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LA ECONOMIA BIZANTINA

JUDITH HERRIN

El 8 de mayo de 795 [Constantino VI] participó en una partida de asalto contra los árabes
... los derrotó y luego fue a Éfeso, y tras rezar en la iglesia del Evangelista, remitió los
derechos arancelarios de la feria (equivalentes a 100 libras de oro) a fin de ganarse el
favor del santo apóstol, Juan Evangelista.
Crónica de Teófanes el Confesor, principios del siglo IX.
En esta breve nota, el cronista Teófanes consignaba la victoria de Constantino VI sobre
los árabes y su agradecimiento en Éfeso. Allí, la enorme basílica del Evangelista, fundada
por Justiniano y Teodora, coronaba la colina que había dominado el antiguo templo de
Artemisa. Esta famosa maravilla del mundo antiguo se había demolido en gran parte a fin
de poder emplear sus piedras para fortificar la colina y construir la iglesia.
En la época medieval era común que el aniversario de la muerte del santo se celebrara
con una feria festiva que atraía a los mercaderes a menudo, incluso, desde largas
distancias. Pese a la aparente incongruencia entre la actividad comercial y la festividad
religiosa, las ferias habían pasado a estar estrechamente relacionadas con las iglesias, en
especial con aquellas que contaban con impotentes reliquias que atraían a los peregrinos.
Es importante entender esto, pues esta feria de San Juan de Éfeso representaba un gran
acontecimiento comercial para Asia Menor.
Bizancio heredó de Roma cierto desprecio por el comercio como una actividad indigna
de los hombres libres, y solo en raras ocasiones el intercambio comercial atrajo la atención
de los cronistas bizantinos. De modo que la mención de esta feria resulta excepcional y
permite hacerse una idea del volumen e importancia del kommerkion, un impuesto del 10
por ciento sobre el valor de los bienes vendidos, que podía llegar a generar 100 libras de
oro en derechos arancelarios
Gracias a los sellos de estos funcionarios imperiales podemos hacernos una idea de la
determinación del estado bizantino de gravar los intercambios económicos, tanto en las
ferias como en diversos puntos clave situados en las fronteras del imperio donde existía
importación y exportación de bienes. Dichos sellos, que se han conservado por millares,
contienen el nombre de cada kommerkiarios concreto, al que se asignaba una zona
determinada durante un año determinado en el reinado de un determinado emperador
(lámina 8). Su tarea consistía en recaudar el impuesto del 10 por ciento sobre todos los
productos que pasaban por su oficina arancelaria, donde añadía su sello de plomo a las
sacas para indicar que el impuesto ya estaba pagado. Esta clase de tributación parece tener
su origen en el intento de controlar la exportación de productos valiosos como las sedas.
Constantinopla dominó las rutas comerciales marítimas y terrestres entre el norte y el sur,
el este y el oeste, y mantuvo el control sobre lucrativos mercados frecuentados por
numerosos comerciantes extranjeros. En el siglo VII, la riqueza de la ciudad atraía a
mercaderes de todas partes del Mediterráneo oriental e incluso de la Galia. En los siglos
VII u VIII se elaboró un conjunto de reglamentos que regulaba los contratos navales,
conocido como el «Derecho Marítimo Rodense», que garantizaba que los comerciantes
locales recibieran una compensación prefijada por daños o pérdidas de manos de los
navieros con los que acordaran el transporte de sus productos por mar. Entre 809 y 810,
los principales navieros de Constantinopla eran tan ricos que el emperador Nicéforo I
pudo obligar a cada uno de ellos a recibir un préstamo de 12 libras de oro al tipo de interés
del 16,67 por ciento, una cifra excepcionalmente alta si se tiene en cuenta que el tipo
normal para la usura se fijó más tarde entre el 4,17 y el 6 por ciento. Así pues, pese a la
escasez de referencias escritas a la actividad comercial, lo cierto es que los comerciantes,
navieros y hombres de negocios bizantinos generaban beneficios y riquezas en la capital,
una gran parte de las cuales tenían su origen en la gestión de las provisiones destinadas a
alimentar a sus habitantes.
El enfoque bizantino del comercio seguía siendo muy tradicional: no podía exportarse
ningún producto esencial para el estado. El fuego griego, las reservas de oro, de sal y de
hierro para fabricar armas, o de madera para la construcción de barcos, en resumen, todo
lo que pudiera ayudar al enemigo, jamás había de salir del imperio. La lista de artículos
prohibidos incluía todas las sedas teñidas con el denominado «púrpura real» (elaborado
con moluscos del género Murex), un color que se reservaba a los miembros de la familia
imperial, aunque en ocasiones dichas sedas podían enviarse al extranjero como regalos
diplomáticos.
