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RICARDO C0VARRUB1AS
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EMILIO ZOLA

O B R A S DE EMILIO ZOLA
L i Débàcle
de venta en esta Casa Editorial (EL DESASTRE)
2AfHug£iAVüa m t m
NanA 2 tomos
V Assommoír 2 » Versión castellana de «El Nervión»
Teresa Raquin 1 ,
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TOMO PRIMERO
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BARCELONA Aev

CASA EDITORIAL MAUCCI.—MALL&^A, 226 Y 228

BUENOS AIRES MEXICO


Maucci Herms., Cuyo 1070 Maucci Herms., 1. a Relox, 1
1902
La Débâcle
FONDO
RICARDO COVAftWJBiftS

Publicada por la Casa Editorial


(EL DESASTRE)
Maucci, con autorización de EL
N E R V I Ó N , de Bilbao.

PRIMERA PARTE

El campamento se había colocado á dos kilóme-


tros de Mulhouse, hacia el Rhin, en medio de una
llanura fértil. Al terminar aquel día del mes de
Agosto, bajo un cielo plomizo que recorrían las nu-
bes, las tiendas de campaña se alineaban por los
campos de labranza y los pabellones formados por
los fusiles relucían, se espaciaban por el frente de
PILLA ALFONSI«
la línea, mientras que los centinelas con los fusiles
EMOTECA UNIVERSITÄRE
cargados, vigilaban inmóviles con la vista fija en
t H , À - . N-. fc : lontananza, en las nieblas violáceas del lejano ho-
rizonte que subían del río.
Imprenta de la Casa Editorial Maucci, Mallorca, 226 y 228
Se babía llegado de Belfort á las cinco. Eran las
ocho y los soldados acababan entonces de recoger del lado del Frcechwiller,bien se presentía al ver el
sus víveres. Pero la leña debía haberse extraviado, cielo triste por el cual pasaban grandes ráfagas de
pues no se había podido repartir. No había medio viento que destrozaban los nubarrones. La división
de encender fuego y hacer el raücho. Fué preciso llevaba dos días de marcha, creyendo encontrar
contentarse con mascar galleta fría, remojándola siempre los prusianos en esa caminata desde Bel-
con buenos tragos de aguardiente, lográndose así fort á Mulhouse.
que las piernas, ya endebles, aflojasen más. Sin em- El día terminaba; la retreta salió de un rincón
bargo, dos soldados, detrás de los pabellones, cerca lejano del campamento, señalada por el redoble de
de la cantina, se empeñaban en querer encender los tambores y los toques de cornetas cuyos ecos
unos trozos de leña verde que habían cortado con se llevaba el aire. Juan Macquart, que estaba ocu-
sus sables y que no querían arder. Una humareda pado en el arreglo de su tienda de campaña, se pu-
negra y espesa flotaba en el aire de aquella tarde so de pie. Al primer anuncio de la guerra había
de una tristeza indefinible. abandonado su pueblo, Rognes, con la pesadumbre
No había allí más que doce mil hombres, todo lo que le había producido el drama en que acababa
que el general Félix Douay conservaba del sépti- de perder á su mujer Francisca y las tierras que le
mo cuerpo de ejército. La primera división, recla- había llevado en dote; se había reenganchado á los
mada la víspera, había salido para Frceschwiller; treinta y nueve años, obteniendo inmediatamente
la tercera se encontraba todavía en Lyon, habién- los galones de cabo; con esta graduación se incor-
dose decidido á abandonar Belfort con la segunda poró al 106° regimiento de línea, cuyos cuadros se
división, la artillería de reserva y una división de completaban entonces. A veces le causaba extra-
caballería incompleta. Se habían visto fuegos cerca ñeza verse con el capote, él, que después de la ba-
de Lorrach. Un telegrama del subprefecto de Sche- talla de Solferino, había abandonado el servicio,
lestadt decía que los prusianos iban hacia el Rhin tan alegre por no tener que arrastrar sable y ma-
por Markolsheim. El general, que se encontraba tar gente. ¿Pero qué iba á hacer? Cuando no se tie-
demasiado aislado á la extrema derecha de los ne oficio, ni mujer, ni bienes, y cuando el corazón
otros cuerpos, sin comunicación con ellos, acababa está triste, es mucho mejor ir á estrellarse contra
de precipitar su movimiento hacia la frontera, con el enemigo. Recordaba su frase, ¡vive Diosl Cuan-
tanta más razón cuanto que la víspera se había re- do no se tiene valor para trabajar la tierra, hay
cibido la noticia de la desastrosa sorpresa de Wis- que defenderla.
semburgo. A cada momento temía verse obligado á Juan, puesto en pie, lanzó una ojeada hacia el
rechazar al enemigo ó ser llamado para apoyar al campamento que se conmovía al toque de la retre-
primer cuerpo. Ese día, ese sábado tempestuoso, el ta. Algunos hombres corrían; otros, adormecidos
6 de Agosto, debían haberse batido en algún sitio, ya, se levantaban, se desesperezaban, desfallecidos,
treinta y seis años, de cara simpática, que ilumina-
disgustados. Él aguardaba con paciencia la lista,
ban dos ojos azules, ojos de miope, por cuya causa
con esa tranquilidad y e3a resignación que hacían
de él un soldado excelente; sus compañeros decían se había visto obligado á renunciar á servir á la
que si hubiese tenido instrucción, hubiera podido patria en el ejército. Un sargento de artillería de
subir mucho; pero él, que sólo sabía leer y escribir la reserva, de aire resuelto, con bigote negro, se
muy poco, no ambicionaba ni el grado de sargento. había unido al grupo y los tres hablaban como si
Pero al ver el fuego de leña verde que seguía estuvieran en familia.
humeando, interpeló á los dos individuos Loubet y Para evitarles algún contratiempo, Juan creyó
Lapoulle, diciéndoles: oportuno intervenir.
—¡Dejad eso! nos estáis envenenando. —Hará usted bien en marcharse, caballero. La
Loubet, escuálido, con cara risueña, replicó: retreta viene y si el teniente le v i e r a -
—Ya arde, os lo aseguro... sopla tú. Mauricio no le dejó acabar.
Y empujaba á Lapoulle, un coloso, que intentaba —Quédese usted, Weiss.
en vano encender el fuego, soplando, con los carri- Y dirigiéndose al cabo díjole secamente:
llos inflados, la cara congestionada, los ojos enro- —Este señor es mi cuñado. Tiene un permiso
jecidos y llenos de lágrimas. del coronel, á quien conoce.
Otros dos soldados de la escuadra, Chouteau y ¿En qué se entrometía ese aldeanazo cuyas ma-
Pache, el primero echado de espaldas como un hol- nos olían á estiércol? Él, que había sido recibido
gazán que desea estar á sus anchas, el otro en cu- abogado durante el otoño último, que había senta-
clillas, muy entretenido remendando sus pantalo- do plaza y con el apoyo del coronel había sido in-
nes, soltaron una carcajada al ver la horrible cara corporado al 106° de línea sin pasar por los depósi-
de aquel bruto de Lapoulle. tos, se resignaba á llevar el morral, pero desde los
—Da la vuelta y sopla por el otro lado y lo harás primeros momentos sentía repugnancia invencible
mejor,—gritó Chouteau. contra aquel cabo, sin instrucción, á quien tenía
Juan los dejó reir. Acaso no volvería á presen- que obedecer.
tarse á menudo ocasión de reir; él con su aire de —Bueno va,—replicó Juan con voz tranquila,—
buen mozo, con la cara llena y regular, no era me- que los trinquen [poco me importa!
lancólico; hacía como que no veía cuando sus sol- Después, volvió la espalda al grupo al notar que
dados se entretenían. Mauricio no le engañaba, pues en aquel momento
Pero otro grupo llamó su atención; un soldado de el coronel señor Vineuil, pasaba por allí, airoso,
su escuadra, que estaba hablando con un paisano distinguido, con su larga cara amarilla cortada por
hacía ya algún tiempo; era Mauricio Levasseur, espesos bigotes blancos y saludó á Weiss y al sol-
que conversaba con un caballero rubio, de unos dado, sonriéndose.
— I l -
El coronel iba muy de prisa á una casería que se la paz melancólica del crepúsculo y parecía que no
veía á la derecha, á unos doscientos ó trescientos la habían oído. Nieto de un héroe del gran ejército
metros, medio oculta entre ciruelos, donde se había de Napoleón I, el joven había nacido en el Chéne
alojado e estado mayor para pasar la noche. No se
Populeux, de un padre alejado del camino de la
sabía si el comandante del séptimo cuerpo se en-
gloria, reducido al modesto empleo de recaudador
contraba allí con la desesperación del que acaba
de contribuciones. Su madre, una aldeana, había
fle perder á su hermano, muerto en Wissemburgo.
muerto al darlos á luz á él y á su hermana gemela
Pero el general de brigada Bourgain-Desfeuilles,
que tenía á sus órdenes al 106o, estaría allí segura Enriqueta, la cual le había educado, y si se encon-
mente, tan vocinglero como de costumbre, con sus traba allí como voluntario, era á consecuencia de
piernas cortas que sostenían un cuerpo voluminoso graves faltas, de una vida de crápula, de su tempe
con su tez sonrosada de bon vivaní, á quien su poco ramento débil y exaltado, por el dinero que había
seso no molestaba mucho. derrochado en el juego, con las faldas, en las nece-
dades de ese París devorador, á donde llegó para
E! movimiento alrededor de la casería iba en au- terminar el derecho, á expensas de la familia que
mento; los ordenanzas de caballería salían y vol- se había impuesto grandes sacrificios para hacer
vían á cada momento. Se aguardaban con febril de él un hombre, un caballero. El padre había
impaciencia los telegramas dando cuenta de aque- muerto de disgustos; la hermana, después de haber-
lla batalla que todos presentían fatalmente desde se despojado de todo cuanto poseía, había tenido la
e amanecer. ¿Dónde se había verificado y cuál ha- buena suerte de encontrar un marido, ese honrado
bía sido su resultado? A medida que la noche avan-
Weiss, un alsaciano de Mulhouse, empleado duran-
zaba, parecía que sobre la huerta, sobre las ruedas
te mucho tiempo en la refinería del Chéne Popu-
del molino, esparcidas alrededor de la cuadra, la
leux, hoy contramaestre en casa del señor Dela-
ansiedad se hacía mayor, como si rondara ¿or
herche, uno de los principales fabricantes de paños
aquellos contornos sombríos. Decíase que se había
detenido un espía y que había sido llevado á la ca- de Sedán. Mauricio creía haberse enmendado, con
sería para ser interrogado por el general. Tal vez su carácter nervioso pronto á confiar en el bien, co-
el coronel Vineuil habría recibido algún telegrama mo propenso á los descorazonamientos del mal, ge-
y por eso iba tan deprisa hacia el sitio donde se al- neroso, entusiasta, pero sin fijeza alguna, sometido á
bergaba el estado mayor. todos los vaivenes del viento que pasa. Rubio, pe-
queño, con la frente muy desarrollada, nariz y bar-
Mauricio había vuelto á hablar con su cuñado ba delgada, la cara fina, tenía ojos grises, acaricia-
Weiss y su primo Honorato Fouchard, el sargento dores, locuaces algunas veces.
La retreta que venía de lejos, se dejó oir más pró-
Weiss había llegado á Mulhouse en vísperas de
xima, pasó cerca de ellos, tocando y redoblando en
las primeras hostilidades, con el deseo de arreglar
asuntos de familia y si se había aprovechado para ojos ardientes. Goliath Steinberg, el carnicero, el
ver á su cuñado de su buena amistad con el coro- que le había hecho reñir con su padre, que le na-
nel Vineuil, es porque este último era tío de la se- bía robado el cariño de Silvina, toda la historia
ñora Delaherche, una linda viudita con la que se triste que tanto le había hecho padecer, volvía a
había casado un año antes el fabricante de paños y 9u memoria. Quería correr, estrangularlo pero Go-
á quien Mauricio y Enriqueta habían conocido liath estaba ya lejos, más allá de los pabellones de
cuando era aun muy niña. armas y su cuerpo se desvanecía entre las sombras
—Abrace usted á Enriqueta por mí,—decía el de la noche. ,
joven á su cuñado al separarse, pues adoraba á su —¡Ah! Goliath,—murmuró,—no es posible. Esta
hermana.—Dígala que puede estar contenta y que allí con los otros... Si alguna vez le encuentro...-
al fin quiero que se enorgullezca de mí. y de un gesto amenazador señaló el horizonte obs-
Los ojos se le llenaban de lágrimas al recordar curo, todo aquel oriente violáceo que para él era
sus locuras. Su cuñado, conmovido, abrevió la des- Prusia. Hubo un momento de silencio y se oyó de
pedida, y dirigiéndose al artillero Honorato Fou- nuevo la retreta, pero muy lejana, que se perdía al
chard, le dijo: otro extremo del campamento.
—Cuando pase por Remilly, iré á decir al señor —¡Caramba!-dijo H o n o r a t o , - m e van á pescar,
Fouchard que le he visto.
si no llego á la lista... ¡Buenas nochesl
—¡Bueno!—replicó tranquilamente Honorato;— Y después de dar un apretón de manos á Weiss,
á mi padre le importará muy poco, pero vaya us-
se marchó hacia el montículo, donde se encontraba
ted.
la reserva de la artillería, sin volver á hablar de
En aquel momento se produjo algún movimiento
su padre, ni de Silvina, cuyo nombre le quemaba
delante de la casería; vieron salir de allí libre, con- los labios. . ,
ducido por un oficial, al hombre que habían dete- Pasaron algunos minutos y hacia la izquierda
nido por sospechas de que fuera un espía. Es pro- volvieron á sonar las cornetas, donde estaba la se-
bable que hubiese podido demostrar su inocencia, gunda brigada. Más cerca se oyó otro toque. Des-
porque se le expulsaba solo del campamento. Des-
p u é s un tercero muy lejos. Todos fueron sonando
de tan lejos y en la penumbra del día se le distin-
hasta que Gaude, el corneta de la compañía, tocó á
guía apenas, enorme, cuadrado, con una cabeza
su vez lanzando á todo vuelo notas agudas. E r a un
rojiza.
muchacho alto y flaco, sin pizca de barba, siempre
Sin embargo, Mauricio lanzó un grito. callado, pero que tocaba su corneta con tanta fuer-
—Mira, Honorato... cualquiera diría que es el za como si soplara una tormenta.
prusiano Goliath. Entonces el sargento Sapin, un hombrecillo en-
Este nombre hizo saltar al artillero. Miró con sua teco y de mirada vaga, comenzó á pasar
de campaña, hasta que apagaron los fuegos; mien-
J o l í n f ^ l a D Z a í a 108 n ° m b r e s ' m i e n t r a s los
toiof, , q u e 8 6 h a b í a n a c e r c a d 0 contestaban en tras que Juan, cansado por aquella terrible mar-
todos los tonos, desde el de violoncello hasta el de cha, se sentaba á algunos pasos de Mauricio, cuyas
la flauta. Pero hubo una pausa. palabras llegaban á sus oídos, sin escucharlas, pre-
—¡Lapoulle! repitió el sargento muy alto. ocupado él mismo como lo estaba, con reflexiones
obscuras, apenas formuladas en el fondo de su es-
c n l ^ l C ° n t e ? t Ó y f ü é P r e c i 8 ° <*ue J u a n echase á
correr hacia el montón de leña que Lapoulle, exci- peso y lento cerebro.
tado por sus compañeros, se empeñaba en hacer Mauricio quería la guerra, la creía inevitable y
arder. Ahora, tocando con el vientre la tierra, so- aun necesaria para la existencia de los pueblos.
Esto se imponía á su imaginación desde que las
dI a es a pesa m 0 n t Ó n * le5a ' ** ^ Salía UDa
ideas evolutivas se habían apoderado de su cere-
bro, como se había apasionado toda aquella juven-
testa'á^T U^tT. 011 ' 0 ' ^ J u a i ™
tud ilustrada de la teoría de la evolución.
Lapoulle, atontado, se levantó, pareció compren- ¡Pues qué! ¿no es la vida una guerra de cada se-
gundo? La condición de la naturaleza humana, ¿no
Lonh.r S 6 n t e ! C ° n U n a V 0 Z t a n «alvajef que
Loubet cayó de espaldas muerto de risa P¿che es un combate continuo? La victoria del más digno,
la fuerza sostenida y renovada por la acción, la vi-
coUntP«Mía a C a b a d ° d e r e m e n d a r s u s P^talones,'
contestó con voz apenas inteligible, como si mu¿ da renaciendo siempre, siempre joven, de la muer
murase algún rezo; Chouteau, desdeñosamente, sin te. Recordaba el gran arranque que había tenido,
levantarse, lanzó la palabra y volvió á estirase cuando para expiar sus faltas había querido sentar
plaza, ser soldado, ir á batirse á la frontera. El
El teniente Rochas, de servicio aquella noche mismo había dicho ocho días antes que aquella gue-
aguardaba á alguna distancia. Cuando terminó de' rra era culpable é imbécil. Tal vez la Francia del
pasar la lista el sargento Sapin fué á darle el par- plebiscito, al entregarse al emperador, no quería la
te «Sin novedad»; pero el teniente refunfuñó v se- guerra. Se discutía acerca de aquella candidatura
nalando con la cabeza á Weiss, que seguía hablan- de un príncipe alemán al trono de España; con la
do con Mauricio, dijo: confusión que poco á poco se había ido apoderando
- ¡ P u e s todavía hay uno de sobra! ¿qué hace de los espíritus, parecía que nadie tenía razón; tan-
aquí ese individuo? to, que no se sabía de dónde había salido la provo-
cación, y sólo quedaba en pie lo inevitable, la ley
v * 7 Í Í e n e P e , r m Í 8 ° d e l C ° r o n e 1 ' m i teniente,-cre-
yó deber replicar Juan. fatal, que á la hora señalada lanzaba á un pueblo
Rochas alzó furiosamente los hombros y sin de- contra otro. Pero un escalofrío había recorrido todo
cir palabra echó á andar á lo largo de las tiendas París; recordaba la noche tumultuosa, los bouleva-
» L a ^ B t a d 0 8 d e g e n t e s P a s m a d a s que reco- en algunas semanas. Todo se reduela á un paseo mi-
r r a n en grupos con antorchas encendidas gritan litar desde Straburgo á Berlín. Pero desde que se
do: ¡A Berlín! ,¿ Berlín! Delante del a y ú n t a m e t e detuvo en Belfort, la inquietud le atormentaba. El
aún veía subida sobre el pescante d e u n c S séptimo cuerpo de ejército, encargado de vigilar el
una hermosa mujer, con el perfil de reina envuef boquete de la Selva Negra, había llegado en una
confusión lamentable, faltándole todo, incompleto.
Se aguardaba de Italia la tercera división; la se-
después de a ^ L ^ S Z ^ J Z Z gunda brigada de caballería estaba en Lyón por
temor á que estallara un movimiento popular, y
momentos de duda horrible y de d l g u l s u I W a
da al c u t e , _ e l s a r g e n t o J ] e S™,«niega- tres baterías se habían extraviado, sin saber por
donde. Además había una penuria extraordinaria;
cabo que le había hecho vestir, el dormitorio' « e s los almacenes de Belfort, que debían proveer de to-
do al ejército estaban vacíos: ni fajas de franela, ni
d4 e C T e e í l a 8 0 C ¡ e d a d g r ° S e r a COn
cantinas médicas, ni forjas, ni cabezales para los ca-
compañeros, el ejercido mecánico que i e aniauila ballos. Ni un sanitario, ni un obrero de administra-
ba los miembros y ie abrumaba el c e r e b r o E n m t ción militar. A última hora se acababa de notar que
d e u n a s e m a n a se acostumbró i aquella X
cuando Z ^ ^ ' ™M6 * »Ts . faltaban 30,000 piezas de recambio para el servicio
cuando el reg.miento emprendió la marcha hada de los fusiles y había sido preciso enviar á París un
oficial que trajo unas 5,000, arrancadas no sin tra-
bajo. Por otra parte, lo que le angustiaba era la
inacción. Hacía dos semanas que se encontraban
allí. ¿Por qué no iban adelante? Comprendía muy
bien que cada día de retraso era una falta irrepa-
rable, la pérdida de una victoria, y ante el plan
soñado se presentaba la realidad de la ejecución,
lo que debía saber más tarde y ahora ignoraba: los
siete cuerpos de ejército escalonados, diseminados
á lo largo de la frontera desde Metz á Bitche y de
Bitche á Belfort; los cuadros incompletos; los cua-
trocientos treinta mil hombres reducidos á doscien-
tos treinta mil; los generales envidiándose y deci-
didos á ganarse cada uno el grado de capitán gene-
Desastre—Iomo 1—2
ral, sin ayudar á los vecinos: la más espantosa im- las bayonetas de nuestros soldados, y la idea de
previsión, la movilización y la concentración hechas que se habían batido furiosamente en aquel día, la
de golpe y porrazo para ganar tiempo y que termi- esperanza de recibir noticias, toda la ansiedad ge-
naban en un laberinto inexplicable; la parálisis neralizada, se ensanchaba á cada minuto bajo el
lenta, que procedía de arriba, del emperador enfer- inmenso cielo que palidecía.
mo, incapaz de adoptar una solución rápida, y que Era lo que Mauricio repetía á Weiss:—¡Ah! con
iba á apoderarse de todo el ejército, desorganizar- seguridad les han dado hoy una paliza á los pru-
le, aniquilarle, lanzarle á los mayores desastres, sin sianos.
que pudiera defenderse. Y sin embargo, en medio
Sin contestar, Weiss movió la cabeza. El también
de aquel malestar sordo del que aguarda, con el
miraba hacia el Rhin, hacia aquel oriente, donde la
escalofrío instintivo de lo que iba á suceder, la cer-
noche había caído, como una muralla negra, som-
tidumbre de la victoria quedaba siempre.
breada por el misterio. Desde los últimos toques de
Bruscamente, el 3 de Agosto, habíase extendido corneta, un gran silencio se había apoderado del
la noticia de la victoria de Sarrebruk, ganada la campamento, interrumpido apenas por los pasos de
• víspera.
algunos soldados retrasados. Una luz acababa de
Gran victoria, aunque no se sabia á punto fijo. encenderse, una estrella centelleante, en la sala de
Pero los periódicos se desbordaban de entusiasmo; la casería donde velaba el estado mayor, aguar-
era la Alemania invadida, el primer paso de la glo- dando los despachos que llegaban de hora en hora,
riosa marcha, y el príncipe imperial, que había re- algo oscuros todavía. Y el fuego de leña verde,
cogido una bala con mucha sangre fría, en el cam- abandonado ya, humeaba siempre, con humareda
po de batalla, empezaba su leyenda. Luego, dos espesa, triste, que un viento ligero empujaba por
días después, cuando se supo la sorpresa y la de- encima de aquella casería, obscureciendo en el cíe-
rrota de Wissemburgo, un grito de rabia se había la las primeras estrellas.
escapado de todos los pechos. Cinco mil hombres —Una paliza,—acabó por repetir Weiss.—|Dios le
cogidos en una emboscada, que habían resistido oiga!
durante diez horas á treinta y cinco mil prusianos, Juan que continuaba sentado á algunos pasos de
ieso pedía venganza! Los jefes tenían la culpa de distancia, prestó atención; mientras que el teniente
todo aquello, se habían dejado sorprender, no ha- Rochas, que había oído las últimas palabras de
bían previsto nada. Pero todo el daño iba á repa- Weiss, se paró para escuchar.
rarse. Mac-Mahon había llamado á la primera divi- —jPues qué!—dijo Mauricio—¿no tiene usted ple-
sión del séptimo cuerpo de ejército; el primer cuer- na confianza? ¿cree usted en la posibilidad de nues-
po se vería apoyado por el quinto, los prusianos tra derrota?
debían haber vuelto á pasar el Rhin, empujados por
Su cufiado le detuvo y todo tembloroso añadió: contar lo que ocurre á los oficiales que pasan, éstos
—¡Una derrota! ¡Dios no lo quiera!... Sabe usted se encogen de hombros; visiones de gente asustadi-
que he nacido en este país, que mis abuelos fueron za, el enemigo está aun muy lejos... Cuando no hu-
asesinados por los cosacos en 1814, y cuando pien- biera debido perderse una hora, pasan días y días
so en la invasión, recuerdo aquellos tiempos y me sin hacer nada ¡qué! ¿aguardamos á que Alemania
siento capaz de agarrar un fusil y hacer fuego co- entera se nos eche encima?
mo un soldado. ¡Una derrota! ¡no, no quiero creer Hablaba en voz baja, desesperanzado, como si
en ella! hablara para sí mismo, cosas que tenía pensadas
Se calmó y ya más sereno, apesadumbrado, aña- hace mucho tiempo.
dió: —¡Ah! Alemania; la conozco muy bien; y lo ma-
—Pero qué quiere usted, no estoy tranquilo... Yo lo, lo horrible es que vosotros parecéis ignorarla
conozco muy bien mi Alsacia; acabo de recorrerla como si fuera la China... ¿Se acuerda usted, Mauri-
para mis negocios y hemos visto nosotros lo que cio, de mi Gunther, ese muchacho que vino á ver-
saltaba á la vista y lo que los generales no han me durante la primavera á Sedan? Es primo mío,
querido ver. ¡Ah! la guerra con Prusia la deseába- por parte de mi madre, la suya es hermana de la
mos, la esperábamos desde hace mucho tiempo para mía, se casó en Rerlín. Y él, ya se conoce que es
saldar nuestras cuentas. Pero esto no nos impedía prusiano, odia á Francia de todo corazón. Hoy sir-
sostener buenas relaciones con nuestros vecinos de ve con el grado de capitán en la guardia prusiana.
Badén y de Baviera; tenemos todos parientes ó Cuando se marchó fui á despedirle, y recuerdo aún
amigos al otro lado del Rhin. Creíamos que, como sus últimas palabras:—Si Francia nos declara la
nosotros, ellos también deseaban hacer bajar la ca- guerra, la derrotaremos.
beza á los orgullosos prusianos... y nosotros, tan En aquel momento, el teniente Rochas, que se
prudentes, tan resueltos, estamos hace quince días había callado hasta entonces, se adelantó enfureci-
llenos de zozobra, al ver que todo marcha de mal do. Tenía unos cincuenta años, y era un hombre
en peor. Desde que se ha declarado la guerra, se alto, flacucho, con una cara larga, hundida, curti-
ha dejado á los huíanos aterrorizar las aldeas, re da, ahumada. Su enorme nariz encorvada, caía so-
conocer el terreno, cortar los hilos telegráficos. Ba- bre una boca grande, que cubrían unos bigotazos
dén y Baviera se levantan en armas. En este mo- grises. Se encolerizaba, y con voz de trueno, dijo:
mento crítico grandes masas de hombres recorren —¿Pero qué demonios hace usted aquí? ¿Para
el Palatinado, las noticias que nos llegan de todas qué viene usted á desanimar á nuestros soldados?
partes, de los mercados, de las ferias, nos demues- Juan, sin tomar parte en la discusión, compren-
tran que la frontera está amenazada y cuando los dió que el teniente tenía razón. El, á pesar de que
habitantes, los alcaldes, asustados al cabo, van á comenzaba á extrañarse de los retrasos y del des-
orden, jamás había dudado de que los prusianos y en Italia, pero echado á perder con la sustitución
iban á ganarse una soberana paliza. Debía suceder por medio del dinero, que continuaba con sus ruti-
así, puesto que habían venido para eso. narias prácticas de la guerra de Africa, demasiado
—Pero, mi teniente, contestó Weiss un tanto des- confiado en el éxito de la victoria para intentar el
concertado, no quiero desanimar á nadie, muy al gran esfuerzo de la ciencia moderna: los generales,
contrario, quisiera que todo el mundo supiese lo por último, medianos, envidiándose, algunos de una
que yo sé, porque lo mejor es saber, conocer, para ignorancia supina, y á la cabeza, el emperador,
poder evitar... Y mire usted, esa Alemania- enfermo, dudando, engañado y engañándose en la
Continuó hablando, razonando, explicando sus terrible aventura que comenzaba, donde todos se
temores; Prusia, aumentada después de Sadowa, el lanzaban á ciegas, sin preparación seria, en medio
movimiento nacional que la colocaba á la cabeza del atolondramiento de la desbandada de un rebaño
de los demás Estados alemanes, todo aquel vasto llevado al matadero.
imperio en embrión, rejuvenecido, entusiasmado, Rochas, aturdido, con los ojos desmesuradamente
deseando conquistar su unidad; el sistema del ser- abiertos, escuchaba. Su enorme nariz se había arru-
vicio militar obligatorio, que ponía en pie de gue- gado. De pronto se echó á reir á carcajadas hasta
rra la nación entera, instruida, disciplinada, provis- desencajarse las mandíbulas.
ta de armamento potente, acostumbrada á la gran —¿Qué nos cuenta usted? ¿qué quiere usted de-
guerra, con los laureles frescos de la victoria rápi cir?
da sobre el Austria: la inteligencia, la fuerza moral Esas son tonterías sin sentido común, no hay ne-
de aquel ejército, mandado por jefes jóvenes, obe- cesidad de romperse la cabeza para comprenderlas.
deciendo á un generalísimo, que parecía renovar el ¡Vaya usted á contar eso á unos quintos, pero no á
arte de la guerra, con una prudencia y una previ- mí que llevo veintisiete años do servicio.
sión tan perfectas, dotado de un golpe de vista ma- Se daba puñetazos en el pecho. Hijo de un alba-
ravilloso. Y enfrente de aquella Alemania, Weiss ñil de Lemosín, nacido en París, repugnábale el
se atrevió á colocar á Francia, el imperio enveje- oficio de su padre y se enganchó á los diez y ocho
cido, aclamando aún en el plebiscito, pero podrido años. Soldado afortunado, cabo en Africa, sargento
en su base, que había debilitado la idea de la patria en Sebastopol, teniente en Solferino, había emplea-
destruyendo la libertad, que se había hecho liberal do quince años de vida ruda y de heróicos esfuer-
demasiado tarde, lo que contribuirá á su ruina, pró- zos para conquistar el grado, pero tan falto de ins-
ximo á derrumbarse, cuando no pudiese satisfacer trucción que nunca podía llegar á ser capitán.
los apetitos que había desencadenado; el ejército, —Pero señor mío, usted que lo sabe todo, no sa-
sin duda alguna, era un ejército valiente,admirable, be esto... Si en Mazagan tenía yo diez y nueve años
cargado aún con los laureles conquistados en Crimea y éramos ciento veintitrés hombres, ni uno más, y
hubimos de sostenernos durante cuatro días contra declarar que era eso lo que deseaba, y Mauricio,
doce mil árabes... Si durante muchos años, allá en que estaba callado, no atreviéndose á interrumpir
Africa, en Mascara, en Biskra, en Dellys, más tar- á su superior, acabó por echarse á reir, y Juan,
de en la gran Kábiia, después en Langhonat, si hu- con movimientos de cabeza, había ido aprobando
biese usted estado con nosotros, hubiera visto á to- todas las declaraciones del teniente. El también
dos aquellos bandidos correr como liebres en cuan- había estado en Solferino, donde había llovido tan-
to asomábamos. ¡Y en Sebastopol! aquello fué duri- to, y lo que había dicho el teniente era la pura ver-
to. Tempestades que erizaban los pelos, un frío de dad. Si todos los jefes hubiesen hablado así, poco
lobo, siempre alertas y después aquellos salvajes hubiera importado que faltasen víveres en algunas
que hicieron volar todo, lo que no nos impidió ha- ocasiones.
cerlos saltar y con música, en la gran sartén. ¡Y en Ya era completamente de noche y Rochas conti-
Solferino! ¡no estaba usted allí! ¿entonces, por qué nuaba agitando sus largos brazos mientras habla-
habla usted? En Solferino, donde hizo tanto calor y ba entusiasmado. Sólo había leído, por casualidad,
eso que cayó allí más agua de la que usted puede un libro en el que cantaban los hechos gloriosos de
ver en toda su vida. En Solferino, la gran paliza á Napoleón I, y no podía tranquilizarse, lanzando al
los austríacos; había que verlos delante de nuestras aire, impetuosamente, toda su ciencia militar.
bayonetas, correr, empujarse para correr más, co- ¡El Austria derrotada en Castiglione, en Maren-
mo alma que lleva el diablo. go, en Austerlitz, en Wagran! ¡Prusia derrotada en
Estallaba de gusto. Toda la alegría militar fran- Eylau, en Jena, en Lutzen! ¡Rusia derrotada en
cesa rebosaba en aquella risa francota. Era la le- Friedland, en Smolensk, en Moscowa! ¡Derrotadas
yenda del soldado francés recorriendo el mundo todas las naciones, en todas partes, y hoy nos iban
con su mujer y su botella; la conquista de la tierra á derrotar! ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Había cambiado el
hecha cantando. Un cabo y cuatro soldados y ejér- mundo, acaso?
citos inmensos caían á tierra. Se creció aún más, y levantando su brazo como
De repente gruñó: si fuera un asta de bandera, continuó:
—Derrotada, Francia derrotada... Esos canallas —Mire usted, hoy se han batido allá, se aguar-
de prusianos van á pegarnos ¡á nosotros! ¡á nos- dan noticias de un momento á otro. Pues bien, las
otros! noticias voy á dárselas á usted yo mismo. Han pe-
Se acercó, cogió á Weiss por la solapa:—Escuche gado á los prusianos una paliza soberana, tan so-
usted, caballero. Si los prusianos se atreven á ve- berana que no han quedado rastros de ellos.
nir, los echaremos de oquí á puntapiés; á puntapiés, Bajo el cielo sombrío vibró entonces un gemido
lo oye usted bien, á puntapiés hasta Berlín. doloroso. ¿Era la queja de un ave nocturna, ó una
Weiss, atontado, casi convencido, se apresuró á voz misteriosa, llegada de lejos y preñada de lá-
grimas? Todo el campamento envuelto en tinieblas
Loubet, Chouteau, Pache y Lapoulle; cabían seis
sintió un tremendo escalofrío,y la ansiedad aumen-
hombres en cada una apretándose un poco. Loubet
tada por la falta de noticias, creció de modo inde-
había animado á sus compañeros, diciéndoles que
cible. A lo lejos, en la casería, alumbrando la ve-
lada del estado mayor, la bujía brillaba y ardía al día siguiente habría pollo para el rancho, pero
más alta, con una llama recta ó inmóvil como la de todos estaban tan cansados que muy pronto se dur-
un cirio. mieron. Un momento después Juan estuvo acosta-
do, apretado contra Mauricio, sin moverse; á pesar
Dieron las diez; Gaude surgió del suelo, negro
del cansancio, tardaba en cogerle el sueño, preocu-
como un fantasma y tocó á silencio. Los otros cor-
pado con todo lo que había dicho Weiss de Alema-
netas repitieron el toque, que fué apagándose len-
nia; comprendió que su compañero tampoco dor-
tamente y perdiéndose en la inmensidad de la no-
mía, preocupado lo mismo que él. Después Mauri-
che. Weiss, que se había retrasado mucho, abrazó
á Mauricio, dándole ánimos y prometiéndole dar cio hizo un movimiento y Juan comprendió que le
noticias suyas á Enriqueta y al tío Fouchard. En- molestaba. Entre el aldeano y el señorito, la ene-
tonces, cuando se marchaba, un rumor recorrió el mistad, la repugnancia aumentaban y producían
campamento, agitándole. Era la noticia de una algo así como un malestar físico. Juan lo com-
gran victoria que el mariscal Mac-Mahon acababa prendía y esto le daba vergüenza, trataba de em-
de ganar; el príncipe real de Prusia hecho prisione- pequeñecerse para verse libre de aquel desprecio
ro con 25,000 hombres; el ejército enemigo destrui- hostil que adivinaba. La noche había refrescado,
do, rechazado, dejando en nuestro poder cañones ó pero dentro de la tienda se ahogaban tanto, que
impedimenta. Mauricio dió un salto y fué á acostarse fuera. Juan,
impresionado, durmió muy mal, preocupado y con
—¡No podía ser otra cosa!—gritó Rochas con
el presentimiento de que había ocurrido alguna
voz de trueno.
gran desgracia, allá á lo lejos.
Y después, siguiendo á Weiss que se retiraba,
Debieron de pasar muchas horas; todo el campa-
añadió:—¡A patadas, caballeros, á patadas los lle-
varemos á Berlín! mento, inmóvil, parecía aniquilarse bajo la opre-
sión de la noche inmensa donde flotaba aún algo
Un cuarto de hora más tarde, otro telegrama de-
horrible, sin nombre. Del lago de sombras venían
. cía que el ejército había tenido que abandonar á
sobresaltos. Ahora eran ruidos que no se explica-
Wcerth y se batía en retirada. ¡Qué noche! Rochas,
ban, el galope de un caballo, el chocar de un sable,
rendido de sueño, acababa de envolverse en una
la huida de algún hombre, todos los ordinarios ru-
manta y dormía sobre el suelo, como le ocurría á
mores, que parecían más amenazadores. Pero de
menudo. Mauricio y Juan se habían metido en la
repente, cerca de las cantinas, apareció un gran
tienda de campaña, en la que ya se encontraban
resplandor, iluminándose todo el frente de las ban-
deras, se distinguieron los pabellones de armas,
correctos, claros, donde brillaban reflejos rojos pa- hombre grueso con cabeza de león. Los dos cam-
recidos á chorros de sangre fresca y los centinelas biaban sus impresiones con palabras incompletas;
sombríos destacaron sus siluetas en aquel repenti- murmuradas, como las que se oyen en sueños.
no incendio. ¿Era el enemigo anunciado por los j e Viene de Basilea... nuestra primera división ha
fes há ya dos días y que habían ido á buscar de quedado destruida, doce horas de combate, todo el
Belfort á Mulhouse? Luego hubo una explosión de ejército está en retirada.
chispas y la llamarada se apagó. Era el montón de La sombra del coronel se paró, llamó á otra som-
leña verde que tanto había hecho soplar á Lapou- bra que marchaba ligera, fina y correcta.
lle, que después de haberse consumido durante mu- —¿Es usted, Beaudoin?
chas horas, había ardido para apagarse. —Si, mi coronel.
Juan, asustado por aquella claridad, salió á su —¡Ahí mi buen amigo. MacMahon derrotado, en
vez de la tienda y estuvo á punto de tropezar con Froeschwiller, Frossard derrotado en Spickeren,
Mauricio. Ya habían desaparecido los reflejos y los Failly sin poderse mover, inútil entre los dos... En
dos hombres quedaron tendidos en tierra á algunos Froeschwiller, un solo cuerpo contra todo un ejér-
pasos de distancia. No tenían enfrente de ellos, en cito; se han hecho prodigios, pero todo inútil, la
la noche obscura, más que la ventana donde vela derrota, el pánico, Francia abierta al enemigo.
ba el Estado Mayor. ¿Qué hora era? Las dos, tai Las lágrimas le ahogaban, las palabras se per-
vez las tres. Allí, el Estado Mayor no se había acos dieron y las tres sombras desaparecieron.
tado. Se oía la voz chillona del general Bourgain Mauricio, sobresaltado, se puso de pie.
Desfeuilles, molestado por aquella noche de vela, —¡Dios mío!—murmuró.
que procuraba pasar bebiendo sendos tragos, fu- Y no supo decir más, mientras que Juan murmu-
mando y charlando. Llegaban nuevos telegramas, raba:
las cosas debían ir de mal en peor, las sombras de —¡Qué suerte más desgraciada!... Ese señor, su
las estafetas galopaban alocadas, casi invisibles. pariente de usted, estaba en lo cierto, cuando decía
Hubo ruido de pasos, juramentos, como un grito que eran mucho más que nosotros.
ahogado de muerte, seguido de un horrible silen- Mauricio tenía ganas de estrangularle. Los pru-
cio. Pues qué ¿era aquello el acabóse? Un soplo sianos más fuertes que los franceses, eso era preci-
helado había pasado sobre el campamento, aniqui- samente lo que le dolía.
lado por el sueño y el cansancio. —No importa,—añadió Juan,—aunque nos han
Entonces fué cuando Juan y Mauricio reconocie dado una paliza, se la devolveremos.
ron al coronel Vineuil, que pasaba rápidamente. Pero vieron delante de ellos un cuerpo largo, in-
Debía hallarse con el comandante Bouroche, un móvil. Reconocieron al teniente Rochas envuelto
en su manta, y á quien habían despertado los rui-
dos errantes. La noticia de la derrota le había des- cuartos, como decía él, después de haber probado
pertado. Preguntó, quería conocer el desastre en I toda clase de oficios, era el cocinero de la escua-
todos sus detalles. j dra, siempre alerta para recoger lo que cayese á
Cuando comprendió la magnitud del daño, un es- I mano. Se fué á buscar algo, mientras que Chou-
tupor inmenso se pintó en sus ojos de niño: teau, el artista, el pintor de puertas y ventanas de
—¡Derrotados! ¡completamente derrotados! ¿có- Montmartre, buen mozo y revolucionario, renegan-
mo? ¿por qué? do de su suerte por haber sido llamado al ejército
Aquel desastre era el que llenaba de angustia los después de haber cumplido, se burlaba de Pache,
corazones en aquella fúnebre noche. Ahora, en el á quien había sorprendido rezando de rodillas de-
Oriente, el día comenzaba á blanquear, un día tris- trás de la tienda de campaña.—Hombre, le decía.
te, de una tristeza infinita; sobre las tiendas ador- —¿Por qué no pides al cielo que te envíe una ren-
mecidas, en una de las cuales se comenzaba á dis- ta de cien mil pesetas? Pero Pache, recién llegado
tinguir las caras de Loubet, de Lapoulle, de Chou- de una aldea de la Picardía, fiacucho, enjuto, de
teau y de Pache, que seguían roncando con la boca cabeza puntiaguda, dejaba que se burlasen de él
abierta. Una aurora de duelo se levantaba entre | con la resignación muda de los mártires. Era el
las nieblas de color de humo, que subían lentamen- que sufría todos los golpes de la escuadra, en com-
te del lejano río. pañía de Lapoulle el coloso, el bruto nacido en las
charcas de la Sologne, tan ignorante, que el día que
II llegó al regimiento quiso ver al rey. A pesar de
que la noticia del desastre de Frceschviller circula-
A las ocho, el sol rasgó las pesadas nubes y un (ba desde el amanecerlos cuatros hombres se reían
ardiente y espléndido domingo resplandeció sobre y hacían sus habituales faenas con la indiferencia
Mulhouse, en medio de la vasta y fértil llanura. de una máquina.
Desde el campamento, despierto, rebosando vida, Pero en aquel momento recibieron una alegre
se oían las campanas de todas las parroquias, cu- sorpresa. Era Juan, el cabo, el cual, acompañado
yos sonidos llegaban claros y distintos. Aquel her- de Mauricio, volvía de las provisiones con una car-
moso domingo, de horrible catástrofe, tenía su ale- ga de leña. Por fin, se distribuyó la leña, que las
gría, su cielo brillante de los días de fiesta. tropas habían aguardado inútilmente la víspera
Gaude tocó á provisiones y Loubet estaba asom- para hacer el rancho. ¡Doce horas de retraso!
brado. ¿Qué ocurría? ¿Era acaso el pollo que había —¡Bien por la administración militar!—dijo Chou-
prometido la víspera á Lapoulle? Nacido en el ba- teau.
rrio de los mercados, en la calle de la Cossonnerie, —Poco importa; ya la tenemos. Ahora veréis
hijo del acaso, enganchado en el ejército, por los
dos errantes. La noticia de la derrota le había des- cuartos, como decía él, después de haber probado
pertado. Preguntó, quería conocer el desastre en I toda clase de oficios, era el cocinero de la escua-
todos sus detalles. j dra, siempre alerta para recoger lo que cayese á
Cuando comprendió la magnitud del daño, un es- I mano. Se fué á buscar algo, mientras que Chou-
tupor inmenso se pintó en sus ojos de niño: teau, el artista, el pintor de puertas y ventanas de
—¡Derrotados! ¡completamente derrotados! ¿có- Montmartre, buen mozo y revolucionario, renegan-
mo? ¿por qué? do de su suerte por haber sido llamado al ejército
Aquel desastre era el que llenaba de angustia los después de haber cumplido, se burlaba de Pache,
corazones en aquella fúnebre noche. Ahora, en el á quien había sorprendido rezando de rodillas de-
Oriente, el día comenzaba á blanquear, un día tris- trás de la tienda de campaña.—Hombre, le decía.
te, de una tristeza infinita; sobre las tiendas ador- —¿Por qué no pides al cielo que te envíe una ren-
mecidas, en una de las cuales se comenzaba á dis- ta de cien mil pesetas? Pero Pache, recién llegado
tinguir las caras de Loubet, de Lapoulle, de Chou- de una aldea de la Picardía, fiacucho, enjuto, de
teau y de Pache, que seguían roncando con la boca cabeza puntiaguda, dejaba que se burlasen de él
abierta. Una aurora de duelo se levantaba entre | con la resignación muda de los mártires. Era el
las nieblas de color de humo, que subían lentamen- que sufría todos los golpes de la escuadra, en com-
te del lejano río. pañía de Lapoulle el coloso, el bruto nacido en las
charcas de la Sologne, tan ignorante, que el día que
II llegó al regimiento quiso ver al rey. A pesar de
que la noticia del desastre de Frceschviller circula-
A las ocho, el sol rasgó las pesadas nubes y un (ba desde el amanecerlos cuatros hombres se reían
ardiente y espléndido domingo resplandeció sobre y hacían sus habituales faenas con la indiferencia
Mulhouse, en medio de la vasta y fértil llanura. de una máquina.
Desde el campamento, despierto, rebosando vida, Pero en aquel momento recibieron una alegre
se oían las campanas de todas las parroquias, cu- sorpresa. Era Juan, el cabo, el cual, acompañado
yos sonidos llegaban claros y distintos. Aquel her- de Mauricio, volvía de las provisiones con una car-
moso domingo, de horrible catástrofe, tenía su ale- ga de leña. Por fin, se distribuyó la leña, que las
gría, su cielo brillante de los días de fiesta. tropas habían aguardado inútilmente la víspera
Gaude tocó á provisiones y Loubet estaba asom- para hacer el rancho. ¡Doce horas de retraso!
brado. ¿Qué ocurría? ¿Era acaso el pollo que había —¡Bien por la administración militar!—dijo Chou-
prometido la víspera á Lapoulle? Nacido en el ba- teau.
rrio de los mercados, en la calle de la Cossonnerie, —Poco importa; ya la tenemos. Ahora veréis
hijo del acaso, enganchado en el ejército, por los
qué rancho voy á hacer. ¡Os vais á chupar los de- antemano aquel manjar. Tenían hambre canina, y
dos! desde la víspera la idea de comer, de comer algo
Tenía por costumbre hacer el rancho y se lo caliente, era su úuica preocupación. Estaban can-
sados y había que llenar el estómago; las fogatas
agradecían, porque guisaba muy bien, pero cuando
ardían y los pucheros despedían un olor jnuy gra-
entraba en faenas, mareaba á Lapoulle dándole ór-
to y se llenaban de alegría los corazones, con una
denes.
alegría voraz, en medio del repiqueteo de las cam-
—Ve á buscar el champagne. Tráeme las trufas.
panas que llegaba desde Mulhouse.
Aquella mañana tuvo una idea feliz, de pilluelo
parisiense, para burlarse de Lapoulle. Pero al ir á dar las nueve, se agitó el campa-
—Menéate, hombre, dame el pollo. mento, los oficiales corrieron en todas direcciones,
y el teniente Rochas, á quien el capitán Beaudoin
—¿Dónde está el pollo?
acababa de dar una orden, pasó por delante de las
—Ahí, hombre, á tu lado... El pollo que te he
tiendas de su sección.
prometido, el pollo que acaba de traer el cabo, y
señalaba una piedra blanca que tenía á sus pies. —¡Vamos! Recogedlo todo, empaquetadlo, ¡nos
Lapoulle, sin saber lo que hacía, cogió la piedra vamos!
y empezó á darla vueltas. —¿Y el rancho?
—¡Demonio! ¿quiéres lavar el pollo?... Todavía... —Otro día se comerá. Marchamos en seguida.
Lávale las patas... Lávale el cuello... ¡Con mucha L a corneta de Oaude se dejó oir. Fué una cons-
agua, holgazán! ternación general, una cólera sorda. Marcharse sin
aguardar una hora hasta que estuviese la comida.
Y para terminar la broma, con la alegría que le
La escuadra quiso tomar el caldo, pero era agua
infundía la esperanza de un buen rancho, echó al
caliente y la carne sin cocer, se resistía, parecía
puchero, con la carne, el pollo, es decir, la piedra,
cuero entre los dientes. Chouteau gruñó algunas
que había lavado Lapoulle.
palabras de rabia. Juan tuvo que intervenir para
—¡Ya está! Vaya un gusto que va á dar al caldo.
acelerar los preparativos de marcha. ¿Qué ocurría
¿Con que, no conocías esto? Ya verás, animal, co-
para largarse de ese modo, atropellándolo todo, sin
mo te vas á rechupar los dedos. Te voy á dar la dar tiempo para comer á los soldados extenuados?
pechuga ¡ya verás qué tierna está!
L a escuadra entera se desternillaba de risa al En aquel instante dijeron delante de Mauricio
ver á Lapoulle, el cual se relamía de gusto, y cuan- que aquella marcha precipitada obedecía á que se
habían dada órdenes para salir al encuentro de los
do el fuego empezó á arder, bajo aquel cielo her-
prusianos, para vengar el desastre de Fceschviller.
moso, cuando el agua comenzó á hervir, todos los
soldades, alegres, rodeando el puchero, seguían En menos de un cuarto de hora se había levan-
con atención todas las peripecias, saboreando de Desastre—Tomo 1—3
ta do el campamento, las tiendas de campaña, do- estaba consternado. Los vecinos, al anuncio de la
bladas y atadas, dejaron la planicie limpia, solo retirada de las tropas, salían de sus casas lamen-
quedaban señales de que allí habían acampado tándose de aquella brusca marcha del ejército, cu-
hombres, por las hogueras que iban apagándose ya llegada habían implorado; los abandonaban,
lentamente. pues, sin remedio, y las riqueáas acumuladas en la
Habían existido graves razones para que el ge - estación iban á caer en poder del enemigo, y la
neral Douay se decidiese á emprender inmediata- ciudad sería aquella misma noche una ciudad con-
mente la retirada. El telegrama del subgoberhador quistada.
de Schelestadt, recibido tres días antes, se confir- ^demás, en los caminos, en los campos, los veci-
maba, pues telegrafiaban que se habían visto los nos de las aldeas, de las casas aisladas, salían á las
fuegos de los prusianos que amenazafan Markols- puertas asustados y sin saber qué pensar de todo
heim, y por otro conducto un despacho anunciaba cuanto ocurría. ¡Pues qué!¿Aquellos regimientos que
que un cuerpo de ejército enemigo pasaba el Rhin habían visto pasar la víspera para batirse, se reple-
por Huningue. Llegaban detalles abundantes, pre- gaban ya, huían sin haber combatido? Los jefes es-
cisos; la caballería y la artillería habían sido vis- taban sombríos, espoleaban sus caballos sin querer
tas, las tropas en marcha que se dirigían por todas contestar á las preguntas que les dirigían, como si
partes al punto señalado para concentrarse. Si se les persiguiese la desgracia. ¿Era, pues, cierto que
perdía una hora en levantar el campamento, la re- los prusianos acababan de aplastar al ejército, y
tirada quedaba cortada sobre Belfort. Con la noti- que corrían por todas partes como la inundación de
cia recibida de la derrota, después de los desastres un rio? Y ya en el aniquilamiento de aquellos ins
de Wissemburgo y Frceschviller, el general aisla- tantes supremos, los pueblos, sobrecogidos por el
do, perdido en la van guardia, no tenía más remedio pánico creciente, creían oir el lejano ruido de la
que replegarse á toda prisa, con tanto mayor mo • invasión que crecía y aumentaba á cada instante y
tivo cuanto que por las noticias recibidas durante las carretas se llenaban de muebles, las casas se
la mañana, la situación continuaba agravándose. vaciaban, las familias se escapaban en largas hile-
El Estado Mayor había salido el primero al tro- ras por los caminos, espantadas por aquel inmenso
te, haciendo correr los caballos por temor de que é imprevisto desastre.
los enemigos se adelantasen, y de encontrarlos ya En la confusión de la retirada, á lo largo del ca-
en Altkirch. El general Bourgain-Desfeuilles, que nal del Ródano al Rhin, cerca del puente, el 106°
preveía una dura etapa, había tenido la precaución de línea tuvo que detenerse en el primer kilómetro
de atravesar Mulhouse para almorzar opíparamen- de la etapa. Las órdenes de marcha, mal dadas y
te, aunque lamentándose de aquella atropellada peor ejecutadas, habían acumulado allí toda la se
retirada, y Mulhouse, al ver pasar á los oficiales,
gunda división y el paso era tan estrecho, que el Pero el teniente Rochas amonestó al sargento Sa-
desfile se eternizaba. pin, á quien culpaba de la insubordinación de los
Transcurrieron dos horas, el 106° aguardaba, soldados. Atraído por el ruido, el capitán Beaudoin
siempre inmóvil, ante el interminable oleaje que se acercó:
pasaba delante de él. Los hombres de pie, bajo el —¡Silencio en las filas!—dijo.
ardiente sol, con la mochila en la espalda, el arma Juan, callado, como soldado viejo de Italia, acos-
al brazo, acababan por impacientarse. tumbrado á la disciplina, miraba á Mauricio, á
—Parece que somos de la retaguardia,—dijo la quien la charla violenta y de mal género de Chou-
voz guasona de Loubet. teau parecía entretener, y extrañaba que un seño-
Pero Chouteau se encolerizó. rito, tan instruido, pudiese aprobar tales palabras,
—Esto es para burlarse de nosotros, nos dejan que aunque contuviesen un gran fondo de verdad,
asar. Eramos los primeros, y debíamos haber pasado. no debían pronunciarse. Si cada soldado empezaba
Y como del otro lado del canal, por la vasta lla- á criticar á los jefes y á dar su opinión, no irían
nura fértil, por los caminos rectos, entre los trigos muy lejos, seguramente.
maduros, se daban cuenta exacta del movimiento Después de una hora de espera, el 106° recibió la
de las tropas, que volvían andar lo recorrido la orden de marcha, pero como el puente estaba aún
víspera, se oyeron palabras burlonas, pero de burla ocupado por la retaguardia de la división, se produ-
furiosa. jo un desorden espantoso. Mezcláronse algunos re-
—¡Ahí Nos paseamos,—dijo Chouteau. Vaya un gimientos, desfilaron compañías enteras, arrastra-
modo de ir á buscar el enemigo de que nos vienen das, empujadas, mientras que otras, rechazadas á
hablando hace días, hasta dejarnos sordos. Llega- la linde del camino, tuvieron que marcar el paso, y
mos y luego echamos á correr sin tener tiempo para completar la confusión, un escuadrón de ca-
para tomar un bocado. ballería se empeñó en pasar, empujando, atrepe-
El descontento aumentaba, y Mauricio, que se ha- llándolo todo, obligando á los rezagados que la in-
llaba cerca de Chouteau, asentía á cuanto decía. fantería sembraba, á refugiarse en los campos que
Puesto que estaban parados durante dos horas ¿por bordeaban el camino. Al cabú de una hora de mar-
qué no los habían dejado comer el rancho? El ham- cha, los soldados, desbandados, se arrastraban pe-
bre volvía á hacerles sufrir horriblemente; el re- nosamente.
cuerdo del rancho tirado al suelo, crudo, llenábalos De este modo, Juan se encontró á retaguardia,
de rencor hacia sus jefes y no comprendían por qué aislado, en un camino bajo, con su escuadra, á la
les habían hecho salir tan precipitadamente, sin que no había querido abandonar. El 106° había des-
darles tiempo de reponer sus estómagos. ¡Vaya unos aparecido, no se veía ni un oficial ni un soldado de
jefes! la compañía. Sólo quedaban allí soldados desperdi-
gados, Una barahunda de desconocidos, cansados, Pero los hombres sin sublevarse, mudos, de mal
reventados, molidos desde el comienzo de la etapa, talante, seguían andando y empujando al cabo de-
marchando cada cual á su antojo por las veredas. lante de ellos en aquel estrecho camino.
El sol caía á plomo y hacía mucho calor, y la mo- —¿Quieren recoger lo que han tirado ó daré par-
chila aumentaba con el complicado material de te por escrito?
campaña, que abultaba sus proporciones, pesaba Aquello fué como un latigazo para Mauricio. Dar
extraordinariamente sobre aquellas espaldas. Mu- parte por escrito ¡aquel brutazo de patán! porque
chos no se habían acostumbrado á llevarla, y sola- unos desgraciados que no podían más, con los
mente con el peso del capote de campaña, semejan músculos destrozados ya, soltaban su pesada carga.
te á gruesa chapa de plomo, se sentían muy moles- Y en un momento de rabia imitó á sus compañeros
tos. De pronto, un soldado pequeño, pálido, con los echando su mochila á tierra, al mismo tiempo que
ojos hinchados, se detuvo, tiró su mochila á una desafiaba al cabo con la mirada.
zanja, lanzando á la vez un enorme suspiro, el sus- —Bueno va,—dijo Juan con calma comprendien-
piro de un hombre que agonizaba y vuelve á la do, que no podía luchar. Esta noche ajustaremos las
existencia. cuentas.
—Ese está en lo cierto,—murmuró Chouteau. Mauricio sufría enormemente de los pies. Aque-
Sin embargo, continuó la caminata, doblegado llos zapatos gruesos á que no estaba acostumbrado,
bajo el peso que llevaba; pero otros dos hombres le habían puesto los pies en carne viva. Era delica-
tiraron al poco rato lo que tanto les cansaba y ya do de salud y conservaba aun en la espalda la he-
no pudo contenerse. rida que le había causado la mochilla, que le hacía
—¡Fuera lo que estorba!—dijo, y á su vez tiró á sufrir mucho, á pesar de haberse quitado aquel
la zanja su mochila.—¡Gracias á Dios,—decía,— enorme peso de encima, y el fusil, que no sabía co-
veinticinco kilos sobre mis ríñones! ¡Pues ni que fué- mo llevar, bastaba para cansarle. Pero su angustia
ramos burros de carga para arrastrar tanto pésol se veía aumentada por una agonía moral, en una
En seguida Loubet le imitó y obligó á Lapoulle á de esas crisis desesperantes á las que estaba su-
hacer lo propio. Pache, que se santiguaba delante jeto.
de las cruces que encontraba en el camino, desató Bruscamente, sin resistencia posible, asistía á la
la carga con cuidado y la colocó contra un muro, ruina de su voluntad, volvía á sus malos instintos,
como si tuviera que volver á recogerla. á ese abandono de su persona, que después le hacia
Sólo quedaba Mauricio, cuando al volverse Juan llorar de vergüenza.
y ver á sus hombres de aquel modo, les dijo: Sus faltas en París no habían sido más que locu-
— ¡Recojed vuestras mochilas! pues si no yo pa- ras del otro, como el decía, del muchacho débil, á
garé el pato. las que se doblegaba su naturaleza en las horas de
cobardía en que se sentía capaz de cometer las ma- —¡Caramba, mil quinientas pesetas por hacer es-
yores villanías. Desde que arrastraba su cuerpo te oficio; no se ha dejado robar el que me las ha
bajo aquel sol de justicia, en aquella retirada que pagado!... Y con qué tranquilidad fumará sentado
parecía una derrota, se había convertido en una en una butaca el ricachón que me ha comprado y
bestia más de aquella manada dispersa, desbanda- que me ha enviado aquí para que me rompan el
da, que iba sembrando hombres por el camino. Era bautismo!
la influencia de la derrota, del trueno que había es- —¡Yo—gritó Chouteau—ya había cumplido y me
tallado muy lejos, á algunas leguas, y cuyo eco iba á marchar á casa, ¡Francamente, no he tenido
perdido aguijoneaba á aquellos hombres, aniquila- mucha suerte al venir á parar aquí!
dos por el pánico, que huían sin haber visto al ene- Movía su fusil con rabia. Después le lanzó con
migo. ¿Qué se aguardaba á aquella hora? ¿No había violencia por encima de una valla, diciendo:
acabado todo? —¡Anda, vete á paseo!
Habíanlos derrotado y no les quedaba más recur- El fusil dió un par de vueltas en el aire, y fué á
so que tumbarse y morir. caer en un surco donde quedó largo é inmóvil, se-
—¡Carambal—dijo en voz alta Loubet con su son- mejante á un muerto. Otros fusiles le siguieron. El
risa de pilluelo,—pues por aquí no vamos á Berlín. campo se llenó en seguida de armas que yacían so-
|A Berlín, á Berlín! Mauricio recordó aquel grito bre él, con una tristeza aumentada por el abando-
aullado por el gentío aquel que hormigueaba du- no, bajo aquel sol abrumador. Fué una locura epi-
rante la noche de loco entusiasmo en los bouleva- démica, el hambre que atormentaba I03 estómagos,
res de París; noche durante la cual se decidió á sen- el calzado que hería los pies, aquella marcha que
tar plaza. Las cosas habían cambiado completa- hacía sufrir tanto, la derrota improvista que ame-
mente cual si hubiesen estado sujetas á la influencia nazaba á retaguardia. Ya no había que esperar
de un viento de tempestad, y todo el temperamen- nada bueno; los jefes les abandonaban, la adminis-
to de la raza se hallaba compendiado en aquella tración militar no les daba de comer, el cansancio,
excesiva confianza que se convertía bruscamente, el aburrimiento, el deseo de acabar en seguida, an-
con los primeros desastres, en total decaimiento, tes de haber principiado. Entonces ¿para qué ser-
como lo demostraban aquellos soldados errantes, vía? El fusil podía ir á reunirse con la mochila, y
vencidos y dispersos sin haber combatido. en un momento de rabia imbécil, en medio de car-
—¡Pues no me fastidia poco este chisme!—añadió cajadas parecidas á la3 de locos
Loubet cambiando de brazo su fusil, —¡vaya un chi- los fusiles empezaron á volar por
rimbolo para ir de paseo! los últimos á los primeros rezagados,
Y aludiendo á lo que había percibido como susti- lo lejos en el campo.
tuto añadió: Loubet, antes de soltar el suyo,
molinete, como si fuera el bastón de un tambor —¡Coja usted en seguida su fusil ó tendrá que en-
mayor; Lapoulle, al ver á sus compañeros tirar las tendérselas conmigo!
armas, debió creer que aquello formaba parte de la Mauricio, estremecido, sólo pronunció una pala-
maniobra y los imitó. Pero Pache, con la confusa bra para ultrajarle.
conciencia del deber, efecto de su educación reli- —¡Aldeano!
giosa, se negó á tirar el suyo á pesar de los insul- —Sí, eso es; soy un aldeano, mientras que usted
tos de Chouteau, que le llamaba sacristán. es un señorito... Por eso mismo es usted un cochi-
—¡Vaya un muñeco! Porque su aldeanaza de ma- no, se lo digo á usted cara á cara.
dre le ha hecho comulgar todos los domingos... vete Hubo algunas protestas, pero el cabo continuó
á ayudar á misa... ¡es una cobardía no imitar á los con extraordinaria animación:
compañeros! —Cuando un hombre tiene instrucción lo de-
Mauricio marchaba silencioso, con la cabeza caí- muestra. Si somos aldeanos y brutos debiera usted
da, bajo aquel cielo de fuego. darnos ejemplo, puesto que sabe usted más que
Y no avanzaba más, porque se hallaba influido nosotros... Coja usted su fusil ó hago que le fusilen
por una pesadilla atroz, causado, alucinado por fan- al llegar.
tasmas, como si marchara á un precipicio que veía Domado Mauricio, había recogido el fusil. Lágri-
allá á lo lejos delante de é!: era el abatimiento de mas de rabia se escapaban de sus ojos. Continuó la
toda su cultura de hombre instruido, una humilla marcha tambaleándose como un borracho, entre los
ción que le arrastraba á la bajeza de los miserables camaradas que ahora se burlaban de él porque ha-
que le rodeaban. bía cedido. ¡Ah! ¡cuánto odiaba á Juan después de
—¡Mire, usted tiene razón!—dijo bruscamente á haber recibido aquella dura lección cuya justicia
Chouteau. comprendía! y como Chouteau gruñía que á los ca-
Mauricio había dejado ya su fusil sobre un mon- bos de esa clase se les ajustaban las cuentas un día
tón de piedras, cuando Juan, que intentaba en vano de batalla, metiéndoles un balazo dentro de la ca-
oponerse á aquel abandono inaudito de las armas, beza, se figuró ya que estaba matando á Juan de-
le vió y se acercó á él. trás de algún muro.
—Coja usted su fusil inmediatamente, ¿lo oye us- Un incidente vino á cambiar el orden de sus
ted? inmediatamente. ideas. Loubet notó que Pache, durante la reyerta,
Una oleada de cólera terrible había enrojecido el había abandonado también su fusil, suavemente,
rostro de Juan. El, tan templado siempre, acostum- dejándolo al pie de un terraplén. ¿Con qué objeto?
brado á conciliario todo, tenía los ojos inyectados No trató de explicarlo; se reía de aquella ocurren-
y hablaba con voz de trueno. Los soldados que no cia, un poco avergonzado, como un chicuelo bueno
le habían visto nunca así, se pararon sorprendidos. á quien echan en cara su primer pecadillo. Muy
alegre, rehecho un tanto, siguió andando con las á caballo con un hombre de á pie. Aparecieron á
manos libres y por aquellos iuterminables caminos los ojos de Mauricio, que los había conocido en el
alumbrados por el sol, entre los higos maduros y campamento, más grandes; el cañón, arrastrado por
los plantíos de lúpulos que se sucedían siempre sus cuatro caballos, que seguía el carro de municio-
iguales, la desbandada continuó; pues los rezaga- nes arrastrado por otros seis caballos, le pareció
dos, sin mochilas y sin fusiles, no eran más que un brillante como un sol, cuidado, limpio, querido de
tropel de hombres extraviados, perdidos; una mez- todo el mundo que le rodeaba, de los hombres y de
cla de pillos y de mendigos, al acercarse los cuales los animales que marchaban á su lado como si for-
se cerraban todas las puertas de los pueblos por maran familias de valientes; pero Mauricio sufrió
donde pasaban. atrozmente al notar la mirada de desprecio que su
En aquel instante hubo un encuentro que acabó primo Honorato lanzaba sobre los"rezagados, asom-
de encolerizar á Mauricio. Un sordo y continuo ru- brado de verle á él entre aquella manada de hom
mor llegaba de lejos: era la artillería de reserva bres desarmados. El desfilé terminaba, el material
que había salido la última, y cuya cabeza desem- de las baterías, los tiros, las forjas, y poco después,
bocaba de repente en el recodo del camino; los re- en una última oleada de polvo, pasaron los hom-
zagados desbandados, sólo tuvieron tiempo de sal- bres y los caballos de recambio, que desaparecie-
tar las lindes y dejar el paso libre. Marchaba en ron al trote largo en otro recodo del camino, en
columna y desfilaba al trote en orden correcto, to- medio del ruido que poco á poco se perdía de cas-
do el regimiento de seis baterías, el coronel en el cos y ruedas.
centro, los oficiales en su puesto. Los cañones pa- —¡Vaya, vaya, bien se puede estar tieso cuando
saban resonantes, á intervalos iguales, acompañado se va en coche!
cada uno de su carro, de seis caballos y de sus El Estado Mayor había encontrado libre á Alt-
hombres. Mauricio reconoció en la quinta batería kirch. Los prusianos no habían llegado aún y siem-
el cañón de su primo Honorato. pre con el temor de verlos aparecer de un momen-
El sargento estaba allí muy plantado sobre su to á otro, el general Douay había querido continuar
caballo, á la izquierda del conductor delantero, un hasta el pueblo de Dannemarie, á donde las cabe-
joven rubio, Adolfo, que montaba un caballo fuerte, zas de las columnas habían llegado á las cinco de
un hermoso alazán admirablemente acoplado; mien- la tarde. Eran las ocho y la noche se echaba enci-
tras que entre los seis sirvientes de la pieza, senta- ma cuando apenas había empezado á establecerse
dos de dos en dos sobre los cajones, se encontraba el campamento, en la confusión de los regimientos
en su sitio el artillero Luis, un muchacho moreno, reducidos á la mitad. Los hombres, extenuados,
el compañero de Adolfo, la pareja, como decían, se- caían al suelo rendidos por el hambre y el cansan-
gún la regla establecida de aparejar un hombre de cio. Hasta cerca de las diez de la noche fueron lie-
gando, buscando sus compañías y no encontrándo- Juan se retiraba, cuando oyó al comandante Bou-
las, los soldados aislados, los pequeños grupos, toda roche, á quien no había visto, de pie, delante de la
aquella lamentable é interminable cola de soldados, taberna, murmurar palabras sueltas... ¿No hay dis-
estropeados y rebeldes, que el ejército había ido ciplina, no hay castigos?, pues se acabó el ejército;
sembrando á lo largo de los caminos durante aque- antes de ocho días los jefes recibirán puntapiés de
lla marcha forzada. los soldados, mientras que si se hubiese fusilado en
Juan, tan pronto como encontró su regimiento, el acto á unos cuantos, los otros tal vez se hubiesen
fué á buscar al teniente Rochas para darle el par- corregido.
te. Le encontró con el capitán Beaudoin que confe- Nadie fué castigado. Algunos oficiales de la reta-
renciaba con el coronel; se hallaban los tres delan guardia que escoltaban los carros del convoy, ha-
te de la puerta de una taberna muy preocupados bían tenido la precaución de hacer recoger las mo-
de los soldados que faltaban. A las primeras pala- chilas y los fusiles á lo largo del camino y sólo fal-
bras que el cabo dirigió al teniente, el coronel Vi- taron unos cuantos; les soldados recibieron de
neuil,que las había oído, hizo que se acercara, obli- nuevo el armamento al amanecer, furtivamente,
gándole á que lo refiriera todo. Su larga cara ama- para echar tierra al asunto. Se había dado orden
rilla, animada por unos ojos muy negros que hacían de levantar el campamento á las cinco de la maña-
resaltar aun más los blancos cabellos y largos bi- na: pero á las cuatro se despertó á los soldados y
gotes, expresó al oir el relato del cabo, una desola- se precipitó la retirada sobre Belfort, ante el temor
ción muda. de que los prusianos se hallasen á dos ó tres leguas
—Mi coronel,—dijo el capitán Beaudoin sin de distancia. Hubo que contentarse otra vez con
aguardar á conocer la opinión de su jefe,—hay que galleta; las tropas estaban cansadas de aquella no-
fusilar á media docena de esos bandidos... che demasiada corta y febril, sin recibir nada ca-
El teniente Rochas aprobaba la opinión del capi- liente en el estómago. Nuevamente, aquella maña-
tán moviendo la cabeza, pero el coronel hizo un na, el orden de marcha se vió comprometido con
gesto de impotencia. tan precipitada salida.
—Son muchos... ¿cómo quieren ustedes fusilarlos? Fué una jornada peor aún que la anterior, de
¡son cerca de setecientos! ¿A quién vamos á fusilar una tristeza infinita. El aspecto del país cambió por
entre tantos?... Además, ya saben ustedes que el completo: habían entrado en un país montañoso,
general no quiere, pues dice que en Africa no ha los caminos subían y bajaban por pendientes plan-
castigado nunca á un soldado... No, no; no puedo tadas de abetos y los estrechos valles, cuajados de
hacer nada. Esto es horrible. plantas, florecían lucientes como el oro. Pero á tra-
El capitán se atrevió á repetir: vés de aquellos campos brillantes, á favor del sol
—Esto es horrible... esto es el acabóse. de Agosto, el pánico se extendía más alocado
da momento, desde la víspera. Un nuevo telegrama
muebles, aun á riesgo de estropearlos todos. Arri-
recomendando á los alcaldes previnieran á los ha-
ba, por las ventanas, las mujeres tiraban el último
bitantes la conveniencia de ocultar los objetos pre-
colchón, sacaban la cuna que quedaba olvidada,
ciosos, acababa de llevar el espanto á su colmo.
ataban al niño dentro, y colocaban la cuna en lo
¿El enemigo estaba allí? ¿Quedaría tiempo para sal-
alto de la carreta entre las patas de las sillas y
varse? Y todos creían oir que aumentaba el ruido
mesas volcadas. En otra carreta, se ataba por de-
sordo de la invasión, ese ruido de río desbordado,
trás, contra un armario, al abuelo inválido, que se
que ahora en cada nueva aldea se agravaba con
llevaban como un mueble más. Después se veía á
un nuevo espanto en medio de los clamores y de
los que no tenían carro, que amontonaban su mobi-
los lamentos.
liario sobre una carretilla, y otros se alejaban con
Mauricio marchaba con paso de sonámbulo, los
su ajuar debajo del brazo; algunos, sólo se habían
pies sangrando, los hombros aplastados por la mo-
acordado del reloj de pared, que apretaban contra
chila y el fusil. Y a no cavilaba, avanzaba con la
su corazón, como si fuera un niño. No había medio
pesadilla de lo que veía; y alrededor de él, la idea
de recogerlo, ni llevarlo todo; muebles abandona-
de burlarse de los compañeros había desaparecido,
dos, paquetes de ropa demasiado pesados, se deja-
sólo veía á Juan á su izquierda, extenuado por el
ban á la orilla del río. Algunos, antes de abandonar
mismo cansancio y el mismo dolor. Aquellas aldeas
sus casas, las cerraban cuidadosamente; las casas
que atravesaban ofrecían un aspecto doloroso, ins-
parecían muertas, con las ventanas y puertas ce-
piraban una piedad que angustiaba los corazones.
rradas, mientras que otros, la mayoría/con la pri-
En cuanto asomaban las tropas que iban de retira-
sa de abandonarlo todo, con la seguridad desolado-
da, aquella desbandada de soldados reventados y
ra de que todo sería destruido, dejaban las viejas
maltrechos, arrastrando las piernas, los habitantes
casas, las ventanas y puertas abiertas sobre el va-
todos se ponían en movimiento, preparándose para
cío de los cuartos desamueblados; y eran las más
huir. ¡Ellos que estaban tan tranquilos quince días
tristes, de una tristeza horrible de ciudad conquis-
antes, toda aquella Alsacia que aguardaba la gue-
tada, despoblada por el miedo, aquellas pobres ca-
rra con entera confianza, convencida de que se ba-
sitas, abiertas á todos los vientos, de donde habían
tirían en Alemania! ¡Y ahora, Francia estaba inva-
huido hasta los gatos, con el presentimiento de lo
dida y era en su país, alrededor de sus hogares, en
que iba á suceder. En otras aldeas, el lamentable
sus campos, donde la tempestad estallaba, como
espectáculo aumentaba en tristeza, el número de
uno de esos terribles huracanes de rayos y granizo
gentes que huían era mayor cada vez, entre los
que aniquila una provincia en dos horas. Delante
• atropellos crecientes, los lamentos, las lágrimas y
de las puertas, en medio de una horrible confusión,
los hombres cargaban los carros, amontonaban los los juramentos de rabiosa tristeza.
Desastre—Tomo 1—4
Mauricio, que andaba á lo largo de la carretera, trás de los bosques de abetos, con el ruido que pro-
sentía que la angustia le ahogaba. A medida que se ducían los mujidos y los cascos del ganado, mien-
acercaban á Belíort, la cola de los fugitivos se apre- tras que en la carretera, la oleada de carros y de
taba, formando un cortejo sin interrupción. ¡Ah! peatones pasaba siempre molestando á las tropas,
¡las pobres gentes creían encontrar un asilo en los tan compacta en las cercanías de Belfort, con una
muros de la plaza! El hombre arreaba al caballo, fuerza tan irresistible de torrente desbordado, que
la mujer seguía, arrastrando á los pequeñuelos. Fa- fué preciso hacer alto algunas veces.
milias enteras se apresuraban, dobladas bajo el Durante una de aquellas paradas, Mauricio pre-
peso de Jos fardos, desbandadas, los niños no po- senció una escena, cuyo recuerdo conservó como el
dían seguirles, cegados por la blancura del camino de una bofetada recibida en pleno rostro.
que calentaba un sol de plomo. Muchos se habían A la orilla del camino se encontraba una casa
quitado los zapatos y marchaban descalzos para aislada, la de un pobre aldeano, cuyas escasas tie-
correr más, y madres apenas vestidas, apresuraban rras se extendían por detrás de ella.
el paso, dando de mamar á niños que lloraban. Las Aquel hombre no había querido abandonar su
caras, asustadas, se volvían hacia atrás, hacían hogar, sujeto á aquel suelo por profundas raíces, y
gestos como para cerrar el horizonte, en aquel am- como se quedaba allí, no pudiéndose alejar sin de-
biente de pánico, de terror, que enloquecía las ca- jar trozos de su propia carne, veíasele en una sali-
bezas, y en aquel aire que hacía flotar los vestidos, ta baja, alicaído sobre un banco, mirando con ojos
mal atados. Otros, aldeanos ricos, acompañados de extraviados desfilar aquel ejército, cuya retirada
todos sus criados, se lanzaban á campo atraviesa, ibale á hacer entregar el trigo maduro al enemigo.
empujando delante de ellos los rebaños sueltos, las De pie y á su lado, se hallaba su mujer, joven aún,
ovejas, los bueyes, las vacas, los caballos, que ha- tenia un niño pequeño en brazos, mientras otro se
bían sacado á estacazos de las cuadras y se diri- agarraba á sus faldas; y los tres se lamentaban.
gían á la3 alturas en demanda de las selvas desier- Mas, de pronto, en el marco de la puerta, abierta
tas, levantando el polvo de las grandes emigracio - con violencia, apareció la abuela, una mujer muy
nes, como cuando en otras ocasiones los pueblos vieja, alta, delgada, con los brazos desnudos, pare-
invadidos cedían su puesto á los bárbaros conquis- cidos á cuerdas nudosas, que movía furiosamente.
tadores. Sus cabellos grises que se escapaban de la cofia,
Iban á vivir bajo tiendas de campaña, en algún revoloteaban alrededor de su descarnada cabeza y
circo formado por las rocas solitarias, tan lejos de tenía tal rabia, que las palabras que gritaba, se
los caminos, que ningún soldado se atrevería á ahogaban en su garganta, incomprensibles, como
arriesgarse para llegar hasta ellos. Y las humare- en un hipo de agonía.
das volantes que les acompañaban se perdían de- Al pronto los soldados se echaron á reir.
cuatro días antes, para marchar contra el enemigo.
—¡Estará loca!—se dijeron. A pesar de lo avanzado de la hora y de la fatiga
Después llegaron á sus oídos algunas palabras; enorme, los soldados quisieron encender la lumbre
la vieja gritaba: y hacer el rancho. Desde la salida, era la primera
—¡Canallasl ¡bandidos! ¡cobardes! ¡cobardes! vez que metían en el estómago algo caliente. Y al-
Con voz cada vez más chillona, escupíales al ros- rededor de las hogueras, en la noche fresca, las ca-
tro, lanzábales el insulto y hasta su cobardía á to- ras se hundían en los platos, y los gruñidos de sa-
do vuelo. Cesaron las risas, un escalofrío recorrió tisfacción empezaban á dejarse oir, cuando un ru-
las filas. Los hombres bajaban la cabeza y miraban mor circuló, creció, estalló, llenando de asombro al
á otra parte. campamento entero. Dos nuevos telegramas habían
—¡Cobardes! ¡cobardes! ¡cobardes! llegado en aquel momento: los prusianos no habían
Bruscamente, pareció que aún aumentaba su es- pasado el Rhin en Markolsheim y no quedaba uno
tatura. Se encrespaba trágicamente, envuelta en solo en Huningue. El paso del Rhin en Markols-
un jirón de su vestido, trazando líneas con su lar- heim, el puente de barcas instalado á la luz de
go brazo del Oeste al Este, con un gesto tan inmen- grandes focos eléctricos, todas aquellas noticias
so que parecía llegar al cielo. alarmantes, eran sencillamente una pesadilla, una
—¡Cobardes! ¡el Rhin no está allí! ¡el Rhin está alucinación del subprefecto de Schelestadt. Y en
allá! ¡cobardes! ¡cobardes! cuanto al cuerpo de ejército que amenazaba á Hu-
Por último, volvieron á emprender la marcha y ningue, el famoso cuerpo de ejército de la Selva
Mauricio, cuya mirada se encontró en aquel mo- Negra, ante el cual temblaba Alsacia, sólo estaba
mento con la de Juan, vió que los ojos de éste esta- compuesto de un ínfimo destacamento de wurtem-
ban preñados de gruesas lágrimas. Sintió un espas- burgueses, dos batallones y un escuadrón, cuya
mo que aumentó su pesadumbre, al notar que hasta hábil táctica de marchas y contramarchas repeti-
los brutos habían sentido la injuria que no mere das, y apariciones imprevistas y repentinas, había
cían, pero que había que aguantar. Todo se desva- hecho creer que se trataba de un cuerpo de ejérci-
neció en su pobre cabeza dolorida; nunca pudo re- to de treinta á cuarenta mil hombres. ¡Y pensar
cordar cómo había acabado la etapa, aniquilado que durante aquella mañana habían estado á pun-
por los horribles padecimientos físicos y morales. to de hacer volar el viaducto de Dannemarie!
El 7.° cuerpo había empleado el día entero en re- Veinte leguas de una región riquísima acababa de
correr los veintitrés kilómetros que separan á Dan- destrozarse, sin motivo alguno, por causa del más
nemarie de Belfort; y de nuevo la noche se venía necio de los pánicos; y los soldados, al recordar lo
encima; era muy tarde cuando las tropas pudieron que habían visto durante aquella lamentable jorna-
instalar su campamento, bajo las murallas de la da, los habitantes huyendo alocados, llevando sus
plaza, en el mismo sitio donde habían acampado
Mauricio, sentado aparte, había bajado la cabe-
ganados al monte, la oleada de carros cargados de
za. Aquello era, en efecto, el acabóse.
muebles corriendo hacia la ciudad, entre el rebaño
Apenas había empezado y ya había concluido.
de niños y de mujeres, se incomodaban.
Aquella indisciplina, aquella rebeldía de los sóida-
—¡Ah, esto pasa de la raya!—decía Loubet, con
des en los primeros contratiempos, hacían del ejér-
la boca llena y moviendo su cuchara.—¿Era ese el
cito una facción sin lazos de ningún género, des-
enemigo con quien íbamos á pelear? ¡Pues si no
moralizada y dispuesta para todas las catástrofes.
había nadie!... Doce leguas para allá, doce leguas
Allí, bajo los muros de Belfort, no habían visto aún
para acá, y sin encontrar una mosca delante de
á los prusianos y ya estaban vencidos.
nosotros. ¿ Y todo por qué? ¡Por haber tenido
Los días que siguieron fueron, con su monotonía,
miedo!
bastante tristes. Para ocupar las tropas, el general
Chouteau, que á la sazón fregaba su plato con
Douay las empleó en trabajos de defensa de la pía
fuerza, empezó á decir pestes contra los generales, za que eran muy incompletos. Se removía la tierra
sin nombrarlos. con rabia y se cortaban las rocas. ¡Y sin una noti-
—¡Vaya unas calabazas! ¡si serán burros! ¡vaya cia! ¿Dónde estaba el ejército de Mac Mahon? ¿Qué
unas liebres que nos han tocado en suerte! ¿Si han hacían en Metz? Los rumores más extravagantes
echado á correr así cuando no había nadie, que circularon, aumentados por algunos periódicos de
hubieran hecho si se hubiesen encontrado con un París, cuyas contradicciones mantenían al ejército
verdadero ejército delante de si? en los tinieblas. Dos veces había escrito el general
Habían echado una nueva carga de leña al fuego pidiendo órdenes sin obtener contestación.
que lanzó al aire una gran llamarada, y Lapoulle, Sin embargo, el 12 de Agosto, el séptimo cuerpo
que se calentaba tranquilamente las piernas, se se completó con la tercera división, que llegaba de
echó á reir con una risa de idiota, sin comprender Italia; pero de todos modos sólo había allí dos divi-
nada de lo que decían, hasta que Juan, que había siones; porque la primera, derrotada en Frasschvi-
empezado por hacerse el sordo, se atrevió á decir 11er, había sido arrastrada en la retirada, sin que
paternalmente: se supiese aun á donde la había llevado la corrien-
— ¡Eh, callarse! que si les oyen podrían castigar- te. Luego, después de una semana de abandono, de
les. separación total con el resto de Francia, un tele-
El mismo, con su buen sentido, comprendía la grama trajo la orden de marcha. Fué recibida la
torpeza de sus jefes. Pero era preciso hacerles res- orden con alegría, pues todo era preferible á aque-
petar, y como Chouteau gruñía aún, le cortó la pa- lla vida entre murallas. Y durante los preparativos,
labra. empezaron de nuevo las preguntas, pues nadie sa-
— ¡Cállese usted! Ahí viene el teniente; si tiene bía á dónde iban: unos decían que iban á defender
usted alguna queja... diríjase á él.
á Strasburgo, mientras que otros hablaban de una los grupos de gentes, ansiosas de saber algo, que
marcha atrevida hacia la Selva Negra, para cortar aguardaban el paso de los trenes en las estaciones
la retirada á los prusianos. del tránsito, con la esperanza de obtener noticias,
Al siguiente día por la mañana, el 106° salió uno toda aquella Francia, azorada, calenturienta, ante
de los primeros, amontonado en wagones. El wagón la invasión. Y las gentes, llegadas así, con la ansie-
donde se encontraba la escuadra de Juan, estaba dad natural, al paso de lo» trenes, recibían las bo-
lleno, hasta el punto de que Loubet decía que no canadas del humo de la locomotora y la visión rá-
tenia sitio ni para estornudar. Como el reparto de pida del tren, ahogado entre el vapor y el ruido, los
provisiones acababa de hacerse una vez más en me- aullidos de toda aquella carne de cañón, acarreada
dio del mayor desorden, los soldados, que habían en gran velocidad. En una estación en donde hubo
recibido en aguardiente lo que hubiesen debido re- una parada, tres señoras muy elegantes, que repar-
cibir en víveres, estaban casi todos borrachos, pero tían á los soldados tazas de caldo, tuvieron una ova-
con una borrachera violenta y vocinglera que se ción. Los hombres lloraban al dar las gracias y las
desahogaba cantando canciones obscenas. El tren besaban las manos.
rodaba y no se veían las caras en el vagón que el Algo más lejos, las canciones y gritos infames
humo de las pipas anegaba en espesa niebla; reina- volvieron á empezar. Y sucedió que un poco des-
ba allí un calor insoportable, la fermentación de pués de Chaumont, el tren se cruzó con otro car-
aquellos cuerpos amontonados; mientras que del gado de artilleros que iban conducidos á Metz. La
coche negro que huía, salían vociferaciones que do- velocidad de los trenes había sido disminuida, y los
minaban el estrépito producido por las ruedas, que soldados pudieron fraternizar en medio de un ho-
iban á perderse á lo lejos en los campos sombríos, rrendo clamoreo. Pero los artilleros, que tal vez
y sólo al llegar á Langres, comprendieron las tro- estaban más ebrios, sacando las manos fuera de los
pas que regresaban á París. vagones, lograron hacerse oir lanzando este grito
—¡Vive Dios!— repetía Chouteau, que reinaba ya con tal violencia y desesperación, que pareció cu-
en su rincón, como amo indiscutible, por su gracia brirlo todo:
— con seguridad que nos van á llevar á Charenton- —¡Al matadero, al matadero, al matadero!
neau, para impedir que Bismarck vaya á dormir á Aquello fué como si hubiera pasado un gran frío,
dormir á las Tullerías. un viento helado de osario. Hubo un momento de
Los otros se reían, encontrando aquello muy gra- silencio, durante el cual pudo oirse la voz de Lou-
cioso, sin saber por qué. bet:
Verdad es que los menores incidentes del camino —No van muy contentos los compañeros.
hacían prorrumpir en carcajadas ensordecedoras. —Pues tienen razón,—dijo Chouteau con su voz
Los aldeanos, colocados en los linderos de la vía, de taberna;—es repugnante enviar así un montón
de hombres para que se rompan la cabeza por co —¡Los gendarmes! ¿y qué?, como si no existie-
sas que no les importan y de las que no saben ni ran... ¿Sabéis lo que debíamos de hacer, si fuéra-
una palabra. mos todos hombres de temple?... Pues cuando lle-
Y continuó hablando. guemos y salgamos de estas jaulas, escaparnos, sí;
Era el que los pervertía, como obrero holgazán escaparnos tranquilamente, dejando á ese indecen-
de Montmartre, el pintor de brocha gorda, bullan- te de Badinguet y á toda su caterva de generales
guero y amigo de divertirse, que no había digerido de tres al cuarto, que se las arreglen con esos
bien los discursos oídos en las reuniones públicas, bestias de prusianos.
mezclando borricadas repugnantes con los grandes Estallaron aplausos; la perversión obraba y Chou-
principios de igualdad y libertad. Lo sabía todo, teau triunfó entonces exponiendo sus teorías, con
quería hacer prosélitos entre los compañeros, sobre las que andaban mezcladas como en agua turbia, la.
todo en Lapoulle, del que había prometido-hacer un república, los derechos del hombre, la podredumbre
hombre. del imperio, que había que tirar al suelo, la traición
—¡La cosa 63 bien sencilla! Si Badinguet (1) y de todos los jefes que los mandaban, vendidos por
Bismarck tienen una disputa, que se arreglen entre un millón cada uno, como estaba probado. El se pro-
sí á puñetazos, sin molestar á cientos de miles de clamaba revolucionario; los otros no sabían aún si
hombres que no se conocen y no tienen ganas de eran republicanos, ni de qué modo podían serlo; ex-
matarse. cepto Loubet, el cocinero de la escuadra, quien
Todo el vagón se reía, distraído y conquistado. también tenia su opinión, no habiéndose ocupado
Lapoulle, sin saber quién era Badinguet é incapaz nunca más que en hacer el rancho; pero todos,
de decir si se peleaba por un emperadsr ó un rey, arrastrados, gritaban contra el emperador; los ofi-
repetía con un aire de coloso niño: ciales y todo lo que les molestaba y á los que aban-
—¡Eso es, á puñetazos, y después á echar unas donarían en la primera ocasión, y atizando su bo-
copas! rrachera que subía de punto, Chouteau atisbaba á
Pero Chouteau había vuelto la cabeza hacia don- Mauricio, al señorito, á quien distraía y cuya com-
de estaba Pache, con quien entabló nuevamente pañía le llenaba de orgullo, tanto, que para ponerle
conversación. de su parte, se le ocurrió la idea de arremeter con-
—Lo mismo que tú, que crees en Dios. Dios ha tra Juan, inmóvil y adormecido' hasta entonces en
prohibido que se maten los hombres. Entonces, ¡pe- medio del barullo,, con los ojos medio cerrados. Des-
dazo de animal! ¿á qué has venido? de aquella dura lección dada por el cabo al voiun
—¡Caramba!—replicó Pache—no he venido por tario, á quien obligó á recoger su fusil, si éste con-
mi gusto... pero ¿y los gendarmes? servaba aun algún rencor hacia su jefe, aquella era
(1) Apodo de Napoleón I I I . la ocasión de poner á los dos hombres frente á frente.
—¡Como algunos á quienes conozco, que han ha-
—Lo mismo que á tí me importa á mí un bledo
blado de hacernos fusilar!—añadió Chouteau, ame-
Badinguet, ¿lo oyes? Nunca me han importado nada
nazador;—¡algunos pillos que nos tratan peor que si
la república ni el imperio, y hoy, como otras veces,
fuéramos animales, que no comprenden que es muy
cuando trabajaba en el campo, no deseo más que
natural que cuando no podemos con mochilla y fu-
una sola cosa: la felicidad de todos, el orden y los
sil los tiremos al suelo para ver si echan crías! ¿Qué
buenos negocios... A nadie le gusta batirse, pero es-
dirían esos, si ahora que los* tenemos arrinconados
to no impide que á los canallas que, como tú, vie-
los tirásemos á la vía?... ¿Estamos? Hay que hacer
nen á desalentarnos cuando ya tenemos tantas pe-
un ejemplo para que no nos fastidien más con esa
nas, diga que es conveniente fusilarlos. ¿Para qué?
guerra. ¡Mueran los chinchesl ¡Mueran á Badin-
compañeros ¿no se os enardece la sangre, cuando os
guet! ¡Que mueran los que quieren que nos mate-
dicen que los prusianos están en Francia y que es
mos!
preciso echarlos?
Juan se puso rojo; la sangre se le había subido á
la cabeza, cosa que le ocurría pocas veces. Aunque En aquel momento, merced á esa facilidad que
estaba pensando por sus vecinos, como en un barril tienen la3 muchedumbres para cambiar de opinión,
de sardinas, se levantó, con los brazos tendidos y la los soldados aclamaron al cabo, que prometía su
cara encendida, con expresión tan imponente, que promesa de romper la cabeza al primero de la es-
Chouteau palideció: cuadra que hablase de no batirse. ¡Bien por el cabo,
—¿Quieres callarte, bandido? Hace algunas horas ahora si que se le iban á ajustar pronto las cuentas
que no digo nada, puesto que no tenemos jefes, ni á Bismarckl
aún puedo meteros en el calabozo. Creo que hubie- Y en medio de la salvaje ovación, Juan, más
ra prestado un buen servicio al regimiento quitan- tranquilo, dijo cortesmente á Mauricio, como si no
do de enmedio un granuja como tú... pero oye: des- se hubiese dirigido á uno de sus soldados:
de el momento en que los castigos no sirven, ten- —¡Caballero, usted no puede estar entre los co-
drás que entendértelas conmigo. Aquí ya no hay bardes... deje usted, todavía no nos han pegado, y
más cabo, no hay más que un hombre á quien estás Dios mediante, acabaremos nosotros por pegar á
reventando, y que te va á cortar la lengua... ¡co- esos infames prusianos!
barde! No quieres batirte y quieres impedir á los En aquel momento, Mauricio sintió calor en el
otros que se batan... ¡Repítelo .si te atreves, co- corazón. Se sentía humillado y presa de grande
barde! emoción. Pues qué ¿aquel hombre era algo más que
Todo el vagón, entusiasmado con la conducta de un patán?
Juan, abandonaba á Chouteau que tartamudeaba, Y recordaba el horrible rencor, el odio que hubo
retrocediendo ante los puños de su adversario. de inspirarle cuando le obligó á recoger su fusil,
que había tirado al suelo en un instante de desfalle-
cimiento. Pero repuesto también de su emoción,
cuando vió las gruesas lágrimas que rodaban por III
las mejillas del cabo y recordó la vieja abuela, con
sus cabellos grises al aire, que los insultaba seña- Con gran sorpresa notó Mauricio que el 106o ba-
lándoles el Rhin, allá, detrás del horizonte... ¿Era jaba á Reims y recibía allí la orden de acampar.
acaso la fraternidad de las mismas fatigas y de los ¿No iban, pues, á Chalons, para reunirse al ejército?
mismos dolores sufridos juntos, lo que se llevaba Y cuando dos horas después, el regimiento formó
así su ódio? El, de familia bonapartista, no había los pabellones de armas á una legua de la pobla-
siquiera soñado nunca con la república más que ción, del lado de Bouceilles, en la vasta llanura que
teóricamente y más bien sentía compasión- por el se extiende á lo largo del canal, del Aisne al Mar-
emperador; opinaba por la guerra, impuesta por la ne, su extrañeza aumentó aún, al saber que todo el
condición misma de la vida de los pueblos. Súbita- ejército de Chalons se replegaba desde por la ma-
mente, la esperanza volvió á apoderarse de él en ñana é iba á acampar en el mismo sitio. En efecto,
uno de aquellos repentinos cambios que eran fami- de un extremo a otro del horizonte, hasta Saint-
liares á su imaginación, mientras que el entusiasmo Thierry y la Neuvillette, aun más allá del camino
que una tarde le había llevado á sentar plaza, vol- de Laon, se veían tiendas de campaña, y las hogue-
vía á renacer en él, alegrando su corazón con la ras de los cuatro cuerpos de ejército arderían allí
certidumbre de la victoria. aquella noche. Seguramente había prevalecido el
—¡Tiene usted razón, cabo,—dijo alegremente,— plan de tomar posiciones al alcance de París, para
los derrotaremos! aguardar allí á los prusianos y esto los llenó de jú-
El vagón rodaba, rodaba siempre, llevando su bilo; ¿no era acaso el plan más prudente?
cargamento de hombres, con la espesa humareda de En aquella tarde del 21 de Agosto, Mauricio se
las pipas y el calor malsano de los cuerpos amon- paseó por todo el campamento en busca de noticias.
tonados, lanzando en las estaciones que atravesa- Eran muy libres, la disciplina parecía haberse aflo-
ban, á los aldeanos asustados, de pie á lo largo de jado; todavía los hombres entraban y salían á gusto
la vía, sus canciones obscenas en el espasmo de la suyo. El pudo volver tranquilamente á Reims, don-
borrachera. El 20 de Agosto llegaron á París, á la de quería cobrar una libranza de 100 francos que
estación de Pantín, y aquella misma noche volvie- le había enviado su hermana Enriqueta.
ron á salir, para desembarcar al día siguiente en En un café oyó hablar á un sargento del pésimo
Reims, ya en camino para el campamento de Cha- espíritu que predominaba en los 18 batallones de la
lons. guardia móvil del Sena, que acababan de regresar
á París. El 6.o batallón, especialmente había estado
á punto de asesinar á sus jefes. Y allá, en el cam-
cimiento. Pero repuesto también de su emoción,
cuando vió las gruesas lágrimas que rodaban por III
las mejillas del cabo y recordó la vieja abuela, con
sus cabellos grises al aire, que los insultaba seña- Con gran sorpresa notó Mauricio que el 106o ba-
lándoles el Rhin, allá, detrás del horizonte... ¿Era jaba á Reims y recibía allí la orden de acampar.
acaso la fraternidad de las mismas fatigas y de los ¿No iban, pues, á Chalons, para reunirse al ejército?
mismos dolores sufridos juntos, lo que se llevaba Y cuando dos horas después, el regimiento formó
así su ódio? El, de familia bonapartista, no había los pabellones de armas á una legua de la pobla-
siquiera soñado nunca con la república más que ción, del lado de Bouceilles, en la vasta llanura que
teóricamente y más bien sentía compasión- por el se extiende á lo largo del canal, del Aisne al Mar-
emperador; opinaba por la guerra, impuesta por la ne, su extrañeza aumentó aún, al saber que todo el
condición misma de la vida de los pueblos. Súbita- ejército de Chalons se replegaba desde por la ma-
mente, la esperanza volvió á apoderarse de él en ñana é iba á acampar en el mismo sitio. En efecto,
uno de aquellos repentinos cambios que eran fami- de un extremo a otro del horizonte, hasta Saint-
liares á su imaginación, mientras que el entusiasmo Thierry y la Neuvillette, aun más allá del camino
que una tarde le había llevado á sentar plaza, vol- de Laon, se veían tiendas de campaña, y las hogue-
vía á renacer en él, alegrando su corazón con la ras de los cuatro cuerpos de ejército arderían allí
certidumbre de la victoria. aquella noche. Seguramente había prevalecido el
—¡Tiene usted razón, cabo,—dijo alegremente,— plan de tomar posiciones al alcance de París, para
los derrotaremos! aguardar allí á los prusianos y esto los llenó de jú-
El vagón rodaba, rodaba siempre, llevando su bilo; ¿no era acaso el plan más prudente?
cargamento de hombres, con la espesa humareda de En aquella tarde del 21 de Agosto, Mauricio se
las pipas y el calor malsano de los cuerpos amon- paseó por todo el campamento en busca de noticias.
tonados, lanzando en las estaciones que atravesa- Eran muy libres, la disciplina parecía haberse aflo-
ban, á los aldeanos asustados, de pie á lo largo de jado; todavía los hombres entraban y salían á gusto
la vía, sus canciones obscenas en el espasmo de la suyo. El pudo volver tranquilamente á Reims, don-
borrachera. El 20 de Agosto llegaron á París, á la de quería cobrar una libranza de 100 francos que
estación de Pantín, y aquella misma noche volvie- le había enviado su hermana Enriqueta.
ron á salir, para desembarcar al día siguiente en En un café oyó hablar á un sargento del pésimo
Reims, ya en camino para el campamento de Cha- espíritu que predominaba en los 18 batallones de la
lons. guardia móvil del Sena, que acababan de regresar
á París. El 6.o batallón, especialmente había estado
á punto de asesinar á sus jefes. Y allá, en el cam-
pamento, los generales se veían á la continua in- duda al lado de Metz. El primero, el que el gene-
sultados, y los soldados no saludaban ni al mariscal ral Steinmez mandaba, vigilaba la plaza; el segun-
Mac-Mahon, desde la batalla de Frasschwiller. El do, el del príncipe Federico Carlos, trataba de su-
café se llenaba de gente, se entabló una violenta bir por la margen derecha del Mosela, para cor-
discusión entre dos pacíficos ciudadanos, con moti- tar á Bazaine, el camino de París. Pero el tercer
vo del número de hombres que el mariscal iba á ejército, el del príncipe real de Prusia, el ejército
tener bajo sus órdenes. Uno hablaba de 300.000 victorioso en Wissemburgo y en Frceschwiller y que
hombres; aquello era una locura. El otro, más razo- perseguía al 1.« y 5.° cuerpo, ¿dónde se encontraba
nable, enumeraba los cuatro cuerpos de ejército: el realmente, en medio del desbarajuste que remaba
12.°, que se había completado de mala manera en en la cuestión de informes? ¿Estaba aun acampado
el campamento, con auxilio de los regimientos de en Nancy? ¿Llegaba delante de Chalons, para que
marcha y una división de infantería de marina; el se hubiese abandonado con tal prisa, incendiando
l.o, cuyos restos llegaban desbandados, desde el los almacenes, los objetos de equipo, los forrajes y
día 14, y en el que se reformaban los cuadros como las provisiones de todas clases? Y la confusión, las
se podía; el 5.°, destrozado, sin haber combatido, hipótesis más contradictorias volvían á empezar con
arrastrado, dislocado en la retirada, y el 7.o, que motivo de los planes que se atribuían á los genera-
desembarcaba ahora, desmoralizado también, dis- les. Mauricio, como separado del mundo, no supo
minuido de su primera división, que acababa de en- hasta entonces lo ocurrido en París: la horrible sor-
contrar en Reims á trozos; en total unos 120.000 presa que la derrota había causado sobre todo un
hombres, contando con la caballería de reserva, y pueblo que creía segura la victoria, la emoción te-
con las divisiones de Bonnemain y Margueritte. rrible en las calles, la convocatoria de las Cámaras,
Pero el sargento se mezcló en la disputa, tratando la caída del ministerio liberal que había hecho el
con un desprecio furioso á aquel ejército, de un plebiscito, desposeído al Emperador de su titulo de
conjunto de hombres sin cohesión, un rebaño de general en jefe, lo que le obligaba á entregar el
inocentes llevados al sacrificio por imbéciles, y los m a n d o superior al mariscal Bazaine. Desde el día
dos ciudadanos, asustados, temiendo verse compro- 16, el emperador se encontraba en el campamento
metidos, desfilaron. de Chalons, y todos los periódicos hablaban de un
Una vez fuera del café, Mauricio compró periódi- Consejo celebrado el 17, al que habían asistido el
cos, llenándose los bolsillos con todos los que pudo príncipe Napoleón y varios generales: pero no esta-
hallar; los leía andando, bajo los grandes árboles ban conformes entre sí al dar cuenta de las decisio-
de los magníficos paseos que rodean la ciudad. nes tomadas, aparte de los hechos que de ellas re-
¿Dónde estaban los ejércitos alemanes? Parecía que sultaban: el general Trochu, nombrado gobernador
se habían perdido. Dos de ellos se encontraban sin Desastre—Imo 1—5
de París, el mariscal Mac Mahon al frente del ejér- la revolución, y hasta se citaba esta frase de ella:
cito dé Chalons, lo que implicaba que se prescindía — «No llegaría vivo á las Tullerías». Así es que se
en absoluto del emperador. Se sentía un azoramien- mostraba muy enérgica pidiendo que el ejército
to, un pavor grandísimo, y los planes más opuestos marchara adelante para unirse al ejército de Metz,
se presentaban y sucedían de hora en hora. Y siem- opinión que apoyaba también el general Palikao,
pre esta misma pregunta: ¿Dónde estaban los ejér- ministro de la Guerra que tenía un plan de marcha
citos alemanes? ¿Quién tenía razón entre los que avasalladora y victoriosa para darle la mano. Y con
pretendían que Bazaine se hallaba libre, operando el periódico extendido sobre las rodillas, Mauricio,
en retirada por las plazas del Norte, y los que ase- pensativo, creía ahora explicárselo todo: los dos
guraban que estaba bloqueado en Metz?... Circula- planes que se combatían, las dudas del mariscal
ba un rumor persistente anunciando batallas gigan- MacMahón para emprender aquella marcha de
tescas, luchas heroicas, sostenidas desde el 14 al 20, flanco tan peligrosa, con tropas poco sólidas; las ór
durante toda una semana sin que de ello se despren- denes impacientes, cada vez más enérgicas, que le
diese otra cosa que un tremendo chocar de armas, llegaban de París, que le empujaban á emprender
lejano y perdido. aquella temeraria y loca aventura. Luego, en me-
Mauricio, cansado ya, se sentó sobre un banco. dio de aquella lucha trágica, tuvo de repente la vi-
Alrededor de él, la ciudad parecía vivir en su vida sión del emperador, depuesto de la autoridad impe-
ordinaria, y las niñeras, bajo los frondosos árboles, rial que había confiado á la emperatriz regente,
cuidaban de los niños, mientras que los pequeños despojado del mando de general en jefe del que
rentistas daban con paso tranquilo y lento su habi- acababa de dar posesión al mariscal Bazaine, no
tual paseo. Volvió á coger su periódico, cuando sus siendo ya nada, una sombra de emperador indefini-
ojos se fijaron en un artículo al cual no había hasta da y vaga, una inutilidad sin nombre, un estorbo
entonces dado importancia. El artículo era de un del que no se sabia qué hacer, que París rechazaba
periódico de la oposición, republicano. Las tinieblas y que no tenía ya puesto en el ejército, desde que
se desvanecieron. El periódico afirmaba que en el se había comprometido á no dar ni una orden.
consejo celebrado el 17 en el campamento de Cha- No obstante, á la mañana siguiente, después de
lons, se había acordado la retirada del ejército so- una noche de fiebre que durmió fuera de la tienda,
bre París y que el nombramiento del general Tro- envuelto en su manta, fué un consuelo para Mauri-
chu no tenía más objeto que preparar el regreso cio el saber que se había acordado la retirada so
del emperador. Pero añadía que esos acuerdos aca- bre París. Se hablaba de un nuevo consejo de gue-
baban de hallar una oposición tenaz en la empera- rra celebrado la víspera, al que asistió el antiguo
triz regente y en el nuevo ministerio. La empera vice-emperador, señor Rouher, enviado por la em-
triz creía que si regresaba el emperador estallaba peratriz para acelerar la marcha sobre Verdun, y
á quien el mariscal Mac-Mahon, parecía haber con- Una moza garrida y de amable presencia pre-
vencido del peligro de tal movimiento. ¿Se habían guntóle enseñando su blanca dentadura:
recibido malas noticias de Bazaine? Nadie se atre- —¿Quiere almorzar?
vía á afirmarlo, pero la misma carencia de noticias —¡Pues ya lo creo, quiero almorzar!.,. Deme us-
era un hecho significativo y todos los oficiales algo ted huevos fritos, una chuleta, queso y un poco de
inteligentes opinaban por la retirada sobre París, vino blanco.
con lo que la capital tendría un ejército de socorro. Volvió á llamarla.
Y, convencido de que la retirada comenzaría al día —Diga usted: ¿no se ha hospedado en una de es-
siguiente, puesto que se decía se habían dado las tas casas el emperador?
oportunas órdenes, Mauricio, feliz, quiso satisfacer —Mire usted, en esa que está enfrente de nos-
un capricho de niño que le atormentaba: el de li- otros... No verá usted la casa, está detrás de esa pa-
brarse, á lo menos por una vez, de comer rancho, red, por donde asoman los árboles.
almorzando en cualquier parte, teniendo sobre la Se instaló entonces bajo el emparrado, desabro-
mesa, cubierta con blanco mantel, una botella de chóse el cinturón para estar más cómodo y escogió
agua, otra de vino, un plato, todas esas cosas que su mesa, sobre la cual los rayos del sol que atrave-
le parecía le faltaban desde hacía tantos meses. Te- saban los pámpanos, enviaban reflejos de oro y vol-
nía dinero en el bolsillo y echó á andar alegremen- vió á mirar aquella pared amarillenta que alberga-
te buscando una taberna. ba al emperador. Era en efecto una casa escondida,
Realizó su deseo más allá del canal, á la entrada misteriosa, de la que no se podían ver ni aún las
del pueblecito de Courcelles. La víspera le dijeron tejas desde fuera. La entrada daba al otro lado, so-
que el emperador se había albergado en una casa bre la calle del pueblo; una calle estrecha sin una
de aquel pueblo; y fué allá á pasearse por curiosi tienda ni una ventana, rodeada de enormes muros
dad, recordando haber visto en el ángulo formado sombríos. Detrás el pequeño parque formaba una á
por dos carreteras una taberna con su emparrado, modo de isla, cubierta de espeso follaje entre las
del que colgaban hermosos racimos de uva dorada casas vecinas. Y allí vió, al otro lado del camino, un
y madura. Bajo el emparrado había algunas mesas patio rodeado de cuadras y cocheras, atestado de
pintadas de verde, mientras que en la cocina, por todo el material de coches y furgones, en medio del
la puerta abierta, se veían el reloj de pared, las es continuo ir y venir de hombres y caballos.
tampas de Epinal pegadas á las paredes, la posade —¿Es para el emperador todo eso?—preguntó en
ra enorme preparando la comida. Detrás se veía un son de guasa á la moza que colocaba sobre la mesa
juego de bolos. Todo aquello era alegre, bonito y un blanco mantel.
muy risueño. — Precisamente, para el emperador es todo,—
Contestó alegremente, satisfecha de poder enseñar
muy pocos, daban la nota verde sobre la gris de la
su bonita y blanca dentadura.
llanura, Pero por encima de los confusos tejados de
Y, aleccionada sin duda por los palafreneros, que
Reims, que medio ocultaban las ramas de los casta-
desde la víspera iban allí á echar algunos tragos,
ños, la enorme silueta de la catedral se perfilaba
empezó á enumerar: el Estado mayor, compuesto de
en el horizonte azul como un gigante, á pesar de la
veinticinco oficiales, de los sesenta guardias impe-
distancia, junto a las casas del pueblo. Y el recuer-
riales y del pelotón de guías al servicio de la escol-
do del colegio, de las lecciones en él aprendidas,
ta, más los seis gendarmes encargados del servicio
volvía á su memoria: la consagración de nuestros
de vigilancia; después la casa imperial, que se com-
reyes, la santa ampolla, Clodoveo, Juana de Arco,
ponía de sesenta y tres personas, chambelanes, cria
toda la gloriosa y vieja Francia.
dos, cocineros; después cuatro caballos de silla y
Después, como Mauricio, preocupado de nuevo
do3 coches para el emperador, diez caballos para
con la idea del emperador en aquella modesta ca-
los caballerizos, ocho para los picadores y lacayos,
sa, tan discretamente cerrada, volviese sus mira-
sin contar cuarenta y siete caballos para los co-
das, sobre la pared amarillenta, leyó con sorpresa,
rreos; luego un chcir á bañes, doce furgones de equi-
en grandes letras hechas con carbón, esta frase:
pajes, dos de los cuales, reservados para la cocina,
«¡Viva Napoleón!» y al lado algunas obscenidades.
habían causado gran admiración á la muchacha por
La lluvia había lavado las letras, la inscripción de-
la enorme cantidad de utensilios, de platos y de bo-
bía ser bastante antigua, ¡qué singular coinciden-
tellas, colocados en orden admirable.
cia! Sobre aquella pared, ese grito de entusiasmo
—¡Ah, caballero, no se puede usted formar idea guerrero que aclamaba sin duda al tío, al conquis-
de cómo son esas cazuelas! brillan como soles... y tador, y no al sobrino. Toda su niñez, toda su ju-
toda clase de platos, de vasos, de aparatos, que ni ventud renacía, evocada por los recuerdos, cuando
aún puedo decirle á usted para qué sirven... Y una allá, en el Chene Populeux, oía desde la cuna con-
bodega tal con Burdeos, Borgoña, Champagne, lo tar las historias de su abuelo, uno de los soldados
bastante para una gran comida... del gran ejército. Su madre había muerto, su padre
Con la alegría que le produjo la vista del blanco había tenido que admitir un empleo de recaudador
mantel, satisfecho con el vino blanco que brillaba de contribuciones, en aquella ruina de la gloria que
en su vaso, Mauricio comió dos huevos con un ape había alcanzado á los hijos de los héroes á la caída
tito que no se conocía. A la izquierda, cuando vol del imperio; y el abuelo vivía allí de una modesta
vía la cabeza, podía contemplar la vista que ofrecía pensión, en aquella habitación de empleado, sin
la inmensa planicie, llena de tiendas de campaña, otro consuelo que el de contar sus campañas á sus
toda una ciudad que acababa de surgir en el cam- nietos, dos gemelos, niño y niña, con los mismos ca-
po, entre el canal y Reims. Unos cuantos árboles, bellos rubios, reemplazando un poco á la madre
muerta. Colocaba á Enriqueta sobre su pierna iz- tarde Jena, la tumba del poder prusiano; primero
quierda, á Mauricio sobre la derecha, y durante el fuego de las guerrillas á través de las nieblas de
horas enteras entretenía á los niños con el relato Octubre, la impaciencia de Ney, que estuvo á pun-
de homéricas batallas. to de comprometerlo todo, después la entrada en
Los tiempos se confundían, aquello parecía ocu- batalla de Augereau, que le libertó el gran choque,
rrir fuera de la historia, en un choque espantoso de cuya violencia se llevó por delante todo el centro
todos los pueblos. Los ingleses, los austríacos, los enemigo, y, por último, el pánico, el sálvese quien
prusianos, los rusos, desfilaban uno á uno y todos pueda de una caballería demasiado alabada, que
juntos, según lo requerían las alianzas concertadas, nuestros húsares sabletean como avena madura,
sin que fuese posible saber á punto fijo, en la mayor sembrando el valle romántico de hombres y de ca-
parte de los casos, por qué unos eran derrotados en ballos moribundos. Luego Eylau, el horrible Eylau,
vez de los otros. Pero como resúltado final todos sa- la más sangrienta de todas las batallas, carnicería
lían derrotados, inevitablemente derrotados de an- en donde se amontonan los cuerpos atrozmente des-
temano, al empuje irresistible del genio y del he- figurados; Eylau, rojo de sangre, bajo su tempestad
roísmo, que barrían los ejércitos como si fueran de nieve, con su triste y heroico cementerio; Eylau,
paja. Era en Marengo, la clásica batalla en la lla- donde aún retumba la homérica carga de los ochen-
nura, con sus grandes líneas sabiamente dispuestas, ta escuadrones de Murat, que atravesaron de parte
su intachable retirada, como en tablero de ajedrez, á parte el ejército ruso, sembrando el suelo con tal
por batallones, mudos é impasibles bajo el fuego; la número de cadáveres que el mismo Napoleón lloró.
legendaria batalla perdida á las tres de la tarde y Era Friedland, el gran lazo horrible, donde los ru-
ganada á las seis, donde los 800 granaderos de la sos vinieron de nuevo á caer como una bandada de
guardia consular contuvieron el empuje de toda la gorriones atontados; la obra maestra de estrategia
caballería austríaca, donde Desaix llegó para morir del emperador, que lo sabía todo y lo podía todo;
y cambiar la comenzada derrota en una inmortal vic- en donde nuestra izquierda permanecía inmóvil,
toria. Era en Austeilitz, con su hermoso sol de glo- imperturbable, mientras que Ney, que había toma-
ria, en la niebla del invierno; Austerlitz, comenzan- do la ciudad calle por calle, destruía los puentes, y
do por la toma de la meseta de Pratzen, terminan- después nuestra izquierda, lanzándose sobre la de-
do con el terrible deshielo de los estanques que se recha enemiga, empujándola al río, aplastándola
hallaban helados, todo un cuerpo de ejército ruso en aquel callejón sin salida, en el que realizó tal
hundiéndose bajo el hielo, los hombres y los anima- exterminio, que á las diez de la noche todavía se
les devorados en un espantoso crujido, mientras que continuaba matando gente. Quedaba aún Wagram,
el dios Napoleón, que lo había naturalmente previs- en donde los austríacos, queriendo cortarnos el Da
to todo, apresuraba el desastre á cañonazos. Más nubio, reforzaban constantemente su ala izquierda
cantando en su memoria, cuando sus ojos recono-
para batir á Massena, quien, herido, dirigía sus tro-
cieron á dos soldados, destrozados, llenos de barro,
pas en coche descubierto, y Napoleón, malicioso y
semejantes á bandidos cansados de rodar por los
titánico, dejábalos obrar para de pronto hacer rom-
caminos, y oyó que pedían á la criada noticias so
per el fuego á sus cien cañones, aplastando con sus
bre la posición exacta de los regimientos acampa-
terribles disparos al centro endeble, rechazándolo
dos á lo largo del canal.
á más de una legua, mientras que la izquierda,
asustada de su aislamiento, retrocediendo delante — ¡Eh, compañeros, por aquí!.,, ¡pues si son del
de Massena victorioso, arrastra el resto del ejército séptimo cuerpo!
y realiza una devastación, cual si un dique se hu- —Y de la primera división,—contestó uno,—y se
biera roto. Y Moskowa, por último, donde el claro lo aseguro á usted; la prueba es que me encontraba
sol de Austerlitz reapareció por la postrera vez, una en Froeschwiller, donde no hacía frío, seguramen-
imponente refriega de hombres, la confusión del te... y mire usted, el compañero pertenece al pri-
número y del valor, crestas atacadas bajo el ince- mer cuerpo, y se encontraba en Wissemburgo, don
sante fuego, reductos tomados al arma blanca; con- de no era ya muy agradable la estancia.
tinuas ofensivas disputando cada pulgada de terre- Contaron su historia; arrastrados por el pánico
no, con tal encarnizamiento y bravura por la guar- y por la derrota, habían quedado muertos de can
dia rusa, que fueron precisas para alcanzar la sancio uno y otro, levemente heridos los dos, y des-
victoria las cargas furiosas de Murat, el trueno de de entonces, arrastrando sus cuerpos detrás del
trescientos cañones disparando juntos y el valor ejército, obligados á detenerse en las poblaciones,
de Ney, triunfal príncipe de la jornada. Y cualquie- agotadas las fuerzas por la fiebre, tan retrasados,
ra que fuese la batalla, las banderas flotaban con el en fin, que llegaban ahora, un poco repuestos, bus-
mismo estremecimiento glorioso, en el silencio de cando su regimiento.
la noche los mismos gritos de ¡viva Napoleón! sona Con el corazón oprimido, Mauricio, que iba á em-
ban á lo hora en que los fuegos del campamento se pezar á comer un pedazo de queso, vió que los dos
encendían sobre las posiciones conquistadas; Fran- soldados se fijaban en su plato.
cia estaba en todas partes en su casa, como con- —Oiga usted,—dijo dirigiéndose á la criada,—
quistadora que paseaba sus águilas invencibles de traiga usted queso, pan y vino .... ¡Compañeros,
un extremo á otro de Europa, no teniendo más que echaremos un trago juntos, yo convido. ¡A vuestra
poner su pie en las naciones, para hacerlas volver salud!
á la triste condición de pueblo domado. Se sentaron contentos á la mesa, y él, preocupa-
do, los miraba, notando el lamentable aspecto que
Mauricio acababa de comer su chuleta, alegre,
ofrecían aquellos dos soldados sin armas, vestidos
alegrado más que por el vino blanco que brillaba
con pantalones encamados y capotes tan rotos y
en el fondo de su copa, por tanta gloria evocada,
sucios, que parecían gitanos ó mendigos que aca- chos y había que escapar de allí. Nos batimos en
baban de ponerse trajes recogidos en algún campo un cercado, defendimos la estación en medio de
de batalla. una granizada tal, que era para volverse sordo,., y
— ¡Demonio! -r- dijo el más grande con la boca luego ya no vi más: la ciudad debió de ser tomada.
llena, — le aseguro á usted que aquello no era di- Nos hemos encontrado sobre una montaña, el Geis-
vertido; hay que haberlo visto; cuéntalo tú, Cou- sberg, como ellos dicen según creo; y allí parapeta-
tard. dos en una especie de castillo, no se puede usted
Y el otro, más pequeño, empezó la narración ha- imaginar los que hemos matado de esos cochinos:
ciendo muchos gestos y moviendo el pan. saltaban al aire y daba gusto verlos caer de nari-
—Yo estaba lavando mi camisa, mientras que ha- ces. . y ¡qué quiere usted! continuaban llegando,
cían el rancho... figúrese un agujero, un verdadero diez hombres contra uno y cañonazos hasta hartar-
embudo, rodeado de bosques á cuyo favor se habían se, el valor en aquellos momentos no servía más
acercado esos cochinos de prusianos, sin que nadie que para quedarse allí. Por último, una verdadera
lo sospechase... en aquel momento, á las siete, em- tortilla y tuvimos que largarnos;... pero ¡caramba!
piezan á caer bombas sobre nuestras ollas. ¡Demo- hay que reconocer que nuestros oficiales, como
nio! cogimos entonces nuestros fusiles y hasta las brutos, han demostrado serlo; ¿no es verdad, Picot?
once, ¡cómo hay Dios! creíamos que les atizábamos Hubo un momento de silencio. Picot, el más gran-
una paliza de las buenas... pero tiene usted que sa- de, bebió un vaso de vino blanco y, secándose con
ber que no éramos 5.000 hombres y que esos cochi- el revés de la mano, añadió:
nos continuaban llegando siempre. Yo estaba en —Ya lo creo... lo mismo ocurrió en Frceschwiller,
una ladera del monte, echado detrás de un zarzal, era preciso no tener dos dedos de frente para batir
y les veía desembocar enfrente, á la derecha, á la se en tales condiciones. Mi capitán, un hombre que
izquierda, como hormigas, hileras de hormigas ne- lo entiende, lo decía... pero lo cierto es que nadie
gras, tanto que cuando no había més, todavía vol- estaba prevenido. Todo un ejército de esos canallas
vían á salir: no es que yo lo diga, pero todos pen- se nos vino encima, cuando nosotros apenas si lie
sábamos que los jefes tenían que ser unos borricos gábamos á cuarenta mil hombres. Y nadie se figu-
para habernos metido en aquel embudo lejos délos raba que aquel día tendríamos jaleo; la batalla co
compañeros, sin venir en nuestro auxilio... más en- menzó poco á poco, sin que los jefes lo quisieran,
tonces se presenta nuestro general, el pobre gene- según parece... En resumen yo no lo he visto todo,
ral Douay, que no era tonto ni cobarde, y de buenas naturalmente, pero lo que sé es que la danza duró
á primeras recibe una pildora y cae derrumbado. todo el día y cuando se creyó que había acabado
Muerto él ya no queda nadie; no importa, nos de- volvió á empezar con más bríos... Primero en
fendemos, nos defendemos. Sin embargo, eran mu- Woerth, un pueblecito muy mono, con un campa-
nario muy bonito, que parece una estufa con los ro! hubimos de retirarnos. ¡Y guando pienso que
azulejos que le adornan. No sé para qué nos hicie- posteriormente han venido á decirnos que había-
ron dejarlo por la mañana, porque trabajamos mu- mos arrollado á los bávaros, en nuestra izquierdal
cho é inútilmente para ocuparlo de nuevo, sin con- ¡Si llegamos á ser ciento veinte mil y hubiésemos
seguirlo. ¡Vaya una carnicería, compañeros! Des- tenido bastantes cañones y jefes más listos!
pués nos zurramos de lo lindo alrededor de otro Y desesperados, violentos aún, con sus uniformes
pueblo: Elasshaussen, un nombre que tira para i hechos pedazos, blancos de polvo, Coutard y Picot,
atrás. Nos cañoneaban muy á su gusto desde lo al- j cortaban pan, tragaban grandes trozos de queso,
to de un monte que habíamos abandonado también S mientras lanzaban la pesadilla de sus recuerdos,
por la mañana. Y entonces vi, yo mismo, con mis i bajo el emparrado alegre, con sus racimos madu-
propios ojos, la carga de los coraceros. ¡Cómo se j ros, que los rayos del sol traspasaban. Ahora llega-
han hecho matar esos pobres diablos! ¡Daba lásti- 1 ban á la espantosa retirada que había sido como el
ma verlos! Pero también ¿á quién demonio se le i epilogo de aquellas batallas, los regimientos des-
ocurre lanzar la caballería sobre aquel terreno en | bandados, desmoralizados, hambrientos, huyendo á
cnesta, lleno de zarzales y cortado por fosos? Y través de los campos, en las carreteras, rodando en
luego ¿para qué? ¡De todos modos aquello era im- ) horrible confusión, hombres, carruajes, cañones, to-
ponente y daba gusto verlo! Después, parecía natu- •j do el desastre de un ejército destruido arrastrado
ral que nos largáramos de allí. El pueblo ardía co- i por el vendaval del pánico. Puesto que no habían
mo una cerilla, los bávaros, los wurtemburgue ¡ sabido replegarse prudentemente y defender el pa-
ses, los prusianos, todos, en fin, más de ciento vein- I so de los Vosgos, donde diez mil hombres hubiesen
te mil hombres, según se supo después, acabaron • podido contrarrestar á cien mil, se hubiera debido
por envolvernos... Pues en vez de largarnos, empe ¡ por lo menos hacer saltar los puentes é inutilizar
zó de nuevo la música, desde Frceschwiller. Porque | los túneles. Pero los generales se retiraban despa-
la verdad, Mac Mahon será tonto, pero lo que es ' voridos y soplaba tal tempestad de estupor, arras-
valiente, lo es. ¡Había que verle montado á caballo, j trando á la vez á vencidos y vencedores, que du-
en medio de las bombas que caían! Otro se hubiera J rante un momento los dos ejércitos se habían per-
largado al principio, pues nadie tiene la obligación | dido, como en una persecución á tientas. Mac-Ma-
de aceptar la batalla con fuerzas tan superiores; hon, huyendo hacia Luneville, mientras que el prín-
pero él, ya que la cosa había empezado, quiso ba- cipe real de Prusia le buscaba hacia el lado de los
tirse hasta no poder más. Y lo ha logrado ¡vive Vosgos. El día 7 los restos del primer cuerpo cru-
Dios! En Frce3chwiller no eran sólo hombres, sino zaban por Salerne como un río desbordado, arra-
caballos los que caían. ¡Durante dos horas los arro- sando todo lo que encontraba á su paso. El. día 8,
yos arrastraban sangre!... Después, después... ¡cla- en Sarreburgo, el quinto cuerpo caía sobre el pri-
mero, como un torrente desbordado sobre otro, hu-
con disciplina y táctica perfectas. La débil muralla
yendo también, derrotados sin haber combatido,
de nuestros siete cuerpos de ejército, diseminados
arrastrando á su jefe, el triste general De Failly,
de Metz á Strasburgo, acababa de ser destrozada
atontado porque se hacía caer sobre él la responsa-
por los tres ejércitos alemanes, con irresistible em-
bilidad de la derrota. Los días 9 y 10 la retirada
puje. Ahora nos quedábamos solos, ni Austria ni
continuaba; un sálvese el que pueda bestial, que no
Italia vendrían en nuestro auxilio; el plan del em-
dejaba mirar hacia atrás; bajo la persistente lluvia
perador había quedado destruido á causa de la len-
bajaban hacia Bayon, dejando á un lado á Nancy,
titud de las operaciones y de la incapacidad de los
á consecuencia de un falso rumor, que había anun-
jefes. Y hasta la fatalidad trabajaba en contra
ciado que esta ciudad estaba en poder del enemigo.
nuestra, acumulando los contratiempos, las coinci-
El 12 acampaba en Haroue; el 13 en Vichexey, y el
dencias lamentables, realizando el plan secreto de
14 estaban en Neufchateau, donde el ferrocarril re
los prusianos, que consistía en dividir en dos nues-
cogió aquella masa de hombres cargándolos en los
tros ejércitos, rechazando una parte bajo los mu-
trenes durante tres días, para transportarlos á Cha
ros de Metz, para aislarlo de Francia, mientras
lons. Veinticuatro horas después de la salida del úl
ellos emprendían la marcha sobre París, después
timo tren, llegaban los prusianos.
de haber aniquilado el resto. Desde luego aquello
—¡Vaya una suerte negra!—terminó diciendo Pi se comprendía matemáticamente; debíamos ser ven-
cot. —¡Ya ha habido necesidad de menear las pier- cidos por todas las causas cuyo inevitable resulta-
nas!... ¡Y á nosotros que nos habían dejado en el do se dejaba ver; era el choque del valor sin la in-
hospital! teligencia, contra el número y el sabio método.
Coutard acababa de vaciar la botella en su vaso Aunque se disputase después con ahinco, la derro-
y en el de su compañero. ta, á pesar de todo, era inevitable, como la ley de
—Sí, hemos corrido de veras y todavía corre- las fuerzas que rigen en el mundo.
mos... pero ahora estamos mejor, puesto que pode- De pronto Mauricio levantó los ojos como soñan-
mos echar un trago á la salud de los que no han do y volvió á leer allí, delante de sí, la frase ¡Viva
muerto. Napoleón! escrita con carbón sobre la pared ama-
Mauricio comprendió entonces la situación. Des rillenta. Y sufrió una sensación de inevitable mal-
pués de la sorpresa estúpida de Wisemburgo, la estar, una punzada cuya quemadura le agujereaba
derrota de Frceschwiller era el golpe final que mos el corazón. ¡Era pues verdad que Francia, la de las
traba en toda su horrible desnudez la terrible ver- victorias legendarias, la que se había paseado con
dad. No estábamos preparados, no teníamos caño- sus banderas por toda Europa, acababa de ser arro-
nes, ni hombres, ni generales; y el enemigo, tan llada al primer encuentro por un pueblo desprecia
despreciado, aparecía fuerte y sólido, numeroso, Desastre —Tomo 1—6
una mosca que había cogido al vuelo; se alegraba,
do! Cincuenta años habían sido suficientes, el mun-
hablaba fuerte, creyendo con toda su inocencia en
do había cambiado, la derrota horrible aniquilaba
aquel plan tan bien concebido, con aquella fe que
á los eternos vencedores y recordaba todo lo que
tenía en el valor invencible. Cariñosamente indicó
Weiss, su cuñado, había dicho durante aquella no-
á los soldados el sitio exacto donde se encontraba
che de alerta, delante de Mulhouse. Sí, él solo, en
su regimiento y después, feliz y satisfecho, con un
aquella noche, veía claro, adivinaba las causas len-
cigarro en la boca, se sentó delante de su taza de
tas y ocultas de nuestra debilidad, sentía el aire de
café.
fuerza y de juventud que soplaba de Alemania.
—El gusto ha sido mío, compañeros,—contestó
¿Por ventura no significaba aquello una edad gue-
Mauricio á Coutard y Picot, que se marchaban dán-
rrera que doncluía y otra que comenzaba? ¡Desgra
dole gracias por aquel convite.
ciado del que se detiene en el esfuerzo continuo de
También se había hecho llevar una taza de café
las naciones, la victoria es para los que van á la
y miraba al teniente contagiado por su alegría,
vanguardia, para los más sabios, para los sanos, pa
aunque sorprendido por aquello de los trescientos
ra los más fuertes!
mil hombres cuando no eran más que unos cien mil,
En aquel momento se oyeron las carcajadas de y más aún, de la extraña manera de aplastar á los
la criada. Era el teniente Rochas, que, en la vieja y prusianos entre el ejército de Chalons y el de Metz.
humeante cocina, sostenía interesante palique con ¡Sentía tal necesidad de ilusión!
la linda muchacha. ¿Por qué no había de confiar aún, cuando el glo-
Se presentó bajo el emparrado, donde se hizo ser- rioso pasado no se apartaba de su memoria? ¡La ta-
vir una taza de café y como había oído las últimas berna estaba tan alegre con su emparrado, del que
palabras de Coutard y Picot, intervino alegremen- colgaban los racimos de uvas dorados por el sol!
te en la conversación: Volvió á tener una hora de confianza, á pesar de
—¡No os apuréis, muchachos, eso no es nada! Es la inmensa tristeza que se había apoderado de su
el principio del baile y vais á ver como nos toma- ánimo...
mos el desquite. Claro, hasta ahora han sido cinco Mauricio había seguido con la vista á un oficial
contra uno. Pero ahora todo va á cambiar, yo os lo de cazadores de Africa que iba acompañado de un
aseguro, pues ya somos trescientos mil hombres. ordenanza que acababan de desaparecer en aquel
Todos los movimientos que hacemos y que no se momento al trote largo, en el ángulo de la silencio-
comprenden, es para atraer á los prusianos sobre sa casa ocupada por el emperador. Después, al
nosotros, mientras Bazaine que los vigila, los coge- aparecer el ordenanza, solo, con los dos caballos, á
rá por retaguardia... entonces... ¡zás! los aplastamos la puerta de la taberna, lanzó un grito de sorpresa.
como á esta mosca.
Y de una palmada aplastó entre sus dos manos
—¿Diga usted, muchacho, dónde estaba usted allá?
—¡Próspero!... ¡yo que le creía á usted allá en —En Medeah, mi teniente.
Metz! ¡Medeah! y hablaron con cierta franquesa á pesar
Era un hombre de Remilly, un mozo de labranza, de la jerarquía. Próspero se había acostumbrado á
que había conocido siendo niño, cuando iba á pasar aquella vida de continua alerta, siempre á caballo,
las vacaciones en casa del tío Fouchard; había caí- saliendo á campaña como quien va de caza á dar
do quinto y se encontraba en Africa hacía tres una batida á los árabes. Tenían una sola marmita
años; cuando estalló la guerra, y tenía buena plan- para seis hombres, para cada tribu; y cada tribu
ta con la chaqueta azul claro, el amplio pantalón era una familia; uno guisaba; otro lavaba la ropa,
encarnado con ancha franja azul, con su cara larga los otros instalaban la tienda de campaña, cuida-
seca y sus brazos ágiles y fuertes. ban los caballos y limpiaban las armas.
—¡Vaya un encuentro, señor Mauricio! Cabalgaban por la mañana y á la caída de la tar-
Pero no se daba prisa; llevaba á la cuadra los de, cargados con muchos paquetes, abrumados por
caballos cubiertos de espuma, echando al suyo una un sol de plomo.
ojeada de cariño. Era el amor al caballo innato en Por la noche se encendían grandes hogueras pa-
él sin duda, que desde niño había demostrado y que ra ahuyentar los mosquitos, y alrededor de ellas
le había hecho elegir el arma de caballería cuando cantaban canciones del país. A menudo, en la no -
fué al servicio. che clara, débilmente alumbrada por las estrellas,
—Es que llegamos de Monthois, más de diez le- tenían que levantarse para poner paz entre jos ca-
guas de un tirón,—dijo cuando volvió,—y Céfiro ballos, los cuales, azotados por el viento cálido, se
tomará un bocado de buena gana, mordían y arrancaban los piquetes, relinchando fu-
Céfiro era su caballo; él no quiso comer; pero riosamente. Después se tomaba el café, el delicioso
aceptó el café. Aguardaba á su oficial, quien á su café, que se molía en el fondo de una marmita y
vez aguardaba al emperador. Y aquello podía ser que filtraban á través de una faja roja del unifor-
cosa de cinco minutos, como podía durar dos ho- me. Pero también había días malos, lejos de todo
ras. El oficial, en vista de esto, le había dado or- punto habitado, enfrente del enemigo. Entonces se
den de llevar los caballos á la cuadra, Y como Mau- habían acabado las hogueras, los cantos y la ale-
ricio tratara de averiguar á qué había venido, con- gría, sufrían á veces horriblemente por no poder
testó: dormir, comer ni beber. ¡Pero qué importaba! Aque-
—No sé... algún encargo tal vez.,, algún parte lla vida les agradaba, aquella existencia de aven-
que entregar. turas, de escaramuzas, tan apropiada para el brillo
Pero Rochas miraba emocionado al cazador, cu- del valor personal, entretenida como la conquista
yo uniforme le traía á la memoria el recuerdo de de una isla salvaje, amenizada por las razzias, el
Africa.
ejército de Chalons. Su regimiento, otros dos de ca-
robo en grande y por el merodeo, que toleraban loa
zadores de Francia y uno de húsares, formaban,
generales.
una de las divisiones de la caballería de reserva;
—¡A!—dijo Próspero,—aquí no es como allí, aquí
la 1.» división que mandaba el general Margueritte,
se baten de otro modo.
del que hablaba con cariño entusiasta.
Y con motivo de una pregunta que le dirigió —¡Ah! ¡vaya un hombre! Mas ¿para qué sirve,
Mauricio, contó su desembarco en Tolón, el largo y puesto que no han hecho más que hacernos correr
penoso viaje hasta Luneville. Allí supieron lo que de un lado para otro?
había ocurrido en Wissemburgo y en Froeschviller.
Hubo un momento de silencio. Después Mauricio
Después ya no recordaba, confundía las poblacio-
habló de Remilly, del tío Fouchard, y Próspero no
nes; de Nancy á San Mihiel, de San Mihiel á Metz.
podría dar un apretón de manos á Honorato, el sar-
El 14 debía haber habido una gran batalla, el ho-
gento de artillería cuya batería debía acampar á
rizonte era de color de fuego, pero él no había vis-
una legua de allí, al otro lado del camino de Laon.
to más que cuatro huíanos detrás de unos arbustos.
Pero el ruido que produjeron los caballos, hizo que
El 16 se habían batido nuevamente; el cañoneo em-
se levantara, y desapareció para ver si á Céfiro le
pezó á las seis de la mañana y le habían dicho que
faltaba algo. Poco á poco, soldados de todas clases
el 18 el jaleo volvió á empezar más terrible aún.
y de todos grados fueron entrando en la taberna,
Pero los cazadores de Africa no estaban allí, por-
en aquella hora tan á propósito para tomar el cafó
pue el 16, en Gravelotte, cuando ya estaban dis-
y la copita. No quedaba libre ni una mesa: aquella
puestos para entrar en combate, á lo largo de un
variedad multicolor de los uniformes, mezclada con
camino, el emperador, que pasaba en coche, los to-
el verde de los pámpanos, daba al cuadro muy ale-
mó al paso, para que le escoltaran hasta Verdun.
gre aspecto. El comandante Bouroche acababa de
Un buen paseo, cuarenta y dos kilómetros al galo-
sentarse cerca de Rochas, cuando se presentó Juan
pe, con el temor de verse cortados por los prusia-
llevando una orden.
nos á cada momento.
—Mi teniente, el capitán le aguarda á las tres,
—¿Y Bazaine?—preguntó Rochas. para actos del servicio.
—¡Bazaine! dicen que está satisfecho de que le
Con un movimiento de cabeza dijo Rochas que
haya dejado en paz el emperador.
sería puntual, y Juan, que no se marchó en segui-
Pero el teniente quería saber si Bazaine llegaba.
da, se sonrió al ver á Mauricio, que en aquel mo-
Y Próspero hizo un gesto que nada quería decir;
mento encendía un cigarrillo. Desde la escena del
¡quién sabe! Ellos, desde el 16 habían empleado el
wagón, entre los dos hombres había una tregua que
tiempo en marchas y contramarchas, molestados
parecía necesitaban para estudiarse recíprocamen-
por la lluvia, en reconocimientos, en grandes guar-
t e * SIDAD^ HUEVOLES
dias, sin ver al enemigo. Ahora formaban parte del

