, prosiguió diciendo: ble mirada.—Vea usted de paso si encuentra á
—Conque ya s a b r á usted q u e n o s q u i e r e n casar... mi padre. Le pierdo todas las noches.
p a r e c e que la cosa va de veras... ¿Qué vamos á El joven se levantó é intentó detener á Renata
h a c e r cuando nos hayamos casado? en medio del comedor, preguntándola qué era lo
—¡Toma! pues h a r e m o s lo que los demás. Aquel que con t a n t a urgencia tenía que decirle. Pero
chiste se le escapó y añadió con precipitación co- ella respondió entre dientes:
mo p a r a quitar el efecto: — ¡Sigúeme, ó lo cuento todo delante de esa
—Iremos á Italia. Me sentará muy bien para el gente!
pecho; estoy muy enferma... ¡Ah, pobre Máximo Máximo se puso muy pálido y la siguió con la
mío, que m u j e r tan poco agradable va á t e n e r us- docilidad del animal castigado. Renata creyó que
ted! No abulto más que diez céntimos de manteca. Bautista la miraba; pero en aquel momento nada
Y al decir esto sonreía con cierta tristeza, no le importaba.
m u y común en ella. Una tos seca hizo subir á sus A la puerta la detuvo por t e r c e r a vez el co-
mejillas rojizos resplandores. tillón.
te usted tanto!» lo cual hizo tanta gracia y produ-
—ÍSspera,—murmuró.—Esos imbéciles no van á jo tal hilaridad, que las columnas, quebrantadas,
t e r m i n a r nunca. vacilantes, se entrechocaban y se apoyaban unas
Y le C' gió de la mano para que no se escapase. contra o t r a s para no c a e r . M. de Saffré, con las
M. de Saífré colocaba al duque de Rozán de es- manos levantadas, dispuesto á d a r la señal, espe-
paldas d la pared. Le puso delante una señora; raba; por fin, dió una palmada y todos se volvie-
después colocó un caballero de espaldas á las de roo de repente. Las p a r e j is que se encontraban
la d a m a , después o t r a señora delante del caballe- de frente se cogieron por la cintura y la fila
ro, y así sucesivamente en fila, p a r e j a por pa- desengarzó por el salón su rosario de valsadores.
reja. Sólo el pobre Rozán fué el que al volverse se
Al ver que los bailarines charlaban, exclamó: encontró con las narices pegadas á la p a r e d . To-
—¡ Va-nos! ¡A su sitio todo el mundo p a r a for- dos se rieron de él.
m a r las columnas! _ V e n , — d i j o Renata á Máximo.
Las p a r e j a s se fueron acercando y formaron La orquesta seguía tocando el vals; cuando lle-
las columnas. La indecencia que resultaba al en- garon al saloncito, R e n a t a llevó á Máximo á la
c o n t r a r s e cogidas e n t r e dos hombres, apoyadas escalera que conducía al gabinete-tocador y le
contra las espaldas de uno y teniendo delante de dijo:
sí el pecho de otro, divertía mucho á las señoras, —Sube.
cuyos senos rozaban las solapas de los fracs, las Ella le siguió. En aquel momento, Sidonia, que
piernas de ellos desaparecían e n t r e las faldas de habíaido rodando toda la noche alrededor de su cu-
ellas, y cuando alguna brusca alegría hacía incli- ñada, admirada de sus continuos paseos á t r a v é s
n a r una cabeza, los bigotes de enfrente se veían de las habitaciones, pasaba precisamente por el
obligados á s e p a r a r s e para no besar. Un gracioso pórtico de la estufa. Vió las piernas de un h o m b r e
tuvo la idea de e m p u j ir; la fila estrechó; los fracs que se perdían entre las tinieblas de la escalerilla,
se pegaron más f u e r t e m e n t e á las faldas; hubo y una sonrisa iluminó su semblante de cera; re-
ligeras exclamaciones, gritos y risas que no con- cogió su falda de m a g a j > a r a andar m á s de prisa;
cluían. buscó á su hermano, derribando una figura del
Se oyó á la baronesa de Meinhold que decía: cotillón y preguntando á los criados que encon-
«¡Pero, caballero, me sofoca usted! ¡No me aprie-
t r a b a . Por último, halló á Saccard con Mareuil —Pues bien, sí, me caso con ella. ¿Y qué? ¿Aca-
en una habitación contigua al comedor, que había so no soy el amo?
sido provisionalmente convertida en sala de fu- Renata se acercó á él con la cabeza algo incli-
m a r ; los dos padres hablaban del contrato. Pero nada y maligna sonrisa en los labios, y cogiéndole
cuando su h e r m a n a le dijo una p a l a b r a al oído, de las manos, exclamó:
Saccard se levantó y desapareció, pretestando un —¡El ámo! ¡Tú el amo! Bien sabes que no. El
asunto de la mayor urgencia. amo aquí soy yo. Si tuviese mala intención te
Arriba, el gabinete-tocador, estaba revuelto; rompería los brazos; tienes menos fuerza que una
sobre las sillas se veían los trajes de la ninfa Eco, niña.
la malla rota, pedazos de encaje arrugados, mon- Al ver que él intentaba desprenderse le retorció
tones de ropa blanca. Los pequeños utensilios de los brazos con toda la violencia nerviosa que su
marfil y plata yacían por todas partes: habia allí cólera la daba. Máximo lanzó un grito. Entonces
cepillos y limas sobre la alfombra; toallas todavía ella le soltó diciendo:
húmedas, jabones olvidados sobre el mármol, —No nos peguemos; ya ves que soy la m á s
f r a s c o s destapados. La joven, p a r a quitarse el fuerte.
blanco de los hombros y los brazos, se había me- El joven quedó pálido con la vergüenza de aquel
tido en el baño de mármol, y placas irrisadas se dolor que sentía en sus muñecas. La m i r a b a ir y
redondeaban sobre la superficie del agua fría. venir por el gabinete, arrojando al suelo muebles,
Máximo pisó un corsé y por poco se cae; quiso reflexionando y trazando el plan que bullía en su
reírse, pero temblaba ante el d u r o semblante de cerebro desde que había sabido por su marido el
Renata, quien acercándose á é l y empujándole, le casamiento de Máximo,
dijo en voz b a j a : —Voy á e n c e r r a r t e aquí—dijo por último,—y
—¿Es verdad que te casas con la jorobada? cuando sea de día partiremos p a r a el Havre.
— Ni pensarlo,—murmuró él.—¿Quién te lo ha Máximo palideció todavía más.
dicho? —¡Pero esa es una locura!—exclamó—Nosotros
—No mientas. Es inútil. no podemos irnos juntos... Tú ^has perdido la ca-
Máximo se sublevó; R e n a t a 1« producía inquie- beza...
tud y quería concluir. —Es posible. En todo caso tu p a d r e y tú seréis
- 160 — -.161 -

los que me la habéis hecho perder... Te necesito el espanto s e i b a apoderando de Máximo. ¡Aban-
y te llevo. ¡Tanto peor para los imbéciles! donar París, ir tan lejos con una m u j e r que segu-
Diciendo esto se aproximó más á Má.dmo, ramente estaba loca, dejar t r a s de sí una historia
abrasándole el r o s t r o con su aliento y añadiendo: cuyo vergonzoso carácter le d e s t e r r a r í a para
—¿Qué haría yo si le casases con la jorobada? siempre! Aquello parecía u n a terrible pesadilla
Os burlaríais de 11 í y tal vez me vería obligada á que le ahogaba.
t o m a r á ese papanatas de Mussy que ni siquiera Buscaba con desesperación un medio p a r a salir
sirve p a r a calentarme los pies.». Cuando se ha del gabinete, de aquel recinto sonrosado, en el
hecho lo que nosotros, hay que permanecer jun- que creía oir la campana de Charentón, y p o r fin
tos. Por otra p a r t e , me a b u r r o cuando no te creyó haberlo encontrado.
tengo á mi lado, y como m e voy, te llevo con- - E l caso es que no tengo d i n e r o - d i j o con dul-
migo.
zura á fin de no e x a s p e r a r l a . - S i me encierras
—Vaya, querida Renata, no digas tonterías. no podré procurármelo.
Piensa en el escándalo. —Yo lo t e n g o - d i j o Renata con aire d$ triunfo.
—¡A. mi qué me importa el escándalo! Si te nie- - T e n g o cien mil francos. Todo se a r r e g l a r á per-
gas, bajo al salón y digo gritando que nos hemos fectamente...
acoátado juntos y que eres lo b a s t a n t e vil para Sacó del armario de luna la escritura de cesión
q u e r e r casarte con la j o r o b a d a . que su marido le había dejado con la vaga espe-
Máximo bajó la cabeza; le escuchaba cediendo r a n z a d e que tal vez cambiaría de idea; la puso
y aceptando aquella voluntad que tan rudamente encima del tocador, hizo que Máximo la diese una
se le imponía. p l u m a y un tintero que había en el dormitorio y
—Iremos al Havre—continuó Renata;—y allí pa- apartando los jabones fir.r.ó el documento.
saremos una temporada. Nadie nos volverá á mo- -Ya está hecha la t o n t e r í a . . . Si m e r o b a n es
lestar. S i n o c r e e m o s e s t a r b a s t a n t e lejos partiremos porque quiero... Antes de i r á la estación pasare-
para América. Yo que siempre tengo frío, me en- mos por c a s a d e S a n s o n n e a u . . . Ahora Máximo mío,
c o n t r a r é allí p e r f e c t a m e n t e . Muchas veces he voy á encerrarte aquí y cuando todo el mundo se
envidiado á las criollas... ,haya retirado, saldremos por el jardín. No teña-
A medida que iba desarrollando sus proyectos, mos necesidad de llevar ni aún maletas.
T 0 M 0 H
CANAJXA.—11
Renata se ponía alegre; aquella calaverada la
mecía sobre la nevada alfombra en medio de la
entusiasmaba, considerándola como una suprema
desgarrada malla y de las faldas caídas por el
excentricidad. Cogiendo á Máximo entre sus bra-
zos, m u r m u r ó : suelo.
El marido avanzó y el sentimiento de la necesi-
—¡Te he hecho daño, querido mío! ¿Por qué te
dad de un acto enérgico entenebrecía y manchaba
negabas?/.. Ya v e r á s como nos divertimos. ¿A.ca-
su rostro y le hacía a p r e t a r los puños como p a r a
so tu jorobada te tenía que a m a r más que yo?...
aplastar á los culpables. La ira en el hombrecillo
Esa no es una m u j e r , es una negrilla...
turbulento estallaba con el estrépito de un caño-
La joven reía, le estrechaba contra sí, le besaba
nazo. Lanzó al cabo una estridente sonrisa y acer-
en los labios, cuando un ruido hizo volver á am-
cándose poco á poco exclamó:
bos la cabeza.
—Le estabas anunciando tu casamiento, ¿ver-
Saccard estaba de pie en el umbral de la puerta.
dad?
Reinó un momento terrible de silencio. Renata
Máximo retrocedió arrimándose c o n t r a la p a r e d
desprendió lentamente sus b r a z o s del cuello de
y balbuceó:
Máximo, y sin b a j a r la frente, continuaba m i r a n -
—Oyeme, ha sido ella...
do á su marido con sus g r a n d e s ojos, fijos con la
Iba á acusarla cobardemente, á a r r o j a r el c r i -
inmovilidad de la muerte, mientras que el joven,
men sobre la joven, á decir que quería r o b a r l e y
a t e r r a d o , anonadado, vacilaba, con la cabeza ba-
á defenderse con la humildad y el t e m b l o r del
ja. Saccard, electrizado por aquel supremo golpe
niño sorprendido en una falta, pero no tuvo fuer-
que p o r fin despertaba en él los sentimientos de
za p a r a tanto; las p a l a b r a s se secaban en su gar-
esposo y de p a d r e , no dió un paso, lívido y abra- ganta. Renata conservaba su rigidez de estatua,
sándolos con el fuego de su mirada. Las tres bu- muda y provocativa. Entonces Saccard, buscando
jías brillaban con la inmovilidad de una lágrima sin duda algún a r m a , lanzó una m i r a d a á su alre-
ardiente en medio de aquella templada y a r o m á - dedor, y sobre la esquina del tocador, en medio
tica atmósfera. Y solo un ligero eco de la música de los peines y cepillos de u ñ a s , vió la escritura
que subía por la estrecha escalerilla, cortaba de cesión, cuyo papel sellado amarilleaba sobre el
aquel terrible silencio; el vals, con sus inflexiones mármol. Miró el documento, miró á los culpables,
da serpiente, se deslizaba, se enroscaba y se ador- y después, inclinándose, r e p a r ó que la escritura
sola, de pie en medio del gabinete-tocador, con-
estaba firmada. Sus ojos p a s a b a n desde el tintero
templando la puerta de la escalera, por donde
abierto á la pluma, todavía húmeda, que se halla-
acababa de ver desaparecer las espaldas del padre
ba al pie del candelabro, y quedó parado ante
y del hijo. No podía separar la vista de aquel agu-
aquella firma con a i r e reflexivo.
jero. ¿Qué era aquello? ¿Se habían marchado ami-
El silencio parecía a u m e n t a r , las llamas de las
gablemente? ¿Aquellos dos hombres no se habían
bujías se a l a r g a b a n , el vals se mecía á lo largo de
aplastado? Púsose á escuchar p o r si oía el ruido
los tapices con mayor molicie... Saccard se enco-
de alguna lucha tremenda ó el r o d a r de algún
gió ligeramente de hombros, miró á su m u j e r y á
cuerpo á lo largo de la escalera. ¡Nada! En aque-
su hijo con p r o f u n d a intención, como p a r a arran-
llas perfumadas tinieblas no se oía m á s que el
car á sus semblantes una explicación que no en-
ruido del baile. Creyó distinguir á lo lejos las ri-
contraba; después dobló lentamente el documento
sas de la marquesa y el claro acento de M. de Saf-
y lo guardó en el bolsillo de su f r a c . Sus mejillas
fré. Luego ¿el d r a m a ya había terminado? Su cri-
habían palidecido e n extremo.
men, los besos en el g r a n lecho gris y rosa, las
—Has hecho bien en firmar, querida amiga,—
feroces noches de la estufa, todo aquel amor mal-
dijo lentamente á su mujer.—Te acabas de ganar
dito en que se había abrasado d u r a n t e algunos
cien rail f r a n c o s . Esta noche te t r a e r é el dinero.
meses, ¿concluían de aquel modo tonto é innoble?
Arístides estaba casi risueño; solo sus manos
¡Su marido lo sabía todo y ni siquiera le pegaba! Y
temblaban. Dando después algunos pasos, añadió:
el silencio que la rodeaba, aquel silencio en que
—Aquí se ahoga uno. ¡Qué idea más extrava-
se mecia el interminable vals, le espantaba mucho
gante la de venir á combinar alguna de vuestras
más que el r u í l o de un asesinato. Aquella t r a n -
b r o m a s en este baño de vapor!...
quilidad aquel gabinete suave y discreto, lleno de
Y dirigiéndose á Máximo q u e había levantado
amoroso p e r f u m e le producían miedo:
la cabeza sorprendido por el tranquilo acento de
Su desnudez la i r r i t a b a . Volvió la cabeza y miró
su p a d r e , le dijo:
á su alrededor. El gabinete-tocador conservaba
—Vamos, ven. Te he visto subir y he venido á
su aromática pesadez, un tibio silencio, al que las
b u s c a r t e para que te despidas ds M. Mareuil y de
frases del vals llegaban incesantes, como las últi-
BU hija.
mas y m o r i b u n d a s oscilaciones de una superficie
JiOS i o s hombres b a j a r o n juntos. Renata quedó
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líquida. Aquella lejana risa, pasaba sobre ella co- esperando que oiría l l o r a r á R e n a t a a r r i b a . Cuan¿
mo un sarcasmo horrible. Se tapó los oídos para do la joven abrió la p u e r t a , una de las hojas casi
no oír y entonces vió el lujo del gabinete. Levantó abofeteó á su cuñada.
la vista hacia la rosada tienda, hasta la corona de —¡Me estabas espiando!—la dijo encolerizada.
plata que dejaba ver un mofletudo amorcillo pre- —¿Acaso me ocupo yo de tus porquerías?—res-
parando su flecha; después de haber recorrido con pondió Sidonia con gran desdén.
la vista todos aquellos objetos d e s p a r r a m a d o s que
Y recogiendo su t r a j e de maga y a p a r t á n d o s e
le recordaban su vergüenza, volvió al centro del
con majestuosa m i r a d a , añadió:
gabinete, con el rostro amoratado, no sabiendo
—Hija, no es culpa mía si suceden accidentes...
p o r donde h u i r de aquel p e r f u m e de gabinete, de
Pero yo no guardo rencor ¿entiendes? Puedes es-
aquel lujo que se descotaba con la impudicia de la
tar persuadida de que*hubieras encontrado en mí
prostituta y q u e todo lo presentaba sonrosado.
y encontrarás todavía una segunda m a d r e . Te es-
Cerró los ojos momentáneamente y cuando v o l - pero en mi casa cuando gustes venir á ella.
vió á abrirlos se miró al espejo. Estaba acabada, Renata no la escuchaba. E n t r ó en el g r a n salón,
se vió m u e r t a . Todo su rostro le decía que el tras- cruzó por entre una complicada figura del cotillón,
torno c e r e b r a l se consumaba. Entonces a r r o j ó so- sin r e p a r a r siquiera en la extrañeza que producía
b r e sus h o m b r o s una capa de pieles p a r a no a t r a - su capa. Había allí grupos de señoras y caballeros
vesar el baile completamente desnuda y bajó. que se mezclaban agitando banderolas y se oía la
En el saloncito se quedó frente á f r e n t e con Si- voz de M. de Saftié, que decía:
donia, quien, p a r a g o z a r del drama, se había
—¡Vamos, señoras! «¡La g u e r r a de Méjico!»...
apostado en el pórtico de la estufa. P e r o no supo
Es preciso que las señoras hagan las malezas ex-
qué pensar cuando apareció Saccard con Máximo,
tendiendo sus faldas en r e d o n d o y acurrucándose
y á todas las p r e g u n t a s que en voz baja le dirigió,
en el suelo, á la vez, los caballeros que giren alre-
la contestó brutalmente su hermano que soñaba y
dedor de las malezas... y después, cuando yo dé
que no había absolutamente nada. Después, Sido-
una palmada, cada uno valsará con su maleza.
nia olfateó la v e r d a d . Su amarillo rostro palideció.
Dió una palmada. Los instrumentos metálicos
Le parecía demasiado f u e r t e la cosa. Y suavemen-
sonaron y el vals lanzó una vez más las p a r e j a s
t e f u é á p e g a r el oído á la p u e r t a de la escalera,
alrededor del salón. La figura había alcanzado
ba un momento pr-ra poder hablar bajo con Luisa,
pòco éxito. Dos señoras se habían quedado sobré
la alfombra e n r e d a d a s en sus encajes. La señora que la miraba con su serena curiosidad. Mientras
Darte declaró que lo que le gustaba de «La guerra los hombres se apretaban una vez más las manos,
de Méjico», e r a hacer «pompas» con el vestido se inclinó y murmuró:
como en el colegio. —¿No se casará usted con él, verdad? No es po-
Renata llegó al vestíbulo, encontró á Luisa y á sible. Bien sabe usted que...
su padre, acompañados de Saccard y Máximo. El Pero la niña la interrumpió, empinándose y di-
b a r ó n Gourand se había marchado. Sidonia se re- cióndola al oído:
tiraba con Mignon y Charrier; mientras que M. Hu- —¡Oh! Tranquilícese usted; me lo llevo... Nos
pel de la None acompañaba á la señora Michelin, m a r c h a m o s á Italia.
á quien su marido seguía discretamente. El pre- Y sonreía con su vaga sonrisa de esfinge vicio-
fecto había empleado el resto de la noche en ha- sa. Renata quedó balbuciente. No comprendía
cer la corte á la linda m o r e n a , y acababa de deci- aquello, ó imaginaba que la jorobada se b u r l a b a
dirla á pasar un mes de verano en su departamen- de ella. Después cuando los Mareuil se marcha-
to, «en donde había antigüedades verdaderamente ron, repitiendo muchas veces: «¡Hasta el domin-
curiosas.» go», miró á su marido, miró á Máximo y viendo
con espantados ojos sus caras tranquilas y su as-
Luisa, que mascaba, ocultándose, un almendra-
pecto satisfecho, se cubrió el r o s t r o con las ma-
do que tenía en el bolsillo, se vió atacada de uñ
nos, huyó y se refugió en el fondo de la es-
acceso de tos en el momento de salir.
—Tápate bien,—le dijo su p a d r e . tufa.
Las avenidas estaban desiertas. Los g r a n d e s fo-
Y Máximo se a p r e s u r ó á ceñir más el lazo del
llajes dormían, y sobre la pesada s á b a n a del e s -
capuchón de su salida de baile. Ella alzaba la bar-
tanque, dos capullos de ninfeas se e n t r e a b r í a n
ba y se dejaba envolver. Guando Renata apareció,
lentamente. Renata hubiera querido llorar; p e r o
M. de Mareuil volvió á despedirse de ella, por cuyo
aquel húmedo calor, aquel olor f u e r t e que reco-
motivo c h a r l a r o n unos instantes. Renata querien-
nocía, le a p r e t a b a n la g a r g a n t a y estrangulaban
do explicar su palidez y su temblor, dijo q u e te-
su desesperación. Miraba á sus pies, á orillas del
nía frío y q u e había subido á sus habitaciones
estanque, aquel sitio de amarilla a r e n a , sobre el
p a r a echarse un abrigo s o b r e los hombros. Espia-
cual el invierno anterior extendió] la piel de 0*0; nándose un momento, cimbreándose sobre la ex-
y cuando levantó los ojos, vió todavía uoa figura tendida mano de un bailarín, partiendo después y
más del cotillón, allá en el fondo, á través de las llegando de espaldas ó de f r e n t e con nueva pare-
dos puertas que estaban abiertas. ja, recibiendo al desfilar los abrazos de todos los
Aquello era un ruido ensordecedor, una confusa hombres del salón. Al mismo tiempo, la señora
batahola en que no vió al pronto más que faldas, d' Espanet había conseguido apoderarse de la de
volantes y n e g r a s piernas girando y volteando. Haffner y bailaba con ella sin quererla soltar.
M. de Saffré gritaba: «¡El cambio de señoras! ¡El El Oro y la Plata, bailaban juntos amorosa-
cambio de señoras!» y las p a r e j a s a t r a v e s a b a n en mente.
medio de un amarillo y fino polvo; cada caballero, Renata comprendió entonces aquel torbellino
después de h a b e r dado t r e s ó cuatro vueltas de de faldas, aquel movimiento de piernas. Estaba
vals, a r r o j a b a su dama en b r a z o s de su vecino, colocada debajo y veía la f u r i a de los pies, el ba-
quien á su vez le a r r o j a b a la suya. La b a r o n e s a tiburrillo de botas lustradas y tobillos blancos de
de Meinhold, con su t r a j e de Esmeralda, caía de los bailarines. Habia momentos en que creía que
los brazos del conde de Ctiibray á los de M. Simp- un golpe de viento iba á levantar las faldas. Aque-
son, quien la cogía al descuido por un hombro, en llos bustos desnudos, aquellos desnudos brazos y
tanto que su mano enguantada se deslizaba bajo desnudas cabelleras, que volaban y se arremoli-
su cuerpo. La condesa Van^ka, enrojecida, hacien- naban, cogidos, lanzados y vueltos á coger desde
do sonar sus colgantes de coral, iba de un e m p e - el fondo de aquella galería en que el vals de la
llón, desde el pecho de M. de Saffré al del duque orquesta se hacía más sensual, en que la r o j a ta-
de Rozán, á quien se asía, obligándole á hacer pi- picería palidecía bajo las últimas convulsiones del
r u e t a s por espacio de cinco compases, p a r a coger- baile, se le aparecieron como la imagen tumultuo-
se en seguida á la cadera de M. Simpson, que sa de su propia vida, de sus desnudeces y sus
acababa de a r r o j a r la Esmeralda al director del abandonos. Experimentó tal dolor al considerar
baile. Las señoras Teisiere, Darte y L a u w e r e n s que Máximo p a r a coger á la jorobada entre sus
relucían como g r a n d e s y vivientes joyas, con la brazos la había a r r o j a d o á ella allí, en donde tan-
r u b i a palidez del Topacio, el templado azul de la to se habían amado, que pensó a r r a n c a r un tallo
Turquesa y el azul ardiente del Záfiro, abando- del tanghin que le rozaba las mejillas y mascarlo
IE í
1s hasta el tronco. Pero fué cobarde y quedó inmó-
ftPl vil delante del arbusto, tiritando bajo el abrigo
MIE
de pieles que tenía en sus manos, y apretándolo
estrechamente con profunda expresión de aterro-
rizada vergüenza.

