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LA IGLESIA QUE JESÚS QUERÍA

Gerhard Lohfink

En esta obra, organizada por una introducción y cuatro partes que la estructuran, se
observa cómo el autor, Gerhard Lohfink, puntualiza la cuestión de la teología crítica que
pregunta desde hace tiempo y con insistencia si el Jesús histórico fundó una iglesia, y
argumenta el mal planteamiento de la cuestión, pues Jesús no puede fundar algo que ya
existía: el pueblo de Dios, Israel. Jesús quiere reunirlo y congregarlo como verdadero pueblo.
Pues lo que llamamos Iglesia no es sino la comunidad de aquellos que están dispuestos a
vivir en el pueblo de Dios congregado por el mismo Jesús y santificado por su muerte. Por
lo que se plantea la falta de sentido que se desprende de la pregunta sobre si Jesús fundó
formalmente una Iglesia. La pregunta verdaderamente decisiva es: ¿qué rostro debería tener
hoy la Iglesia?

El hoy actual, pues, manifiesta una herencia individualista. Un individualismo que


carcome tanto en el ambiente religioso como en la misma persona en su subjetividad, que se
pregunta sobre el reino de Dios. Si se quiere saber lo que el reino de Dios y su venida
significan, se debe leer y reflexionar sobre las parábolas de Jesús. Y esto dará luz para
comprender que dicho reino viene a personas concretas que pertenecen a una comunidad.
Excluyendo totalmente un individualismo protestante. El reino viene, pues al individuo que
toma partido a favor (eternidad) o del mundo (tiempo). Pues el individuo es redimido. Sin
embargo, la Buena Nueva de Dios viene a un pueblo formado por judíos y griegos, griegos
y bárbaros. No se puede limitar en el plano geográfico el plan salvador de Dios. Por lo que
se puede afirmar que la iglesia es una alianza fraterna entre todos los hombres
bienintencionados.

De lo anterior se desprende la actividad misionera por instituir el reino de Dios en


Jesucristo, misionero del Padre. Juan el Bautista toma un papel fundamental al intentar
preparar un pueblo en el arrepentimiento, la conversión y la disposición para recibir al
prometido de los tiempos. Por eso Jesús manifiesta que Juan el Bautista es más que un
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profeta. Y es precisamente este Bautista quien pretende preparar a Israel exclusivamente para
que haga la voluntad de Dios.

Nuestro autor argumenta que con la llegada de Jesús y ante la negativa de su


aceptación por parte de Israel, aun obrando signos y prodigios en medio del pueblo, el mismo
Jesús elige a Doce Apóstoles, en representación de las doce tribus de Israel, aludiendo a una
esperanza escatológica de salvación. Cabe señalar que la predicación de Jesús va directa y
exclusivamente al pueblo de Israel, de la Alianza. Se quiere reunir al pueblo disperso y
perdido. Jesús es cercano ante los enfermos y marginados sociales, realizando obras
prodigiosas, pues donde está el reino de Dios la enfermedad desaparece.

Las súplicas de reunión en la oración del Padre Nuestro nos muestran una realidad
que pide el reino de una manera clara. Santificado sea tu Nombre, que no depende de la
santidad del pueblo, Dios es Santo. Que venga tu reino, reino de paz y de justicia, de amor y
de esperanza. El nuevo pueblo de Dios debe tener un corazón nuevo y un espíritu nuevo, para
que la luz resplandezca en este pueblo (Iglesia).

Este nuevo pueblo adquirido por Dios está abierto a las naciones. Deben llevar la
Buena Nueva a todos los pueblos, esto es, la atracción de los paganos al pueblo de Dios. Por
eso, este pueblo debe iluminar como luz de Dios para que los gentiles participen en la
salvación (y esto es lo que estaba llamado a ser el pueblo de Israel) porque también están
llamados a ser pueblo de Dios. Sin embargo, Jesús tiene esperanza de que los israelitas
comprendan los signos de los tiempos y lleguen a entender la situación en la que se
encuentran, por lo que se puede hablar de una crisis del pueblo de Israel. Pero es importante
destacar que Jesús tuvo enemigos frontales: los escribas, los fariseos, los sumos sacerdotes
que querían eliminarlo, pues estorbaba ante una vida acomodada que habían conseguido.
Ante la negativa de aceptación de su mensaje, el mismo Jesús argumenta a estos personajes
que los Doce Apóstoles serán sus jueces, pues estos estudiosos de la Ley y maestros de la
doctrina no han reconocido el reino de Dios que se ha manifestado, aun escuchando a los
profetas enviados por Dios, se han cerrado a la salvación universal y, por ende, no se han
mostrado indignos de ella. Los Doce se convierten en testigos de Jesús en contra de Israel.