"ALFONSO í M e * "
»•«•.IMS MONTERREY, WEXK5G
te, pero cada día iba desapareciendo el odio entre —[Hombre al agua!
ellos. Juan, comprendiéndolo así, hizo un movimiento
Próspero salió de la cuadra impaciente. de cabeza. ¡Qué mala suerte para un ejército tener
—Yo voy á comer, si mi jefe no sale... un jefe así! Y diez minutos más tarde, después de
Puede que al emperador no le dé gana de volver haber dado un apretón de manos á Próspero, cuan-
hasta la noche. do Mauricio, contento con el buen almuerzo que
—Diga usted,—preguntó Mauricio, cuya curiosi- había hecho, se fué de paseo á fumar algunos ciga-
dad aumentaba,—¿tal vez traigan ustedes noticias rros, llevaba consigo la imagen de aquel empera-
de Bazaine? dor tan pálido, tan descolorido, pasando al trote de
—Tal vez, se hablaba de eso en Monthois. su caballo. Era el conspirador, el soñador á quien
Mas se produjo un brusco movimiento. Y Juan, faltaba la energía en el momento de la acción. De-
que se había quedado cerca de la puerta, se volvió cían que era muy bueno, muy capaz de abrigar un
diciendo: generoso pensamiento, y muy tenaz, como hombre
—¡El emperadorl callado; y era también muy valiente, despreciando
Todos se pusieron de pie. Entre los álamos, por el peligro como un fatalista dispuesto á arrostrar el
la carretera blanca, un pelotón de cien guardias destino. Pero en las grandes crisis, paralizado de-
aparecía, con un lujo de uniformes correcto aún y lante de los hechos consumados, é incapaz de obrar
resplandeciente con el sol que doraba sus corazas. en aquellos momentos si la fortuna le era adversa.
Después seguía el emperador á caballo, en un Y Mauricio se preguntaba si aquello no era un es-
ancho espacio libre, acompañado de su Estado Ma- tado fisiológico especial, agravado por los padeci-
yor, al que seguía un segundo pelotón de guardias. mientos, si la enfermedad de que se quejaba el em-
Las cabezas se habían descubierto; se oyeron al- perador no era la causa de aquella indecisión, de
gunas aclamaciones. Y el emperador, al pasar, le- aquella incapacidad de que venía dando pruebas
vantó la cabeza, muy pálido, con la cara estirada, desde el comienzo de la guerra. Eso lo hubiera
los ojos vacilantes, como si estuvieran turbios y aclarado todo. Unas arenillas en la carne de un
llenos de agua. Pareció despertar de un sueño, se hombre, y los imperios se vienen abajo.
sonrió un poco al ver aquella taberna tan alegre. Por la noche, en el campamento, después de la
Entonces Juan y Mauricio oyeron detrás de sí á lista, reinó mucha agitación; los oficiales andaban
Bouroche, que murmuraba después de haber exa- de un lado para otro transmitiendo órdenes, arre-
minado detenidamente al emperador: glando las cosas para emprender la marcha al día
—¡Vaya una mala pinta que tiene! siguiente á las cinco.
Después, con una sola frase expresó su diagnós- Y fué causa de gran sorpresa para Mauricio, el
tico: comprender que todo había vuelto á cambiar de
nuevo; ya no se replegaban sobre París, ibaná Y en aquella calma, que aplanaba á causa del
marchar sobre Yerdun al encuentro de Bazaine. mismo silencio, se sentía la lenta respiración de los
Circulaba el rumor de que había llegado durante cien mil hombres que allí se hallaban acostados.
el día un telegrama de este último, anunciando que Entonces se aplacaron las angustias que atormen-
operaba un movimiento de retirada, y el joven re- taban á Mauricio, el espíritu de fraternidad que le
cordó á Próspero y al oficial de cazadores, que ha- inspiraban aquellos cien mil hombres dormidos,
bían venido de Monthois tal vez para traer una co- llenaba su corazón de cariño, pensando que mu-
pia del despacho. chos de ellos dormirían muy pronto el sueño eter-
Eran, pues, la emperatriz regente y el consejo de no de la muerte. ¡Pobres gentes! No estaban muy
ministros quienes triunfaban sobre las continuas disciplinados, robaban y bebían. ¡Pero cuánto ha-
dudas del mariscal Mac Mahon, con el espanto que bían sufrido ya y cuántas excusas para sus faltas
les causaba el regreso del emperador á París, en en el desquiciamiento de la nación entera!
su deseo de empujar al ejército hacia adelante, Los veteranos gloriosos de Sebastopol y de Sol-
para intentar el salvamento supremo de la dinas- ferino, eran ya lo menos, mezclados con tropas de-
tía. Y este emperador desgraciado, ese infeliz que masiado jóvenes para resistir mucho tiempo. Aque-
no tenía ya un puesto en su imperio, iba á ser lie llos cuatro cuerpos de ejército, formados á la ca-
vado como un bulto inútil y molesto, entre los ba rrera sin lazos sólidos entre sí, componían el ejér-
gajes de sus tropas; condenado á arrastrar detrás cito de la desesperación, el rebaño, la víctima
de él, la ironía de su casa imperial, sus cien guar- expiatoria que se enviaba al sacrificio, para inten
dias, sus coches, sus caballos, sus cocinas, sus fur tar aplacar la cólera del destino. Iba á subir al
gones con vajilla de plata y vino de Champagne, Calvario hasta lo último, pagando las faltas de to-
toda la pompa de su manto imperial sembrado de dos con rojas oleadas de su sangre, engrandecida
abejas, barriendo la sangre y el lodo en los cami- con el horror mismo del desastre.
nos, seguido por la derrota. Y Mauricio en aquel instante, en la obscuridad
A media noche Mauricio aun no había podido de que se sentía rodeado, tuvo conciencia de su de-
dormir. Un insomnio febril, acompañado de pesadi- ber. No se hacia la ilusión de ganar batallas legen-
llas, le hacía dar continuas vueltas dentro de la darias. Aquella marcha sobre Verdun, era una
tienda de campaña. Tuvo que salir fuera y al res- marcha á la muerte, y la aceptaba con resignación,
pirar el aire fresco sintió alivio. El cielo estaba con entereza, puesto que era preciso morir.
cubierto de nubarrones, la noche era muy obscura
y triste en medio de aquellas tinieblas, que las úl-j IV
timas hogueras, que iban apagándose lentamente, El 23 de Agosto, un martes, á las seis de la ma-
alumbraban cual si fueran estrellas. ñana, se levantó el campamento. Los cien mil hom-
nuevo; ya no se replegaban sobre París, ibaná Y en aquella calma, que aplanaba á causa del
marchar sobre Yerdun al encuentro de Bazaine. mismo silencio, se sentía la lenta respiración de los
Circulaba el rumor de que había llegado durante cien mil hombres que allí se hallaban acostados.
el día un telegrama de este último, anunciando que Entonces se aplacaron las angustias que atormen-
operaba un movimiento de retirada, y el joven re- taban á Mauricio, el espíritu de fraternidad que le
cordó á Próspero y al oficial de cazadores, que ha- inspiraban aquellos cien mil hombres dormidos,
bían venido de Monthois tal vez para traer una co- llenaba su corazón de cariño, pensando que mu-
pia del despacho. chos de ellos dormirían muy pronto el sueño eter-
Eran, pues, la emperatriz regente y el consejo de no de la muerte. ¡Pobres gentes! No estaban muy
ministros quienes triunfaban sobre las continuas disciplinados, robaban y bebían. ¡Pero cuánto ha-
dudas del mariscal Mac Mahon, con el espanto que bían sufrido ya y cuántas excusas para sus faltas
les causaba el regreso del emperador á París, en en el desquiciamiento de la nación entera!
su deseo de empujar al ejército hacia adelante, Los veteranos gloriosos de Sebastopol y de Sol-
para intentar el salvamento supremo de la dinas- ferino, eran ya lo menos, mezclados con tropas de-
tía. Y este emperador desgraciado, ese infeliz que masiado jóvenes para resistir mucho tiempo. Aque-
no tenía ya un puesto en su imperio, iba á ser lle- llos cuatro cuerpos de ejército, formados á la ca-
vado como un bulto inútil y molesto, entre los ba rrera sin lazos sólidos entre sí, componían el ejér-
gajes de sus tropas; condenado á arrastrar detrás cito de la desesperación, el rebaño, la víctima
de él, la ironía de su casa imperial, sus cien guar- expiatoria que se enviaba al sacrificio, para inten
dias, sus coches, sus caballos, sus cocinas, sus fur tar aplacar la cólera del destino. Iba á subir al
gones con vajilla de plata y vino de Champagne, Calvario hasta lo último, pagando las faltas de to-
toda la pompa de su manto imperial sembrado de dos con rojas oleadas de su sangre, engrandecida
abejas, barriendo la sangre y el lodo en los cami- con el horror mismo del desastre.
nos, seguido por la derrota. Y Mauricio en aquel instante, en la obscuridad
A media noche Mauricio aun no había podido de que se sentía rodeado, tuvo conciencia de su de-
dormir. Un insomnio febril, acompañado de pesadi- ber. No se hacía la ilusión de ganar batallas legen-
llas, le hacía dar continuas vueltas dentro de la darias. Aquella marcha sobre Verdun, era una
tienda de campaña. Tuvo que salir fuera y al res- marcha á la muerte, y la aceptaba con resignación,
pirar el aire fresco sintió alivio. El cielo estaba con entereza, puesto que era preciso morir.
cubierto de nubarrones, la noche era muy obscura
y triste en medio de aquellas tinieblas, que las úl-j IV
timas hogueras, que iban apagándose lentamente, El 23 de Agosto, un martes, á las seis de la ma-
alumbraban cual si fueran estrellas. ñana, se levantó el campamento. Los cien mil hom-
bres del ejército de Chalons se estremecieron, des-
filaron pronto, manando como un inmenso arroyo, con el arma al brazo, en las tierras de labor, á que
como un río de hombres, convertido durante un el camino se despejase. Y lo peor fué que estalló
momento en extenso lago, y á pesar de los rumores una tormenta diez minutos después de la salida,
que habían circulado la víspera, se sintieron todos cayendo un verdadero diluvio durante más de una
sorprendidos cuando advirtieron que en vez de con- hora sobre las tropas, calando á los hombres hasta
tinuar la retirada se volvía la espalda á París, los huesos y aumentando el peso de sus capotes y
marchando allá, al Este, hacia lo desconocido. mochilas. El 106°, sin embargo, había podido po-
A las cinco de la mañana el séptimo cuerpo de nerse en marcha, al cesar la lluvia, mientras que
ejército no tenía aún cartuchos. Desde hacía dos en un campo vecino, los zuavos, obligados á aguar-
días los artilleros se multiplicaban para desembar- dar aún, se entretenían tirándose bolas de barro
car los caballos y el material en la estación, ates- que, al salpicar sobre los uniformes, hacían esta-
tada de provisiones que refluían de Metz. A última llar la risa.
hora fueron hallados los vagones cargados de car En seguida, reapareció el sol, un sol espléndido,
tuchos en medio de la confusión de trenes que rei- en la calurosa mañana de Agosto. Y la alegría vol-
naba, siendo necesario que una compañía, de la vió á apoderarse de las tropas. Los hombres hu-
que Juan formaba parte, fuese á buscar doscientos meaban como una legía; muy pronto se secaron,
cuarenta mil, transportándolos en carros embarga- pareciéndose á perros que salían de tomar un ba-
dos á toda prisa. ño, burlándose unos de otros, á consecuencia del
Juan distribuyó los cien cartuchos reglamenta- barro que llevaban en sus pantalones.
rios á cada uno de los hombres de su escuadra, en En cada encrucijada había que detenerse toda-
el momento mismo en que Gaude, el corneta de la vía, Al final de uno de los arrabales de Reims se
compañía, tocaba á marchar. efectuó la última parada, delante de una tienda de
El 106° no debía atravesar por Reims; la orden vinos que hacía su agosto.
de marcha señalaba que debía dar un rodeo á la Entonces se le ocurrió á Mauricio convidar á la
ciudad, para coger después el camino de Chalons. escuadra.
Pero esta vez también se habían olvidado de esca- —Si permite usted, cabo...
lonar las horas de salida, de suerte que los cuatro Juan, después de un momento de duda, aceptó
cuerpos de ejército que habían salido á la. vez, se una copa. Allí estaban Loubet y Chouteau, éste úl-
encontraron á la entrada del camino, produciéndo- timo respetuosamente callado, desde que el cabo
se gran confusión. La artillería y la caballería cor- se le había impuesto; y se encontraban también
taban á cada paso las líneas de infantería. Brigadas Pache y Lapoulle, dos buenos muchachos cuando
enteras tuvieron que aguardar durante una hora, no les contagiaban los malos ejemplos.
—jA su salud, cabo!—dijo Chouteau con voz de Como la escuadra se encontraba casi á la cabeza
apóstol. del regimier 11 veía de lejos al coronel señor Vi-
—¡A la vuestra! ¡Y que cada cual procure volver neuil,cuyo aspecto sombrío, el cuerpo derecho, me-
con la cabeza y con los pies sanos!—replicó Juan cido al paso del caballo, le chocaba. Se habla en-
con mucha finura en medio de la aprobación ge- viado la música á retaguardia, con las cantinas del
neral. regimiento. Después, acompañando la división, ve-
Pero ya empezaba de nuevo la marcha: el capi- nían las ambulancias,, el tren de equipajes, al que
tán Beaudoin se había acercado, dispuesto á casti- seguía la impedimenta del cuerpo entero, un in-
garlos, mientras que el teniente Rochas volvía la menso convoy de carros cargados de forraje, fur-
cabeza indulgente. El desfile por la carretera de gones cerrados con las provisiones, un desfile de
Chalons había comenzado: una cinta blanca, bor- carruajes de todas clases, que ocupaba cinco kiló-
deada por árboles, recta en la inmensa llanura por metros y del que se veía en los recodos del camino
entre rastrojos, viéndose aquí y allá grandes pilas la interminable cola.
de haces y molinos que movían sus aspas. Más al Por último, detrás de los carros cerraban la co-
Norte, las hileras de postes del telégrafo señalaban lumna algunos rebaños, una desbandada de bueyes
otros caminos, donde se veían líneas obscuras que que marchaban envueltos en una oleada de polvo,
indicaban otros regimientos en marcha. Muchos hostigada á latigazos.
cortaban á campo traviesa en masas profundas. No obstante, Lapoulle, de vez en cuando se subía
Una brigada de caballería por delante, á la izquier- la mochila moviendo los hombros. Con el pretexto
da, trotaba deslumbrante bajo el sol. Y todo el ho- de que era él el que tenía más fuerza, le cargaban
rizonte desierto, vacío, triste y sin límites, se ani- con los artefactos de la escuadra, la olla y la can-
maba, se repoblaba con aquellos ríos de hombres, timplora para el agua. Y esta vez le habían carga-
que se desbordaban por todas partes, inagotables do hasta con la pala de la compañía, haciéndole
cual gigantesco hormiguero. creer que aquello era un honor. No se quejaba y se
A eso de las nueve, el 106° abandonó el camino reía de una canción con la que Loubet, el tenor de
de Chalons para tomar á la izquierda el de Suippe, la escuadra, trataba de distraer la monotonía de la
otra cinta recta que se perdía á lo lejos. Marcha- marcha. Loubet tenía una mochila muy célebre,
ban en dos filas espaciadas, dejando libre el centro en la que se encontraba de todo: ropa, zapatos de
del camino. Los oficiales marchaban por el centro recambio, mercería, cepillos, chocolate, un cubier-
solos, muy á gusto, y Mauricio había notado que to, un vaso de hojalata y de los víveres reglamen-
estaban muy preocupados, contrastando su aspecto tarios, galletas, café, y además de tener los cartu-
con el que ofrecían los soldados, alegres y conten- chos y sobre la mochila la manta, la tienda de cam-
tos, como chicos, de haber emprendido la marcha.
las crestas de los cerros lejanos enlutando el cielo,
pafia y las estacas, todo aquello le parecía ligero;
el ejército que marchaba por la gran llanura tris-
de tal modo sabía arreglarlo todo.
te, habíase tornado en silencioso al sentir la opre-
—|Vaya un país!—decía de vez en cuando, echan-
sión producida por aquel espectáculo. Sólo se oía
do una mirada de desprecio sobre aquellas llanuras
en aquella mañana, en que el sol brillaba espléndi-
tristes de la miserable Champagne.
do, la cadencia de los pasos, mientras que las cabe-
Las vastas planicies de tierra caliza, se sucedían
zas se volvían siempre para ver la humareda que
hasta perderse allá en lontananza. Ni un cortijo,
iba en aumento, cuya vista siguió la columna toda-
ni un alma, nada más que bandadas de cuervos que
vía durante una legua más.
manchaban con una nota negra la inmensidad gris
La alegría volvió á reinar en la gran parada, en
del horizonte. A la izquierda, muy lejos, bosques
el rastrojo donde los soldados pudieron sentarse
de pinos de un verde sombrío, coronaban las sua
sobre sus mochilas para tomar un bocado. Las ga-
ves ondulaciones que cerraban el horizonte, mien-
lletas cuadradas servían para hacer la sopa, y las
tras que á la derecha se adivinaba el curso del rio
pequeñas, redondas, las comían como bocado ex-
Vesle que señalaba una línea de árboles. Y allí,
quisito, sólo tenían el defecto de dar durante el día
detrás de los montecillos, á más de una legua de
sed. Invitado por sus compañeros, Pache entonó
distancia se veía subir una humareda enorme, cu
un cántico cuyo estribillo cantaron á coro todos los
yos nubarrones acababan por cubrir el horizonte,
de la escuadra. Juan, el cabo, bonachón como siem-
como si fueran producto de un voraz incendio.
pre, se sonreía y los dejaba en libertad, mientras
—¿Qué es lo que se quema por allí?—pregunta-
que Mauricio volvía á sentir confianza al ver el en-
ron algunos.
tusiasmo de todos, el orden y la alegría que reina-
Bien pronto se supo lo que era. El campamento
ba durante aquella primera jornada en marcha.
de Chalons que ardía dos días antes, según decían,
El resto de la etapa se recorrió en la misma for-
por orden del emperador, para salvar de manos de
ma, animados todos del mejor espíritu. Sin embar-
los prusianos las riquezas allí acumuladas. La ca
go, los ocho últimos kilómetros parecieron un poco
ballería de retaguardia fué la encargada de incen-
pesados. Se acababa de dejar á la derecha la aldea
diar un gran barracón, llamado el almacén amari-
de Prosnes, y se abandonó la carretera para acor-
llo, lleno de tiendas de campaña, de estacas y de
tar por terrenos incultos, landas arenosas, planta-
esteras y el almacén nuevo, donde había amonto
das de bosquecillos de pinos; y la división entera,
nados zapatos, marmitas, mantas, capaz para equi
seguida del interminable convoy, daba vueltas por
par á más de cien mil hombres. Las pilas de paja
aquellos bosques, hundiéndose en la arena. El de-
y de heno seco, ardían también como antorchas gi
sierto iba ensanchándose todavía; sólo encontraron
gantescas. Y ante aquel espectáculo, delante de
Desastre—Tomo l—l
aquellos remolinos lívidos que se desbordaban por
un rebaño entero de ovejas, custodiado por un pe- Quiso enviar á Mauricio á buscar agua, con una
rro negro muy grande. gran cantimplora. Pero éste, que se había sentado,
Por último, á las cuatro, el 106o se detuvo en se descalzaba para mirar su pie derecho.
Dontrien, una aldea que se hallaba en las márge- —iCaramba! ¿Qué tiene usted ahí?
nes del Suippe, un pequeño río que corre por entre —Es el contrafuerte que me ha herido en el ta-
bosques de árboles; la vetusta iglesia está en medio lón, los otros zapatos estaban rotos y he tenido que
del cementerio, que un castaño inmenso cubre con comprar estos en Reims, sólo que debiera haberlos
su sombra. En la margen izquierda, en un prado comprado más grandes.
en cuesta, el regimiento colocó sus tiendas de cam- Juan se puso de rodillas y se acercó al pie de
paña. Los oficiales decían que los cuatro cuerpos Mauricio examinándole con precaución, como si
de ejército iban á acampar aquella noche en la li- fuese el de un niño, meneando la cabeza.
nea del Suippe, desde Auberive á Heutregiville, —Hay que tener cuidado,—dijo.—Un soldado que
pasando por Dontrien, Bethiniville y Pont Faver no tiene pies no sirve para nada. Mi capitán, en
ger, una línea que se extendía cerca de cinco leguas. Italia, decía siempre que se ganaban las batallas
En seguida tocó Gaude á provisiones, y Juan con las piernas.
tuvo que echar á correr, porque el cabo era el gran Juan ordenó á Pache fuera á buscar agua. El río
abastecedor, siempre alerta. Se había llevado con- se hallaba cerca, á unos cincuenta metros. Loubet
sigo á Lapoulle, y volvieron al cabo de media hora mientras tanto había encendido la lumbre y pudo
con un trozo de carne y un haz de leña. Se habían instalar en un agujero, la marmita grande llena de
degollado bajo un árbol tres bueyes de los que se- agua en la que sumergió la carne, cuidadosamente
guían á la columna. Lapoulle tuvo que volver á atada.Entonces se pusieron á observar cómo se ha-
buscar el pan, que se estaba cociendo en Dontrien, cía el rancho. La escuadra entera, libré de servicio,
en los hornos del pueblo. Aquel fué el primer día se echó sobre la hierba alrededor del fuego, en fa-
en que hubo de todo en abundancia, excepto vino milia, contemplando aquella carne que cocía; mien-
y tabaco, de los que nunca probaron las tropas du- tras que Loubet, grave y serio, removía la marmi-
rante toda la campaña. ta con su cuchara. Como los niños y los salvajes, no
Al regresar Juan, encontró á Chouteau ocupado tenían más preocupación que la de comer y dor-
en plantar la tienda de campaña auxiliado por Pa- mir; en aquella carrera se las arreglaban bien, bajo
che. Los miró durante algún tiempo como soldado el mando de Juan. Mauricio, complaciente, leyó las
experimentado, burlándose de lo que hacían. noticias más interesantes, mientras que Pache, el
—La suerte es que esta noche parece que va á sastre de la escuadra, le remendaba su capote, y
ser buena, porque sino el viento nos llevaría la ca- Lapoulle le limpiaba sus armas. Primero se trata
sa. Tendré que enseñaros para otra vez. ba de una gran victoria de Bazaine que había arro
liado á los prusianos en las canteras de Jaumont; y una sopa que embalsamaba el aire, que olía á zana-
aquel cuento imaginario estaba rodeado de circuns- horia y á puerros, algo suave para el estómago,
tancias dramáticas, hombres y caballos aplastán- como si fuese terciopelo. Las cucharas no paraban.
dose contra las rocas, un completo aniquilamiento, Después, Juan, que repartía las raciones, tuvo que
tanto, que se habían enterrado trozos de cadáveres. distribuir la carne, con la más estricta justicia,por-
Después venían multitud de detalles sobre el desas- que todos miraban con ansia, y con seguridad se
troso estado en que se encontraban los ejércitos hubiese armado camorra si el pedazo de carne que
alemanes, desde que habían invadido Francia; los correspondía á uno hubiese sido más pequeño que
soldados mal alimentados, con mal equipo, desmo- el que le tocaba á otro. No quedó ni una migaja.
ralizados, morían como chinches, á lo largo de los —¡Vamos!—dijo Chouteau, mientras se echaba al
caminos, atacados por enfermedades horribles.Otro suelo,—la verdad es que vale más esta comida que
artículo decía que el rey de Prusia tenía disente- recibir una tanda de palos.
ría y que Bismarck se había roto las piernas al sal- Y Mauricio, que se había hartado, estaba muy
tar por la ventana de una posada, donde había es- satisfecho, sin acordarse de la herida que tenía en
tado á punto de caer en manos de los zuavos. ¡Bueno el pie, pues con el descanso se le había calmado el
va! Lapoulle se reía á carcajadas, mientras Chou- escozor. Ahora aceptaba de buena gana aquella
teau y los demás, sin poner en duda lo que el pe- compañía un tanto soez, hallando buena la igual-
riódico decía, hablaban de recoger prusianos en los dad ante las mismas necesidades y los mismos pa-
campos, como si fueran palominos atontados. Y to- decimientos. Aquella noche durmió profundamente,
dos celebraban con grandes risas el susto que ha- con el mismo sueño pesado de sus cinco compañe-
bían dado á Bismarck. ¡Ah! los zuavos y los turcos, ros de tienda de campaña; todos juntos, calentán-
¡vaya unos valientes! Circulaban toda clase de dose con sus cuerpos, pues Lapoulle, á indicación
leyendas; Alemania temblaba y se incomodaba, di- de Loubet, habia traído abundante paja, sobre la
ciendo que era indigno de toda nación civilizada cual se acostaron y roncaron como unos bienaven-
emplear en su defensa salvajes como esos. Aunque turados. Y en aquella noche clara, desde Auberive
diezmados ya en Frceschwiller, parecían aún ha- y Heutrégiville,á lo largo de las márgenes del Suip-
llarse intactos y ser invencibles. pe, que se deslizaba lentamente por entre los sau-
Dieron las seis en el pequeño campanario de ces, las hogueras de los cien mil hombres que des-
Dontrein y Loubet gritó: cansaban, iluminaban las cinco leguas de la llanu-
—¡A comer! ra. Al salir el sol, hicieron el café moliendo los
La escuadra formó silenciosamente la rueda. A granos en una marmita con la culata del fusil y
última hora. Loubet había encontrado legumbres echáronlos después en agua caliente. Aquella ma-
en casa de un aldeano: El banquete era completo: ñana la salida del sol fué de una magnificencia re
gia, en medio de grandes nubes de púrpura y oro, otro pueblo, San Esteban, donde los soldados pu-
mas el mismo Mauricio no se fijaba ya en aquellos dieron encontrar tabaco. El 7.° cuerpo se había di-
cuadros que ofrecían el horizonte y el cielo, y Juan vidido en varias columnas; el 106° marchaba solo,
únicamente, como hombre del campo, miraba con no teniendo detrás de si más que un batallón de
aire inquieto el alba rojiza, que anunciaba la llu- cazadores y la artillería de reserva; Mauricio en
via. Así es que antes de emprender la caminata, y todos los recodos del camino echaba la vista hacia
como acabasen de recibir las raciones de pan, re- atrás, para volver á ver al inmenso convoy que
prendió con dureza á Loubet y á Pache, porque las tanto le había entusiasmado la víspera; los rebaños
habían colocado encima de las mochilas. Las tien- habían desaparecido, y no quedaban más que ca-
das se habían doblado ya, todo estaba recogido y ñones rodando por aquellas llanuras, parecidos á
nadie le hizo caso. Dieron las seis en todos los cam- langostas sombrías.
panarios de las aldeas vecinas, cuando el ejército Pero, después de San Esteban, el camino se hizo
entero se puso en movimiento, emprendiendo de insoportable, un camino que subía por ondulacio-
nuevo la marcha hacia adelante, con buenos áni- nes lentas, en medio de los vastos campos estériles,
mos, para aquella jornada. en los cuales solo crecían los eternos bosques de
El 106°, para coger el camino de Reims á Vou- pinos, cuyo verde obscuro resaltaba tristemente en
ziers, tomó por atajos y atravesó por llanuras de aquellas sierras tan blancas. Todavía no habían
rastrojos durante una hora. Abajo, hacia el Norte, atravesado un país tan triste. Mal conservado el
se advertía escondida entre árboles, la aldea de camino, estropeado por las últimas lluvias, era un
Bethiniville, donde debía haber pasado la noche el verdadero barrizal de arcilla gris, desleída, donde
emperador. Cuando llegaron á la carretera de Vou- se hundían los pies, como si aquello íuera pez. El
ziers, las planicies de la víspera volvieron á empe- cansancio era grande, los hombres apenas podían
zar, la Champagne acabó de presentar su pobre avanzar, extenuados, y para colmo de males empe-
campiña de una monotonía desesperante. Vióse zaron á caer chaparrones tremendos. La artillería
después el Arne, un riachuelo que corría por la iz- estuvo á punto de quedarse atascada en el camino.
quierda, mientras que las tierras incultas se exten- Chouteau, que llevaba el arroz de la escuadra,
dían por la derecha hasta perderse de vista, pro- cansado, molestado por la carga, tiró el paquete,
longando el horizonte con sus líneas planas. Atra- creyendo que nadie le veía. Loubet le había visto.
vesaron varias aldeas: San Clemente, cuya calle —Haces mal; porque si todos te imitáramos, na-
única serpentea á lo largo de la carretera; San Pe- die podría comer á la noche.
dro, población de ricachos que habían levantado —No importa, puesto que hay provisiones en
barricadas delante de sus puertas y ventanas. El abundancia; ya nos darán cuando lleguemos.
gran descanso se verificó hacia las diez, cerca de
Y Loubet, que llevaba el tocino, convencido por clase de trabajo y miraba con sorpresa la maña
el razonamiento, lo tiró también. que se daba Juan para comodidad de todos. El es-
Mauricio sufría cada vez más de su pie, cuyo ta- taba casi inutilizado, pero le sostenía la esperanza
lón debía haberse inflamado de nuevo. Se arrastra- que había vuelto á apoderarse de los corazones.
ba tan penosamente, que Juan se compadeció de él Habían andado sin descanso desde Reims, echán-
—[Eso no se cura! ¿No es verdad? dose sesenta kilómetros á la espalda en dos etapas.
Como en aquel momento la columna se paró para Si continuaba en la misma forma y siempre en lí-
dar descanso á las tropas, Juan añadió: nea recta, de seguro lograrían arrollar al segundo
—Quítese usted el zapato, y así el barro frío cal- ejército alemán y unirse á Bazaine, antes que el
mará el escozor. 3.°, el del príncipe real de Prusia, que decían se ha-
En efecto, Mauricio pudo continuar andando sin llaba en Vitry-le Français, hubiese tenido tiempo
gran dificultad, y un profundo sentimiento de gra- de ir á Verdun.
titud se manifestó en él. Era una gran fortuna para —¡Pero qué! ¿nos van á dejar morir de hambre?
una escuadra tener un cabo como Juan, que había —dijo Chouteau al notar que á las siete todavía no
servido y que conocía todas las tretas del oficio; era habían dado nada.
un aldeano un poco burdo, pero, no obstante, él re- Juan, como hombre prevenido, había encargado
conocía que era un buen hombre. á Loubet que encendiera lumbre para calentar el
Llegaron muy tarde á Contreuse, donde debían agua, y como no había leña, Loubet arrancó el em-
acampar, después de haber atravesado el camino parrado de un jardín que se hallaba cerca. Pero
de Chalons á Vouziers, y haber bajado por una pen- cuando habló de hacer un plato de arroz con toci-
diente á la rambla de Semide. El país cambiaba, no, hubo que confesarle que el arroz y el tocino se
estaban en los Ardennes. Desde las pobladas lade- habían quedado entre el barro del camino. Chou-
ras elegidas para el campamento del 7.° cuerpo por teau mentía descaradamente, jurando y perjurando
encima del pueblo, se veía á lo lejos el valle del que el paquete se le había caído sin notarlo.
Aisne, perdido en las brumas de los aguaceros. —¡Sois unos animales!—dijo Juan enfurecido.—
A las seis, Gaude, el corneta, no había tocado ¡Tirar la comida cuando tanta gente tiene hambre!
aún á provisiones. Entonces Juan, para entretener- Lo mismo había ocurrido con el pan atado sobre
se, quiso plantar la tienda de campaña. Enseñó á los morrales: no le habían hecho caso y las lluvias
sus hombres cómo había que elegir un terreno un le habían mojado hasta el punto que parecía una
poco pendiente, plantar los piquetes de costado, ha sopa.
cer un canalito alrededor de la tela para que pu- —¡Estamos frescos!—repitió.—Nosotros que te-
dieran correr las aguas. Mauricio, á causa de la níamos de todo, ahora nos comeremos los codos ..
herida que tenía en el pie, estaba relevado de toda Pero ¡qué brutos sois!
Precisamente en aquel momento llamaban al sar- meado á unos doscientos^ ó trescientos metros una
gento para asuntos del servicio, y al regresar éste, pequeña casería, donde le parecía que había una
previno á los hombres de su sección que como no tienda de ultramarinos. Llamó á Chouteau y á La-
WIM
había medio de repartir provisiones, consumiesen poulle, diciéndole?: ,
los víveres de campaña que tenían. El convoy de- —Vamonos por aquí; que me parece que vamos fiflP
cían que se había quedado en el camino, por causa á pescar algo. W f'í I
del mal tiempo, y en cuanto al rebaño de bueyes, Mauricio se quedó vigilando la marmita con or- li¡;
se había extraviado á consecuencia de órdenes mal den de ir atizando el fuego. Se había sentado sobre Irltel
su manta, con el pie descalzo para que se secara la | |
dadas ó mal interpretadas. Mas tarde, se supo que
habiendo subido del lado de Rhetel el 5.° y el 12.» llaga. La vista del campamento le interesaba, todas
cuerpos, todas las provisiones de los pueblos cerca- las escuadras estaban en movimiento preparándose ítiltil
nos habían afluido hacia aquel punto, lo mismo que á consumir sus provisiones. En medio de la enorme ••fi [p
átf IIÜ
los habitantes deseosos de ver al emperador; de agitación que le rodeaba, á través de los pabello- ' lUJUS
, nes de armas, de las tiendas de campaña, notaba ; ¡ít i A
suerte que, delante del 7.° cuerpo, el país había m
quedado desierto; no había ni carne, ni pan, ni gen que había escuadras que no habían podido encen-
tes, y para colmo de males, efecto de una mala in- der lumbre, otras, resignadas, se habían acostado
terpretación, los aprovisionamientos de la adminis- ya, mientras que algunas comían con mucho ape-
tración militar habían ido á parar al Chéne Popu- tite, según el espíritu previsor del cabo que las
leux. Durante toda la campaña fué aquella la con- mandaba, y de I03 individuos de que se componían.
tinua desesperación de los desgraciados intenden- Lo que más llamaba su atención era el orden que
tes, contra los cuales clamaban los soldados, y reinaba en la artillería de reserva, acampada so-
cuya única culpa era de ser demasiado exactos en bre la loma. Al ponerse el sol, hizo brillar entre dos ! ¡i!
enviar los víveres á los puntos que les había desig- nubes los cañones, á los que los artilleros habían
nado el Estado Mayor y á donde no llegaban las quitado ya el barro del camino.
tropas. En la casería que Loubet y sus compañeros ha-
—¡Brutos, animales!—repetía Juan, — merecéis bían descubierto, el jefe de la brigada, general
morir de hambre y aunque no sois dignos de que Bourgain Desfeuilles, acababa de instalarse cómo-
me ocupe de vosotros, voy á ver si encuentro algo damente. Había encontrado una cama bastante
para comer. aceptable y estaba sentado á la mesa, delante de
una tortilla y de un pollo asado, lo que hubo de po-
Se fué llevándose á Pache, á quien estimaba,
nerle de muy buen humor, y como el coronel Vi-
porque era muy prudente, aunque le parecía dema-
neuil había ido á visitarle para un asunto del ser-
siado beato.
vicio, le convidó á cenar.
Desde hacía algún momento, Loubet había hus
Estaban sentados los dos alrededor de aquella que los compradores, cada vez más numerosos, le
mesa, servidos por un mozo rubio que el dueño de habían atontado, y acabaron por atropellarle, por
la casa tenía á su servicio, desde hacía tres días; coger cuanto les daba la gana, sin pagarle.Durante
•un alsaciano expatriado, al que había arrastrado la guerra, si muchos aldeanos lo escondieron todo,
el desastre de Frceáchwilíer. El general hablaba si negaron hasta un vaso de agua á los soldados,
todo cuanto so le venía y las mientes, sin preocu- fué por ese miedo que les causaban aquellos atro-
parse de aquel hombre; comentaba la marcha del pellos, aquella marea de hombres que se les metía
ejército, y después le interrogaba acerca del cami- por la casa, y se lo llevaban todo.
no y de las distancias, olvidando que no era aquel —¡Déjeme usted en paz! buen hombre,—dijo el
país. La ignorancia de que daba prueba el general, general.—Habría que fusilar una docena cada día
acababa de conmover al coronel. El había vivido ¿y puede hacerse eso?
en Mezieres. Dió algunas indicaciones, y al oirías Mandó cerrar la puerta para no verse obligado á
el general, exclamó: intervenir, mientras que el coronel le explicaba
—¡Pero esto es tonto, sencillamente tonto! ¿cómo que no se habían repartido las provisiones á los
hombres y que éstos tenían hambre.
quiere usted que nos batamos en un país que no
Loubet había visto un campo sembrado de pata-
conocemos?
tas, y auxiliado por Lapoulle, empezaron á arran-
El coronel se desesperaba. Sabía que desde la de-
carlas con las manos, llenándose los bolsillos. Pero
claración de la guerra se habían distribuido á to-
Chouteau, que estaba encaramado encima de una
dos los oficiales mapas de Alemania, y que ninguno
pared, les llamó y se acercaron; había visto una
poseía un mapa de Francia. Todo lo que veía, todo
manada de gansos, una docena de gansos magnífi-
lo que oía, desde el principio de la guerra, le ani-
cos que se paseaban majestuosamente en un corral
quilaba. Sólo le quedaba su valor, con su autoridad
estrecho.
de jefe, un poco limitada, á quien los soldados que-
Celebraron consejo los tres, y le tocó á Lapoulle
rían más bien que temían.
ir á cazar el ave, para lo cual dió un salto cayendo
—¡No nos dejan comer en paz!—dijo el general.
al corral. El combate fué terrible; uno, al que había
Vaya usted á ver lo que pasa, alsaciano.
cogido, estuvo á punto de cortarle las narices con
Pero se presentó en aquel momento el casero,
su duro pico. Entonces le agarró por el cuello, y
desesperado, llorando, lamentándose. Decía que le
quiso estrangularle, mientras que el animal se de-
robaban, que los cazadores y los zuavos le saquea-
fendía arañándole el vientre y los brazos. Por últi-
ban la casa. Había tenido la debilidad de abrir la
mo, tuvo que aplastarle la cabeza de un puñetazo,
tienda, siendo el único en el pueblo que tenía hue-
y echó á correr perseguido por el resto de la ma-
vos, patatas, conejos. Vendía sin robar mucho, se
nada que le picoteaba las piernas.
guardaba el dinero y entregaba el género, tanto
Cuando los tres llegaron al campamento con el se atracó de firme. No quedó nada de aquella ave
ganso escondido en un saco, juntamente con las pa-1 caída allí tan milagrosamente, pues llevaron un
tatas, encontraron á Juan y Pache que regresabanj trozo á los artilleros para pagarles de algún modo
contentos de su expedición cargados con cuatro pa- el préstamo que habían hecho.
nes y un queso, que habían comprado á una pobre , Precisamente, aquella noche, los oficiales del re-
mujer. gimiento no habían comido. Por un error de direc-
ción, el furgón del cantinero se había extraviado.
—Puesto que el agua hierve, vamos á hacer el j
Si los soldados padecían cuando no se verificaban
café. Tenemos queso y pan; banquete completo.
los repartos de provisiones, acababan siempre por
Pero de pronto vió el ganso, echado á sus pies, y
encontrar algo que comer, se ayudaban mutua-
se sonrió tanteándolo como hombre que lo en-j
mente, los hombres de cada escuadra reunían sus
tiende.
esfuerzos, mientras que el oficial entregado á sus
—¡Vaya un bicho, lo menos pesa veinte libras!
propias fuerzas, aislado, se moría de hambre, sin
—Es un pájaro que hemos encontrado—replicó
lucha posible en cuanto faltaba la cantina.
Loubet, con su voz de pillastre—y que ha querido j
Así es que Chouteau, que había oído al capitán
entablar relaciones con nosotros.
Beaudoin echar sapos y culebras, porque había
Juan movió la cabeza, como renunciando á en-|
desaparecido el furgón de los víveres, se mofaba
trar en más averiguaciones. De algún modo tenían!
de él, al verle pasearse tan tieso y le señalaba con
que vivir, y después de todo, ¿por qué no había de ?
la vista á sus compañeros.
tocarles á ellos aquella ganga, después de los ma-|
—Miradle, su nariz se mueve, daría un duro por
los tragos pasados?
su armazón.
Loubet encendía ya la lumbre, Pache y Lapou-
Todos se echaron á reir al notar el hambre cani-
lle desplumaban el ganso precipitadamente, y i
na que tenía el capitán, que no había sabido hacer
Chouteau que había ido á pedir un bramante á los;
se querer de sus hombres, demasiado duro y de-
artilleros, volvió con él, colgando al bicho entre i
masiado joven: un tío orgulloso, como ellos decían.
dos bayonetas delante del fuego; Mauricio se en l
Estuvo á punto de pedir explicaciones á la escua-
cargó de darle vueltas para que no se quemara. La
dra, por el escándalo que había provocado con
grasa comenzaba á caer dentro de la marmita de ;:
aquella cena, pero temeroso de dar á conocer el
la escuadra, aquello fué el triunfo del asado á la i
hambre qué tenía, se alejó, con la cabeza alta, co-
cuerda. Todo el regimiento, atraído por el buen
mo si nada hubiese visto.
olor, se fué acercando poco á pcco, formando
círculo alrededor de aquella afortunada escuadra.! En cuanto al teniente Rochas, atormentado por
¡Vaya un festín! ¡Ganso asado, patatas cocidas, pan| un hambre feroz, daba vueltas alrededor de la feliz
y queso! Cuando Juan partió el ganso, la escuadra escuadra. Los soldados le querían mucho, en pri-
mer lugar porque odiaba al capitán, aquel mocoso
salido de la escuela de Saint Cyr y además porque longas, de las forrageras y de las forjas. Más allá,
él también había llevado el chopo, como todos ellos. los caballos relinchaban mirando al sol naciente.
Pero, sin embargo, no tenia muy buen genio y á En seguida encontró la tienda de campaña donde
veces daban ganas de abofetearle. se albergaba Honorato, gracias al orden perfecto
Juan, que con una mirada había consultado á los que asigna á todos los hombres de una misma ba-
compañeros, se levantó haciéndose seguir del te tería una hilera de tiendas, de modo que al ver un
niente y dirigióse detrás de la tienda de campaña. I campamento se sabe con cuantos cañones cuenta.
—Diga usted, mi teniente, sin ofenderle: ¿quiere | Cuando llegó Mauricio, los artilleros estaban to-
usted aceptar este obsequio? mando el café, y había una disputa entre el con-
ductor delantero, Adolfo, y el apuntador Luis, su
Y le dió un pedazo de pan y el plato, donde ha
compañero.
bian puesto un muslo del ganso, sobre seis rajas de
Desde los tres años que estaban aparejados jun-
patatas.
tos, siguiendo la costumbre de unir á un conductor
Aquella noche no tardaron mucho en dormirse, i un sirviente, siempre estaban de acuerdo en todo,
Los seis digirieron la cena perfectamente. Y tuvie- menos cuando llegaba la hora de comer. Luis, más
ron que agradecer al cabo lo bien que había plan- instruido, muy inteligente, aceptaba aquella espe-
tado la tienda, porque no se dieron cuenta de que cie de superioridad que existe entre el artillero
hacia las dos de la madrugada sopló un vendabal montado y el de á pie: plantaba la tienda, hacía los
tremendo, acompañado de un fuerte aguacero. Al- recados y se ocupaba del rancho, mientras que
gunas tiendas volaron, arrancadas por la fuerza Adolfo cuidaba los dos caballos. Mas el primero,
del viento, los hombres se despertaron sobresalta , moreno y delgado, con un apetito enorme, se su-
dos, viéndose obligados á andar de la ceca á la me- blevaba cuando el otro, muy alto y con grandes bi-
ca, en medio de las tinieblas, mientras que l a tien- j gotazos, quería hacerse plato como amo. Aquella
da que les albergaba resistió el temporal, sin que mañana la disputa había sido originada porque
el agua penetrase dentro. Luis, que había hecho el café, acusaba á Adolfo de
Al amanecer, Mauricio se despertó, y como no tragárselo todo. Fué preciso reconciliarlos.
debían emprender la marcha hasta las ocho, se le j
Al levantarse, todas las mañanas, Honorato iba
ocurrió subir hasta donde se encontraba la artille-
á visitar el cañón, y ante su vista hacía que le lim-
ría de reserva para saludar á su primo Honorato.
piaran, que le secaran el rocío, como si hubiera
Su pie le hacía sufrir menos con el descanso de
querido preservarle de algún catarro, y se encon-
aquella noche. El aspecto que ofrecía el parque le
traba allí, viéndole brillar, con mirada cariñosa,
admiraba; las seis piezas de una batería correcta*:
cuando reconoció á Mauricio.
mente en línea, seguidas de los arcones, de las pro-
Desastre - Tomo I— 8
—¡Hombre! sabía que el 106o estaba aquí cerca; lies había interrogado inútilmente la víspera y de-
he recibido una carta de Remilly y quería bajar á lante del cual, mientras cenaba con el coronel Vi-
buscarte. ¡Vamos á tomar la mañana! neuil, había confesado todo cuanto iba á hacer, sin
Para poder estar solos los dos, se lo llevó hacia poder sospechar que tenía delante un espía. Sin
la casería que los soldados habían saqueado la vís- duda, el hombre había saltado por una ventana
pera y donde el aldeano que la habitaba, incorre trasera que se encontró abierta; pero fué inútil
gible, deseando ganar unos cuartos, acababa de buscarle por los alrededores; él que era tan grande
instalar una cantina, empezando un tonel de vino se había evaporado como el humo.
blanco. Delante de la puerta, sobre un tablón, des- Mauricio tuvo que llevarse aparte á Honorato,
pachaba su mercancía á veinte céntimos el vaso, cuya desesperación iba á desahogar en palabras
ayudado por el criado que había tomado tres días con los compañeros, los que no tenían necesidad de
antes, el coloso rubio, el alsaciano. enterarse de aquella triste historia de familia.
Honorato iba á beber un trago, cuando sus ojos —¡Vive Dios! Le hubiera estrangulado de tan
se fijaron en aquel hombre. Lo contempló un mo- buena gana... Precisamente, la carta que he reci-
mento asombrado. Después salió de su boca una bido ha aumentado la rabia que le tenía hace ya
blasfemia. tiempo.
—¡Ese es Goliathl Los dos fueron á sentarse á algunos pasos de la
Y se tiró sobre él para estrangularle. Pero el al- casería, y Honorato entregó la carta á Mauricio.
deano, creyendo que iban á saquearle de nuevo la La historia de aquellos amores contrariados de
casa, se echó hacia atrás y cerró la puerta. Hubo Honorato Fouchard y de Silvina Morange, era una
algunos momentos de contusión; todos los soldados historia como hay muchas. Ella, una muchacha mo-
que allí se encontraban aporreaban la puerta, rena, con ojos hermosos, había perdido siendo muy
mientras que el sargento, loco, gritaba: joven á su madre, una obrera á quien habían sedu-
—¡Abra usted! ¡abra usted! ¡animal!... ¡Es un es- cido, que trabajaba en una fábrica de Raucourt;
pía! ¡es un espíal había sido el doctor Dalichamp su padrino de oca-
Ahora Mauricio ya no dudaba. Acababa de reco- sión, un buen hombre siempre dispuesto á adoptar
nocer al hombre que habían soltado en el campa- los hijos de las desgraciadas á quienes asistía,
mento de Mulhouse por falta de pruebas, y aquel quien tuvo la idea de colocarla de criada en casa
hombre era Goliath, el antiguo criado de la case- del señor Fouchard. El viejo aldeano, que se había
ría del tío Fouchard, en Remilly. Cuando el aldea- hecho carnicero, por afán de lucro, era de una ava-
no se decidió á abrir la puerta, aunque registraron ricia sórdida, muy duro; pero cuidaría á la chicue-
toda la casa, el alsaciano había desaparecido, aquel la y si trabajaba se crearía un modo de vivir. De
coloso rubio á quien el general Bourgain Desfeui- todos modos se libraba de la vida desordenada de
cierto es que quedó encinta y aceptaba ahora la
necesidad de un casamiento con Goliath. Este,
la fábrica. Ocurrió que en casa del señor Fouchard, | siempre amable, no se oponía, pero retrasaba el
el hijo de éste y la criada se enamoraron. Cuando § momento de cumplir esa formalidad, hasta que na
ella entró allí tenía doce años y Honorato diez y i ciera el pequeño. Después, bruscamente y en vís-
seis. Cuando él llegó á los veinte y entró en quin- I peras del parto, desapareció. Díjose entonces que
tas, tuvo la buena suerte de sacar un número muy i había entrado de criado en otra casa, cerca de
alto, librándose de ir al servicio y entonces quiso t Beaumont. Habían pasado tres años y nadie duda-
casarse. Hasta entonces sólo habían mediado entre ba ya que aquel Goliath, aquel hombre tan amable
ellos relaciones puramente platónicas, pero cuando ; que abandonaba á las mujeres, era uno de esos es
habló á su padre de aquel proyectado matrimonio, i, pías que Alemania había enviado á nuestras pro-
éste, exasperado, testarudo, declaró que antes de vincias del Este. Cuando Honorato llegó á conocer
casarle preferiría verle muerto y guardó la mucha- en Africa aquella triste historia, cayó enfermo y
cha tranquilamente, confiando en que aquellos I estuvo tres meses en el hospital, como si el sol afri
amores pasarían. Durante dos años los dos jóvenes cano le hubiese aplastado, y nunca quiso aprove-
continuaron enamorándose y después de una dispu- char una licencia para volver á su país por temor
ta que sobrevino entre los dos hombres, el hijo no de ver á Silvina y al niño.
pudiendo continuar de aquel modo, sentó plaza y j
Mientras que Mauricio leía la carta, las manos
le enviaron á Africa, mientras que el viejo persis-
del artillero temblaban. Era la carta de Silvina, la
tió en quedarse con la muchacha, de cuyos servi-
primera y única que le había escrito. ¿A qué clase
cios estaba muy satisfecho. Entonces ocurrió un
de sentimiento había obedecido, ella tan callada,
desastre: Silvina que había prometido ser fiel á Ho-
tan sumisa, ella cuyos hermosos ojos negros, toma-
norato, se encontró una noche, quince días después,
ban á veces una expresión extraordinaria, en me-
entre los brazos de un criado de labranza que ha-
dio de su continua esclavitud? En la carta decía
bía entrado á servir en la casería algunos meses
sencillamente que sabía que estaba en la guerra y
antes; era éste, Goliath Steimberg, el prusiano, co- í
que si no debían volverse á ver, que le causaba de-
mo se le llamaba, un buen mozo, con el pelo rubio
masiada pena pensar que podía morir, con la creen-
y la cara sonrosada, siempre amable; era el com-
cia de que ya no le quería. Le quería siempre, no
pañero, el confidente de Honorato. ¿Fué acaso el
había querido á otro más que á él: y eso mismo re-
señor Fouchard el que había preparado aquella
petía en las cuatro carillas de la carta, con frases
aventura ó fué Silvina la que se entregó en un mo-
siempre iguales, sin buscar excusas, sin tratar de
mento, inconscientemente, enferma y aún debilita-
explicar lo que había ocurrido entre ella y Goliath.
da por las lágrimas que había derramado al sepa l
rarse de Honorato?
Ella misma no lo sabia, abatida, destrozada; lo |
No decía ni una palabra del niño: terminaba la gados corrían peligro de ser hechos prisioneros por
carta con una despedida muy tierna. la caballería enemiga.
Esta carta produjo mucho efecto á Mauricio, á Era el 25 de Agosto, y Mauricio, más tarde, re-
quien su primo Honorato había tomado otras veces cordando la desaparición de Goliath, se convenció
por confidente. Levantó la vista, vió que lloraba y de que aquel hombre fué uno de los que dieron no-
le abrazó con cariño. ticia al gran Estado Mayor alemán de la marcha
—¡Pobre Honorato!—dijo. exacta del ejército de Chalons, noticias que deci-
Pero ya el sargento, dominada su emoción, guar- dieron el cambio de frente del tercer ejército.
dó la carta cuidadosamente en el pecho y se abro- Al siguiente día, el príncipe Real de Prusia aban-
chó de nuevo el capote. donaba á Revigny; la evolución comenzaba, ese
—Estas son cosas que hacen daño,—dijo Hono- ataque de flanco, aquel envolvimiento gigantesco á
rato.—Si hubiese podido coger á ese bandido y es marchas forzadas, en un orden admirable, á través
trangularle... Allá veremos. de la Champagne y de los Atdennes. Mientras que
Las cornetas tocaban llamada, y cada cual tuvo los franceses vacilaban y dudaban, como atacados
que echar á correr hacia su sitio. Los preparativos de brusca parálisis, los prusianos andaban hasta
para emprender la marcha se hicieron muy pausa- cuarenta kilómetros al día, en aquel círculo inmen-
damente. Las tropas, con la mochila al hombro, tu- so, llevándose por delante el rebaño de hombres
vieron que aguardar hasta las nueve. Una grande que iban cercando hacia los bosques de la fron-
incertidumbre parecía haberse apoderado de los tera.
jefes, ya no existía el entusiasmo de los dos prime- Por último, empezó la marcha y aquel día en
ros días con el que el 7.° había recorrido sesenta efecto torció el ejército á la izquierda; el 7.° cuerpo
kilómetros en dos etapas. Llegaban noticias poco sólo recorrió las dos leguas escasas que separan á
tranquilizadoras, que circulaban desde por la ma- Contreuve de Youziers, mientras que el 5.o y
ñana; la marcha hacia el Norte de los otros tres el 12.o estaban parados en Rethel y el primero se
cuerpos de ejército, el 1.° en Juniville, el 5.o y detenía en Attigny. Desde Contreuve al valle del
el 12.o en Rethel, marcha ilógica que trataban de Aisne, las llanuras empezaban de nuevo cada vez
explicar, por las dificultades que ofrecían los apro- más tristes; el camino al acercarse de Vouziers da-
visionamientos. ¿Ya no marchaban hacia Verdun? ba vueltas por tierras grises, por montes pelados
¿Para qué se había perdido aquella jornada? Lo sin un árbol, sin una casa, como si aquello fuera
peor era que los prusianos no debían ahora hallar- un desierto; y la etapa, aunque corta, se hizo de
se muy lejos, pues los oficiales habían prevenido á un modo tan penoso, que pareció más larga que las
los soldados que no se retrasaran, porque los reza- de los días anteriores. Al mediodía las tropas se
detuvieron en la margen izquierda del Aisne, acam-
pando entre las tierras peladas que dominaban el en todas partes, precedían á las columnas con un
valle, vigilando desde allí el camino de Monthois, zumbido de abejas, formaban una especie de telón,
que sigue el curso del río, y por donde se aguarda- detrás del cual la infantería disimulaba sus movi-
ba al enemigo. mientos, y avanzaban con tranquilidad, sin temor
Fué para Mauricio causa de verdadero estupor alguno, como en tiempo de paz. Mauricio sintió mu-
el ver llegar por aquel camino de Monthois la divi- cho pesar al ver el camino atestado de húsares y
sión mandada por el general Margueritte, toda cazadores que tan mal se utilizaban.
aquella caballería de reserva, encargada de apoyar —Vaya; hasta la vista,—dijo dando la mano á
al 7.o cuerpo y de ir á la descubierta por el flanco Próspero.—Tal vez le necesiten allá arriba.
izquierdo del ejército. Circuló el rumor de que su- Pero el cazador parecía estar muy disgustado
bía hacia el Chene Populeux. ¿Por qué se desguar- con el oficio. Acariciaba á Céfiro, su caballo, y con-
necía el ala que amenazaba al enemigo? ¿Por qué testó:
se hacían pasar al centro, donde habían de ser — ¡Para la falta que hago! revientan los caballos
completamente inútiles aquellos dos mil caballos y no utilizan á los hombres... esto descorazona.
que hubieran debido ir á la descubierta á algunas Por la noche, cuando Mauricio quiso sacarse el
leguas de distancia? Lo malo era que al caer en zapato para ver cómo tenía su herida del pie, se
medio del séptimo cuerpo habían estado á punto de arrancó la piel, saltó la sangre y lanzó un grito de
cortar las columnas, armándose una gran confusión dolor.
de hombres, caballos y cañones. Los cazadores de Juan, que se encontraba allí, pareció tenerle mu-
Africa tuvieron que aguardar durante dos horas á cha lástima.
la entrada de Vouziers. —Oiga usted, esto es grave; échese usted un po-
Por una casualidad, Mauricio reconoció á Prós- co, voy á curarle, déjeme usted hacer.
pero, que había llevado su caballo hasta el borde Se arrodilló, lavó la llaga, la secó con un trapo
de una charca. El cazador parecía estar atontado, limpio, y mientras hacía todas estas operaciones,
alelado, no sabiendo nada, no habiendo visto nada miraba á Mauricio con cariño, le trataba con dul
desde Reims; luego recordó que había visto dos zura, y le tocaba el pie con sus manazas, haciendo
huíanos, unos hombres que aparecían y desapare- prodigios para no causarle daño.
cían sin que se supiese de dónde salían ni á dónde Una ternura invencible se apoderaba de Mauri-
volvían. Ya se empezaba á contar cuentos: cuatro cio; de sus ojos salían algunas lágrimas; el deseo
huíanos habían entrado al galope en una ciudad, de tutear á aquel hombre subía del corazón á sus
con el revólver en la mano, la habían atravesado, labios, como si aquel aldeano, á quien había odia
la habían conquistado, á unos veinte kilómetros do antes y despreciado la víspera, fuese su hermano.
del cuerpo de ejército á que pertenecían. Estaban —Eres un hombre de bien; gracias, amigo. vtoN
Y Juan, muy contento, le tuteó también sonrién- Grand Pré. En aquel momento, la salida del 4.o de
dose. húsares, alejándose al trote por aquel camino, dió
lugar á que se hicieran muchos comentarios.
—Ahora, amiguito, si quieres fumaremos un piti-
—Si aguardamos, aquí me quedo,—dijo Mauri-
llo; tengo tabaco.
cio á quien repugnaba la idea de ir á visitar al mé-
V dico.
Al día siguiente, el 26, Mauricio se levantó con Pronto se supo, en efecto, que acampaban allí,
agujetas, á consecuencia de la noche pasada bajo hasta que el general Douay pudiese obtener noti-
la tienda. Todavía no se había acostumbrado á dor- cias exactas acerca de la marcha del enemigo.
mir sobre el duro suelo, y como la víspera se había Desde la víspera, desde el momento en que vió la
dado una orden prohibiendo á los soldados se des- división Margueritte subir hacia el Chéne, sentía
calzaran, á cuyo efecto los sargentos revistaron las mucha inquietud, sabiendo que ni un solo hombre
tiendas mientras dormían, para cerciorarse de que guardaba los desfiladeros del Argonne, hasta el
ningún soldado había dosobedecido, su pie no esta- punto de que podía verse atacado de un momento
ba mejor, continuaba haciéndola sufrir, dándole ca- á otro. Acababa de enviar al 4.o de húsares para
lentura, y lo peor era que había cogido un frío al que reconociera el país hasta los desfiladeros del
querer estirarse durante la noche, sacando los pies Grand Pré y de la Croix-aux-Bois, con orden de
fuera de la tienda. traerle noticias á toda costa.
Juan le dijo al verle: La víspera, gracias á la actividad del alcalde de
—Amiguito, si tenemos que emprender la mar- Vouziers, se había hecho un reparto de pan, carne
cha, debes ir á ver al médico para que te meta en y forraje; y hacia las diez, aquella mañana, se ha
un carro. bía autorizado á las tropas para que hicieran el
Pero nada se sabia: circulaban versiones muy rancho, por temor de que no tuvieran tiempo de
contrarias. Hubo un momento en que se creyó que hacerlo más tarde, cuando una segunda salida de
se iba á emprender la marcha; se levantó el cam- tropas, la de la brigada Bordas, que tomó el mismo
pamento, y todo el cuerpo de ejército atravesó el camino que habían llevado los húsares, preocupó
pueblo de Vouziers, dejando sólo sobre la margen de nuevo á todo el mundo. ¿Pero qué, iban á mar-
izquierda del Aisne, una brigada de la segunda di- charse ya? ¿No les dejaban comer el rancho? Los
visión, para que continuara vigilando el camino de oficiales explicaron entonces que la brigada Bor-
Monthois, y á poco, al otro lado del pueblo, sobre das tenía que ocupar á Buzancy, á algunos kilóme-
la margen derecha, se pararon, formáronse los pa- tros de distancia. Otros, en cambio, decían que los
bellones de armas en los campos y en las praderas húsares habían encontrado muchos escuadrones
que se extienden á ambos lados del camino del enemigos, y que la brigada iba á contenerlos.
Aquellas horas lo fueron de descanso para Mau-
ricio: se había acostado en un campo al lado de habiendo encontrado fuerzas superiores en el Grand
donde acampaba el regimiento; y, aletargado por Pré, se veía obligado á replegarse sobre Buzancy,
el cansancio, miraba delante de sí aquel lindo valle lo que hacía temer que se viera cortada su línea de
del Aisne, aquellos prados, llenos de árboles, en retirada sobre Vouziers. Así es que el comandante
medio de los cuales se desliza el río perezosamen- del 7 .o cuerpo, creyendo iba á ser atacado inmedia-
te. Enfrente de él, cerrando el valle, el pueblo de tamente, había ordenado á las tropas tomaran po-
Vouziers, se levantaba en anfiteatro con sus teja siciones con objeto de sostener el primer choque,
dos que dominaba la iglesia, con su flecha esbelta mientras el resto del ejército llegaba para apoyar-
y su torre que terminaba en una cúpula. Abajo, cer- le, y uno de sus ayudantes había salido con una
ca del puente, las chimeneas de las fábricas de cur- carta para el mariscal Mac Mahon, previniéndole
tidos lanzaban al aire espesas columnas de humo, lo que ocurría y piniéndole socorros. Por último,
mientras que en el otro extremo, los edificios de un temiendo que el convoy de víveres que había lle-
gran molino aparecían enharinados entre los cam- gado durante la noche le estorbase, lo dirigió ha-
pos verdes. Y aquel horizonte de pueblo, perdido cia Chagny. Era la batalla.
entre las altas yerbas, le parecía lleno de encanto,
—[Ahora va de verasl ¿no es verdad, mi tenien-
como si hubiese vuelto á encontrar sus ojos de ts?—dijo Mauricio, dirigiéndose á Rochas.
hombre soñador y sensible. Era su juventud lo que
—¡Ya lo creo!—contestó el teniente moviendo los
aquellos contornos le recordaban; las expediciones brazos.—¡Ya verá usted como no hace frío dentro
que había hecho á Vouziers cuando vivía en el de un rato!
Chene, su pueblo. Durante una hora lo olvidó todo.
Todos los soldados estaban muy contentos. Des-
Hacía ya tiempo que se había comido el rancho de que se establecía la línea de batalla entre Ches-
y continuaban aguardando, cuando á l a s dos y me- tres y Falaise, reinaba gran animación en el cam-
dia, una sorda agitación que fué creciendo poco á pamento, y la impaciencia se había apoderado de
poco se apoderó de todo el campamento. Circula- los hombres. Había llegado la hora de ver aquellos
ron órdenes, se evacuaron los prados, subieron las prusianos, de I03 que decían los periódicos que esta-
tropas colocándose en las laderas de los montes, ban tan destrozados por las marchas, vestidos de
entre dos aldeas, Chestres y Falaise, separadas por harapos, extenuados por las enfermedades, y la es-
una legua. Los iagenieros cavaban zanjas y cons- peranza de arrollarlos al primer encuentro anima-
truían trincheras y espaldones, mientras que á la ba á todos.
izquierda la artillería de reserva se colocaba domi
—No es malo que los encontremos de nuevo,—
nando el valle. Circuló la noticia de que el general
decía Juan,—porque hace ya bastante tiempo que
Bordas había enviado una estafeta para decir que
jugamos al escondite, desde que nos perdimos de
vista, allá, en la frontera, después de su batalla...
Pero ¿serán esos los que derrotaron á Mac-Mahon? ñas tenía de apuntar y disparar, para aliviar sus
nervios! En las seis semanas que llevaba en el ejér-
Mauricio no pudo contestarle.
cito, después de haber sentado plaza en un momen-
Según lo que había leído en Reims, le parecía
to de entusiasmo, soñando entrar en batalla al si-
muy difícil que el tercer ejército, mandado por el
guiente día, sólo había estropeado sus pies de hom-
principe real de Prusia, estuviese en Vouziers, cuan -
bre delicado, huyendo, marchando siempre lejos de
da la antevíspera aún debían acampar cerca de los campos de batalla. Así es que en la febril impa-
Vitry-le Français. Se había hablado algo, es verdad, ciencia que de todos se había apoderado, era uno
de un cuarto ejército, puesto á las órdenes del prín- de los que con más ansiedad miraba el camino del
cipe de Sajonia, que iba á operar sobre el Meuse: Grand Pré, que se deslizaba recto hasta perderse
era este sin duda, aunque le extrañaba la pronta de vista entre dos hileras de árboles magníficos.
ocupación del Grand Pré, efecto de las distancias. Por debajo de él se desarrollaba el valle, y el Aisne
Pero lo que acabó de enmarañar sus ideas fué el parecía una cinta de plata, entre los sauces y los
estupor que le causó oir al general Bourgain Des- álamos, y sus miradas volvían siempre al camino
feuilles preguntar á un aldeano de Falaise si el río escudriñándolo.
Meuse pasaba por Buzancy y si había allí buenos
puentes. Verdad es que, con su ignorancia supina, Hacia las cuatro, hubo una alerta. El 4.o de hú-
el general declaraba que iban á ser atacados por sares, después de un gran rodeo, regresaba; y
una columna de cien mil hombres, que venían del aumentados cada vez más, circularon los cuentos
Grand Pré, mientras que otra de sesenta mil llega- de combates con los huíanos, lo que confirmó en
ba por Sainte-Menehould. todos la creencia de que iban á ser atacados inme-
diatamente. Dos horas después, llegó otra estafeta,
—¿Cómo va tu pie?—preguntó Juan á Mauricio.
diciendo que el general Bordas no se atrevía á
—Ya no me duele,—dijo sonriéndose;—si nos ba-
abandonar el Grand Pré, convencido de que el ca-
timos, se curará.
mino de Vouziers estaba cortado. No había tal co-
Y era la verdad; tanta era la excitación nerviosa
sa, puesto que la estafeta había podido pasar libre-
que se había apoderado de su cuerpo. ¡Pensar que
mente; pero de un momento á otro podía ocurrir lo
en toda la campaña no había quemado un cartu-
que temía el general Bordas y el general Dumont,
cho! Había ido á la frontera, había pasado delante
comandante de la división, salió en seguida con
de Mulhouse la terrible noche de angustia, sin ver
otra brigada, para apoyar la primera y sacarla del
un prusiano, sin tirar un tiro; y había tenido que ir
apuro. El sol se ponía detrás de Vouziers, cuyos te-
de retirada hasta Belfort, hasta Reims, y nueva-
jados negros se destacaban sobre una nube roja.
mente marchaba al enemigo, desde hacía cinco
Durante algún tiempo, entre la doble hilera de ár-
días, con su fusil virgen, inútil. Un deseo que iba
boles, pudieron los ojos seguir á la brigada, que
en aumento, una rabia lenta le asustaba, ¡qué ga-
po de ciruelos entre el río y la carretera. La noche
acabó por perderse en las sombras nacientes. era negra como boca de lobo. Cuando se encontró
El coronel Vineul vino á asegurarse de las bue solo, en el imponente silencio del campo dormido,
ñas posiciones que ocupaba su regimiento para pa- sintió que una especie de terror se apoderó de él,
sar la noche. Extrañó no encontrar en su puesto al un miedo que no podía vencer, que no era dueño
capitán Beaudoin; y como éste volviera entonces de dominar, que le avergonzaba y le encolerizaba.
de Vouziers, dando por pretesto que había almor Había vuelto la cabeza para tener la seguridad de
zado en casa de la baronesa de Ladicourt, recibió qoe se veían las hogueras del campamento; pero un
una reprensión que oyó sin replicar palabra, bosquecito debía ocultarlos, pues sólo hallaba de-
—Muchachos,—dijo el coronel al pasar delanle trás de sí un mar de tinieblas, viéndose solamente,
de los soldados,—es probable que nos ataque esta allá muy lejos, algunas luces en Vouziers, cuyo ve-
noche y si no, al amanecer... Preparaos y tened en cindario, prevenido sin duda, temblando ante el te-
cuenta que el 106° no ha retrocedido nunca. mor de la batalla, no se acostaba. Lo que acabó de
Todos le aclamaron, todos preferían acabar de asustarle, fué que al tratar de hacer puntería no
una vez con el cansancio y el descorazonamiento veía la mira del fusil. Entonces empezó la espera
que se iba apoderando de todos ellos desde que ha- más cruel, concentradas todas las fuerzas de su es-
bían comenzado la campaña. Revisaron los fusiles, píritu en el oído, prestando atención á los ruidos
y como se habían alimentado con comida caliente más imperceptibles; las tropas que se movían, el
aquella mañana, tomaron café y comieron galletas. agua del lejano rio, un insecto que saltaba, todos los
Se había dado la orden de que no se acostara na- rumores llegaban á sus oídos adquiriendo enormes
die. Se pusieron centinelas, muy lejos, hasta en las proporciones, creyendo acaso que fueran produci-
márgenes del Aisne. Todos los oficiales vigilaron dos por el galopar de los caballos ó el rumor sordo
aquella noche alrededor de las fogatas del campa- de la artillería. ¿No había oído á su izquierda el
mento. Y, apoyados contra una pared, se veían en murmullo ahogado de unas voces? Una vanguardia
algunos momentos al resplandor de las llamas los quizá que se acercaba á favor de la obscuridad pre-
bordados recamados del general en jefe y de su parando una sorpresa. Tres veces estuvo á punto
Estado Mayor, sombras que se agitaban ansiosas, de hacer un disparo para dar aviso al campamento.
que iban hacia el camino por donde se aguardaba El temor de sufrir una equivocación, de ponerse en
al enemigo, acechando, vigilando, prestando aten- ridículo, aumentaba su malestar. Se había arrodi-
ción á los menores ruidos, presas de mortal inquie llado, apoyando las espaldas contra un árbol; pare-
tud por la suerte que hubiera podido caber á la ter- cíale pue estaba allí hacía mucho tiempo y que le
cera división. habían olvidado, que el ejército se había marchado
A eso de la una de la madrugada, Mauricio tuvo
que colocarse de escucha en el lindero de un cam- Desastre—Tomo 1—9
abandonándole. De pronto perdió el miedo, distin- todo el ejército, que ya no se dirigía hacia el Meu-
guiendo perfectamente sobre el camino en que es- se, sino que marchaba desde luego hacia el Sur, en
taba, á unos doscientos metros, el paso cadencioso el valle del Aisne; no se atrevieron á hacer el ran-
de los soldados en marcha. En seguida cayó en la cho, tuvieron que contentarse una vez más con ca-
cuenta de que eran las brigadas que se esperaban fé y galletas, porque la batalla iba á comenzar á las
con tanta impaciencia, á las inmediatas órdenes del doce: todos la deseaban sin saber por qué. Un ayu-
general Dumont. En aquel momento fueron á rele- dante del general Douay había salido á todo esca-
varle de su guardia. Apenas si había durado la ho- pe para ver al mariscal Mac-Mahon, con objeto de
ra reglamentaria. que enviara el auxilio prometido, puesto que se
Era en efecto la tercera división que volvía al acercaban los dos ejércitos, y tres horas después
campamento; todos sintieron un alivio inmenso. Pe- salió otro oficial para el Chene, donde debía hallar-
se el cuartel general para pedir órdenes, tal era la
ro se redoblaron las precauciones porque las noti-
inquietud que se había apoderado de todos á con-
cias traídas confirmaban todo lo que creían saber
secuencia de las noticias traídas por un alcalde de
acerca de la proximidad del enemigo. Algunos pri-
aldea, que pretendía haber visto unos cien mil hom-
sioneros que habían cogido, huíanos sombríos, en-
bres en el Grand Pré, mientras que otros cien mil
vueltos en sus grandes capas blancas, se negaron á subían por Buzancy.
hablar. Y amaneció el alba triste de una mañana
lluviosa, sorprendiendo á las tropas que continua- Al mediodía aún no se habían presentado los
ban aguardando al enemigo, enervadas é impacien- prusianos. A la una, á las dos, tampoco. Y el can-
tes. Llevaban catorce horas sin atreverse á dormir. sancio y la incertidumbre se apoderaban de las tro-
Serían las siete cuando el teniente Rochas dijo que pas. Algunos empezaron á guasearse de los gene-
el mariscal Mac-Mahon llegaba con todo el ejército. rales. ¡Tal vez habrán visto la sombra de los pru-
La verdad era que el general Douay había recibi- sianos en alguna pared! Había quien ponía á vota-
do en contestación á su despacho de la víspera, ción la conveniencia de comprarles lentes. ¡Vaya
anunciando la batalla inevitable en los alrededores unos farsantes! Pues si no se veía á nadie ¿para
de Vouziers, una carta en la que le decía se resis- qué los habían molestado tanto? Un guasón dijo:
tiera hasta que pudiera enviarle fuerzas para que —¿Va á pasar lo mismo que en Mulhouse?
le apoyaran; el movimiento de avance se había pa- Al oir esta frase, Mauricio sintió que la angustia
ralizado; el primer cuerpo marchaba sobre Terrón, se apoderaba de nuevo de él. Recordaba aquella
el 5.o sobre Buzancy, mientras que el 12o ge queda- huida necia, aquel pánico que había arrastrado al
ba en el Chene, en segunda linea. Comprendieron 7.o cuerpo, sin que se hubiese presentado un ale-
todos que no se trataba de un combate aislado, sino mán en diez leguas á la redonda. Y aquella aven-
de una gran batalla en la que debía tomar parte tura volvía á empezar, lo presentía. Para que el
enemigo no los hubiese atacado veinticuatro horas Y aquel desaliento que Mauricio, como hombre
después de la escaramuza habida en el Grand Pré, instruido ó inteligente razonaba, aumentaba y se
era indudable que el 4.° de húsares sólo había tro iba apoderando de aquellas tropas, inmovilizadas,
pezado allí con algunas fuerzas de caballería en desalentadas todas de aguardar tanto y en vano.
descubierta. Las columnas debían hallarse aún muy Lentamente, la duda, el presentimiento de la verda-
lejos, tal vez á dos jornadas de marcha. De pronto dera situación, obraba en aquellos cerebros, y nin-
le aterró la idea del tiempo que se había perdido. guno de aquellos soldados, aun el más torpe, deja
En tres días habíanse andado dos leguas, de Con- ba de comprender que le guiaban mal aquellos je-
fes y que les hacían andar y padecer inútilmente.
treuve á Vouziers. El 25, los otros cuerpos de ejér-
¿Qué diantre hacían allí quietos, puesto que no ve- v-¡;
cito habían subido hacia el norte, para reponer los
nían los prusianos? Debían batirse en seguida, ó
víveres; mientras que ahora, el 27, bajaban hacia i
marcharse á cualquiera parte para dormir tranqui-
el sur, para aceptar una batalla que nadie les ofre-
lamente. Desde que el último ayudante se había
cía. Detrás del 4.° de húsares, hacia los desfilade- marchado para traer órdenes, aumentaba la ansie- m
ros de Argonne, abandonados, la brigada del gene dad á cada momento, se habían formado grupos que
ral Bordas se había creído perdida, arrastrando pa- hablaban, discutían en voz alta. Los oficiales, con- I
ra socorrerla á toda la división, después al 7.o cuer- tagiados por aquella agitación, no sabían qué con-
po y luego al ejército entero, inútilmente. Y Mauri- testar á los soldados que se atrevían á preguntar
cio pensaba en el valor inapreciable de cada hora, algo. A las cinco, cuando corrió el rumor de que
de cada minuto, en aquel proyecto loco, que tenía había regresado el ayudante de campo trayendo
por objeto reunir los ejércitos de Metz y Chalons, órdenes para replegarsa, todos los pechos se ensan- VI
•s i
un plan que sólo hubiera podido realizar un gene- charon.
ral de talento, con tropas buenas, marchando re-
.sueltamente hacia adelante, arrollando todos los ¡Había ganado el partido de la prudencia! El em-
obstáculos que se le presentaran en su camino. perador y el mariscal Mac Mahon, que siempre se
—¡Estamos perdidos!—dijo á Juan, descorazona habían opuesto á aquella marcha sobre Montmédy,
do, en un momento de lucidez. al saber que les habían ganado de nuevo en veloci-
Después, como éste último abría desmesurada- dad, y temiendo tener que hacer frente al ejército
mente los ojos, sin comprender lo que le decía, con- del príncipe real de Sajonia y al del príncipe real
tinuó hablando en voz baja, refiriéndose álos jefes. de Prusia, renunciaban á la improbable unión con
—¡Son más tontos que malos, es cierto, y poco el ejército del mariscal Bazaine, para batirse en
afortunados! ¡No saben nada, no preven nada, no retirada por las plazas fuertes del norte, y reple-
tienen plan, ni ideas, ni suerte!... ¡Todo viene mal, garse después sobre París. El 7.« cuerpo recibía la
estamos perdidos! orden de ganar Chagny, por el Chéne, mientras que
el 5.o debía marchar sobre Poix, el l.o y el 12.o so-
—Ayer me dijiste que tenías algunos conocidos
bre Vendresse. Pero, si retrocedían, ¿por qué ha
en el pueblo. Debías pedir permiso al médico para
bían avanzado hasta el Aisne? ¿Por qué perder tan-
que te dejaran ir en coche al Chene, donde podrías
tos días, y tantas fatigas? ¡Cuando hubiera sido tan pasar la noche en una buena cama. Mañana, si no
fácil ir desde Reims á tomar fuertes posiciones en te encuentras bien, te cogeremos al paso. ¿Te con-
el valle del Marne! ¿No había dirección, ni talento viene?
militar, ni sentido común? Pero acabaron de pre
En Falaise, la aldea cerca de la cual se hallaban,
guntar, con la alegría que les había producido el
Mauricio se había encontrado con un antiguo ami
partido razonable y prudente, que había convenci-
go de su padre, que iba á llevar á su hija en el co-
do á todos de la necesidad de sacar los tropas de che, con una tía que vivía en el Chene y precisa-
aquel atolladero en que las habían metido. Desde mente estaban preparados para marcharse.
los generales hasta los últimos soldados, todos pre-
Pero cuando empezó á hablar con el médico Bou-
sentían que bajo los muros de París se harían fuer-
roche, las cosas se le presentaron con mal cariz.
tes, llegarían á ser invencibles y que allí, necesa-
—Estoy inútil, tengo una herida en el pie, señor
riamente, derrotarían á los prusianos. Era preciso
doctor...
evacuar á Vouziers al amanecer, de modo que pu
Al oir aquello, Bouroche sacudió su melena de
dieran emprender la marcha hacia el Chene, antes
león y rugió:
de haber sido atacados, é inmediatamente, el cam-
pamento adquirió extraordinaria animación; sona- —No soy el señor doctor... ¿quién me ha enviado
un soldado tan animal?
ban las cornetas, se cruzaban las órdenes, mientras
que los bagajes y el convoy de la administración Mauricio, asustado, tratada de disculparse, pero
Bouroche añadió:
militar salían por delante para no entorpecer la re-
tirada. —Soy el médico mayor, ¡oye usted, bruto!
Mauricio estaba satisfechísimo. Luego, como in- Después, comprendiendo con quién se lás había,
tentara explicar á Juan el movimiento de retirada debió de avergonzarse y se incomodó de veras.
que se iba á ejecutar, el dolor le hizo dar un grito: —¡Conque el pie. eh!... sí, hombre, sí, le doy á
había desaparecido la excitación nerviosa y se en- usted permiso. ¡Suba usted al coche, suba usted en
contraba con la herida del pie, que le hacía sufrir globo! ¡Tenemos bastantes vagos, bastantes holga-
zanes!
mucho.
—¿Qué es eso? ¿vuelve á empezar?—preguntó el Cuando Juan ayudó á Mauricio á subir al coche,
cabo. este último se volvió para darle las gracias y los
dos hombres se abrazaron, como si no debieran vol-
Tuvo una idea feliz, práctica, y la comunicó al
vea á verse más. ¿Quién podía saberlo en aquella
joven.
retirada y con los prusianos detrás? Mauricio se
sorprendió del cariño que profesaba á J uan y se te solitarias calles, la presencia en los alrededores
volvió dos veces para despedirse de él. Abandonó de un cuerpo de ejército. Las calles estaban llenas
el campamento en el momento en que se prepara- de oficiales, de estafetas, de ordenanzas y de mero-
ban á encender grandes fogatas, pero engañar al deadores. Encontró el canal que atravesaba la po-
enemigo mientras se marchaban las tropas antes blación de parte á parte, cortando la plaza central
del amanecer. cuyo estrecho puente de piedra reunía los dos
Durante el camino, el amigo de su padre no cesó triángulos; el mercado allá, al otro lado del río, con
de hablar. No había tenido el suficiente valor para su tejado musgoso, conservaba siempre el mismo
quedarse en Falaise y ya le pesaba, pues si el ene- aspecto; fué reconociendo poco á poco la calle Be-
migo le quemaba la casa, quedaba arruinado. Mau- roud que se dirigía por la izquierda, y el camino
ricio no oía, dohnía sentado, mecido por el vaivén de Sedan por la derecha. Pero desde el sitio donde
del coche que en menos de hora y media recorrió se encontraba tenía que levantar la vista, recono-
las cuatro leguas que separan al Chéne de Vou- cer el campanario de pizarra, por encima de la ca-
ziers. No eran las siete, el crepúsculo empezaba, sa del notario, para asegurarse de que era aquel el
cuando el joven, medio atontado, bajó en el puente rincón desierto donde jugaba en su niñez, tal era el