i l v, U VII

I itfl 81

Tres meses después, en una de esas tristes ma-


ñanas de primavera, Arístides Saccard bajaba del
coche en la plaza de Chateau d< Eau, y se interna-
ba con otros cuatro señores en el laberinto de de-
rribos que habían de dar paso al bulevar del prín-
I n i :
cipe Eugenio; eran los individuos que formaban
I
l i l i la Comisión de informe enviada por el Jurado de

III1
ili indemnizaciones para apreciar en el sitio mismo
ciertos inmuebles, cuyos propietarios no habían
podido entenderse amistosamente con el Muni-
cipio.
Saccard renovaba el golpe de fortuna de la calle
!
de la Pepiniere. P a r a que el nombre de su mujer
desapareciese completamente, ideó, en primer
IE í
1s hasta el tronco. Pero fué cobarde y quedó inmó-
ftPl vil delante del arbusto, tiritando bajo el abrigo
MIE
de pieles que tenía en sus manos, y apretándolo
estrechamente con profunda expresión de aterro-
rizada vergüenza.

i l v, U VII

I itfl 81

Tres meses después, en una de esas tristes ma-


ñanas de primavera, Arístides Saccard bajaba del
coche en la plaza de Chateau d< Eau, y se interna-
ba con otros cuatro señores en el laberinto de de-
rribos que habían de dar paso al bulevar del prín-
I n i :
cipe Eugenio; eran los individuos que formaban
I
l i l i la Comisión de informe enviada por el Jurado de

III1
ili indemnizaciones para apreciar en el sitio mismo
ciertos inmuebles, cuyos propietarios no habían
podido entenderse amistosamente con el Muni-
cipio.
Saccard renovaba el golpe de fortuna de la calle
}
de la Pepiniere. P a r a que el nombre de su mujer
desapareciese completamente, ideó, en primer
término, una venta de los terrenos y del café-can- paisaje, de un color amarillento sucio; p o r el que
tante, cediendo Sansonneau todo á un supuesto no cruzaban más que pálidos o b r e r o s , caballos
acreedor y consignándose en el contrato de venta llenos de lodo y carretas cuya madera desapare-
la colosal suma de t r e s millones. Tan exorbitante cía bajo una costra de polvo. Andaban uno t r a s
era aquella suma, que cuando en nombre del su- del otro, en fila, saltando de piedra en piedra,
puesto propietario reclamó el agente de expropia- evitando los charcos, hundiéndose algunas veces
ciones el valor del inmueble en venta como in- hasta los tobillos y j u r a n d o al mismo tiempo que
demnización, el Ayuntamiento no quiso conceder sacudían los pies.
más que dos millones y medio, á pesar de los se- Mientras tanto habían T llegado á uno de los in-
cretos manejos de Michelin y los argumentos de muebles que debían visitar; despacharon su mi-
M. Tontín-Laroche y del b a r ó n de Gourand. Sa- sión en un cuarto de hora y prosiguieron su pa-
ccard esperaba aquel resultado y repasó el fallo, seo. Poco á poco fueron perdiendo el h o r r o r al
dejando que el expediente pasase al Jurado, del lodo, y andaban por entre los charcos convenci-
cual formaba p a r t e precisamente con M. de Ma- dos de la imposibilidad de no m a n c h a r sus botas.
reuil, merced á una casualidad á la que debió Guando hubieron pasado la calle de Menilmontant
contribuir sin duda. Y asi fué como se encontró uno de los industriales, el antiguo afilador, pare-
con el encargo en unión de otros cuatro compa- ció inquieto, examinando las r u i n a s que había á
ñeros, de i n f o r m a r de sus propios terrenos. su alrededor, sin reconocer el b a r r i o . Dijo que
M. de Mareuil le acompañaba. Entre los otros había vivido allí, hacía ya más de treinta años, y
t r e s j u r a d o s había un médico que f u m a b a cons- que le gustaría encontrar el sitio. Estudiaba aten-
tantemente, sin cuidarse lo más mínimo de los tamente las puertas y las ventanas de uno de los
cascotes, p o r encima de los cuales debía pasar, y edificios, y después señalando con el dedo un ex-
dos industriales, uno de los cuales, fabricante de tremo del d e r r i b o en la p a r t e más alia, exclamó:
instrumentos de cirujia, había sido en otro tiempo — ¡Ahí está! ¡La reconozco!
afilador ambulante. —¿El qué?—preguntó el médico.
Aquellos señores, con sus embetunadas botas, —Mi habitación. Sí, es ella.
sus gabanes y sus sombreros de copa alta, forma- La emoción se apoderó del obrero. (
ban un contraste singular en aquel enfangado —Ahí he pasado cinco años,—murmuró.—La
- 176 - ¿ París con el ruido de aquellos escudos verdade-

situación no era muy buena en aquellos tieupos, ros que a r r o j a b a á paletadas sobre los estantes de
p e r o todo me e r a indiferente, porque era joven... su caja de hierro.
¡Qué tiempos más hermosos! Tan perfectamente había m a n e j a d o Sansonneau
La Comisión de informe se detuvo después á el negocio de Charonne, que Saccard, después de
examinar dos inmuebles más: el médico se queda- una ligera vacilación, llevó su honradez hasta el
ba siempre á la p u e r t a , fumando y examinando extremo de darle el diez por ciento y su prima de
el cielo. treinta mil francos. El agente de expropiaciones
Llegaron p o r fin al término de su c a r r e r a . Los puso entonces una casa de b a n c a , y cuando su
antiguos t e r r e n o s de la señora Aubertot eran muy cómplice, con acento avinagrado, le acusaba de
extensos; el café-cantante y el jardín ocupaban ser más rico que él, le respondía sonriendo:
solamente una mitad, y en el resto había algunas —¡Qué quiere usted, mi querido maestro! Usted
construcciones de poca importancia. sabe hacer llover monedas de cinco francos, pero

El agente de expropiaciones f u é quien recibió á no sabe recogerlas.