Ahora Jesús establecerá una nueva Alianza. Sin embargo, nuestro autor manifiesta
algunas dificultades de interpretación en cuanto a la originalidad de las palabras de la última
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cena, que han sido absorbidas por la liturgia cristiana, pero no se puede afirmar que la liturgia
esté en contra de las palabras expresadas por Jesús. Pues él va a ser sacrificado, y será el
sacrificio que selle esta nueva Alianza. Pero será una expiación vicaria, es decir, morirá por
otros muchos, pues él es el Siervo de Dios, sufriente, que entrega su vida en un horizonte de
salvación universal. El reino de Dios manifiesta al pueblo de Dios, un reino rechazado por
Israel, a quien fue propuesto exclusivamente.

Se resalta la predicación de Jesús y la relación con sus discípulos, que pueden


dividirse en un primer grupo que aceptan su palabra pero que permanecen en sus aldeas a
esperar el reino de Dios; y un segundo grupo es de aquellos cercanos, aquellos que después
de un encuentro cercano con Jesús le siguen radicalmente, dejan todo por estar a su lado,
atentos a la escucha y a la novedad que predicaba. El sermón del monte manifiesta pues unas
que abarcan a Israel y a todos sus discípulos. Jesús pone las bases para formar una nueva
familia humana donde la misericordia divina ocupa un lugar central. Dejarlo todo por amor
a Dios y a su reino, esta predicación toma un lugar esencial. Jesús renuncia a la violencia,
contraponiendo un mensaje de perdón y de abajamiento, manifestando la doctrina del amor
dispuesto al sacrificio.

La Iglesia debe ser esa ciudad sobre el monte, luz del mundo y sal de la tierra, pero
desde el servicio y el amor. No hay lugar para una comunidad elitista, vivir en el mundo pero
no ser del mundo. Es evidente que Jesús habla a individuos concretos, pero se preocupa por
la comunidad, esto quiere decir que hay una voluntad comunitaria de Jesús. El pueblo de
Dios es una comunidad en camino, que no busca los ideales terrenales, sino los celestiales.
Nuestro autor menciona y describe las comunidades neotestamentarias en el seguimiento de
Jesús. Se entra a formar parte de esta comunidad por el bautismo, pues la Iglesia es una. Estas
nuevas comunidades cristianas se diferencian del pueblo de Israel por el único hecho de que
han aceptado al Mesías. El pueblo de Dios ahora rebasa los límites geográficos, todos los
hombres de buena voluntad que se esfuerzan por el seguimiento de su Dios. Por eso se
argumenta que la salvación ha llegado a todas las naciones a través del fracaso de Israel, y
san Pablo clarifica la cuestión, y se habla del nuevo pueblo de Dios donde tiene especial
presencia el Espíritu de Dios que guiará a este pueblo, y que llega a él como Don. Seguido a
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esto ya no hay barreras ni diferencias sociales, ahora se vive una Nueva Alianza que ha sido
sellada por la misma sangre de Cristo.

Hay una llamada del nuevo pueblo de Dios a la convivencia hasta lograr una
verdadera comunión, siendo juzgados en el amor; así lo manifiesta Pablo con toda su
autoridad apostólica. Toma vital importancia el amor fraterno, ahora serán hermanos y
hermanas, formando una nueva y gran familia, donde debe haber una renuncia a la
dominación, además de ser una sociedad de contraste, un pueblo santo y separado para Dios,
desde el bautismo, con rectitud moral. Por eso mismo se convertirán en señal para las demás
naciones. En esta misma línea, el pueblo de Dios (Iglesia), al tener la ayuda y guía del Espíritu
será un pueblo entre todos los pueblos que estará siempre a favor de la verdad, que les hará
libres.

Nuestro autor concluye con una herencia del agustinismo donde describe la ciudad de
los hombres, ciudad terrena donde se crean dioses a voluntad, por el amor a sí mismo, por la
pelea y la guerra, ávida de poder; y la ciudad de Dios donde domina la paz y el amor
verdadero, la obediencia y la preocupación por los demás. De lo anterior se desprende, pues,
el rostro que la Iglesia debe tener, un rostro que, lleno de misericordia, congregue a todas las
naciones en un solo pueblo, regidos por y en el amor de Dios.

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