del canal, en la plaza, enfrente de la estrecha casa gentío que se apiñaba delante de él, por la calle de
amarilla, donde había nacido y donde había pasa- Vouziers hasta el Ayuntamiento. En la plaza le pa-
do veinte años de su vida. Se dirigía allá maquinal- reció que trataban de despejar la gente, alejando á
mente, aunque la casa había sido vendida diez y los curiosos. Y allí, ocupando un ancho espacio, le
ocho meses antes, á un veterinario. Y al que le ha- extrañó ver algo así como un parque de coches,
bía llevado en el coche, que él interrogaba, contes- furgones, carros, todo un campamento de equipa-
tó -que sabía á donde iba, y le daba las gracias por jes, que ya había visto alguna vez, en otra parte.
el favor que le había prestado. Aún era de día, el sol acababa de desaparecer
Al llegar al medio de la pequeña plaza triangu- detrás del canal y Mauricio iba á decidirse á echar
lar, cerca del pozo, se quedó perplejo, inmóvil, sin andar, cuando una mujer que le miraba con aten-
acordarse de nada. ¿A dónde iba? De pronto se ción hacía un momento, exclamó:
acordó que iba á casa del notario, la cual tocaba —¿Pero no es usted el hijo de Levasseur?
con la que había sido suya, allí encontraría á la Reconoció á la señora Combette, la mujer del
madre del notario, una señora muy anciana y muy farmacéutico, cuyo despacho se encontraba en la
buena, que le quería mucho y que le había dado plaza. Manifestó á su interlocutora, que en aquel
muchas chucherías siendo niño. No se reconocía momento iba á pedir una cama á la señora Desro-
dentro del pueblo, tal era la extraordinaria agita- ches, pero no le dejó concluir.
ción que hubo de producir en aquellas generalmen- —No, no, venga usted á mi casa, voy á decirle algo.
da en la planta baja. Nunca habían visto cosa pare-
Después, en la farmacia, cuando cerró la puerta, cida, una oleada de curiosos que se renovaba á ca-
añadió: da momento delante de las ventanas contemplaba
—¿No sabe usted que el emperador está alojado aquella cocina donde se hacía la comida del empe-
en casa de la señora Desroches?... rador. Los cocineros tenían completamente abiertas
Han pedido la casa para él y no están muy con- las ventanas para poder respirar un poco. Eran
tentos con la honra que les han dispensado. ¡Cuán- tres, con sus trajes blancos, resplandecientes, mo-
do recuerdo que han obligado á la pobre abuela, viéndose delante de los pollos que estaban asando,
una señora de más de sesenta años, á que le cedie condimentando las salsas en cacerolas enormes, cu-
ra su cuarto y que ella ha ido á dormir al desván, yo baño de cobre relucía como el oro. Los más an-
en una mala cama!... Mire usted; todo lo que hay cianos de Vouziers no recordaban haber visto en la
en la plaza es del emperador, sus equipajes y sus fonda del León de Plata, ni aún para las bodas
coches. más sonadas, tanta comida, ni tantos artefactos.
Mauricio reconoció entonces los coches furgones, Combette, el farmacéutico, un hombrecillo seco
todo el magnífico tren de la casa imperial que había y nervioso, entró en su casa muy excitado por todo
visto en Reims. lo que había visto y oído. Parecía que estaba en el
—Si supiera usted,—añadió la señora Combette, secreto de todo cuanto ocurría, siendo como era te-
—todas las cosas que han sacado de esos furgones: niente alcalde. A las tres y media el mariscal Mac-
jvajilla de plata, botellas de vino, cestas de provi- Mahon había telegrafiado á Bazaine, anunciándole
siones, ropa blanca, á qué sé yo cuantas cosas más! que la llegada del príncipe Real de Prusia á Cha-
Durante un par de horas no han parado y el caso lóns le obligaba á replegarse sobre las plazas del
es que no sé dónde habrán podido colocar tantas Norte y otro despacho al ministro de la Guerra,
cosas, porque la casa no es muy grande... ¡Mire us- anunciando á éste la retirada que se veía obligado
ted; vaya un fuego que han encendido en la cocina! á emprender el ejército para no verse cortado y
Mauricio se fijaba en la casita blanca de dos pi- aplastado. En cuanto al telegrama dirigido á Bazai-
sos que formaba ángulo con la plaza y la casa de ne, ya podía correr si tenía buenas piernas, porque
Vouziers, una casita modesta, tranquila, cuyo inte- todas las comunicaciones con Metz debían estar in-
rior recordaba el paseo central abajo, las cuatro terrumpidas desde hace algunos días. Pero el otro
habitaciones de cada piso, como si hubiese estado telegrama era más grave; y bajando la voz, el bo-
allí la víspera. Arriba, hacia el ángulo, la ventana ticario añadió que había oido decir á un jefe supe-
del primer piso que daba sobre la plaza, estaba rior: «Si lo llegan á saber en París estamos perdi-
alumbrada; y la mujer del farmacéutico le explica- dos» . Nadie ignoraba con qué tesón la emperatriz
ba que aquel cuarto era el del emperador, pero lo regente y el Consejo de ministros querían la mar-
que deslumhraba á las vecinas era la cocina situa-
cha hacia adelante. Además; la confusión y el des- esta casa al emperador; ¡pero trae consigo gente
barajuste aumentaban por momentos; las noticias tan mal educada! Han cogido todo lo que les ha
más extravagantes iban llegando, anunciando la dado la gana y lo van á quemar todo. En cuanto á
proximidad de los ejércitos alemanes. ¿Era acaso él me inspira compasión. Tiene cara de desterrado,
posible que el príncipe real de Prusia estuviese en ¡y está tan triste!
Chalóns? ¿Y con qué fuerzas había tropezado el sép- Después, al marcharse el joven, le acompañó, é
timo cuerpo en los desfiladeros del Argonne? inclinándose por encima de la barandilla de la es-
—En el Estado Mayor nada saben,—continuó di- calera, añadió:
ciendo el boticario.—¡Vaya un desbarajuste! Me- —¡Mire usted, se le vé desde aquí!... Estamos per-
nos mal si mañana emprende la retirada el ejér- didos sin remisión. Adiós, hijo mío.
cito. Mauricio se quedó parado en un escalón, en la
Se compadeció de Mauricio. obscuridad. Veía por una claraboya una escena de
—Oiga usted, joven, voy á curarle á usted ese la que conservó inolvidable recuerdo.
pie; después cenará con nosotros y luego se acosta- El emperador estaba allí, en el fondo de la habi-
rá allá arriba, en el cuarto de mi dependiente que tación, delante de una mesita donde habían puesto
se ha escapado. un cubierto, alumbrada con dos candeleros de va-
Mauricio, atormentado con el deseo de ver y de rias luces. Cerca de él, dos ayudantes de campo,
saber, quiso poner en práctica su primer pensa- mudos, silenciosos. Un mcvitre dl hotel, de pie, cerca
miento, yendo á la casa de enfrente á visitar á la de la mesa, aguardaba. La copa estaba aún vacía,
señora Desroches. Le sorprendió que le dejaran pa- el pan sin empezar, y en el plato un trozo de pollo
sar. La puerta de la calle estaba abierta y ningún se enfriaba. El emperador, inmóvil, miraba el man-
centinela la custodiaba. Entraba y salía gente á tel con esos ojos vacilantes, turbios, acuosos, que
cada instante, oficiales y paisanos. En la escalera ya tenía en Reims. Parecía aún más cansado, y
no había ninguna luz y tuvo que subir á tientas. En cuando se decidió á tomar un bocado, sólo probó
el primer piso se detuvo delante de la puerta, de- un poco de pollo, rechazando todo lo que había so-
trás de la cual, sabía se hallaba el emperador; el bre la mesa. Había cenado. Una expresión de dolor
corazón le latía con violencia, pero en aquel cuarto sufrido secretamente, hizo palidecer aún más su
reinaba un silencio sepulcral. Y arriba, en el um- descolorido semblante.
bral de la puerta del cuarto de la criada, la bonda- Al pasar, en la planta baja, por delante del come-
dosa señora Desroches se asustó al pronto, pero dor, se abrió la puerta y Mauricio pudo ver un en-
cuando le reconoció, dijo: jambre de caballerizos, de ayudantes, al resplandor
—¡Pobre hijo mío! ¡en qué momentos nos volve- de las luces que despachaban los platos, vaciaban
mos á ver!... Yo le hubiera cedido de buena gana botellas, animados de cierta alegría. La seguridad
de que se iba á emprender la retirada, llenaba de se dibujaba allí, en un perfil sombrío, á intervalos
júbilo á toda aquella gente desde que había salido iguales.
el despacho en que el mariscal Mac-Mahon daba Mauricio, empero, empezó á vestirse para salir
cuenta de la operación. Dentro de ocho días esta- de la casa, pero Combette se presentó en aquel mo-
rían en París, allí tendrían buenas camas. mento con una luz en la mano.
Mauricio, sintió en aquel momento el terrible —Le he visto á usted desde abajo al regresar del
cansancio que le aniquilaba; era seguro, el ejército Ayuntamiento y he subido para decirle... Figúrese
entero se replegaba y ya no tenía más que echarse usted que no me han dejado dormir; hace dos horas
á dormir para aguardar á que pasara el 7.° cuerpo. que nos ocupamos el alcalde y yo en embargar ca-
Volvió á atravesar la plaza, entró en la farmacia, rros y acémilas... todo ha cambiado de nuevo. iQué
cenó como en un sueño. razón tenía el jefe que no quería que se enviase el
Después creyó que le curaban el pie, que le su- telegrama á París!
bían á un cuarto. Y fué la noche negra, el anona- Continuó hablando durante mucho tiempo, con
damiento. Dormía como aniquilado, casi sin respi- frases entrecortadas; hasta que Mauricio llegó á
rar. Después de un tiempo indeterminado, horas ó comprender de lo que se trataba. Hacia media no-
siglos, un escalofrío agitó su sueño y le hizo sen- che había llegado un despacho del ministro del mi-
tarse en la cama, en las tinieblas. ¿Dónde estaba? nistro de la Guerra para el emperador, en contes-
¿Qué ruido era aquel, parecido al de un trueno con- tación al enviado por el mariscal. No se conocía el
tinuo, que le había despertado? En seguida volvió á texto exacto, pero un oficial había dicho en el Ayun-
la realidad, se levantó, fué á la ventana para ver. tamiento que la emperatriz y el Consejo de minis-
Abajo, en la obscuridad, en aquella plaza de ordi- tros temían estallara una revolución en París, si
nario tan tranquila, desfilaba la artillería al trote, abandonando á Bazaine, regresaba el emperador á
una masa de hombres, caballos y cañones, cuyo es la capital. El despacho, en el que se probaba que
trépito conmovía las casas. Una inquietud irrefle- en París no se conocían las posiciones que ocupa-
xiva le sobrecogió ante aquella repentina salida. ban los alemanes, exigía que el ejército avanzase
¿Qué hora era? Dieron en aquel momento las cua- inmediatamente contra viento y marea.
tro en el reloj del Ayuntamiento. Trató de tranqui- —El emperador ha llamado al mariscal Mac-
lizarse, diciendo que aquello era el principio de la Mahon, y han conferenciado solos durante una ho-
retirada, cuyas órdenes se habían dado la víspera, ra. Naturalmente, no sé qué es lo que se han dicho,
cuando un cuadro que vió enfrente acabó de tras- pero lo que todos los oficiales me han asegurado es
tornarle: la ventana de la esquina, en casa del no- que ya no se trata de emprender la retirada, sino
tario, tenía siempre luz, y la sombra del emperador de volver al plan primitivo, es decir; á marchar so-
bre el Meuse... Hemos embargado todos los hornos
del pueblo para el 1 e r cuerpo que reemplazará ma- plan del general Palikao, la marcha fulminante ava-
ñana aquí al 12.o, cuya artillería, como ve usted, salladora sobre Montmedy, ya muy temeraria el
sale ahora para la Besace... Esta vez ya no hay es- veintitrés, posible aún el 25 con buenos soldados y
cape, ¡ahora van ustedes á batirse! un jefe de talento, era el 27 un acto de locura, en
Dejó de hablar y miraba también á la ventana medio de las vacilaciones continuas de los que man-
de enfrente alumbrada. Luego en voz baja, añadió: daban y de la desmoralización creciente del ejér-
—¿Qué habrán podido decirse?... Ya es raro, ya, cito. Si los dos lo sabían ¿por qué cedían á los des-
replegarse á las seis de la tarde, ante la amenaza piadados mandatos de los que aguijoneaban su
de un peligro, y marchar á media noche á meterse indecisión? El mariscal de Mac-Mahon, tal vez, sólo
de cabeza en la boca del lobo, cuando la situación era un soldado que obedecía, alma grande en su ab-
es idéntica. negación, y el emperador, que no ejercía mando,
Mauricio oía siempre el rodar de los cañones, aguardaba al destino. Les pedían su vida y la vida
abajo, en las calles del pueblo, en la obscuridad de del ejército: las daban. Fué la noche del crimen, la
la noche, la oleada de hombres, caballos y carros, noche horrenda, en que se consumó el asesinato de
al trote, se deslizaba hacia el Meuse, marchando una nación; porque el ejército, desde aquel momen-
hacia lo desconocido horrible de la mañana... Y, to se hallaba desamparado. Cien mil hombres eran
sobre las cortinas de la ventana de enfrente veía enviados al matadero.
reflejarse á intervalos iguales la sombra del empe- Pensando en esas cosas tan tristes, Mauricio, se-
rador, el ir y venir de aquel enfermo que el insom- guía con la vista la sombra del emperador sobre la
nio obligaba á estar de pie, necesitando moverse, á muselina de la buena señora Desroches, la sombra
pesar del padecimiento que le minaba, atronados febril, que parecía empujar la despiadada orden
los oidos con el ruido que producían aquellos hom- llegada de París. Aquella noche, la emperatriz ¿no
bres y aquellos caballos que dejaba ir á buscar la había deseado acaso la muerte del padre para que
muerte. reinara el hijo? ¡Anda! ¡anda! sin mirar hacia atrás,
Habían bastado unas cuantas horas para cam- bajo la lluvia, en el barro, á la exterminación, para
biarlo todo; ahora era el desastre, decidido, acepta- que en aquella partida suprema del imperio agoni-
do. ¿Qué habían podido decirse aquel emperador y zante, se juegue hasta la última carta. ¡Anda! anda!
aquel mariscal, prevenidos los dos del desastre ha- ¡muere como un héroe sobre los cadáveres amonto-
cia el cual marchaban, convencidos plenamente de nados de tu pueblo, conmueve al mundo entero, llé-
que iban á ser derrotados dadas las horrorosas con- nale de admiración, para que perdone á tu descen-
diciones en que se iba á encontrar el ejército, no dencia! Y sin duda el emperador iba á la muerte.
habiendo podido cambiar de rumbo por la mañana, Abajo, en la cocina, se habían apagado los fue-
cuando el peligro aumentaba por momentos? El Desastre— Tomo I 10
gos, los caballerizos, los ayudantes, todos dormían, profunda obscuridad que las hogueras hacían resal-
la casa descansaba, mientras que, sola, la sombra tar con puntos rojizos, un ruido producido por ca-
iba y venía sin cesar, resignada á la fatalidad del ballos atravesó el campamento: era la caballería
sacrificio, en medio del ensordecedor estrépito del que marchaba de vanguardia, hacia Ballay y Qua-
duodécimo cuerpo que continuaba desolando en las tre Champs, con objeto de vigilar los caminos de
tinieblas. Boult-aux Bois y de la Croix aux-Bois. Una hora
Mauricio se acordó entonces que si se emprendía después la artillería y la infantería se pusieron en
la marcha hacia adelante, el 7.o cuerpo, no subiría movimiento abandonando aquellas posiciones de
al Chêne; y se vió repentinamente á retaguardia, Falaise y de Chestres, que llevaban defendiendo
separado de su regimiento habiendo desertado de dos días contra un enemigo que nunca se presenta-
su puesto. No sentía ya la quemadura del pie; una ba, El cielo se había cubierto, la noche era muy
cura hábil y algunas horas de descanso habían cal- obscura y cada regimiento se alejaba en medio del
mado la fiebre. En cuanto Combette le dió unos za- mayor silencio era un desfile de sombras: desvane-
patos suyos, anchos, con los que andaba muy á gus- ciéndose en las tinieblas. Todos los corazones la-
to, quiso marcharse en seguida, con la esperanza tían llenos de júbilo, como si hubiesen escapado de
de encontrar al I O 6 . 0 en el camino del Chêne á Vou- alguna emboscada. Se creían ya bajo los muros de
ziers. El boticario trató de detenerle, é iba ya á en- París, en vísperas de tomarse el desquite.
ganchar el coche para conducirle, cuando se pre- Juan trataba de reconocer el camino en la obs-
sentó su dependiente, Fernando, explicando que curidad de la noche. La carretera se deslizaba en-
había ido á ver á su prima. Aquel muchacho páli- tre dos hileras de árboles, y le parecía que atrave-
do, apocado, enganchó el coche y se llevó á Mauri- saba extensas praderas; después se presentaron su-
cio. Habían dado las cuatro, diluviaba, el agua caja bidas y bajadas. Llegaron á- una aldea, que debía
de aquel cielo de tinta, los faroles del coche palide- ser Balay, cuando el pesado nubarrón que obscure-
cían alumbrando apenas el camino, en medio del cía el cielo, reventó en forma de lluvia torrencial.
campo anegado, lleno de inmensos rumores, que los Los soldados habían recibido tanta agua, que ya no
hacían parar á cada kilómetro, creyendo que pasa- se incomodaban. Dejaron atrás Balay, y á medida
ba algún ejército. que se acercaban de Quatre Champs, por el valle
Allá delante de Vouziers, Juan no había podido que iba ensanchándose, algunas ráfagas de aire vio-
dormir. Desde que Mauricio le había explicado có- lento, azotaron el rostro de los hombres. Más allá
mo aquella retirada podía salvarlo todo, vigilaba, de Quatre Champs, cuando subieron sobre la vasta
impidiendo á sus soldados separarse, aguardando la meseta cuyas tierras peladas van hasta Noirval, la
orden de marcha que podía darse de un momento tormenta se desencadenó con furia y un aguacero
á otro. A eso de las dos de la madrugada, con la espantoso volvió á caer sobre las tropas. Se dió allí
la orden de hacer alto, y uno á uno, fueron parán- panario de pizarra de Quatre Champs, que apenas
dose todos los regimientos. El 7.° cuerpo entero, se distinguía; tanta era el agua que caía, que pare-
compuesto de treinta y tantos mil hombres, se en- cía fundir los tejados mohosos del pueblo. Mientras
contró reunido, al amanecer de aquel día cenagoso. Juan miraba la calle en cuesta, distinguió perfecta-
¿Qué ocurría? ¿Para qué aquella parada? La incer- mente un cochecito que llegaba al trote largo del
tidumbre se apoderaba de nuevo de toda aquella caballo, por la calzada convertida en torrente.
gente, algunos decían que las órdenes habían sido Era Mauricio que desde las laderas de enfrente,
mal interpretadas ó habían sido cambiadas. Había- acababa de ver al 7.o cuerpo. Llevaba dos horas
se prohibido romper filas. Por momentos las ráfa- recorriendo los alrededores, engañado por los in-
gas de viento barrían la meseta con tal violencia, formes de un aldeano, y extraviándose á consecuen-
que tenían que apretarse unos contra otros, para cia de la mala voluntad del conductor, á quien el
que no los llevara el aire. La lluvia les cegaba, les miedo á los prusianos daba calentura. En cuanto
acribillaba la piel, una lluvia helada, que se escu- alcanzó la casería, saltó del coche y encontró en
rría sobre sus trajes. Y pasaron dos horas, una es- seguida su regimiento.
pera interminable, sin saber por qué, en medio de Juan se sorprendió al verle.
la angustia que de nuevo oprimía los corazones. —¡Eres tú! ¿Para qué has venido si teníamos que
A medida que el día clareaba, Juan intentaba ir á donde estabas?
orientarse. Le habían enseñado el noroeste, del otro —Mal andas de noticias... No vamos por allí, va-
lado de Quatre Champs, el camino del Chéne, que mos por allá, ¡y á morir todos!
subía por un montecillo. ¿Por qué habían tomado á —¡Bueno va!—dijo Juan palideciendo—Al menos
la derecha, en vez de ir por la izquierda? Después nos matarán juntos.
le llamó la atención, ver instalado el Estado Mayor Los dos hombres se abrazaron. Mauricio entró en
en la Converserie, una casería situada en lo olto de las filas, los soldados continuaban recibiendo el
la meseta. Allí parecían estar atolondrados, los ofi- agua que caía del cielo; Juan se colocó en su pues-
ciales corrían de un lado para otro, discutían gesti- to, aguantando el chaparrón, sin una queja, para
culando. Y nada venía, ¿qué podía ser lo que aguar- dar ejemplo.
daban? La meseta era una especie de circo, había La noticia había circulado. No se replegaban so-
rastrojos hasta perderse de vista, que dominaban bre París, marchaban de nuevo hacia el Meuse. Un
al Norte y al Este en las aítnras muchos bosques; ayudante acababa de llevar al 7.o cuerpo la orden
hacir Sur se extendían también otros bosques; mien- de ir á acampar á Nouart; mientras que el 5.o, diri-
tras que por una especie abertura al Oeste, se veía giéndose hacia Beauclair, tomaría la derecha del
el valle del Aisne, con las casitas blancas de Vou ejército y que el l.o reemplazaría al 12.o en el Ché-
ziers. Y debajo de la Converserie, resaltaba el cam ne, camino para Besace, en el ala izquierda. Si es-
taban allí parados hacía tres horas, aquellos treinta ¿Llegaban ahora los prusianos? ¡Los habían aguar-
y tantos mil hombres, recibiendo á pie quieto el dado durante dos días para darles tiempo de llegar
enorme aguacero, era porque el general Donay, en y después se largaban de este modo! Hasta los más
medio de la deplorable confusión, que había produ- idiotas comprendían la irreparable falta que se ha-
cido aquel nuevo cambio de frente, estaba muy pre- bía cometido, aguardando tontamente; aquel lazo
ocupado por la suerte que podía correr el convoy, tan burdo y que tan buen resultado había dado. Los
enviado la víspera hacia Chagny y era preciso escasos pelotones de la caballería del cuarto ejér-
aguardar para que se reuniera á las tropas. Decía- cito alemán, que iban á la descubierta entretenien-
se que el convoy se había encontrado con el del do á la brigada Bordas, parando, inmovilizando uno
12.o cuerpo, en el Chéne, además, parte del mate á uno todos los cuorpos del ejército de Chalons pa-
rial, las forjas de la artillería, habían equivocado ra dar tiempo de llegar al príncipe real de Prusia,
el camino y volvían de Terrón, por el camino de al frente del ejército. Y á aquella hora, gracias á la
Vouziers, donde probablemente caerían en poder ignorancia del mariscal Mac-Mahón, que no sabía
de los alemanes. Nunca fué mayor el desorden, ni qué fuerzas tenía enfrente, se unían los dos ejérci-
la ansiedad más justificada. tos alemanes, y el 7.o y el 5.o cuerpos iban á ser
Entre los soldados la desesperación fué muy gran- hostigados, perseguidos, bajo la continua amenaza
de. Muchos querían sentarse sobre sus mochilas, en- de un desastre.
cima del barro de aquella meseta, y aguardar la En el horizonte miraba Mauricio como ardía Fa-
muerte bajo la lluvia. Se burlaban de sus jefes, los laise. En aquel momento tuvieron el consuelo de
insultaban. ¡Vaya usos jefes! ¡deshaciendo por la ver el convoy que habían creído perdido, que des-
noche lo que han hecho por la mañana, tan tran- embocaba por el camino del Chéne. Inmediatamen-
quilos cuando no veían al enemigo y escapándose te, mientras que la primera división se quedaba en
cuando se presentaba! Una desmoralización final Quatre Champs para aguardar y proteger el inter-
acababa de hacer de aquel ejéreito un rebaño sin minable desfile de los bagajes, la segunda se ponía
fe, sin disciplina, que se llevaba al matadero, por en movimiento en demanda de Boult-aux Boix, por
los azares del camino. Allá, cerca de Vouziers. aca- el bosque, mientras que la tercera se apostaba á la
baba de comenzar el tiroteo entre la retaguardia izquierda, en las alturas de Belleville, para asegu-
del 7.° cuerpo y la vanguardia del ejército alemán; rar las comunicaciones. Y como el IO6.0 en el mo-
y hacía rato que todas las miradas se dirigían al mento en que el agua volvía á caer con más fuerza,
valle del Aisne, por donde subían espesas columnas abandonaba la meseta, volviendo á emprender la
de humo negro: se supo que era la aldea de Falaise marcha infame, inaudita, sobre el Meuse, hacia lo
incendiada por los huíanos. La desesperación se desconocido, Mauricio volvió á ver la sombra del
apoderó de los soldados. ¿Pues qué era aquello? emperador, yendo y viniendo, triste, sombrío, sobre
las cortinas de la ventana de la señora Desroches. añadió Lapoulle, que sufría enormemente, mucho
¡Ah! ¡ese ejército de la desesperación; ese ejército más que los otros, pue3 tenía un apetito terrible.
de perdición que se enviaba á que lo aplastaran, á El teniente Rochas los hizo callar. ¿No era ver-
que lo aniquilaran, para salvar una dinastía! ¡Anda! gonzoso pensar siempre en llenarse la tripa? El, filo-
¡Anda! ¡sin mirar hacia atrás, bajo la lluvia, en el sóficamente, se apretaba el cinturón cuando no ha-
lodo, al exterminio! bía qué comer. Desde que las cosas habían tomado
tan mal cariz y que por momentos se oía el tiroteo,
VI había vuelto á recuperar toda su confianza, más
—¡Demonio!—dijo al despertarse Chouteau á la testarudo que nunca. La cosa no podía ser más sen-
mañana siguiente, helado y cansado, dentro de la cilla. ¿Estaban allí los prusianos? sí, ¡pues ya esta-
tienda—de buena gana tomaría un caldo, con mu- ban derrotados! y hacía un movimiento de hombros,
cha carne alrededor. como burlándose del capitán Beaudoin, ese joven,
En Boult-aux-Boix, donde acamparon, sólo había como él le llamaba, que había perdido su equipaje
habido un reparto de patatas, pues la administra- y que estaba inconsolable. Se podía pasar sin co-
ción militar, cada vez más aturdida y desorganiza mer, bueno, pero lo que le indignaba era no poder
da por las marchas y contramarchas continuas, no mudarse la camisa.
llegaba nunca'á encontrar las tropas en los sitios Mauricio se despertó temblando de frío y disgus-
señalados por el Estado Mayor. No sabían ya donde tado. Su pie, gracias al calzado ancho, no se le ha-
encontrar entre el desorden que existía, los rebaños, bía inflamado, pero el diluvio de la víspera, que le
y esto significaba la penuria á cada instante y la había calado el capote, le dejó todo el cuerpo des-
miseria en perspectiva. trozado. Le enviaron á buscar el agua para hacer
Loubet, que se desperanzaba, dijo desilusionado: el café y miraba la llanura en cuyo extremo estaba
—¡Se acabaron para siempre los gansos asados! situado Boult aux Bois: los bosques se dirigen al
La escuadra estaba triste, sombría. Cuando no Norte y al Oeste sube una cuesta hasta el pueblo de
comían, no había alegría. Y para colmo de males, Belleville; mientras que del lado de Buzancy, al
la lluvia continuaba sin cesar y el barro les servía Este, se extienden vastos terrenos llanos, con ondu-
de cama. laciones suaves, en las que se ocultan algunas al-
Al ver que Pache se santiguaba después de haber deas. ¿Se aguardaba por allí al enemigo? Al volver
rezado, como tenía por costumbre todas las maña con la cantimplora llena de agua, una familia de
ñas, Chouteau se volvió hacia él, encolerizado: aldeanos, acongojada, delante de la puerta de su
—Pídele á Dios, hombre, que nos envíe un par de casita, le llamó, preguntándole si se iban á quedar
salchichones y una botella de vino. las tropas para defendorlos. En tres ocasiones, con
—¡Si siquiera tuviésemos pan hasta hartarnso!— el ir y venir de órdenes y contraórdenes, el 5.°- cuer-
po había atravesado el país. La víspera se había siempre bien, no se moría de hambre como pasaba
oído el cañoneo del lado de Bar, los prusianos de- en otras. Lo que sufría Mauricio le hacía enterne-
bían estar á unas dos leguas. Cuando dijo que el cer, le miraba preocupado, preguntándose cómo
7.° cuerpo iba á marchar probablemente, las pobres podría llegar hasta el fin da la jornada aquel mu-
gentes empezaron á llorar. Los abandonaban, los chacho tan débil.
soldados no iban allí para batir se, los veían apare Cuando Juan oyó que Mauricio se quejaba de la
cer y desaparecer, huyendo siempre. falta de pan, se puso en pie, desapareció un momen-
—Los que quieran azúcar,—dijo Loubet mientras to y volvió después de haber registrado su mo-
servía el café—no tienen más que meter el dedo y chila.
aguardar á que se derrita. —¡Tomal—dijo entregándole á escondidas una
Ninguno se rió de la ocurrencia. El café sin azú- galleta.—Escóndela, pues no tengo para todos.
car era poco agradable; ¡si hubiesen tenido galletas —Pero ¿y tú?—preguntó el joven.
siquiera! La víspera, para pasar el tiempo sobre la —Yo, no tengas cuidado*. Me quedan dos.
meseta de Quatre Champs, casi todos habían dado Era verdad. Había guardado tres galletas para el
fin de las provisiones que tenían, comiéndose hasta caso de que tuvieran que batirse, sabiendo de an-
las migajas. Pero lo escuadra encontró, afortunada1 temano que en los campos de batalla se desarrolla-
mente, una docena de patatas, que se repartió ami- ba el apetito. Además, había comido una patata, y
gablemente. esto le bastaba. Después Dios diría.
—Si hubiera podido preveer esto, —dijo Mauri- A las diez, el 7.° cuerpo se puso en movimiento.
cio,—hubiese comprado un pan en el Chéne. La primera idea del mariscal Mac Mahón había si-
Juan escuchaba, pero callaba. Al levantarse ha- do de enviarle por Buzancy, sobre Stenay, donde
bía tenido una disputa con Chouteau, á quien ha- hubiera pasado el Meuse. Pero los prusianos, ganan-
bía querido enviar á huscar la leña, pero éste se do en velocidad al ejército de Chalons, debían ha-
negó, insolentándose, diciéndole que no le corres- llarse en Stenay y aún tal vez en Buzancy. Así es
pondía. Desde que las cosas marchaban de mal en que rechazado hacia el Norte, el 7.° cuerpo acaba,
peor, aumentaba la indisciplina, y los jefes no se ba de recibir la orden de dirigirse á la Besace, á
atrevían á castigar á los soldados. Juan, con su cal- unos veinte kilómetros de Boult aux Bois, para ir
ma, comprendió que no tenía más remedio que pres- desde allí, al día siguiente, á pasar el rio Meuse, por
cindir de su autoridad para no provocar tumultos Mouzon. Al emprender la marcha, los soldados se
á cada instante. Se había familiarizado con su es- quejaban, tenían el estómago casi vacío, las cuer-
cuadra, haciéndose amigo de los soldados, á los que pos cansados, extenuados por las fatigas de los úl-
su experiencia y práctica de la vida militar presta- timos días; los oficiales entristecidos por lo que
ba grandes servicios. Si en su escuadra no se comía veían, cediendo al malestar de la catástrofe hacia
hombres por el solo gusto de pasearse. Y por la ex-
la cual marchaban, se lamentaban de aquella inac- tensa llanura, entre los anchos repliegues del terre
ción, se irritaban porque no los habían enviado á no, avanzaban por columnas en dos filas, una á ca-
Buzancy para apoyar al 5.° cuerpo, cuyo cañoneo da lado del camino; en el centro marchaban los ofi-
habían oído. Aquel cuerpo debía también batirse en ciales; pero ya no era como al dia siguiente de sa-
retirada, subir hacia Nouart, mientras que el 12o. lir de Reims, en la Champagne, una marcha alegra-
salía de Besace para Mouzon y el 1.° tomaba la di- da por canciones y chistes, con la mochila al hom-
rección de Raucourt. Era aquella una marcha de bro, fuertes y llenos de esperanza, con el deseo de
rebaño apaleado, hostigado por los perros, empu- ganar por la mano á los prusianos y de batirlos lue-
jándose, atropellándose, hacia aquel Meuse tan de- go; ahora, silenciosos y tristes, irritados, arrastra-
seado, después de tantos retrasos y tardanzas. ban sus cuerpos con el odio hacia el fusil que los
Cuando el IO6.0 dejó á Boult aux Bois á retaguar- magullaba y renegando de su mochila que les ren-
dia de la caballería y c¡e la artillería, en aquel cho- día, sin fe en sus jefes, dejándose caer con tal aba-
rrear de hombres de las tres divisiones que raya- timiento que sólo marchaban como el ganado, bajo
ban la llanura, el cielo se encapotó de nuevo, y la fatalidad del látigo. El miserable ejército empe-
aquellas nubes lívidas acabaron de entristecer á los zaba á subir su calvario.
soldados. El I O 6 . 0 seguía la carretera de Buzancy, Mauricio hacía unos momentos que miraba con
adornada con magníficos álamos. En Germond, una mucha atención. Por izquierda, hacia el valle que
aldea, en la cual los montones de estiércol humea- subía en las gradaciones, acababa de ver salir de
ban delante de las puertas, las mujeres lloraban, un bosquecillo lejano á un hombre á caballo. En
cogían los niños, los tendían hacia las tropas, como seguida aparecieron otros dos. Los tres estaban in-
pidiendo que se los llevaran. No quedaba allí un móviles, pequeños, á causa de la distancia. Creyó
bocado de pan, ni una patata. Después, en vez de que era algún reconocimiento de caballería, cuan-
seguir hacia Buzancy, el 106.° tomó por la iquierda, do algunos puntos brillantes de los hombros, sin du-
subiendo hacia Authe, y los soldados, al ver del da los reflejos de las hombreras, le llamaron la aten-
otro lado de la llanura, sobre la cuesta, á Bellevi- ción.
lle, que habían atravesado la víspera, comprendie-
—¡Mira allí!—dijo Juan.—Son huíanos.
ron que desandaban lo andado.
El cabo se restregó los ojos.
—¡Rayos y truenos!—dijo Chouteau—¿pero cree-
—¡Aquello!
rán que somos peones?
En efecto, eran huíanos; los primeros prusianos
Y Loubet añadió: que veía el 106.o Llevaba el regimiento mes y me-
—¡Vaya unos generales de tres al cuarto! Ya se dia en campaña y no había quemado un cartucho y
conoce que nuestras piernas no les cuestan dinero. ni aun había visto su enemigo.
Todos se incomodaban. No se cansaba á tantos
Corrió la voz, todas las cabezas se volvieron con —¡Nos fastidian!—decían Pache y el mismo La-
curiosidad. No tenían mala pinta aquellos huíanos. poulle.—Si les enviáramos unas cuantas peladillas,
—Uno ee ellos está bastante bien de carnes,— nos serviría de algún consuelo.
hizo notar Loubet. Continuaban andando, marchando siempre, pe-
Pero á la izquierda del bosquecito, en la meseta, nosamente, cansándose mucho. Con el malestar que
se presentó un escuadrón. Y ante aquella aparición producía aquella caminata, sentían que el enemigo
amenazadora, la columna hizo alto. Llegaron órde- los iba cercando por todas partes, del mismo modo
nes y el IO6.0 fué á colocarse detrás de unos árbo- que se siente la tormenta antes de que estalle. Se
les, al lado de un riachuelo. La artillería retroce- habían dado órdenes muy severas á la retaguar-
dió para establecer las baterías sobre una meseta. dia, y ya no había rezagados, con la certidumbre
Durante dos horas estuvieron así, formados en ba- que tenían de que los prusianos seguían los cuer-
talla sin que ocurriera nada. En el horizonte la ma- pos y recogían al que se quedaba en el camino. La
sa de caballería permanecía inmóvil, y compren- infantería enemiga llegaba á toda prisa, marchan-
do por último que perdían el tiempo inútilmente, do á razón de cuarenta kilómetros por día, mien-
volvieron á emprender lo marcha. tras que los regimientos franceses, cansados, para-
—[Vamos!—dijo Juan—otra vez será. lizados, apenas avanzaban.
A Mauricio le quemaban las manos, tenia deseos Eu Authe, el cielo se despejó, y Mauricio, que se
de disparar un tiro. Y volvió á caer en la cuenta guiaba por la dirección del sol, pudo notar que en
de que la víspera se había cometido una torpeza no vez de subir hacia el Chéne, á tres leguas de allí,
acudiendo á apoyar el 5.o cuerpo. Si los prusianos daban la vuelta para dirigirse en línea recta hacia
no atacaban debía obedecer á que no tenían aun el Este. Eran las dos de la tarde y el calor empezó
bastante infantería disponible; de manera qué aque- á molestar á las tropas, después de haber tenido
llas demostraciones, aquellas descubiertas de caba frío con el agua que sobre ellos había caído duran-
llería sólo debían tener por objeto paralizar, retra- te dos días. El camino subía dando muchos rodeos
sar la marcha de los cuerpos. De nuevo volvían á por entre planicies desiertas. Ni una casa, ni un
caer en el lazo, y en efecto, desde aquel momento, sér viviente rompían la monotonía del paisaje; de
el 106.° vió continuamente á los huíanos á su iz- vez en cuando algún bosquecito y el triste silencio
quierda en cada accidente del terreno los seguían, de aquellas soledades había contagiado á los solda-
lo vigilaban, desaparecían detrás de cualquier ca- dos, que con la cabeza baja y sudando arrastraban
sa, para volver á aparecer en otro sitio. penosamente los pies. Llegaron á Saint-Pierremont
Poco á poco los soldados se cansaban al verse y se presentaron á la vista algunas casitas vacías
envueltos de aquel modo, como en las mallas de sobre un montecillo. No atravesaron la aldea y
una invisible red.
Mauricio pudo notar que tomaban por la izquierda, —Tiene la misma edad que yo. Ya te he dicho
hacia el Norte, en dirección de la Besace. que somos gemelos.
Comprendió entonces qué camino habían elegido —¿Se parece á tí?
con objeto de llegar á Mouzón antes que los prusia- —Sí, e3 tan rubia como yo, y con el pelo rizado,
nos. ¿Lograrían lo que se habían propuesto con tro- muy suave... muy pequeñita, con la cara delgada y
pas tan cansadas y desmoralizadas? En Saint Pie- no mete mucha bulla. |Pobrecita!
rremont volvieron á presentarse los huíanos, allá, —¿Os queréis mucho?
á lo lejos, en el recodo del camino que conducía á —Sí... sí...
Buzancy, y al abandonar la aldea la retaguardia, Hubo un momento de silencio y Juan, que no
una batería envió algunas granadas, que cayeron perdía de vista á Mauricio, notó que cerraba los
sin eausar bajas. ojos y que iba á caer.
No contestaron; continuaron la marcha, cada vez —¡Eh! compañero... tente derecho, ¡vive Dios!
más penosa. Dame tu fusil, así descansarás un poco... Vamos á
Desde Saint-Pierremont hasta la Besace queda- perder la mitad de la gente en el camino. ¡No es
ban tres leguas, y Juan, á quien Mauricio acababa posible ir más allá por hoy!
de decírselo, dió señales de desesperación; los sol- En este momento acababa de ver enfrente el
dados no podrían recorrerlas, lo comprendía per- pueblecito de Oches, cuyas casitas se presentaban
fectamente al ver su abatimiento, al notar lo extra- en forma de anfiteatro. La iglesia, de color de ocre,
viado de sus miradas. El camino seguía subiendo lo dominaba todo.
entre dos montecitos que se estrechaban poco á —Con seguridad que vamos á dormir allí,—dijo
poco. Fué necesario hacer alto. Pero aquel descan- Juan.
so sólo había logrado enfriar los miembros, y cuan- Había adivinado. El general Douay que notaba
do emprendieron de' nuevo la caminata, fué peor el cansancio de las tropas, comprendió que era
todavía; los regimientos no avanzaban, y algunos imposible llegar á la Besace aquel día. Lo que le
hombres cayeron. Juan, que veía palidecer á Mau- decidió sobre todo, fué la llegada del convoy, aquel
ricio, cuyas miradas se extraviaban, hablaba mu- molesto convoy que venía arrastrando detrás de
cho contra su costumbre, para animarle, distraerle. sus tropas desde Reims y cuyas tres leguas de ca-
—¿Dices que tu hermana vive en Sedán? ¡Tal vez rros y de acémilas, tanto retrasaban las marchas.
pasemos por allí! Había dado orden para que desde Quatre Champs
—¿Por Sedán? jNuncal No es nuestro camino, se dirigiera directamente á Saint-Pierremont, y en
tendrían que haberse vuelto locos. Oches fué donde el convoy había alcanzado al ejér-
—¿Es joven tu hermana? cito, tan agotadas las fuerzas que las caballerías
Desastre—lomo I—11
tío querían andar más. Eran las cinco. El general de las dos galletas que le quedaban, vió que éste
Douay, temiendo penetrar en los desfiladeros de dormía profundamente. Quiso despertarle, pero des-
Stonne, renunció á acabar la etapa señalada por el pués, estoicamente, volvió á colocar las dos galle-
mariscal. Se detuvieron y acamparon; el convoy tas en la mochila, escondiéndolas como si fuera
abajo, en las praderas, estaba guardado por una di- oro; se contentó con beber café, como los demás.
visión, mientras que la artillería se instalaba de- Había exigido que plantaran la tienda, y todos
trás, sobre una eminencia y más arriba la brigada estaban ya acostados cuando volvió Loubet con
que debía ir á retaguardia, enfrente de Saint Pie- unas cuantas zanahorias que había arrancado cer-
rremont. Otra división, de la que formaba parte la ca de allí. Como no había medio de cocerlas, las
brigada de Bourgain Desfeuilles, se estableció de- comieron crudas, pero tanto exasperaban el ham-
trás de la iglesia, sobre una ancha meseta que bor- bre, que Pache se puso enfermo.
deaba un bosque de encinas. —No, no, déjele usted dormir,—decía Juan á
Llegaba la noche, cuando el 106° pudo por fin Chouteau, viendo que éste quería despertar á Mau-
instalarse en la orilla del bosque, no sin gran traba- ricio para darle su parte.
jo, tal había sido la confusión para elegir los puestos. —¡Ah!—dijo Lapoulle,—mañana cuando llegue-
— ¡Silencio! dijo Chouteau, ¡yo no cómo, duermo! mos á Angulema tendremos pan.. un primo mío ha
Todos decían lo mismo. Muchos no tenían alien- estado allí de guarnición y dice que es buen punto.
tos para clavar las tiendas de campaña, se dormían Todos se extrañaban de aquella salida, y Chou-
donde caían. teau dijo:
Además, para poder comer hubiera sido necesa- —¡Pero qué! ¿Vamos á Angulema? ¡Vaya un ani-
rio que la administración militar hubiese hecho un mal, que cree que estamos cerca de Angulema!
reparto de provisiones, y la administración militar, No hubo medio de obtener explicaciones de La-
que aguardaba al séptimo cuerpo en la Besace, no poulle. Creía que iban á Angulema. El fué también
se hallaba en Oches. En el abandono que reinaba, quien aquella mañana, al ver los huíanos, había
ya no se tocaba á provisiones. El que podía se sostenido que eran soldados del ejército de Bazaine.
aprovisionaba y el que no, lo dejaba. Desde este El campamento quedó envuelto en tinieblas, en
momento ya no se distribuyó nada á las tropas; los medio de un silencio sepulcral. A pesar del fresco
soldados tuvieron que vivir con los víveres que de de la noché, se había prohibido encender hogueras.
bían llevar en sus mochilas, y las mochilas estaban Sabían que los prusianos se encontraban á pocos
vacías; pocos fueron los que encontraron algo de kilómetros, y los ruidos se ensordecían por temor
lo que les había sobrado en Vouziers. Tenían aún de que los descubrieran. Los oficiales habían pre
café; los menos cansados lo bebieron sin azúcar. venido á las tropas que la marcha empezaría á las
Cuando Juan quiso comer, dando á Mauricio una cuatro de la mañana para ganar el tiempo perdido,
üo querían andar más. Eran las cinco. El general de las dos galletas que le quedaban, vió que éste
Douay, temiendo penetrar en los desfiladeros de dormía profundamente. Quiso despertarle, pero des-
Stonne, renunció á acabar la etapa señalada por el pués, estoicamente, volvió á colocar las dos galle-
mariscal. Se detuvieron y acamparon; el convoy tas en la mochila, escondiéndolas como si fuera
abajo, en las praderas, estaba guardado por una di- oro; se contentó con beber café, como los demás.
visión, mientras que la artillería se instalaba de- Había exigido que plantaran la tienda, y todos
trás, scbre una eminencia y más arriba la brigada estaban ya acostados cuando volvió Loubet con
que debía ir á retaguardia, enfrente de Saint Pie- unas cuantas zanahorias que había arrancado cer-
rremont. Otra división, de la que formaba parte la ca de allí. Como no había medio de cocerlas, las
brigada de Bourgain Desfeuilles, se estableció de- comieron crudas, pero tanto exasperaban el ham-
trás de la iglesia, sobre una ancha meseta que bor- bre, que Pache se puso enfermo.
deaba un bosque de encinas. —No, no, déjele usted dormir,—decía Juan á
Llegaba la noche, cuando el 106° pudo por fin Chouteau, viendo que éste quería despertar á Mau-
instalarse en la orilla del bosque, no sin gran traba- ricio para darle su parte.
jo, tal había sido la confusión para elegir los puestos. —¡Ah!—dijo Lapoulle,—mañana cuando llegue-
— ¡Silencio! dijo Chouteau, ¡yo no cómo, duermo! mos á Angulema tendremos pan.. un primo mío ha
Todos decían lo mismo. Muchos no tenían alien- estado allí de guarnición y dice que es buen punto.
tos para clavar las tiendas de campaña, se dormían Todos se extrañaban de aquella salida, y Chou-
donde caían. teau dijo:
Además, para poder comer hubiera sido necesa- —¡Pero qué! ¿Vamos á Angulema? ¡Vaya un ani-
rio que la administración militar hubiese hecho un mal, que cree que estamos cerca de Angulema!
reparto de provisiones, y la administración militar, No hubo medio de obtener explicaciones de La-
que aguardaba al séptimo cuerpo en la Besace, no poulle. Creía que iban á Angulema. El fué también
se hallaba en Oches. En el abandono que reinaba, quien aquella mañana, al ver los huíanos, había
ya no se tocaba á provisiones. El que podía se sostenido que eran soldados del ejército de Bazaine.
aprovisionaba y el que no, lo dejaba. Desde este El campamento quedó envuelto en tinieblas, en
momento ya no se distribuyó nada á las tropas; los medio de un silencio sepulcral. A pesar del fresco
soldados tuvieron que vivir con los víveres que de de la noche, se había prohibido encender hogueras.
bían llevar en sus mochilas, y las mochilas estaban Sabían que los prusianos se encontraban á pocos
vacías; pocos fueron los que encontraron algo de kilómetros, y los ruidos se ensordecían por temor
lo que les había sobrado en Vouziers. Tenían aún de que los descubrieran. Los oficiales habían pre
café; los menos cansados lo bebieron sin azúcar. venido á las tropas que la marcha empezaría á las
Cuando Juan quiso comer, dando á Mauricio una cuatro de la mañana para ganar el tiempo perdido,
—¿Diga usted? ¿No es usted Guillermo Sambuc>
y todos, de prisa, se durmieron, aniquilados. Por de Remilly?
encima de aquellos campamentos dispersos, la res- Y, como éste, después de algunas vacilaciones,
piración fuerte de aquella multitud subía en las ti- contestara que sí, el joven retrocedió un paso, por-
nieblas, como si fuera el aliento mismo de la tierra. que aquel Sambuc tenía fama de ser un granuja,
De pronto, un tiro despertó á la escuadra. La no- digno hijo de una familia de leñadores, que andaba
che era muy obscura. Debían ser las tres. Todos se en malos pasos; al padre, un borracho, se le encon-
pusieron de pie, y la alarma cundió por todo el tró una noche degollado, en un bosque; la madre y
campamento, creyendo que el enemigo atacaba. la hija, mendigas, ladronas, habían desaparecido.
Era que Loubet, que no dormía ya, se había levan- Guillermo contrabandeaba, y uno solo, de toda
tado é internádo8e en el bosque, donde debía de aquella manada de lobos, había crecido honrado,
haber conejos. ¡Vaya un banquete si al amanecer Próspero, el cazador de Africa, que antes de tener
llevaba un par de conejos á los compañeros! Pero la suerte de ser soldado, había sido mozo de labran-
como estaba buscando un puesto, oyó que venían za, por odio á la selva.
hacia él algunos hombres rompiendo ramas, se asus- —He visto á su hermano en Reims y en Vouziers,
tó y disparó un tiro creyendo que eran prusianos. —dijo Mauricio.—Está muy bien.
—Juan, Mauricio y otros acudían, cuando una Sambuc no contestó. Para cortar la conversa-
voz ronca gritó: ción añadió:
—No tiréis, ¡vive Dios! —Llevadme al general. Díganle que somos los
Era en la orilla del bosque; un hombre alto y del- voluntarios de los bosques de Dieulet, y que tene-
gado, cuyas barbas toscas apenas se distinguían. mos que comunicarle algo muy importante.
Llevaba una blusa gris ceñida por un cinturón rojo, Cuando regresaban hacia el campamento, Mau-
y tenía un fusil. En seguida explicó que era fran- ricio se acordaba de aquellas compañías de volun-
cés, sargento de voluntarios, y que venía con dos tarios, en las que se habían fundado tantas espe-
hombres desde los bosques de Dieulet, para dar al- ranzas y que solo producían quejas. Tenían que
gunos informes al general. hacer la guerra de escaramuzas, de emboscadas,
—¡Eh! ¡Cabasse! ¡Ducat!—gritó volviéndose,- aguardando al enemigo detrá3 de los vallados, hos-
¡venid acá, holgazanesl tigarle, matarle los centinelas, guardar los bosques,
Los dos hombres habían tenido miedo, sin duda, de donde ni un prusiano saldría vivo. Y, en ver-
pero se acercaron; Ducat era pequeño, regordete, dad, estaban á punto de ser el terror de los aldea-
pálido, casi calvo; Cabasse, alto,seco,la tez morena, nos, á los que defendían muy mal y á los que des-
casi negra, con una nariz larga en forma de cuchillo, trozaban los campos. Por horror del servicio mili-
Mauricio, que examinaba muy de cerca al sar- tar regular, todos los aventureros se apresuraban
gento, acabó por preguntarle:
á vestir el uniforme de voluntario, contentos de no —¿De dónde vienen? ¿qué quieren? ¡Ah! ¡sois
verse sujetos á la disciplina, de poder andar á su vosotros los voluntarios! ¡vaya unos caballeros!
capricho por los caminos, comiendo y durmiendo —Mi general,—dijo Sambuc sin amilanarse,—so-
donde podían. mos los que guardamos los bosques de Dieulet...
En algunas compañías el reclutamiento había —¿Qué bosques son esos?
—Los que ^stán entre Stenay y Mouzón, mi ge-
sido infernal.
neral.
—;Eh! Cabasse, ¡eh! Ducat—continuaba diciendo
—Stenay, Mouzón, no conozco eso; ¡cómo voy á
Sambuc—acercáos, holgazanes.
saber yo dónde estoy con tantos nombres nuevos!
A esos dos también los conocía Mauricio y sabía
El coronel Vineuil intervino discretamente para
que eran dos individuos de la peor casta. Cabasse,
recordarle que Stenay y Mouzón estaban sobre el
el alto, nacido en Tolón, antiguo mozo de café en
Meuse, y que habiendo ocupado los alemanes el
Marsella, que había ido á parar á Sedán como co
primer punto, iban á intentar pasar el río por el
misionista, había estado á punto de ir á la cárcel,
puente del segundo pueblo, un poco más al Norte.
por una historia de robo que no pudo ponerse muy
—Mi general—añadió Sambuc—hemos venido
en claro. Ducat, el pequeño, procurador en Blain-
para prevenirle que los bosques de Dieulet están
ville, había tenido que traspasar su cargo por las
llenos de prusianos... Ayer, al salir el quinto cuerpo
inmoralidades que había cometido, y había estado
de Bois-les Dames, tuvo un encuentro, cerca de
á punto de ser procesado por hechos análogos en
Nouart.
Raucourt, donde era tenedor de libros de una fá-
—¡Pero qué! ¿se han batido ayer?
brica. Este último sabía latín, mientras que el pri-
—Sí, mi general, el quinto cuerpo se ha batido
mero apenas si sabía leer; pero los dos formaban la
replegándose, y debe estar esta noche en Beau-
pareja, una pareja que inspiraba bastante cuidado.
mont... y mientras los compañeros han ido á preve-
El campamento se despertaba. Juan y Mauricio
nirle, nosotros hemos venido aquí, para que supie-
llevaron á los voluntarios al capitán Beaudoin,
ra cuál era su situación y pudiese usted ir á soco-
quien á su vez los presentó al coronel Víneuil. Este
rrerle, porque le van á caer encima sesenta mil
los interrogó, pero Sambuc, confiado en su impor-
alemanes por la mañana.
tancia, quería hablar al general; y como el general
Bourgain Desfeuilles, que había pasado la noche El general Bourgain Desfeuilles al oir aquella
en casa del cura de Oches, acababa de presentarse cifra, manifestó algunas dudas.
en la puerta del presbiterio de mal humor por —¡Sesenta mil hombres! muchos hombres son;
aquella madrugada para emprender una nueva jor- ¿por qué no ha dicho cien mil? El miedo le hace
nada de fatiga y de hambre, acogió á los volunta ver el doble. No puede haber cerca de nosotros se-
rios con malos modales. senta mil hombres, sin que lo supiéramos.
Y no hubo medio de convencerle, á pesar de que Mauricio dijo que no. El pie estaba muy bien,
Ducat y Cabasse confirmaron lo dicho por Sambuc. gracias á los anchos zapatos que tenía.
—Hemos visto los cañones,—dijo el provenzal,— —¿Tienes hambre?
y tienen que ser muy testarudos para meterlos por Y Juan, viendo que no contestaba, sacó sin que le
el camino del bosque, que está imposible con las vieran una de las dos galletas, y mintiendo, con
lluvias de estos últimos días. 9 mucha sencillez:
—Alguno les sirve de guía,—dijo el exprocurador. —Toma,—le dijo,—te he guardado tu ración...
El genera], desde lo ocurrido en Vouziers, ya no yo he comido la mía ahora mismo.
creía en la concentración de los dos ejércitos ale- Amanecía cuando el 7.° cuerpo salía de Oches,
manes, de que tanto le habían hablado. Y no ere jó camino de Mouzón, por la Besace, á donde hubiera
oportuno enviar á los voluntarios para que habla- debido pernoctar. Primero había salido el enorme
ran con el jefe del séptimo cuerpo, con quien éstos convoy, acompañado de la primera división, y si
creían estar hablando. Si hubiesen hecho caso de los carruajes del tren con buen ganado marchaban
cuanto decían los aldeanos, de todos los que traían á buen paso, en cambio los carros embargados, va-
noticias, no hubiera habido medio de dar un paso. cíos la mayor parte é inútiles,se retrasaban mucho
Dió orden á los voluntarios de que siguieran á la en las cuestas del desfiladero de Stonne. El camino
columna puesto que conocían el país. sube, especialmente después de la aldea de la Ber-
—De todos modos hay que agradecerles que ha- liére, entre los dos montes cubiertos de árboles, que
yan venido,—dijo Juan á Mauricio mientras vol- lo dominan. A las ocho, cuando las otras dos divi-
vían á Su puesto para recoger la tienda de campa- siones se ponían en marcha, se presentó el maris-
ña.—Han andado cuatro leguas durante la noche cal Mac-Mahon, desesperándose al ver allí aquellas
para poder avisarnos. tropas que creía habían salido ya de la Besace por
Mauricio convino en ello. Le atormentaba la la mañana y que sólo tenían que andar algunos ki-
idea de que los prusianos se hallaban en los bos- lómetros para llegar á Mouzón. Tuvo una discusión
ques de Dieulet, camino de Sommauthe y de Beau- bastante fuerte con el general Douay, acordándose
mont. Se había sentado, cansado ya, antes de em- por último dejar á la primera división que escolta-
prender la caminata, con el estómago vacío, el co- ra al convoy en marcha hacia Mouzon, y que las
razón oprimido, al amanecer de aquel día que pre- otras dos divisiones, para no retrasarse más con
sentía iba á ser horrible. aquella pesada vanguardia, tomasen el camino de
. Al verle tan pálido, el cabo le preguntó cariñosa- Raucourt á Autrecourt, con objeto de pasar el río
mente: Meuse en Villers. Había que subir de nuevo hacia
—¿Estás mal, no es verdad? ¿Te hace sufrir el el Norte, con la prisa que tenía el mariscal de po-
pie todavía? ner el río entre su ejército y el del enemigo. Costa-
coronel Vineuil para reconocer el país. Se les veía
ra lo que costara, habla que estar aquella noche al
allá en lo alto, entre dos bosquecitos, examinando
otro lado del Meuse y la retaguardia se encontraba
el terreno con sus gemelos; enviaron en seguida un
aún en Oches. Una batería prusiana desde un cerro
ayudante para que hiciera subir á los voluntarios.
lejano, del lado de Saint Pierremont, empezó á ca-
Algunos soldados, Juan y Mauricio entre ellos,
ñonearlos como la víspera; primero contestaron á
acompañaron á éstos para en el caso de que los ne-
aquellos disparos y después las últimas tropas se
cesitaran.
replegaron.
En cuanto el general vió á Sambuc, gritó:
Hasta las once el 106° siguió lentamente el cami-
—¡Vaya un país, con estas cuestas y estos bos-
no que serpentea en el fondo del desfiladero del
ques!... ¿Oye usted? ¿Dónde es, dónde se baten?
Stonne, entre los altos cerros. Sobre la izquierda
Sambuc, seguido de Ducat y Cabasse escuchó,
las crestas empinadas suben desnudas, escarpadas,
examinó un momento el vasto horizonte sin contes-
mientras que por la derecha los bosques descienden
tar. Mauricio, muy cerca de él, miraba también sor-
por pendientes suaves. El sol habia vuelto á apare-
prendido por el inmenso desarrollo de los valles y
cer y hacia mucho calor en aquel valle estrecho y
bosques que veía. Hubiérase dicho que aquello era
completamente solitario. Después de la Berliere,
un mar sin límites, con olas inmensas y lentas. Los
que domina un calvario grande y triste, no se en-
bosques manchaban con tintes verdes las tierras
cuentra una casa, ni un sér viviente y los hombres
amarillentas, mientras que las colinas lejanas,bajo
tan cansados, tan destrozados, hambrientos y sin
el sol ardiente, se anegaban en vapores rojizos. No
haber dormido apenas, se arrastran penosamente
se advertía nada, ni la más pequeña humareda en
sin valor para sufrir más y renegando.
el fondo claro del cielo, pero el cañón seguía retum-
De pronto, mientras estaban parados al lado del baudo cada vez con mayor estrépito, semejante al
camino, volvióse á oir el disparo de los cañones á de uno tempestad lejana que iba aumentando por
la derecha. Los cañonazos eran tan secos que el momentos.
combate no debía librarse á más de dos leguas de —Allí está Sommauthe, á la derecha,—acabó por
distancia. Sobre aquellos hombres, cansados de re- decir Sambuc, señalando un monte:—Yoncq está
plegarse enervados de tanto aguardar,el etecto que aquí, á la izquierda. La batalla es en Beaumont, mi
produjeron los cañonazos fué extraordinario. general.
Todos de pie, agitados, olvidando sus penas y sus —Sí, en Verniforet ó en Beaumont,—replicó Du-
fatigas, querían batirse, hacerse matar antes que cat.
continuar huyendo á la desbandada,sin saber cómo El general gruñía:
ni por qué. —Beaumont, Beaumont, nunca sabe uno donde
El general Bourgain-Desfeuilles, acababa en aquel se encuentra en este endiablado país...
momento de subir á un cerro, llevándose consigo al
Después añadió en voz alta: Tuvieron que detenerse una vez más. El Estado
—¿Qué distancia hay desde aqui hasta Beau- Mayor subía por el estrecho sendero. Era el gene-
mont? ral Douay, que acudía muy preocupado. Cuando
—Unos diez kilómetros, tomando por el camino interrogó á los voluntarios, se le escapó un grito de
del Chéne á Stenay que pasa por allí. rabia. ¡Qué hubiera podido hacer, aunque lo hubie-
El cañoneo continuaba y parecía avanzar del se sabido por la mañana! La orden del mariscal
Oeste al Este, aumentando siempre en intensidad. MacMahon era muy severa. Era preciso atravesar
Sambuc añadió: el Meuse antes de la noche, fuera como fuera. ¡Y
—¡Demonio! ¡La cosa está que arde!... Lo espera- ahora, de qué modo podria reunir todas las tropas
ba, se lo había prevenido esta mañana, mi general; que estaban escalonadas y en marcha hacia Rau-
con seguridad que son las baterías que hemos vis cort para dirigirlas con rapidez sobre Beaumont!
to en los bosques de Dieulet. A estas horas el 5.° ¿No llegarían demasiado tarde? El 5.° cuerpo debía
cuerpo debe tener encima todo ese ejército que lle- batirse ya en retirada por el lado de Mouzon y los
gaba por Buzancy y por Baaulair. cañonazos lo indicaban, cada vez se oían más al
Volvieron á callar y mientras tanto la batalla se Este, como si fuera un huracán de truenos y grani-
oía cada vez más estruendosa. Mauricio apretaba zos, que marchaba y se alejaba. El general Douay
los dientes, pues tenía ganas de gritar. ¿Por qué no levantó los brazos al aire y con un gesto de furiosa
iban en seguida al sitio donde hacían falta? Nunca impotencia, dió la orden de continuar la marcha
había experimentado tal excitación. Cada cañonazo hacia Raucourt.
resonaba en su pecho y le conmovía, le impelía á ¡Qué marcha aquella, en el fondo del desfiladero
ir al combate, para acabar de una vez y entrar en de Stonne, por entre las altas crestas, mientras que
la batalla. Pues qué, ¿iban á oir el fuego otra vez, á la derecha, detrás de los bosques, el cañoneo con-
á pasar junto á aquel campo de batalla, rozarle tinuaba! A la cabeza del 106° el coronel Vineuil
casi sin disparar un tiro? ¿Se habían propuesto aca- marchaba tieso en su caballo, con la cabeza de-
so llevarlos así de ese modo, huyendo siempre des- recha, pálido el semblante, temblándole los párpa
de el principio de la guerra? En Oches, el enemigo dos, como si contuvieran lágrimas que pugnaban
acababa de cañonearlos un momento por la espal- por escapársele. El capitán Beaudoin, mudo, silen-
da. ¡Seguirían corriendo de ese modo, no irían á cioso, se mordía el bigote, mientras que el teniente
apoyar á sus compañeros en aquel trance! Mauricio Rochas, á pesar suyo, recriminaba, lanzaba insul-
miró á Juan que estaba muy pálido; los ojos le bri- tos contra todos y contra sí mismo. Y, entre los sol-
llaban, efecto de la fiebre. Todos los corazones vi- dados que no tenían ganas do batirse, entre los me-
braban en los pechos al oir aquella llamada del ca- nos valientes, aumentaba el deseo de gritar, de
ñón. pegar, la rabia de la continua derrota, el deseo de
sa del pánico. Sorprendidos, atacados de flanco ha-
marcharse pesadamente, mientras que aquellos con- bían huido y el mismo pánico los devolvía, ensan-
denados de prusianos degollaban allá á los compa- grentados, medio locos, trastornando á sus compa
ñeros. fieros con el espanto. Sus revelaciones sembraban
Al pie de Stonne, cuyo camino en forma de lazo el miedo, parecían como el eco del cañoneo que
baja por entre montes, el terreno se había ensan- oían sin cesar desde el mediodía.
chado; las tropas atravesaban bastas tierras corta- Al atravesar Roucourt fué la ansiedad, el atrope-
das por bosques. A cada momento desde la salida llo tonto. ¿Debían tomar á la derecha, en dirección
de Oches, el 106«, que se encontraba ahora á reta- á Autrecourt, para pasar el Meuse en Villers como
guardia, esperaba verse atacado, porque el ene- se había acordado? Vacilando, dudando, el general
migo seguía á la columna, la vigilaba, aguar- Douay temió encontrar allí, el puente atestado y
dando sin duda el momento oportuno para co- tal vez ya en poder de los prusianos. Prefirió seguir
gerla por la cola. La caballería, aprovechando los derecho por el desfiladero de Haraucourt, para lle-
menores repliegues del terreno, intentaba ganarla gar á Remilly antes que anocheciera. Después de
por los flancos; se vieron algunos escuadrones de Douzon. Villers y después de Villers, Remilly: su-
la guardia prusiana, desembocar por detrás de un bían siempre y los huíanos galopando, espoleándo-
bosque; pero se detuvieron ante la maniobra que los. Sólo faltaban dos kilómetros, pero eran ya las
hizo un regimiento de húsares que se adelantó ba- cinco y sentíanse muy cansados. Estaban en pie
rriendo el camino. Y gracias á ese avance la reti- desde el amanecer, habían tardado doce horas en
rada continuó efectuándose con bastante orden, recorrer tres leguas, parándose y marchando, en-
cuando al acercarse á Raucourt, un espectáculo tre emociones y temores sin límite. Durante las dos
vino á aumentar la angustia, acabando por desmo últimas noches los hombres apenas habían dormi-
ralizar á los soldados. De repente por un camino do y apenas si comieron desde Vouziers. Se caían
vieron desembocar una masa de hombres, precipi- de inanición. Lo de Raucourt fué horrible.
tadamente; oficiales heridos, soldados desbandados La pequeña ciudad es muy rica, con fábricas nu-
y sin armas, carruajes del convoy á escape, hom merosas, su calle mayor de buenas edificaciones se
bres y animales huyendo alocados se esparcían ex- extiende por ambos lados de la carretera con su
traviándose. Eran los restos de una brigada de la linda iglesia y la Casa Consistorial muy bonita.
l.a división, que escoltaba un convoy que había Pero como el emperador había pasado allí la no
salido por la mañana hacia Mouzon, por la Besace. che con el mariscal Mac Mahon, y detrás de ellos
Una equivocación de caminos, una casualidad des hubo de pasar el primer cuerpo entero, que duran-
graciada hacía hecho que aquellas tropas y una te toda la mañana había recorrido el camino, no
parte del convoy fuesen á caer á Varniforet, cerca quedaban ya recursos ni provisiones. No se encon-
de Beaumont, cuando el 5.° cuerpo se retiraba pre
traba vino, pan ni azúcar, nada de lo que se bebe
ni de lo que se come. Habíase visto á algunas se- —Pero ¿y tú?—preguntó recordándolo ¿no has
ñoras distribuyendo tazas de caldo y vasos de vino, comido?
hasta agotarlo todo. Y cuando los primeros regi- —Yo,—dijo Juan,—tengo la piel muy dura, y
mientos del 7.° cuerpo empezaron á desfilar, fué puedo aguardar ¡Un buen trago de jarabe de ra-
aquello una desesperación. ¿Pues qué, todavía que- nas y ya estoy firme!
daban más soldados? De nuevo por la calle mayor Se fué á llenar el plato de nuevo, lo vació de un
empezaron á pasar hombres extenuados, cubiertos trago y luego dió un chasquido con la lengua y eso
de polvo, muriédose de hambre, sin que tuviesen que él también tenía la cara lívida, y tanta ham-
ya nada que darles.Muchos se paraban en las puer- bre, que le temblaban las manos.
tas, llamaban y tendían las manos á las ventanas —¡Vamos, levántate! hay que alcanzar á los com-
pidiendo por misericordia un pedazo de pan y al pañeros.
gunas mujeres lloraban, haciendo señales de que Mauricio se levantó, dió el brazo á Juan y se dejó
no podían darles nada, que no tenían. arrastrar como un niño. Jamás el brazo de ninguna
En la esquina de la calle de los Dix Potiérs, Mau- mujer le había hecho latir tanto el corazon. En el
ricio, desmayado, cayó al suelo y Juan que había desquiciamiento de todo, en medio de aquella mise-
acudido oyó que le decía: ria, con la muerte enfrente, le confortaba la idea
—No, déjame; esto se acabó... prefiero morir aquí. de tener á su lado un sér que le quería tauto y que
Se había dejado caer en la esquina. El cabo qui- le cuidaba, y tal vez la idea de que el corazón de
so mostrarse severo, como si estuviera descontento. aquel hombre que tanta abnegación le demostraba,
—¡Vive Dios!¿quién me ha traído un soldado tan era el de un aldeano, que le había inspirado antes
flojo? ¿quieres que te recojan los prusianos? ¡Vamos, alguna repugnancia, añadía á su gratitud una dul-
arriba! zura infinita. ¿No era acaso aquello la fraternidad
Después, viendo que el joven no contestaba, lí- tal como debía ser al principio del mundo, la amis-
vido, con los ojos cerrados, siguió jurando, pero tad antes que la cultura de las clases, esa amistad
con tono paternal, casi llorando: de dos hombres unidos y confundidos en la común
—¡Por vida del demonio! necesidad de su asistencia, de su mutuo apoyo, an-
Echó á correr hacia una fuente, llenó su plato de te la amenaza de la naturaleza enemiga? Oía latir
agua y volvió para mojarle la cara. Después, sin su humanidad en el pecho de Juan y se sentía or-
ocultarse, sacó de su mochila la última galleta que gulloso de verle más fuerte, socorriéndole, ayudán-
había guardado con tanto cuidado, la rompió á pe dole, mientras que Juan, sin analizar sus sensaciones,
dazos y fué metiéndoselos en la boca. El hambrien- sentía mucha alegría protegiendo en su amigo, aque-
to abrió los ojos, y devoró. lla gracia, aquella inteligencia, que en él se halla-
Desastre—Tomo I—12
ban en estado rudimentario. Desde que había ocu- perdía un minuto, se podría pagar muy caro. La
rrido la muerte vialentade su mujer, arrebatada por cabeza de la columna debía estar ya en Remilly, la
un sangriento drama, creía que no tenía corazón y marcha continuaba, muy de prisa, cuando repenti-
había jurado no volver á ver esas criaturas que namente hubo una parada.
hacen sufrir tanto aún cuando no sean malas. Y la —¡Demonio!—dijo Chouteau,—¿nos van á dejar
amistad era para los dos como un bálsamo; aunque aquí?
no se abrazaban, se sentían uno dentro del otro, El 106o no había llegado aún á Haraucourt y
aunque eran muy distintos, en aquel terrible cami- continuaban cayendo granadas.
no de Remilly, sosteniéndose mútuamente, forman- Mientras el regimiento aguardaba, marcando el
do un solo sér de piedad y de sufrimiento. paso, estalló una á la derecha, sin herir á nadie,
Al abandonar la retaguardia á Raucourt, los afortunadamente. Pasaron cinco minutos de agonía
alemanes entraban por el otro extremo, y dos de horrible. Nadie se movía, debía haber algún obstá-
sus baterías, instaladas inmediatamente, á la iz- culo que impedía la marcha. Y el coronel, derecho
quierda, sobre las alturas, empezaron á cañonear- sobre los estribos, nervioso, miraba, sintiendo que
los. En aquel momento el 106°, que desfilaba por el detrás de él el pánico se apoderaba de sus hombres.
camino pue baja del Emmane, se encontraba en la —Todo el mundo sabe que estamos vendidos,—
línea de tiro. Un proyectil cortó un álamo en la dijo con rabia Chouteau.
margen del río; otro se enterró en un prado al lado Empezaron los murmullos, que iban en aumento,
del capitán Beaudoin, sin estallar. Pero hasta llegar bajo los latigazos del miedo. ¡Sí! ¡sil los habían lle-
á Haraucourt el desfiladero iba estrechándose, y vado allí para venderlos, para entregarlos á los
las tropas se amontonaban, como en un callejón es prusianos. En el encarnizamiento de la desgracia y
trecho, dominado por ambos lados, con crestas lle- con el exceso de faltas cometidas, no quedaba ya
nas de árboles: si un puñado de prusianos se em- en el fondo de aquellos cerebros limitados, más que
boscaba allá arriba, el desastre era seguro. Caño- la idea de una traición que pudiese explicar tal se-
neados por la cola, y amenazados de un ataque po rie de desastres.
sible á derecha é izquierda, las tropas avanzaban —¡Nos hacen traición! ¡nos hacen traición!—re-
con ansiedad para salir pronto de aquel sitio peli- petían las voces alocadas.
groso. Un último arranque de energía había ani- Y Loubet tuvo una idea,
quilado á los más fatigados. Los soldados que mo- —Tal vez sea ese cochino de emperador, que es-
mentos antes se arrastraban penosamente, al pasar tará allá, en mitad del camino, con sus equipajes,
por Raucourt, alargabán el paso, reanimados al ver- impidiendo el paso.
se espoleados por el peligro. Hasta los caballos pa- La noticia circuló en seguida. Se afirmaba qne el
recían tener conciencia del peligro y de que si se obstáculo consistía en el séquito del emperador, que
glos. Juan había vuelto á coger á Mauricio de la
mano, y con mucha sangre fría le explicaba al oído
cortaba la columna, y fué aquello una cosa horri- que si los compañeros empujaban, los dos saltarían
ble, palabras atroces, todo el odio que inspiraba la á la izquierda, para trepar por los bosques del otro
insolencia de las gentes que estaban al servicio del lado del río. Buscaba á los voluntarios con la mira-
emperador, que se apoderaban de los pueblos don- da, creyendo que conocerían los caminos; pero le
de dormían, desempaquetando las provisiones, las dijeron que habían desaparecido, al pasar por Rau-
cestas de vinos, la vajilla de plata, delante de los court. Y de pronto, volvieron á emprender la mar-
soldados extenuados, á quienes faltaba de todo; que cha, dieron la vuelta en un recodo del camino, al
encendían las cocinas, cuando los infelices soldados abrigo ya de las baterías alemanas. Más tarde se
no tenían que comer. ¡Ah! ¡ese miserable empera- supo, que la causa del desbarajuste de aquella jor-
dor, en aquel momento sin trono y sin mando, se- nada desgraciada, había sido la división Bonne-
mejante á un niño extraviado en su imperio, que main que cortó y paralizó al 7.o cuerpo, para dar
llevaban como un paquete inútil, entre los bagajes paso á los cuatro regimientos de coraceros.
de las tropas, condenado á arrastrar en pos de sí, La noche se venía encima cuando el 106o atrave-
la ironía de su casa de gala, sus cien guardias, sus só Angecourfc. Las aristas de los bosques continua-
coches, sus caballos, sus cocineros, sus furgones, ban á la derecha; pero el desfiladero se ensanchaba
toda la pompa de su manto imperial, sembrado de por la izquierda, un valle azulado aparecía á lo le-
abejas, barriendo la sangre y el lodo de los cami- jos. Por fin, desde las alturas de Remilly, percibie-
nos de su derrota! ron en las brumas de la noche, una cinta de plata
Uno tras otro cayeron dos proyectiles. El kepis pálida, entre el desarrollo inmenso de prados y tie-
del teniente Rochas se lo llevó un pedazo de hierro. rras. Era el Meuse, ese Meuse tan deseado, donde
Y las filas se apretaron, hubo una oleada de empu parecía que se hallaba la victoria.
jones, una oleada súbita cuyo reflujo se sintió muy Y Mauricio, con los brazos extendidos hacia las
lejos. Las voces se ahogaban en las gargantas. La- luminarias que se veían en lontananza, que se en-
poulle gritaba furiosamente para que avanzaran. cendían alegremente en el fondo verdoso, en el fon-
Un minuto más todavía de espera, é iba á producir- do de aquel valle tan fecundo, de un encanto deli-
se una espantosa catástrofe, que hubiera aplastado cioso bajo la suavidad del crepúsculo, dijo á Juan,
á aquellos hombres en el fondo de aquel estrecho con la alegría de un hombre que vuelve á encon-
callejón, en una oleada furiosa. trar su país amado:
El coronel se volvió muy pálido. —¡Mira! ¡Mira allí!... ¡Ese es Sedán!
—¡Hijos míos! ¡hijos míos! un poco de paciencia.
He enviado á uno para que se entere... ya ha prin-
cipiado la marcha...
No comenzaba ésta y los segundos parecían si-
todo el 7.o cuerpo, treinta y tantos mil hombres,
creyendo tener al enemigo á la espalda, empujan-
do, con el deseo ardiente de ponerse al abrigo de
En Remilly una espantosa confusión de hombres, sus ataques, al otro lado del río.
caballos y carruajes llenaba la calle en cuesta que La desesperación fué inmensa. ¡Cómo! ¡andaban
desciende hacia el Meuse. Delante de la iglesia, á la desde por la mañana sin comer, acababan de salir
mitad de la cuesta, los cañones, con las ruedas atas á fuerza de energía del terrible desfiladero de Ha
cadas, no podían avanzar, á pesar de los latigazos raucourt y todo ese esfuerzo ¿para qué? para trope-
que los conductores arreaban al ganado; allá abajo, zar en medio de aquel desorden con una infran-
cerca de la fábrica de hilados, por donde pasa el queable barrera! Antes de muchas horas tal vez,
Emmane, formaban cola los furgones atascados, los últimos que habían llegado no podrían pasar; y
volcados, que cerraban el camino; mientras que todos comprendían muy bien que si los prusianos
una oleada de soldados que po¡r momentos aumen no se atrevían á continuar persiguiéndolos de no-
taba se peleaba en la posada de la Cruz de Malta, che, al amanecer se presentarían allí. Se dió la or-
sin poder obtener un vaso de vino. den de formar pabellones y acamparon sobre las
Y aquel empuje furioso iba á pasar más lejos, al inmensas laderas cuyas pendientes, costeadas por
otro extremo de la aldea, que un bosquecillo separa la carretera de Mouzon, bajan hasta las praderas
del río y donde los ingenieros habían colocado por situadas á la orilla del Meuse. Detrás, coronando
la mañana un puente de barca?. La casa del bar la meseta, la artillería de reserva se estableció en
quero se encontraba allí muy blanca, solitaria, en- batalla, apuntando los cañones hacia el desfiladero
tre las hierbas altas. En las dos márgenes del río, para batirlo en caso de necesidad, y de nuevo
se habían encendido grandes hogueras que se ati- comenzó la espera, sublevadas y angustiadas las
zaban continuamente y que alumbraban los con- tropas.
tornos, en aquella noche obscura, como si fuera de El 106° se encontraba encima del camino, en un
día. Entonces se veía el enorme hacinamiento de rastrojo que dominaba la planicie extensa. Los sol-
tropas que aguardaban, mientras que por la pasa- dados habían soltado sus armas con algún recelo,
rela sólo podían transitar dos hombres á la vez y no sin mirar antes hacia atrás, ante el temor de
sobre el puente, de unos tres metros de ancho, la verse atacados. Todos, con la cara seria, se calla-
caballería, la artillería y los bagajes desfilaban al ban, murmurando sólo de vez en cuando palabras
paso con gran lentitud. Decíase que había allí aún preñadas de rabia. Iban á dar las nueve y llevaban
una brigada del primer cuerpo, un convoy de mu- allí dos horas; y muchos, á pesar del cansancio, no
niciones, sin contar los cuatro regimientos de cora- podían dormir, echados sobre el suelo, estremeci-
ceros de la división Bonnemain. Y detrás llegaba dos, prestando atención al menor ruido. No lucha-
ban ya contra ©1 hambre que los devoraba; come-
rían luego, al otro lado del río, y comerían hierba y su claridad era tanta en aquel momento, que la
si no encontraban otra cosa. Pero los obstáculos escena en su horror, se contemplaba como si fuese
que se oponían al paso parecía que iban aumentan- la de una aparición. Bajo el peso de la caballería y
do; los oficiales que el general Douay había aposta- de la artillería que desfilaban desde por la mañana,
do cerca del puente, regresaban cada veinte minu- los maderos que sostenían las barcas, habían aca-
tos con la misma desconsoladora noticia de que bado por hundirse, de modo que el tablero del puen-
hacían falta muchas horas todavía para pasar el río. te se encontraba dentro ya del agua algunos centí-
metros. Ahora pasaban los coraceros de dos en dos
Por último, el general se decidió á abrirse paso
y en fila, saliendo de las sombras de un ribazo para
hasta el puente. Se le vefa á caballo, dentro del
desaparecer en las sombras del otro, y no se veía
agua, activando la maniobra.
el puente, parecía que marchaban sobre el agua,
Mauricio, sentado en un declive con Juan, volvió
sobro aquellas aguas que iluminaban un incendio.
á repetir señalando el Norte:
Los caballos relinchaban; con las crines encrespa-
—Sedán está allí, en el fondo... ¡Y mira! Bazeilles
das y las patas tendidas avanzaban con terror por
está ahí... y después Bouzy, y luego Carignán á la
aquel suelo movedizo que sentían vacilar. Derechos
derecha... Es probable que nos reconcentremos en
sobre los estribos, recogidas las bridas, los corace -
Carignán... ¡Si fuese de día, ya verías como hay sitio!
ros pasaban, pasaban siempre, envueltos en sus ca-
Y su mano señalaba el inmenso valle, lleno de
potes blancos, no dejando ver más que los cascos
sombras. El cielo no estaba tan obscuro que no se
que reflejaban el incendio de las hogueras. Pare-
pudiese seguir, en el desarrollo de los prados ne-
cían jinetes fantásticos yendo á la guerra de las
gros, el curso del río. Los bosquecillos de árboles
tinieblas, con cabelleras de llama.
formaban pesadas masas, una hilera de álamos, es-
Una queja lastimera profirieron en aquel momen-
pecialmente á la izquierda, cerraba el horizonte
to los labios de Juan.
como si fuera un dique fantástico. Después, en el
—¡Tengo hambre!
fondo, detrás de Sedán, tachonado con algunas lu-
Al rededor de ellos, los hombres se habían dormi-
minarias, era un hacinamiento de tinieblas, como
do á pesar de tener el estómago vacío. El cansancio
si todos los bosques de los Ardennes hubiesen echa-
hacía olvidar el miedo, haciéndoles caer al suelo
do allí el telón de sus encina3 seculares.
de espaldas, con la boca abierta, aplanados bajo
Juan había vuelto á mirar el puente de barcas aquel cielo sin luna. Mientras esperaban á que se
que se hallaba por debajo de ellos. franquease el paso, el ejército desde un extremo al
—¡Mira, mira! Se va á desbaratar. Nunca podre- otro habíase entregado al silencio.
mos pasar por ahí.
—¡Tengo hambre! ¡tengo mucha hambre!
Las hogueras en los dos ribazos seguían ardiendo
Era el grito que Juan, tan duro para sufrir, no
podía contener ya, que le salía de la garganta, bien —¡Vamos! ¡echad la puerta abajo, puesto que no