la Comisión, haciéndola pasar por el j a r d í n y visi- En medio de aquellos intereses, de aquellas ar-
t a r el café. dientes ansias nunca satisfechas, Renata agoniza-
—¡Vaya! Ya está concluido, señores,—dijo Sa- ba. La tía Isabel había muerto.su h e r m a n a se ha-
ccard,—y si me lo permitís yo me encargaré de bía casado y en el hotel Berand solo quedaba su
redactar el informe. padre, envuelto en la sombría gravedad de a q u e -
Marcharon todos y encontraron después un co- llas habitaciones.
che en la calle de Charonne, subiendo á él, satis- Renata envejecía y sus ojos se e n c e r r a b a n en
fechos como si hubiesen pasado un día de campo. un circulo amoratado, su nariz se hundía. Aquello
Saccard redactó el informe y el Jurado concedió era el fin de una m u j e r .
los t r e s millones. El especulador estaba con el Cuando Máximo se hubo casado con Luisa y los
agua al cuello y no hubiera podido esperar un jóvenes partieron para Italia, Renata no sintió
mes más; aquel dinero le salvaba de la ruina y i n q u i e t u d alguna por su a m a n t e ; pareció que lo
hasta quizás también de los tribunales. Dió qui- habia olvidado todo. Y cuando al cabo de seis me-
nientos mil francos á su tapicero, del rci lón qae ses, Máximo volvió solo, después de h a b e r ENTE-
,le debía, tapó algunos otros agujeros y ensordeció L É CANALLA.—12 ^
r r a d o á «la jorobada* en el cementerio de un
pueblecito de Lombardía, le manifestó solamente Celeste n o respondía, sonriendo de un modo
odio. Recordó á Phedro; se acordó sin duda de singular, y una mañana p o r fin, dijo á su ama
aquel venenoso amor, y entonces para no volver á que se marchaba, que se iba á su pueblo; R e n a t a ,
e n c o n t r a r en su casa al joven, para a b r i r un abis- al escuchar sorprendida el deseo de Celeste, de-
mo de v e r g ü e n z a entre el padre y el hijo, obligó mu lóse, temblando como si le ocurriese una g r a n
á su marido á conocer el incesto, contándole que desgracia. Reponiéndose después, la dirigió infi-
el día aquel en que la s o r p r e n d i ó con Máximo, nidad de preguntas. ¿Por qué la a b a n d o n a b a ,
e r a éste quien la perseguía desde hacía mucho cuando tan bien se llevaban? La ofreció doble sa-
tiempo, deseando violentarla. lario, pero la c a m a r e r a decía que no con la ca-
A Saccard le extrañó mucho la insistencia de beza.
Renata en hacerle a b r i r los ojos y no tuvo más —Señora—respondió por fin.—Aun cuando me
remedio que enojarse con su hijo y d e j a r de ver- ofreciese usted todo el oro del P e r ú , no me que-
le. El joven, viudo y rico con la dote de su mujer, daría una s e m a n a más. ¡No me conoce usted!
se f u é á vivir como un soltero, en un hotelito de Ocho años hace que estoy con usted, ¿verdad?
la avenida de la Emperatriz. Había hecho dimisión
Pues bien, desde el primer día m e dije: «Cuando
de su cargo en el Consejo de Estado y vivía ale-
tenga cinco mil francos me vuelvo por allá, com-
gremente. R e n a t a gozó con aquello una de sus
praré la casa de Lagache y viviré feliz...» Es una
m a y o r e s satisfacciones. Se vengaba, lanzaba al
promesa que me he hecho á mí misma, y como ya
r o s t r o de aquellos dos hombres la infamia que
tengo los cinco mil francos...
habían dejado caer sobre ella, y decía que en lo
Renata sintió frío en el corazón; veía á Celeste
sucesivo ya no les vería burlándose de ella, eoji-
pasar por d e t r á s de ella y de Máximo mientras se
dos del brazo como dos c a m a r a d a s .
abrazaban y lo veía con su indiferencia y perfecto
A la única persona á quien conservaba cariño desprendimiento, pensando solamente en sus cin-
era á Celeste. co mil francos. No obstante, intentó hacerla de-
Algunas veces., en sus momentos de tristeza, la sistir ante el espanto del vacio en que quedaba, y
decía: sofundo, á pesar de todo, r e t e n e r aq ielia bestia
-r-IIija mía, tú serás quien rae cierre los ojos. testarudi á su lado, á la q u e había creído llena
de abnegación, cuando solo estaba llena de eguis-
mo. Celo3te sonreía y movía la cabeza, murmu-
rando:
tenían el a i r e presumido de amantes Venturosos.
—No, no, eso no es posible... A mi misma ma- ¡Y ella, en el fondo de su corazón no encontraba
d r e se lo n e g a r í a . más que hastío y sorda envidia! ¿Era ella tal vez
Renata no insistió más y al día siguiente quiso m e j i r que los demás p a r a doblegarse así bajo los
acnmpaiiir á Celeste á la estación en su propio placeres, ó quizás los otros podían a l a b a r s e de
coche. tener naturaleza más fuerte que la suya? Renata
Cuando llegaron estuvieron un rato charlando, lo ignoraba; apetecía nuevos deseos para v o l v e r á
y al t o c a r la campana, cogió precipitadamente los comenzar su vida, cuando al volver la cabeza, con-
ocho ó diez paquetes de que no había querido se- templó á su lado, un espectáculo que destrozó su
p a r a r s e , se dejó besar y se marchó sin volver la corazón con un golpe supremo.
cabeza. S i c c a r d y Máximo paseaban lentamente, cogi-
Renata permaneció en la estación hasta que dos del brazo. Sin duda el p a d r e había visitado
hubo partido el t r e n , subió al coche y mandó al al hijo y los dos j u n t o s bajaban muy entretenidos,
cochero que se dirigiese h a f i a el bosque. charlando.
Los recostados jardiniilos huían sin cesar; el — Eres un tonto,—repetía Saccard.—Cuando se
agua de los lagos se irrisaba bajo los r a y o s del tiene dinero como tú, no se le deja d o r m i r en el
sol, cada vez más oblicuos y la fila de carruajes fondo del cajón. En el negocio de que te hablo se
prolongaba sus movibles reflejos. La joven, arras- puede g a n a r un ciento por ciento. Es un negocio
t r a d a y seducida por aquel regocijado espectácu- seguro. Ya sabes que si así no f u e r a , no q u e r r í a yo
lo, tenia vaga conciencia de todos los apetitos que meterte en él.
r o d a b a n en medio de la luz; no sentía indignación El joven parecía a b u r r i r s e ante aquella insisten-
contra aquellos seres que se nutrían de desperdi- cia; sonreía con su peculiar aspecto de compla-
cios, p 3 ,ro los odiaba por su alegría, por el triunfo cencia y miraba los coches.
de q ie hacían alarde bajo los ardientes r a y o s del —¿Ves aquella m u j e r pequeñita, allá abajo, ves-
sol. Mostrábanse soberbios y risueños; las muje- tida de color de violeta?—dijo de pronto.—Es una
res se extendían en sus coches, polvoreadas y pro- planchadora que ese animal de Mussy ha lanzado
vocativas; los h o m b r e s lanzaban vivas miradas y al mundo.
Miraron ambos á la mujer vestida de color de
violeta, y sacando después Saccard un cigarro del
bolsillo, se dirigió á Miximo que fumaba tranqui- brero de copa alta, ligeramente inclinado y cuya
lamente, diciéndole: seda relucía.
—Dame lumbre. Renata encontró al Emperador envejecido. Su
Se detu ieron un instante frente á frente, acer- boca se e n t r e a b i í a perezosamente bajo sus gran-
cando sus rostros. des bigotes retorcidos con cosmético; sus párpa-
dos caían hasta el extremo de cubrir casi los apa-
—Mira,—continuó el padre volviendo á cogerse
del brazo de su h jo,—serás un imbécil si no me gados ojos, cuyo gris amarillo se n u b l a b a más
haces caso... ¿Me llevarás m a ñ a n a los cien mil cada día; solo la nariz conservaba siempre su per-
francos? fil seco, destacándose sobre el vago semblante.

—Ya sabes que no voy á tu casa,—respondió Mientras las damas de los coches sonreían dis-
Máximo mordiéndose los labios. cretamente, los que iban á pie se colocaban á l i
—¡BahI ¡Tonterías! Es preciso que eso termine vista del Príncipe. Algunas manos se l e v a n t a b í n
de una vez. para saludar, pero Saccard que se había descu-
Dieron algunos pasos en silencio, y Renata, sin- bierto antes de que los batidores pasasen, esperó
tiéndose desfallecer, sepultó la cabeza entre los que el coche imperial se e n c o n t r a r a frente á él, y
gritó con su acento provenzal:
almohadones del cupé para no ser vista, cuando
un r u m o r creciente se sintió á lo largo del paseo. —¡Viva el Emperador!
En las aceras deteníanse los paseantes y se vol- Este sorprendido, se volvió, reconoció sin duda
vían con la boca abierta, siguiendo con la vista al entusiasta y devolvió el saludo sonriendo. D e s -
algún o l j e t o . Oyóse un ruido $ á s vivo de ruedas; pués, todo desapareció en el sol; la fila de coches
los c a r r u a j e s se a p a r t a r o n respetuosamente y apa- se volvió á c e r r a r y Renata no vió por encima de
recieron dos batidores vestidos de verde, con cas- las crines, entre las espaldas de los lacayos,
quetes redondos. Corrían algo inclinados, al trote más que los casquetes v e r d e s de los batido-
res.
de sus g r a n d e s caballos bayos, dejando trás sí un
espacio, en el cual apareció el Emperador. Quedó un momento con los ojos completamente
Iba en el fondo de un lando y vestía de negro, abiertos, llenos de aquella aparición que la recor-
con la levita abrochada hasta la b a r b a , con som - daban otro momento de su vida. Le parecía que el
Emperador, a! rr,t?>,ciarse con la fila do carruajes»
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ácababa de lanzar el último r a y o necesario , agua, cuyo chorro hilado tanto las gustaba reci-
p a r a d a r significación á aquel triunfal des- bir sobre sus manitas. '
file. Después subió la grande y silenciosa escalera y
En aquel momento parecía una gloria; todas encontró á su padre en el fondo de la tendida hi-
aquellas r u e d a s , todos aquellos hombres condeco- lera, de exiensas habitaciones. La figura del a n -
rados, todas aqiiellas m u j e r e s tendidas lánguida- ciano se destacaba y se perdía lentamente en la
mente, desaparecían envueltas en los resplando- obscuridad de la antigua morada, en aquella úl-
r e s y el ruido del landó imperial. tima soledad en la que se había e n c e r r a d o por
Aquella sensación se hizo tan aguda y dolorosa, completo desde la m u e r t e de su h e r m a n a .
que la joven experimentó !a imperiosa necesidad Entonces pensó Renata en los personajes del
de huir de aquel triunfo, de aquel grito de Sac- Bosque, en aquel otro anciano, en el barón de
card que todavía resonaba en sus oídos, de aquel Gourand, que paseaba su cuerpo al sol, recostado
espectáculo del padre y del hijo, con los brazos sobre almohadones. Subió más todavía; tomó los
enlazados, charlando y paseando. Con las manos c o r r e d o r e s las escaleras interiores y se dirigió al
s o b r e el pecho, como abrasada por ¡<n fuego inte- cuarto de las niñas. Cuando se enconti ó a r r i b a ,
í i o r , sintió vaga esperanza de alivio y de saluda- Vió la llave en el clavo acostumbrado, una llave
ble locura, cuando inclinándose hacia el cochero,
grande, enmohecida, en que las a r a ñ a s habían te-
dijo:
jido su tela. La c r r a d u r a lanzó un quejido. ¡Qué
—¡Al hotel Berand! triste estaba el cuarto de las niñas! Al e n c o n t r a r -
El patio conservaba su frialdad de claustro. Re- le tan vacío, tan sombrío y mudo, sintió R e n a t a
nata dió vuelta á las a r c a d a s , feliz al sentir la hu- que el corazón se le oprimía.
medad sobre sus hombros, y se aproximó á la pila Cerró la puerta de la p a j a r e r a , que estaba abier-
verde por el musgo y desgastada por el roce; con- ta, pensando que por aquella p u e r t a habían huido
templó la cabeza de león, medio b o r r a d a y con la los goces de su infancia. Detúvose ante las jardi-
b o c i abierta, que dejaba escapar un hilillo de neras y rompió con sus dedos un tallo seco de
agua por el tubo de hierro. ¡Cuántas veces ella y rhndodendión; aquel esqueleto de planta, flaco y
Gristina habían cogido aquella cabeza entre sus lleno de polvo, era todo lo que quedaba de sus
intanti' es brazos p i r a Jlegar hasta el caño de Vivientes canastillas de flores. Y el mismo felpudo,
desteñido, roído por los ratone?, se extendía cóa de aguas estancadas y cenagosas, cuya v r H o e a
la melanco ía del sudario, que espera d u r a n t e mu- superficie se perdía entre las b r u m a s del cielo. A
chos años la prometida muerte. En un rincón, en la izquierda el muelle de Enrique IV y el de la
medio de aquella desesperación muda, de aquel Rapie enfilaban á un tiempo sus hileras de CSSIF,

a b a n i o n o cuyo silencio lloraba, encontró una de aque las, casas que veinte años, habían vií-to allí
sus antiguas muñecas; destruido el resorte, todo las niñas en las mismas manchas obscuras d i los
el sonido que antes al oprimirla producía, se ha- sotechados y las mismas rojizas chimeneas de las
bía salido por un agujero, y la cabeza de porcela- ftbricas. Y por encima de las fábricas el techo de
na continuaba sonriendo con sus labios de esmal- pizarra de la Salpetriere, azulado por el adiós del
t sobre aquel cuerpo blando que locuras de mu- sol, se la presentó de repente como un anticuo
ñeca parecían haber aniquilado. amigo.
Renata se ahogaba en medio de aquel ambiente Perolo q u e l a t r a n 7 u i l i z ó , l o que dió f r e s c u r a á su
desvanecido de sus primeros años. Abrió la venta- pecho fueron las largas y grises vergas: fué. sobre
na y contempló el inmenso paisaje. En él nada todo, el Sena, el gigante que veía acercarse de=tíe
había sucio. Encontraba los e t e r n o s goces, la eter- el extremo del horizonte, derecho hacia ella, co-
na juventud del aire libre. A sus espaldas se ponía mo en aquellos tiempos en que temía verle crecer
el s 1; n o veía más que sus r a y o s al r e t i r a r s e , do- y subir hasta la ventana.
r a n d o con infinita dulzura aquel extremo de ciu- Si acordaba de sus t e r n u r a s con el río, de su
dad q ie tan bien conocía. a m o r h a c i i la colosal corriente, de aquella senta-
Parecía aquello la postrera canción del día, ale- ción que experimentaba ante la mugiente a g u a , e x -
g r e centinela que se iba d u r m i e n d o lentamente tendiéndole como una sábana á sus pies, a b r i é n lofe
s o b r e todas las cosas. alrededor y d e t r á s de ella en dos brazos que ya
Abajo, la estacada tenía reflejos de pálidas lia- no veíi y de los cuales sentía, no obstante, las
m a r a d a s mientras que el puente de Gonstantina puras caricias.
destacaba el negro encaje de sus f é r r e a s cuerdas Ya entonces, ella y su h e r m a n a eran coquetas,
s o b r e la blancura de sus pilares. . y dacían en los días de claro cielo, que el Sena se
A la derecha, las s o m b r a s del Mercado de vinos había puesto su hermoso vestido de seda v e r d e
y del Jardín de plantas formaban un m a r s:r*no íalp-cado de llamas blancas, y que las corriente«
en qoe el agua se agitaba daban al vestido reflejos
de raso, mientras que á lo lejos, más allá de la
cintura de los puentes, placas de luz la prestaban
paños de tela color azul.
R e n a t a , alzando la vista, contempló el espacioso
cielo que se abría ante ella, de color azul pálido,
obscurecido poco á poco en el desvanecido cre-
púsculo. Pensó en la ciudad cómplice, en el res-
plandecimiento de las modas del bulevar, en las
ardientes t a r d e s del Bosque, en los días pálidos y
F E L I C I D A D
crudos de los nuevos y g r a n d e s hoteles.
Después, cuando bajó la cabeza y volvió á pre-
sentársele el pacífico horizonte de su infancia,
aquel rincón de ciudad o b r e r a y burguesa, donde
ella soñaba una v i i a de paz, apareció en sus la*
bios una última a m a r g u r a . Con las manos juntas
sollozó á la caida de la t a r d e .
Al siguiente invierno falleció Renata de una me-
ningitis aguda, teniendo que ser su padre quien
pagó la cuenta de W u r m s que ya ascendía á dos-
cientos cincuenta y siete mil francos.

