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DINAMISMO DE LA VIDA ETERNA: FUNDAMENTOS HISTÓRICOS,

ANTROPOLÓGICOSY TEOLÓGICOS

Sin embargo, el modelo tradicional-anímico, estaticista- y sus consecuencias para la


imaginación de la vida eterna entraron en crisis desde finales del siglo pasado. Y no
sería casualidad que el cuestionamiento significativo del quién (alma) y del qué
(contemplación) de la retribución postmortem haya sido uno de los detonantes del
replanteamiento del cómo del destino celestial de ese mismo sujeto, si como sugeríamos
con anterioridad el teologúmeno tradicional del entretiempo escatológico ha
determinado las características esenciales de la existencia definitiva junto a Dios. El
cuestionamiento de la escatología bifásica, responde, grosso modo, como ya sabemos, a
tres dificultades fundamentales: el concepto dualista de lo humano, la aparentemente
ingenua transposición del tiempo histórico al más allá y el menoscabo de la índole
comunitaria de la Historia Salutis al desplazar el acento soteriológico hacia la
bienaventuranza del alma separada. El revisionismo, como no podía ser de otro modo,
ha venido de la mano de la Teología (allende tímidos intentos del episcopado holandés y
alemán en sus sendos catecismos) en una articulación de variopintas hipótesis, ninguna
de ellas exenta de contradicciones, que hemos intentado sistematizar en toda su
pluralidad.
La otra cara de la moneda revisionista es el creciente número de voces críticas que ad
intra de nuestra disciplina se alzan con un cielo que ha dejado de ser amable por no
significativo. Vivir eternamente es deseable, pero a condición de que esa vida valga la
pena ser vivida. ¡Un cielo inmóvil y eterno no atrae! Los argumentos apuntados, pero
mínimamente desarrollados se dirigen en dos direcciones: al polo humano y al divino.
Relativo al primero, el dinamismo vendría exigido por la distancia ontológica
insuprimible entre la criatura y el Dios inaprehensible y misterioso, excedente de
posibilidad del recipiente humano. Máxime porque el Dios cristiano por ser trinitario
también es “continuo exceso” para sí mismo. Referente al extremo humano, su
temporalidad, su carácter proyectivo, su libertad creadora, su indisponibilidad como
sujeto y el rango tensional de su amor, justifican el cambio de perspectiva. En la última
parte de nuestro trabajo daremos cuerpo de estas intuiciones. No obstante, con
anterioridad, constatamos reconfortados que la nueva propuesta no se halla exenta de
importantes apoyos en una minoritaria, pero selecta pléyade de autores de la tradición
eclesial. Tradición que, en la Iglesia de Oriente y de forma general, ha considerado
también en clave dinámica esa antesala del cielo para los todavía no acrisolados, que
llamamos purgatorio. Sobre la base de una soteriología más de divinización que de
redención, la ortodoxia ha marginado las penas expiatorias y la satisfacción penal de
éste para incidir en la espiritualización divinizante o theosis. La naturaleza es la que se
repara, se eleva, se lleva a maduración, no la falta. En su ascensio in Deum el alma irá
dejando en los telonios o aduanas (Cirilo de Alejandría) aquello que no pertenece al
Señor, al tiempo que puede experimentar este novísimo como la última etapa de la
paideia divina. Este “movimiento” sigue situando a la criatura en camino, más allá de la
muerte, es el que nos permite pensar que, si tras ella, no queda detenida toda evolución
del hombre hacia Dios, es factible extenderla también a los ámbitos últimos de la
existencia escatológica, aún a sabiendas de que aquí hablamos de un “ir hacia Dios” y
en el cielo de un ir “desde Dios”. De este segundo avance o dinamismo celestial hemos
hallado en la patrística dos exponentes notables: san Ireneo y san Gregorio de Nisa.
El santo obispo de Lyon articula toda la economía de la salvacón, desde el proton hasta
el éschaton, ambos inclusive, en clave de progreso. Desde la plasis primera, desde
nuestro barro inicial, hasta la theoría o visión facial del Padre, habida cuenta nuestra
incapacidad congénita, se requiere una continua capacitación. Ésta es llevada a cabo, en
primer término, por el Espíritu Santo, a lo largo del Antiguo Testamento, para
prepararnos, en la plenitud de los tiempos a acoger al Hijo de Dios. La economía del
Hijo tendrá dos fases: en la primera, desde su Encarnación a la Parusía, derramará su
Espíritu de adopción, a los que habitamos aún en régimen de lucha y destierro y,
finalmente, tras la Segunda Venida y la resurrección, irrumpirá el milenio. En este
interregno ya glorioso e incompatible con el sufrimiento, el Verbo humanado seguirá su
paulatina pedagogía divina en pos de disponer al hombre secundum carnem a la visión
del Padre. Terminada esta etapa, Cristo cederá el reino a Dios y con Él todas las cosas.