i
á pesar suyo, en el delirio del hambre, después de hay nadie! I I
haber pasado treinta y seis horas sin comer. Mau Bruscamente se abrió el postigo de una ventana
ricio se resolvió entonces, viendo que en dos ó tres del pajar; un viejo, con blusa, la cabeza descubier
horas no podría pasar su regimiento. ta, apareció con una vela en la mano y un fusil en
—Oye, tengo un tío por aquí, el tío Fouchard, de la otra. Bajo su encrespado pelo blanco se encua-
quien te he hablado... E i allá arriba, á unos qui- draba una cara cortada por largas arrugas, la na- I I
nientos ó seiscientos metros y dudaba si ir, pero riz gruesa, los ojos grandes y pálidos. i
puesto que tienes tanta hambre, ya nos dará pan el —¡Sois ladrones, puesto que lo rompéis todo!—-
tío ¡qué demonio! ¿Qué queréis?
Y se llevó á su compañero que se abandonaba. Los soldados, sorprendidos, retrocedían.
La casería del señor Fouchard se encontraba á la —Nos moriremos de hambre, queremos comer. lll!
salida del desfiladero de Haraucourt, cerca de la —Nada tengo, ni un mendrugo... ¿Creéis acaso Él
meseta donde había tomado posiciones la artillería
de reserva. Era una casita baja con bastantes de-
pendencias; un pajar, un establo y una cuadra, y
que tengo provisiones en mi casa para dar de co-
mer á cien mil hombres?... Esta mañana han pasado
por aquí otras tropas, las del general Ducrot, y se
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del otro lado del camino, en una á modo de coche- han llevado todo lo que tenía!
ra, el señor Fouchard había instalado su comercio Uno á uno los soldados volvían á acercarse.
de carnicero ambulante, donde degollaba los ani- —Abra usted, buen hombre; de todos modos des
males, cuya carne iba á vender después por los cansaremos y ya encontrará usted algo para co- •s il! M
pueblos. mer... I r «