*ALFONSO RtYES"
^ • ^ m m m E U m
Allá en Numea, cuando Jacobo Damour miraba
el horizonte infinito del m a r , creía ver en él toda
su historia, las miserias del sitio, las cóleras de
la Gommune; después aquella r e d a d a que le echó
tan lejos, medio muerto... No e r a aquella una vi-
sión límpida de los r e c u e r d o s , q u e l e d a b a n a l e g r í a
ó tristeza, sino la sorda rumiación de una inteli-
gencia obscurecida que volvía s o b r e d i misma en
ciertos hechos que quedaban de pie y claros entre
las ruinas del resto.
A los veinticinco años se casó con Felicidad,
una hermosa m u j e r que tenía diecirchó, sobrina
de una f r u t e r a de la Villette, á la que él tenía un
cuarto realquilado. El era g r a b a d o r en metales y
ganaba hasta doce francos diarios; ella había sido
Bjn contar la cocina y un gabinetito p a r a Luisa.
costurera anteriormente, pero como tuvieron un
La habitación daba á un extenso patio, en una pe-
niño muy pronto, tuvo que r d u c í r s e á criar su
queña ala del edificio, abundante de luz y sol,
hijo y á ocuparse del cuidado de la casa. El pe.
pues sus ventanas caían sobre un solar que servía
queño Eugenio m e d r a b a admirablemente. Nueve
de depósito para materiales de derribo, al que por
años más tarde, una niña vino á aumentar la fa-
la mañana y por la tarde venían un sinnúmero de
milia: y ésta, Luis*, estuvo tanto tiempo enfermi-
carretas á descargar escombros y m a d e r a vieja.
za que gastaron c m ella un capital de drogas y
' Cuando estalló la g u e r r a , los Damour h a b i t a b a n
medicamentos. Esto no obstante, el matrimonio
en la calle de los Envierges hacía diez años. Feli-
no era desgraciado. Damour hacía fiesta con fre-
cidad, aun cuando cercana ya á los cuarenta,
cuencia los lunes; pero como era muy razonable,
permanecía joven, un poco llena de c a r n e s , y de
iba á acostarse en cuanto conocía que había be-
una redondez de espaldas y de caderas que hacían
bido mucho, y volvía á su t r a b a j o al siguiente
de ella la guapa del barrio. Jacobo, al contrario,
día tratándose á sí mismo de menos que nada,
estaba seco, y los ocho años que le separaban de
Desde que cumplió doce años fué Eugenio dedica-
su m u j e r le convertían en un viejo al lado de ella.
do al trabajo, y aquel muchacho que apenas sabia
Luisa, repuesta de su salud, pero siempre delica-
leer ni escribir, se ganaba ya la vida. Felicidad,
da, se parecía á su padre, salvo sus morbideces
muy m u j e r de su casa, administraba aquella pe-
de niña; en tanto que Eugenio, entonces de dieci-
queña república con mucha maña y prudencia,
nueve años de ed id, era alto como su madre y te-
a u n q u e un poco perra, según Jacobo, porque solía
nía las anchas espaldas de ésta. Vivían muy uni-
servir en las comidas más legumbres que carne,
dos, fuera de algunos lunes en que el padre y el
con objpto de a h o r r a r algunos napoleones para
hijo se entretenían demasiado en las t a b e r n a s . En-
un c i s o de enfermedad. Aquella fué la rr.ejor épo-
tonces Felicidad rabiaba furiosa al pensar en el
ca del matrimonio. Vivían en M-nimontaut, calle
dinero disipado. Dos ó tres veces llegaron á las
de los Enviergps, en una casa q i e s e componía de
manos; pero esto no tuvo mayores consecuencias;
t r e s departamentos: uno que ocupaba el matri-
era culpa del vino. Se los citaba como modelos d e
monio, el de Eugenio, y un espacioso comedor
buen ejemplo. Cuando los prusianos marcharon
donde habían instalado el taller de cinceladura,
sobre París y empezó la terrible temporada, po-
T 0 M 0
LA C A N A L L A . — 2 3 »'
- 194 —

selan algunos miles de francos en la Caja de aho- do, la justicia y la igualdad reinando en todas p a r -
r r o s . Esto e r a muy hermoso p a r a obreros que tes, arriba y abajo.
habían criado dos hijos. —¡Como el 93!—añadía" categóricamente, sin
Los primeros meses del sitio no fueron muy du- estar muy seguro.
r o s de soportar. En el comedor, donde dormían Damour se quedaba g r a v e . El también era repu-
las herramientas, aún se comía carne y pan blan- blicano, porque, desde la cuna, había oído decir
co. Compadecido por la miseria de un vecino, un á su alrededor que la república seria un día el
pintor decorador que se llamaba Berru y que re- triunfo del o b r e r o , la dicha universal. Pero no
ventaba de h a m b r e , pudo todavía Damour con- tenía una idea fija de cómo aquellas cosas habían
vidarle á comer algunas veces á la semana, y de pasar. P o r eso escuchaba á B e r r u con atención,
bien pronto el c a m a r a d a f u é su huésped obli- pareciéDdole que razonaba muy bien, y que, se-
gado. guramente, la república había de llegar como él
Era muy o c u r r e n t e y tenía siempre una frase decía. Se excitaba, creyendo firmemente que, si
que hacía r e i r , y tanto hizo y tan bien, que acabó París entero, hombres, m u j e r e s y niños, hubieran
por d e s a r m a r á Felicidad, inquieta y trastornada marchado s o b r e Versalles cantando la Marsellesa,
ante aquella inmensa boca q u e se tragaba los me- se habría rechazado al prusiano, tendido la mano
j o r e s bocados. Por la noche se jugaba á las c a r t a s á las provincias y fundado el gobierno del pueblo,
mientras se hablaba de los prusianos. Berru, un el que debía proporcionar r e n t a s á todos los ciu-
patriota, hablaba de e x c a v a r minas y s u b t e r r á - dadanos.
neos por debajo del campo, hasta llegar á las ba- —¡Ten mucho cuidado!—le decía Felicidad.—
terías de Chatillón y de Montretout, á fin de ha- ¡Esto acabará mal, si escuchas á Berru! Mátale el
cerlas saltar. Después caía sobre el gobierno, que, hambre, si tienes gusto en ello; p e r o déjale que
p a r a t r a e r á Fe'ipe V quería abrirle á Bismarck vaya él solo á hacerse r o m p e r la cabeza.
las p u e r t a s de París. La república de aquellos Y no es que ella no quisiera también la repú-
traidores le hacía encoger de hombros. ¡A.h! ¡La blica. El año 48, su p a d r e murió s o b r e una b a r r i -
república! Y con los codos apoyados sobre la mesa, cada.
explicaba á Damour su forma de gobierno: todos Unicamente que este r e c u e r d o , e n vez de soli-
hermanos, todos libres, la riqueza de todo el mun- viantarla, la volvía prudente.
En lugar del p u e b l o , - d e c í a , — e l l a sabría cómo
obligar al g o b i e r n o á q u e fuese justo; ya lo h a r í a
bien. fin á París; y el m a t r i m o n i o n o se a p u r ó en los
Los discursos d e B e r r u la i n d i g n a b a n y la da- p r i m e r o s m o m e n t o s , e s p e r a n d o sin c e s a r que se
b a n miedo, p o r q u e no le p a r e c í a n s u s d o c t r i n a s r e a n u d a s e el t r a b a j o .
m u y h o n r a d a s . Veía también que D a m o u r cambia- Felicidad hacía milagros: vivían al día, de aquel
ba, tomando maneras y empleando frases que no pan negro del sitio q u e ú n i c a m e n t e Luisa n o po-
le g u s t a b a n b a j o n i n g ú n concepto. P e r o le asus- día d i g e r i r .
t a b a a u n m i s el a i r e a r d i e n t e y s o m b r í o con q u e Entonces D a m o u r y Eugenio a c a b a r o n de calen-
su hijo Eugenio escuchaba á B e r r u . t a r s e los cascos, como decía la m a d r e .
P o r la noche, c u a n d o Luisa se q u e d a b a d o r m i d a O J Í O S O S todo el día, f u e r a de s u s h á b i t o s de la-
s o b r e la m*sa, Eugenio bebía lentameLte un vasito b o r i o s i d a d , con los brazos flojos desde q u e d e j a -
de a g u a r d i e n t e , c r u z a b a los b r a z o s sin decir u n a r o n s u s cinceles, vivían en un a m b i e n t e m o r a l e n -
p a l a b r a y c l a v a b a s u s ojos en el p i n t o r , que siem- fermizo, en un enfurecimiento lleno de p e n s a -
p r e t r a í a de París alguna historia e x t r a o r d i n a r i a mientos utópicos y s a n g r i e n t o s .
d e una traición; los b o n a p a r t i s t a s haciendo s e ñ a - Ambos se h a b í a n i n c o r p o r a d o á un batallón, pe-
les desde M - n t m a r t r e , ó bien los sacos d e h a r i n a r o é-^te, como o t r o s m u c h o s b a t a l l o n e s , no salía
y los b a r r i l e s de p ó l v o r a e c h a d o s al Sena p a r a del recinto f i r t i f i j a d o , a c u a r t e l a d o en su puesto,
a c e l e r a r la r e n d i c i ó n . d e P a r í s . d o n d e los h o m b r e s p a s a b a n el tiempo j u g a n d o á

-¡Cuánto embuste!-decía Felicidad, cuando la3 c a r t a s ó b e b i e n d o .


B e r r u se m a r c h a b a . — ¡ N o te calientes los cascos! Allí fué d o n d e Damour, c o n el estómago vacío y
Ya s a b e s que es un f a r s a n t e . el c o r a z ó n a p r e t a d o a n t e la m i s e r i a d e su casa,
—¡Yo sé lo q u e sé!—respondía E u g e n i o con ex- ad (uirió la convicción, e s c u c h a n d o las not cias de
presión t e r r i b l e . Unos y de o t r o s , d e q u e el gob errio habia j u r a d o
I í i c i a mediados d e Diciembre los Damour se ha- e x t e r n i n a r el pueblo, p a r a ser dueño de la r e p ú -
bía n comido t o d a s las economías. A. cada momen- blica.
to s e a n u n c i a b a u n a d e r r o t a d e los p r u s i a n o s en Berru tenía razón; n a d i e i g n o r a b a que Enri-
p r o v i n c i a s , una salida victoriosa q u e l i b r a r í a p o r qU3 V e s t a b a en Saint-Germain, en u n a casa so-
b r e la cual flotaba la b a n d e r a b l a n c a .
Pero aquello ac&baría. Cualquier mañana caza-
\

rían á tiros á aquellos crapulosos que hacian mo-


se animadísimo y contó lo de los cañones de
r i r de h a m b r e y permitían que se bombardease á
Montmartre.
los obreros, con el único objeto de h a c e r sitio á
Las barricadas se elevaban por todas p a r t e s , el
los nobles y á los curas.
triunfo del pueblo llegaba, por fin, y venía en
Cuando Damour entró con Eugenio en su casa,
busca de Damour, pues necesitaba el concurso de
ambos febriles por el ambiente de locura de fue-
todos los buenos ciudadanos.
r a , no hablaban más que de m a t a r á todo bicho
Damour dejó sus cinceles, á pesar de la cara
viviente, y esto lo repelían delante de Felicidad,
asustada de Felicidad. Aquello era la Commune.
que pálida y muda cuidaba á Luisita, enferma
Entonces se desarrollaron las j o r n a d a s de Mar-
o t r a Vez á causa de la mala alimentación.
zo, Abril y Mayo. Cuando Damour estaba cansado
Sin embargo, terminó el sitio, se firmó el armis-
y su m u j e r le suplicaba que permaneciese en casa,
ticio, y los prusianos desfilaron por delante de los
él le respondía:
Campos E iseos.
—¿Y mi franco y medio? ¿Quién nos d a r á el
En la calle de los Envierges se comió pan blan-
pan?
co que Felicidad fué á buscar á Saint Denis. Pero
la comida fué sombría. Felicidad b a j a b a la cabeza. No tenían para co-
mer sino los seis reales del padre y los seis del
Eugenio, que había querido ver el desfile de los
hijo, el sueldo de la guardia nacional, que algunas
prusianos, contaba los detalles, cuando D.imour,
veces aumentaba con distribuciones extraordina-
blandiendo un tenedor, gritó que era necesario
rias de vino y c a r n e salada.
guillotinar á todos los generales. Felicidad se irri-
Por otra parte, Damour estaba convencido de
tó y le quitó el tenedor de las manos.
su deracho; tiraba s o b r e los versalleses como hu-
Los siguientes días, como el t r a b a j o no se rea-
biera tirado sobre los prusianos, persuadido de
nudaba, decidió t r a b a j a r en casa por su cuenta;
que así salvaba la república y aseguraba la dicha
tenía algunas piezas fundidas, las que quiso cui-
del pueblo.
d a r con la esperanza de una pronta venta.
Después de las fatigas y las miserias del sitio, el
En cuanto á Berru, había desaparecido después
desconcierto de la g u e r r a civil le hacía vivir en un
del armisticio; sin duda había caído s b r e una
recinto de tiranía, dentro del cual se batía como
mesa más abundante. Pero una mañana p r e s e n t ó .
«o obscuro héroe, decidido á m o r i r por la defensa
de la libertad. No e n t r a b a de ningún modo en Iss Felicidad decfa:
complicaciones teóricas de la idea comuni.-ta. A —¿Por qué diablos no va él en lugar de m a n d a r
s u s ojos la Commune era sencillamente la edad de á los otros?
oro anunciada, el principio de felicidad universal;
Pero D i m o u r replicaba:
en tanto que creía con mayor tenacidad aún, que
—¡Cállate! Yo cumplo con mi deber... ¡Tanto
habfa en alguna parte, en Versal les ó en Saint-
peor para los que no lo cumplen!
Germain, un rey p r o n t o á restablecer la inquisi-
Una m a ñ a n a , hacia fines de Abril, llevaron á
ción y los derechos feudales si le dejaban e n t r a r
Eugenio s o b r e unas parihuelas á la calle de los
en P a r í s .
Envierges. Habla recibido un balazo en pleno pe-
En su casa no hubiera sido capaz de m a t a r un cho, en Jos Moulineaux. Cuando le subían por la
insecto; pero en la barricada tiraba sobrelos gen- escalera, espiró. A! llegar Damour, por la tarde,
d a r m e s sin ningún escrúpulo.
encontró á Felicidad sileucíosa al lado del cadáver
Cuando volvía, destrozado, negro por el sudor de su hijo. Fué el golpe terrible; cayó al suelo y
y la pólvora, se pasaba las h o r a s al lado de su hi- Felicidad le dejó sollozar, sentado contra la pared,
jita oyéndola respirar.
porque no encontraba p a l a b r a s de consuelo p a r a
Felicidad no intentó retenerle ya más; esperaba él, pues de haber proferido alguna, hubiera sido
con la calma de la m u j e r discreta el fin de todo
para decirle: «¡Tú tienes la cu'pa!» Había c e r r a d o
aq íel m a r e m o g n u m .
la p u e r t a del gabinete; no quería que el ruido
No obstante, un día se atrevió á evidenciar que
trascendiese, por no asu>tar á Luisita. Antes miró
aquel tragalón de Berru quechillaba tanto, no era
si los gritos del padre habían despertado á la niña¿
tan tonto que fuese á las barricadas á recibir a l -
C iando Damour se repuso un p i c o , quedóse mi-
gún tiro. Había tenido la habilidad de hacerse
r a n d o durante largo tiempo un r e t r a t o de E' ge-
n o m b r a r p.*ra una buena plaza en la Intendencia,
nio, con el uniforme de guardia nacional. T imó
lo que no le impedía, cuando v e n u de uniforme,
una pluma y e.-ci ibió al pie de la fotografía: «¡Te
l i m o de plumeros y galones, el p r e n u n c i a r dis-
vengaré!», y estampó su firma. Esto !ué un con-
cursos que exaltaban á Damour, hablando de
suelo. Al siguiente día, un f é r e t r o cubierto de
fusilar á los ministros, á las Cámaras, á todo
banderas rojas, condujo el cadáver al Pére-La-
Dios, el día en que fuesen á cogerlos en Versalles.
chaise, seguido de una multitud ipmensa. El padre
presidía, con la cabeza descubierta, y á la vista de moles que blanqueaba el sol, algunos guardias
aquellas b a n d e r a s , de aquella sangrienta p ú r p u r a , nacionales disparaban aún sobre los soldados, de
su corazón se inundaba de pensamientos feroces. los cuales se veían aseen 1er los pantalones encar-
En la calle de los Envierges, Felicidad se había nados. Damour llegó precisamente á tiempo de
quedado al lado de Luisa. Por la noche, Damour ser cogido. Fueron fusilados treinta y siete c o m -
se f u é á las avanzadas á m a t a r gendarmes. pañeros, y escapó milagrosamente á aquella justi-
Llegaron por fin las jornadas de Mayo. El ejér- cia sumaria. Gomo su m u j e r le había lavado las
cito de Versalles había entrado en París. Damour manos y no tuvo tiempo de hacer fuego, quizá á
no volvió d u r a n t e dos días á su casa; replegóse esta circunstancia debió la vida. Desde aquel mo-
con su batallón, defendiendo las barricadas entre mento cayó en un estupor sombrío, b a r a j a n d o en
el fulgor de los incendios. No sabia nada: dispara- su imaginación todo el h o r r o r de aquellos meses.
ba su fusil en medio de la humareda, porque tal Cuando salió de su imbecilidad, se encontraba pri-
era su deber. Al amanecer del tercer día se pre- sionero en Versalles.
sentó en la calle de los Envierges con la ropa he- Felicidad fué á verlo, siempre pálida y tranqui-
cha girones, anhelante, y tambaleándose, como la. Cuando le dijo que Lui*a estaba mejor, guar-
un h o m b r e ébrio. Felicidad lo desnudó y le lavó d a r o n silencio, no e n c o n t r a n d o nada que decirse.
las manos con una toalla mojada. En esto a p a r e - Al despedirse, p a r a darle valor, ella le dijo que se
c i ó l a vecina diciendo que los comunistas se de- ocupaban de su asunto, y aun sería posible le
fendían aún en Pére-Lachaise, y que los versalle- salvasen. Damour p r e g u n t ó :
ses no sabían cómo desalojarlos. —¿Y Berru?
—¡Voy allá!—dijo sencillamente, y se vistió — ¡Oh!—respondió Felicidad.—Berru está so-
otra vez y tomó el fusil. Pero los últimos d e f e n s j - b r e s e g u r o . . . Voló tres días antes de que e n t r a s e n
res de la Gommune no estaban en el llano, en los las tropas; no le molestarán.
t e r r e n o s desnudos, donde dormía Eugenio. Da- Un mes más tarde, Damour salió para Nueva
j n o u r tenía la idea confusa de hacerse matar sobre Caledonia, condenado á deportación simple. Gomo
la tumba de su hijo, pero no pudo llegar hasta no tenía ningún grado en las filas, el consejo de
ella. Llegaban obuses rodeando las altas sepultu- g u e r r a le hubiera absuelto, á no confesar él t r a n -
r a s . Entre los olmos, ocultos d e t r á s de los már» quilamente que desde el p r i m e r día había hecho
fuego desde las barricadas. En su última entrevis-
ta dijo á Felicidad:
—Volveré. Espérame con la niña.
Esta e r a ia palabra que conservaba más clara
en sus recuerdos, allá, cuando se abismaban sus
mirad s en el horizonte infinito del m a r . La noche
le sorprendía m i c h a s veces. A lo lejos, una blan-
ca claridad permanecía mucho tiempo, como el
velamen de un barco, a g u j e r e a n d o las tinieblas
II
crecientes; y parecíale que debía levantarse y an-
d a r sobre las o'as, para llegar, por aquel ¡-eadero
blanco, puesto que prometió volver.

