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1- La obediencia ciega al líder. Julio Bárbaro LA NACION.

4 de junio de 2012
Algunos de quienes estuvimos en el exilio durante la dictadura militar llegamos a escuchar, en Radio Moscú en
español, una frase que aún hoy resuena en mis oídos: "Los sectores progresistas encabezados por Videla y
Viola...". Alguna línea del Partido Comunista Argentino había negociado y, como consecuencia, aquellos
asesinos habían terminado resultando "progresistas", y así debía ser para todos los seguidores del partido. En
el PC, para no hacerle el juego a la derecha, había que obedecer a la conducción siempre, dejar de pensar y,
lo más importante, dejar de opinar. Por el contrario, nuestro romanticismo, el de la mayoría de los jóvenes de
entonces, imaginaba a la verticalidad y a la obediencia como patrimonio exclusivo de la derecha. Todavía la
rebeldía social no había caído en la prisión de la obediencia a la burocracia.
La historia del marxismo termina en una monumental derrota, causada en gran parte por esa deformación
ideológica que lleva a justificarlo todo, desde la persecución y asesinato de Trotsky hasta las matanzas de Stalin
y su Siberia, de la Cortina de Hierro a la pobreza intelectual que imponían. Nacieron con el sueño de justicia y
murieron con la obediencia a la dictadura. Una burocracia cuya mayor lucidez fue el invento de "no hacerle el
juego a la derecha", una forma nada sutil de justificar sus desatinos. Si la revolución queda en manos de los
obedientes, quedará para los conservadores el lugar de cuestionadores del sistema.
En el peor momento de la persecución y aislamiento contra los disidentes por parte de Stalin, un seguidor de
Trotsky abandonó a su líder con la excusa de que éste había escrito en un diario del enemigo, como si ignorara
que le estaban vedados todos los otros. En la parte oriental de Berlín, caído el Muro, quedaron dos enormes
estatuas, una de Marx y otra de Engels, en las que un simple ciudadano había pintado: "Ustedes no tuvieron la
culpa". Esa leyenda quedó como testimonio de una parte de la opinión popular.
Durante la dictadura no se podían discutir las políticas de la conducción montonera para no "hacerle el juego al
enemigo". Miles murieron por eso de obedecer aun cuando la orden implicara el suicidio. Eso sí, quedaron vivos
varios de los que daban las órdenes. La famosa contraofensiva, de la que nadie quiere hablar, fue un camino
al cadalso, algo más parecido a una entrega que a un combate. Sólo salvaron sus vidas los que "le hicieron el
juego al enemigo" y no aceptaron ese absurdo retorno; los que fueron capaces de resolver por ellos mismos.
Muchas de las viejas organizaciones políticas o militares tuvieron en común el paradigma del militante que
obedece a la conducción, que supera al individualismo liberal, que se integra al conjunto renunciando a sí
mismo. Jean-Paul Sartre, en su prólogo a Retrato del aventurero, de Roger Stephane , desarrolla esa
concepción en la que lo colectivo debe primar sobre lo individual, y ese aventurero era entonces el último
escalón del egoísmo reinante, del que sostenía su identidad sin disolverla en la del conjunto. André Malraux,
T.E. Lawrence y Ernst von Salomon eran los aventureros; Sartre, el que convocaba al anonimato militante. Ese
absurdo se impuso en la izquierda y la consecuencia está a la vista: tienen más sellos de goma que partidos,
más ideologías que seguidores. Al morir el individuo, nació la nada.
En el pueblo, el espíritu colectivo no surge de los libros. Se transita como parte de su realidad. Perón y Evita
fueron la expresión de esa conciencia en una relación dialéctica en la que tanto el uno como la multitud cedían
parte de su ser para poder convertirse en el todo. El líder es la creación y la expresión de una voluntad colectiva.
La militancia intenta ser pueblo por la razón, el pueblo como actor principal de la historia la genera y la vive, sin
interesarse por el que quiera interpretarla a su manera. El desprecio que sienten por el pueblo esas pretendidas
vanguardias es el mismo que expresan por Perón. Como no se atreven a verbalizar su conflicto real con el
pueblo, entonces dicen que el viejo era conservador, y los imberbes, revolucionarios. Perón y el pueblo hicieron
un pedazo de la historia, otros apenas la interpretaron, y su vigencia se limita a una relación circunstancial con
esta fuerza política a la que intentaron conducir y ni siquiera lograron comprender.

