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Un día sus
padres se tuvieron que mudar de la ciudad donde vivían y Andrés tuvo que dejar
atrás a todos sus amigos. Y así fue como llegó a un colegio nuevo, donde no conocía
a ningún otro niño.
La casa era más bonita que la anterior y la habitación mucho más amplia, con un
enorme armario que ocupaba toda una pared. Al niño no le molestaba su nueva vida,
excepto por un detalle: algo vivía en el interior de aquel armario.
Andrés se pasaba las noches en vela imaginando la forma del monstruo que se había
alojado en su habitación. Nunca lo había visto, pero se imaginaba que era enorme y
atemorizante. Hasta un día en que se llenó de valor e intentó tomarlo de sorpresa, y
allí estaba, una enorme bola peluda que no parecía peligrosa.
El niño miró a su madre con asombro, no imaginó que iba a ser tan comprensiva
pero se sintió feliz como hacía tiempo no se sentía. Con el paso del tiempo Andrés
hizo nuevos amigos en el colegio y un buen día el monstruo decidió marcharse.
Andrés ya no lo necesitaba a su lado, prefería compartirlo con otros niños, pero
siempre tendría un lugar especial en su corazón.