Daraour se portaba bien en Nueva Caledonia.


Había encontrado t r a b a j o y se le hicieron conce-
bir esperanzas acerca de su indulto. Era un hom-
b r e de dulce c a r á c t e r , que gustaba de j u g a r con
los niños. No se ocupaba ya de política. Tratába-
se poco con sus compañeros y vivía solitario;
únicamente podía reprochársele que se e m b r i a g a -
se de cuando en cuando, y aun así tenía unas bo-
r r a c h e r a s de buen muchacho, llorando á lágrima
viva y yéndose á la cama por su propia voluntad.
Su indulto, pues, parecía evidente, cuando un día
desapareció. Todo el mundo quedóse estupefacto
al saber que había huido con c u a t r o cantaradas.
Desde hacía dos años habia recibido bastantes
fuego desde las barricadas. En su última entrevis-
ta dijo á Felicidad:
—Volveré. Espérame con la niña.
Esta e r a ia palabra que conservaba más clara
en sus recuerdos, allá, cuando se abismaban sus
mirad s en el horizonte infinito del m a r . La noche
le sorprendía m i c h a s veces. A lo lejos, una blan-
ca claridad permanecía mucho tiempo, como el
velamen de un barco, a g u j e r e a n d o las tinieblas
II
crecientes; y parecíale que debía levantarse y an-
d a r sobre las o'as, para llegar, por aquel s e a d e r o
blanco, puesto que prometió volver.

Daraour se portaba bien en Nueva Caledonia.


Había encontrado t r a b a j o y se le hicieron conce-
bir esperanzas acerca de su indulto. Era un hom-
b r e de dulce c a r á c t e r , que gustaba de j u g a r con
los niños. No se ocupaba ya de política. Tratába-
se poco con sus compañeros y vivía solitario;
únicamente podía reprochársele que se e m b r i a g a -
se de cuando en cuando, y aun así tenía unas bo-
r r a c h e r a s de buen muchacho, llorando á lágrima
viva y yéndose á la cama por su propia voluntad.
Su indulto, pues, parecía evidente, cuando un día
desapareció. Todo el mundo quedóse estupefacto
al saber que habia huido con c u a t r o carneradas.
Desde hacía dos años habia recibido bastantes
cartas de Felicidad, y él le escribía también con
Damour. Su primer pensamiento fué escribir á
bastante frecuencia. Después pasó t r e s meses sin
Felicidad previniéndola. Pero cayó un periodico
noticias. Entonces le entró una desesperación in-
en sus manos y allí leyó la noticia de su evasión y
mensa ante aquel indulto que quizá sería necesa-
de su muerte. Entonces le pareció que escribir
rio e s p e r a r dos años más; y lo arriesgó todo en
una c a r t a era una imprudencia; podían intercep-
una de esas horas de fiebre, de las cuales se arre-
tarla, leerla y llegar por ella al conocimiento de
piente uno al siguiente día. Una semana más
la verdad. ¿No era preferible estar muerto para
t a r d e se encontró sobre la costa, á algunas leguas
todo el mundo? Nadie se inquietaría más por él;
d e N u m e s , una lancha destrozada y los cadáveres
entraría libremente en Francia, en donde e s p e r a -
de t r e s fugitivos desnudos y descompuestos ya,
ría la amnistía para hacerse reconocer. Y enton-
e n t r e los que, según afirmación de algunos testi-
gos, se encontraba D.amour. El ahogado tenía su ces f u é cuando un terrible ataque de fiebre ama-
misma talla y su misaaa b a r b a . Después de un rilla le retuvo en un hospital d u r a n t e algunas se-
expediente sumarísimo y de cumplir algunas for- m a n a s entre la vida y la muerte.
malidades, se expidió un certificado de defunción, Guando Damour entró en convalecencia, expe-
que fué remitido á Francia, á petición de la viuda. rimentó una invencible pereza. Durante muchos
Toda la prensa se ocupó de La aventura, y un re- meses estuvo débil y sin voluntad. La fiebre había
lato muy dramático de la evasión y de su desenla- disipado en él t o d i s las antiguas ilusiones. No de-
ce pasó de los diarios al mundo entero. seaba nada... ¿para qué? Las imágenes de Felici-
dad y Luisa se habían desvanecido. Las veía siem-
Sin embargo, Damour vivía. Se le había con-
pre, pero muy 1 jos, e n t r e brumas, apareciéndo-
fundido con uno de sus compañeros, y esto era
seles como figuras dudosas. Indudablemente, e n
tanto más extraño cuanto que los dos hombres en
cuanto estuviese fuerte, iría á buscarlas. Después,
nada se parecían. Ambos, sencillamente, eran al-
cuando se encontró reconstituido, pensó que, an-
tos y llevaban la b a r b a larga. Damour y el cuarto
tes de ir á encontrar su familia, debería g a n a r
evadido, sobrevividos por m-lagro, se separaron
una fortuna. ¿Q lé haría en París? ¿Morirse de
en cuanto llegaron á tierra inglesa y ya no vol-
hambre? Tendría que r e c u r r i r á sus cinceles y
vieron á verse. Sin duda el otro murió de la fie-
quizás no encontraría t r a b a j o , p o r q u e estaba
b r e amarilla, que p o r poco no mata también á
atrozmente envejecido. Al c o n t r a r i o , si iba á
- 203 "ALFONSO ( S y J i

América, en algunos meses podía r e u n i r una for-


tuna de c e n mil francos, modesta u f r a ante la quedado sin respuesta; quedó reducido al campo
cual se detenía, en medio de prodigiosas historias de la hipótesis; ó le interceptaban las c a r t a s , ó su
en que los millones de francos zumbaban en sus m u j e r h a b h muerto, ó había m a r c h a d o de P a r í s .
oídos. En una mina de oro que le indicaron, todos T r a n s c u r r i d o un año todavía hizo una nueva ten-
los mineros incluso los más humildes cavadores, tativa inútil. P a r a no descubrirse si las c a r t a s
a r r a s t r a b a n coche antes del medio año. Había e r a n abiertas, escribió con un n o m b r e supuesto,
hecho el arregt o iie su vida. Entraría en Francia hablándole á Felicidad de un asunto imaginario,
con sus cien mil francos, compraría una casita contando con que ella conocería la l e t r a y le com-
por el lado de Vincenn^s y viviría al tí con tres ó p r e n d e r í a . Damour había casi adormecido sus re-
cuatro mil francos de renta entre Felicidad y Lui- cuerdos. Estaba muerto, no tenía á nadie en el
sa, olvidado, dichoso, ajeno á Ja poliiica. Un mes mundo, y nada le atraía. Durante cerca de un
más tarde, Damour estaba en América. año trabajó en una mina d e carbón, bajo t i e r r a ,
Entonces empezó una existencia obscura que le sin ver el sol, comiendo y durmiendo sin desear
impelía el azar en una oleada de a v e n t u r a s , á la nada de allá a r r i b a .
vez e x t r a ñ a s y vulgares. Conoció todas las mise- Una tarde, en una t a b e r n a , oyó decir á uno que
rias y tocó todas las fortunas. Tres veces, según la amnistía acababa de ser votada y que los comu-
creía, tuvo en sus manos aquellos cien mil fran- nistas entraban en Francia. Esto le despertó de s u
cos, pero todo se le deslizaba e n t r e los dedos, y en letargo. Recibió algo así como una sacudida y ex-
su loca fantasía hasta llegó á imaginarse que le perimentó una necesidad invencible de ir, como
habían robado. los otros, á ver la casita donde vivió tanto tiem-
En suma, padeció, t r a b a j ó mucho, y por fin, se po. Primeramente fué aquel un impulso instintivo.
quedó sin camisa. Después de hacer correrías por Después, en el vagón que le conducía, su cabeza
las cinco partes del mundo, los acontecimientos le empezó á divagar; pensaba que podría hoy tomar
llevaron á Inglaterra. De allí se trasladó á Bruse- su sitio á la faz del sol, si encontraba á Felicidad
las, en la misma f r o n t e r a de Francia. Pero no y á Luisa. Remotas esperanzas le subían del cora-
pensó en e n i r a r alli. Desde su llegada á América zón; terminó creyendo que iba á e n c o n t r a r l a s muy
no escribió más á Felicidad, Tres cartas habían tranquilas en la calle de los Envierges, con el
mantel tendido, en actitud de esperarle. Todo se
LA C A N A L L A . — 1 4 TOMO U .
explicaría, aún la menor mala inteligencia, Iría al Pero en aquellos bulevares le sobrevino u n e n -
municipio, daría su nombre, y el matrimonio ternecimiento. Lo olvidó todo; parecióle que ve-
r e a n u d a r í a su vida de antes. nia de tomar tr'abajo en París y volvía tranquila-
La estación del Norte, en París, estaba llena de mente á la calle de los Envierges. Se colmaban
una multitud tumultuosa. Se elevaban gritos en diez años de su existencia, tan repletos y tan
cuanto aparecieron los viajeros: reinaba un en- confusos que le parecieron, detrás de él, como u n a
tusiasmo loco: brazos que agitaban pañuelos y simple prolongación del arroyo. Sin embargo, ex-
sombreros, y bocas abiertas que aullaban un perimentó algún asombro, en aquellos hábitos de
nombre. antaño, e n ^ p s cuales entraba con tanta sencillez.
Damour tuvo miedo un instante; no comprendía Los bulevares exteriores pareciéronle más an-
nada; imaginóse que toda aquella gente había ido chos: se detuvo p a r a leer los rótulos de las calles,
allí p a r a silbarle. Después conoció el n o m b r e que sorprendido de verlos allí. Aquella no e r a , en ver-
aclamaban, el de un miembro de la Commune, que dad, la f r a n c a alegría de poner un pie sobre aquel
iba precisamente en el mismo tren, un contumaz rincón de una tierra añorada; e r a una mezcla de
ilustre, á quien el pueblo hacía una ovación. D a - t e r n u r a donde cantaban estribillos de romance
mour le vió pasar, muy gordo, con la mirada hu- sordas inquietudes, la inquietud de lo desconocido,
milde, sonriente, e p o c i o n a d o ante aquella acogi- delante de aquellas antiguas casas conocidas que
da. Cuando el héroe subió á un fiacre, la multitud encontraba. Su turbación aumentó á medida que
hablaba de desenganchar los caballos. La gente se se aproximaba á la calle de los Envierges. Se sen-
e s t r u j a b a ; la oleada humana se precipitó en la tía desfallecer y tuvo deseos de no ir más allá, co-
calle de Lafayette, y vióse un mar de cabezas, en- mo si le esperase una catástrofe. ¿Por qué volvía?
t r e las cuales se divisó el fiacre, d u r a n t e mucho ¿Qué iba á hacer allí?
tiempo, como un c a r r o de triunfo. Y Damour, em- En fin, ya en la calle de los Envierges, pasó tres
pujado, asfixiado, á costa de mil esfuerzos, pudo veces por delante de su casa, sin decidirse á en-
g a n a r los boulevares exteriores. Nadie se fijó en t r a r . La carbonería que estaba enfrente, había
é'. Todos sus sufrimientos, Versalles, la travesía, desaparecido; ahora se veía allí un puesto de fru-
le volvieron á la memoria como una bocanada de ta, y la mujer que estaba en la p u e r t a le pareció
amargura. tan distinguida, tan dentro de sí misma, que no se
atrevió á interrogarla, como había pensado en u n Levantó los ojos, miró las ventanas, examinó
principio. Prefirió arriesgarse yéndose derecha- las t i e n d i s , t r a t a n d o de reconocerlas. En aquellas
m e n t e al kiosco del p o r t e r o . pobres habitaciones donde caen los desahucios

—¿Madama Damour, si me hace usted el favor? C3mo granizo, diez años habían b a s t a d o p a r a un

—preguntó. cambio casi total de inquilinos.

—No la conozco... No vive aquí. Por otra parte, le quedaba una p r u d e n c i a mez-

Se quedó inmóvil. En vez de la portera de aquel clada de vergüenza, una especie de espanto s a l -

tiempo, uoa m u j e r enorme, tenía delante á una vaje, que le hacía temblar ante la idea de ser re-

mujercilla seca, biliosa, que le m i r a b a con aire conocido.