Al aproximarse le chocaba á Mauricio el no ver Y volvieron á empezar los culatazos, hasta que
ninguna luz en la casería. el viejo, colocando el candelero en el alféizar de la
ventana, apuntó. i" I
—¡Ah! el miserable avaro lo habrá cerrado todo
y no querrá abrir. —¡Como hay Dios, que le levanto la tapa de los
sesos al primero que toque la puerta! fe I
Desde lejos se paró. Dalante de la casería una yj!; K
docena de soldados se agitaban desesperadamente; La batalla estuvo á punto de comenzar. Los si- 11 1
merodeadores ó hambrientos que buscaban algo. tiadores aullaban que era necesario quitar de en
Primero habían llamado á voces, después habían medio al viejo aldeano que, como todos los otros,
empezado á patadas, y ahora, viendo la casa obs- habría enterrado el pan, antes que dar un bocado á
cura y silenciosa, daban culatazos en la puerta, los soldados. Y los cañonos de los fusiles le apunta-
con objeto de hacer saltar la cerradura. Los solda- ban, le iban á fusilar casi á boca-jarro; mientras
dos se impacientaban y juraban. que el viejo, testarudo, no cedía. ORIVES;; s:"'u t:U£v'uf0^
F.lfc MÍ.
BIBÜOTLCA U'ÍV'-1

«ALÍÍNSé.ft-'iá»"
—¡Nadal ¡ni un mendrugo!... ¡Me lo han cogido
todo!
Mauricio echó á correr seguido por Juan. Desfilaron, se desvanecieron en las sombras de la
—¡Compañeros! ¡compañeros!... noche.
Desviaba la puntería de los fusiles, haciendo ba- Cuando el señor Fouchard comprendió que se ha-
j a r los cañones y levantando la cabeza en tono de bía salvado del pillaje, añadió sin emoción alguna,
súplica. como si hubiese visto la víspera á su hijo:
—¡Vamos! atienda usted á razones... ¿No me re- —¿Eres tú?... bueno, ahora bajo.
conoce usted? Soy yo. Fué larga la espera. Se oyó dentro un ruido de
—¿Quién eres? abrir y cerrar cerraduras, como hombre prevenido.
—Mauricio Levasseur, su sobrino. Por último se abrió la puerta, pero muy poco.
El señor Fouchar había vuelto á coger la luz. De- —¡Entra tú! y nadie más.
bió reconocerle. Pero se empeñaba en no querer Pero no pudo negarse á dar asilo á su sobrino, á
dar ni un vaso de agua. pesar de su desconfianza.
—Sobrino ó no, ¡quien puede saberlo, con esta —¡Vamos, entra tú también!
noche tan negra!... ¡Marcháos todos ó tiro! Y rechazaba á Juan, sin compasión alguna; fué
Y, á pesar de las imprecaciones, de las amenazas preciso que Mauricio suplicara, Pero se obstinaba:
de quemarle la casa y degollarle, continuaba el vie- ¡no! ¡no! ¡no quiero que entre gente desconocida! ¡no
jo repitiendo: quiero que entren ladrones en mi casa! Por último,
—¡Largaos de aquí ó tiro! Honorato, de un empujón hizo entrar á Juan y el
—¿A mí también, padre?—preguntó repentina- viejo no tuvo más remedio que ceder, gruñendo,
mente una voz fuerte, dominando el tumulto. amenazando. No había aun soltado la escopeta. Lue-
Los soldados se apartaron y un sargento de arti- go, cuando los llevó á la cocina y dejó la escopeta
llería se presentó. Era Honorato, cuya batería se cerca del armario y el candelero sobre la mesa, se
encontraba á unos doscientos metros de allí y que sentó sin decir una palabra,
llevaba dos horas luchando contra el irresistible —¡Diga usted, padre, estamos muertos de ham-
deseo de llamar á aquella puerta. Habíase jurado bre!. ¡Ya nos dará usted un poco de pan y queso!
no volver á pasar el dintel, no había escrito ni una No contestaba, parecía que no oía, se volvía á
carta en los cuatro años que llevaba en el servicio, cada momento para mirar por la ventana y ver si
á aquel padre á quien interpelaba tan secamente. no venía alguna otra bandada á sitiar la casa.
Los soldados empezaron á cuchichear, concertán- —¡Tío, Juan es mi hermano! ¡Se ha quitado la co-
dose. ¡El hijo del viejo y un sargento! ¡nada queda- mida de la boca para dármela y hemos sufrido tan-
ba que hacer, había que ir á buscar por otra parte! to juntos!
Daba vueltas por la cocina, se aseguraba de que
no le faltaba nada, ni siquiera los miraba. Sin decir
una palabra se decidió. Volvió á coger el candelero, ideas indeterminadas de comerciante, se cruzaban
los dejó á oscuras, teniendo buen cuidado de cerrar en su cráneo de avaro paciente y pillo.
la puerta con llave, para que nadie le siguiera. Le Al terminar, Mauricio habló el primero.
oyeron bajar las escaleras de la cueva. Tardó mu- —¿Hace mucho tiempo que no ha visto usted á
cho tiempo. Y cuando regresó, cerrándolo todo, de- mi hermana Enriqueta?
jó encima de la mesa un pan grande y un queso, El viejo continuaba andando, echando ojeadas á
sin despegar los labios, en el silencio que sigue á Juan que no cesaba de tragar, y sin darse prisa,
las disputas. Además, los tres hambrientos se echa- después de pensar mucho, dijo:
ron sobre el pan, devorándolo, y solo se oía el rui- —¡Enriqueta! sí; la vi el mes pasado en Sedan-
do furioso de sus bocas. Pero he visto á Weiss, su marido, esta mañana, en
Honorato se levantó y fué á buscar cerca del ar- compañía de su principal, el señor Delaherche, que
mario un cántaro de agua. le había ofrecido un asiento en su coche para ir á
—Padre, hubiera usted podido darnos vino. ver pasar el ejército en Mouzon, para distraerse.
Entonces, con mucha calma, seguro de sí mismo, Una ironía profunda se dejó yer en la cara del
el señor Fouchard volvió á hablar. aldeano.
—¡Vino! ¡no tengo ni una gota!... ¡Los del general —Acaso lo habrán visto demasiado y no habrán
Ducrot me lo han bebido todo, me lo han comido podido divertirse, porque desde las tres no se podía
todo, me lo han robado todo! andar por los caminos, atestados de soldados que
Mentía, y á pesar de los esfuerzos que hacía se huían.
le conocía. Dos días antes había hecho desaparecer Con la misma voz tranquila ó indiferente, dió al-
el ganado, algunos animales que tenía para su ser- gunos detalles sobre la derrota del 5.° cuerpo, sor-
vicio, así como los destinados á la carnicería, lle- prendido en Beaumout, en el instante mismo en que
vándoselos de noche, escondiéndolos sin saber dón- hacían el rancho, obligado á replegarse, arrollado
de, en la espesura de algún bosque ó de alguna hasta Mouzon por los bávaros; soldados desbanda-
cantera abandonada. Acababa de pasar algunas dos, alocados por el pánico, que pasaban por Remi-
horas trabajando para enterrar el vino, el pan, las lly, le habían gritado que el general de Failly ha-
menores provisiones, hasta la sal y la harina, de bía vuelto á venderlos á Bismarck. Y Mauricio re-
modo que era inútil que registraran los armarios. cordaba las marchas precipitadas de los dos últimos
La casa estaba limpia de polvo y paja. Se había días, las órdenes del Mariscal Mac Mahon apresu-
negado á vender á los primeros soldados que se ha- rando la retirada, queriendo pasar el Meuse á toda
bían presentado algunas provisiones. Quién sabe, costa, cuando se habían perdido tantos días lasti-
acaso se presentarían mejores ocasiones: y algunas mosamente. Era demasiado tarde. Sin duda alguna
el mariscal Mac Mahon, que se había enfurecido al
Después se calló, escupió y el artillero tuvo que
encontrar en Oches el 7.» cuerpo, que creía se ha- volver á decir.
llaba en la Besace, había debido creer que el —¿Está acostada?
5.° cuerpo acampaba ya en Mouzon, cuando este se —No, no.
había retrasado en Beaumout y se dejaba aplastar Por último el viejo comenzó á explicarse. Aquella
allí por el enemigo. ¿Pero qué podía pedirse á aque- mañana había ido al mercado de Raucourt, con su
llas tropas tan mal mandadas, desmoralizadas por carricoche, llevándose á la criada. No era un moti-
la huida y muriéndose de hambre y de cansancio. vo para suspender los negocios ni para que la gen-
E l señor Fouchard acabó por colocarse detrás de te dejara de comer carne, el que pasaran soldados.
Juan, el cual seguía devorando. Y fríamente en to- Como todos los martes, había llevado al mercado
no de guasa: un cordero y un cuarto de vaca y terminaba la
—¿Qué tal va?—le dijo. venta, cuando la llegada del 7.o cuerpo, le metió en
El cabo levantó la cabeza, y contestó: un berengenal de todos los diablos. Corrían, se em-
—¡Empieza á arreglarse! ¡muchas gracias! pujaban las gentes. Entonces tuvo miedo de que le
Desde que se encontraba allí y á pesar del ham- robaran el carricoche y el caballo, y salió dejando
bre que tenia, Honorato dejaba de comer con fre- á Silvina, que había ido á hacer algunas compras.
cuencia; volvía la cabeza al menor ruido que oía. —No tardará en venir dijo, con voz tranquila. Se
Si después de muchas cavilaciones había faltado á habrá refugiado en casa de su padrino, el doctor
la promesa hecha de no volver á pisar el umbral Dalichamp... Es una muchacha muy valiente, muy
de aquella puerta, había sido por el irresistible de- sumisa; tiene muchas y buenas condiciones.
seo de volver á ver á Silvina. Conservaba dentro ¿Quería burlarse? ¿quería explicar por qué guar-
del cuerpo, contra su pecho, la carta que había re- daba aquella muchacha que le había hecho reñir
cibido en Reims, aquella carta tan tierna, donde le con su hijo, y á pesar del niño que había tenido con
decía que le quería siempre y que no querría á na- el prusiano, del que no quería separarse? De nuevo
die más que á él, á pesar del pasado cruel, á pesar echó una mirada oblicua á Honorato.
de Groliath y del pequeño Charlot, su hijo. Y no se
—Charlot duerme ahí, en su cuarto, y ella no
acordaba más que de ella, y le molestaba no haber-
tardará mucho.
la visto ya, aunque procuraba ocultar su ansiedad
Honorato miró de tal modo á su padre que éste
á su padre. Pero pudo más el amor y preguntó á su
echó á andar de nuevo. Y el silencio volvió á rei-
padre, del modo más natural:
nar, infinito, mientras que, maquinalmente, recor-
— Y Silvina, ¿no está ya aquí?
taba trozos de pan, comiendo siempre. Juan conti-
El señor Fouchard echó á su hijo una mirada
nuaba comiendo, sin pronunciar palabra. Mauricio,
oblicua. Desastre—Tomo I—13
—Sí, sí.
harto ya, con los codos sobre la mesa, examinaba camino para una muchacha fuerte y lista como Sil-
los muebles, el armario viejo, el reló antiguo, soñan- vina. ¿Por qué no estaba allí ya? Habían pasado
do con las vacaciones que había pasado otras veces muchas horas desde que el viejo la había perdido,
en Remilly, con su hermana Enriqueta. El tiempo en medio de la confusión que le había producido,
pasaba, dieron las once. el espectáculo de todo un cuerpo de ejército que
—¡Demonio! no hay que dejarlos marchar. ocupaba el país y entorpecía los caminos. Debía
Y, sin que se opusiera el señor Fouchard, fué á haber ocurrido alguna catástrofe y se figuraba ver-
abrir la ventana. Todo el valle oscuro se presentó, la, perdida, pateada por los caballos, en el camino.
mostrando su mar de tinieblas. Pero cuando los ojos Mas de pronto, los tres se levantaron. Alguien
se acostumbraban á aquella oscuridad, se distinguía venía corriendo por el camino y oyeron que el vie-
muy bien el puente, alumbrado por las hogueras de jo montaba la escopeta,
las dos márgenes. • Los coraceros continuaban pa- —¿Quién vá?—preguntó enéticamente este ul-
sando envueltos en sus grandes capotes blancos,
timo. ¿Eres tu, Silvina?
pareciendo caballeros fantasmas, con los caballos
No contestaron. Amenazó con descerrajar un ti-
espoleados por el miedo, marchando sobre el agua,
ro, mientras repetía la pregunta. Entonces una voz
y aquel desfile proseguía lentamente, continuo,
temblorosa, oprimida, pudo decir:
inacabable. Hacia la derecha, las peladas colinas
—Sí, si, soy yo señor Fouchard.
donde dormía el ejército, estaban envueltas en un
Después preguntó:
silencio de muerte.
—¿Y Charlot?
—¡Vaya una suerte!—dijo Mauricio,—no podre- — Está acostado, duerme.
mos pasar hasta mañana. —Bueno, gracias.
Había dejado la ventana abierta, y el señor Fou- Dejó de andar de prisa, lanzó un suspiro, en el
chard, cogiendo su fusil, salló por la ventana, con que iba envuelto el cansancio y la angustia.
la agilidad de un joven. Oyeron que andaba duran- Y al saltar, se encontró sorprendida frente á los
te algún tiempo, como un centinela á paso lento, tres hombres. Bajo la luz vacilante de la vela, pa-
después solo se oyó el rumor lejano de los soldados recía muy morena, con sus espesos cabellos negros,
y caballos que pasaban por el puente; debía haber- sus grandes ojos muy hermosos, que bastaban para
se sentado á la orilla del camino, se sentía más hermosearla, con su cara ovalada, dejando adivinar
tranquilo allí, viendo venir el peligro, dispuesto á cuan sumisa era,
entrar de un salto, para defender su casa, Pero en aquel momento, al ver á Honorato, toda
A cada instante, Honorato miraba el reló de pa- la sangre de su corazón había afluido á sus mejillas
red. Su inquietud aumentaba. No había más que y no le extrañaba verle ahí, pues había pensado en
seis kilómetros de Raucourt á Remilly, una horade él, desde Raucourt á Remilly.
Honorato, emocionado, desfalleciendo, afectaba canias, luego cayeron otras dos más; era una bate-
una calma que no sentía. ría alemana que cañoneaba la retaguardia del
—Ruenas noches, Silvina. 7.° cuerpo. Algunos heridos de Beaumont se encon-
—Buenas noches, Honorato. traban en la ambulancia instalada en el ayunta-
Y para no echar á llorar, volvió la cabeza, salu- miento, y se temió que algún proyectil, fuese á aca-
dando á Mauricio á quien acababa de reconocer. barlos sobre el jergón, donde se hallaban tendidos
La presencia de Juan la molestaba, se ahogaba, se aguardando el doctor. Locos de miedo, los heridos
quitó el pañuelo del cuello. se levantaban, queriendo bajar á los sótanos, á pe-
Honorato añadió, sin tutearla: sar de los sufrimientos que les producían sus he-
—Estábamos con cuidado, por usted Silvina, con ridas.
tantos prusianos como llegan. —Y entonces, añadió Silvina, no sé como suce-
. S e P u s o pálida, y mirando involuntariamente ha- dió, hubo un silencio. Me asomé á una ventana que
cia el cuarto donde dormía Charlot, moviendo las. da á la calle y al campo. No veía á nadie, ni un
manos como para ahuyentar una visión horrible, solo pantalón encarnado, cuando oí pasos muy pe-
murmuró: sados y una voz gritó no sé qué y todas las culatas
—¡Los prusianos! ¡oh! sí, sí, los he visto. de los fusiles cayeron á tierra á un tiempo... Eran,
Cansada de tanto correr, se dejó caer en una abajo, en la calle, unos hombres negros, pequeños,
süla, y contó que cuando el 7.° cuerpo entró en sucios, con unas cabezas muy grandes y muy feas,
Raucourt, se había refugiado en casa de su padrino, cubiertas con cascos, parecidos á los de los bombe-
el doctor Dalichamp, confiando en que el señor Fou- ros. Me han dicho que eran bávaros, después al le-
chard iría á buscarla, antes de marcharse. La ca- vantar la vista, he visto ¡Dios mío! millares y mi-
lle Mayor estaba tan atestada de soldados, que era llares, que llegaban por las carreteras, por los cam-
difícil pasar por allí. Y hasta las cuatro, había pos, por los bosques, en columnas sin fin. Una in-
aguardado con paciencia, haciendo hilas con unas vasión negra, de saltamontes negros, y siempre
señoras, porque el doctor Dalichamp, creyendo que más, cada vez más, tanto que en breve espacio de
enviaban allí heridos desde Metz ó desde Yerdum, tiempo no se veía la tierra.
se ocupaba en instalar una ambulancia. Llegaba Temblaba al recordarlo, movía las manos como
gente diciendo que la ambulancia podía servir in- dara alejar la horrible visión.
mediatamente, pues en efecto, al medio día se ha- —Y entonces ocurrió algo inaudito... Parece que
bía oído el cañoneo del lado de Beaumont. Pero la esas tropas llevaban tres días de marcha y que
lucha era lejos, y todavía no había miedo, mas de acababan de batirse en Beaumont como fieras. Es-
pronto, cuando los últimos soldados franceses aban- taban muertos de hambre, los ojos fuera de las ór-
donaban á Raucourt, una granada cayó en las cer- bitas, medio locos... Los oficiales no han tratado de
detenerlos, todos se metieron en las casas, en las El señor Fouchard, que continuaba en la carre
tiendas, haciendo saltar puertas y ventanas, rom tera, se había acercado á la ventana para escu-
piendo muebles, buscando algo para comer y beber, char; aquel saqueo le preocupaba; le habían dicho
tragando todo lo que hallaban á la mano... En casa que los prusianos lo pagaban todo; ¿pues qué; iban
del señor Simonnet, el tendero de ultramarinos, he ahora á convertirse en ladrones? Mauricio y Juan
visto á uno que metía su casco en un barril de me se apasionaban al oir aquel relato, con aquellos de-
laza. Algunos mordían trozos de tocino crudo. Otros talles, contado por aquella mujer, que acababa de
mascaban harina. Decían que no quedaba nada ver á los enemigos y á los que no habían podido
después de cuarenta y ocho horas que llevaban las encontrar desde hacia un mes que había empezado
tropas desfilando; y ellos seguían encontrando, sin la campaña; mientras que Honorato, preocupado,
duda eran las provisiones ocultadas; de modo que con el alma dolorida, sólo pensaba en Silvina y en
estaban como locos, rompiéndolo, destrozándolo to- la desgracia antigua, que los había separado.
do, creyendo que se les negaba la comida. En me- En aquel momento se abrió la puerta del cuarto
nos de una hora los ultramarinos, las panaderías, y se presentó Charlot. Debía haber oído la voz de
las carnicerías, todas se han quedado sin escapara su madre y acudió en camisa, para besarla. Rubio
tes, sin mostradores, sin armarios; en las bodegas y sonrosado, muy fuerte, tenía una cabeza pálida y
no ha quedado nada. En casa del doctor ha ocurri- rizada y grandes ojos azules.
do una cosa que parece increíble; he visto á uno Silvina se estremeció, al verle tan de repente,
muy gordo que se ha comido todo el jabón. Pero en como sorprendida de la imagen que le recordaba.
la bodega han hecho horrores. Se les oía desde arri ¿No conocía ya á ese hijo adorado á quien miraba
ba aullar como fieras, romper botellas, dejando asustada, como una evocación de su pesadilla? Des-
abiertas las barricas, el vino caía como si fuere una pués empezó á llorar.
fuente. Subían con las manos enrojecidas y para
—¡Pobre hijo mío!
que se vea lo que es el hombre cuando se vuelve
Le abrazó, le estrechó entre sus brazos, le besa-
fiera, el señor Dalichamp ha querido evitar que un
ba como una loca, mientras que Honorato, lívido,
soldado bebiera un litro de jarabe de opio, que ha-
se fijaba en la extraordinaria semejanza entre
bía descubierto, y con seguridad que á estas horas
Charlot y Goliath: era la misma cabeza cuadrada
el desgraciado ha muerto, tanto era lo que padecía
y rubia, toda la raza germánica en una hermosa
cuando me he venido.
salud de niño, fresca y sonriente. ¡El hijo del pru-
Volvía á acongojarse y al, recordar las escenas siano, como le llamaban los guasones de Remilly!
de vandalismo y de saqueo, se ponía las manos so- ¡Y aquella madre francesa, le estrechaba contra su
bre los ojos para no ver. corazón, horrorizada aún ante el terrible espectá-
— ¡No, no! he visto demasiado, ¡me ahoga! culo de la invasión!
- ¡ P o b r e hijo mío! ¡vas á ser bueno, ven á acos-
tarte, duerme hijo mío! bién, que se escapaba de Beaumont, y que me ha
dicho cosas que ponen los pelos de punta... Por fin,
Se lo llevó. Cuando volvió, no lloraba, había vuel-
to a calmarse. estoy aquí ¡qué desgraciada, qué desgraciada soy!
Honorato habló primero: Las lágrimas volvieron de nuevo á humedecer
—¿Y los prusianos?... sus mejillas. No podía apartar de su imaginación
las escenas que había presenciado y quiso contar
—lAh! sí, los prusianos... lo habían roto todo, sa-
lo que le había dicho la mujer de Beaumont. Era
queado todo, comido todo, bebido todo. Robaban
una mujer que vivía en la calle Mayor del pueblo,
también la ropa, las servilletas, las sábanas, hasta
estaba viendo pasar la artillería alemana, desde la
las cortinas que rasgaban para curarse los pies. He
caída de la tarde. A ambos lados del camino una
visto algunos cuyos pies eran una pura llaga de
hilera de soldados llevaban antorchas de resina,
tanto andar. Delante del doctor, en el arroyo, una
que alumbraban el camino con luz rojiza de incen-
partida de ellos se habían descalzado y se envol-
dio. Y en medio, los caballos, los cañones, los ca-
vían los talones en camisas de mujer adornadas
jones, á escape, al galope furioso. Tenían una prisa
con encajes, robadas sin duda á la hermosa señora
rabiosa para alcanzar la victoria, deseando perse-
Lefebre, la esposa del fabricante... El saqueo duró
guir diabólicamente á los franceses, aplastarlos en
nasta a noche. Las casas se quedaron sin puertas
cualquier parte. No respetaban nada, lo rompían
y por las ventanas abiertas se veían los muebles
todo, pasaban por encima de todo. Los caballos que
destrozados... espectáculo que hacia salir de quicio
caían y cuyos tiros se cortaban á escape, eran des-
aun á los más pacíficos.. Yo estaba como una loca.
menuzados, aplastados, rechazados como cosa in-
Han querido obligarme á que me quedara allí, di-
útil. Unos hombres que quisieron atravesar la calle,
ciéndome que no me dejarían pasar, que me mata-
cayeron á su vez y las ruedas les pasaron por en-
rían pero yo no he querido atender estas razones
cima. En aquella tempestad, los conductores mu-
me he escapado, á campo traviesa, á la derecha, aí
riéndose de hambre no se paraban, cogían los pa-
salir de Raucourt. Llegaban carretadas de france-
nes que les echaban al vuelo, mientras que los que
ses y de prusianos de Beaumont. Dos carretas han
llevaban antorchas, con la punta de las bayonetas,
pasado cerca de mí, en la obscuridad y he oído
les tendían trozos de carne. Después, con las mis-
unos lamentos, unos quejidos que partían el cora-
mas, aguijoneaban á los animales que coceaban,
zón ¡qué horror! echó á correr saltando zanjas, pa-
corriendo á más y mejor. Y la noche avanzaba y la
sando bosques, sin saber por dónde, rodeando del
artillería pasaba siempre, con aquella violencia de
lado de Villers... He tenido que esconderme tres
tempestad en medio de ¡hurras! frenéticos.
veces creyendo que me perseguían los soldados.
Sólo he encontrado á una mujer que corría tam- A pesar de la atención que prestaba á aquel re-
lato, Mauricio, después del opíparo banquete y ren-
dido de cansancio, dejó caer su cabeza sobre la dol no puedo decir que me haya pegado... se había
mesa, entre sus dos brazos. Juan siguió luchando usted ido, estaba loca, y la cosa sucedió. ¡No sé, no
contra el sueño, pero vencido á su vez, se durmió sé cómo!
en el otro extremo. El señor Fouchard había vuel- Los sollozos la ahogaron,y él, descolorido, aguar-
to á rondar. Honorato se encontró solo con Silvina, dó un minuto. Esa idea de que no quería mentir, le
sentada, inmóvil, enfrente de la ventana abierta. calmaba. Continuó interrogándola, preocupado con
El sargento se levantó, se acercó á la ventana. todo lo que no había podido comprender.
La noche seguía obscura, inmensa, hinchada con el —¿Mi padre la ha guardado á usted?
aliento penoso de las tropas. Algunos ruidos más No alzó los ojos, apaciguándose, volviendo á su
sonoros, choques y crujidos llegaban desde el rio. resignación valerosa.
Allá abajo desfilaba ahora la artillería, sobre el —Hago los quehaceres, no como mucho, pero co
puente medio sumergido. Los caballos se encabri- mo hay otra boca conmigo, lo ha aprovechado pa-
taban, asustados por aqnella agua movediza. Los ra disminuirme la soldada... Ahora, sabido es que
arcones resbalaban á medias y era preciso tirarlos tengo que hacer todo lo que me manda.
al río. Y al ver aquella retirada tan lenta, tan pe^ —Pero ¿por qué se ha quedado usted?
nosa y que no terminaría al amanecer, el joven se Esta pregunta la sorprendió tanto, que se atrevió
acordaba de aquella otra artillería, de aquella que, á mirarle.
cual torrente salvaje, lo arrollaba todo, aplastando —¿A dónde quiere usted que vaya? Al menos
hombres y animales, en Beaumont, para llegar aquí el niño y yo comemos, estamos tranquilos.
antes. Volvió á reinar silencio. Ahora los dos se mira-
Honorato se acercó á Silvina, y suavemente, an- ban; y, á lo lejos, por el valle obscuro, el hálito de
te aquel mar de tinieblas: la multitud subía más amplio, mientras que el ro
—¿Es usted desgraciada?—dijo. dar de los cañones sobre el puente de barcas, se
—¡Ah! sí, desgraciada. prolongaba. Se oyó un grito terrible, un grito de
Comprendía que iba á hablar del suceso horrible, hombre ó de fiera, que recorrió las tinieblas con
y bajaba la cabeza. piedad infinita.
—Dígame usted, ¿cómo ocurrió?... quisiera sa- —Éscuche usted, Silvina,—añadió Honorato,—me
ber- ha escrito usted una carta que me ha causado mu-
Pero no podía contestar. cha alegría... Nunca hubiera vuelto. Pero esa carta
—Diga, ¿y la sedujo?... ¿Consintió usted?... la he vuelto á leer hoy, y tiene cosas que no se
Entonces murmuró con voz apenas inteligible. pueden decir mejor...
—¡Dios mío! no lo sé; le juro que no lo sé yo mis- Había palidecido al oirle hablar. Tal vez estuvie
ma... Pero ya vé usted, ¡obraría muy mal mintien- ra incomodado porque se había atrevido á escribir-
le. Luego, á medida que Honorato se explicaba, sus para ella! Con un arranque irresistible le cogió en-
mejillas se coloreaban. tre sus brazos, le abrazó, le besó á su vez con toda
—Sé que no quiere usted mentir, y por eso creo su fuerza de mujer, como un bien que había vuelto
lo que dice usted en la carta... Abora sí lo creo... á recuperar, que la pertenecía y que no podían ro-
Ha hecho usted bien en creer que si moría en la barla. Le pertenecía de nuevo, él á quien ella ha-
guerra; sin volverla á ver, me hubiera causado mu- bía perdido y moriría antes que faltarle.
cha pena marcharme de este mundo sabiendo que En aquel momento un rumor se dejó oir, un gran
no me quería usted... Puesto que me quiere usted tumulto, que llenó la noche espesa. El ejército se
siempre, puesto que no ha querido usted á nadie despertaba. Se gritaban órdenes, sonaban las cor-
más que á mí... netas y las sombras se agitaban, se movían, se le-
Estaba emocionado, torpe de lengua, nc encon- vantaban de la tierra, un mar confuso y movedizo
traba palabras con que expresar sus ideas. cuya marea bajaba hacia el camino. Abajo, las ho-
—Oye, Silvina, si esos cochinos de prusianos no gueras de las dos orillas se apagaban, no se veían
me matan, serás mía ¡sil nos casaremos, en cuanto más que masas confusas, sin poderse dar cuenta si
tome la licencia. continuaba el paso del río. Nunca tal angustia, tal
Se levantó, lanzó un grito de alegría y cayó en estupor, habían atravesado las tinieblas.
los brazos del joven. No podía hablar, toda la san- El señor Fouchard se acercó á la ventana dicien-
gre de sus venas le subía á la cara. Honorato se do que el ejército se marchaba. Despertados, estre-
sentó y la rodeó el cuerpo con el brazo. meciéndose, Juan y Mauricio se pusieron en pie.
—Lo he pensado bien; era lo que quería decirte Honorato había ya cogido las manos de Silvina.
al venir aquí... Si mi padre me niega su consenti- —Está jurado... Aguárdame.
miento nos marcharemos juntos, el mundo es gran- No encontró una palabra, le miró con toda su al-
de... Y en cuanto á tu hijo, no podemos estrangu- ma en una continua y larga mirada, al mismo tiem-
larle, ¡pobrecillo! Vendrán otros y acabaré por no po que saltaba por la ventana y á la carrera, se
conocerle en el montón. marchaba á buscar su batería.
Era el perdón. No quería creer en tanta felicidad —¡Adiós, padre!
y se atrevió á decir: —¡Adiós, muchacho!
—No, no es posible, es demasiado. Tal vez te Y eso fué todo; el aldeano y el soldado se separa-
arrepientas algún día... Pero qué bueno eres, Hono- ron de nuevo, como se habían encontrado, sin un
rato, y cuánto te quiero. abrazo, como padre é hijo que no necesitaban ver-
Con un beso la hizo callar. Y no tenía valor para se para vivir.
negarse á aquella felicidad que la llegaba de nue- Cuando á su vez abandonaron la casería, Mauri-
vo, ¡toda la vida dichosa que creía había muerto cio y Juan corrieron rápidos por las pendientes,
Allá abajo no encontraron al 106o, todos los regi- por la margen izquierda con la primera división y
mientos estaban ya en movimiento y tuvieron que la artillería de reserva; mientras que la tercera di-
seguir corriendo, les hicieron andar de aquí para visión seguía por la margen derecha y la primera
allá. Por último, casi atontados y en medio de una destrozada en Beaumont, desbandada, huía sin sa-
confusión tremenda, cayeron sobre su compañía berse por dónde. Del 7.o cuerpo que no se había
que guiaba el teniente Rochas; en cuanto al capi- batido aún, sólo quedaban trozos dispersos, perdi-
tán Beaudoin y al regimiento mismo, estaban en dos en los caminos y galopando entre tinieblas.
otra parte. Y Mauricio se sorprendió al notar que . N o habían dado aun las tres y la noche seguía
todo aquel enjambre de hombres, cañones y anima- siendo muy obscura. Mauricio, á pesar de que co-
les, salía de Remilly y subía del lado de Sedán por nocía el país, no sabía por dónde andaba, incapaz
el camino de la margen izquierda. ¿Qué ocurría? de reconocerse entre aquel torrente desbordado,
¿No pasaban el Meuse? ¡se batían en retirada hacia compuesto de los que se habían salvado en Beau-
el monte! mont; soldados de todas clases, en jirones, cubier-
Un oficial de cazadores que se encontraba allí, tos de sangre y de polvo, se mezclaban á los regi-
no se sabe cómo, dijo en alta voz: mientos, sembrando el espanto.
—¡Vive Dios! el día veintiocho era cuando de- Del valle entero, al otro lado del río, un rumor
bíamos habernos largado, cuando estábamos en el parecido subía. El primer cuerpo, que acababa de
Chéne y no ahora. salir de Carignan y Douzy, el 12.o cuerpo, salido
Otros explicaban los movimientos y llegaban no- de Mouzón con los restos del 5®, todos destrozados,
ticias. A las dos de la mañana un ayudante del arrastrados por la misma fuerza lógica é invenci-
mariscal Mac-Mahon, vino á decir al general ble, que desde el 28, empujaba al ejército hacia el
Douay que todo el ejército tenía orden de reple- norte, hacia aquel callejón sin salida, donde debía
garse sobre Sedán, sin perder un minuto. Aplasta- • perecer.
do en Beaumont el 5.° cuerpo, arrastraba á los otros Al amanecer la compañía atravesaba el pueblo
tres en su desastre. Ea aquel momento, el general de Pont Maugis, y Mauricio reconoció el terreno,
que vigilaba cerca del puente de barcas se deses- los montes del Liry á la izquierda, el Meuse á la
peraba, viendo que sólo había pasado el río la ter- derecha, lamiendo el camino. Pero aquella aurora
cera división. Iba á amanecer y podían verse ata- gris iluminaba con una tristeza infinita á Bazeilles
cados de un momento á otro. y Balan, allá ocultos en el fondo de las praderas,
Así es que previno á todos los jefes que se halla- mientras que un Sedán lívido, un Sedán de pesadi-
ban á sus órdenes que llegaran á Sedán, cada cual lla y de luto, se evocaba en el horizonte, sobre el
por su cuenta por los caminos más cortos. Y él, inmenso y sombrío telón de los bosques. Y, después
abandonado el puente que mandó destruir, desfiló de pasar por Wadelincourt, cuando alcanzaron la
puerta de Torcy, hubo que parlamentar, suplicar, apenas podían sostenerle y comprendía que si se
incomodarse, sitiar casi la plaza para obtener del paraba, caería. Como hombre que se ahoga, sólo
gobernador que bajara el puente levadizo. Eran oía el zumbido, el rumor sordo, sólo distinguía el
las cinco; el séptimo cuerpo entró en Sedán, ebrio manar continuo de aquel tropel de hombres y de
de fatiga, de hambre y de frío. animales entre los que era arrastrado Como había
comido en Remilly, solo tenia ganas de dormir, y
VIII alrededor suyo, el cansancio se imponía al hambre,
el rebaño de sombras tropezaba por aquellas calles
desconocidas. A cada paso, un hombre caía sobre
Con el atropello que hubo al final de la carretera
la acera, se dejaba ir contra una puerta y se que-
de Wadelincourt, en la plaza de Torey, Juan se vió
daba allí como muerto, dormido.
separado de Mauricio, y corrió, se perdió entre
aquel gentío, sin poder encontrarle. Era una verda Al levantar la vista, Juan leyó en un letrero:
dera desgracia, porque había aceptado el ofreci- «Avenida de la Sub prefectura». Al final había un
miento del joven, que quería llevárselo á casa de monumento en un jardín. En la esquina de la Ave-
su hermana: allí descansarían, dormirían en buena nida vió un jinete, un cazador de Africa á quien
cama. Reinaba tal desorden, confundidos todos los creyó reconocer. ¿No era acaso Próspero, el chico
regimientos, sin jefes ni órdenes, que los hombres de Remilly que había visto en Vouziers con Mauri-
estaban casi libres para hacer lo que les diera la cio? Se había bajado de su caballo, y el caballo,
gana. Cuando hubiesen descansado algunas horas, temblando sobre sus pies, debía sufrir tanto de ham-
tendrían tiempo para orientarse y unirse á sus com- bre, que estiraba el cuello para comer las tablas de
pañeros. un furgón que se hallaba arrimado á la acera. Loa
caballos no habían recibido raciones en los dos úl-
Juan, atolondrado, se encontró sobre el viaducto
timos días y morían de inanición. Los dientes de
de Torcy que cruzaba por encima de extensas pra-
Céfiro raspaban con furia la madera y Próspero
deras que el gobernador había hecho inundar con
lloraba de rabia.
las aguas del río. Después de haber franqueado otra
puerta, atravesó el puente sobre el Meuse y le pa- Después, cuando Juan, que se había alejado vol-
reció, á pesar de que había amanecido, que volvía vía sobre sus pasos, pensando que acaso Próspero
á anochecer en aquella ciudad estrecha, ahogada supiese las señas de Mauricio, no le volvió á ver.
entre sus murallas, con las calles húmedas y las Entonces empezó la desesperación negra; vagaba
casas altas. por las calles, se encontró ante la sub prefectura,
llegó hasta la plaza de Turenne. Allí se creyó sal-
No recordaba ni el nombre del cuñado de Mauri-
vado al ver ante el Ayuntamiento, al pie de la es
cio; sabia solo que su hermana se llamaba Enrique-
ta. ¿A dónde iría? ¿Por quién preguntaría? Sus pies Desastre—Tomo I -14
tatúa, al teniente Rochas, con algunos hombres de —¡Demonio! ¡tampoco vamos á comer hoy!—
la compañía. Puesto que no podía encontrar á su gruñó.
amigo, se uniría al regimiento y dormiría bajo la G-aude, el corneta, que aguardaba la orden de
tienda de campaña. El capitán Beaudoin no había tocar, apoyado contra la verja, se quedó dormido
parecido y el teniente Rochas trataba de reunir su de pie, y cayó al suelo cuan largo era. Todos su-
gente, informándose, preguntando inútilmente dón cumbían uno á uno y dormían en el santo suelo.
de se había fijado el campamento de la división. A Unicamente el sargento Sapin permanecía aún con
medida que avanzaban por la población, la compa- los ojos abiertos, como si leyese el destino que le
ñía en vez de aumentar disminuía. Un soldado, ha- aguardaba en el horizonte de aquella ciudad desco-
ciendo ademanes de loco, entró en una taberna y nocida.
no se le volvió á ver más. Otros tres se pararon de- El teniente Rochas no pudo resistir más y se sen-
lante de la puerta de una tienda de comestibles, tó. Quiso dar una orden.
llamados por unos zuavos que habían abierto un —Cabo, es preciso... es preciso-
barril de aguardiente. Algunos estaban tirados en No encontraba las palabras, rendido por el can-
medio del arroyo, otros querían echar á andar y sancio, y, de pronto, su cuerpo osciló y quedó ten-
caían, aplastándose como masas inertes. Chouteau dido en tierra, dormido.
y Loubet se hicieron una seña y desaparecieron Temiendo que le ocurriera lo propio, Juan se fué
detrás de un paseo persiguiendo á una mujer que de allí. Quería buscar una cama á toda costa. Al
llevaba un pan. Sólo quedaban con el teniente Pa- otro lado de la plaza, en una ventana del hotel de
che y Lapoulle, con una docena de compañeros. la Cruz de Oro, había visto al general Bourgain
Al pie de la estatua de Turenne, el teniente Ro- Desfeuilles, en mangas de camisa, dispuesto á me-
chas hizo esfuerzos enormes para tenerse en pie, terse en la cama. ¿Para qué iba á continuar ocu-
con los ojos abiertos, cuando reconoció á Juan. pándose de las tropas? De pronto tuvo un alegrón,
—|Ah! ¿es usted, cabo? ¿Y sus hombres? un nombre surgió de su memoria: el del fabricante
J uan hizo un ademán para indicar que no sabía de paños donde estaba empleado el cuñado de Mau-
donde estaban. Pero Pache, señalando á Lapoulle ricio, el señor Delaherche. Sí, eso era; se dirigió á
contestó llorando: un hombre que pasaba.
—¡Estamos aquí! estamos solos los dos... ¡que —¿El señor Delaherche, dónde vive?
Dios se compadezca de nosotros, esto es demasiado! —En la calle Maqua, casi en la esquina de la ca-
El otro, Lapoulle, el tragón, miraba las manos de lle del Beurre, una casa muy grande, con muchas
Juan, con aire voraz, sublevándose de verlas siem- esculturas.
pre yacías. Tal vez hubiese soñado que el cabo ha- Se marchó y á poco volvió corriendo.
bía ido á buscar provisiones. —Oiga. ¿Es usted del 1 0 6 o ? . . . Si busca usted su
tatúa, al teniente Rochas, con algunos hombres de —¡Demonio! ¡tampoco vamos á comer hoy!—
la compañía. Puesto que no podía encontrar á su gruñó.
amigo, se uniría al regimiento y dormiría bajo la Gaude, el corneta, que aguardaba la orden de
tienda de campaña. El capitán Beaudoin no había tocar, apoyado contra la verja, se quedó dormido
parecido y el teniente Rochas trataba de reunir su de pie, y cayó al suelo cuan largo era. Todos su-
gente, informándose, preguntando inútilmente dón cumbían uno á uno y dormían en el santo suelo.
de se había fijado el campamento de la división. A Unicamente el sargento Sapin permanecía aún con
medida que avanzaban por la población, la compa- los ojos abiertos, como si leyese el destino que le
ñía en vez de aumentar disminuía. Un soldado, ha- aguardaba en el horizonte de aquella ciudad desco-
ciendo ademanes de loco, entró en una taberna y nocida.
no se le volvió á ver más. Otros tres se pararon de- El teniente Rochas no pudo resistir más y se sen-
lante de la puerta de una tienda de comestibles, tó. Quiso dar una orden.
llamados por unos zuavos que habían abierto un —Cabo, es preciso... es preciso...
barril de aguardiente. Algunos estaban tirados en No encontraba las palabras, rendido por el can-
medio del arroyo, otros querían echar á andar y sancio, y, de pronto, su cuerpo osciló y quedó ten-
caían, aplastándose como masas inertes. Chouteau dido en tierra, dormido.
y Loubet se hicieron una seña y desaparecieron Temiendo que le ocurriera lo propio, Juan se fué
detrás de un paseo persiguiendo á una mujer que de allí. Quería buscar una cama á toda costa. Al
llevaba un pan. Sólo quedaban con el teniente Pa- otro lado de la plaza, en una ventana del hotel de
che y Lapoulle, con una docena de compañeros. la Cruz de Oro, había visto al general Bourgain
Al pie de la estatua de Turenne, el teniente Ro- Desfeuilles, en mangas de camisa, dispuesto á me-
chas hizo esfuerzos enormes para tenerse en pie, terse en la cama. ¿Para qué iba á continuar ocu-
con los ojos abiertos, cuando reconoció á Juan. pándose de las tropas? De pronto tuvo un alegrón,
—¡Ahí ¿es usted, cabo? ¿Y sus hombres? un nombre surgió de su memoria: el del fabricante
J uan hizo un ademán para indicar que no sabia de paños donde estaba empleado el cuñado de Mau-
donde estaban. Pero Pache, señalando á Lapoulle ricio, el señor Delaherche. Sí, eso era; se dirigió á
contestó llorando: un hombre que pasaba.
—¡Estamos aquí! estamos solos los dos... ¡que; —¿El señor Delaherche, dónde vive?
Dios se compadezca de nosotros, esto es demasiado! i —En la calle Maqua, casi en la esquina de la ca-
El otro, Lapoulle, el tragón, miraba las manos de lle del Beurre, una casa muy grande, con muchas
Juan, con aire voraz, sublevándose de verlas siem- j esculturas.
pre yacías. Tal vez hubiese soñado que el cabo ha- j Se marchó y á poco volvió corriendo.
bía ido á buscar provisiones. —Oiga. ¿Es usted del 1 0 6 o ? . . . Si busca usted su
fm
regimiento sepa al menos que ha vuelto á salir por que el hijo siguiera el camino del padre, quiso suje-
el castillo, allá!... Acabo de encontrar al coronel tarle hasta los cincuenta años como si fuera un chi-
señor Vineuil, á quien conocí cuando estaba en Me- quillo, después de haberle casado con una mujer
ziers. muy sencilla y muy devota. Lo malo es que la vida
Juan se marchó impaciente. ¡No! ¡No! Ahora que tiene crueles desengaños. Al morir su mujer, Dela-
tenía seguridad de encontrar á Mauricio, no quería herche, joven aun, se había enamorado de una viu-
acostarse sobre el suelo. A pesar de todo, le remor- dita de Charleville, ciudad alegre y bullanguera.
día la conciencia porque veía al coronel, con su al- Nunca se hubiera realizado el casamiento si Gilber-
ta estatura, tan duro al cansancio á pesar de su ta no hubiese tenido un tío como el coronel Vineuil,