Sin embargo, ferias como la celebrada anualmente en Éfeso reflejan un comercio
sostenido con ciudades, aldeas y castillos fortificados, incluso en períodos en los que
apenas circulaba moneda fuera de la capital. Durante todos los siglos de vida de Bizancio,
los emperadores acuñaron monedas de oro, plata y cobre, con sus propias imágenes
grabadas. Desde los primeros sólidos de oro acuñados por Constantino I en 312 hasta las
últimas emisiones de Basilio II en la década de 1020, se mantuvo un patrón oro invariable,
lo que constituyó un extraordinario logro.
La forma de tributación más significativa era la que gravaba las personas y la tierra, y el
gobierno central exigía que se pagara en monedas de oro. De ese modo, el oro pagado a
los administradores y soldados regresaba al centro en forma de impuestos.
La tierra se utilizaba asimismo para el sostenimiento de las familias militares, que
proporcionaban a un miembro plenamente equipado al ejército de cada tema (o su
equivalente en metálico) a cambio de exenciones fiscales sobre su propiedad. Aunque los
modernos intentos de calcular el presupuesto imperial parecen condenados al fracaso,
dado que solo se conservan cifras fragmentarias, todo hace creer que el sistema
funcionaba bastante bien.
Bajo el gobierno de soberanos como Justiniano, el gasto en iglesias, fortificaciones y otras
construcciones es posible que superara a los ingresos procedentes tanto de los impuestos
directos sobre las personas y sobre la tierra como de los indirectos que gravaban el
comercio. Pero esto se vio compensado por el botín obtenido en fructíferas campañas
militares y la tributación añadida de las áreas reconquistadas, reintegradas ahora a la
órbita tributaria del gobierno central. Los emperadores se consagraron siempre a la
expansión del imperio, la recuperación de las provincias perdidas y la incorporación de
nuevas regiones bajo su control, a fin de materializar la posibilidad de incrementar esas
formas de renta.
Al censo de la población (impuestos sobre las personas y sobre los hogares) añadieron
una evaluación de la productividad de la tierra (si esta era rocosa y podía soportar poca
agricultura, se gravaba con un tipo más bajo que la tierra arable o los pastos), así como
un registro de los animales de tiro y de los animales de granja (como cerdos y vacas) que
poseía cada familia campesina. Los olivares, viñas y plantaciones de moreras (base de la
industria sedera) representaban productos esenciales de cara a la tributación, mientras
que, por otra parte, se ofrecían exenciones para ciertos productos como los moluscos del
género Murex empleados en la elaboración del tinte púrpura. La complejidad de este
proceso de registro resulta manifiesta en diversos tratados financieros que detallan el
modo de evaluar la tierra y las propiedades, así como en posteriores documentos
monásticos con largas listas de exenciones tributarias.
Algunos historiadores modernos han interpretado esta laguna en los hallazgos
numismáticos como un indicio de que en dicho período Bizancio se vio reducida a una
economía de trueque y los impuestos se pagaban en especie. De ser así, no es posible que
esto durara hasta finales del siglo VIII, cuando los funcionarios de la administración
central podían gravar la feria de Éfeso obteniendo una importante suma en monedas de
oro. La existencia de una economía plenamente monetizada es algo que parece
desprenderse claramente de las medidas emprendidas por el emperador Nicéforo I (802-
811), que contaba con recaudar una suma sustancial en oro a partir de los impuestos de
Tracia. Este sería condenado por subir los impuestos, a veces hasta un 50 por ciento, por
imponer el impuesto sobre los hogares a instituciones benéficas que hasta entonces
estaban exentas de él, y por cobrar un nuevo impuesto de dos monedas de oro sobre cada
esclavo familiar importado del Dodecaneso, entre otras «vejaciones» financieras.
Posiblemente esta laguna resulte más visible en los lugares elegidos para sus
excavaciones por los arqueólogos clásicos, más interesados en los hallazgos antiguos que
en los medievales. Estas ciudades sufrieron un particular declive en el período de las
invasiones y durante las divisiones causadas por los iconoclastas: se transformaron en
asentamientos fortificados (como la Acrópolis de Atenas o el Acrocorinto, el castillo
situado sobre Corinto), o quedaron temporalmente abandonadas. Quizá cuando los
arqueólogos empiecen a excavar en los castillos y sitios fortificados de las fronteras
orientales del imperio se encuentren más monedas. O tal vez es que se acuñaron menos
monedas y estas circularon solo en la zona inmediatamente circundante a la capital. El
caso es que esta laguna parece señalar el punto más bajo del poder económico de
Bizancio, que correspondió a la turbulencia de las invasiones del siglo VII y al declive
demográfico (véanse los capítulos 2 y 8), después del cual se observa una recuperación
en todos los ámbitos.