desconfiado. Cuando descendía p o r la calle, advirtió al fin


algunas caras conocidas: la tienda del tabaco, un
—Madama Damour vivía al fondo, hacia diez
droguero, la planchadora y la p a n a d e r a que les
años...
proveía entonces. Dudó, d u r a n t e un buen cuarto
—¡Diez años!—exclamó la portera.—¡Apenas ha
de hora, paseándose por delante de las tiendas,
llovido desde entonces! Nosotros estamos desde
preguntándose en cuál entraría, lleno de sudor:
Enero de este año.
tal era la lucha que se libraba en su interior.
—Puede h a b e r dejado sus señas,..
Con el corazón desfallecido se decidió por la pa-
—No. No la conocemos.
nadera, una m u j e r que dormitaba, siempre blanca
Y como aúo vacilase, la mujercilla amenazó con
como si acabase de salir de un saco de harina.
llamar á su marido.
Miróle y no hizo ningún movimiento. V e r d a d e r a -
—¿Acabará usted de curiosear la casa? Hay
m e n t e no le reconocía con su cara atezada, su crá-
unas gentes por ahí...
neo desnudo y la b a r b a que le comía la mitad de
Enrojeció y retiróse balbuceando, avergonzado
la cara. Esto le dió algún atrevimiento, y pagando
de su pantalón deshilachado y su vieja blusa.
un panecillo, osó preguntar:
Por la acera ibase con la cabeza baja; después
—Entre s u s clientes, ¿no r e c u e r d a usted una
volvió, porque no podía decidirse á marchar de
m u j e r que tenía una niña, madama Damour?
aquel modo.
La panadera quedóse pensativa, y después:
E r a como un adiós eterno que lo despedazaba.
—¡Ah! Sí... será posible,—dijo,—pero hace mu*
Tendrían piedad de él y l e h a r í a n alguna indicación,
cho tiempo. No he sabido ya... ¡Conoce Una tanta eiflco años, pei'o aparentaba sesenta: de tal modó
gente! le habían puesto los sufrimientos de diez años.
Y tuvo que contentarse con aquella respuesta. Rondaba como un lobo; iba á los canteros que
Los siguientes días volvió, más determinado, pre- t r a b a j a b a n en los monumentos incendiados por la
guntando en todas partes; pero en todas p a r t e s Gommune, y buscaba algún quehacer de los que
encontró la misma indiferencia, el mismo olvido, se confian á los niños y á las mujeres. Un marmo-
con informes contradictorios que le desorientaban lista que t r a b a j a b a en la Casa del Ayuntamiento
r a d a vez más. prometióle que le ocuparía para g u a r d a r las he-
En suma, lo que parecía más cierto era que F e - rramientas; pero la promesa t a r d a b a en cumplir-
licidad dejó el barrio unos dos años después de s u se y el infeliz se moría de h a m b r e .
viaje á Nueva Caledonia, por el mismo tiempo que Un día, que s o b r e el puente de Notre-Dame mi-
él se evadía. Pero nadie pudo darle su dirección; r a b a c o r r e r el agua con ese vértigo que a t r a e los
unos decían que en Gros-Caillón, otros que en Be- pobres al suicidio, se a r r a n c ó violentamente de la
rey. No r e c o r d a b a n tampoco á la niña. barandilla, y, en este movimiento, tropezó con un
Aquello se había acabado; sentóse sobre un transeúnte, un buen mozo de blusa blanca, que
banco del bulevar exterior y se echó á llorar como se puso á injuriarle.
un niño, diciéndose que no t r a t a r í a ya de saber —¡Bruto consagrado!
nada. Pero Damour se quedó con la boca abierta y los
¿Qué iba á ser de él? París le pareció vacío. Los ojos fijos en aquel h o m b r e .
pocos c u a r t o s que le habían permitido llegar á —¡Berru!—gritó por fin.
Francia, se agotaban. Era en efecto B e r r u , B e r r u rejuvenecido, con la
Tuvo la idea de volver á Bélgica, á su mina de " cara sonrosada. Después de su regreso, Damour
carbón, donde había tanta obscuridad y donde vi- había pensado en él algunas veces, pero ¿dónde
vió sin un recuerdo, dichoso como una bestia... y e n c o n t r a r al c a m a r a d a que cambiaba de aloja-
sin e m b a r g o , se quedó, y se quedó miserable; miento cada quince días? Sin embargo, el artista
hambriento, sin poder e n c o n t r a r t r a b a j o . enarcó los ojos, y cuando el otro le nombró, con
En t o d a s partes le rechazaban, encontrándole la voz trémula, rehusando creerlo, dijo:
demasiado viejo. No tenía más que cincuenta y —¡No t r p - s ' b ' e . . . es un bromazo!
Y, no obstante, tuvo que convencerse con rail b r e la mesa, presa de tal temblor que el vino le
exclamaciones que hacían volver la cabeza á los
cayó por los dedos. Enjugólos con su blusa y r e -
transeúntes.
pitió con voz sorda:
—¡Pero tú estás muerto!... ¿Cómo diablos me —¿Qué es lo que dices?... ¡Casada... casada!...
había de e s p e r a r todo eso? No se embroma á la
¿Estás seguro?
gente así ..Veamos, veamos, ¿estás seguro d e q u e
—¡Diantre! Te habías muerto y se volvió á ca-
vives?
sar... nada hay de r a r o ahí... Lo v e r d a d e r a m e n t e
Damour hablaba en voz baja suplicándole que
r a r o es que tú resucitas a h o r a .
se callase. Berru, que en el fondo encontraba esto
Y mientras el pobre hombre p e r m a r e c í a pálido,
muy divertido, acabó por cogerle del brazo, me-
con los labios trémulos,el pintorle d i ó d e t a l l e s . F e -
tiéndolo en una tienda de vinos de la calle de
licidad hoy era muy dichosa. Se había casado con
Saint-Martín. Y allí le colmó de preguntas. Quería
un carnicero de la calle de los Frailes, en Batigno-
saber qué había sido de su vida.
lles, un viudo cuyos negocios manejaba ella admi-
— P r o n t o lo sabrás,—contestóle Damour cuando
rablemente. Sagnard (el c a r n i c e r o se llaínaba
estuvieron sentados en su gabinetito.—Ante todo,
Sagnard), e r a un gordinflón de sesenta años, pero
¿dónde está mi m u j e r ?
muy bien conservado. En la esquina de la calle
Berru le miró con aire estupefacto.
Nollet, la tienda, una de las más acreditadas del
—¿Cómo, tu mujer?
barrio, tenía el frontil pintado de rojo con cabe-
—Sí... ¿dónde está? ¿Sabes sus señas?
zas de toro doradas á los dos lados de la tienda.
La estupefacción del pintor a u m e n t a b a . Contes-
—¿Y qué vas á hacer t ú ? - p r e g u n t a b a B e r r u de-
tó l e n t a m e n t e :
t r á s de cada párrafo.
—Sí que sé las s e ñ a s . . . ¿pero no sabes tú la his-
El desgraciado, á quien aturdía la descripción
toria?
de la tienda, respondía haciendo con la mano un
—¿Qué historia?
gesto vago.
Entonces Berru añadió:
—¿Y Luisa?—preguntó de pronto.
—¡Ah! ¡Está buena!... ¿Cómo? ¿Tú no sabes na-
—¿La niña?... no lo sé. La h a b r á n puesto e n
¿a? ¡Tu mujer se ha vuelto á casar, viejo mío!
alguna parte para d e s e m b a r a z a r s e de ella... por-
Damour, que tenía el vaso levantado, lo dejóso<
que no la he visto con ellos n u n c a . . . Verdad es;
21 § - i 219-

podían d e j a r t e la niña, puesto qüé p a r a fiada ia meciese. Pero Berru le impelía, le golpeaba las es-
necesitan. Sin embargo, ¿qué h a r á s con una m u - paldas y le impulsaba á la venganza. ¡Seguramen-
chacha de veinte años, tú, que no tienes aire de te se vengaría! ¡Había amado tanto á aquella m u -
d e r r o c h a r el dinero? ¿Eh? Sin ofenderte puedo de- jer! La quería aún lo bastante para prender fuego
cirte que cualquiera te daría cinco céntimos en la á París con tal de volver á verla.
calle. ¿Qué esperaba, pues? Puesto que era de él, no
Damour había bajado la cabeza, ahogado, no tenía más que el t r a b a j o de volverla á tomar. Los
encontrando una palabra. dos hombres, bastante b o r r a c h o s , hablaban á la
—¡Veamos, que diablo! Puesto que vives, mué- veis gesticulando violentamente.
vete un poco. No está perdido todo y puede arre- —¡Voy allí!—dijo de p r o n t o Damour poniéndo-
glarse... ¿Qué piensas hacer? se de pie.
Y los dos amigos se abismaron en una discusión —¡Enhorabuena!—gritó B e r r u —Yo voy con-
interminable, donde se aducían siempre los mis- tigo.
mos argumentos. Lo que no contó el pintor es que Y marcharon hacia Batignolles.
él tan pronto como el deportado salió para Nueva
Caledonia, había tratado de a r r e g l a r s e con Felici-
dad, cuyas anchas espaldas le seducían. Por lo
cual g u a r d a b a contra la novel carnicera un sordo
r e n c o r , debido á su predilección p o r S a g n a r d ,
por su fortuna, sin duda. Cuando hubo pedido un
t e r c e r litro, exclamó:
—Yo, en tu lugar, iría á verles, me instalaría
allí, y pondría á Sagnard en la puerta, si me fas-
tidiaba mucho... Tú eres el amo. Después de todo,
la ley está contigo.
Poco á poco Damour iba sintiendo los efectos
del vino que hacia subir llamaradas á sus lívidas
mejillas. Repetía que él haría lo que mej^f !P pa-
ni

En la esquina que forman las calles de los Frai-


les y de Nollet, la tienda, con su frontil rojo y sus
cabezas de toro doradas, tenia un aire muy dis-
tinguido. Cuartos de buey estaban suspendidos de
los garfios, sobre blancos lienzos, en tanto que
hileras de filetes en cucuruchos de papel bordado,
como ramilletes, hacían de guirnaldas. Había pe-
queñas pirámides de c a r n e s o b r e las mesas de
m á r m o l , pedazos cortados artísticamente: la ter-
n e r a rosada, el c a r n e r o p ú r p u r a , el buey escarla-
t a , entre las grasas jaspeadas. Dos b a r r e ñ o s de
cobre, la flecha de unas balanzas, los garfios de
un aparador reluciente. Había una abundancia,
Una difus ; ón de salud en la tienda pavimentada de
mármol y abierta á pleno sol, y un rico olor de —No ha muerto del estómago... sino del vien-
c a r n e fresca, que semejaba henchir de s a n g r e las
tre... ¡Dos chuletitas, setenta y cinco céntimos!
mejillas de todos los habitantes de la casa.
La gallina es menos cara.
En el fondo y f r e n t e á la calle, Felicidad ocu-
—¡Caramba! No es culpa n u e s t r a : madame Ver-
paba un alto escritorio, donde algunos cristales
nier. Ni yo sé cómo podemos vivir... ¿Qué pasa,
la protegían de las corrientes d e aire. Allí dentro,
(¿arlos?
en los alegres reflejos rojos de la tienda, estaba
Mientras hablaba y devolvía el cambio, echó
fresca, con esa f r e s c u r a plena y m a d u r a de las
una ojeada en la tienda, y vió que un mozo habla-
m u j e r e s que han pasado de los c u a r e n t a . Limpia,
ba con dos hombres en la acera. Como el mozo no
con sus trenzas n e g r a s partidas sobre la f r e n t e y
la oyese, levantó un poco la voz.
su cuello blanquísimo, tenía la gravedad sonrien-
—Carlos, ¿qué desean?
te de un buen comerciante que, con una mano
Pero no oyó la respuesta. Había reconocido á
asida á la píuma y la otra en el cajón del escrito-
uno de los hombres que e n t r a b a n , el que iba de-
rio, representa la honradez y la prosperidad de
una casa. A'gunos mozos cortaban, pesaban y de- lante.
cían las cantidades en alta voz; los clientes desa- —¡Ah, es usted, M. Berru!
laban delante del escritorio, y ella recibía el dine- Y no parecía muy satisfecha, pintándose en sus
ro, cambiando amables frases con sus parroquia- labios una sonrisita de desprecio. Los dos cama-
nos. radas, de la calle Saint-Martin á Batignolles ha-
bían hecho muchas estaciones en las t a b e r n a s del
Una m u j e r pequeñita, de cara enfermiza, paga-
tránsito, pues el camino era largo, y tenían la
ba dos chuletas, que m i r a b a con aire dolorido.
boca seca á fuerza de h a b l a r f u e r t e y discutir sin
—Setenta y cinco céntimos,—dijo Felicidad.— cesar. Así, pues, parecían b a s t a n t e embriagados.
¿No se e n c u e n f r a usted mejor, m a d a m e Vernier?
Damour recibió un golpe en el corazón, en la
—No; eso no m a r c h a . . . siempre este estómago... acera de enfrente, cuando B e r r u , con un gesto
Arrojo todo cuanto como. El médico dice que ne- brusco, le había mostrado á Felicidad, tan bella y
cesito carne, ¡pero es tan cara!... ¿Sabe usted que tan joven, entre los cristales del escritorio, di-
el c a r b o n e r o murió? ciéndole; «¡Ahí la tienes!...» No era posible...
—¿lis posible? aquella debía de ser Luisa, que se parecía mucho
á su madre, porque seguramente Felicidad estaba —No soy yo... es este c a m a r a d a , que tiene algo
m á s envejecida, y toda aquella tienda lujosa, las que decirla.
c a r n e s que sangraban, los metales que resplande- Se retiró un poco y dejó á Damour enfrente d e
cían; después aquella m u j e r tan aseada, de a i r e Felicidad. Esti le miró; él estaba sufriendo mil
burgués, la mano s o b r e un montón de plata... todo t o r t u r a s , con los ojos bajos. Felicidad hizo u n a
esto le quitaba la cólera y la audacia, causándole* mueca de disgusto; su tranquila y feliz fisonomía
un v e r d a d e r o miedo. Tuvo un gran deseo de echar expresó una especie de repulsión p o r aquel viejo
á c o r r e r , lleno de vergüenza, palideciendo á la borracho que olía á mendicidad. P e r o le estuvo
idea de e n t r a r allí dentro. Jamás aquella dama mirando fijamente... y de pronto, sin que hubiesen
consentiría hoy en volverlo á t o m a r como mari- cambiado ni una palabra, tornóse pálida, ahogan-
do, á él, con aquella cara imposible, sus b a r b a z a s do un grito y dejando caer las monedas, que al
erizadas y su blusa miserable. Volvió los talones, r o d a r produjeron un tintineo claro en el cajón.
é iba á perderse por la calle de los Frailes, para
—¿Qué pasa? ¿se siente usted enferma?—pre-
que ni aun se apercibiesen, cuando B e r r u le de-
guntó madama Vernier, q u e se había quedado p o r
tuvo.
curiosidad.
—¡Trueno de Diosl ¡Tú no tienes sangre en las Felicidad hizo un gesto con la mano p a r a a p a r -
venas!... En tu lugar haría yo danzar al burgués... t a r á todo el mundo.
y no me iré sin que partamos... al menos la mitad . Le era imposible hablar. Con un movimiento
de los filetes... premioso se puso de pie y marc'ió hacia el come-
—¡Andando, pollo mojado! dor, al f jndo de la tienda. Sin que dijese nada d e
Y obligó á Damour á que a t r a v e s a s e la calle. seguirla, los dos hombres desaparecieron d e t r á s
Después p r e g u n t ó al mozo si estaba allí M. Sa- de ella, Berru b r o m e a n d o y Damour con los ojos
gnard, y al s a b e r que el comerciante se encontra- siempre fijos sobre las losas cubiertas de s e r r í n ,
ba en el m a t a d e r o , entró él primero para precipi- como si tuviera miedo de caer.
t a r las cosas. —¡Es r a r o todo eso!—dijo m a d a m e Vernier e n
Damour le siguió con un aire imbécil. cuanto se q i e d ó sola con los mozos. Estos habían
—¿Qué se le ofrecía á usted, M. Berru?—pre- cesado de cortar y pesar, mirándose sorprendidos.
guntó Felicidad con voz poco amistosa, P e r o bien pronto r e a n u d a r o n su faena.
LA CANALLA.—15 t 0 M Q ^
En el comedor, Felicidad no se creyó aun bas- —Es verdad,—continuó ella,—que me he vuel-
t a n t e sola. Empujó una segunda puerta é hizo en- to á casar. Pero no hay falta en ello, tú lo sabes.
t r a r en su cuarto dormitorio á los dos hombres. Te creí m u e r t o , y nada has hecho p a r a sacarme
E r a aquella una habitación muy aseada, silen- del e r r o r .
ciosa, con cortinas blancas en la cama y en las Damour habló por fin.
ventanas, un reloj dorado, muebles de caoba, —Te he escrito,—dijo.
cuyo barniz brillaba sin un grano de polvo. Feli- —Y yo te j u r o que no he recibido tus c a r t a s .
cidad se dejó caer en un sillón, repitiendo sin Me conoces y sabes que j a m á s he meatido. Toma,
cesar: aquí tengo el acta de tu defunción.
—¡Es usted... es usted! Abrió un secreter y sacó un papel con mano
Damour no encontraba siquiera una f r a s e que febril, que entregó á Damour, quien se puso á
decir. Examinaba el cuarto sin a t r e v e r s e á coger leer con aire estúpido. Era su acta de defunción.
una silla, pues le parecían demasiado hermosas. Felicidad añadió:
P e r o Berru, comenzó: —Entonces me vi sola y cedí al ofrecimiento de
—Hace quince días que la busca á usted... Me un hombre que quiso s a c a r m e de la miseria... He
ha encontrado y yo le he traído, aquí toda mi falta. Me dejé tentar por el pensa-
Después, como si hubiese experimentado la n e - miento de ser dichosa, y esto no es un crimen,
cesidad de excusarse: ¿verdad?
—Gomo usted comprenderá,—dijo,—no he po- Jacobo escuchaba, con la cabeza b a j a , más hu-
dido n e g a r m e . Es un antiguo camarada, y me ha milde y más embarazado que su m u j e r . Sin em-
dado un vuelco el corazón cuando le he visto en bargo levantó los ojos.
la calle en ese estado. —¿Y mi hija?—preguntó.
Felicidad se repuso algún tanto. —¿Tu hija?—contestó Felicidad temblando.
Era la más razonable y la mejor dispuesta. Qui- —No he sabido n a d a . . . no está conmigo.
so salir de u n a situación intolerable, y entabló la —¿Cómo?
terrible explicación: - Sí; la puse en casa de mi tía... Se escapó de
—Veamos, Jacobo, ¿qué deseas? allí... creo que lleva mala vida.
Damour no respondió. Damour permaneció mudo un instante con a i r e
muy tranquilo, como si no hubiese comprendido.
Cuando la puerta se c e r r ó otra vez, Damour
Después, bruscamente, pegó un puñetazo sobre la
pegó otro puñetazo sobre la cómoda, gritando:
cómoda, con tal violencia, que una caja de con-
—No es esto todo; me hace falta mi hija, y ven»
chas bailó en medio del mármol. Pero no t u v o go por tí.
tiempo para h a b l a r , porque dos niños, uno de seis
Felicidad se quedó helada.
años y otro de cuatro, acababan de a b r i r la puer-
—Siéntate y hablemos—dijo.—No adelantare-
ta y a r r o j a r s e al cuello de Felicidad con una ex-
mos nada armando escándalo... Así, pues, ¿tú vie-
plosión de gozo.
nes á buscarme?
—Buenos días, mamita: hemos ido al j a r d í n ,
—Sí; y vas á seguirme en seguida. Soy tu m a -
allá abajo, al extremo de la calle... Francisca ha
rido, el único... ¡Conozco mis derechos! ¿No es
dicho en seguida q u e teníamos que venir... ¡Si tú
verdad, B e r r u , que estoy en mi derecho? Andan-
supieras cuánta agua hay allí, y cuántos pollitos
do, pues; ponte un mantón y sigúeme, si no quie-
en el agua!...
res que todo el mundo se entere de n u e s t r o s asun-
—Está bien, dejadme — dijo la m a d r e ruda- tos.
mente.
Felicidad le m i r a b a , y á pesar suyo, su cara
Y llamando á la criada:
t r a s t o r n a d a decía bien claramente que no le ama-
— F r a n c i s c a , llévese usted á los niños.
ba ya, que le espantaba, y que sólo disgusto le
Estos se r e t i r a r o n , con el corazón oprimido, en
inspiraba aquella pobreza y aquella vejez de men-
tanto que la criada, herida por el tono de su ama,
digo. ¡Cómo! ¡Ella tan blanca, tan aseada, acos-
se enojó, llevándolos delante de sí. Felicidad tuvo
t u m b r a d a hoy á todas las dulzuras de la vida b u r -
un miedo loco de que Jacobo intentase robarle
guesa, empezaría de nuevo aquella existencia pe-
los niños; podía echárselos s o b r e la espalda y
r r a de antaño, en compañía de un h o m b r e que
escapar. Berru, á quien no habían convidado á
parecía un espectro!
sentarse, se tendió tranquilamente sobre el otro
—¿Rehusas?—repuso Jacobo, que había leído en
sillón, después de h a b e r m u r m u r a d o al oído de su
los ojos de su mujer.—Ya comprendo: te has acos-
amigo:
tumbrado á la vida de señora de escritorio, y yo
—¡Los pequeños Sagnard! ¿Eh?... Esto m e d r a
no tengo una hermosa tienda, ni cajón lleno de di-
p r o n t o . . . ia semilla burguesa.
nero donde puedas palpar á tus anchas... Después
Felicidad, pasando del temor á un brusco enter-
están los pequeñuelos, que pareces dispuesta á
necimiento, no pudo contener las lágrimas que le
g u a r d a r mejor que has guardado á Luisa... ¡Cuan-
ahogaban y se le escapó uña exclamación.
do se ha perdido á la hija, es n a t u r a l b u r l a r s e del
—¡Perdóname, Jacobo!...
padrel Pero todo esto me es igual. Quiero que ven-
Y cuando pudo continuar:
gas y v e n d r á s , ó voy á casa del comisario p a r a
—Lo hecho no tiene remedio. Pero no quiero
que te traigan conmigo los g e n d a r m e s ¿Estoy
que seas desgraciado... Déjame que te ayude.
e n mi derecho, Berru?
Damour hizo un violento gesto.
El pintor afirmó con una indicación de cabeza.
—Seguramente—dijo B e r r u con viveza,—la ca-
Aquella escena le divertía mucho. Sin e m b a r g o ,
sa está demasiado bien provista p a r a que tu mu-
cuando vió á Damour furioso, e m b o r r a c h á n d o s e
j e r te deje con el vientre vacío... Es natural que
con sus propias palabras, y á Felicidad con las
tú rehuses dinero, pero bien puedes aceptar un
fuerzas agotadas, próxima á desfallecer, creyó de
regalillo. ¿No es eso, señora?
su deber desempeñar un papel airoso. Intervino
—¡Todo cuanto quiera, M. Berru!
diciendo con un tono sentencioso:
Pero Damour tornó á golpear la cómoda, gri-
—Sí, sí, estás en t u derecho: pero es preciso
tando: . ,
v e r , reflexionar Yo me conduzco siempre de
—¡Gracias, yo no como pan!...
una m a n e r a decente... Antes de decidir n a d a , se-
Y luego, mirando á su m u j e r en los ojos:
r í a conveniente hablar con M. Sagnard, y puesto
—¡Es á ti sola á quien quiero, y te t e n d r é ! . . , . .
que él no está aquí ahora...
Guárdate tu casa.
Se interrumpió y continuó luego, con acento
Felicidad había retrocedido vuelta á su repug-
que reflejaba una falsa emoción:
nancia y á su espanto. Damour entonces se puso
—Solamente que el c a m a r a d a está apremiado.
terrible, hablando de romperlo todo y lanzando
Es durísimo e s p e r a r cuando se está en su situa-
las acusaciones más abominables. Quería saber la
ción... ¡Ah, señora! ¡Si usted supiera cuánto ha
dirección de su hija; sacudía á su m u j e r en el si-
sufrido! ¡Y ahora, ningún auxilio, muerto de ham-
llón, gritándole que había vendido á su hija; y la
bre, rechazado en todas partes!... Cuando le en-
infeliz mujer , sin defenderse, con el estupor de
contré, hace unas horas, no había comido desde
lodo lo que !e pasaba, repetía con una voz lenta f
ayer.
- t o a -