ISI
B
edad, durmiendo como sus soldados bajo la tienda próximo á ascender á general. Aquel parentesco,
de campaña. En seguida tomó por la calle Mayor, la idea de que se había enlazado con una familia I f
se perdió de nuevo en el tumulto creciente, y acabó militar, halagaba mucho al fabricante de paños.
por preguntar á un chiquillo que le llevó á la calle

1
Aquella mañana, Delaherche, sabiendo que el
Maqua. ejército iba á pasar por Mouzon, había dado con
Era allí donde un abuelo del actual Delaherche Weiss, su tenedor de libros, un paseo en coche, del ij 1 1
había edificado en el siglo pasado la fábrica monu- que había hablado el señor Fouchard. Alto y grue-
mental, que, en los ciento sesenta años transcurri- so, colorado de nariz gruesa y de labios espesos, 1
dos, no había dejado de pertenecer á la familia. era de caráter expansivo y le alegraban los desfiles
Hay así en Sedán, fundadas desde el reinado de de las tropas. Habiendo sabido por el farmacéutico
Luis XV, fábricas de paños, grandes como el Museo de Mouzon que el emperador se encontraba en la
del Louvre, con fachadas majestuosas. La de la ca- casería de Baybel, se fué allá, le vió y había estado
lle Maqua tenía tres pisos, ventanas grandes y es- á punto de hablar con él, y esa excursión servía de
culturas muy severas, y en el interior un patio in- tema á sus conversaciones.
menso, de palacio, tenía árboles gigantescos de la ¡Pero qué terrible regreso, con el pánico de Beau
época de la fundación de la casa. Tres generacio- mont, por aquellos caminos atestados de soldados
nes de Delarheche habían hecho allí enormes for- que huían. Muchas veces el carruaje había estado • i
tunas. El padre de Julio, el actual propietario, que á punto de ir á parar á algún foso. Los dos hombres Jíij'í as
había heredado la fábrica de un primo suyo muerto no habían regresado hasta bien entrada la noche, ffljf
sin hijos, había hecho qué pasara el edificio á poder después de vencer muchos obstáculos. Y aquella
de la rama segunda de la familia. El padre había excursión, aquel ejército que Delaherche había ido 11
aumentado la prosperidad de la fábrica, pero había á ver desfilar á dos leguas de allí, y que le había ¡II
sido una especie de Tenorio é hizo muy desgracia hecho retroceder envolviéndole en su retirada, toda
da á su mujer. Así es que ésta, viuda ya, temiendo aquella aventura imprevista y trágica, le había he-
cho repetir muchas veces durante el trayecto: Delaherche quiso llevárselo á su casa en seguida;
—|Yo que creía al ejército iba camino de Ver pers él se resistía: ¡no, no! no tengo facha para pre-
dun, y DO quería perder la ocasión de verlo!.. ¡Pues sentarme ante nadie, decía, no quiero asustar á la
ya lo he visto! ¡Y creo que lo vamos á ver en Sedan gente. El fabricante tuvo que jurar que ni su mujer
más de lo que deseábamos! ni su madre se hallaban levantadas, y además, le
Por la mañana, á las cinco, despertado por los daría todo lo necesario para que se arreglase.
rumores producidos por el 7.o cuerpo al atravesar Al dar las siete, el capitán Beaudoin, lavado, ce-
la ciudad, se vistió muy de prisa, y la primera per- pillado, vistiendo bajo el uniforme una camisa del
sona que se había echado á la cara en la plaza de marido, se presentó en el aristocrático comedor de
Turenne, fué al capitán Beaudoin. la casa. La señora Delaherche, la madre, estaba
El año anterior, en Charleville, el capitán era uno allí, pues, como de costumbre, se había levantado
de los contertulios de la linda señora Maginot; de al amanecer, á pesar de sus setenta y ocho años.
modo que Gilberta, antes del casamiento, le había Muy blanca, tenía una nariz que se había adelgaza-
presentado. Las malas lenguas decían que el capi do y una boca que no sonreía, en una cara larga y
tán, no teniendo que desear nada, se había retirado delgada. Se levantó, estuvo muy atenta é invitó al
delante del fabricante de paños, por delicadeza, no capitán á que se sentara delante de una de las ta-
queriendo privar á su amiga de la inmensa fortuna zas de café con leche que había sobre la mesa.
que se le ponía al alcance de la mano. —¿Tal vez preferirá usted carne y vino, después
—¿Es usted?—dijo Delaherche—¡y en qué facha de tantas fatigas?
Dios mío! —Mil gracias, señora, un poco de leche con pan
Beaudoin tan pulcro y correcto siempre, se ha- y mantequilla, me viene mejor ahora.
llaba en un estado lamentable; el uniforme mancha- En aquel momento &e abrió un puerta y Gilberta
do, asqueroso, la cara y las manos negras. Deses entró, alargando la mano. Delaherche debía haber-
perado, había caminado con los zuavos, sin poder la prevenido, porque no acostumbraba á levantarse
darse cuenta de cómo había perdido su compañía. antes de las diez. Era alta, flexible y fuerte, con
Como los demás, se moría de hambre y de sueño, hermoso pelo negro, hermosos ojos negros, sonro-
pero lo que más le mortificaba era que no había sada, alegre, un poco locuaz, pero sin malicia. Su
podido mudarse de camisa desde Reims. peinador de sarga, con bordados de seda encarna-
—Figúrese usted que me han extraviado mi equi- da, procedía de París.
paje en Vouziers, algunos imbéciles á los que de —¡Ah! capitán; qué amable ha sido usted al ha-
buena gana rompería la cabeza si los conociese... berse detenido en este rincón de provincia,—le di-
Y no me ha quedado nada, ni un pañuelo, ni un par jo, mientras le daba un apretón de manos.
de calcetines. ¡Es cosa de volverse loco! Después se echó á reir.
—¡Seré tonta! Segura estoy que preferiría usted
Delante de su madre y de su mujer no quería
no hallarse en Sedan en estas críticas circunstan-
señalar con más claridad la disentería que padecía
cias... ¡Estoy tan contenta de haberle vuelto á ver!
el emperador desde el Chene y que le obligaba á
En efecto, sus hermosos ojos brillaban de alegría.
detenerse en las caserías.
Y la señora Delaherche, que debía de saber algo
—El criado colocó la silla de tijera en un campo
de lo que las malas lenguas habían hecho correr en
de trigo y el emperador se sentó... Estaba quieto,
Charleville, les miraba muy seria. El capitán se
inmóvil, como rentista que calienta al sol sus dolo-
portaba muy discretamente, como hombre que ha-
bla conservado un buen recuerdo de la hospitalidad res. Miraba con sus ojos tristes el inmenso horizon-
que otras veces le habían dado. te, abajo el Meuse deslizándose por el valle, enfren-
te los montes llenos de bosques cuyas cimas se
Almorzaron y en seguida Delaherche volvió á pierden en lontanza, á la izquierda los bosques de
mencionar su paseo de la víspera, no pudiendo re
Dieulet, á la derecha la eminencia de color esme
sistir al deseo de contarlo de nuevo.
raída de Sommauthe.. Le rodeaban ayudantes de
—He visto al emperador en Baybel.
compo, oficiales superiores, y un coronel de drago-
Y empezó á contar. Primero fué una descripción
nes que me había pedido algunos datos acerca del
de la posesión, con un patio interior cerrado por
país, me acababa de decir que no me alejara, cuan-
una verja y situado sobre un montecillo que domi-
do de pronto...
na Mouzon, á la izquierda del camino de Carignan.
Delaherche se levantó, llegaba al punto intere-
Después volvió al 12« cuerpo que había atravesado
y estaba acampado entre los viñedos, tropas mag- sante del relato y quiso añadir la mímica á la pala-
níficas, que brillaban al sol y cuya vista había ha- bra.
lagado su amor patrio. —De pronto, estallan detonaciones y vemos pre-
samente enfrente de los bosques de Dieulet, algu-
—Estaba allí, cuando de pronto salió el empera- nos proyectiles describir curvas en el cielo... Aque-
dor de la casa á donde había subido para almorzar
llo me pareció una función de fuegos artificiales en
y descansar. Llevaba un gabán sobre el uniforme
pleno día.,. Alrededor del emperador empezaron á
de general, aunque hacía mucho calor. Detrás de
inquietarse. El coronel de dragones vino á pregun-
él un criado llevaba una silla de tijera... No tenía
tarme si podía precisar donde se batían. En seguida
buena cara, encorvado y andaba con dificultad, te-
nía la cara amarilla, el aspecto de un hombre en- contesté que en Beaumont. Volvió cerca del empe
fermo de verdad. Y no lo he extrañado porque el rador, sobre cuyas rodillas un ayudante extendió
boticario de Mouzon acababa de decirme que un un mapa. El emperador no quería creer que se ba
ayudante había ido á comprarle medicinas... sí, me- tiesen en Beaumont. Yo porfiaba que era allí, pues-
dicinas para... to que los proyectiles se acercaban siguiendo el ca-
mino de Mouzon .. y entonces, como le veo á usted,
vi al emperador que volvía la cabeza hacia donde capitán, sentado á la mesa con dos señoras, quédó
yo estaba. Me miró durante algunos momentos con sorprendido y retiró la mano que había avanzado
sus ojos turbios, llenos de desconfianza y de tristeza, para apoyarse en una silla. Contestó con brevedad
y después su cabeza volvió á caer sobre el mapa y á las preguntas del fabricante, que le hablaba con
no se movió más. cariño. Explicó la amistad que le unía á Mauricio y
—¿Y el emperador volvió á entrar en la casa?— por qué le buscaba.
preguntó el capitán Beaudoin. —Es un cabo de mi compañía,—acabó por decir
—No lo sé: yo le dejé en la misma postura... Era el capitán.
mediodía, la batalla se acercaba y empecé á pre- A su vez le interrogó para saber qué había sido
ocuparme de mi regreso... Lo único que puedo aña- del regimiento. Como Juan dijese que acababan de
dir, es que un general á quien señalaba el pueblo ver al coronel atravesar la ciudad al frente de los
de Carignán á lo lejos, en la llanura, detrás de nos soldados que le quedaban, para ir á acampar al
otros, parecía sorprenderse al saber que la fronte- ncrte, Gilberta empozó á hablar de prisa con su vi
ra de Bélgica estaba tan cerca, á unos kilómetros... vacidad de mujer bonita, que no reflexionaba.
¡Bien servido está este pobre emperador! —¿Por qué no ha venido á almorzar aquí mi tío?
Gilberta sonriente, muy á gusto, como en el sa Le hubiéramos preparado una cama. ¡Vamos á en-
loncillo de su viudez, donde le recibía otras veces, viar á buscarle!
obsequiaba al capitán, le daba mantequilla y pan La señora'Delaherche hizo un movimiento de so
tostado. Le propuso que aceptase una cama, pero berana autoridad. Por sus venas circulaba la san
no quiso, sólo aceptó descansar un par de horas so- gre de la clase media de las ciudades fronterizas,
bre un sofá, en el despacho de Delaherche, antes donde el patriotismo es muy rígido. Interrumpió la
de ir á buscar á su regimiento. En el momento en severidad de su silencio para decir:
que tomaba de manos del Gilberta el azucarero, la —Deje usted al señor Vineuil, está cumpliendo
señora Delaherche, que no les perdfa de vista, vió con su deber.
que se oprimían los dedos; ya no dudaba. Aquello fué un jarro de agua fría. Delaherche se
En aquel momento entró una criada. llevó al capitán á su gabinete y le instaló sobre el
—Señor, hay abajo un soldado que pregunta las sofá y Gilberta se fué, á pesar de la dura lección,
como un pájaro, moviendo las alas, alegre á pesar
señas del señor Weiss.
de la tempestad, mientras que la criada á quien ha
Delaherche no era orgulloso, le gustaba hablar
blan confiado Juan, guiaba á é3te por los patios
con los desheredados, le agradaba la popularidad.
de la fábrica, por un laberinto de pasillos y esca-
—Las señas de Weiss, ¡ya es raro!... que entre
leras,
ese soldado. Los Weiss vivían en la calle des Voyards, pero
Juan entró tan rendido que se caía. Al ver á su


la casa, que pertenecía á Delaherche, comunicaba sonreía la fortuna; Delaherche hablaba de asociar á
con el edificio monumental de la calle Maqua, La "VVeiss en sus negocios, y aquello sería la felicidad^
calle des Voyards era una de las más ahogadas de en cuanto tuviera hijos.
Sedán, una callejuela estrecha, húmeda, obscureci- —¡Cuidado!—dijo la criada á Juan.
da por las murallas, cerca de las que se hallaba. Este tropezaba, porque la obscuridad era muy
Los tejados de las altas fachadas se tocaban casi y profunda, hasta que se abrió una puerta y penetró
los paseos obscuros parecían bodegas, especialmen- luz en la escalera. Oyó una voz suave que decía:
te en el, extremo, donde se encontraba la alta pa- —Es él.
red del colegio. Pero Weiss, alojado allí gratuita- —Señora,—dijo la criada,—aquí hay un soldado
mente, ocupando todo el tercer piso, se encontraba que pregunta por usted.
muy á gusto, cerca de su oficina, á donde podía ir —¡Bueno! ¡bueno¡ sé quién es! -dijo con alegría
en zapatillas. Era un hombre feliz desde que se la señora Weiss.
había casado con Enriqueta, á quien había de Después, como al llegar el cabo, ahogándose, se
seado mucho tiempo, cuando la conoció en el paraba en la puerta, añadió:
Chene, en casa de su padre, el recaudador de —Entre usted, señor Juan.. le estamos aguardan-
contribuciones; ama de casa á los seis años, reem- do hace un par de horas, ¡con mucha impaciencia!
plazando á la madre, muerta; mientras que él, que Mauricio está adentro.
había entrado en la Refinería general, casi como un Al entrar, á la luz pálida de la habitación, la vió,
peón, se instruía poco á poco, y llegaba al empleo muy parecida á Mauricio, con ese extraordinario
de tenedor de libros á fuerza de trabajo. Y aun, parecido de los hermanos gemelos. Era un poco más
para realizar su ensueño, habia sido necesario que pequeña y un poquito más delgada, de aspecto más
muriera el padre y que el hermano cometiese en delicado, con su boca un poco grande, las facciones
París las faltas graves que había cometido aquel menudas, bajo su admirable cabellera rubia, de un
Mauricio, del que. la hermana gemela era poco me rubio claro de avena madura. Lo que la diferencia-
nos que la criada, á quien se había sacrificado para ba de Mauricio eran sus ojos grises, serenos y va-
hacer de él un caballero. Educada en el hogar, sa- lientes, donde revivía toda el alma heroica del abue-
biendo apenas leer y escribir, acababa de vender lo, el héroe del gran ejército de Napoleón I. Habla-
la casa y los muebles, sin poder tapar el agujero ba poco, andaba muy quedo, tan activa y lista, tan

3
abierto por las locuras del joven, cuando acudió el buena y cariñosa, que se la sentía, como una cari-
bueno de Weis ofreciendo lo que poseía, con sus cia en el aire, por donde pasaba. ,N
brazos sólidos y su corazón; había aceptado el ca- —Entre usted por aquí, señor Juan,—repitió.—
samiento, agradecida de su afecto, muy buena, es Todo estará pronto y listo.
timándole mucho, ya que no enamorada. Ahora les Juan balbuceaba algunas palabras, no encontran-
do frases, tal era su emoción al verse recibido tan una Enriqueta, más indecisa, inmaterial, que entra-
cariñosamente. Sus párpados se cerraban, solo la ba de puntillas, para colocar cerca de él, sobre la
veía á través del sueño que le rendía, como una es- mesa, una botella de agua y un vaso. Se quedó allí
pecie de neblina, donde flotaba, como destacada de algunos segundos, mirando á los dos, su hermano y
la tierra. ¿No era acaso aquello una visión encanta- él, con su tranquila sonrisa de una bondad infinita.
dora, que le socorría y le halagaba conta sencillez? Después la visión desapareció. Juan dormía entre
Le parecía que le tocaba la mano, que sentía la las blancas sábanas, aniquilado.
presión de la suya, leal y firme como la de un buen Pasaron horas ó años. Juan y Mauricio no exis-
tían. Diez años ó diez minutos, el tiempo no existía;
amigo. ,
Desde aquel momento, Juan no se dió cuenta era aquello como el desquite del cuerpo fatigado,
exacta de lo que ocurría. Estaban en el comedor, descansando en la muerte de todo el ser. Brusca-
había pan y carne sobre la mesa, pero no tenía mente, sobresaltados á la vez, los dos se desperta-
fuerzas para llevarse los pedazos á la boca. Uu ron. ¿Qué ocurría? ¿cuánto tiempo llevaban dur-
hombre estaba allí, sentado sobre una silla. Keco miendo? La misma luz pálida, entraba por la ven-
noció á Weiss á quien había visto en Mulhouse. tana, Estaban destrozados, todos los huesos les do-
Pero no entendía lo que decía, entristecido y mo- lían, más cansados que al acostarse. Creyeron que
viendo los brazos pausadamente. En un catre, de- sólo habían dormido una hora y no extrañaron el
lante del calorífero, Mauricio dormía, inmóvil, casi ver sentado en la misma silla á Weiss, que parecía
muerto. Y Enriqueta se daba prisa echando un col- aguardar á que se despertaran.
chón sobre un diván; vió las sábanas, las mantas, la —¡Demonio! —dijo Juan,—tenemos que levantar-
almohada, lo arreglaba todo con mucho arte, me- nos para encontrar el regimiento antes de mediodía.
tiendo sus manos delicadas, por entre las sábanas Dió un salto y se vistió, no sin quejarse de los do-
blancas como la nieve. lores que tenía.
jAb! aquellas sábanas blancas, aquellas sábanas —Antes del mediodía,—repitió Weiss;—son las
tan deseadas. ¡Juan no veía otra cosal No se había siete de la tarde, han dormido ustedes doce horas.
desnudado, no se había acostado en una cama en ¡Las siete! se asustaron. Juan, vestido ya, quería
seis semanas. Era una golosina, una impaciencia de echar á correr, mientras que Mauricio, en la cama
chiquillo, un deseo insensato que le impulsaba * aún, decía que no podía mover las piernas. ¿Cómo
meterse entre aquellas telas blancas, y anonadarse. iban á encontrar el regimiento? Los dos se incomo-
En cuanto le dejaron solo, se desnudó, se acostó, daban, no debían haberlos dejado dormir tanto,
lanzando uu gruñido de satisfacción. El día plácido Weiss hizo un movimiento como desesperanzado.
entraba por una ventana y como ya medio dormi- —¡Para lo que han hecho! bien podían estar dur-
do, abría los ojos, vió aún la visión de Enriqueta, miendo.
El, desde por la mañana, babía recorrido Sedán mero Liry, después Marfée, y la Croix Piau con sus
y los alrededores. Acababa de regresar de BU ex- grandes bosques. El crepúsculo llegaba y el inmen-
cursión, apenado por aquella inacción del ejército, so horizonte tenía una limpidez de cristal.
por aquel día, el 31, perdido tan lastimosamente. —¿No ve usted allá, á lo largo de los montes,
Una sola excusa habia, el cansancio de las tropas, aquellas líneas negras que andan, aquellas hormi-
la necesidad de que descansaran y no se explicaba gas negras que desfilan?
cómo no babia continuado la retirada después de Juan abrió los ojos, mientras que Mauricio, de
algunas horas de sueño. rodillas sobre la cama, alargaba el cuello.
—Yo, añadió, no tengo la presunción de ser muy —¡Ah! sí,—dijeron á la vez.—Allí se ve una, allá
entendido, pero comprendo que el ejército está muy otra, aquí otra, y todavía otras. Hay en todas par-
mal colocado en Sedán... E l 12.° cuerpo se encuen- tes.
tra en Bazeilles, donde se han batido esta manana, —Pues bien,—dijo Weiss,—son los prusianos...
el l.o está á lo largo del Gironne, del Moncelle has- Desde esta mañana los miro y los veo pasar, y si-
ta el bosque de Garenne; mientras que el 7.o está guen pasando siempre. ¡Le aseguro á usted que si
acampado en la meseta de Fioing, y el 5.«, medio nuestros soldados los aguardan, ellos se dan prisa
destruido, está amontonado al lado de las murallas para venir!... Y todos los vecinos de Sedán los han
del castillo... Y eao es lo que rae causa miedo, de visto como yo y sólo los generales están ciegos. He
verlos asi á todos al rededor de la ciudad, aguar- hablado hace poco con un general; se ha encogido
dando á los prusianos... Yo me hubiera largado, á de hombros y me ha dicho que el mariscal Mac-
escape, sobre Mezieres. Conozco el país; no hay Mahon estaba convencido de que sólo tenía en fren-
otra línea posible para la retirada y si no, serán re- te setenta mil hombres. ¡Dios quiera que no se
chazados hacia Bélgica... Además, venga usted y | equivoque! ¡Pero mírelos usted; la tierra está cu-
verá a l g o - bierta, ¡vienen, vienen las hormigas negras!
Cogió á Juan por la mano y le llevó hacia la ven- En aquel momento Mauricio se dejó caer de nue-
vo en la cama y empezó á llorar. Enriqueta entra-
tana.
ba entonces, se acercó á su hermano, alarmada.
—Mire usted allí, en aquellos montes. —¿Qué te pasa?
Por encima de las fortificaciones, por encima de Pero él la rechazaba.
los edificios vecinos, la ventana daba sobre el me-
—No, no, déjame, abandóname, sólo te he causa-
diodía de Sedán, sobre el valle del Meuse. Era el
¡ do pesares. ¡Cuándo me acuerdo que no te hacías
rio que se desarrolla por las vastas praderas; Re-
vestidos y que yo estaba en el colegio! ¡Vaya una
milly á la izquierda, Pont Maugis y Wadelincourt
instrucción que he recibido y qué mal la he apro-
en frente, Frenois á la derecha; y los montes deja-
Desastre—Tomo I— 15
ban ver sus pendientes de color de esmeralda, pri-
vechado!... Además, he estado á punto de deshon- de sangre estas continuas derrotas, estos jefes im-
rar nuestro nombre; no sé donde estaría á estas ho- béciles, estos soldados á los que llevan estúpida-
ras si no te hubieses sacrificado por mí, para repa- mente al matadero, como un rebaño?... Ahora esta-
rar mis faltas. mos en un callejón sin salida. Veis que los prusia-
Ella se sonreía con su plácida calma. nos llegan por todas partes y nos van á aplastar; el
—Vaya un despertar triste que tienes... ¡Ya se ha ejército está perdido... No, no; me quedo aquí, pre-
olvidado todo, se ha borrado todol ¿No cumples fiero que me fusilen como desertor... Juan, puedes
marcharte. No, no vuelvo al regimiento, me quedo
ahora tu deber como buen francés? Desde que has
aquí.
sentado plaza estoy muy orgullosa de tí, te lo ase
guro. Un nuevo raudal de lágrimas le hizo caer sobre
Como pidiendo ayuda se había vuelto hacia Juan. la almohada. Era un deshahogo de sus nervios, uno
Este la miraba, sorprendido de verla menos hermo- de esos desfallecimientos repentinos, con la deses-
sa que por la mañana, ahora que no la veía medio peración, con el desprecio del mundo entero y de
alucinado por el cansancio. Lo que resaltaba siem si mismo, á los que estaba sujeto con tanta frecuen-
pre era el parecido con su hermano; y sin embar- cia. Su hermana, que le conocía muy á fondo, le
go, toda la diferencia de sus temperamentos se po- oía sin alterarse.
nía al descubierto en aquel momento: él nervioso —Obrarías muy mal, mi querido hermano, si
como una mujer, atacado por la enfermedad de la abandonaras tu puesto en los momentos de peligro.
época, sufriendo la crisis histórica y social de su De una sacudida se sentó sobre la cama.
raza, capaz de un momento á otro de los más no- —Pues bien, dame un fusil, voy á romperme la
bles entusiasmos y de los más cobardes descorazo cabeza, así acabaré ante?.
mientos; ella, tan diminuta, toda abnegación, con Después, con el brazo extendido, señalando á
su aspecto resignado, la frente sólida, los ojos va- Weiss, inmóvil y silencioso:
lientes, de la madera sagrada de que se hacen los —El solo es razonable, él solo lo ha visto claro...
mártires. ¿Te acuerdas, Juan, lo que me decía delante de
—¡Orgullosa de mí!—añadió Mauricio.—¡No sé Mulhouse, hace un mes?
por qué! Hace un mes que huimos siempre como —Es verdad,—contestó el cabo,—el señor dijo
unos cobardes que somos. que nos derrotarían.
—¡Demontres!—dijo Juan filosóficamente;—no so- Lo escena se evocaba, la noche angustiosa de
mos los únicos, hacemos lo que nos mandan. alerta, el desastre de Frceschwiller pasando ya por
La crisis del joven estalló más violenta. el cielo triste, mientras que Weiss relataba sus te-
—¡Precisamente ya tengo bastante, estoy harto mores, Alemania preparada, mejor dirigida, mejor
de esta vida! ¿Pues qué, no es para llorar lágrimas armada, empujada por una gran ráfaga de patrio-
tisrao; Francia atontada, entregada al desorden, Énriqueta había desaparecido; cuando volvió á
atrasada, pervertida, no teniendo ni los jefes, ni los entrar, vió sin extrañeza que su hermano se había
hombres, ni el armamento necesario. Y la horrible vestido y que estaba ya listo para marcharse. Qui-
profecía se realizaba. so que Juan y él comieran delante de ella. Tuvie-
Weiss alzó sus manos temblorosas. Su cara expre ran que sentarse á Ja mesa, pero los bocados les
saba un profundo dolor. ahogaban, les daban náuseas, atontados como se
—No me halaga mucho haber dicho la verdad. hallaban aún por el sueño. Juan cortó un pan en
Soy un tonto, ¡pero se veía la cosa tan clara! Más dos pedazos, colocó una mitad en su mochila y otra
si nos derrotan se pueden matar prusianos maldi- en la de Mauricio. La noche se acercaba y era ne-
tos. Creo que vamos á perder la partida, pero se- cesario marcharse. Enriqueta se había parado de-
ría un consuelo matar muchos prusianos, muchos, lante de la ventana, mirando, al ver á lo lejos so-
muchos, tantos, que se pudiese cubrir la tierra allá. bre el Marfée las tropas prusianas, las hormigas ne-
Se había puesto de pie y señalaba con la ma>no gras desfilando sin cesar, perdiéndose poco á poco
el valle del Meuse; sus ojos de miope, por los cuales en las sombras crecientes; dejó escapar una queja.
le habían declarado inútil para el servicio, echaban —¡Oh! ¡La guerra, la atroz guerra!
chispas. Mauricio quiso tomarse el desquite.
—Yo me batiría si fuese libre de hacerlo. No sé —Pero qué, hermanita, ¿tú que quieres que nos
si es porque reinan como amos en mi país, en este batamos, maldices á la guerra?
país donde los cosacos hicieron tanto daño, pero no Se volvió para contestar de frente.
puedo acordarme de ellos, verlos en nuestras casas —Es verdad, la maldigo, la encuentro injusta,
sin que me entren ganas de abrir en canal una do- horrible... Tal vez sea únicamente porque soy mu-
cena, ¡Ab! ¡Si no me hubiesen declarado inútil, si jer. Esas matanzas me sublevan. ¿Por qué no ha-
fuese soldado! bían de explicarse y entenderse los enemigos?
Después de un corto silencio, añadió: Juan aprobaba lo que decía Enriqueta con un
—Además ¿quién sabe? movimiento de cabeza. Nada le parecía más fácil á
Era la esperanza, la necesidad de creer en la vic- él, hombre sin instrucción, que ponerse de acuerdo
toria posible que existía aún entre los más desilu- dándose buenas razones. Pero Mauricio, acudiendo
sionados. Mauricio, avergonzado ya de sus lágri- á su ciencia, encontraba la guerra necesaria, la gue-
mas, le escuchaba, se agarraba á aquel sueño. La rra que es la vida misma, la ley del mundo. ¿No es
víspera había circulado el rumor de que Bazaine acaso el hombre quien ha introducido en la vida la
estaba en Verdun. La fortuna podía hacer un mila- idea de la justicia y de paz, cuando la impasible
gro en obsequio á Francia, que había sido tanto naturaleza no es más que un continuo campo de
tiempo victoriosa. matanza?
¡Ponerse de acuerdo! si, tal vez dentro de unos —Vete,—añadió ella,—pero vuelve, porque si no
cuantos siglos. Si todos los pueblos no formaran voy á buscarte.
más que uno, se podría en rigor aguardar la llega- En la puerta abrazó á Mauricio. Después dió la
da de esa edad de oro, y aún así, ¿si se acaba la mano á Juan y la retuvo en la suya durante algu-
guerra no se acabará la humanidad"?... Era un im- nos segundos, estrechándola cariñosamente.
bécil antes; hay que batirse puesto que es la ley. — Le confío á mi hermano de nuevo... Me ha di-
A su vez sonreía, repitiendo la frase de Weiss: cho cuanto ha hecho usted por él y se lo agradezco
—Y después de todo ¿quién sabe? mucho; le quiero á usted mucho.
De nuevo la ilusión se apoderaba de él, una ne- Se emocionó tanto, que sólo pudo apretar aquella
cesidad de guerra en la exageración enfermiza de mano delicada. Se marchó llevándose la impresión
su sensibilidad nerviosa. que había recibido al entrar; aquella Enriqueta de
—Oye,—dijo,—¿y el primo Gunther? pelo color de avena madura, tan ligera, tan alegre
—El primo Gunther pertenece á la guardia pru- que llenaba el aire alrededor de ella como una ca-
siana... ¿Está por aquí la guardia? ricia.
Weiss no lo sabía, los dos soldados tampoco, y En la calle volvieron á ver el Sedán sombrío y
era natural, puesto que ni los generales sabían qué triste. El crepúsculo había llegado ya á las calles
enemigos tenían enfrente. estrechas y una agitación confusa las obstruía. La
—Vámonos, voy á acompañaros. He averiguado mayoría de las tiendas estaban cerradas, las casas
donde está acampado el 106°. parecían muertas, mientras que fuera en las calles
Entonces dijo á su mujer que aquella noche no no se podía dar un paso. Pudieron llegar á la plaza
volvería, que iría á dormir á Bazailles. Acababa de del Ayuntamiento sin muchas dificultades y allí en-
comprar allí una casita que terminaba de amue- contraron al señor Delaherche, que se paseaba cu-
blar para vivir allí el invierno. Se encontraba cer- rioseando. Se alegró de reconocer á Mauricio y con-
de una tintorería que pertenecía al señor Delaher- tó que precisamente acababa de acompañar al
che. Estaba con cuidado porque había llevado á la capitán Beaudoin, del lado de Floing, donde se en-
casita algunas provisiones, que desaparecerían si contraba al regimiento; aumentó su satisfacción al
la casa se quedaba vacía: un barril de vino, dos sa saber que Weiss iba á dormir á Bazeilles, porque
eos de patatas Su mujer le miraba con mucha fijeza. él también había hecho el propósito de ir á pasar
—Puedes e&tar tranquila,—añadió sonriéndose, la noche en la tintorería, para ver lo que ocurría.
—no tengo otra intención que la de guardar lo —Weiss, iremos juntos... y mientras tanto, vamos
que allí tenemos y te prometo que si atacan al á la Sub-prefectura, donde podremos ver al empe-
pueblo, si hay un peligro cualquiera, volveré en se rador.
guida. Desde que había estado á punto de hablarle en
la casería de Baybel, no se preocupaba más que de —Un emperador.. quisiera ver uno.. si, para ver
Napoleón III, y acabó por arrastrar á los dos solda- cómo es...
dos. Algunos grupos estaban parados en la plaza, De pronto, Delaherche, cogió el brazo de Mau-
hablando en voz baja, mientras que, de vez en cuan- ricio:
do, entraban en el edificio algunos oficiales, asusta- —¡Mire usted! es él... allí, mire usted en lo ven-
do?. Una sombra melancólica desvanecía ya los ár- tana de la izquierda... no me engaño, no, le vi ayer
boles, se oía el ruido del agua del Meuse, que corría muy de cerca, le reconozco ha levantado la cor-
al pie de las casas. Entre los grupos se decía que el tina, sí, es aquella cara pálida, contra el cristal.
emperador había abandonado á Carignan hacia las La vieja, que lo había oído, estaba asustada... Era
once de la noche, no había querido retirarse â Me- en efecto una aparición cadavérica, con los ojos
zieres para quedarse en el peligro y no desmorali- apagados, las facciones descompuestas; los bigotes
zar las tropas. Otros decían que no estaba allí, que palidecían también en aquella postrera angustia. Y
había huido dejando á uno de sus ayudantes vesti- la vieja, asombrada, volvió la espalda con desdén
do con su uniforme, como un maniquí que se le pa- y se fué:
recía mucho y que podía engañar al ejército. Otros —¡Eso es un emperador!—dijo,—¡vaya un bicho!
afirmaban que habían visto entrar en el jardín de Un zuavo estaba allí, uno de esos soldados des-
la Sub prefectura, los coches cargados con el tesoro bandados que no se apresuraban á volver á su re-
imperial, cien millones en oro, en monedas de vein- gimiento. Movía su fusil jurando, escupiendo, ame-
te francos, nuevas. En realidad era todo el material nazando, y dijo á un compañero:
de la casa imperial: el char à bancs, los dos coches, —¡Aguarda, que voy á meterle un balazo en la
los doce furgones, cuya vista había causado tanta cabeza!
estupefacción en los pueblos de Courcelles, Chêne, Delaherche, indignado, intervino. Pero el empe-
Raucourt, aumentado por las imaginaciones; una rado se había retirado. El ruido del agua del Meuse
cola inmensa que entorpecía los movimientos del continuaba, una queja de tristeza infinita parecía
ejército y que iban á parar allí, malditos y aver- haber pasado en la sombra. Otros clamores se oían
gonzados, ocultos á las miradas, detrás de las lilas á lo lejos. ¿Era acaso el ¡anda! ¡anda! la orden te-
del sub prefecto. rrible lanzada desde París que había empujado á
Cerca de Delaherche, que se empinaba exami- aquel emperador de etapa en etapa, arrastrando
nando las ventanas de la planta baja, una mujer por los caminos de la derrota la ironía de su escol-
vieja, alguna obrera, con el cuerpo encorvado, las ta imperial, abocado ahora al horrible desastre que
manos destrozadas por el trabajo, murmuraba en- preveía y que había ido á buscar? ¡Cuántos valien-
tre dientes: tes iban á morir por su culpa y qué trastorno en
todo el sér en aquel enfermo, en aquel soñador
sentimental, silencioso en la triste espera del des procurar un pedazo de pan, y las distribuciones de
tino! víveres continuaban faltando. Loubet se había pro-
curado unas berzas y las estaba cociendo, pero no
Weiss y Delaherche acompañaron á los dos sol-
había ni sal ni manteca. Los estómagos continuaban
dados hasta la meseta de Floing.
pidiendo pan.
-— ¡Adiós! — dijo Mauricio, abrazando á su cu-
—¡Vamos, cabo! usted que se las sabe arreglar,
ñado.
vea usted de encontrar algo, yo no lo necesito, he
— ¡No, no, hasta la vista, qué demonio!—dijo ale-
comido en casa de una señora con Loubet.
gremente el fabricante.
Todos miraban á Juan, la escuadra le aguardaba.
Juan, con su buen olfato, encontró en seguida
Lapoulle y Pache, que no habían encontrado nada
el 106.°, cuyas tiendas de campaña se alineaban en
que comer, confiaban en él, á quien creían capaz
la pendiente de la meseta, detrás del cementerio.
de sacar harina de unas piedras. Y Juan, conmoví
La noche se había venido encima, pero se veían
do, apenado ante tantos sufrimientos, remordién-
aún en grandes masas los tejados sombríos de la
dole la conciencia de haberlos abandonado, repar-
ciudad, después más allá, Balan y Bazeilles, en las
tió entre ellos la mitad del pan que había guardado.
praderas, que se extendían hasta los montes deRe-
milly y Freuois; mientras que á la izquierda se di- —¡A Dios gracias!—decía Lapoulle devorando su
visaba la mancha negra de los bosques del Garen- * ración, no encontrando otras palabras para explicar
ne, y sobre la derecha, abajo, brillaba la ancha su satisfacción, mientras que Pache rezaba muy
cinta pálida del Meuse. Durante un momento, Mau- quedo un Padre Nuestro y un Ave María, pidiendo
ricio, contempló aquel inmenso horizonte que iba á Dios le protegiera y le enviara comida para el
desapareciendo en las tinieblas. día siguiente.
—¡Aquí está el cabo!—dijo Chouteau.—¿Vendrá El corneta Gaude tocaba llamada. Pero no hubo
de recoger provisiones? retreta, el silencio reinó en seguida en todo el cam-
Hubo un rumor. Durante todo el día los hombres pamento. Cuando el sargento Sapin notó que su me-
dispersos habían ido llegando, unos solos, otros por dia sección estaba completa, dijo, tranquilamente:
pequeños grupos, tanto, que los jefes habían re- —Mañana faltarán algunos.
nunciado á pedir explicaciones. Cerraban los ojos, Después, como Juan le mirase, añadió con tran-
aceptando muy contentos á los que regresaban. quilidad:
El capitán Beaudoin acababa de llegar, el te- —En cuanto á mí, mañana me matarán.
niente Rochas había llegado á las dos con la com- Eran las nueve; la noche prometía ser fría por-
pañía reducida á una tercera parte; ahora estaba que desde el Meuse subían las brumas, tras las cua-
casi completa. Algunos soldados estaban borrachos, les se ocultaban las estrellas. Y Mauricio, acostado
otros se hallaban en ayunas, sin haberse podido cerca de Juan, al pie de un vallado, se estremeció
—¿Duermes, Juan?—preguntó Mauricio. Juan
de frío, é indicó la conveniencia de ir á acostarse
dormía y Mauricio se quedó solo. La idea de ir á
dentro de la tienda de campaña. Pero destrozados,
unirse á Lapoulle y á los otros, bajo la tienda, le
más doloridos aún, después del descanso que ha-
causaba mucha pereza. Oía sus ronquidos que con-
bían tomado, ni uno ni otro podían dormir. Envi-
testaban á los del teniente Rochas, y les tenía en-
diaban al teniente Rochas, que se encontraba á su
vidia. Si los grandes capitanes duermen bien la vís-
lado y que, envuelto en una manta, roncaba como
pera de la batalla, será acaso porque estarán muy
un héroe sobre la tierra húmeda. Después, durante
cansados. Del campamento inmenso, oculto en las
mucho tiempo, se fijaron en la llama de una bujía
tinieblas, sólo oía el aliento del sueño. Sabía sólo
que ardía en una tienda donde velaban el coronel
que el 5.o cuerpo debía acampar por allí, bajo las
y algunos oficiales.
murallas que el 1.° se extendía desde el bosque del
Durante toda la tarde el coronel había estado
Garenne á la aldea de Moncelle, mientras que el
muy preocupado, porque no había recibido órdenes
12.o, al otro lado de la ciudad, ocupaba á Bazeilles.
para el día siguiente. Comprendía que su regimien-
to estaba muy de avanzada y eso que había retro- Todo dormía, la lenta palpitación iba desde las
cedido un poco, abandonando el puesto que había primeras álas últimas tiendas, desde el fondo vago
ocupado por la mañana. El general Bourgain-Des- de la sombra. Después, más allá, era otra cosa des-
feuilles, no se había presentado, pues estaba enfer-' conocida, cuyos rumores llegaban por momentos,
mo, según decían y se hallaba en cama en el hotel tan lejanos, tan tenues, que hubiese podido confun-
de la Cruz de Oro, y el coronel tuvo que decidirse dirlos con el zumbido de sus oídos: el galopar per-
á enviarle un oficial, para prevenirle que la nueva dido de la caballería, el rodar amortiguado de los
posición parecía peligrosa, dado lo desparramado cañones, sobre-todo, la marcha pesada de hombres,
que estaba el 7.° cuerpo, obligado á defender una el desfile sobre las alturas del negro hormiguero
línea demasiado extensa, desde el Meuse al bosque humano, aquella invasión, aquel envolvimiento que
de Garenne. Seguramente la batalla empezaría al la noche no había podido paralizar. Y, allá, eran
amanecer. No quedaban por delante más que seis ó aquellos fuegos que se apagaban, repentinamente,
siete horas de aquella gran calma negra. Mauricio aquellas voces dispersas que gritaban, toda la an-
extrañó que al apagarse la claridad en la tienda gustia que iba en aumento y que llenaba aquella
del coronel, desfilara el capitán Beaudoin, pasando noche última de espera, aguardando el espantoso día.
muy cerca de él, viéndole desaparecer en dirección Mauricio había cogido á tientas la mano de Juan.
de Sedan. Entonces, ya más tranquilo, se durmió. Sólo inte-
rrumpía aquel silencio un reloj de Sedan, cuyas
Cada vez se espesaban más los vapores que su-
campanadas caían una á una.
bían del río, obscureciéndolo todo con una niebla
muy triste.
hasta Frenois. Weiss, con el entusiasmo que le pro-
ducía ser dueño de una casa, no se había acostado
hasta las dos de la mañana, después de haber ocul-
tado en la cueva todas las provisiones y de haberse
SEGUNDA PAKTE arreglado del mejor modo posible para proteger los
t muebles contra las balas, defendiendo las ventanas

con colchones. Una cólera sorda se iba apoderando


I de él, al pensar que los prusianos podían destruir
> aquella casa, tan deseada, á tanta costa adquirida
En Bazeilies, en el pequeño cuartito negro, un y de la que había disfrutado durante tan poco
brusco sacudimiento hizo sallar á Weiss de la ca- tiempo.
ma. Escuchó: era el cañón. A tientas tuvo que en- En aquel momento le llamaron desde la calle.
cender la vela, para ver qué hora marcaba su reloj: —¡Weiss! ¿oye usted el jaleo?
eran las cuatro, el día empezaba á clarear. Cogió Abajo encontró al señor Delaherche, que había
sus lentes y miró por la calle Mayor el camino de querido dormir en la tintorería, un gran edificio de
Douzy, que atraviesa el pueblo; pero una especie ladrillo que sólo se hallaba separado de la casa de
de polvo espeso lo obscurecía todo y no se veía na- Weiss, por una pared medianera. Los obreros ha-
da. Entonces pasó á otra habitación, cuya ventana bían huido, por los bosques, en dirección á Bélgica;
daba al campo hacia el Meuse; y allí, comprendió y sólo quedaba para guardar la casa, la portera,
que las nieblas que subían del río eran las que ocul- viuda de un albañil, que se llamaba Francisca Quit-
taban el horizonte. El cañoneo continuaba más | tard. Si se había quedado allí, temblorosa, atonta-
fuerte, allá, detrás de aquel velo, al otro lado del da, era porque su hijo Carlitos, un chico de diez
río. De pronto, una batería francesa contestó, tan años, estaba en cama atacado de una fiebre tifoi-
cercana y con tal estrépito, que las paredes de la dea, y no había medio humano de sacarle de casa.
casita temblaron. —Oiga,— dijo Delaherche,— la cosa empieza
La casa de Weiss se encontraba en el centro de bien.,. Lo más prudente sería volver á Sedán, en
Bazeilies, á la derecha, antes do llegar á la plaza seguida.
de la iglesia. La fachada, un tanto escondida, daba Weiss había prometido formalmente á su mujer
sobre la carretera, tenia un solo piso, con tres ven- que al primer síntoma de peligro serio, dejaría á
tanas y arriba el grauero; detrás había un jardín ( Bazeilies. Pero aquello sólo era un combate de
bastante grande, cuya pendiente bajaba hacia las artillería á gran distancia, en las nieblas del ama-
praderas, desde donde se descubría el inmenso pa necer.
norama de montes que se extiende desde Remilly —¡Aguardemos, que demonio! No hay prisa. De-
laherche sentía tal curiosidad, que se iba haciendo al teniente, que miraba en lontananza, tratando de
valiente. No había cerrado los ojos en toda la no- distinguir algo á pesar de la niebla.
che, interesándose en los trabajos de defensa. Pre —¡Vaya una niebla inoportuna!—murmuró.—No
venido de que iba á ser atacado al amanecer, el vamos á poder batirnos á tientas!
general Lebrun, que mandaba el 12.<> cuerpo, había Después de un momento de silencio sin transi-
empleado la noche parapetándose en Bazeilles, ción aparente, preguntó:
cuya ocupación debía impedir á toda costa. Las ba- —¿Qué día es hoy?
rricadas cerraban el camino y las calles; en todas —Jueves,—contestó Weiss.
las casas había guarniciones de un puñado de hom- —Jueves, es verdad... con esta vida no sabe uno
bres; cada callejuela, cada jardín, estaban trans- si el mundo existe.
formados en fortaleza. Y desde l a tres, en la noche En aquel momento, á pesar del ruido sordo que
obscura, las tropas, despertadas sin ruido, estaban producía el cañoneo, se oyó el fuego de fusilería, al
en su puesto de combate, los chassepots engrasa- lado de las praderas, á unos doscientos ó trescien-
dos, las cartucheras conteniendo los noventa car- tos metros. Fué aquello como una mutación de tea-
tuchos reglamentarios. El primer cañonazo del ene- tro, el sol se levantaba, los vapores del Me use vola-
migo no sorprendió á nadie, y las baterías france- ron á trozos, como delicada muselina, el cielo azul
sas, instaladas entre Balan y Bazeilles, habían con- apareció, sereno, de una limpidez sin mancha. Era
testado, como para que supieran que estaban allí, la alegre mañana de un hermoso día de verano.
tirando sin saber cómo, á su libre albedrío. —¡Ahí— dijo Delaherche,—pasan el puente del
—La tintorería,—dijo Delaherche,—va estar bien ferrocarril. Los ve usted que tratan de ganarlo si-
defendida... Tengo allí una sección entera. Venga guiendo la vía férrea... Pero es una estupidez no
usted á ver. haber volado el puente.
En la tintorería se habían instalado unos cuaren- El teniente hizo un gesto de cólera. Los hornos'
ta y tantos soldados de infantería de marina, á cuyo de mina estaban cargados, dijo; pero la víspera,
frente se hallaba un teniente, un muchachón rubio, después de haberse batido durante cuatro horas,
joven, de aspecto muy enérgico y testarudo. Los para volver á tomar el puente, se había olvidado
hombres habían tomado posesión del edificio; unos de pegar fuego á la mecha.
abrían troneras en las ventanas del primer piso —Esa es nuestra mala suerte,—dijo con voz
que daban á la calle, otros reforzaban el muro del breve.
corral, que dominaba las praderas por detrás de la
Weiss, silencioso, miraba, tratando de darse
casa.
cuenta de lo que ocurría. Los franceses ocupaban
En aquel corral encontraron Delaherche y Weiss en Bazeilles una posición muy fuerte. Contruído á
Desastre lomo I—16
ambos lados de la carretera de D o u z y , el pueblo bían por el espacio, mientras que las detonaciones
dominaba las praderas, y sólo había este camino, Uegaban muy claras. Debían ser las cinco. I
| L
que torcía á la izquierda, pasando delante del cas- —Vamos,—dijo,—el baile va á ser completo.
tillo, mientras que otro camino, el del puente del El teniente de infantería de marina, que miraba
ferrocarril, que se alejaba á la derecha, se encon- también, dijo de un modo de absoluta certeza:
traba con el primero en la plaza de la iglesia. Los
alemanes tenían que atravesar las praderas, ios an=
—Bazeilies es el punto importante. Aquí se deci-
dirá la suerte de la batalla.
II
chos espacios pelados, que separaban las primeras —¿Lo cree usted así?—dijo Weiss. flf I
casas, del lío Meuse y de la vía férrea. Conocida • —No hay lugar á dudas. Con seguridad que este
su habitual prudencia, parecía poco probable que es el pensamiento del mariscal Mac Mahon, que ha

1
el verdadero ataque comenzara por aquel lado. venido á vernos durante la noche, para decirnos
Continuaban llegando masas profundas por el puen- que nos hiciéramos matar hasta el último, antes
te, á pesar del destrozo que las ametralladoras, ins- que dejar tomar el pueblo.