Coincido en que no hubo dos demonios, pero insisto: el que no era demonio está lejos de ser ungido como la
conciencia de la historia. Y en eso estamos cuando debatimos el "no hacerle el juego a la derecha", en dejarle
al supuesto enemigo la libertad de pensamiento y de crítica, y quedarnos nosotros con la obediencia como
virtud de cada coyuntura. Eso nunca fue parte del peronismo -lo demuestra el hecho de que seguimos vigentes-
, y sí fue y es esencial para una izquierda agotada por su eterno fracaso político y su propia cariocinesis, que
cuando encontró por casualidad una jefatura exagerada y un retazo del poder se rindió con armas y bagajes, y
eligió el aplauso y el silencio como moneda de agradecimiento y continuidad.
Para no "hacerle el juego al enemigo" que ni siquiera eligieron, un conjunto de universitarios hace un llamado
al apoyo irrestricto, olvida las virtudes del apoyo crítico y en ese intrincado juego de lealtades personales y de
convicciones se llama a silencio y sigue aplaudiendo. Ni siquiera se anima a la solidaridad con los propios
compañeros. Detrás queda el pomposo nombre de intelectuales comprometidos. Hubo tiempos en los que el
aporte era en el campo de la crítica; ahora sólo forma parte de la obsecuencia. Una pena, para quienes
hubiéramos esperado algo más. Y un lento vaciamiento de ideas y propuestas, en el que inexorablemente la
obediencia erosiona la creatividad.
"No hacerle el juego al enemigo" es una consigna demasiado amplia y detrás de ella se pueden esconder
traiciones, agachadas y todo tipo de pequeñeces. Es un llamado al ejercicio de la mediocridad que le deja al
supuesto enemigo el espacio de la crítica y reserva para quienes siguen la consigna el vano intento de pretender
mutar obediencia en virtud. Veleidades de la izquierda que necesitó un Muro para que no huyeran los traidores
y que no logró detener a quienes prefirieron enfrentar a los tiburones escapando de la isla de la revolución.
Todos le hacían el juego a enormes derechas. Y vivían su propia decadencia.
Cuando hace muchos años salí del cine después de ver Apocaly pse Now lo hice lleno de admiración hacia
aquel imperio, al que yo no quería, pero que era capaz de iniciar una dura autocrítica sobre esa derrota de
Vietnam, y en consecuencia demostrar que seguía vivo.
Y, finalmente, lo más importante es que las capacidades que se podrían aportar a una causa o una empresa
se malogran ante el temor de que la conducción se lo tome a mal o de que se pierda algo de lo que se cree
haber logrado. Al fin, en una democracia lo importante es la cantidad de personas que se expresan y votan, y
no el nutrido número de los que aplauden. Si los que se consideran pensadores se amontonan para ejercer la
obsecuencia grupal, los poco informados impondrán el rumbo.
No soy un ortodoxo ni sueño con serlo, pero en otro momento de nuestro peronismo la consigna "alpargatas sí,
libros no" tuvo un peso significativo. Y no era contra los libros, sino sólo una reacción de los humildes contra la
soberbia y el desprecio con que se dirigían, a ellos y a su causa, los que se creían ilustrados.
Perón era reformista, y los imberbes, revolucionarios; el pueblo, analfabeto, y los cultos, casi todos vanguardia
o gorilas. El tiempo decanta todo. Todavía los libros no lograron superar el antiguo tiempo de las alpargatas
que encontraron a Perón y su causa en el 45; mientras que en las universidades de los cultos Perón fue un
descubrimiento tardío de los años 70. Los del sudor hicieron su pedazo de historia, los de la tinta todavía creen
que la historia empezó con ellos, cuando la contaron.
En mi juventud, el compromiso social debía encarnarse en la vida privada, la exigencia era proletarizarse,
aceptar vivir de manera humilde como aquellos que decíamos intentar ayudar. Para otros, en cambio, el
compromiso con la violencia permitía obviar el personal. Para mí, entre el camión, el taxi y el mercado de Abasto
donde trabajé, aquel compromiso de vivir humildemente llevó más de diez años de mi vida y después vino el
exilio. Por eso me asombra la cantidad de progresismo que habita en Puerto Madero y que disfruta como rico
sintiendo culpa por los pobres. El presidente uruguayo sabe de compromiso y humildad, pero algunos de los
nuestros, en cambio, necesitan exagerar el discurso para equilibrar con él la realidad de sus propias vidas.
Puede ser que yo le haga el juego a la derecha escribiendo en La Nacion, pero algunos que nos critican se han
convertido en la derecha misma, con sus costumbres y sus riquezas.
El peronismo debe ocupar su lugar y ser una parte de la futura unidad nacional y de una nueva relación entre
los argentinos. Los que no estén de acuerdo que, por lo menos, no lo hagan en su nombre.