qúe ignoraba su paradero; p e r o que seguramente


lo dirían en la P r e f e c t u r a de Policía. En fin, Da-
mour, que se había instalado en una silla, de don-
de j u r a b a que ni el mismo diablo le levantaría, le-
vantóse b r u s c a m e n t e , y después de un último pu-
ñetazo, más violento que los a n t e r i o r e s :
—Pues bien,—exclamó,—¡truenos y rayos!...
Yo me voy... Sí, me voy, porque así me parece.
Pero tú no p e r d e r á s nada con e s p e r a r . . . Vendré
aquí cuando esté tu marido, y yo os arreglaré, á
él, á ti, á los monigotes y á toda la sagrada fami-
lia... ¡Espérame y ya verás!
Y salió amenazando con el puño. En el fondo
estaba contento de a c a b a r asi.
Berru, que se había quedado d e t r á s encantado
p o r estar en aquellos líos, dijo con tono conci-
liador:
—No tenga usted cuidado, que no le dejo. Hay
que evitar una desgracia.
Y se enardeció hasta el punto de cogerle una
m a n o á. Felicidad, depositando en ella un beso.
Esta le dejó hacer sin oponer resistencia, estaba
anonadada. Si Jacobo la hubiese cogido de un
brazo, se hubiese ido con él.
Sin embargo, oyó los pasos de dos hombres que
atravesaban la tienda. Un mozo cortaba á cuchi-
lladas un cuarto de c a r n e r o . Entonces su instinto
de buena comerciante la condujo al escritorio, y
IT

Al siguiente dia, Damour tuvo una buena im-


presión: el marmolista le hizo e n t r a r como vigi-
lante en las obras de la casa del Ayuntamiento. Y
así fué como vigiló sobre un monumento que él
ayudó á quemar diez años antes.
Era aquel un t r a b a j o no fatigoso, una de esas
ocupaciones sedentarias que embrutecen. P o r la
Doche rondaba al pie de losandamios, escuchando
los ruidos y durmiéndose bastantes veces encima
de los sacos de yeso. No habló ya de i r á Batig-
nolles.
Un día, sin embargo, habiéndole convidado Be-
r r u á almorzar, gritó, á la t e r c e r a botella, que el
gran golpe era p a r a el siguiente día. Pero al si-
guiente día no se movió de su t r a b a j o .
Aquello se hizo habitual; no se enfurecía ni re- t a b e r n a de la calle del Temple, p a r a convencer-
cio mab i sus derechos sino cuando estaba embria- le de que no debía degollar á nadie. Aquello
gado. e r a estúpido, porque no resultaba nada prácti-
Guando estaba sereno permanecía sombrío, co, se perdía un h o m b r e . Le cogía las manos y
preocupado y j o m o avergonzado. El pintor había le exigía el j u r a m e n t o de no echar sobre sus
concluido por burlársele, diciendo que no e r a espaldas un mal negocio. Damour repetía obstina-
hombre. Pero, él permanecía g r a v e . damente.
—¡Habrá que matarlos entonces!... ¡Espero que —No, no; á cada uno su vez... Degollaré al car-
llegue ese día!... nicero.
Un día llegó h a s t a la plaza de Moncey; después Pasaban los días y no lo degollaba.
de h a b e r permanecido una h o r a sentado en un Se produjo un acontecimiento que pareció de-
banco, volvió á su o b r a . Durante el día creyó h a - b e r precipitar la catástrofe. Le despidieron de la
ber visto pasar á su hija por delante de la Casa o b r a por incapaz: d u r a n t e una noche tempestuo-
de la Ciudad, reclinada s o b r e los cojines de un sa se quedó dormido y le robaron unas h e r r a -
lando soberbio. B e r r u prometióle investigar al- mientas. Desde entonces empezó á d a r s e unos
guna cosa, pero él rehusó. ¿A qué santo saber de atracones de h a m b r e de mayor cuantía; a r r a s -
su hija? Sin embargo, aquel pensamiento de que trándose por los arroyos, demasiado orgulloso
pudiese ser s u hija aquella h e r m o s a mujer, tan todavía para m e n d i g a r , mirando con ojos desme-
elegante, que había entrevisto al trote de dos surados los aparadores de los colmados. Y la mi-
fogosos caballos b l a n c o s , lo t r a s t o r n a b a el co- seria le aplastaba en lugar de excitarle. Encor-
razón. Aumentó su tristeza. Compró un cuchillo vó las espaldas, hundiéndose en sus tristes refle-
y se lo enseñó á su camarada, diciéndole que
xiones. Se h u b i e r a dicho que no se atrevía á pre-
era p a r a degollar al carnicero. La f r a s e le gustó
sentarse en Batignolles, ahora que carecía de una
y b r o m e a b a sobre ella: la repetía continuamente,
blusa limpia.
diciendo:
En Batignolles, Felicidad vivía en continuas
— Degollaré al carnicero... A cada uno su vez, alarmas. La t a r d e de la visita de Damour, no
¿no es verdad? quiso contar el incidente á Sagnard; despué-, al
B e r r u , entonces, le tenía h o r a s e n t e r a s en una o t r o día, atormentada p o r s u silencio de la vis-
pera, sintió una especie de remordimiento y no su angustia. Un día, en fin, el carnicero estaba
enconlró valor para decir una palabra. Asi, tem- reprendiendo á un mozo que había olvidado cam-
blaba siempre creyendo ver e n t r a r á su marido é biar el agua á uoa cabeza de vaca, cuando entró
imaginándose escenas atroces. Lo peor e r a que su m u j e r lívida, balbuceando:
en la tienda habían olido alguna cosa, porque los —¡Aquí viene!
dependientes b r o m e a b a n , y, cuando madame Ver- —¡Ah... muy bien!—dijo Sagnard calmándose
nier venía por las dos chuletitas, tenía una mane- súbitamente. —Hazle e n t r a r en el comedor.
r a mortificante de e n t r e g a r sus setenta y cinco Y sin apresurarse, volvióse hacia el mozo:
céntimos. En fin, una noche, Felicidad se echó —Lávela usted con v a r i a s aguas, eso envene-
al cuello de Sagnard y se lo confesó todo sollo- naría.
zando. Le repitió lo que había dicho á Damour; Se fué al comedor, donde encontró á Damour y
no era culpa suya, p o r q u e la gente, cuando se B e r r u . Aquel día iban j u n t o s por una casualidad.
muere, no debía r e s u c i t a r . Sagnard, aún muy B e r r u había encontrado á Damour en la calle de
verde p a r a sus sesenta años y h o m b r e muy agra- Glichy; no le veía ya con tanta frecuencia, fasti-
dable, la consoló. La cosa era un poco extraor- diado de su miseria. Pero cuando supo que su
dinaria, pero se a r r e g l a r í a . ¿No se arregla todo camarada iba á la calle de los Frailes, le dirigió
en el mundo? Se verían, hablarían. La historia mil reproches, pues aquel asunto era también su-
le interesaba, hasta el punto de que, ocho días yo. Había empezado á sermonearle, gritando que
más tarde, como Damour no apareciese, le dijo á él le impediría cometer tonterías, cerrándole el
su m u j e r : paso y pidiéndole el cuchillo.
—¿Y bien? ¿Es que nos deja?... Si tú supieras su Damour se encogió de hombros, con aire obsti-
dirección, iría yo á verle, y después, como Felici- nado, firme en su idea de m a t a r . A todas las ob-
dad le suplicase que se estuviese tranquilo: servaciones del otro, contestaba:
—Pero, hija mía,—añadió,—es para tranquili- —Ven si quieres; pero no me fastidies.
zarte... Veo perfectamente que estás sufriendo... En el comedor, Sagnard dejó á los dos hombres
Es preciso a c a b a r . de pie. Felicidad había escapado llevándose los
Felicidad enflaquecía, efectivamente, bajo la i.iños; y, d e t r á s de la p u e r t a , c e r r a d a con llave
amenaza de un d r a m a , cuya tardanza a u m e n t a b a y cerrojo, permaneció s e n t a d a , desorientada,
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apretando contra ella á sus hijos como para de-