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taladas en la entrada de Bazeilies, causaban en las Weiss movió la cabeza, echó una mirada al hori-
filas; é inmediatamente, los que habían pasado, se zonte, y con voz entrecortada, como si hablara con-
desplegaban en guerillas, por entre los escasos sau- sigo dijo:
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ces, se reformaban las columnas y avanzaban. Era —¡Pues no! ¡No, y mil veces no! ¡No es es eso!
de allí de donde partía el fuego de fusilería que iba Tengo miedo de otra cosa y no me atrevo a decirla,
IiB 1«
1
en aumento. - S e c a l 1 0 - Había abierto los brazos, muy grandes, W1
—Son bávaros,—hizo notar Weiss;—distingo per- parecidos á los de un torno, y con la cara vuelta
fectamente sus cascos de cordoncillo. hacia el Norte unía las manos, como si las bocas

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Creyó comprender que otras columnas medio del torno se hubiesen cerrado de pronto.
ocultas detrás de la vía férrea, desfilaban hacia la Desde la víspera abrigaba algunos temores, co-
derecha, tratando de ganar los bosques cercanos, nociendo como conocía el país, después de haberse
para poder caer después sobre Bazeilies, por un dado cuenta exacta de la marcha de los dos ejérci-
movimiento oblicuo. Si lograban de ese modo po tos. Ahora, á medida que la vasta llanura se en- ¡i