2- De la rebeldía a la obsecuencia. Por Julio Barbaro. 13/05/2015


No resulta fácil de entender, pero es algo reiterado de observar. Las organizaciones revolucionarias nacieron
para encauzar la rebeldía y terminaron siendo las que educaron para transitar el camino de la obsecuencia.
Miles de seres nacieron soñando la revolución y terminaron persiguiendo la libertad. Quizás la imagen atroz de
Ramón Mercader y su sueño revolucionario que termina asesinando a León Trotski refleje la metáfora de ese
camino a la traición de los principios por los cuales se imaginaba luchar. Ese camino fue ayer reivindicado por
los que adherían a la ortodoxia comunista, ese camino fue enfrentado por Albert Camus y reivindicado tantas
veces por Sartre. Recuerdo su prólogo a “Retrato de un aventurero”, ese donde describía que el esclavo al
asesinar al amo también mataba al esclavo que había en él. En el prólogo describe cómo el aventurero dejará
paso al anónimo militante, como un final que termine con el individuo libre para ser ocupado por ese anónimo
participante del ser colectivo. Para mi gusto, una liberación que convoca a una nueva esclavitud.
Desde el Partido Comunista a las organizaciones guerrilleras, desde cada intento de tomar el poder para gestar
la revolución, desde cada una de esas experiencias se forjó el fracaso y la frustración, en cada una de ellas el
militante devino en burócrata y el rebelde se amoldó al obsecuente. Cómo olvidar la manera en que las
organizaciones enfrentaban al supuesto “amiguismo”, a las relaciones personales y hasta las familiares como
una limitación a la relación del militante con su organización. La clandestinidad comenzó siendo una necesidad,
luego se utilizó como una razón para impedir las disidencias y terminó siendo una manera de perseguir al mismo
derecho a pensar. Absurdo resulta recordar que el socialismo engendraría una justificación para acabar con la
libertad, que en cada uno de los paises donde se imponía lograba una excusa para evitar que la sociedad
eligiera libremente sus autoridades. Como si para gestar la justicia se hiciera necesario limitar la democracia.
Años justificando las masacres del camarada Stalin, hasta que fue quedando demasiado en claro que la
Nomenklatura era tan opresora o todavía más que los mismos capitalistas a los que intentaba combatir.
Milito en política desde el año 63, fui dirigente estudiantil y testigo de cómo la violencia se imponía entre los
cristianos y los marxistas, de cómo la guerrilla aparecía como el único camino hacia la revolución, de cómo
matar se convertía en la decisión obligada y luego, las consecuencias ni siquiera merecían una autocrítica.
Aquella decisión de la violencia tenía su origen en la experiencia cubana, miles de mi generación se formaron
militarmente en la isla; miles entregaron sus vidas sin siquiera ser una amenaza para el poder constituido.
Es duro asumir que el heroísmo no suele estar acompañado por la lucidez, aquellos héroes son dignos de
respeto, sus sobrevivientes sólo lo son cuando asumen la obligación histórica de la autocrítica.
El kirchnerismo es un pragmatismo sin límites morales ni éticos, sin una concepción de la política económica ni
la ubicación internacional. Tuvo la decisión de cederle un espacio de poder a los viejos militantes de fracasadas
revoluciones y ellos defendieron este absurdo aquelarre como si estuviera guiado por un sentido justiciero.
El resentimiento expresa a los capitalistas fracasados que son peores que los exitosos; ambos son dos caras
de la misma moneda. Menem fue la frivolidad, los Kirchner, la ambición, acompañada del resentimiento; ambos
fueron la negación del peronismo; ambos fueron la conducción de una década perdida. En muchos,
demasiados, la ambición de poder se impuso al sueño de justicia, los beneficios personales sustituyeron a los
sueños de la justicia colectiva. El egoísmo fue mayor al que decían intentar sustituir.
El peronismo implicó una confrontación cultural, se enfrentó como enemigo hasta el golpe del 55. Perón viene
a abrazar la unidad nacional en su retorno. La guerrilla no expresa a los trabajadores, tuvieron su propia
violencia durante la dictadura, jamás en la democracia. Los peronistas creen en el voto y la democracia, sus
enemigos en la violencia y la confrontación. La Presidenta expresa a los enemigos del peronismo, hoy son los
mismos que los enemigos del país.
Los rebeldes de ayer, que son obsecuentes de hoy, son la negación del peronismo y de la misma militancia
socialista, progresista o como la quieran llamar. La rebeldía es una forma de vida, las burocracias son la muerte
de la militancia y la negación de la misma dignidad. El peronismo fue una expresión productiva de la clase
trabajadora; de eso, hoy no queda ni el recuerdo en el Gobierno que sólo se expresa en la oposición.
Perón retornó para reivindicar la democracia, eso que hoy el kirchnerismo cuestiona. Es hora de respetar su
legado o al menos dejar de usar su nombre como seductor de votantes. Que asuman y encarnen sus propios
odios, al menos que sepan retirarse con dignidad.