fenderles. Sin embargo, con el oído fijo, ansiosa, dijo tranquilamente el carnicero.—No quiero que
n o oyó nada todavía; pues los dos maridos, en me la ponga usted enferma como el otro día. Po-
la pieza vecina, experimentaban g r a n embara- demos hablar perfectamente sin ella. Por otra
zo y se miraban en silencio. parte, si es usted juicioso, todo irá bien. Puesto
—¿De modo que es usted?—acabó por p r e g u n t a r que usted dice que la ama, fíjese e n su posición,
Sagnard, por decir algo. reflexione y obre e n consecuencia...
—¡Sí; soy yo!—respondió Damour. —¡Gállese usted!—interrumpió el otro, asaltado
Encontró á Sagnard muy distinguido y se sintió p o r un acceso de b r u s c a rabia.—jNo se ocupe
pequeño á su lado. El carnicero no representaba usted de n a d a , ó esto acabará de mala m a n e r a !
más allá de cincuenta años; era un hombre guapo, Berru, imaginando que Damour iba á sacar el
de rostro fresco, el cabello cortado á rape y sin cuchillo de la faltriquera, se interpuso e n t r e los
b a r b a . En m a n g a s de camisa, envuelto en un g r a n dos rivales, a p a r e n t a n d o g r a n ansiedad, Damour
delantal blanco, que resplandecía como la nieve, le rechazó diciendo:
tenía un aire de alegría y juventud que a t r a í a . —¡Déjame en paz tú también!... ¿De q u é tienes
—Es que—repuso Damour vacilando—no era á miedo? ¡Eres un estúpido!
usted á quien quería hablar, sino á Felicidad. —¡Calma!—repetía S a g n a r d . - G u a n d o uno se
Entonces Sagnard recobró todo su aplomo. encoleriza, no sabe lo que se hace... Escuche u s -
—Veamos, camarada, expliquémonos. ¡Qué dia- ted: si llamo á Felicidad, prométame usted ser
blos! No tenemos nada q ie echarnos en cara ni prudente, pues ya sabe usted que es muy sensi-
uno ni otro. ¿Por qué devorarse cuando la culpa ble... y nuestro objeto no es m a t a r l a . ¿Se p o r t a r á
no es de ninguno de los dos? usted bien?
Damour, con la cabeza inclinada, m i r a b a obsti- —¡Si hubiera venido á p o r t a r m e mal, hubiera
nadamente uno de los pies de la mesa. Con voz empezado por estrangularle á usted con toda su
sorda m u r m u r ó : palabrería!
—No quiero nada con usted; déjeme usted en Y dijo esto con un tono tan p r o f u n d o y tan
paz... Es á Felicidad á quien quiero hablar. doloroso que el carnicero sintió una honda emo-
—Eso sí que no... no hablará usted con ella— ción. *
—Entonces—dijo,—voy á llamar á Felicidad.
Í 4 CANALLA.—16 TOMO U
¡Oh, yo soy muy justo y comprendo que quiere quieras. Sí; puesto que los tribunales nada pueden
usted discutir el asunto con ella! Está usted en su hacer aquí para res dver en justicia, tú elegirás
derecho. al marido que más te guste. Responde... ¿á quién
F u é hacia la p u e r t a y llamó. eliges?
—¡Felicidad!... ¡Felicidad! .. Pero Felicidad no pudo r e s p o n d e r . La emoción
Después, como nadie se moviese, como Felici- la sofocaba.
dad, helada ante la idea de esta entrevista, per- —Está bien—repuso Damour con la misma voz
maneciese a c u r r u c a d a en la silla, apretando con sorda,—te vas con él... Cuando vine aquí, sabía
mayor fuerza á sus hijos contra su pecho, Sagnard de antemano el desenlace. No te odio por eso, y
se impacientó. después de todo te doy la r a z ó n . Yo he acabado,
—¡Vamos... Felicidad!—gritó: no seas tonta, no soy nada, tú no me quieres; en tanto que él te
M. Damour quiere hablarte. hace dichosa, sin contar que tenéis dos pequo-
Ultimamente sonó la llave; apareció y cerró ñuelos...
cuidadosamente la puerta, p a r a dejar e n c e r r a d o s Felicidad sollozaba afligida.
á sus hijos. Se hizo un nue.vo silencio, más emba- -—Haces mal eh llorar; estos no son reproches.
razoso que el anterior. Aquel era el golpe de gra- Las cosas han venido así, eso es todo... He que-
cia; como decía B e r r u . rido verte ( t r a vez p a r a decirte que podías dor-
Damour habló finalmente con frases que se en- mir tranquila. Ahora que has escogido, no te mo-
t r e c o r t a b a n , en tanto que Sagnard, de pie delante lestaré más... se acabó; no oirás hablar más de
de la ventana, levantando con el índice una de las mí...
cortinillas, miraba hacia fuera, p a r a demostrar Y dirigióse hacia la p u e r t a , pero Sagnard, muy
que era h o m b r e de mundo. afectado, le cerró el paso gritando:
—Escucha, Felicidad: Ya sabes que j a m á s he —¡Ah! Es usted un hombre cabal... y no es posi-
sido embustero. Eso, tú puedes decirlo... Pues ble que nos deje usted de ese modo. Comerá usted
bien, en esta ocasión no empezaría á serlo. Mi con nosotros.
p r i m e r a idea f u é asesinaros á todos. Después me Berru, sorprendido de aquel pacífico desenlace,
he preguntado qué adelantaría con eso... Prefiero se escandalizó al oir que su c a m a r a d a r e h u s a b a
dejarte dueña de la elección, f i a r e m o s lo que tú la invitación.
lio Se tutearon, estaban como muertos, no v i v i e n -
—Al menos, beberemos un trago—repuso el
do sino en el recuerdo.
carnicero.—¡Acpptará usted un vaso de vino con
—¡A la de usted!
nosotros, q ió diablos!
Y, en tanto que bebían los cuatro, las voces de
Damour no aceptó de pronto. Paseó una lenta
los niños resonaron en la estancia inmediata...
m i r a d a alrededor del comedor, un comedor muy
agudas y rientes. Después llamaron á la puerta
bonito, con muebles de roble barnizado; des-
gritando:
pués detuvo s u s ojos s o b r e Felicidad, que se
—¡Mamá... mamá!
lo suplicaba, b a ñ a d o el rostro en lágrimas, y
—¡Ea! ¡Adiós á todos!—dijo Damour dejando el
dijo:
vaso sobre la mesa.
—Sí; al momento.
Y salió. Felicidad, pálida y d e s e n c a j a d a , le vió
Entonces Sagnard, encantado, gritó: m a r c h a r , en tanto q u e Sagnard les acompañó has-
—¡Vasos, Felicidad! No necesitamos que nos ta la puerta.
sirva la criada... Cuatro va«os. Es preciso que tú
también trinques.—¡Ah, camarada! Me ha dado
usted un gran placer aceptando... porque yo apre-
cio mucho los corazones grandes, y usted tiene
un g r a n corazón, respondo de ello.
Entretanto, Felicidad, con nerviosa mano, bus-
caba vasos y una botella en el aparador. Tenía
como perdida la cabeza y no encontraba nada.
Fué necesario que Sagnard la ayudase. Después,
cuando estuvieron los vasos sobre la mesa llenos
de vino, brindaron los comensales. Damour, f r e n -
t e á Felicidad, debió alargar el brazo p a r a tocar
el vaso de ésta. Ambos se m i r a r o n , mudos, con el
pasado en los ojos. Ella temblaba de tal modo, que
se oyó el tintineo del cristal, como el castañeteo
d e los dientes en los escalofríos tercianarios. Ya
Y

En la calle, Damour comenzó á caminar rípi-


damente, costándole mucho t r a b a j o á B e r r u el
poder seguirle. En el bulevar de Batignolles,
cuando vió que su camarada, reventado por la
caminata, se dejaba caer s o b r e un banco, con las
mejillas pálidas y los ojos extraviados, le dijo
todo cuanto pensaba. El, cuando menos, hubie-
r a abofeteado al b u r g u é s y á la b u r g u e s a . Le
sublevaba la idea de que un marido cediese de
aquel modo su mujer, sin condiciones. Era p r e -
ciso ser un Juan Lanas; sí, un Juan Lanas, p o r
no decir otra cosa. Y citaba el ejemplo de otro
comunista que había encontrado á su mujer
amancebada con un particular. ¿VI menos ellos
llegaron á un arreglo, y vivieron y viven muy fe-
Caminaron rápidamente, descendiendo p o r la
lices; pero tú te has portado como un v e r d a d e r o
calle de Amsterdam. En la calle de Berlín se
botarate.
detuvo B e r r u delante de un hotelito, llamó y pre-
—¡Tú no comprendes nada!— repuso Damour.—
guntó -A lacayo que fué á abrir si Mme. Souvigny
¡Vete... porque no eres amigo mío!.
estaba visible; y como el lacayo vacilase, añadió:
—¿Que no soy tu amigo, después de lo que he
—Dígale usted que aquí está Berru.
hecho? ¿Qué va á s e r de ti? Reflexiona un poco.
Damour le siguió maquinalmente. Aquella visita
No tienes á nadie y te ves como un perro en medio
inesperada, aquel hotel lujoso, acabaron de t r a s -
del a r r o y o . . . y te morirás de hambre, si yo no te
tornarle la cabeza. Subió. Lu^go, repentiname, te,
saco de este atolladero... ¡Que no soy tu amigo! Si
se encontró en brazos de una linda r u b i t a , apenas
yo te abandono, no tienes más remedio que meter
cubierta con un peinador de encajes. La joven ex-
la cabeza debajo de la pata, como los pollos que clamaba:
se quieren m o r i r .
- ¡ P a p á ! . . . ¡Es papá!... ¡Oh, qué feliz me ha h e -
Damour hizo un gesto desesperado. Era cierto:
cho usted, trayéndole!
no tenía más remedio que echarse al agua ó ha-
Era una buena hija y se preocupaba muy poco
cerse p r e n d e r por los agentes.
de la blusa ennegrecida del viejo, encantada, p a l -
—Pues bien—continuó el pintor,—soy de tal
moteando, en una crisis aguda de amor filial. Su
modo tu amigo, que voy á llevarte á casa de
padre, turbado, ni aun la reconocía.
alguien, donde e n c o n t r a r á s p e r r e r a y sopa de
—¡Es Luisa!—le dijo B e r r u .
sebo.
Entonces balbuceó:
Y se levantó como á impulsos de una súbita
—¡Ah... sí!... Es usted muy amable...
idea. Levantó á la fuerza á su compañero, que bal-
buceaba: No se atrevía á tutearla. Luisa le hizo s e n t a r en
el sofá: después llamó para prohibir que se a b r i e -
—¿Pero dónde... dónde?
se á nadie. Jacobo, entretanto, m i r a b a la habita-
—Ya lo verás... puesto que no has querido co-
ción tapizada de casimir y amueblada con una ri-
m e r con tu mujer, comerás mejor y ten la seguri-
queza tan delicada que le enternecía. Y B e r r u ,
dad de que no te p e r m i t i r é hacer dos tonterías en
a n día. triunfante, le pegaba palmaditas en la espalda,'
repitiendo:
¿Dirás aún que no soy tu amigo? Sabía —Sí,—dijó por fin, en tanto que dos lágrimas
yo muy bien que tendrías necesidad de tu hija. corrían por sus mejillas, a r r u g a d a s por la mi-
Entonces me procuré sus señas y vine á contarle seria.
tu situación, y me dijo inmediatamente: Berru lo encontró muy razonable. Cuando pa-
—¡Tráigamelo usted! saron al comedor, un lacayo vino á decir que el
—¡Ya lo creo!... ¡pobre papá!—murmuró con señor estaba allí.
voz f e b r i l . - ¡Ya sabes que tu república me ins- —No puedo recibirle,—dijo Luisa tranquila-
pira gran horror! Esos comunistas son unas malas mente.—Dígale usted que estoy con mi padre...
personas que destruí« ian el mundo si les dejasen Que vuelva mañana á las cuatro, si quiere...
hacer... Pe.o tú, tú eres mi querido papá. Me La comida fué encantadora. Berru la amenizó
acuerdo lo bueno que eras, cuando, pequeñita, es- con toda suerte de equívocos, que hacían reir á
taba siempre enferma. Ya verás, nos .entendere- Luisa hasta d e r r a m a r lágrimas. Parecíales estar
mos perfectamente, con la condición de que no en la calle de los Envierges, y que aquello era una
hablaremos jamás de política... Por de pronto v a - felicidad. Damour no cesaba de comer, falto de
mos á comer los tres juntos... ¡Oh, qué bien!... descanso y de alimento; pero una sonrisa de ex-
Estaba sentada casi en las rodillas del obrero, quisita ternura se dibujaba en sus labios cada vez
riente, con sus ojos claros, sus finos cabellos páli- que sus miradas se cruzaban con las de su hija.
dos distribuidos encima de las orejas. Damour, A los postres bebieron un vino azucarado y espu-
sin fuerzas, se sentía invadido por un delicioso moso como el champagne, que les puso muy ale-
bienestar. Hubiera querido rehusar, porque no le gres. Cuando los criados se retiraron, con los co-
parecía muy honrado ni digno sentarse allí en la dos sobre la mesa, hablaron del tiempo pasado
mesa. Pero no encontraba su energía de hacía con la melancolía de la embriaguez. Berru había
unas horas, cuando salió de casa del carnicero, liado un cigarrillo, que Luisa encendió, con los
sin volver la cabeza, después de haber brindado ojos medio cerrados y el rostro abismado. Sa en-
por última vez. Su hija era demasiado dulce, y zarzó en sus recuerdos y empezó á hablar de sus
sus manecitas, que le acariciaban las sienes, le amores; del primero: un guapo joven que había
encadenaban. hecho muy bien las cosas. Después insinuó juicios
•—¿Vamos, aceptas?—preguntó Luisa. muy severo? contra su madre. « ««Evo león
b&LIOTEC t'vivmirm
"ALFOhoO RtYES"
*éíJe. 1525 MONTERREY, MEXICO
—Comprenderás,—le dijo á su p a d r e , - q u e nO
habiendo vuelto la t a r j e t a , el p a d r e leyó lo que
quiero verla más, pues se ha conducido m u y mal.
escribiera á raiz de su m u e r t e :
Si quieres, iré á decirla lo que pienso de su m a -
—sTe vengaré.»
n e r a de o b r a r contigo.
Y cogiendo un cuchillito de postres, lo blandió
Pero Damour declaró gravemente q u e aquella
sobre su cabeza, repitiendo su juramento:
m u j e r no existía ya para él. De pronto levantóse
—Sí, sí; ¡te vengaré!
Lui<a, exclamando: —Cuando vi que mamá andaba mal,—decía
—A propósito, voy á enseñarte algo que te cau- Luisa,—no quise dejarle el r e t r a t o de mi pobre
sará placer. h e r m a n o . Una t a r d e se lo birlé... Es para tí, papá,
Salió, volviendo p r o n t a m e n t e con el cigarrillo yo t e lo cedo.
en la boca, y entregó á su p a d r e una vieja foto- Damour había puesto la fotografía c o n t r a su
grafía amarillenta, con los ángulos rotos. Fué una vaso y la m i r a b a aún. Sin e m b a r g o , se empezó á
sacudida para el o b r e r o que, fijando sus ojos t u r - hablar razonablemente. Luisa, con el corazón en
bados e n el r e t r a t o , gimoteó: la mano, quería sacar á su padre de la miseria.
—¡Eugenio... mi pobre Eugenio! Habló de que viviese con ella; pero se convino en
Pasó la t a r j e t a á B e r r u , y éste, lleno de emo- que aquello no era posible. P o r fin, tuvo una idea:
ción, m u r m u r ó por su p a r t e : preguntóle si consentiría en cuidar una propiedad
—¡Estás muy parecido! que un c i b a l l e r o acababa de comprarla cerca de
Luego pasó á m a n o s de Luisa. Esta le miró un Mantés. Había un pabellón, donde vivirla muy
instante, p e r o le ahogaron las lágrimas y lo de- bien con doscientos francos al ines.
volvió, diciendo: —¡Cómn! ¡Eso es el paraíso!—exclamó B e r r u
—¡Lo recuerdo bien!... ¡Que guapo era! aceptando por su compañero. Si se a b u r r e , yo iré
Y los tres, presa de súbito enternecimiento, llo- á visitarle.
raron juntos. Dos veces más dió la vuelta el r e t r a - Una semana después, Damour estaba instalado
to, en medio de las más sentimentales reflexiones. en B¿líos-Aires, la propiedad de su hija, y allí es
El tiempo había obrado sobre el retrato: el pobre donde vive ahora, en un reposo que la Providen-
Eugenio, con su uniforme de guardia nacional, cia le debía bien, después de las desgracias con
parecía una sombra perdida en la leyenda. P e r o que lo había colmado, Engorda, se rejuvenece,
Vestído como un burgués, teniendo el aspecto A veces, sin embargo, hay gran movimiento en
bondadoso y honrado de un anciano militar. Los el pabellón. Es cuando viene Berru á pasar cuatro
aldeanos le saludan con respeto. Caza y pesca á ó cinco días en el campo. Por fi-i ha encontrado;
la caña. Se le encuentra al sol, en los caminos, en casa de Damour, el soñado rincón donde m a t a r
mirando los sembrados, con la conciencia tran- el tedio de París. Caza y pes 'a con su amigo; pasa
quila del hombre que no ha robado nada y que días e n t e r o s echado s o b r e la espalda del rio. Des-
come de sus r e n t a s r u d a m e n t e ganadas. Cuando pués, por la noche, ambos c a m a r a d a s hablan de
su hija viene con algunos caballeros, sabe mante- política. B. j rru t r a e de París la prensa anarquista,
n e r su r a n g o . Sus g r a n les alegrías son cuando y luego d >. haberla leí ¡o, se extienden en conside-
su hija hace una escapada y comen j u n t o s en el raciones sobre las medidas radicales que habrían
pabelloncito. de tomar; fusilan al gobierno, ahorcan á los bur-
Entonces la habla con ceceos de nodriza, mira gueses, queman á París p a r a reedificar otra ciu-
sus galas con aire de adoración; y aque'los a l - dad, la v e r d a d e r a ciudad del pueblo. Su tendencia
muerzos son delicados, con toda suerte de cosas es la felicidad universal p o r medio de una exter-
buenas que hace guisar él mismo, sin contar los minación general. Por fin, cuando sube á acostar-
postres, pasteles y bombones, que Luisa t r a e en se Damour, que ha hecho poner un marco al re-
los bolsillos. trato de Eugenio, se aproxima, le mira, blande su
Damour no ha intentado v e r más á su m u j e r . pipa, y exclama:
No tiene más que á su hija, que se apiada de su —Sí, sí; ¡te vengaré!
anciano padr e y que es su orgullo y su alegría. Y al otro día, con el r o s t r o sonrosado y el cuer-
Además, ha r e h u s a d o igualmente i n t e n t a r el me- po ágil vuelve á la pesca, en tanto que Berru, ten-
nor paso p a r a restablecer su estado civil. ¿A qué dido en el ribazo, d u e r m e con la nariz metida en
impugnar los registros del gobierno? Esto aumen- la hierba.
ta la tranquilidad en torno suyo. Está en su agu-
\
j e r o , olvidado, perdido, no siendo nadie, no enro-
jeciendo por los regalos de su hija; en tanto que
si le resucitase, quizá algún en-idioso hablaría FIN
ínal de su situación, y aun él acabaría por s u f r i r .

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