Ahora bien, en el cielo se prolongará el magisterio, pues los justos seguirán siendo
discípulos de quien siempre tendrá cosas que enseñar, porque sus riquezas son
inagotables. En la medida en que El Padre nos manifieste nuevos tesoros se irá
incrementando la visión, ganancia en su conocimiento intuitivo. Esta óptica procesual es
la que permite a san Ireneo, en una particularísima exégesis de 1Cor 13,13, conjeturar
con la subsistencia en la otra vida de las tres virtudes teologales. Se trata de subrayar, no
tanto la imperfección de lo teologal en este mundo, cuanto la perfección de Dios en el
otro, que nos posibilita pensar un éschaton creciente.
Pero, sin duda, el adalid del dinamismo es san Gregorio Niseno. Su epéctasis, término
de raíz paulina (cf. Fil 3, 12-14) que significa, “tensión hacia adelante”, connota el
avance indefinido que caracteriza el caminar del alma hacia Dios, su esencia misma.
Toda adquisición será el punto de partida para un nuevo avance. Esta actitud cualifica la
experiencia espiritual y se prolonga en la vida eterna. El continuo progreso esta basado
en un doble motivo convergente: por una parte, la infinitud del objeto hacia el que se
tiende, Dios, muy acorde con su teología negativa o mística de la tiniebla (“hay tanto
lugar junto a mí que quien corre en él jamás podrá alcanzar el final de la carrera” ,Sobre
la Vida de Moisés II) y , por otra, la posibilidad ilimitada de crecimiento del ser
humano, no imperfección, sino sello distintivo de nuestra excelencia (“ Pues la
perfección consiste verdaderamente en nunca parar de crecer hacia lo mejor, y en nunca
poner límite alguno a la perfección”, Sobre la perfección 88-89). En este sentido, el
hombre se lanza constantemente a superar sus límites, pero siempre hacia un infinito
que escapa eternamente a sus posibilidades (“el hombre, eliminado el vestido de la
desesperación ve la hermosura infinita del Amado, que, a través de la eternidad de los
siglos, siempre se descubre mayor y mayor, y se enardece con un deseo más
vehemente”, In Cantica canticorum, Hom XIII).No obstante, no nos hallamos ante una
sanción crónica de la deseperanza, como si jamás pudiéramos alcanzar el Bien, sino
ante una afirmación de la infinitud divina y de nuestra eterna capacidad para
autotrascendernos. Las imágenes de la escalera, la carrera o el vuelo de la paloma le
servirán al padre capadocio para expresar lo inefable de un ascenso en el que el alma,
participando ya de la unión con el Verbo que la atrae, recibe de éste la gracia que la
capacita para ascender indefinidamente. Así, cada progreso, sobre la base de lo ya
adquirido, conlleva la no detención en las riquezas obtenidas, sino la orientación hacia
las riquezas que todavía no se poseen y jamás se agotarán. Posesión y salida: la
epéctasis!. No estamos, sin embargo, ante una economía carencial, sino en una
estabilidad progresiva en Dios.
Pero, sin duda, uno de los pilares en el que, como antes insinuábamos, debe basarse el
nuevo discurso escatológico es el de la antropología. Si la gracia supone la naturaleza, la
máxima gratuidad divina, esto es, el cielo, trascenderá, pero no anulará los mínimos que
caracterizan lo humano. Por eso, hablar de la vida eterna es hablar del hombre, de sus
rasgos constitutivos, y, consiguientemente, nuestra cuestión debe tener una irrenunciable
concentración antropológica. Suscribimos las afirmaciones de J.L. Ruiz de la Peña
cuando nos dice : “No hay dos vidas, ésta y la otra; hay una única vida que se despliega
en dos fases…Hay que soldar la brecha abierta entre felicidad (cismundana) y
salvación( ultramundana) y comprender que los momentos de felicidad son…primicias
y arras de lo irrvocable”. Se ha tendido a presentar la gloria perdurable como un estado
y no como vida auténticamente humana llevada a plenitud. En esta línea, hemos querido
bucear en la tradición personalista de amplio espectro (recomendada por Juan Pablo II
en su catequesis sobre el cielo en 1999), en concreto en el pensamiento de J. Marías,
para hallar el sustrato antropológico que, dando razón del hombre nos proporcione los
instrumentos conceptuales que justifiquen filosóficamente la legitimidad de una
“escatología creciente”. La antropología metafísica del discípulo de Ortega, nos ha
parecido una herramienta óptima para asentar nuestro objetivo. Y es que en su
estructura analítica de la vida humana aparecen elementos esenciales del ser personal
que nos invitan y facultan a otra imaginación de la bienaventuranza celestial. De manera
sumaria debemos destacar los siguientes: 1) La temporalidad (conjunción de pasado,
presente y futuro del hombre. 2) La primordial índole futuriza y proyectiva de la vida.
