Você está na página 1de 2

ZAPATITOS

Por la claridad llameante de sus cabellos, sus infinitos ojos azules y la nívea piel que
llevaba encima le habían llamado, desde que nació, Monito. El pueblo, con sus enormes
montañas alfombradas y su profusa vegetación erizada, que había escuchado sus primeros
llantos y observado toda su infancia, quedaba a kilómetros interminables de la capital. El
tiempo parecía haberse anclado en sus casitas de barro, congelado en sus angostas
callejuelas de tierra y dormido en las cabelleras canas de sus pobladores. El viento se
aburría meciendo las hojas de los árboles que tupian el lugar; y, colgado en lo más alto
del cielo, bostezando llagosas lenguas de fuego, el sol se regodeaba en su señorío libre de
nubes. Nada podía perturbar el sosiego de Samacá, pequeño municipio escondido entre
los vientres altiplanos de los cerros.

Durante sus primeros años, Monito aprendió todo lo necesario de su padre. Pasaban tanto
tiempo juntos que parecían una sola persona. Incluso algunos días, Monito faltaba a las
clases que se impartían en un desvencijado y sucio edificio construido hacía muchos años
por los mismos pobladores cerca de la plaza, y dedicaba el día a atiborrar su pequeña alma
de todas las enseñanzas y consejos que chorreaban de la boca de su progenitor. Sus fosas
nasales se perfumaban con el olor de la tierra removida y sus ojos devoraban,
embelesados, los gigantes de tierra que descansaban a su alrededor. El padre de monito
no se diferenciaba en mucho a las personas que hormigueaban la localidad. La mitad de
su rostro, endurecido y serio, estaba teñido en barba negra. Rechoncho, carecía de mucha
altura; y de su torso ancho y tostado se desprendían extremidades hercúleas, con cada
músculo acostumbrado a la tarea agrícola. Su espíritu se remojaba en bondad infinita y
evitaba, de cualquier forma, los vicios que pululaban por el lugar. Vivían cómoda y
humildemente, reguardados entre la dentadura de montañas y el ejército de árboles que
rodeaban su casita. Algunos animales moteaban indiferentes el terreno fértil y
acompañaban con sus mugidos, balidos, relinchos y cacareos la faena diaria. A pesar de
no carecer nunca de alimento, la pequeña familia no podía darse demasiados lujos y
ostentaciones. Desde el primer día de clases Monito tuvo que soportar las miradas
curiosas de sus compañeros que revoloteaban sobre él. Ya sea por el color de su cabellera
o la pigmentación de su mirada, que los niños de rostros barrosos encontraban imposible
la tarea de dejarlo pasar desapercibido. Finalmente, y derrotados por el torrente de
curiosidad que deliraba en sus gargantas, lo arremetieron en preguntas. Al igual que ellos,
Monito desconocía la razón por la que su cuerpo se había resistido a la homogeneidad de
la naturaleza de Samacá. “Mi abuelo dice que en la capital hay más cabezas amarillas
como tú” declaró un pequeño infante, embutido en una mugrienta ruana. Solo un puñado
de ancianos había conocido la enigmática ciudad cenicienta. Decían que la luz era
recelosa en ese lugar y que una lluvia menuda e imperturbable regaba el lugar y hacía que
enormes cajas grises brotaran y despuntaran hacia el cielo encapotado. El padre de ese
niño era el único en todo el pueblo que constantemente viajaba y

Você também pode gostar