A lo largo de toda la historia de Bizancio, como en Roma, la sede imperial se sostuvo
gracias a los productos agrícolas de sus extensas propiedades y haciendas en distintas
partes del imperio. Dado que se trataba, con mucho, del mayor terrateniente de todo el
territorio imperial, controlaba sustanciales recursos, incluyendo importantes granjas de
cría de animales, además de bosques, plantaciones de moreras, viñas y olivares, todo ello
administrado directamente por agentes. Los emperadores solían recompensar a los
generales de éxito, administradores y eclesiásticos con concesiones de tierras, que bien
pudieron constituir el núcleo de grandes latifundios posteriormente controlados por
familias ricas y poderosas. Los gobernantes también donaban tierras a los monasterios y
les concedían exenciones tributarias, pese a la riqueza económica que estos acumulaban.
Los regalos hechos a personas concretas, sin embargo, podían recuperarse con facilidad.
Así, todos los soberanos confiscaban con regularidad las riquezas y tierras de sus
oponentes políticos, a los que luego se exiliaba. Nicéforo I, por ejemplo, fue responsable
de transferir a la propiedad imperial diversas haciendas que anteriormente habían
pertenecido a instituciones benéficas; de ese modo aportó grandes riquezas a la sede
imperial al tiempo que empobrecía a las «casas pías».
En las comunidades rurales bizantinas de los siglos IX y X, las ventas de tierras se
regulaban a fin de mantener la unidad fiscal de la aldea. Las desigualdades en el seno de
esta se traducían en el hecho de que los miembros más ricos iban convirtiéndose en la
clase dominante y adquirían propiedades fuera de la comunidad. No se permitía a los
foráneos comprar tierras de la aldea, pero la existencia de haciendas privadas, otorgadas
a sus propietarios por la generosidad imperial, dio lugar a una nueva fuerza en el entorno
rural. El establecimiento de estos grandes terratenientes amenazaba con destruir la
estructura social del campo bizantino mediante la acumulación de propiedades en las
comunidades rurales. Al adquirir parcelas de tierra rural, los poderosos (dynatoi)
aumentaron sus propios recursos al tiempo que mermaban los de la comunidad
campesina. Los campesinos empobrecidos que habían sido los dueños de dichas parcelas
generalmente pasaban a estar bajo el control del nuevo terrateniente, y quedaban así
ligados a la tierra a la manera de los siervos medievales.
A partir del reinado de Romano I Lecapeno (920-944), los emperadores trataron de
restringir los poderes de aquellos individuos protegiendo los derechos de los aldeanos y
prohibiendo la fundación de nuevos monasterios mientras los antiguos se convertían en
ruinas. Este doble esfuerzo por sostener las estructuras tradicionales probablemente tenía
un origen económico: aspiraba a preservar la base impositiva del imperio. Pretendía
proteger a los aldeanos libres, que pagaban sus impuestos, antes que permitir que sus
tierras pasaran a manos de poderosos terratenientes que a menudo podían resistirse a los
funcionarios tributarios o reclamar exenciones fiscales. Los emperadores del siglo X
promulgaron una serie de leyes destinadas a sostener la identidad colectiva de las aldeas
y a mantener a raya a sus poderosos enemigos. Pero el hecho de que Basilio II se sintiera
obligado a rehacer la ley en 996, a fin de cubrir una laguna legal por la que los pobres se
habían visto legalmente despojados de sus tierras después de cuarenta años, sugiere que
no había podido ponerse freno a los poderosos.