Ésta es concebida como quehacer, cuasi-creación. Por ello, en la persona habrá
mismidad, pero no identidad (somos los mismos, pero nunca lo mismo). 3) La
estructura vectorial (por tanto de magnitud orientada) de la existencia, que nos aleja del
mero “estar lanzados” para encarnarse en un argumento que, a su vez, acabará
desdoblándose en múltiples trayectorias.4) La condición amorosa como instalación
vectorial de la vida. El hombre es aquí considerado como animal amorosum, sub specie
amori y, a su vez, el amor descrito como compromiso siempre tendido, excéntrico,
efusivo, hacia el Tú, habida cuenta su inaprehensibilidad o irreductible opacidad. 5) El
ser personal como vocado a la inmortalidad en virtud de su carácter viniente o
proyectivo y a su ontología amorosa que postula la perpetuación de la vida. El corolario
de esta metafísica de lo humano parece imponerse: el cielo no debe pensarse como algo
inerte, sino como una empresa inagotable en consonancia con nuestra realidad personal.
Tras haber apuntalado la posibilidad del dinamismo celestial sobre el basamento
antropológico, queda, inexcusablemente, hacerlo sobre el otro polo de ese estado de
relación plenificante, a la postre esencia del mismo, es decir, Dios. Al respecto, nos
valemos en primer lugar de Sto. Tomás., quien subraya la incapacidad del lumen gloriae
y del entendimiento humano para comprender a Dios, pues siendo ambos criaturas
jamás podrán agotar la esencia de quien, de suyo, es simple, pero infinito. El hombre
bienaventurado verá a Dios todo, pero no totalmente. K. Rahner nos permite dar un paso
reflexivo más. El insigne jesuita alemán articula gran parte de su pensamiento en torno
al carácter misterioso, por trascendente, de Dios. La vida eterna, comunión sin parangón
con quien adjetiva de nuestro futuro absoluto, lejos de derogar el atributo de los
atributos divinos, hará que se yerga en todo su esplendor, pues entonces Dios devendrá
objeto inmediato de experiencia en su radical indisponibilidad. Precisamente este
excessus será la condición de posibilidad de la beatitud, pues es el que garantizará que el
dinamismo inquisitivo de lo humano no se vea jamás frustrado. Sólo un Dios siempre
mayor puede ser fascinación eterna para el espíritu autotrascendente del hombre. Con H.
U. Von Balthasar llegamos a la razón última de nuestra hipótesis, a saber, la vitalidad
siempre renovada y fresca de la Trinidad en la que el Dios-Amor es expectativa
desbordante para sí mismo en una superabundancia personalizada por el Espíritu Santo.
El amor siempre inédito del suceso intradivino reclama de la criatura un movimiento
gozoso y continuo, en aras a sondear sus posibilidades permanentemente renovadas.
Estas especulaciones, en cierta forma, las hemos hallado, aunque vertidas en moldes
existenciales y poéticos en la mística de san Juan de la Cruz. Teología vivencial que en
sus conceptos y formas nos habla a menudo de movimiento en general, cuando no de
ascenso en particular (“Noche Oscura”). También santa Teresa de Lisieux, con el
lenguaje sencillo de quien habla de “sus cosas”, concreta todo este caudal de vida, al
menos, para el “cielo intermedio”, en incesante pastoral, en fraternal y solícito
activismo de la Iglesia triunfante. Por consiguiente, la superlatividad del ser divino
dejará siempre abierto un espacio que nos aleja de todo riesgo panteísta y propiciará que
siempre podamos conocerlo más y amarlo nuevamente.
Conclusión: si la tradición judeocristiana presenta la una visión de la historia como
descenso libérrimo y agraciante de Dios hacia los hombres, desde la creación hasta la
Parusía, pasando por la plenitud de los tiempos, en el Emmanuel, nosotros queremos
ofrecer una visión del éschaton como el movimiento de ascenso permanente y jubiloso
del ser humano hacia el interior de Dios, una vez hemos sido alcanzados por Él. Para
ello creemos que debemos superar inercias añejas cuya etiología hemos tratado de
esclarecer. Postulamos un cielo en el que la meta, por ser Dios, es a la vez el camino; un
pan-en-teísmo en el que toda verdadera búsqueda tiene lugar en su presencia, que nos
regala siempre el encontrar, seguido de renovado e impelente buscar. Paradójicamente la
perfección del encuentro es su inacabamiento. Dicho dinamismo no lo entendemos
desde lógicas carenciales, sino desde la base de la plenitud del ser. Concebimos la vida
eterna como el tiempo” de nuestro devenir y por-venir en Dios. Este carácter cinético de
nuestro destino nos parece que hace más justicia a la naturaleza divina y a la humana.

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