3- Militantes. Por Julio Bárbaro. 24 enero 2016. Infobae


Un término antiguo que se fue vaciando de sentido, que no pudo conquistar un nuevo significado y que hace
tiempo perdió el original. Se refería a una etapa de la juventud, al tiempo donde el romanticismo
convocaba a la entrega, donde todavía se enfrentaba la tentación del egoísmo y se luchaba por un
mundo mejor. La militancia era una manera de transitar la vida pensando –principalmente- en los demás.
Era sentirse dueño de un bagaje ideológico digno de enamorar al resto de la humanidad. Hay muchos
que transitan esos sueños en el mundo religioso y tocados por la fe salen a difundir su verdad. Militante era
ese que se sentía dueño de un mensaje para difundir; era un habitante de la utopía, un dueño de los
sueños siempre cercano a la misma demencia o al menos a ser sospechado de habitarla.
Eran tiempos de grandes transformaciones o al menos, de difusión de la esperanza en lo nuevo.
Tiempos del Mayo en París y del Cordobazo, etapas donde uno pertenecía principalmente al club de las
ideas, desde la pasión de los trotskistas hasta la misteriosa pertenencia al Partido Comunista y luego
los curas del tercer mundo para que los católicos no nos sintiéramos menos. Siempre recuerdo que la
seducción veinteañera se iniciaba con la eterna pregunta” ¿en qué grupo militas?” y uno explicaba
orgulloso sus pasiones y sus lecturas, su pertenencia y sus imposibles. Tiempos donde se seducía con
la ideología, cosa que ahora se suele atravesar con el horóscopo y la música.
El marxismo tuvo mucha presencia en nuestras vidas. Aún en la de aquellos que no lo asumimos como guía,
su peso abarcaba buena parte del tiempo de nuestros diálogos. Había aparecido un libro, “Diálogo de la
época: católicos y marxistas”, que evocaban las palabras de mi amigo el Padre Carlos Mujica: “Lo
importante no es si existe o no existe el Cielo, lo importante es que debemos terminar con este infierno”.
Enfrentábamos a la cúpula de la Iglesia, a la dictadura que nos gobernaba, a misma Universidad en la
que estudiábamos.
Personajes de “La condición humana” de André Malraux en la novela; en el cine, “La Batalla de Argelia” de Gillo
Pontecorvo o la humildad de Marcelo Mastroianai en “I Compagni”: la novela, el cine y la vida nos imponían
ejemplos de quienes se sentían portadores de una profecía.
De aquellos militantes ninguno se hizo rico, se desclasó, terminó su vida mezclado entre la clase social de los
triunfadores. Sus sueños no se hicieron realidad pero eso no impidió que siguieran luchando por conservar su
coherencia. Algunos nos van dejando con el paso del tiempo, otros se fueron en manos de los represores pero,
todos fueron exigentes con sus propias conductas, cultores de la solidaridad, de esa forma de vida que habían
elegido transitar. Decididos a ser, esencialmente, buenas personas.
Algunos confunden aquellos sueños con las pasiones de las hinchadas de fútbol, creen que es lo mismo
militar que “defender los trapos”. La militancia es una pertenencia que se realiza en el sueño de
universalizar las propias convicciones, de sentirse forjador de un “hombre nuevo”. Es la idea la que
engendra la pasión. Surge del desafío de grandeza que nace del amor al semejante, suele agonizar en
el resentimiento de los violentos y los fanáticos. En el prólogo de “Retrato del aventurero” Sartre
desarrolla la relación entre el aventurero y el militante.
Nuestra militancia se llevó muchas vidas, demasiadas, sin dejarnos siquiera portadores de esa sabiduría que
el “Pepe” Mujica supo forjar para unir a su pueblo, para convertir el dolor del pasado en abrazo y triunfo político
de hoy. Parecido fue Lula en Brasil y la actual Presidenta de Chile. Nosotros nos quedamos sin autocritica y en
consecuencia seguimos teniendo el pasado en discusión, con mucho resentimiento pero sin suficientes
ejemplos de vida militante dignos de ser imitados.
Si, como dicen algunos, en las elecciones ha triunfado la derecha, es hora de que se hagan cargo de
los enormes errores de esas supuestas izquierdas, de esa caterva de fanáticos resentidos que sólo
logran inventando enemigos forjar los rasgos de su propia identidad.
Los militantes eran soñadores y a los sueños, la ambición y el resentimiento los convierte en pesadilla. No hay
militantes sin utopías. Aprendamos a no utilizar su nombre para disfrazar intereses. La memoria de los
militantes merece respeto, sintamos la obligación de ejercerlo.

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