GARCIA DE CORTAZAR
El fortalecimiento del sentido de la autoridad imperial y de las estructuras de gobierno y
administración se apoyó, sobre todo, en dos pilares. En primer lugar, en la capacidad de
la dinastía Macedónica para aumentar los recursos del Imperio a través de la conservación
de un importante patrimonio estatal y un conjunto de monopolios, como el permanente
de la moneda o los ocasionales de la seda y el trigo. Y, en segundo lugar, en la recaudación
fiscal que se acrecentó por un enriquecimiento general de la sociedad bizantina que
generaba La Alta Edad Media (años 380 a 980) 74 tributos tanto por la actividad de sus
mercaderes y artesanos como por el pago de un diez por ciento del valor de las cosechas
o de la circulación y venta de productos. Los afanes recaudatorios del Estado bizantino
sacrificaron el estatuto de los medianos y los pequeños propietarios frente a los grandes
latifundistas. Éstos, conscientes de su capacidad para proporcionar al Estado recursos con
que atender las exigencias del despliegue bélico, fueron consiguiendo inmunidades
respecto a los funcionarios estatales. Ello les permitía presionar sobre las comunidades
aldeanas, que encontraron mayores dificultades que en el período anterior para mantener
su independencia respecto a los poderosos. La reanimación económica de los siglos IX y
X tuvo su manifestación señera en la recuperación del sistema urbano, oscurecido en los
dos anteriores por la crisis general del Imperio y la puesta en pie del sistema de themas.
Tal recuperación se manifestó en la reactivación del comercio y de una producción
artesanal enormemente diversificada, como lo muestra el Libro del Eparca, escrito
probablemente en el reinado de León VI, y lo confirmaba el simple aumento de los
efectivos de población de las ciudades. Éstas ya no respondían al modelo de ciudad
antigua sino al de ciudad medieval. Se habían convertido en centros de servicios
regionales insertos en un territorio que las dominaba y con una morfología que incluía
espacios de cultivo, monasterios con sus huertos o palacios con sus jardines. Aun bajo su
nueva imagen, las ciudades bizantinas estaban orientadas hacia la actividad mercantil. En
cuanto a ésta, conocemos poco la referente al comercio interior del Imperio, aunque
consta la existencia de algunas ferias importantes, como las de Tesalónica y Éfeso. Más
informados estamos acerca del renacimiento del comercio exterior, visible ya desde
mediados del siglo IX en aquellas dos ciudades o en otras, como Querson y Trebisonda
o, un poco más tarde, Corinto y Melitene, y, siempre, por supuesto, en Constantinopla.
La capital fue, en efecto, el destino mayoritario de las cuatro grandes rutas comerciales
que vinculaban el Imperio con el exterior. La del norte, que venía desde el mar Báltico.
La del sur, por donde llegaban los productos de las tierras del océano Índico. La del este,
que empalmaba la lejana China con los puertos bizantinos del mar Negro. Y la del oeste,
que, por la vía marítima del Adriático o por la fluvio-terrestre del Danubio, hacía llegar
los productos de Italia traídos por los comerciantes de Amalfi y Venecia, que empezaron
a constituir pequeñas colonias en las ciudades bizantinas
La actitud imperial frente al comercio evitó el desarrollo de instituciones económicas más
flexibles y fue incapaz de responder a las iniciativas desarrolladas por los comerciantes
italianos y musulmanes. Sin embargo, durante siglos Bizancio logró mantener su posición
económica en el mundo medieval gracias a la emisión de una moneda de oro fuerte y a la
presencia de mercados dinámicos en su seno. Incluso después de la devaluación del siglo
XI se reestableció una moneda de oro estable y Bizancio mantuvo sus tradicionales
industrias de artículos de lujo, generando una gran riqueza que causaría una profunda
impresión a los caballeros occidentales cruzados. En Constantinopla se han excavado
muy pocas monedas extranjeras acuñadas antes de 1204, lo que refleja el elevado
prestigio y suficiencia del sólido de oro bizantino, símbolo de una economía imperial
antes que comercial.
MONEDAS BIZANTINAS
Historia Universal Salvat Tomo 10

La moneda bizantina hace referencia al sistema monetario utilizado en el Imperio


Bizantino o Imperio Romano de Oriente después de la caída del Imperio Romano de
Occidente.
El universo económico del siglo IX se apoyaba en dos monedas fuertes: el
sólido o besante, bizantino, y el diNar árabe, ambas de oro.
En el siglo X, las llamadas «folles anónimas» presentaban el busto de Jesús en el anverso
y la inscripción «XRISTUS / Basil / Basilea», lo que se puede traducir en «Dios, Emperador
de Emperadores».
Las monedas bizantinas siguieron, y llevaron al extremo, la tendencia de reducir el uso de
metales valiosos en la acuñación para conseguir monedas más finas y con más superficie.
Las monedas de oro tardías eran como obleas que podían ser dobladas con la mano.
La acuñación bizantina gozó de mucho prestigio que duró hasta casi el final del imperio.
Muchos gobernantes europeos tendieron a seguir una versión simplificada de los patrones
bizantinos, con retratos de los gobernantes con busto frontal en el anverso.

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