nerse al abrigo en el parque de Mont-Villers, el pue- sanchaba, en la luz radiante, sus miradas se diri-
blo podía ser tomado, tuvo de esto una rápida y gían hacia los montes de la margen izquierda por
vaga sensación. Después como se agravara el ata- donde durante todo un día y toda una noche había
que de frente, desapareció. desfilado un hormigueo de tropas alemanas. A la
De pronto se volvió hacia las alturas de Floing, izquierda de Remilly una batería cañoneaba. Pero
que se veían, por encima de Sedán. Una batería ha de la que se empezaban á recibir granadas había
bia empezado el fuego; las nubecillas de humo, su- tomado posición en Maugis, á la orilla del río.
Con el brillo del sol, el campanario de Floing se le
Colocó los dos cristales de sus lentes uno sobre aparecía como una fiua aguja blanca.
otro, para ver mejor las pendientes plantadas de Después, al Este se encontraba el otro brazo del
árboles, y no veía más que las nubecillas de humo torno. Se veía al Norte de la meseta de Illy, la me-
blanco, de las piezas que iban coronando las altu- seta de Floing, donde se hallaba la línea de bata-
ras poco á poco. lla del 7.° cuerpo, mal apoyado por el 5.°, que se
¿Dónde se hallaba ahora el río de hombres que hallaba colocado de reserva bajo los muros de la
había salido de allí? Por encima de Noyers y de plaza, le era completamente imposible saber lo que
Frenois, sobre el Marfée, acabó por distinguir en la pasaba al Este, á lo largo del valle de Givonne don-
eminencia de un bosque de pinos, un grupo de uni- de el l.o cuerpo se encontraba apostado, desde el
formes y de caballos, oficiales sin duda, algún esta- bosque del Garenne hasta la aldea de Daigny. Pero
do mayor. Y el cierre del Meuse estaba más allá ya se oía el cañoneo por aquel sitio; la lucha debía
cerrando el oeste; sólo quedaba para la retirada so haber empezado en el bosque de Chevalier, delante
bre Mezieres un camino estrecho que seguía el des- de la aldea. Su inquietud procedía de que algunos
filadero de Saint-Albert, entre el cierre del río y los aldeanos habían señalado desde la víspera la llega-
bosques de los Ardennes. da de los prusianos á Francheval; de modo que el
La víspera, Weis se había atrevido á hablar á un movimiento que se efectuaba al Oeste, por Don-
general con quien se encontró en un camino del va- chery, se verificaba también al Este, por Franche-
lle de Givonne, que creyó después era el general val, y las bocas del torno lograrían unirse allá al
Ducrot, comandante del 1.° cuerpo, de aquella úni- Norte del calvario de Illy, si la doble marcha de
ca línea de retirada; si el ejército no se retiraba en envolvimiento no se contrarrestaba. Nada sabía de
seguida por aquel camino, si aguardaba á que los ciencia militar, sólo le guiaba su buen sentido, y
prusianos le cortaran el paso, después de haber temblaba al ver aquel inmenso triángulo del cual
franqueado el Meuse en Donchery, iba á verse in formaba uno de los lados el Meuse, y cuyos otros
movilizado, rechazado hacia la frontera. Ya, por la dos estaban representados al Norte por el 7.° cuer-
tarde, afirmaban que no quedaba tiempo, que los po, al Este por el l.o, mientras que el 12.o al Sur,
huíanos ocupaban el puente, un puente más que ha- en Bazeilles, ocupaba el ángulo extremo, dándose
bían olvidado de volar, esta vez por no haberse la espalda los tres, aguardando sin saber por qué
acordado de llevar pólvora. Y, desesperado, Weiss ni cómo, un enemigo que llegaba de todas partes.
se decía que el hormigeo de hombres debía hallar En medio, como en el fondo de una fosa, la ciudad
se en la llanura de Donchery, en marcha hacia el de Sedán estaba alií, armada con cañones fuera de
desfiladero de Saint Albert, lanzando ya su van- uso, sin municiones y sin víveres.
guardia sobre Saint Menges y sobre Floing, á don —Comprenda usted,—dijo Weiss, repitiendo su
de había llevado la víspera á Juan y á Mauricio.
pesar de su ardiente curiosidad empezaba á pali-
movimiento, ensanchados los brazos y unidas las
decer, porque si tardamos un poco no podremos en-
manos,—va á suceder así, si vuestros generales no
trar en Sedán.
se cuidan de lo que pasa... Los entretienen á uste-
—Aguarde usted un minuto y le sigo.
des en Bazeilies.
A pesar del peligro que corría, se alzaba sobre
Pero se explicaba mal, confusamente, y el tenien-
las puntas de los pies, quería ver, darse cuenta de
te, que no conocía el país, no. podía comprender
lo que ocurría. Hacia la derecha, las praderas inun-
sus explicaciones. Así es que movía loá hombros
dadas por orden del general gobernador, el inmen-
desdeñosamente, impacientado de ver á aqu^l pai
so lago que se extendía desde Torcy á Balan, pro-
sano con lentes y paletó, que quería saber más que
tegían la ciudad; era una superficie inmóvil, de un
el mariscal Mac Mahon. Irritado ya de oirle decir
azul delicado que brillaba reflejando el sol. El agua
que el ataque de Bazeilies no tenía más objeto que
cesaba á la entrada de Bazeilies y los bávaros se
distraer para ocultar el verdadero plan, le dijo:
habían acercado á través de los hierbas, aprove-
—¡Déjenos usted en paz! vamos á echar al Meu-
chando los fosos, los árboles, todo lo que podía ser-
se á vuestros bávaros y ya verán como nos divier-
virles para resguardarse.
ten.
Se hallaban á unos quinientos metros; y lo que le
Desde hacía un momento los tiradores enemigos
chocaba era la lentitud de sus movimientos, la pa-
se habían ido acercando, las balas llegaban con un
ciencia de que daban prueba, ganando el terreno
sonido opaco á estrellarse contra los ladrillos de la
poco á poco, exponiéndose lo menos posible. Ade-
tintorería, y ocultos detrás del pequeño muro del más se veían apoyados por una potente artillería;
-corral, los soldados habían empezado á contestar. en el aire fresco y puro resonaban los silbidos de
A cada instante se oía una detonación seca de las balas y de las granadas. Levantó los ojos y vió
chassepot. que la batería de Pont-Maugis no era la única que
—¡Echarlos al Meuse! ya lo creo,—murmuró tiraba sobre Bazeilies; otras dos instaladas á mitad
Weis,—y pasar por encima de ellos, para cogerles del camino de Liry, habían empezado el fuego, ba-
el camino de Carignán; eso sería lo bueno. rriendo el pueblo y aun más allá los terrenos pela-
Después, dirigiéndose á Delaherche, que estaba dos de Moncelle, donde se hallaban las reservas
escondido detrás de la fuente para evitar las balas, del 12.° cuerpo y hasta las pendientes llenas de
añadió: bosques de Daigny, que ocupaba una división del
—¡No importa! El verdadero plan era el de lar- primer cuerpo.
garse ayer sobre Mezíeres y en su lugar preferiría Todas las crestas de la margen izquierda se in-
estar allí.. De todos modos hay que batirse, porque flamaban. Los cañones parecían surgir del suelo,
la retirada e3 imposible. era aquello como una cintura que iba ensanchán-
—¿Viene usted?-preguntó Delaherche, que á
dose cada vez más: una batería de Wadelincourt, con cerrojo y se unió por último á su compañero,
que tiraba sobre Sedan, una batería en Frénois, por cuando un nuevo espectáculo los paralizó.
encima de la Marfee, otra formidable batería, cuyas En el extremo del camino, á trescientos metros
granadas pasaban por encima de la ciudad, para ir próximamente, una fuerte columna bávara atacaba
á estallar entre las tropas del 7.° cuerpo, sobre la la plaza de la Iglesia. El regimiento de infanteria
meseta de Floing. Aquellos montes que tanto que- de marina, encargado de defenderla, pareció dismi-
ría y cuya vista halagaba á sus ojos, cerrando á lo nuir el fuego como para dejarlos avanzar. Después,
lejos el valle alegre de verdura, los miraba ahora cuando la columna se encontró enfrente, hicieron
Weiss con verdadero terror, convertidos de pronto una maniobra extraordinaria é imprevista: los sol-
en enorme y gigantesca fortaleza, dispuesta á aplas- dados se apartaron á ambos lados del camino, mu-
tar las inútiles fortificaciones de Sedan. chos se echaron á tierra, y en el espacio que brus-
La caída de un trozo de yeso, le hizo levantar la camente dejaron libre, las ametralladoras, puestas
cabeza. Era una bala que había ido á aplastarse en batería en el otro extremo, vomitaron una gra-
contra su casa, cuya fachada veía por encima de nizada de balas. La columna enemiga quedó barri-
la pared medianera. Aquello le contrarió mucho. da. Los soldados se habían levantado de un salto y
—¡Pues qué! me la van á echar abajo esos bandi- corrían á la bayoneta sobre los bávaros, acabando
dos. de atropellarlos y de rechazarlos. Dos veces empe-
Pero detrás de sí un ruido blando le extrañó. Al zó la maniobra con el mismo éxito. En el esquinazo
volverse, vió un soldado, herido en el corazón, que de una callejuela, en una casita pequeña, se habían
caía de espaldas. Una ligera convulsión agitó las quedado tres mujeres y tranquilamente, desde una
piernas, la cara se quedó plácida, serena. Era el de las ventanas, reían y aplaudían, contentas de
primer muerto y se asustó, sobre todo por el estré- haber presenciado aquel ¿spectáculo.
pito producido por el chassepot, que rebotaba sobre —¡Demonio!—dijo Weiss,—he olvidado de cerrar
el empedrado. la puerta de la cueva y de cojer la llave... Aguarde
—Yo rae voy,—dijo Delaherche.—Si no viene usted, es cosa de un minuto.
usted, me voy solo. Aquel primer ataque había sido rechazado y De-
El teniente, á quien molestaban mucho, les dijo: laherche, en quien el deseo de ver volvía á surgir,
—Lo mejor que pueden ustedes hacer es mar- tenía menos prisa por marcharse. Estaba de pie,
charse.,. Nos pueden atacar de un momento á otro. delante de la tintorería, hablando con la portera,
Entonces, después de lanzar una última mirada que había salido de su cuchitril.
á las praderas, donde los bávaros ganaban terreno, —Mi pobre Francisca, debía usted venirse con
Weiss se decidió á seguir á Delaherche. Pero al nosotros. Una mujer sola no está bien en medio de
llegar al otro lado, en la calle, quiso cerrar su casa tanto desastre.
Levantó los brazos temblorosos. —Hasta la vista, Francisca.
—¡Ah! señor, puede usted creer que me hubiese —Hasta la vista, señores.
marchado, sino fuera por la enfermedad de Carli- En aquel mismo instante se produjo un estrépito
tos... Eatre usted y le verá. horrible. Era una granada que después de haber
No entró, pero alargó el cuello y movió la cabeza echado abajo una chimenea de la casa de Weiss,
al ver al niño, acostado en una cama muy blanca, caía sobre la acera, donde reventó con tal violen-
la cara roja de fiebre, mirando á su madre con sus cia, que todos los cristales se rompieron. Un polvo
ojos brillantes. espeso, una humareda pesada, impidieron ver al
—¿Por qué no se lo lleva usted? La instalaré en pronto. Después la fachada reapareció, estropeada,
Sedan... Envuélvale usted en una manta caliente y y, allí, sobre el umbral, Francisca estaba atravesa-
véngase con nosotros. da, muerta, con las calderas rotas, la cabeza aplas-
—¡No puede ser! El médico me ha dicho que le tada, un pingajo humano, todo rojo, horrible.
mataría si le sacaba á la calle. ¡Si viniese su padre! Weiss acudió inmediatamente. No encontraba
Pero solo quedamos los dos y tenemos que conser- palabras, sólo salían de su boca juramentos.
varnos el uno para el otro. Acaso esos prusianos no Se acercó. Estaba muerta. Se había bajado á su
quieran hacer daño á una mujer sola y á un niño lado, le tentaba las manos, y al levantarse se en-
enfermo. contró con el semblante rojo de Carlitos, que había
En aquel momento se presentó Weiss, muy con- levantado la cabeza para mirar á su madre. No de-
tento por las medidas de precaución que había to- cía nada, no gritaba, únicamente sus ojos, desme-
mado. suradamente abiertos, contemplaban aquel, cuerpo
—Si quieren entrar, tendrán que romperlo todo. horrible, que no reconocía.
¡Ahora, vámonos! arrimados á las casas, si no que- —¡Ahora,—dijo WeisS furioso,—esos canallas se
remos pescar algo. entretienen matando mujeres!
En efecto, el enemigo debía preparar un nuevo Se había puesto en pie y amenazaba con el puño
ataque, porque aumentaba el fuego de fusil y el sil- á los bávaros, cuyos cascos volvían á presentarse,
bido de las granadas no cesaba. Dos habían caído del lado de la Iglesia. La vista del tejado de su ca-
ya en el camino á un centenar de metros, otra se sa, medio destruido por la caída de la chimenea,
había empotrado en un jardín, sin estallar. acabó por ponerle rojo de cólera.
—Oiga, Francisca, quiero dar un beso á Carli- —¡Indecentes! matáis á las mujeres y destruís mi
tos... Pues no está muy mal; dentro de un par de casa... ¡No, no puede ser, no puedo irme de este
días estará fuera de peligro... Tenga usted valor y modo, me quedo!
métase usted en casa; no se asome usted para nada. De un salto cogió el chassepot y los cartuchos del
Los dos hombres se marchaban. soldado muerto. En las grandes ocasiones, cuando
quería ver muy claro, llevaba siempre un par de bres tiraban á voluntad; y en aquella ancha vía,
gafas que no sé ponía por no disgustar á su mujer. alumbrada por el sol y desierta, pasaba un huracán
Arrancó los lentes y los reemplazó con las gafas, y de plomo, una humareda, algo como una granizada
aquel buen hombre en paletó, con su cara redonda, empujada por el viento. Vieron á una joven atrave-
que la rabia transfiguraba, casi cómico y magnífico sar la calle de una carrera y sin que le alcanzaran
de heroísmo, se puso á disparar tiros á los bávaros, las balas. Después, un aldeano, un viejo, que se em-
al montón que se hallaba al otro extremo de la ca- peñaba en hacer entrar un caballo en la cuadra,
lle. Eso le calmaba la sangre y estaba muy conten- recibió un balazo en medio de la frente y con tal
to tumbando á algunos, vengándose así de los atro- violencia, que fué á caer en medio del camino. E l
pellos de 1814, cuyos cuentos habían mecido su tejado de la Iglesia se había huudido,.á consecuen-
niñez. cia de la caída de una granada. Otras dos habían
—¡Indecentes! ¡indec&ntes!—repetía. incendiado las casas, que ardían dejando oir el cru-
Y seguía tirando siempre, tan rápidamente, que jido de sus maderas. Y aquella infeliz Francisca,
el cañón del chassepot acababa por quemarle los aplastada, cerca de su hijo enfermo, aquel aldeano
dedos. con una bala en la frente, aquellos destrozos, aque-
El ataque se anunciaba terrible. Del lado de las llos incendios, acababan por exasperar á los habi-
praderas el fuego había cesado. Dueños de un ria- tantes, que habían preferido morir allí que esca-
chuelo estrecho, bordeado de álamos y de sauces, parse á Bélgica. Obreros, señores y aldeanos dis-
los bávaros se disponían á dar el asalto á las casas paraban con rabia y sin cesar desde las ventanas.
que defendían la plaza de la Iglesia, y sus tiradores —¡Ah! esos bandidos han dado la vuelta,—dijo
se habían replegado prudentemente; el sol única- Weiss.—Les veía que tomaban á lo largo de la vía
mente dormía, tendiendo sus hilos de oro sobre el férrea... ¡Mire usted! ¿Los oye usted? allá, á la iz-
desarrollo inmenso de las hierbas, que manchaban quierda.
algunas los cuerpos de los soldados muertos. El te- En efecto, acababa de empezar el tiroteo por de
niente había abandonado el patio de la tintorería, trás del parque de Montivillers, cuyos árboles bor-
dejando solo allí un centinela, comprendiendo que deaban el camino. Si el enemigo se apoderaba del
el peligro estaba ahora del lado de la calle. parque, Bazeilles estaba perdido. Pero la violencia
Colocó á sus hombres á lo largo de la acera, con misma del fuego, probaba que el comandante del
orden de si el enemigo se apoderaba de la plaza, 12.o cuerpo había previsto el movimiento y que el
parapetarse en el primer piso y defenderse hnsta parque se hallaba defendido.
agotar el último cartucho. Acostados sobre la tie- —Tenga usted cuidado ¡torpel dijo el teniente,
rra, ocultándose detrás de los marcos de las puer- obligando á Weiss á arrimarse á la pared, va usted
tas, aprovechando los menores intersticios, los hom- á Hquedar hecho una tortilla. , «n^oiEDN
UNIVERSIDAD O, NUtv
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Aquel hombrachón tan valiente, con sus gafas, ca se hubiera creído tan joven ni tan ágil. Pero al
había acabado por interesarle y como sintiera que final de Bazeillep, cuando tuvo que seguir durante
venía una granada, le había apartado paternalmen- trescientos metros el camino desierto que barrían
te. El proyectil cayó á unos diez pasos, reventó lle- las baterías del Liry, empezó á temblar, aunque
nándoles de metralla. Weiss se quedó de pie sin estaba sudoroso. Durante un momento, avanzó aga-
recibir un arañazo, mientras que el teniente tenía chado, en un foso. Después echó á correr, derecho,
las dos piernas destrozadas. atontado, oyendo continuos disparos. Sus ojos se
—¡Vamos! ¡ya tengo lo que me hacía falta! quemaban, creía marchar entre llamas. Aquello du-
Había caído sobre la acera, he hizo que le apo- ró una eternidad. De pronto, vió una casita á la
yaran contra la puerta, cerca de la mujer que ya- izquierda y se metió dentro, pareciéndole que se le
cía allí, atravesada y su fisonomía conservó el mis- había quitado del pecho un peso enorme. Alguna
mo aire enérgico y testarudo. gente le rodeaba, hombres y caballos. Primero no
—Esto no es nada, muchachos, escuchadme... Ti- había conocido á nadie, después le extrañó ver tan-
rad á gusto, sin precipitarse. Ya os avisaré cuando ta gente.
haya que atacarlos á la bayoneta. ¿No era aquel el emperador con todo su estado
Continuó mandándolos, manteniondo derecha la mayor? Dudaba aunque creía conocerle, desde que
cabeza, vigilando al enemigo. Enfrente, otra casa había estado á punto de hablarle en Baybel; des-
había empezado á arder. El chisporroteo, el tiroteo, pués se quedó perplejo. Era Napoleón III, que se le
los estallidos de las granadas, desgarraban el aire aparecía más grande á caballo, con los bigotes tan
que se llenaba de polvo y de humo. Algunos hom- retorcidos, afilados, las mejillas tan pintadas, que
bres caían en los esquinazos de las callejuelas, los lo vió en seguida rejuvenecido, pintarrajeado como
muertos, aislados unos, otros en montones, forma- un actor. Indudablemente se había hecho pintar la
Kan manchas sombrías, salpicadas de rojo. Y enci- cara, para no pasear entre su ejército el espanto de
ma del pueblo, aumentaba el clamoreo, la amenaza su pálido semblante, descompuesto por el dolor, con
de millares de hombres arrojándose sobre algunos la nariz delgada y los ojos turbios. Prevenido de
centenares de valientes, dispuestos á morir. que se batían desde las cinco en Bazeilles, había
Entonces, Delaherche, que no había cesado de acudido silencioso y triste, como un fantasma, re-
llamar á Weiss, preguntó por última vez: animadas las carnes con bermellón.
—¿No viene usted?... ¡Pues le dejo! ¡adiós! Una tejería estaba allí, ofreciendo un refugio. Por
Eran las siete y se había retrasado mucho. Mien- el otro lado una granizada de balas acribillaba las
tras que pudo andar al amparo de las casas, se paredes y las granadas á cada instante caían sobre
aprovechó de los resquicios de las puertas, pegán- el camino. Toda la escolta se había detenido.
dose, arrimándose á la pared á cada descarga. Nun- —Señor; murmuró una voz, hay peligro...
El emperador se volvió, ordenó á su estado ma-
—Señor, ¡cuánto valor! Por favor, no se exponga
yor se colocara en el estrecho callejón, que bordea-
más...
ba la tejería. Allí los hombres y los caballos estaban
Hizo Un movimiento invitando á que le siguiera
completamente ocultos.
su estado mayor, y exponiéndole esta vez como él
—Señor; esto es una locura... señor, le suplica-
mismo se exponía, subió hacia la Moncelle á través
mos...
de los campos, por los terrenos al descubierto de
Repitió la orden, como para decirles que la apa-
la Rapaille. Un capitán cayó muerto, dos caballos
rición de un grupo de uniformes, sobre aquel cami-
también. Los regimientos del 12.° cuerpo, ante los
no pelado, llamaría la atención de las baterías de
cuales pasaba, le veían llegar y desaparecer como
la margen izquierda. Y, solo, se adelantó, en medio
un espectro, sin un saludo, sin una aclamación.
de las balas y de las granadas, sin prisa, con el
mismo paso triste é indiferente, yendo á su destino. Delaherche había presenciado aquellas cosas.
Sin duda oía detrás de sí la voz implacable que le Temblaba al pensar que en cuanto abandonase la
empujaba hacia adelante, la voz que gritaba desde tejería, él también iba á verse envuelto en una llu-
París: «¡Anda, anda! muere como un héroe sobre via de balas. No tenía prisa en marcharse, oía aho-
los cadáveres de tu pueblo, llama la atención del ra la conversación de varios oficiales que habían
mundo entero, para que tu hijo pueda reinar» perdido sus caballos y que se habían quedado allí.
Avanzaba al paso menudo de su caballo. Anduvo — L e digo á usted que ha quedado muerto en el
así un centenar de metros. Después se detuvo, acto, una granada le ha partido en dos pedazos.
aguardando la muerte que había ido á buscar. Las —No, hombre; he visto cuando se lo llevaban...
balas silbaban como un viento de equinoccio, una una herida sin importancia, en el muslo.
granada había estallado, cubriéndole de tierra; con- —¿A qué hora?
tinuó aguardando. Las crines de su caballo se en- —A las seis y media, hace una hora...
crespaban, toda su piel se estremecía, en un instin- Allá arriba, cerca de la Moncelle, en un caminito
tivo retroceso, delante de la muerte que pasaba á cubierto...
cada segundo, sin querer hacer presa en aquel —¿Ha regresado á Sedán?
hombre ni en aquel caballo. Entonces, después de —Sí, ya está en Sedán.
aquella espera, el emperador, con su fatalismo re- ¿De quién hablaban? Delaherche acabó por com-
signado, comprendiendo que su destino no estaba prender que hablaban del mariscal Mac Mahon, he-
allí, volvió tranquilamente, como si solo hubiera rido al ir á visitar las avanzadas. ¡El mariscal heri-
deseado reconocer la exacta posición de las bate do! Era nuestra buena suerte, como había dicho el
rías alemanas. teniente de infantería de marina. Estaba reflexio-
nando acerca de las consecuencias del accidente,
Desastre—lomo 1—17
Cuando pasó á todo escape una estafeta, gritando Weiss explicaba las posiciones al teniente, sen-
á un compañero á quien acababa de conocer: tado, apoyado contra la puerta, con las dos piernas
—¡El general Ducrot es general en jefe! Todo el rotas, muy pálido y agonizando á consecuencia de
ejército vá á concentrarse en Iliy para batirse en la sangre que perdía.
retirada sobre Mezieres. —¡Mi teniente, le aseguro á usted que tengo ra-
La estafeta se hallaba ya lejos, entraba en Bazei- zón!... Diga usted á sus hombres que no se retiren.
lles, bajo el fuego que aumentaba; mientras que Ya vé usted que somos victoriosos, ¡un esfuerzo
Delaherche, asustado por tantas noticias tan ex más y los tiramos al Meuse!
traordinarias, temiendo verse cogido en la retirada En efecto, el segundo ataque de los bávaros aca-
de las tropas, se decidió y echó á correr hacia Ba- baba de ser rechazado. Las ametralladoras habían
lan, desde donde ganó Sedán, sin muchas dificul- barrido de nuevo la plaza de la iglesia, los cadáve-
tades. res amontonados formaban barricadas, y de todas
En Bazeilles, la estafeta galopaba siempre bus las callejuelas, se rechazaba al enemigo á la bayo-
cando á los jefes para darles órdenes. Y las noti- neta, á las praderas; una desbandada, una huida
cias corrían también, el mariscal Mac-Mahón heri- hacia el río, que se hubiera cambiado en derrota,
do, el general Ducrot comandante en jefe, todo el si algunas tropas de refresco hubiesen apoyado á
ejército replegándose sobre Illy. los marinos, ya extenuados y diezmados. Por otra
—¿Cómo?, ¿qué es lo que dicen?—dijo Weiss, en parte, en el parque de Montivilliers, el tiroteo no
negrecido por el humo de la pólvora.—¡Batirse en avanzaba mucho, lo que indicaba que, por aquel si-
retirada sobre Mezieres á aquella hora! Pero es una tio también, algunos refuerzos habían despejado el
locura, nunca podrán pasar. bosque.
Se desesperaba, remordiéndole la conciencia de —Diga usted á sus hombres, mi teniente... ¡á la
haber aconsejado la víspera, precisamente al gene- bayoneta, á la bayoneta!
ral Ducrot, la retirada sobre Mezieres. La víspera Blanco como la cera, la voz moribunda del te
no había otro plan aceptable; la retirada, la retira- niente tuvo aun fuerza para decir:
da inmediata por el desfiladero de San Alberto. Pe- —¿Oís, hijos míos? ¡A la bayoneta!
ro ahora el camino debía hallarse cogido, todo el Y fué su último aliento; murió con la cabeza de-
hormigueo negro de prusianos, se había ido allá, á recha, abiertos los ojos, mirando siempre la ba-
la llanura de Donchery. Y locura por locura, no talla.
había más remedio que escoger una de desespera- Las moscas revoloteaban y se paraban sobre la
dos y de valientes, la de echar á los bávarcs al cabeza destrozada de Francisca, mientras que Car-
Meuse y pasar por encima de ellos para tomar el litos, en la cama, presa del delirio de la fiebre, la
camino de Carignan. llamaba, pedía agua en voz baja y suplicante.
) — 260
—Madre, despierta, levántate... Tengo sed, tengo
mucha sed... eaban exactamente las posiciones que ocupaban las
Pero las órdenes eran muy severas, los oficiales baterías prusianas. Y, dominando la formidable ba-
tuvieron que ordenar la retirada, disgustados de no tería de Frénois, en el ángulo del bosque de la
poder sacar partido de las ventajas que habían ob- Marfée, vió el grupo de uniformes, más numeroso,
tenido. Seguramente que el general Ducrot, asusta- tan brillante al sol, pues poniendo los lentes por
do por el movimiento envolvente, lo sacrificaba to encima de las gafas distinguía el oro de las hom-
do al intento loco de escapar de aquella ence- breras y de los cascos.
rrona. —¡Indecentes! ¡Indecentes!—repetía amenazán-
La plaza de la iglesia fué evacuada, las tropas doles con el puño.
se replegaron de calle en calle, y el camino quedó Allá arriba, sobre la Marfée, estaban el rey Gui-
desierto. Gritos y lamentos de mujeres se dejaban llermo y su Estado Mayor. Desde las siete en que
oir; los hombres juraban, amenazaban, furiosos de había venido de Vendresse, donde había dormido,
verse abandonados. Muchos se encerraban en sus se encontraba allá arriba al abrigo de todo peligro,
casas, dispuestos á defenderse hasta morir. teniendo ante su vista el campo de batalla sin ií-
—Pues bien, yo no me voy,—dijo Weiss fuera de mites. El inmenso plano en relieve iba de un extre-
sí.—No, prefiero perder el pellejo... ¡que vengan á mo á otro del cielo, mientras que de pie sobre el
romperme los muebles y á beber el vino! montecillo, como desde un trono reservado, desde
Sólo quedaba en él la rabia, el furor inextingui- aquel gigantesco palco de gala, miraba atenta-
ble de la lucha, el pensamiento de que el extranje- mente.
ro iba á entrar en su casa, sentarse en su silla, be- En medio, sobre el fondo sombrío del bosque de
ber en su vaso. Eso sublevaba todo su sér y hacía los Ardennes, envuelto en el horizonte, se destaca-
que se olvidara de toda su existencia, de su mujer, ba Sedán con las líneas geométricas de sus fortifi •
de sus negocios. Se encerró en su casa, hizo barri- caciones que las praderas inundadas y el río ane-
cadas, daba vueltas como una fiera en su jaula, pa- gaban al Sur y al Oeste. En Bazeilles ardían algu-
sando de una á otra habitación, asegurándose de I ñas casas, una polvareda de batalla envolvía el pue-
que todas las aberturas estaban bien cerradas. blo. Después, al Este, desde la Moncelle á Givonne,
Contó los cartuchos, y vió que le quedaban unos sólo se veían, semejantes á líneas de insectos, atra-
cuarenta. Después, al ir á echar una última ojeada vesando los rastrojos,algunos regimientos del 12.°y
hacia el Meuse para asegurarse de que no había del primer cuerpos, que desaparecían por momen-
que temer ningún ataque por aquel sitio, la vista tos en el estrecho vallecito donde las aldeas se es-
de los montes de la margen izquierda le hizo dete- condían; y enfrente aparecía el reverso: campos
nerse de nuevo, Algunas nubecillas de humo indi- yermos que el bosque Chevalier manchaba con su
masa verde. Pero sobre todo, al Norte, el 7.° cuer.
Saint Menges, mientras que el 5.o cuerpo estaba en
po estaba muy á la vista, ocupando con sus move-
Vrignes-aux Bois y que la división wurtemburgue-
dizos puntos negros la meseta de Floing, una an-
sa aguardaba cerca de Donchery, y del otro lado,
cha banda de tierras rojizas, que bajaban desde el
si los árboles y los montes le molestaban, adivinaba
bosque de la Garenne hasta el borde del agua.
los movimientos; acababa de ver al 12.° cuerpo pe-
Más allá se veía Floing, Saint Menges, Fleigneux,
netrar en el bosque Chevalier y sabía que la guar-
Illy, aldeas perdidas entre las ondulaciones del te-
dia debía haber alcanzado Villers Cernay. Eran los
rreno, toda una región atormentada, cortada, es-
brazos del torno, el ejército del príncipe real de
carpada. Y á la izquierda, el cierre del Meuse, las
Prusia á la izquierda, el ejército del príncipe real
aguas lentas, como plata nueva, al sol claro, ence
de Sajonia á la derecha, que se abrían y subían con
rrando la península de Iges; en su ancha y perezo-
irresistible movimiento, mientras que los dos cuer-
sa revuelta, cerrando el camino de Mezieres, de
pos bávaros se lanzaban sobre Bazeilles.
jando solo entre la ribera extrema y los inextrica
bles bosques, la puerta única: el desfiladero de A los pies del rey Guillermo, desde Remilly á
Saint Albert. Frénois, las baterías atronaban el espacio sin des-
canso, cubriendo de granadas la Moncelle y Daig-
Los cien mil hombres y los quinientos cañones
ny, yendo por encima de Sedán á barrer las mese-
del ejército francés estaban allí, amontonados, cer-
tas del Norte. Eran poco más de las ocho -y aguar-
cados en aquel triángulo; y cuando el rey de Pru-
daba el inevitable resultado de la batalla, con la
sia se volvía hacia el Oeste, veía otra llanura, la
vista fija en aquel gigantesco tablero de ajedrez,
de Donchery, campos vacíos ensanchándose en di-
ocupado en guiar aquellas masas de hombres, fiján-
rección á Briaucourt, Maraucourt y Vrignes aux-
dose en la lucha encarnizada de algunos puntos
Bois, tierras grises hasta perderse de vista, y cuan-
negros, perdidos en medio de la eterna y sonriente
do se volvía hacia el Este, se divisaba también en-
naturaleza.
frente de las líneas francesas, tan apretadas, una
inmensidad libre, un pulula miento de pueblos, Dou-
II
zy y Carignan primero; después, subiendo, Rubé-
court, Pourru aux Boix, Francheval, Villers-Cer-
nay, hasta la Chapelle, cerca de la frontera. Toda Sobre la meseta de Floing, al amanecer, en la
la tierra que había alrededor le pertenecía, empu- niebla espesa, la corneta de Gaude tocó diana á
jaba á capricho los doscientos cincuenta mil hom- plenos pulmones. Mas había tanta humedad en el
bres y los ochocientos cañones de sus ejércitos y aire, que los alegres toques de corneta se perdían
abrazaba de una sola ojeada su marcha avasalla- en el espacio. Los hombres de la compañía que no
dora. habían tenido valor de colocar las tiendas, envuel-
tos en las lonas, acostados en el barro, no se des-
Y a por un lado el 11.° cuerpo avanzaba sobre
Saint Menges, mientras que el 5.o cuerpo estaba en
po estaba muy á la vista, ocupando con sus move-
Vrignes-aux Bois y que la división wurtemburgue-
dizos puntos negros la meseta de Floing, una an-
sa aguardaba cerca de Donchery, y del otro lado,
cha banda de tierras rojizas, que bajaban desde el
si los árboles y los montes le molestaban, adivinaba
bosque de la Garenne hasta el borde del agua.
los movimientos; acababa de ver al 12.° cuerpo pe-
Más allá se veía Floing, Saint Menges, Fleigneux,
netrar en el bosque Chevalier y sabía que la guar-
Illy, aldeas perdidas entre las ondulaciones del te-
dia debía haber alcanzado Villers Cernay. Eran los
rreno, toda una región atormentada, cortada, es-
brazos del torno, el ejército del príncipe real de
carpada. Y á la izquierda, el cierre del Meuse, las
Prusia á la izquierda, el ejército del príncipe real
aguas lentas, como plata nueva, al sol claro, ence
de Sajonia á la derecha, que se abrían y subían con
rrando la península de Iges; en su ancha y perezo-
irresistible movimiento, mientras que los dos cuer-
sa revuelta, cerrando el camino de Mezieres, de
pos bávaros se lanzaban sobre Bazeilles.
jando solo entre la ribera extrema y los inextrica
bles bosques, la puerta única: el desfiladero de A los pies del rey Guillermo, desde Remilly á
Saint Albert. Frénois, las baterías atronaban el espacio sin des-
canso, cubriendo de granadas la Moncelle y Daig-
Los cien mil hombres y los quinientos cañones
ny, yendo por encima de Sedán á barrer las mese-
del ejército francés estaban allí, amontonados, cer-
tas del Norte. Eran poco más de las ocho -y aguar-
cados en aquel triángulo; y cuando el rey de Pru-
daba el inevitable resultado de la batalla, con la
sia se volvía hacia el Oeste, veía otra llanura, la
vista fija en aquel gigantesco tablero de ajedrez,
de Donchery, campos vacíos ensanchándose en di-
ocupado en guiar aquellas masas de hombres, fiján-
rección á Briaucourt, Maraucourt y Vrignes aux-
dose en la lucha encarnizada de algunos puntos
Bois, tierras grises hasta perderse de vista, y cuan-
negros, perdidos en medio de la eterna y sonriente
do se volvía hacia el Este, se divisaba también en-
naturaleza.
frente de las líneas francesas, tan apretadas, una
inmensidad libre, un pulula miento de pueblos, Dou-
II
zy y Carignan primero; después, subiendo, Rubé-
court, Pourru aux Boix, Francheval, Villers Cer-
nay, hasta la Chapelle, cerca de la frontera. Toda Sobre la meseta de Floing, al amanecer, en la
la tierra que había alrededor le pertenecía, empu- niebla espesa, la corneta de Gaude tocó diana á
jaba á capricho los doscientos cincuenta mil hom- plenos pulmones. Mas había tanta humedad en el
bres y los ochocientos cañones de sus ejércitos y aire, que los alegres toques de corneta se perdían
abrazaba de una sola ojeada su marcha avasalla- en el espacio. Los hombres de la compañía que no
dora. habían tenido valor de colocar las tiendas, envuel-
tos en las lonas, acostados en el barro, no se des-
Y a por un lado el 11.° cuerpo avanzaba sobre
pertaban, parecidos ya á cadáveres con las caras para no pescar algo... Yo he visto ya estas cosas y
pálidas, endurecidas por el sueño y el cansancio. te cuidaré y me cuidaré-
Hubo que moverlos uno por uno para sacarlos de La escuadra empezaba á gruñir por no tener na-
aquel letargo; y se levantaban como si resucitaran, da caliente que comer. No había medio de encen-
lívidos, los ojos llenos del terror de vivir. der lumbre, sin leña seca y con un tiempo tan hú-
Juan había despertado á Mauricio. medo. En el momento mismo en que empezaba la
—¿Qué pasa? ¿Dónde estamos? batalla, el problema de llenar el estómago se pre-
Asustado, miraba, no divisaba más que aquel sentaba imperioso, decisivo. Héroes, tal vez, pero
mar gris, donde flotaban las sombras de sus com- estómagos ante todo. Comer era la única preocu-
pañeros. Nada se distinguía á veinte metros de dis- pación, y ¡con qué placer espumaban el puchero
tancia. Toda orientación se hacía imposible, no hu- los días en que había buena sopa y qué rabietas de
biera podido decir hacia qué lado se encontraba niños y de salvajes cuando faltaba el pan!
Sedán. En aquel momento, el cañón, en alguna par- —¡Cuando no se come, no se bate la gente!—dijo
te, muy lejos, se dejó oir. Chouteau.—¡Lo que es á mí hoy no me limpian!
—¡Ah! sí, hoy nos batimos... ¡Tanto mejor, así El espíritu revolucionario volvía á apoderarse
acabaremos de una vez! de aquel demonio de pintor, gran charlatán de
Algunos, alrededor suyo, decían lo mismo; y era Montmartre, teórico de taberna, echando á perder
una sombría satisfacción la que les impulsaba á las pocas ideas sanas, cogidas aquí y allá, en la
acabar con aquella pesadilla, la de ver por fin á más tremenda mezcolanza de borricadas y de em-
los prusianos, que habían ido á buscar y ante los bustes.
cuales huían desde hacía tantas horas. Iban á en- —Además, ¿no se han querido burlar de nosotros
viarles algunas balas, aligerarse de unos cuantos diciéndonos que los prusianos se morían de hambre
cartuchos que hablan llevado desde tan lejos, sin y de enfermedades, que no tenían ni camisa y que
quemar uno siquiera. Esta vez, todos lo compren- se les encontraba en los caminos, sucios, destroza-
dían, la batalla era inevitable. dos, como mendigos?
El cañoneo en Bazeilles era cada vez más nutri- Loubet se echó á reir con su risa de pilluelo pa-
do y J uan, de pie, escuchaba. risiense, que no comulga con ruedas de molino.
—¿Dónde tiran? —¡Buenas tragaderas hacen falta! ¡L03 que se
— Creo,-dijo Mauricio,—que debe ser hacia el mueren de hambre y de miseria y á los que darían
Meuse, pero que el diablo me confunda si sé dónde una limosna cuando pasamos, somos nosotros!... Y
estoy. las grandes victorias, ¡vaya unos guasones los que
—Oye, amiguito,—dijo entonces el cabo,—no te nos contaban que Bismarck había sido hecho pri-
separes de mí, porque hay que saber arreglárselas sionero y que todo un ejército había sido preci-
pitado en una cantera!... ¡Bien nos han tomado el negaba de todos los trabajos, de todas las cosas,
pelo! para disgustar á los demás.
Pache y Lapoulle, que escuchaban, apretaban los —¿Para qué cuenta usted tales atrocidades?-^di-
puños, moviendo furiosamente la cabeza. Otros jo.-Demasiado sabe usted que eso es mentira.
también se incomodaban, porque el efecto que á la —¿Conque no es verdad?... ¿Conque ahora resul-
larga producían aquellas noticias falsas de los pe- ta que no es verdad que estamos vendidos?... ¡Oye
riódicos, era desastroso. Se había perdido por com- tú, señorito! ¿perteneces á esa cuadrilla de trai-
pleto la confianza y no se creía ya en nada. Las dores?
imaginaciones de aquellos muchachos, tan predis- Se acercaba amenazador.
puestas á las grandes esperanzas, caían ahora en — Sabes, debías decirlo, señorito, porque sin
pesadillas locas. aguardar á tu amigo Bismarck, te ajustaríamos en
—¡Claro está! La cosa no tiene malicia,—dijo seguida las cuentas.
Chouteau,—y se explica perfectamente... puesto Los otros empezaban á gruñir y Juan creyó de-
que estamos vendidos... ya lo sabéis de sobra to- ber intervenir.
dos. — ¡Silencio! ó doy parte del primero que se
La sencillez del aldeano Lapoulle se exasperaba mueva.
cada vez que se pronunciaba esa palabra. Chouteau, envalentonado, se burló de él. ¡Bas-
—¡Oh! vendidos, ¡si habrá canallas! tante le importaba que diera partel Se batiría ó no
—Vendidos, como Judas vendió al Señor,—mur- se batiría, haría lo que le diese la gana; y no te-
muró Pache, que recordaba ahora la Historia Sa- nían que molestarle, porque los cartuchos que po-
grada. seía no estaban destinados sólo á los prusianos.
Chouteau triunfaba. Ahora que la batalla había empezado, el resto de
—¡La cosa es muy sencilla! Se conocen las su- disciplina sostenido por el miedo, desaparecía: ¿qué
mas... Mac-Mahon ha recibido tres millones, y los podían hacerle? se largaría cuando le diese la ga-
otros generales cada uno un millón, para traernos na. Estuvo muy grosero, excitando á los compañe-
aquí... Eso se ha arreglado en París durante la pri- ros contra el cabo, que los dejaba morir de ham-
mavera última; y esta noche han lanzado un cohe- bre. Si la escuadra no había comido durante tres
te para dar la señal de que la cosa estaba prepara- días, era por culpa suya, mientras que los demás
da y que podían venir á cogernos. habían comido sopa y carne. Pero el cabo había ido
Lo estúpido del invento sublevó á Mauricio. Otras con el señorito á hospedarse en Sedán, en algún si-
veces Chouteau le había distraído, casi conquista- tio. Ya los habían visto.
do, con su charla; pero ahora no toleraba á aquel —¿Has ido á gastarte el dinero de la escuadra?
que quería pervertirlos, á aquel mal obrero que re- ¿Te atreverás á negarlo, canalla?
Las cosas se ponían mal. Lapoulle apretaba los sepan es que los prusianos están ahí y que les va-
puños, y Pache, á pesar de su bondad, enfurecido mos á atizar una soberana paliza, de esas que no se
por el hambre, pedía explicaciones. El más razona- olvidan fácilmente.
ble fué Loubet, que se echó á reir, diciendo que era A lo lejos, detrás del espeso telón de niebla, el
sencillamente estúpido tener camorras, cuando los cañoneo de Bazeilles continuaba.
prusianos estaban allí. El no estaba por las disputas En un ademán inmenso, extendió los brazos:
ni á puñetazos ni á tiros; y haciendo alusión á los —¡Esta vez es de veras!... ¡Vamos á echarlos á
centenares de pesetas que había recibido como sus- culatazos!
tituto, añadió: Desde que empezaron los cañonazos se había ol-
—En verdad, si creen que mi pellejo no vale más vidado de todo: la lentitud, las incertidumbres de
que eso!,.. Voy á darle por su dinero. las marchas, la desmoralización de las tropas, el
Mauricio y Juan, irritadísimos por aquella agre- desastre de Beaumont, la agonía última de la reti-
sión imbécil, contestaban con malos modos, se dis- rada forzosa sobre Sedan. Puesto que se batían ¿no
culpaban, hasta que una voz fuerte salió de entre era segura la victoria? No había aprendido nada,
la niebla: ni olvidado nada; seguía con su desprecio del ene-
•'-¿Qué pasa? ¿qué pasa? ¿quiénes son los que dis- migo, con su ignorancia completa de las nuevas
putan? condiciones de la guerra, con su obstinada certi-
Y el teniente Rochas se presentó con el kepis dumbre de que un viejo soldado de Africa, de Cri-
mudado de color por las lluvias, con su capote, al mea y de Italia no podía ser vencido. ¡Pues no fal-
que le faltaban algunos botones, con toda su flaca y taba más sino que empezara á su edad á perder ba-
desgarbada personalidad, en tal estado de abando- tallas!
no y de miseria, que inspiraba lástima. A pesar de Una risotada enorme le hizo abrir la inmensa
todo, brillaba en sus ojos algo que inspiraba con- boca. Tuvo una de esas ternezas que le habían con-
fianza. quistado el cariño de los soldados, á pesar de los
—Mi teniente,—dijo Juan, fuera de sí,—son esos mojicones con que á veces les obsequiaba.
hombres que dicen que estamos vendidos... sí, que —Oid, muchachos, en vez de regañar lo mejor es
nuestros generales nos habrán vendido... echar un trago... Os voy á convidar y beberéis á
En el cerebro angosto de Rochas, aquella idea de mi salud.
traición empezaba á germinar porque era la única Y de un bolsillo de su capote sacó una botella de
que podía explicar los desastres, que no podía com- aguardiente, añadiendo con aire de triunfo que era
prender. regalo de una señora. La víspera, en efecto, se le
—¿Y qué les importa si estamos vendidos? había visto muy bien instalado, en una taberna de
Nada tienen que ver eso. Lo que es preciso que Floing, muy entusiasmado con la criada. Ahora los
soldados reiaD,alegres, tendían sus platos en los que —Es él,—dijo.
iba echando el aguardiente. Era, en efecto, el capitán Beaudoin. Extrañó á
—¡Muchachos, hay que beber á la salud de vues todos, verle tan correcto, con el traje cepillado, el
tras novias, si las tenéis, y á la gloria de Francia!... calzado limpio, todo lo cual contrastaba tanto con
No hay más que eso. ¡Viva la alegría! el aspecto del teniente. Había además algo de co-
—¡Es la verdad, mi teniente, á su salud y á la sa- quetería en su porte, sus manos blancas, los bigotes
lud de todo el mundo! rizados, un vago perfume de lilas de Persia, que
Todos bebieron, reconciliados. denunciaba había pasado por el tocador de una
Aquel trago les vino muy bien con el fresco de la mujer.
mañana al ir á comenzar la batalla. Mauricio, sin- —¡Caramba!—dijo Loubet.—¡El capitán ha encon-
tió que el licor bajaba por sus venas, dándole calor trado su equipaje!
y despertando apagadas ilusiones. ¿Por qué no ha- Pero nadie celebró la ocurrencia, porque todos
bían de derrotar á los prusianos? ¿Acaso las bata- sabían que tenía mal genio. No le querían los sol-
llas no ofrecían sorpresas, cambios inesperados que dados. Desde los primeros descalabros, estaba poco
la historia relataba? Aquel demonio de hombre aña- contento y el desastre que todos preveían le pare-
día que Bazaine había emprendido la marcha y que cía más que inconveniente. Bonapartista convenci-
se le aguardaba antes de la caída de la tarde: la do, bien recomendado por algunos salones, tenía
noticia era segura; se lo había dicho un ayudante asegurado el ascenso y comprendía que toda su for-
de un general, y aunque señalaba á Bélgica, como tuna se iba á pique entre aquel fango. Decíase que
el camino por donde debía venir el mariscal Bazai tenía una bonita voz de tenor que le había pres-
ne, Mauricio se abandonó á una de esas crisis de es- tado buenos servicios. No era tonto, aunque nada
peranza, sin las cuales no podía vivir. Tal vez fuera sabía de su oficio, deseando únicamente agradar, y
el desquite. muy valiente cuando era necesario, pero sin arre-
—¿Qué aguardamos, mi teniente?—se atrevió á batos.
preguntar,—¡no vamos á ellos! —¡Qué niebla!—dijo, cuando encontró su compa-
Rochas manifestó que no había recibido órdenes. ñía, á la que buscaba con afán hacía media hora,
Después de un momento de silencio, añadió: temiendo haberse perdido.
—¿Ha visto alguien al capitán? En seguida llegó una orden y el batallón tuvo que
Nadie contestó. Juan se acordaba de haberle avanzar. Nuevas nieblas más densas debían subir
visto, de noche, alejarse del lado de Sedan; pero del Meuse porque andaban á tientas entre un rocío
un soldado prudente no debe nunca ver á su jefe, blanquecino que caía en forma de lluvia menudita.
fuera del servicio. Se callaba, cuando al volverse, Mauricio vió entonces como una visión al coronel
vió una sombra que regresaba á lo largo del vallado. Vineuil, surgiendo de pronto, inmóvil sobre su ca-
bailo, en el ángulo formado por los dos caminos, El sargento movió la cabeza como si estuviera
muy grande, muy pálido, como una estatua de la seguro de lo que afirmaba,
desesperación, el caballo estremeciéndose con el —Porloqueáml toca, cosa hecha... ¡hoy me matan!
frió de la mañana, con la cabeza vuelta, allá hacia Algunos se volvieron, le preguntaron si lo había
donde sonaba el cañoneo. A diez pasos, detrás de visto en sueños. No, no lo había soñado, lo presen-
él, estaba la bandera del regimiento que llevaba el tía únicamente.
alférez, desplegada, moviéndose en la niebla, como — Y me fastidia, porque iba á casarme en cuanto
una aparición de gloria, próxima á desvanecerse. me fuera á casa.
El águila dorada estaba humedecida por el agua, Sus ojos se enturbiaron de nuevo ante ellos, como
mientras que la seda de tres colores, donde se ha- en una visión pasada ante sí toda su vida. Hijo de
llaban bordados los nombres de las batallas glorio- unos tenderos de Lión, echado á perder por su ma-
sas, palidecía, ahumada, agujereada por antiguos dre, que se había muerto, no habiendo podido arre-
jirones, y sólo la cruz de la Legión de honor, cla- glárselas con su padre, se había quedado en el re-
vada en la corbata, daba algún brillo con su esmal- gimiento, disgustado de todo, sin querer dejarse
te á aquella bandera. reemplazar; y después, durante una licencia, se ha-
La bandera y el coronel desaparecieron y el ba- bía puesto en relaciones con una prima, tomándole
tallón avanzaba siempre, sin saber por por donde, gusto á la vida, formando juntos el feliz proyecto de
Como á través de una espesura, Habían bajado una poner tienda, gracias al capital que ella debía lle-
pendiente y ahora subían por un camino estrecho. varle. Tenía alguna instrucción, sabía escribir, te
Después se oyó la voz de alto, y se mantuvieron nía buena ortografía y entendía de cuentas. Lleva-
así, arma al brazo, sin moverse. Debían de hallarse ba un año pensando en la felicidad de la vida que
sobre una meseta, pero nada distinguían á más de le aguardaba.
veinte pasos. Eran las siete, el cañoneo parecía ha- Tuvo un escalofrío y repitió con mucha calma:
berse acercado, nuevas baterías tiraban del otro —Sí, es muy poco agradable, pero hoy me mata-
lado de Sedan, más cercanas cada vez. rán.
—En cuanto á mí,—dijo repentinamente el sar- Nadie hablaba, continuaban esperando. No sabían
gento Sapin á Juan y á Mauricio,—hoy me mata- si estaban frente al enemigo ó si le tenían por la es-
rán. palda. Ruidos indecisos venían de vez en cuando de
No había desplegado los labios desde que se ha- la niebla, rodar de carros, trotes de caballos, mar-
bían levantado, amodorrado como en un sueño. chas de hombres. Eran los movimientos que la nie-
— ¡Vaya una ocurrencia! — dijo Juan, — ¿quién bla ocultaba, toda la evolución del 7.° cuerpo que
puede saber lo que va á pescar?... Hay pildoras pa- tomaba posiciones de combate. Los vapores que los
ra todos y para nadie, Desastre —Tomo 1—18
envolvían hacíanse menos densos por momentos. La niebla se despejaba. Se presentó de pronto,
Desaparecían trozos, hechos jirones, descubriéndo- como en Bazeilles, un panorama magnífico, detrás
se pedazos de cielo azul. Y en uno de aquellos mo- de aquel telón que subía lentamente hacia las altu-
mentos despejados, vieron desfilar los regimientos ras. El sol iluminó el espacio y Mauricio reconoció
de cazadores de Africa, que formaban parte de la en seguida el sitio en donde se encontraban.
división Marguerite. Tiesos sobre sus caballos, con —¡A.h!—dijo Juan,—estamos sobre la meseta de
sus chaquetas de ordenanza, con sus fajas encarna- la Argelia... Ves, allí enfrente, aquella aldea es
das, arreaban los pequeños caballos que desapare- Haing, y allá más lejos, es Saint-Mengues y más allá
cían casi por completo bajo el complicado arreo. aún, es Fleigueux. Después, en el fondo, el bosque
Después de un escuadrón, otro escuadrón, y todos de los Ardennes y más allá, donde están aquellos
salían de la niebla y volvían á desaparecer entre árboles escuetos, es la frontera...
la niebla. Sin duda molestaban y los llevaban más Continuó describiendo el país. La meseta de la Ar-
lejos, no sabiendo qué hacer de aquella caballería, gelia, una lista de tierra rojiza, larga de tres kiló-
como venía ocurriendo desde el principio de la metros, bajaba su pendiente suave desde el bosque
campaña. Sólo habían servido para ir á la descu- del Garenne hasta el Meuse, del cual le separaban
bierta, y en cuanto empezaba el combate, los ha- las praderas.
cían pasear de un sitio á otro, como masas inútiles. Allí era donde el general Douay había colocado al
Mauricio los veía pasar, acordándose de Próspero. séptimo cuerpo, disgustado por no tener bastantes
—¡Mira! tal vez sea aquél. hombres para defender una línea tan extensa y pa-
—¿Quién?—preguntó Juan. ra unirse al primer cuerpo, que ocupaba perpendi-
—Ese chico de Remilly, cuyo hermano hemos en- cularmente á él, la encañada del Gironne, desde el
contrado en Oches. bosque del Garenne hasta Daigny.
Pero los cazadores habían pasado y se oyó otro —¡Eh! ¿qué te parece? ¡es grande el panorama.
galope, el de un Estado Mayor que bajaba por el Mauricio señalaba, dando la vuelta, todo el hori-
camino. Esta vez, Juan reconoció al general Bour- zonte. Desde la meseta de la Argelia, todo el cam-
gain-Desfeuilles, que agitaba un -brazo con violen- po do batalla se desarrollaba, inmenso, hacia el Sur
cia. Se había resignado á abandonar el hotel de la y el Oeste: primero Sedan, cuya ciudadela domina-
Cruz de Oro y su mal humor decía lo mucho que ba los tejados; luego Balan y Bazeilles envueltos en
le había molestado levantarse tan temprano y en una humareda turbia: en el fondo los montes de la
malas condiciones. ribera izquierda, el Lizy, la Marfeé, la Croix-Piau.
Su voz de trueno se dejó oir: Pero especialmente al Oeste, hacia Donchery, se
—¡Qué demonio! el Mosela ó el Meuse, ahí hay perdía la vista. El cierre del Méuse envolvía la pe-
agua, nínsula de Iges, con una cinta pálida; y allí se da-
ban exacta cuenta de lo estrecho que era el cami- Si no había habido tiempo de batirse en retirada,
no de Saint-Albert, que cruzaba por entre el ribazo ¿por qué no se habían ocupado aquellas alturas,
y un monte escarpado, que corona más allá el bos- apoyándose en la frontera para pasar á Bélgica en
quecillo de Seugnon. En lo alto de la cuesta, en la el caso de ser arrollados?
encrucijada de la Maison Rouge, desembocaba el Dos puntos especialmente amenazaban mucho, la
camino de Brigneaax-Bois á Donchery. altura de Hattoy, encima de Floing, á la izquierda,
—Lo ves, por allí podíamos replegarnos sobre y el Calvario de Illy, una cruz de piedra entre dos
Mezieres. tilos. La víspera, el general Douay había hecho
En aquel momento un cañonazo salió de Saint- ocupar el Hattoy por un regimiento, el cual, al ama
Mengues. En las llanuras quedaban aún jirones de nacer, se había replegado harto de prisa. En cuanto
niebla, y sólo se veía una masa confusa camino del al Calvario de Illy, debía ser defendido por él á la
desfiladero de Saint Albert. izquierda del primer cuerpo.
—¡Ah! aquí están,—dijo Mauricio bajando la voz, Los campos se extendían entre Sedan y el bos-
sin nombrar á los prusianos. que de los Ardennes, vastos y pelados, con muchas
lEstamos cortados! ondulaciones, y la llave de la posición se encontra-
No eran las ocho. El cañoneo que redoblaba del ba allí, al pie de aquella cruz y de aquellos tilos,
lado de Bazeilles, se hacía oir también al Este, en desde donde se dominaba toda la región.
la encañada del Gironne, que no se podía ver, era Sonaron otros dos cañonazos, y después se oyó
el momento en que el ejército del príncipe de Sa- una salva completa. Esta vez vieron el humo en
jorna, al salir del bosque Chevalier, abandonaba al una altura á la izquierda de Saint-Menges.
primer cuerpo, delante de Daigny. Y ahora que el —¡Ahora nos toca á nosotros!—dijo Juan.
l i o cuerpo prusiano marchaba haeia Floing, abría Pero no llegaban los proyectiles. Los hombres,
el fuego contra las tropas del general Douay. La quietos, arma al brazo, se entretenían mirando la
batalla se había generalizado por todas partes de buena formación de la división segunda, situada
Norte á Sur, sobre aquel perímetro de varias le- delante de Floing, y cuya izquierda daba frente al
guas. Meuse, para poder parar cualquier ataque que vi-
Mauricio acababa de comprender la irreparable niese de aquel lado. Hacia el Este, se desplegaba la
falta que se había cometido, no retirándose sobre tercera división hasta el bosque del Garenne, por
Mezieres, durante la noche. Pero las consecuencias debajo de Illy, mientras que la primera, muy des-
de aquella falta se le presentaban algo confusas. El trozada en Beaumont, se. encontraba en segunda
instinto del peligro le hacía mirar con inquietud las línea. Durante la noche, los ingenieros habían tra-
alturas cercanas que dominaban la meseta de la bajado en construir obras de defensa y ahora, bajo
Argelia. el fuego del enemigo, continuaban abriendo zanjas.
Un tiroteo comenzó, al pie de Floing, pero cesó —¡Vaya, vayal Los fuegos artificiales no resul-
en seguida y la compañía del capitán Beaudoin re tan,—dijo Loubet.
cibió orden de retroceder unos trescientos metros. —¡Los habrán mojado!—añadió Chouteau.
Llegaron á un campo sembrade de berzas, cuan El teniente Rochas tomó parte en la conversa-
do el capitán dió orden de que todos se echaran al ción.
suelo. Pero una granada estalló á unos diez metros, cu-
Tuvieron que tumbarse. Las berzas estaban hu briendo de tierra á la compañía, y aunque Loubet
medecidas por el rocío, y sus espesas hojas de oro decía en guasa á los compañeros que sacaran los
verde contenían gotas de una pureza y un resplan cepillos, Chouteau palideció y se calló. No había
dor como si fueran gruesos brillantes. estado nunca en ninguna aCción de guerra, ni Pa-
—La mira á 400 metros—gritó el capitán Beau- che, ni Lapulle; ninguno de la escuadra, excepto
doin. Juan.
Entonces Mauricio apoyó el cañón del chassepot Los párpados temblaban sobre los ojos algo tur-
sobre una berza que tenía delante. No veían nada bios, las voces eran más débiles, como si salieran
en aquella incómoda postura: los terrenos se exten- ahogadas desde las gargantas. Bastante dueño de
dían confusos, cortados por líneas verdes, y tocó á sí, Mauricio trataba de estudiarse; no tenía miedo
Juan con el codo preguntándole qué es lo que ha- todavía porque no se creía en peligro, y sólo co-
cían allí. menzaba á sentir en el epigastro una sensación de
Juan le enseñó sobre en cerro cercano una bate- malestar, mientras que su cabeza se vaciaba, inca-
ría que estaban instalando, y debían haberlos colo- paz de ligar dos ideas. Su esperanza iba en aumen-
cado allí para apoyarla. Mauricio, deseando saber to, como una borrachera, desde que había visto el
si Honorato estaba allí con su cañón, se levantó buen orden de todas las tropas. Ya creía en la vic-
para mirar, pero la artillería de reserva se encon- toria, siempre que se pudiera atacar á la bayoneta.
traba más atrás, al abrigo de unos árboles. —¡Caramba! ¡cuántas moscas!
—¿Quiere usted echarse, muñeco? — gritó Rochas. Había creído oir el zumbido de algunas abejas.
Mauricio acababa de obedecer, cuando pasó una —¡No, no; no son moscas,—dijo Juan,—son ba-
granada silbando, y desde aquel momento no cesa- las!
ron. El tiro se reguló con lentitud, las primeras gra- Se oyeron otros zumbidos. La escuadra entera
nadas fueron á caer más allá de la batería, que volvía la cabeza, se enteraba. Un deseo irresistible
también había empezado á disparar. Además, mu- les hacía estirar el cuello, levantar la cabeza; no
chos proyectiles no estallaban, se empotraban en podían estarse quietos.
la tierra blanda; los soldados empezaron á burlarse —Oye,—dijo Loubet á Lapoulle, queriendo bur-
de la torpeza de aquellos alemanes. larse:—cuando veas llegar una bala, no tienes más
que poner asi el dedo delante de la nariz: corta el ma redonda, poblada de árboles, del Hattoy, muy
aire y la bala pasa á la -derecha ó á la izquierda. lejos, desierto aún. En el horizonte no se veía un
—Pero si no las veo,—dijo Lapoulle. prusiano. Sólo se veían las humaredas, flotar, ele-
Una carcajada enorme estalló á su alrededor. varse y desaparecer, y al volver la cabeza, quedó
—¡Cómo que no las ves!... ¡Abre los ojos, tonto!... sorprendido al ver en el fondo de una encañada se-
¡Mira! ¡ahí viene una! ¿ves? ¡ahí viene otra! ¿ves?... parada, protegida por pendientes muy fuertes, un
¿no la has visto? Esta era verde. aldeano que labraba la tierra sin prisa, guiando el
Y Lapoulle abría los ojos cuanto podía, ponía un arado que arrastraba un caballo grande, blanco.
dedo delante de la nariz, mientras que Pache ten ¿Por qué había de perderse un día? No porque se
taba el escapulario que llevaba, el- cual hubiera batiesen los hombres había de dejar de crecer el
querido extender para hacer de él una coraza que trigo y de vivir el mundo.
le cubriera todo el pecho. impaciente, no pudiendo resistir más, Mauricio
El teniente Rochas, que continuaba de pie, gritó se puso en pie. De una ojeada vió las baterías de
con voz guasona: Saint Menges que los cañoneaban, coronadas por
—Muchachos, nos se os prohibe saludar las gra- vapores obscuros; volvió á ver, viniendo de Saint-
nadas. En cuanto á las balas, es inútil, hay dema- Albert, el camino negro, lleno de prusianos, que pu-
siado... lulaban, que lo invadían todo, como una horda ava-
En aquel momento un trozo de granada fué á salladora. Juan le había cogido por las piernas para
romper la cabeza de uu soldado en la primera fila. hacerle caer al suelo con violencia.
No lanzó un grito: un chorro de sangre y de sesos, —¿Estás loco? ¡vas á dejar el pellejo!
y fué todo. Por su parte el teniente Rochas juraba.
—¡Pobre hombre!—dijo el sargento Sapin, muy —¿Quiere usted echarse? ¡quién me ha enviado
tranquilo y muy pálido;—¡á otro! soldados que se hacen matar cuando no se les
Pero ya no se oían. Mauricio sufría, sobre todo manda!
por el estrépito horrible. La batería que se hallaba —Mi teniente,—replicó Mauricio,—¡usted está de
cerca, tiraba sin descanso, atronando el espacio,
pie!
haciendo temblar la tierra y las ametralladoras ras-
—Yo, es muy distinto, tengo que ver.
gaban el aire haciendo más ruido aún. ¿Iban á es •
El capitán Beaudoin estaba también de pie, muy
tar mucho tiempo así, echados entre las berzas? No
valiente, pero no despegaba los labios; daba vuel-
veían nada, no sabían nada. No había medio de for-
tas de un sitio á otro, sin poder estar quieto.
marse una idea de cómo iba la batalla: ¿era una
Siempre aguardando y nada llegaba. Mauricio se
verdadera gran batalla? Por encima de la línea
ahogaba bajo el peso de la mochila, que le aplasta-
recta de los campos, Mauricio sólo reconocía la ci-
ba las espaldas y el pecho, en aquella postura tan
incómoda á la larga. Se había ordenado que no se Los trozos de las granadas hirieron á un hombre
quitaran las mochilas hasta que no pudieran más. de la compañía, un furriel que perdió el talón iz-
—¿Dime, vamos á pasar todo el día así?—acabó quierdo y empezó á gritar de un modo horrible, co-
por preguntar á JuaD. mo si se hubiera vuelto loco.
—Tal vez... En Solferino estuvimos echados du- —¡Cállate, animal!—decía Rochas.-¡Pues qué.
rante cinco horas en un campo sembrado de zana ¡un hombre que tiene vergüenza grita tanto por un
horias. rasguño en el pie! .
Después añadió como hombre práctico: El hombre se calmó súbitamente y se quedó in-
—¿De qué te quejas? no estamos del todo mal
móvil, agarrándose del pie. .
aquí. Tendremos tiempo de exponernos más tarde.
El tremendo duelo de la artillería continuó, se
A cada cual le toca su turno. Si todos se hiciesen
agravó, por encima de los regimientos, en el campo
matar al principio, no quedarían para el final.
ardiente y sombrío donde no se veía un alma bajo
— ¡Mira! ¡Mira! — interrumpió Mauricio,—mira
el sol asolador. Sólo existía ese trueno continuo,
aquel humo sobre el Hattoy... ¡Lo han tomado, aho- ese huracán de destrucción, rodando á través de
ra sí que vamos á bailar de veras! aquella soledad. Las horas pasaban y aquello no
Y durante un momento su curiosidad, en la que parecía acabar. Pero ya se advertía la superiori-
entraba el primer escalofrío del miedo, tuvo en qué dad de la artillería alemana, las granadas de per-
entretenerse. No perdía de vista la cima del cerro, cusión estallaban casi todas á enormes distancias,
la única eminencia que veía, dominando la línea mientras que los proyectiles franceses de espoleta,
extensa de los campos. El Hattoy estaba demasiado de un vuelo mucho más corto, reventaban casi todos
lejos para que pudiera distinguir los sirvientes de en el aire, antes de caer. ¡No les quedaba más re-
las baterías que los prusianos acababan de estable curso que el de empequeñecerse en el surco donde
cer y sólo veía el humo á cada disparo, por encima se encontraban medio enterrados! No tenían asi el
de un montículo que ocultaba los cañones. Era, co- consuelo de desahogar su rabia disparando tiros,
mo lo había supuesto, una cosa grave que los ene- porque continuaban sin ver á nadie en el inmenso
migos hubiesen tomado aquella posición, cuya de- horizonte vacío.
fensa había tenido que abandonar el general Douay. - ¿ V a m o s á tirar alguna vez? - decía Mauricio.
Dominaba las mesetas de los alrededores. En segui- —Darla un duro por ver un prusiano. Desespera
da las baterías, que abrían el fuego sobre la segunda á cualquiera verse ametrallado así sin poder con-
división del 7.° cuerpo, la diezmaron. Ahora la pun-
testar.
tería era más segura y en la batería francesa, cer-
ca de la cual se hallaba tendida en tierra la com- -¡Aguarda, hombre! ya llegará la ocasión,-de-
pañía Beaudoin, cayeron muertos dos sirvientes. cíaOyeron
Juan con mucha de
el galope calma.
unos caballos á la izquierda
y reconocieron al general Douay, seguido de su de Mauricio que estaba como asustado. La cosa no
Estado mayor, que llegaba para darse cuenta de la era para menos. ¡El mariscal Mac Mahon herido!
actitud de sus tropas ante el terrible fuego que el general Ducrot, comandante en jefe de todo el
precedía de Hattoy. Parecía estar satisfecho, daba ejército en retirada al Norte de Sedan. ¡Y estos su-
algunas órdenes cuando, desembocando por un ca- cesos tan graves los ignoraban los soldados, esos
minito, el general Bourgain-Desfeuilles se presentó pobres soldados que estaban expuestos á hacerse
á su vez. Este último, aunque general de salón, matar! ¡Y aquella partida tan tremenda, tan grave,
trotaba sin preocuparse de los proyectiles, más tes- entregada así al azar de un accidente, á los azares
tarudo cada día, con su rutina de la guerra de de una dirección nueva! Comprendió la confusión,
Africa, no habiéndose aprovechado de ninguna el desbarajuste en que iba á caer el ejército, sin
lección. Gritaba y gesticulaba como el teniente Ro- jefe, sin plan, llevado de aquí para allá, mientras
chas. que los alemanes marchaban derechos hacia el fin
—Les espero, les espero para cuando estemos que se habían propuesto, con la rectitud, con la pre-
frente á frente. cisión de una máquina.
Después, al ver al general Douay, se acercó. Se alejaba el general Bourgain Desfeuilles, cuan-
—General, ¿es cierto que ha sido herido el maris- do el general Douay, que acababa de recibir un
cal Mac-Mahon? nuevo despacho, llevado por un húsar cubierto de
—Sí, por desgracia... He recibido un aviso del ge- polvo, le llamó con violencia.
neral Ducrot. anunciándome que el general Mac- —¡General! ¡general!
Mahon le había designado para tomar el mando del Su voz era tan fuerte, tan atronadora, tan llena
ejército. de sorpresa y de emoción, que dominaba el ruido
—¡Ahí ¡es Ducrot!... ¿Y qué órdenes hay? de la artillería,
El general hizo un gesto de desesperación. Desde —¡General! ¡no es Ducrot el que el manda, es
la víspera comprendía que el ejército estaba perdi- Wimpffen!... Sí; llegó ayer, en plena derrota á Beau-
do, había insistido inútilmente para que se ocupa- mont, para reemplazar á de Failly á la cabeza del
sen las posiciones de Saint Menges y de Illy, para quinto cuerpo... Y me escribe que tenía un oficio
asegurar la retirada sobre Mezieres. del ministro de la guerra, ordenándole se pusiera al
—Ducrot vuelve á nuestro plan, todas las tropas frente del ejército en el caso de que el mando que-
van á concentrarse sobre la meseta de Illy. dara vacante... Y ya no nos replegamos, las órdenes
Y volvió á hacer el mismo gesto como para indi- son de volver á conquistar y defender nuestras pri-
car que era demasiado tarde. meras posiciones.
El ruido de los cañones se llevaba las palabras, El g e n e r a l Bourgain Desfeuilles escuchaba medio
pero su sentido llegaba perfectamente claro á oídos atontado.
—¡Demonio!—dijo por último,—¡pües sería preci- — Si los prusianos se apoderasen del calvario de
so saber en qué quedamos! A mí, poco me importa, Illy, no podríamos permanecer aquí una hora, nos
después de todo. rechazarían sobre Sedan.
Y se fué al galope, despreocupado en el fondo, Se marchó; desapareció con su escolta en el re-
no habiendo visto en la guerra más que un medio codo del camino. El fuego redobló, pues sin duda
rápido de ascender á general de división, desean- habían notado su presencia. Las granadas que has-
do únicamente que aquella campaña tonta acaba- ta entonces habían caído de frente, empezaron á
ra cuanto antes, desde que disgustaba á todo el caér de costado, viniendo por la izquierda. Eran las
mundo. baterías de Frenois, y otra batería instalada en la
Entonces, entre los soldados de la compañía Beau- península de Iges, que cruzaban sua tiros con los
doin fué una de risas y de burlas. Mauricio nada de Hattoy. Toda la meseta de la Argelia era barri-
decía, pero era de la misma opinión que Chouteau da por los proyectiles. Desde entonces la posición
y Loubet, que se burlaban despreciando á aquellos ocupada por la compañía se hizo terrible. Los hom-
jefes. ¡Vaya unos jefes! ¡qué entendederas! ¿Pues no bres, ocupados en vigilar lo que pasaba enfrente de
era mucho mejor irse á paseo, teniendo tales jefes? sí, tuvieron otro cuidado más, no sabiendo á qué
Tres generales en dos horas, tres señores que no amenaza escapar. En un momento, tres hombres
sabían lo que se traían entre manos y que daban cayeron muertos, y otros dos, heridos, empezaron á
órdenes contradictorias! ¡Aquello era capaz de des- gritar. .
moralizar al más santo, al más fuerte! Y volvían á
De este modo fué como murió el sargento bapin,
salir de los labios las acusaciones fatales de trai
según había anunciado. Se había vuelto y.vió venir
ción: Ducrot y Wimpffen querían ganar los tres
millones ofrecidos por Bismarck, lo mismo que Mac- una granada antes de que pudiera evitarla,
Mahon. —¡Esta es para mí!—dijo.
Su cara diminuta, con grandes ojos, muy hermo-
El general Douay se había quedado delante de sos, sólo estaba triste. Empezó á quejarse:
su Estado mayor solo, mirando á lo lejos las posi-
—No me dejéis aquí, llevadme á la ambulancia,
ciones prusianas, como en un sueño de una tristeza
infinita. Durante mucho tiempo examinó el Hattoy os lo suplico... Llevadme de aquí.
y sus baterías, cuyas granadas caían á sus pies. Rochas quiso hacerle callar. Brutalmente iba á
Después se fijó en la meseta de Illy, llamando á un decirle que cuando se tiene una herida así, no se
oficial para que fuera á llevar la orden allá á la molestaba inútilmente á los compañeros. Después,
tuvo piedad.
brigada del 5.° cuerpo, que había pedido la víspera —Aguarde usted un poco, pobrecillo, que vengan
al general Wimpffen, y la que le unía á la izquier- á recogerle los camilleros.
da del general Ducrot. Se le oyó decir muy claro: Pero el desgraciado continuaba, llorando ahora
la pérdida de la felicidad soñada que se le escapa- lentonaba á los hombres á patadas. Otros también
ba con su sangre. temblaban. Pache, que tenía los ojos llenos de lágri-
—Llevadme, llevadme de aquí... mas, que se quejaba involuntariamente con un la-
El capitán Beaudoin, á quien exasperaban aque- mento suave, como si fuera el grito de un niño que
llos lamentos, pidió dos hombres de buena volun- no podía contener.
tad, para que se lo llevaran hasta un bosquecillo Y le ocurrió á Lapoulle tal accidente, tal revolu-
cercano donde debía haber una ambulancia volan- ción en las tripas, que tuvo que bajarse los panta-
te. De un salto, acudieron Chouteau y Loubet, co- lones allí mismo, sin tener tiempo de alejarse. L e
gieron al sargento uno por los hombros y el otro silbaron, le tiraban puñados de tierra al verle en
por los pies y se lo llevaron al trote. En el trayecto aquella postura grotesca, expuesto á las balas y á
vieron que se estiraba y que expiraba en una últi- las granadas. Muchos hacían lo propio, sin poderlo
ma convulsión. remediar y los demás reían, se burlaban, y aque-
—Oye, ha muerto,—declaró Loubet.—Dejémosle. llas risas v burlas devolvían el valor á todos.
Chouteau no quería dejarlo. —Pedazo de cobarde—decía Juan á Mauricio,—
—¡Quieres andar, holgazán! ¡No ves que si le sol- supongo qúe no vas á hacer tú lo que hacen esos...
tamos aquí nos volverán á llamar! Si no te portas bien, te abofeteo.
Continuaron la caminata con el cadáver hasta el . L e daba ánimos en esa forma, cuando á unos cua-
bosquecillo, lo echaron ai pie de un árbol y se ale- trocientos metros delante de ellos, vieron una do-
jaron. No se les volvió á ver hasta la noche. cena de prusianos, vestidos con sus uniformes obs-
El fuego continuaba aumentando. La batería cer curos salir de un bosquecillo. Eran por fin os
cana había sido reforzada con dos piezas y con prusianos, esos prusianos con cascos en punta, los
aquel estrépito creciente el miedo, miedo loco, se primeros que veían desde el principio de la campa-
apoderó de Mauricio. No había sentido hasta enton- ña al alcance de sus fusiles. Otras escuadras siguie
ces aquel sudor frío, aquel desfallecimiento doloro- ron á la primera y delante de ellas se distinguían
so en el fondo del estómago, esa irresistible necesi- las nubecillas de polvo que levantaban las grana-
dad de levantarse, de echar á correr aullando. Lo das al chocar contra el suelo. Los prusianos se des-
que ahora le pasaba debía ser efecto de la reflexión, tacaban en el horizonte con una pureza de líneas,
como sucede con las naturalezas afinadas y nervio- parecidos á soldaditos de plomo colocados en or-
sas. Pero Juan, que le vigilaba, le agarró por la den. D e s p u é s , como continuaban cayendo grana
mano, le hizo quedarse á su lado al leer aquella das, retrocedieron, desaparecieron de nuevo detrás
crisis cobarde en el vacilar turbio de sus ojos. Le de los árboles.
insultaba muy quedo, tratando de avengonzarle Desastre-Tomo I.—19
con palabras violentas, porque sabía que se enva-
Pero la compañía Beaudoin los había visto y se- no bosque, donde caía una lluvia lenta y silenciosa
guía viéndolos. Los chassepots se dispararon por sí de ramitas.
solos. Mauricio el primero disparó el suyo. Juan,
Pache y Lapoulle, todos los demás los imitaron. No III
se había dado ninguna orden; el capitán quiso man-
dar alto el fuego y no cedió hasta que Rochas le Enriqueta no pudo dormir aquella noche. La idea
indicó la conveniencia de tolerar aquel desahogo. de que su marido se hallaba en Bazeilles, tan cerca
¡Por fin dispararon sus armas, empleando aquellos de las filas alemanas, la atormentaba. A pesar de
cartuchos que llevaban encima desde hacía un mes que recordaba la promesa que la había hecho de
sin quemar uno! Mauricio parecía otro, entretenía volver al menor peligro, á cada momento prestaba
su miedo, aturdiéndose con las detonaciones. En el atención creyendo que regresaba. A las diez, cuan
lindero del bosque no se movía ni una hoja, no ha do iba á acostarse, abrió la ventana y se puso á
bía vuelto á presentarse ningún prusiano y conti mirar, pasando allí muchas horas.
nuaban tirando sobre los árboles inmóviles. La noche era muy obscura y apenas se distinguía
Después, al alzar la cabeza, Mauricio (juedó sor- abajo, el empedrado de la calle de Voyards, un es-
prendido al ver á algunos pasos al coronel Vineuil, trecho callejón obscuro, ahogado entre casas viejas.
sobre su caballo grande, impasibles el hombre y el A lo lejos, hacia el colegio, solo se veía la luz tem
bruto, como si fueran de piedra. Frente al enemigo, blona de un farol, y de aquel fondo subía un olor
el coronel aguardaba, bajo la lluvia de balas. Todo de cueva, el maullido de un gato y los pesados pa-
el regimiento debía haberse replegado allí, otrasv sos de algún soldado extraviado. En Sedan, que se
compañías estaban echadas en los campos cercanos, hallaba á sus espaldas, se oían ruidos y rumores no
y el fuego iba aproximándose cada vez más. Y el acostumbrados, galopar de caballos, rodar de ca-
joven vió también un poco más atrás, la bandera rros, ruidos que pasaban como estremecimientos de
sostenida por el alferez. Pero no era ya aquel fan muerte. Prestaba atención al rumor más leve, su
tasma de bandera, anegado en la niebla de la ma- corazón latía con fuerza y seguía sin reconocer el
ñana, Bajo el sol ardiente, el águila dorada brilla- paso de su marido en la esquina de la calle.
ba, los tres colores de la seda lucían sus notas cía Pasaron horas y se estremecía al ver los lejanos
ras y vivas, á pesar del desgaste glorioso de las ba- resplandores en el campo, por encima de las mura-
tallas. En pleno cielo azul, en medio de los proyec- llas. La noche estaba tan obscura que trataba de
tiles, flotaba como una bandera victoriosa. recordar los lugares. Abajo, aquella superficie páli
¿Por qué no habían de vencer, ahora que se da, eran las praderas inundadas. Entonces ¿qué
batían? Y Mauricio y sus camaradas tiraban rabio- hoguera era aquella que había visto encenderse y
samente, quemaban los cartuchos, fusilaban el leja apagarse allá arriba, en la Marfée? Y por todas par-
Pero la compañía Beaudoin los había visto y se- no bosque, donde caía una lluvia lenta y silenciosa
guía viéndolos. Los chassepots se dispararon por sí de ramitas.
solos. Mauricio el primero disparó el suyo. Juan,
Pache y Lapoulle, todos los demás los imitaron. No III
se había dado ninguna orden; el capitán quiso man-
dar alto el fuego y no cedió hasta que Rochas le Enriqueta no pudo dormir aquella noche. La idea
indicó la conveniencia de tolerar aquel desahogo. de que su marido se hallaba en Bazeilles, tan cerca
¡Por fin dispararon sus armas, empleando aquellos de las filas alemanas, la atormentaba. A pesar de
cartuchos que llevaban encima desde hacía un mes que recordaba la promesa que la había hecho de
sin quemar uno! Mauricio parecía otro, entretenía volver al menor peligro, á cada momento prestaba
su miedo, aturdiéndose con las detonaciones. EQ el atención creyendo que regresaba. A las diez, cuan
lindero del bosque no se movía ni una hoja, no ha do iba á acostarse, abrió la ventana y se puso á
bía vuelto á presentarse ningún prusiano y conti mirar, pasando allí muchas horas.
nuaban tirando sobre los árboles inmóviles. La noche era muy obscura y apenas se distinguía
Después, al alzar la cabeza, Mauricio quedó sor- abajo, el empedrado de la calle de Voyards, un es-
prendido al ver á algunos pasos al coronel Vineuil, trecho callejón obscuro, ahogado entre casas viejas.
sobre su caballo grande, impasibles el hombre y el A lo lejos, hacia el colegio, solo se veía la luz tem
bruto, como si fueran de piedra. Frente al enemigo, blona de un farol, y de aquel fondo subía un olor
el coronel aguardaba, bajo la lluvia de balas. Todo de cueva, el maullido de un gato y los pesados pa-
el regimiento debía haberse replegado allí, otrasv sos de algún soldado extraviado. En Sedan, que se
compañías estaban echadas en los campos cercanos, hallaba á sus espaldas, se oían ruidos y rumores no
y el fuego iba aproximándose cada vez más. Y el acostumbrados, galopar de caballos, rodar de ca-
joven vió también un poco más atrás, la bandera rros, ruidos que pasaban como estremecimientos de
sostenida por el alferez. Pero no era ya aquel fan muerte. Prestaba atención al rumor más leve, su
tasma de bandera, anegado en la niebla de la ma- corazón latía con fuerza y seguía sin reconocer el
ñana, Bajo el sol ardiente, el águila dorada brilla- paso de su marido en la esquina de la calle.
ba, los tres colores de la seda lucían sus notas cía Pasaron horas y se estremecía al ver los lejanos
ras y vivas, á pesar del desgaste glorioso de las ba- resplandores en el campo, por encima de las mura-
tallas. En pleno cielo azul, en medio de los proyec- llas. La noche estaba tan obscura que trataba de
tiles, flotaba como una bandera victoriosa. recordar los lugares. Abajo, aquella superficie páli
¿Por qué no habían de vencer, ahora que se da, eran las praderas inundadas. Entonces ¿qué
batían? Y Mauricio y sus camaradas tiraban rabio- hoguera era aquella que había visto encenderse y
samente, quemaban los cartuchos, fusilaban el leja apagarse allá arriba, en la Marfée? Y por todas par-
contraba á algunos metros de distancia. ¿Desde
tes se veían íogatas en Pont-Maugis, en Noyers, en dónde tiraban? Al pronto se acordó de su hermano,
Frenois, hogueras misteriosas que flotaban como porque los tiros parecían proceder del Norte. Des-
por encima de una inmensa multitud, pululando en pués comprendió que el cañoneo era en Bazeilles y
la sombra. Después, más aún, algunos rumores ex- tembló por su marido. Se tranquilizó después de
traordinarios la estremecían, la marcha de un ejér- breves momentos, creyendo que los cañonazos par-
cito inmenso, el aliento de los animales, el chocar tían de la derecha. Tal vez se batiesen en Donche
de las armas, toda una cabalgata en el fondo de ry, donde sabía que no había podido volar el puen-
aquellas tinieblas de infierno. De pronto se oyó un te. Y después, la más cruel incertidumbre se apode-
cañonazo, uno solo, enorme, terrible, en el silencio. ró de ella, ¿era en Donchery, era en Bazeilles? y le
La sangre se le heló, ¿qué era aquello? Una señal fué completamente imposible darse de ello cnenta
sin duda, algún movimiento que había terminado exacta, tal era el estrépito que se producía. No pu-
felizmente, el anuncio de que estaban preparados do seguir aguardando, tenía necesidad de saber
allá, y que el sol podía aparecer.
algo y salió á la calle.
A l a s dos de la madrugada Enriqueta se echó ves-
Al llegar abajo, á la calle des Voyards tuvo un
tida en la cama, sin cuidarse de cerrar la ventana.
momento de duda, tan obscura le parecía la ciudad
El cansancio y la ansiedad la ahogaban ¿Qué ocu-
todavía, bajo la opaca niebla que la envolvía. L a
rría para sentir aquellos escalofríos, ella de ordina-
aurora no había penetrado aún en aquellas calles es-
rio tan tranquila y marchando con paso tan ligero
trechas y lóbregas. En la calle del Beurre, en el fon-
que apenas si se la oía? Y durmió penosamente, ale
do de una taberna alumbrada por una vela, vió dos
targada, con la sensación persistente de la desgra
soldados borrachos con una mujer. Tuvo que dar
cia que pasaba en el negro cielo. De nuevo desper
la vuelta y entrar en la calle Maqua para encon-
tóla de aquella pesadilla otro cañonazo, varios ca-
trar alguna animación: allí vió algunos soldados que
ñonazos sordos y lejanos que no cesaban. Se sentó
se escondían, acaso algunos cobardes que huían
en la cama temblorosa. ¿Dónde estaba? No se reco-
buscando un lugar seguro, vió también un gran co-
nocía, no reconocía el cuarto que parecía haberse
racero que llamaba á todas las puertas buscando
llenado de humo. Después comprendió: las nieblas á su capitán: toda una oleada de pacíficos vecinos
que habían salido del río, habían penetrado en su que lívidos de miedo, se amontonaban en un carrua-
cuarto. Fuera seguía retumbando el cañoneo. Saltó je para ver si aún quedaba tiempo para pasar la
de la cama y se asomó á la ventana para ver y oir. frontera é ir al pueblo de Bouillon, á donde había
Daban las cuatro en un campanario de Sedan. ido medio Sedan en los dos últimos días. Se decidió
Empezaba el amanecer de un día obscuro y sucio á ir hacia la Sub-prefectura con objeto de que la
en la bruma rojiza. No se podía ver nada, ni siquie dieran noticia y se le ocurrió acortar la distancia
ra podía distinguir el edificio del colegio que se en-
por callejuelas, deseando evitar todo encuentro. En la subprefectura, Enriqueta conocía á la hija
Pero en la calle del Four y en la de Laboureurs no del conserje, Rosa, una rubita muy linda que traba-
pudo pasar: había allí una fila enorme, sin fin de jaba en la fábrica Delaberche. En seguida entró en
cañones, de carros, de cajones que se habían colo- la portería; la madre no estaba allí, pero Rosa la
cado allá por falta de sitio más adecuado, ni un sol • recibió muy cariñosamente.
dado guardaba todo aquel armamento. Aquella ar- —¡Ah! mi querida señora, no podemos tenernos
tillería inútil le dió mucha lástima. Entonces tuvo de pie. Mamá ha ido á descansar un poco. ¡Figúrese
que volver por la plaza del Colegio^ hacia la calle usted que hemos tenido que estar levantadas toda
Mayor, donde, delante del hotel de Europa, algunos la noche, con -tantas idas y venidas!
ordenanzas cuidaban de los caballos aguardando á Y sin esperar á que la preguntaran, contaba todo
los oficiales superiores, cuyas voces se oían en el lo que había visto, todas las cosas extraordinarias
comedor. En la plaza de Rivage y en la de Turenne que desde la víspera pasaban ante sus ojos.
había aún más gente, grupos inquietos, mujeres y - E l mariscal ha dormido bien. ¡Pero ese pobre
niños, confundidos con los soldados desbandados," emperador, no puede Usted tener una idea de lo
que marchaban en todas direcciones, y allí vió que, que sufre!... Figúrese que ayer tarde subí para ayu-
jurando, de mal humor, un general salía de la Cruz dar á dar la ropa blanca, y al pasar cerca del cuar-
de Oro, y le vió galopar, exponiéndose á arrollar á to que está al lado del tocador, he oído gemidos,
la gente. Durante un momento estuvo á punto de ¡pero qué gemidos! Como si alguien fuese á morir.
entrar en el Ayuntamiento, después tomó por la ca- Y empecé á temblar, con el corazón oprimido, al
lle de Pont-de-Meuse para ir á la Sub-prefectura. saber que era el emperador... Parece que sufre una
Nunca le había causado Sedan tal impresión; la enfermedad que le obliga á gritar así. Cuando hay
impresión trágica de una ciudad vista así al ama- gente se contiene, pero cuando se queda solo em-
necer, onvuelta en la niebla,Las casas parecían es- pieza á quejarse, á gritar; es cosa que pone los pe-
tar muertas; muchas hacía dos días que estaban los de punta. ,
abandonadas y vacías; otras estaban herméticamen- —¿Dónde se baten desde esta mañana? ¿Lo sabe
te cerradas; efecto del miedo que sentían sus mora- usted?-preguntó Enriqueta tratando de mterrum-
dores. Era una mañana fría, con aquellas calles me-
dio desiertas aún, que poblaban algunas sombras, P1 Rosa no contestó á la pregunta y continuó su re-
que se marchaban á escape. El día iba avanzando 1 ación •
y la ciudad iba á verse atestada, sumergida bajo el - E n t o n c e s quise saber, he subido cuatro ó cinco
desastre. Eran las cinco y media, apenas se oía el veces durante la noche, y he oído pegada al tabi-
cañoneo, cuyo ruido se amortiguaba entre las altas que... se quejaba siempre y no ha dejado de gritar
fachadas. e n t o d a la noche; sin poder dormir un momento.
¡Es horrible sufrir tanto, teniendo tantas preocupa- zeilles, el ruido producido por las ametralladoras,
ciones! ¡Porque hay un desbarajuste tal,que parece los cañonazos cercanos de las baterías francesas,
que todos se han vuelto locos! Y siempre viene gen- contestando á los lejanos cañonazos de las baterías
te nueva, y las puertas no paran, unos se incomo- alemanas. Hubiérase dicho que los disparos se apro-
dan, otros lloran, y en la casa hay un saqueo com- ximaban, y que la batalla aumentaba á cada minuto.
pleto: los oficiales beben todo el vino, duermen en ¿Por qué no regresaba Weiss? ¡Había prometido
las camas vestidos; mire usted, el emperador es, tan formalmente volver al primer ataque! Y la zo-
después de todo, el más cariñoso, el que ocupa me- zobra de Enriqueta aumentaba, se figuraba ver cor-
nos sitio; le basta un rincón para quejarse. tados los caminos, interceptado el paso, y los pro-
Después, como Enriqueta repitiese su pregunta: yectiles haciendo peligrosa, ó tal vez imposible la
—¿Que dónde se baten hoy? En Bazeilles desde retirada. Acaso había ocurrido alguna desgracia.
esta mañana... Ha venido á decírselo al mariscal Quería alejar de sí esa idea, encontrando en la es-
un soldado de caballería, y el mariscal ha ido á de peranza un firme apoyo. Después hizo el proyecto
círselo al emperador. El mariscal se ha marchado de ir allá, de ir al encuentro de su marido. Algunas
hace unos diez minutos, y el emperador va á ir á dudas la hicieron detenerse: tal vez se cruzaran en
bnscarle, creo que le están vistiendo allá arriba. el camino. ¿Qué sucedería si no le encontraba,y qué
Hace un momento he visto que le peinaban y que disgusto para él si al volver á su casa no la encon-
le pintaban la cara. traba? Además, no se la ocultaba lo arriesgado que
Enriqueta, averiguado que hubo lo que le intere- era ir á Bazeilles, pero después de todo se encon-
saba, se escapó. traba su marido, debía encontrarse ella.
—Gracias, Rosa. Tengo mucha prisa. Tuvo una idea, se retiró de la ventana y dijo en
Rosa lo acompañó hasta la puerta de la calle. voz alta:
Enriqueta volvió á su casa, calle des Voyards. —¿Y el señor Delaherche? Voy á ver...
Estaba en la creencia de que su marido habría vuel- Acababa de acordarse de que el fabricante de
to, y aún creía que al no encontrarla en casa debía paños había pasado la noche en Bazeilles, y que si
estar pasando un mal rato. Al acercarse á su casa había vuelto tendría noticias de su marido. Volvió
levantó la cabeza para ver si estaba asomado á la á bajar la escalera muy aprisa, pero en vez de sa-
ventana. Pero la ventana, abierta de par en par, lir á la calle, atravesó el patio de la casa y se me-
estaba vacía, y cuando subió y después de recorrer tió por el pasillo que conducía á la fábrica, cuya
las habitaciones vió que no había nadie, desfalleció fachada monumental daba á la calle Maqua. Al des-
casi. El cañoneo continuaba. Se asomó á la venta- embarcar en el antiguo salón central, empedrado
na. Ahora, aún cuando la niebla la impedia ver, se ahora y del que solo quedaban unos olmos gigan-
daba exacta cuenta de la lucha entablada en Ba- tescos, árboles magníficos del siglo pasado, acaba-
rojos, tenía su linda cabeza redonda sobre la almo-
bo de ver delante de la puerta cerrada de una co-
hada, apoyada en un brazo desnudo, en medio de
chera, un centinela; luego recordó que la víspera se
su admirable cabellera negra deshecha.
habla depositado allí el tesoro del 7.«cuerpo y aquel
—¡Gilberta!
oro, aquellos millones, según decían, escondidos allí
Se movió, se estiró para abrir los párpados.
en una cochera, mientras que los soldados se mata
—Sí, adiós... ¡ohl.se lo ruego...
ban allá lejos, la causaron mucha impresión. En el
Después, levantando la cabeza y reconociendo á
momento en que iba á subir por la escalera interior
Enriqueta:
para llegar al cuarto de Gilberta, otra sorpresa la
—¡Calla! eres tú... ¿qué hora es?
dejó parada, un encuentro tan imprevisto, que vol
Cuando supo que eran las seis, sintió cierto mal-
vió á bajar los tres peldaños que había subido, no
estar, tratando de reírse para ocultarla algo, dicien-
sabiendo si tendría valor para ir á llamar á aquel
do que aquella no era hora para ir á despertar la
cuarto. Un soldado, un capitán, acababa de pasar
gente. Después, á la primera pregunta sobre su ma-
por delante de ella, muy de prisa, como una apari
rido, dijo:
ción que se desvanece en seguida; pero había teni-
—Pero si no ha vuelt-o, no volverá hasta las nue-
do tiempo de reconocerle, habiéndole visto ya en
ve, creo... ¿Para qué. quieres que vuelva tan pron-
casa de Gilberta, en Charleville, cuando ésta aún
to?
era viuda. Dió algunos pasos en el patio, miró arri-
Enriqueta al verla tan despreocupada, medio ale-
ba las ventanas del dormitorio, con las persianas
targada por el sueño, tuvo que insistir.
cerradas y por fin se decidió á subir.
—¡Es que se están batiendo en Bazeilles, desde
En el primer piso, quería llamar á la puerta del
el amanecer, y como estoy muy intranquila por mi
tocador, como amiga de la niñez, que iba á hablar
marido!...
confidencialmento. Pero aquella puerta mal cerra-
da en las prisas de la salida, se había quedado —¡Oh! querida mía, no tienes motivo para estar-
abierta. No hizo más que empujarla y se encontró lo. . Mi marido es tan prudente que de seguro esta-
en el gabinete y después en el dormitorio. Era una ría aquí si hubiese habido el menor peligro. ¡Mien-
habitación de techo muy alto, desde donde caían tras no le veas, no tengas cuidado!
anchas cortinones de terciopelo rojo que volvían la Esa reflexión chocó mucho á Enriqueta. En efec-
cama entera. Y no se oía el más leve rumor, el si- to, Delaherche no era hombre capaz de exponerse
lencio de una noche feliz, la respiración tranquila, inútilmente. Se tranquilizó, fué á correr las cortinas
un vago perfume de lilas. y abrir las persianas y en el cuarto penetró la luz
rojiza del cielo, donde el sol empezaba á dorar la
—¡Gilbertal—dijo suavemente Enriqueta.
niebla. Una de las ventanas se quedó entreabierta
La joven se había vuelto á dormir y .con la débil
y ahora se oía el cañoneo, en aquella habitación
luz que entraba por la ventana, entre los cortinones
rojos, tenía su linda cabeza redonda sobre la almo-
bo de ver delante de la puerta cerrada de una co-
hada, apoyada en un brazo desnudo, en medio de
chera, un centinela; luego recordó que la víspera se
su admirable cabellera negra deshecha.
había depositado allí el tesoro del 7.®cuerpo y aquel
—¡Gilberta!
oro, aquellos millones, según decían, escondidos allí
Se movió, se estiró para abrir los párpados.
en una cochera, mientras que los soldados se mata-
—Sí, adiós... ¡ohl.se lo ruego...
ban allá lejos, la causaron mucha impresión. En el
Después, levantando la cabeza y reconociendo á
momento en que iba á subir por la escalera interior
Enriqueta:
para llegar al cuarto de Gilberta, otra sorpresa la
—¡Calla! eres tú... ¿qué hora es?
dejó parada, un encuentro tan imprevisto, que vol
Cuando supo que eran las seis, sintió cierto mal-
vió á bajar los tres peldaños que había subido, no
estar, tratando de reirse para ocultarla algo, dicien-
sabiendo si tendría valor para ir á llamar á aquel
do que aquella no era hora para ir á despertar la
cuarto. Un soldado, un capitán, acababa de pasar
gente. Después, á la primera pregunta sobre su ma-
por delante de ella, muy de prisa, como una apari
rido, dijo:
ción que se desvanece en seguida; pero había teni-
—Pero si no ha vuelt-o, no volverá hasta las nue-
do tiempo de reconocerle, habiéndole visto ya en
casa de Gilberta, en Charleville, cuando ésta aún ve, creo... ¿Para qué. quieres que vuelva tan pron-
era viuda. Dió algunos paso3 en el patio, miró arri- to?
ba las ventanas del dormitorio, con las persianas Enriqueta al verla tan despreocupada, medio ale-
cerradas y por fin se decidió á subir. targada por el sueño, tuvo que insistir.
En el primer piso, quería llamar á la puerta del —¡Es que se están batiendo en Bazeilles, desde
tocador, como amiga de la niñez, que iba á hablar el amanecer, y como estoy muy intranquila por mi
confidencialmento. Pero aquella puerta mal cerra- marido!...
da en las prisas de la salida, se había quedado —¡Oh! querida mía, no tienes motivo para estar-
abierta. No hizo más que empujarla y se encontró lo. . Mi marido es tan prudente que de seguro esta-
en el gabinete y después en el dormitorio. Era una ría aquí si hubiese habido el menor peligro. ¡Mien-
habitación de techo muy alto, desde donde caían tras no le veas, no tengas cuidado!
anchas cortinones de terciopelo rojo que volvían la Esa reflexión chocó mucho á Enriqueta. En efec-
cama entera. Y no se oía el más leve rumor, el si- to, Delaherche no era hombre capaz de exponerse
lencio de una noche feliz, la respiración tranquila, inútilmente. Se tranquilizó, fué á correr las cortinas
un vago perfume de lilas. y abrir las persianas y en el cuarto penetró la luz
rojiza del cielo, donde el sol empezaba á dorar la
—iGilberta!—dijo suavemente Enriqueta.
niebla. Una de las ventanas se quedó entreabierta
L a joven se había vuelto á dormir y .con la débil
y ahora se oía el cañoneo, en aquella habitación
luz que entraba por la ventana, entre los cortinones
templadita, tan cerrada y tan ahogada hacia un Enriqueta la había escuchado, muy seria. Esas
cosas la sorprendían porque no las conocía. Ella
momento.
era muy distinta. Desde por la mañana sólo se acor-
Gilberta, medio levantada, apoyado el codo en la
daba de su marido, de su hermano, expuestos al
almohada, miraba el cielo con sus lindos ojos.
peligro. ¿Cómo podía dormir tan tranquilamente,
—Se están batiendo,—murmuró muy bajo.
estar tan alegre, cuando los seres amados estaban
Su camisa se había bajado bastante, uno de sus
en peligro?
hombros estaba desnudo, dejando ver la carne son-
¿Pero tu marido, y ese muchacho mismo, no te
rosada y fina, bajo las trenzas de pelo negro, mien-
a p e n a no estar con ellos?... No piensas que te los
tras que un olor de amor se exhalaba del desper- pueden traer de un momento á otro, heridos, tal
tar aquel. vez muertos.
—¡Se baten tan de mañana, Dios míol ¡qué ridícu- Gilberta hizo un gesto como para alejar la horri-
lo es batirse! ble visión.
Las miradas de Enriqueta se fijaron en aquel —¡Dios mío! ¿qué es lo que dices? Qué mala eres
momento sobre un par de guantes de ordenanza, en echarme á perder así la mañana. ¡No, no quiero
guantes olvidados sobre un almohadón, y no pudo pensar en ello, es demasiado triste!
contener un movimiento de sorpresa. Gilberta se Y á pesar de todo, Enriqueta se sonrió. Recorda-
avergonzó, la cogió del brazo y la atrajo hacia sí. , ba su niñez; cuando el padre de Gilberta, el coman-
Después, ocultando la cara contra su hombro: dante Vineuil, nombrado director de Aduanas en
—Sí, he comprendido que lo adivinabas, que le I Charleville, á consecuencia de las heridas recibi-
habías visto... Querida mía, no me juzgues muy se- , das, había* enviado á su hija á una casería, cerca
veramente... Es un amigo antiguo, te declaré mi de- j del Chene Populeux, preocupado de oiría toser, te-
bilidad en Charleville, ¿no lo recuerdas?... miendo ocurriera con la hija lo que le había pasa
Bajó la voz y continuó muy enternecida: do con la madre, que acababa de morir, joven aún,
—Ayer, me rogó tanto, cuando hablamos... Figú- tísica. La niña no tenía más que nueve años y ya
rate que se baten hoy, que tal vez muera... ¿Podía
negarme? , . era muy coqueta, representaba comedias y quería
Y aquello era heroico y encantador, ese ultimo desempeñar siempre el papel de reina, envuelta en
obsequio, aquella noche feliz en la víspera de una los trapos que encontraba, guardando el papel de
batalla. Se sonreía á pesar de su turbación, con su estaño que envolvía el chocolate para hacerse co-
atolondramiento de pájaro. Nunca hubiera podido ronas y pulseras. Más tarde continuó siendo la mis-
ma. A los veinte años se casó con el inspector de
negarse ya que todas las circunstancias favorecían
bosques, Maginot. Mezieres, encerrado entre sus
la cita.
—¿No me perdonas? i mnrallas, no le gustaba y continuaba viviendo en
Charleville, donde gozaba de mucha libertad y —Puede usted entrar, querida mamá.
donde había muchas fiestas. Su padre había muer- Con su habitual ligereza, la introdujo sin notar
to, y se quedó con un marido muy cómodo, cuya que los guantes de ordenanza se habían quedado
nulidad le ahorraba remordimientos. La maledi- sobre el almohadón. Enriqueta se precipitó para
cencia del pueblo la señalaba muchos amantes y cogerlos y tirarlos'detrás de una butaca. La seño-
en realidad sólo había olvidado sus deberes con el ra Delaherche debía haberlos visto, porque duran-
capitán Beaudoin, á pesar de vivir rodeada de uni- te unos momentos estuvo muy sofocada, como si no
formes, á consecuencia de las antiguas relaciones pudiese respirar. Miró alrededor del cuarto y se fijó
de su padre y de su parentesco con el coronel Vi- en la cama que había quedado sin hacer.
neuil, y se comprendía quo al elegir un amante, —Entonces,—dijo,—es la señora Weiss, que ha
había cedido al irresistible deseo de parecer her- subido á despertarla... ¿Habéis podido dormir, hija
mosa y de estar alegre. mía?...
—Has hecho muy mal en reanudar esas relacio- No había ido para hablar de esas cosas. [Ahí Ese
nes,—dijo Enriqueta muy seria. matrimonio que su hijo se había empeñado realizar
Pero Gilberta la cerraba la boca acariciándola. sin su consentimiento, á los cincuenta años, después
—Querida mía, puesto que no podía negarme y de veinte años de vida con una mujer fría y triste,
que era por una sola vez... Ahora ya lo sabes; pre- él, tan razonable hasta entonces, arrastrado por
fiero morir á faltar de nuevo á mi marido. una pasión incomprensible á su edad, por aqnella
Ni una ni otra se hablaron más, abrazadas cari- linda viudita, tan ligera y tan alegre! ¡Se había pro-
ñosamente, tan distintas como eran. Oían latir sus puesto vigilar el presente y á pesar suyo el pasado
corazones y hubieran podido comprender cuán dis volvía! ¿Debía hablar? Sólo vivía en la casa como
tinto era su lenguaje, una, todo alegría, gastándo- una protesta muda, siempre encerrada en su cuar-
se, dividiéndose, la otra, encerrada en una abnega- to, muy devota y muy rígida. Esta vez la ofensa
ción heroica, con el heroísmo de las almas fuertes. había sido tan grande que se decidió á hablar á su
—|Es verdad que se baten!—acabó por decir Gil- hijo.
berta.—Tengo que vestirme en seguida. Gilberta, avergonzada, contestaba:
Desde que reinaba el'silencio, el ruido de los dis- —Sí, he podido dormir algunas horas... Ya sabrá
paros parecía haber aumentado. Saltó de la cama usted que Julio no ha vuelto...
y sin querer llamar á su doncella, se calzó, se puso La señora Delaherche la interrumpió. Desde que
un vestido para poder recibir y bajar en cuanto había empezado el cañoneo estaba muy intranquila
fuera preciso. Al terminar de peinarse, llamaron á aguardando el regreso de su hijo. Pero era una ma-
la puerta y fué á abrir, pues había reconocido la dre heroica, y, se acordó del motivo por. el cual ha-
voz de la anciana señora Delaherche. bía subido.
—Vuestro tío, el coronel, nos envía al médico general Ducrot había sido nombrado general en
mayor, señor Bouroche, con una esquela escrita jefe. Eran las siete y media,
con lápiz, para decirnos si no podríamos dejar ins- —¿Y el emperador?—preguntó Enriqueta á un li
talar aquí una ambulancia... Sabe que tenemos sitio brero que se encontraba delante de su puerta.
de sobra, en la fábrica, y he puesto el patio á su —Hace una hora que se ha marchado,—contestó
disposición, y también el secadero... pero debe us- el vecino.—Le he acompañado y le he visto salir
ted bajar. por la puerta de Balan... Dicen que una granada le
—¡Ahí ¡en. seguida, en seguida!—dijo Enriqueta. ha roto la cabeza.
—Vamos á ayudarles un poco. Pero el tendero de enfrente se incomodaba.
Gilberta se prestó de muy buena gana á desem- —Calle usted, esas son mentiras. ¡Sólo los buenos
peñar el papel de enfermera. Se arregló un poco el perderán la vida!
pelo y las tres mujeres bajaron. Al llegar á la puer- Hacia la plaza del Colegio, el carruaje que lleva-
ta de la calle, bajo el porche, vieron mucha gente ba al mariscal se perdía de vista entre el gentío
reunida delante de la puerta. Un carruaje pequeño que iba aumentando y entre el cual circulaban
llegaba, lentamente, arrastrado por un caballo que las más estupendas noticias, sobre el campo de ba-
guiaba un teniente de zuavos. Creyeron que era al- talla. Pero una voz fuerte gritó:
gún Herido. —¡Señoras, no es ahi fuera, es aquí donde hacen
—¡Sí, sí! es aquí. ¡Entren ustedes! ustedes falta!
Las desengañaron. El herido que se encontraba Entraron las tres y se encontraron delante del
en el fondo del carruaje, era el mariscal Mac Ma- médico Bouroche, quien se había quitado el unifor-
hon, herido en la nalga izquierda, á quien llevaban me para ponerse un delantal blanco. Su enorme
á la subprefectura, después de haberle hecho la cabeza con el pelo encrespado y su cara de león
primera cura en la casita de un jardinero. Estaba le daban un aspecto imponente en aquellos momen-
con la cabeza descubierta, medio desnudo, con los tos, en que se aparecía con aquel delantal blancb y
bordados de oro de su uniforme manchados de pol- sin manchas aún. Su aspecto las impuso tanto, que
vo y de sangre. Sin hablar había levantado la ca desde el primer momento quedaron dominadas, no
beza y miraba con los ojos extraviados. Después, sabiendo qué hacer para complacerle.
al ver las tres señoras, sobrecogidas y con las ma-, —No tenemos nada... Dénme ustedes trapos, pro-
nos juntas ante aquella gran, desgracia que pasaba, curen ustedes encontrar colchones, enseñen uste-
el ejército entero herido en su jefe, con las prime des á mis hombres donde está la fuente.
ras granadas, inclinó un poco la cabeza y sonrióse Corrieron, se multiplicaron y se convirtieron en
cariñosamente. Alrededor suyo se habían descu- criadas sumisas y obedientes.
bierto algunos curiosos. Otros contaban ya que el Desastre—Tomo I— 20
La fábrica reunía excelentes condiciones para mentó á otro tendrían mucho que hacer, que llega-
ambulancia. Estaba allí el secadero, que era un sa- rían coches cargados de carne sangrando, y metía
lón inmenso, cerrado con cristales, donde podían prisa para que quedara pronta la sala grande, va-
instalarse cómodamente unas cien camas y al lado cía aun. Después, bajo el cobertizo se hicieron otros
se hallaba un cobertizo, donde podrían hacer con preparativos; las cajas para las curas y las de far-
mucha comodidad todas las operaciones: habían macia, colocadas en orden, destapadas, paquetes
llevado allí una mesa larga y la íuente se hallaba de hilas, de vendas, de trapos, de aparatos para
muy cerca. Los heridos leves podrían aguardar fracturas; mientras que del otro lado, junto á un
allí con cierta comodidad, sentados sobre la yerba envase que contenía cerato y un frasco de cloro-
del jardín. El sitio era muy agradable, con aque formo, se veían las bolsas de cirujía, el acero claro
líos hermosos olmos seculares, cuya sombra lo am- de los instrumentos, las sondas, las pinzas, los cu-
paraba todo. chillos, las tijeras, las sierras, un arsenal completo,
todas las formas agudas y cortantes de lo que es-
Bouroche había preferido instalarse en seguida
cudriña, corta, rasga y derriba. Faltaban las jo-
en Sedán, previendo la matanza, el enorme empuje
fainas.
que iba á echar allí las tropas. Acababa de dejar
cerca del 7.° cuerpo, detrás de Floing, dos ambu- —Ustedes tendrán tarros, botes, cubos, marmi-
lancias volantes para las primeras curas, las que tas, cualquier cosa parecida... No vamos á nadar
debían enviarle los heridos. Todas las escuadras de en sangre... ¡Y esponjas, búsquenme esponjas, á es-
camilleros estaban encargadas de recoger á los he- cape! "
ridos bajo el fuego, teniendo allí el material de co- La señora Delaherche atendía á todo; volvió se-
ches y furgones. Y Bouroche, exceptuando á dos de guida de tres criadas, cargadas con toda clase de
sus ayudantes, que se habían quedado en el campo tarros que había encontrado. De pie delante de las
de batalla, se había llevado consigo todo el perso- bolsas de cirujía, Enriqueta había llamado á Gil-
nal, dos médicos de segunda y tres practicantes, berta, enseñándoselas, estremecida. Las dos se co-
los que bastarían para las operaciones. Tenía ade- gieron de la mano, se quedaron calladas, unidas,
más á sus órdenes tres farmacéuticos y doce sani- estremecidas de terror, dejando ver en su cara la
tarios. emoción que las embargaba, la piedad infinita que
sentían, y que las trastornaba.
Pero seguía incomodado, según su costumbre, no
pudiendo hacer nada sin acalorarse. —¡Y decir que le pueden cortar á una cualquier
—¿Qué demonio hacen ustedes? ¡Pongan ustedes cosa!
bien esos colchones!... Habrá que echar paja en —¡Pobres gentes!
aquel rincón, si es preciso. Sobre la mesa larga, Bouroche había hecho colo
car un colchón, que cubría con un hule, cuando
El cañoneo continuaba, y sabía que de un mo-
hecho un valiente. Después, desde Balan hasta aquí,
unas pisadas de caballos se dejaron oir en la puer- he echado á correr...
ta. Era el primer coche de la ambulancia que en Enriqueta le tocó el brazo.
traba en el patio, pero sólo traía diez heridos leves, —¿Mi marido?
sentados frente á frente, la mayor parte con el bra- —¿Weiss? ¡Pues se ha quedado allí!
zo en cabestrillo, algunos con heridas en la cabeza, —¿Cómo allí?
que traían vendada. Bajaron del coche y empezó la | —Sí, ha cogido el íusil de un soldado muerto y
visita. estaba haciendo fuego.
Como Enriqueta, que ayudaba á un soldado muy —¡Se bate! ¿Por qué?
joven que tenía el hombro atravesado por una ba- —¡Está loco! No ha querido seguirme y le he de-
la, á quitarse el capote, lo que le hacía gritar, vie- jado, naturalmente.
ra el número de su regimiento, le preguntó: Enriqueta le miraba con los ojos fijos, muy abier-
—¡Usted es del 106.°! ¿Pertenece usted á la com- tos. Hubo un momento de silencio. Después, tran-
pañía Beaudoin? quila ya, se decidió.
Pertenecía á la compañía Ravaud. Pero conocía —Está bien, voy allá.
al cabo Juan Macquart, y pudo decir que la escua- Iba á ir, ¿cómo? No era posible; ¡era una locura!
dra de éste no había entrado aun en fuego. Esa no- Delaherche hablaba de las balas y de las grana-
ticia tan insignificante bastó para alegrar á Enri- das que barrían el camino. Gilberta la había vuel-
queta: su hermano vivía, cuando su marido hubiese to á coger de las manos, mientras que la señora
vuelto estaría completamente tranquila. Delaherche se esforzaba en demostrarla la temeri-
En aquel momento levantó la cabeza y se quedó dad de su proyecto. Con su aire tranquilo y resig-
perpleja al ver á algunos pasos de ella, en medio nado, contestó:
de un grupo, á Delaherche contando los peligros! —¡No, todo es inútil, voy allál
que había corrido desde Bazeilles á Sedán. ¿Cómo i No hubo medio de hacerla desistir, solo aceptó el
se encontraba allí? No le había visto entrar. encaje negro que Gilberta llevaba sobre el pelo.
— Y mi marido, ¿no está con usted? Confiando aun que podría convencerla, Delaherche
Pero Delaherche, á quien su madre y su mujer declaró que la acompañaría hasta la puerta de Ba-
interrogaban con mucho afán, no se dió prisa en lan. Pero acababa de ver al centinela, que en me-
contestarla. dio del barullo que había originado la instalación
—Aguarde usted un momento. de la ambulancia, no cesaba de pasearse por delan-
Después continuó su narración: te de la cochera, donde se encontraba encerrado el
—Desde Bazeilles á Balan he estado expuesto á tesoro del 7.° cuerpo; y se acordó, tuvo miedo, fué
morir veinte veces. ¡Una granizada, un huracán de
balas y de granadas! Y he encontrado al emperador
aspecto ordinario, sin las tiendas con los escapara-
á asegurarse de que los millones estaban allí. Enri
tes cerrados, sin las fachadas muertas, donde no se
queta se hallaba ya bajo el porche.
veía ni una persiana abierta. Después eran los ca-
—¡Aguárdeme usted! ¡Es usted tan loca como su
ñonazos, esos continuos cañonazos que hacían re-
marido! Palabra de honor.
temblar las piedras, el suelo, las paredes; hasta las
En aquel momento entraba un nuevo coche de la
pizarras de los tejados retemblaban.
ambulancia, y tuvieron que apartarse para dejarle
pasar. Este, más pequeño, de dos ruedas, conducía Delaherche seguía luchando interiormente, no
dos heridos graves, acostados sobre camillas. El sabiendo qué partido tomar, vacilando entre su de-
segundo tenía la pierna derecha destrozada. Y en ber de hombre valiente que le ordenaba no aban-
seguida mandó Bouroche colocar á este sobre el donar á Enriqueta y el miedo que le inspiraba la
hule que cubría el colchón, empezando la primera idea de volver á recorrer aquel camino de Bazei-
operación entre el continuo ir y venir de los enfer- lles, bajo las granadas.
meros y de los practicantes. La señora Delaherche De pronto, al llegar á la puerta de Balan, una
y Gilberta, sentadas cerca de él, preparaban ven- oleada de oficiales á caballo que regresaban, los se-
das. paró. Mucha gente se hacinaba cerca de las puertas
Fuera, Delaherche había alcanzado á Enriqueta. aguardando noticias. Echó á correr para encontrar
—Vamos á ver, señora; no vaya usted á hacer á la joven, pero todo fué inútil: debía hallarse fuera
esa locura... ¿Cómo quiere usted ir á ver á Weiss del recinto, andando hacia Bazeilles. Y sin llevar
allá? No estará ya, seguramente, y habrá cortado más lejos su celo, dijo en voz alta:
por los campos para venirse... Le aseguro á usted — ¡Tanto peor! ¡Es demasiado tonto!
que no hay medio humano de acercarse á Bazeilles. Entonces Delaherche se paseó por Sedan como
Pero no le escuchaba, andaba muy de prisa, me- hombre curioso que no quiere perder detalle algu-
tiéndose por la calle de Ménil para llegar á la puer- no, preocupado con todo lo que estaba sucediendo.
ta de Balan. Eran cerca de las nueve y Sedan no ¿Qué iba á ocurrir? ¿Y si el ejército era derrotado,
ofrecía el mismo aspecto lúgubre del amanecer, el no tendría que sufrir la ciudad? Las contestaciones
despertar desierto entre la espesa niebla. Un sol de á esas preguntas que él se daba, quedaban muy os-
plomo recortaba las sombras de las casas, y en las curas, como dependientes de los sucesos. Pero em-
calles, un gentío inmenso obstruía el tránsito, y de pezaba á tener miedo por su fábrica, por su casa
vez en cuando pasaba á escape una estafeta. Se for- de la calle de Maqua, de donde había sacado todos
maban grupos alrededor de algunos soldados que los valores enterrándolos en sitio seguro. Se fué al
habían vuelto á la ciudad, heridos unos levemente ayuntamiento y encontró al municipio en sesión
y los otros gesticulando, moviéndose, gritando. Y permanente: allí se quedó mucho tiempo sin averi-
sin embargo, la ciudad hubiese conservado aun su guar nada de nuevo, solo supo que la batalla toma-
ba mal aspecto. El ejército no sabía á quién obede- cuerpo, al que los sajones habían rechazado sobre
cer, retirándose hacia atrás durante las dos horas la orilla derecha del riachuelo, y habían regresado
en que el general Ducrot había ejercido el mando por el camino cubierto del fondo del Gívonne, pero
en jefe, marchando de nuevo hacia adelante, empu- había ya tal confusión, tal atropello, que aunque el
jado por el general Wimpffen, que acababa de su- emperador hubiese deseado volver al frente de las
cederle en el mando, y estas oscilaciones incom- tropas, no hubiera podido hacerlo sin grandes difi-
prensibles en posiciones que había que conquistar cultades; verdad es que no había necesidad de que
de nuevo después de haberlas abandonado, aquella volviera, ¿para qué?
total ausencia de plan y de enérgica dirección pre- Mientras Delaherche oía esos detalles una deto-
cipitaban el desastre. nación violenta conmovió el barrio entero. Una
Después, Delaherche se fué hasta la Sub prefec- granada acababa de destruir una chimenea, en la
tura para averiguar si había regresado el empera- calle Sainte Barbe, cerca del Donjon. Fué aquello
dor. Sólo pudieron darle noticias del mariscal Mac- un sálvese quien pueda, las mujeres empezaron á
Mahon á quien un cirujano había hecho la cura de gritar. Delaherche se había arrimado contra la pa-
la herida, que no ofrecía peligro, y el cual se en- red, cuando una nueva explosión rompió los crista-
contraba tranquilamente en la cama. Pero á eso de les de una casa cercana. La situación se agravaba
las once tuvo que detenerse durante un momento si empezaban á bombardear á Sedan y echó á co-
en la calle Mayor, delante del hotel de Europa, por rrer hacia la calle Maqua, deseando averiguar al-
un cortejo lento de soldados de caballería, cubier- go; subió hasta el tejado y allí estuvo mirando des-
tos de polvo, cuyos caballos marchaban al paso. Y de una terraza que dominaba la ciudad y sus alre-
á la cabeza del cortejo reconoció al emperador que dedores.
volvía á Sedan, después de haber estado cuatro Se tranquilizó en seguida. El combate se verifi-
horas en el campo de batalla. La muerte no quería caba por encima de la ciudad; las baterías alema-
hacer presa en él. nas de la Marfée y de Frénois tiraban por encima
Bajo el sudor de angustia de aquella caminata á de las casas y los proyectiles iban á caer sobre la
través de la derrota, los afeites habían desapareci- meseta de la Argelia; la trayectoria de las grana-
do de las mejillas, los bigotes tan tiesos antes, se das le interesaba, seguía su vuelo de inmensa curva
habían aflojado y colgaban lacios, y la cara de co- con una ligera humareda que se quedaba sobre Se-
lor de tierra había tomado el aspecto doloroso de dan, semejando pájaros invisibles con una estela de
la agonía. Un oficial que se había apeado delante plumas grises. Comprendió desde luego, que unas
del hotel, se puso á explicar á un grupo el camino cuantas granadas que habían reventado sobre los
que habian recorrido desde la Moncelle á Givonne, tejados á su alrededor, eran proyectiles perdidos.
por todo el vallecito, entre los soldados del primer Todavía no bombardeaban la ciudad. Después mi-
rando con más atención, creyó comprender que Lo que interesaba mucho á Delaherche eran esas
esos proyectiles debían contestar á los que habían baterías. Registraba con sus miradas penetrantes
disparado los cañones de la plaza. Se volvió, exa- los montes de la Marfée, cuando recordó que tenía
minó hacia el Norte, viendo la ciudadela, aquel unos anteojos de larga vista, con los que se había
conjunto complicado de fortificaciones formidables, entretenido otras veces en mirar el horizonte. Bajó
las murallas negruzcas, las manchas verdes del á buscarlos, volvió á subir y se instaló cómodamen
glacis, un conjunto geométrico de baluartes y, so- te; empezó á orientarse, moviéndolos lentamente
bre todo, las tres puntas gigantescas, la de los Es- pasando ante su vista las tierras, los árboles y las
coceses, la del Gran Jardín y la de la Rocbette, con casas hasta que dió por encima de la gran batería
sus ángulos amenazadores y después una á modo de Frenois, sobre el grupo de uniformes que Weiss
de prolongación ciclópea avanzaba hacia el Oeste; había visto desde Bazeilles, en el ángulo de un bos
era el fuerte de Massau al que seguía el tuerte del que de pinos. Pero Delaherche, gracias á sus anteo-
Palatinado, encima de la calle de Menil. Recibió á jos, hubiera podido contar los oficiales de aquel
la vez la impresión melancólica de una enormidad Estado Mayor, tan bien los veía. Algunos estaban
y la que produce la vista de un juguete. ¿Para qué medio acostados sobre la yerba, otros de pie for-
servían, ahora que con esos cañones los proyectiles maban grupos; y delante de ellos se veía un hombre
volaban de un extremo á otro del cielo? La plaza solo, de pie también delgado, con el uniforme sin
no estaba en condiciones de defenderse, no tenía ni brillo, y que sin embargo parecía ser el amo. Era
los hombres, ni los cañones, ni las municiones ne- en efecto el rey de Prusia, muy pequeño, visto á
cesarias. Desde hacia tres semanas apenas, el go aquella distancia, semejante á uno de esos minús-
bernador militar había organizado una guardia na- culos soldados de plomo, juguete de niños. Hasta
cional con ciudadanos de buena voluntad, que más tarde no tuvo la certeza de que fuera él, no le
debían prestar servicio en los cañones utilizables, perdía de vista, volviendo siempre los cristales ha-
De ese modo, en el fuerte del Palatinado dispara cia aquel hombre pequeñito, cuya cabeza del tama-
ban tres cañones, mientras que en la puerta de Pa- ño de la de un alfiler, solo era un punto apenas vi-
rís había una media docena útiles, pero como solo sible bajo el cielo azul.
tenían municiones para unos ocho ó diez disparos, No eran las doce, y el rey seguía la marcha mate-
los economizaban, tirando solo cada media hora y mática, inexorable, de sus ejércitos, desde las nue-
eso para hacer acto de presencia, porque los pro- ve. Marchaban, marchaban siempre por los cami-
yectiles no llegaban, caían en las praderas de en nos trazados, completando el círculo, encerrando
frente y las baterías alemanas, despreciándolos, no paso á paso con aquella muralla de hombres y de
disparaban más que de vez en cuando, como por cañones, á Sedan. El ejército de la izquierda, llega-
caridad. do por la llanura de Donchery, continuaba desembo-
cando por el desfiladero de Saint Albert, pasando casa parecía quemarse hacia el barrio de la Cassi-
por Saint Menges y llegando ya á Fleigneux; y veía ne, á la izquierda.
perfectamente, detrás del X I cuerpo que peleaba Después más allá de los campos que habían vuel-
contra las tropas del general Douay, deslizarse al to á quedarse desiertos, hacia Donchery y Carig-
V cuerpo, aprovechando los bosques para dirigirse nan, reinaba una paz absoluta, las aguas claras del
á Illy, mientras que nuevas baterías venían á au- Meuse, los árboles magníficos, los campos fecundos,
mentar el número de las instaladas; una línea de las anchas praderas verdes, bajo el sol ardiente del
cañones disparando, alargándose por momentos, el mediodía, respiraban vida.
horizonte inflamándose poco á poco. El ejército de El rey había pedido un informe. Sobre el tablero
la derecha ocupaba ya todo el valle del Givonne, gigantesco quería saber y tener en su mano aque-
el X I I cuerpo se había apoderado de la Moncelle, lla polvareda de hombres que mondaba. A su dere-
la guardia prusiana acababa de atravesar Daigny, cha un vuelo de golondrinas, asustadas por los ca-
subiendo el riachuelo, en marcha ya hacia la me- ñonazos, revoloteó, se elevó muy alto y se perdió
seta de Illy, después de haber obligado al general después hacia el Sur.
Ducrot á replegarse detrás del bosque del Garenne.
Un esfuerzo más y el príncipe real de Prusia daría
la mano al príncipe real de Sajonia, en aquellos
campos pelados en el lindero mismo del bosque de
los Ardennes. Al sur de la ciudad no se veía ya á
Bazeilles, que desaparecía detrás de la humareda
producida por los incendios, en la oscura polvareda
de una lucha rabiosa. FIN DEL TOMO PRIMERO
Y el rey, tranquilo, miraba, aguardaba desde el
amanecer. Una hora, dos horas, tal vez tres; solo
era ya cuestión de tiempo, un engranaje empujaba
al otro, la máquina de aplastar hombres estaba
puesta en movimiento y acabaría su misión. Bajo
el espacio infinito del cielo que alumbraba el sol,
el campo de batalla se estrechaba, toda aquella re-
friega furiosa, aquella pelea de puntos negros se
empujaba, se amontonaba cada vez más, alrededor
de Sedan. Los cristales brillaban en la ciudad, una
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